El trono partido
Un trono es una recompensa por la que las gentes mezquinas y crueles pelean a menudo. Sin embargo, en las mañanas soleadas no es más que una silla.
Ralderick Soto Venerable, bufón
Cómo gobernar un reino, desde los torreones al estercolero,
publicado aproximadamente en el Año del Pájaro Sangriento
Una sombra se proyectó sobre las páginas que Elminster leía con el ceño fruncido. No necesitó levantar la vista para saber quién era, incluso antes de que un mechón de relucientes cabellos negros como ala de cuervo se desplazara sobre dibujos y anotaciones borrosos.
—Aprendiz —dijo Dasumia junto a su oído, con tonos melodiosos y dulces que hicieron que el mago se irguiera alarmado—, ve a buscar el Orbrum, el Prospaer sobre horrores sin nombre, y el Volumen de los tres candados que están en mi mesilla de noche en la Cámara Azul, y tráemelos a la Sala de la Galería. Quítate todo objeto que lleves puesto o transportes que posea el más mínimo duomer, o peligrará tu vida.
—Sí, mi señora ama —murmuró El, alzando los ojos para encontrarse con los de ella. Parecía extraordinariamente severa, pero no se percibía ningún atisbo de cólera o maldad en sus ojos cuando se encaminó a grandes zancadas hacia una puerta que casi nunca se abría, pasó al otro lado, y la cerró con energía a su espalda.
El chasquido de su cerradura coincidió con la súbita conciencia por parte de Elminster de que tenía que preguntarle qué hacer con el guardián de la Cámara Azul. El hechizo de su cerradura sin duda podría romperlo —¿se trataba de una prueba?—, pero tendría que eliminar al guardián si quería llevar a cabo algo que requería tanto tiempo como para cruzar la habitación, recoger tres libros, e intentar salir con ellos… o sería el otro quien lo eliminaría a él.
Según le había contado ella en una ocasión, si mataba al guardián, pequeñas entidades malignas quedarían liberadas de espejos, esferas y encuadernaciones de libros repartidos por todo el castillo, y podrían hacer estragos durante meses antes de conseguir volver a capturarlas todas y hechizarlas para que obedecieran. Meses de tiempo desperdiciado por los que ella lo recompensaría con tormentos de la misma duración… y Elminster ya había probado las torturas de la dama Dasumia.
Su castigo predilecto parecía ser obligarlo a recoger a gatas cosas que ella había roto a conciencia, de modo que cada movimiento significaba un dolor lacerante, pero en ocasiones —más a menudo en los últimos tiempos, a medida que el Año de las Doncellas Brumosas abandonaba la primavera para acceder al verano— ella prefería atar a su aprendiz a una correa de eterna curación para luego apuñalarlo una vez tras otra con una fina espada untada de veneno, y un cuchillo hecho con espinos salvajes tan largos como su antebrazo, sumergidos en un ácido que disolvía la carne. A la mujer parecía divertirle oír gritar.
El llevó a cabo estas reflexiones en los pocos segundos que necesitó para atravesar la habitación y abrir la puerta por la que había pasado Dasumia. Al otro lado se encontraba el Corredor Largo, un pasillo tachonado alternativamente de cuadros y ventanas ovaladas. Era un puente volante cubierto situado a una altura de veinte hombres sobre un patio de adoquines, que unía las dos torres más altas del castillo. Desde que, en una ocasión, dos anteriores aprendices de la dama habían decidido que el lugar era perfecto para un duelo y se habían matado el uno al otro entre llamaradas mágicas que habían puesto en peligro las dos torres contiguas, la dama había hecho que el corredor impidiera toda actividad mágica: su mismo aire apagaba y eliminaba todo hechizo, de modo que Dasumia no podía hacer otra cosa más que recorrer a pie su considerable extensión; él tendría tiempo más que suficiente para llamarla antes de que…
Abrió la puerta de golpe, abrió la boca para hablar… y contempló en asombrado silencio un corredor oscuro, sin vida, y totalmente vacío.
Incluso aunque la hechicera hubiera sido el más veloz de los mensajeros-corredores calishitas, y hubiera abandonado toda dignidad para echar a correr como una loca en cuanto se cerró la puerta, en estos momentos no habría conseguido llegar más que a la mitad del pasillo. Sencillamente no habría tenido tiempo suficiente para nada más. Tal vez había anulado el conjuro eliminador de magia sin molestarse en decírselo. A lo mejor…
Frunció el entrecejo y conjuró una luz, ordenándole que apareciera en el centro del corredor. La invocación fue muy sencilla y se realizó a la perfección… pero ninguna luz se encendió. El pasillo seguía estando muerto para la magia.
Sin embargo, no se veía ni rastro de la dama Dasumia. Elminster se apartó de la puerta muy pensativo.
Utilizó los muchos hechizos protectores de innumerables capas que su ama había colocado en la Cámara Azul para urdir un hechizo de laberinto, modificado, que atrajera al guardián —un menudo y entusiasta torbellino con tres colas en forma de aguijón de púas, zarpas desgarradoras, y un carácter bastante antipático— a «otro mundo» durante un buen rato. El mago consiguió salir y llegar al vestíbulo, con la puerta bien cerrada a su espalda y los libros bajo el brazo, antes de que el ser obtuviera su libertad entre siseos enfurecidos.
Por dos veces las telarañas le acariciaron el rostro durante el apresurado recorrido por el Corredor Largo, indicando que su señora ama no había pasado por allí últimamente… desde luego no apenas diez minutos antes.
Las puertas de la Sala de la Galería estaban abiertas, y una humareda salpicada de estrellas se elevaba al exterior en un suave remolino; la dama había tejido un hechizo escudo para proteger el castillo. Esto iba a ser una prueba, entonces, o un duelo en serio. Sostuvo los libros apilados ante él al entrar, y murmuró:
—Aquí estoy, mi señora ama.
Los libros se liberaron de sus manos para flotar en dirección a la galería, y desde su elevada posición Dasumia indicó con suavidad:
—Cierra las puertas y atráncalas, aprendiz.
El echó una veloz mirada a lo alto mientras se volvía hacia las puertas. La mujer se había puesto una máscara, y sus cabellos se agitaban alrededor de los hombros como movidos por el viento. Unas esferas mágicas flotaban sobre su cabeza y también detrás de ella; Elminster vio que gran parte de sus joyas colgaban en una, y que los libros se encaminaban hacia otra. Allí estaba a punto de liberarse una magia poderosa.
Acomodó la barra y aseguró sus cadenas sin prisas, para darle el tiempo necesario para estar perfectamente preparada. Cuando uno se enfrenta a los conjuros de una hechicera que puede destruir a voluntad, es mejor no darle motivos de enojo.
Cuando se volvió de nuevo hacia el interior de la habitación, el último resplandor mágico se había oscurecido hasta convertirse en una hilera de luces que relucían alrededor de la baranda de la galería; ahora ya no veía a la hechicera, que se encontraba en algún punto por encima de él.
—Ya es hora, Elminster, de que ponga esto a prueba. Defiéndete como puedas… y responde con intención de matar, no con suavidad.
Una luz surgió de improviso desde lo alto: una luz blanca y abrasadora que cayó sobre él procedente del rostro, corpiño y manos ahuecadas de su señora. ¿Se habría enterado de sus engaños?
Ya tendría tiempo de averiguarlo más tarde… si vivía para disfrutar de un «más tarde». Urdió una mano vórtice para atraparla y volver a lanzarla contra ella, pero tuvo que arrojarse a un lado cuando su furia resultó demasiado poderosa para su defensa, e hizo pedazos su vórtice en una furibunda explosión que provoco efímeros fuegos en diferentes puntos del suelo de la sala. El atrapó uno con un hechizo y se lo arrojó a la mujer, con la esperanza de estropear otra invocación. El fuego parpadeó mientras se hundía lejos del blanco, pero su breve resplandor le mostró a Dasumia de pie tan tiesa como un palo, con unas varitas mágicas plateadas agitándose a su alrededor; varitas que se convirtieron en cadenas restallantes al liberarse de ella con un chasquido y abalanzarse sobre él.
El mago saltó por la estancia, para obtener la ventaja de los pocos segundos que necesitarían para darle caza, y unió las manos para lanzar un detonador de hechizos que las hizo añicos. Se había colocado e inclinado de forma que pudiera escupir el fuego sobrante de su hechizo hacia la galería, en tanto se preguntaba durante cuánto tiempo podrían servirle su docena más o menos de hechizos defensivos o versátiles contra el poder acumulado de la magia de la mujer.
En esta ocasión, una parte de su hechizo la alcanzó; la oyó lanzar una exclamación ahogada, y vio cómo echaba la cabeza hacia atrás, la melena ondeando, en el llameante momento en que su escudo mágico se debilitó bajo la potencia de su abrasador y desgarrador ataque.
Entonces vislumbró el centelleo de sus dientes al sonreír, y sintió el primer frío susurro del miedo. Ahora sí que sentiría dolor, si ella conseguía romper sus defensas y derribarlo. Y más tarde o más temprano —probablemente más temprano— ella lo derribaría.
Rayos púrpura salieron disparados del negro vacío desde una docena de lugares a lo largo de la barandilla del balcón, y alancearon la sala, rebotando aquí, allí y por todas partes. Elminster tejió un veloz hechizo coraza, pero aun así sintió un dolor abrasador por encima de un codo y en el muslo opuesto… y se estrelló tan dolorosamente sobre el suelo de piedra, que se mordió la lengua con un gruñido para no gritar. Su cuerpo rebotó y se retorció impotente mientras los rayos lo atravesaban; luchaba por respirar ahora, no para tejer hechizos ni idear tácticas. No obstante, tal vez los restos de su desmoronada y casi desvanecida coraza podrían usarse para devolver los rayos, pues ella no había dedicado ni un minuto a crearse otro escudo.
El mago se arrastró y rodó, a ciegas y presa de un dolor insoportable, intentando salir del abrasador torrente de rayos y colocarse en un lugar donde pudiera recuperar el aliento y conseguir que sus extremidades le obedecieran.
Un creciente silbido justo por encima de su cabeza indicó al mago que su coraza había sobrevivido, y podía desviar rayos con suma eficacia. La obligó mentalmente a descender hasta su cabeza, para acabar con el rayo que lo tenía atrapado, y luego la deslizó a un lado al tiempo que rodaba para permanecer bajo su sombra.
El rayo le arañó el pie unos instantes, y enseguida volvió a ser libre. Murmurando un exiguo conjuro para conseguir que su coraza fuera mayor y más resistente, El se incorporó en cuclillas para contemplar con atención los últimos y escasos rayos que reptaban por la sala. Fue cuestión de segundos desviarlos a todos hasta conseguir recogerlos en la coraza y lanzarlos de vuelta a la galería, a la que ametrallaron durante un brevísimo instante antes de ser consumidos por el ataque del siguiente hechizo de la dama Dasumia.
Éste fue un muro de polvo verde que él ya conocía; era de corta duración e inestable, pero convertía en piedra todo ser vivo que rozaba siquiera. Elminster invocó una pared de fuerza tan deprisa como supo, dándole la forma de una mano entrecerrada que recogiera el polvo y lo derramara de nuevo hacia la galería.
Mientras su «mano» se movía en una dirección, él trotó en otra, lanzando proyectiles mágicos al lugar donde su ama debía de estar agazapada, para impedir que se alejara de la zona donde iba a devolverle el polvo que había descargado sobre él.
Al cabo de un momento, la reluciente nube verde se derramó sobre la galería, y ya era demasiado tarde para que Dasumia pudiera escapar. El tuvo la satisfacción de ver cómo se erguía furiosa y se quedaba muy quieta.
Instantes después, el mago empezó a gritar presa de sobresaltado dolor cuando unas cuchillas afiladas y destructivas aparecieron en el aire por todos lados. Se arrojó al suelo y rodó, protegiéndose rostro y cuello con los brazos bien doblados al tiempo que instaba a su muro de fuerza a descender en picado como un halcón lejos de la galería para desviar los cuchillos y protegerlo.
Unos alaridos desde las alturas le indicaron que su táctica había funcionado; jadeó uno de sus dos conjuros disipadores para limpiar el aire de las afiladas cuchillas voladoras, pero se quedó boquiabierto por la sorpresa cuando la desaparición de las hojas provocó el surgimiento en pleno aire de una trémula serpiente de energía que se abalanzó sobre él para golpear su muro de fuerza, hasta que éste se hizo añicos y se desvaneció.
Mientras esquivaba el mágico látigo, El dirigió una veloz mirada hacia Dasumia, que seguía en el balcón, inclinada todavía como una estatua con una mano alzada. La mujer no se había movido ni un milímetro, por lo que los hechizos que lo estaban atacando debían de estar unidos entre sí, ¡de modo que destruir o trabar uno de ellos ponía en marcha el siguiente!
¿Ignoraba ella lo que sucedía en la sala a su alrededor, al estar petrificada? ¿O podía aún ejercer cierto control sobre sus hechizos?
Esquivó de un salto un latigazo que golpeó el suelo tan cerca que le dejó el brazo y el hombro estremecidos y corrió hacia las escaleras de la galería. El látigo lo siguió, enrollándose y desenrollándose como una serpiente gigante.
El mago subió los peldaños de tres en tres, corriendo a toda velocidad, y consiguió arrojarse tras los pétreos pies de Dasumia antes de que el látigo lo alcanzara y se descargara sobre su rostro. La fuerza del golpe hizo arremolinarse los restos del polvo verde, y El empezó a sentirse entumecido. Inició una titánica lucha para no moverse con lentitud, al tiempo que arrollaba un brazo alrededor de las piernas de su señora ama e intentaba trepar por ella, mientras el látigo azotaba el aire a su alrededor pero no lo golpeaba. Elminster se encontró entonces con que no podía moverse en absoluto.
El látigo se desvaneció entre motas de luz mortecina, y hubo un instante de sosegada oscuridad en la Sala de la Galería.
—Si se me hielan las rodillas en el futuro, ya sé a quién llamar —dijo una voz familiar desde un punto situado justo encima de la cabeza de El, y éste se desplomó junto a los tobillos de Dasumia y sobre el duro suelo del balcón, cuando sus extremidades se vieron bruscamente liberadas del hechizo. Ella se apartó de él, se dio la vuelta con los brazos en jarras, y bajó los ojos.
Sus respectivos ojos se encontraron. Los de Dasumia mostraban complacencia y aprobación.
—Eres una espada bien templada para librar batalla —le dijo—. Vete ahora, y duerme. Cuando estés listo, te batirás en duelo en serio, en otro sitio.
—Mi señora ama —repuso Elminster, mientras se incorporaba gateando—, ¿se me permite preguntar con quién me batiré?
Dasumia sonrió y le recorrió la línea del cuello con un dedo.
—Vas a desafiar —indicó alegremente— a Nadrathen, el Elegido Rebelde, por mí.
El Unicornio Carmesí ondeaba sobre las puertas de Nethrar y la entrada en forma de arco del palacio situado en su centro, para indicar a todos los galadornios que el rey seguía vivo. A medida que el brillante día veraniego tocaba a su fin, no pocos ojos se alzaron una y otra vez hacia aquellos estandartes, intentando averiguar si el Trono del Unicornio había cambiado de propietario.
Durante toda una estación y más, el rey Baerimgrim, ya mayor y sin hijos, había permanecido a un paso del sepulcro, mantenido con vida tras ser lacerado por las zarpas del dragón verde Arlavaunta sólo merced a su enorme fortaleza y a las artes del mago de la corte, Ilgrist. Aquel que había sido un guerrero extraordinario era ahora un cascarón delgado y quebradizo, incapaz de engendrar hijos ni mediante ayuda mágica, y ensimismado en un dolor omnipresente.
Durante la enfermedad de Baerimgrim, Galadorna había padecido bajo las escaramuzas y ruindad —quema de cosechas, y cosas peores— de sus cinco barones, todos los cuales ambicionaban ser reyes a la muerte del monarca. Todos tenían lazos de sangre con el trono y consideraban Galadorna como legítimamente suya. Y los galadornios los odiaban y temían a todos ellos.
En ese día, en el interior de la Casa del Unicornio la tensión era tan espesa que podía cortarse con un cuchillo, y no escaseaban los cuchillos listos para atacar en sus sombríos pasillos repletos de tapices. Ya no se esperaba que el monarca sobreviviera al anochecer, y los criados lo habían transportado al trono y atado allí, sentado con porfiada determinación en el rostro y la corona ladeada sobre la frente. El hechicero Ilgrist montaba guardia a su lado como una sombra alargada y ubicua, sus propias lúgubres vestiduras negras cubiertas por el manto de unicornios rojos entrelazados que indicaba su cargo, y no permitía que otras manos que las suyas enderezaran la corona o se acercaran demasiado. Existía un buen motivo para su vigilancia.
Los cinco barones, como buitres que describen círculos en torno a un moribundo, rondaban por el palacio en ese día. Ilgrist había pedido al de más edad y más respetuoso con la ley de entre ellos, el fornido y barbudo guerrero a quien los hombres denominaban el Oso, que llevara a sus siete mejores soldados para reforzar la guardia del trono, y el barón Belundrar así lo había hecho. Dicho barón se encontraba en aquellos momentos paseando la mirada, ceñudo, por las tres puertas del salón del trono, las velludas manos entrelazadas con las empuñaduras de las muchas dagas colgadas de su cinturón. Observaba a sus hombres, que contemplaban con frialdad, nariz con nariz, a las mucho más numerosas tropas del barón Hothal, que habían acudido a la corte con la armadura completa. Justo en medio del grupo más denso acechaba su señor, también con toda su armadura; algunos galadornios afirmaban que jamás se la quitaba a no ser para colocarse nuevas piezas de mayor tamaño.
Había también otros soldados, aunque sin armadura, y con la misma expresión alerta e incómoda ante tal circunstancia que si fueran cangrejos desprovistos de caparazón, en medio de todos aquellos guerreros listos para librar batalla. Algunos lucían las túnicas púrpura del barón Maethor, el zalamero y siempre sonriente señor de miles de intrigas y de aun más dormitorios galadornios. Los «envenenadores púrpura» los llamaban algunas gentes del reino, y no sin motivo. Otros siervos —algunos de los cuales tenían un sospechoso aspecto de avezados espadachines a sueldo procedentes de otras tierras— lucían el color escarlata del barón Feldrin, el inquieto embaucador que parecía sacar monedas de oro de los dedos cada vez que estiraba las manos para coger algo… y lo hacía muy a menudo.
Como últimos miembros de esta fraternidad de asesinos se encontraban los altivos magos de poca monta y sicarios del barón que algunos miembros de la corte consideraban la amenaza más seria a las libertades de que gozaban los galadornios: Tholone, el desfigurado aspirante a mago y consumado espadachín, que se autodenominaba «lord» en lugar de barón, y había hecho caso omiso de casi todos los decretos y mandatos del Trono del Unicornio durante casi una década. Había quien decía que Arlavaunta había sido sacada de su guarida para atacar al rey mediante sus conjuros, debido a que Baerimgrim se encontraba de camino con muchos caballeros armados como respaldo para exigir a Tholone nuevos juramentos de lealtad, y los impuestos impagados durante mucho tiempo, cuando se produjo el ataque de la hembra de dragón.
—Un rebaño de buitres —masculló el monarca, contemplando cómo los lacayos de librea penetraban en el salón del trono—. No elegiría a ninguno de ellos para que permaneciera junto a mí, contemplando mi muerte.
El mago de la corte Ilgrist esbozó una fina sonrisa y respondió:
—Vuestra majestad sin duda está en lo cierto.
El hechicero realizó una pequeña seña con la mano a uno de los guardas del trono que custodiaban las tribunas para que se asegurara sin la menor duda de que ninguno de los ballesteros de los barones ascendía, casualmente, por las escaleras traseras para obtener una mejor visión de lo que sucedía. El oficial asintió y envió a tres guardas escaleras abajo; uno sujetaba un cuerno y los otros dos avanzaban con pasos lentos y solemnes, desplegando entre ambos el estandarte del Unicornio Carmesí. El emblema mostraba el rojo «corcel astado» rampante recortado contra una luna llena, sobre un fondo de tisú dorado. Una vez que el estandarte quedó extendido ante los pies del rey, el guarda con el cuerno lanzó un único toque sonoro y agudo, para indicar que la corte celebraba audiencia pública… y que el rey recibiría a delegaciones públicas y peticiones de todo el mundo, sin importar su condición social.
Había unos pocos plebeyos en el salón ese día —gentes que siempre acudían a observar al rey, o que no se habrían perdido los peligros y emociones previstos para tal ocasión aunque les fuera en ello la vida— pero ninguno se atrevió a adelantarse por entre la multitud de servidores de los barones. El trono estaba colocado frente a un semicírculo de soldados que clavaban duras miradas en todas direcciones sin dejar de acariciar las empuñaduras de sus semidesenvainadas dagas; de haber tenido las fuerzas necesarias, el rey Baerimgrim se habría levantado y paseado entre ellos burlón para efectuar las presentaciones.
Pero no tuvo más remedio que seguir sentado y esperar a ver cuál de los cinco buitres resultaba ser el más osado. Habría guerra de todos modos sin importar lo que se decidiera allí, pero al menos podía prestarle un último servicio a Galadorna y dejar el trono tan asegurado como fuera posible, para que el derramamiento de sangre resultase, si los dioses lo permitían, ínfimo.
El Oso se pondría de su lado, si era necesario. No era ningún premio, pero sí lo mejor de un mal lote. El hombre creía en las leyes y en hacer lo correcto… pero ¿cuánto de todo ello emanaba de su firme creencia de que, como barón decano de entre los cinco y cabeza de la casa noble más antigua y grande, lo correcto significaba que Belundrar ascendiera al trono?
Era difícil decidir cuál era la mayor amenaza: los hechicerillos que Tholone dejaba hacer a su aire, los espías y venenos de Maethor, o los espadachines salvajes de Hothal capaces de acabar con todo. ¿Y qué espadachín sorpresa había contratado el oro de Feldrin? ¿O acaso daba su apoyo a uno de los otros? ¿O tendrían tratos con él los señores de Laothkund u otros codiciosos poderes extranjeros?
Vaya, ya empezaba. De entre los guerreros que aguardaban en tensión salió un joven barbudo vestido con los colores verde y plata de Hothal —uno de los pocos que no había acudido ese día a la corte con la armadura de campaña—, que se acercó a Baerimgrim a grandes zancadas.
—Muy graciosa majestad —empezó a decir el enviado, tras una profunda reverencia—, toda Galadorna llora vuestro estado. Mi señor Hothal siente una profunda tristeza ante el destino del regio Baerimgrim, pero lo aflige también el futuro de la bella Galadorna en el caso de que el Trono del Unicornio quede vacío y haya que combatir por él… o, peor, ofrezca asiento a alguien cuya malicia o ignorantes desatinos lleven el reino a la ruina.
—Dejáis muy claras vuestras preocupaciones, señor —respondió entonces el monarca, y el tono seco de su voz provocó risitas ahogadas por toda la estancia—. ¿También traéis las soluciones, confío?
—Majestad, así es —replicó, incisivo, el cada vez más ruborizado mensajero—. Hablo en nombre de Hothal, barón de Galadorna, que pide vuestro permiso para tomar la corona ahora, de modo pacífico… —Su voz se elevó para ahogar los sonidos de mofa y protesta que emitieron muchos de los presentes—. Y con gran consideración hacia los derechos y deseos de otros. Mi señor no solicita tal honor ociosamente; se ha mostrado muy diligente en favor de Galadorna y me ha pedido que os revele esto: a cambio de la promesa de que una paz luminosa acompañada por una justicia equitativa continúe floreciendo en el reino, disfruta del completo apoyo del muy poderoso lord Feldrin, barón de Galadorna, lo que ese mismo noble personaje podrá confirmar personalmente.
Todas las miradas se volvieron hacia Feldrin, que les dedicó su acostumbraba sonrisa furtiva y de soslayo, sin que sus ojos se encontraran con los de nadie, y asintió despacio.
—Por otra parte —continuó el enviado—, mi señor ha hablado con los enemigos de Galadorna, con la intención de mantenerlos lejos de nuestras fronteras y fuera de nuestras bolsas, de modo que el territorio permanezca libre y próspero, sin la menor sombra de temor a una guerra en nuestras puertas. A cambio de una sustanciosa recompensa en plata e hierro procedente de nuestras profundas minas del bosque, los señores de Laothkund han accedido a firmar un tratado de paz mutua y de respeto de las fronteras.
Gritos de cólera, juramentos y exageradas exclamaciones de horror atronaron de tal modo la sala que el hombre calló unos instantes antes de añadir:
—Mi señor Hothal propone que, puesto que lidera un ejército que es el que mejor puede mantener el reino a salvo y próspero, la corona debería pasar a él y que, por el bien de Galadorna, vos mismo proclaméis legítimo su gobierno, augusta majestad.
Se produjo un nuevo griterío, sofocado en un instante por el profundo retumbo producido por el barón Belundrar al avanzar dando bandazos hasta colocarse junto al trono. Con evidente desgana en su tono y furia en los ojos, manifestó:
—Comparto la rabia de muchos de los presentes ante el hecho de que un galadornio tenga tratos en secreto con los chacales de Laothkund. No obstante…
Calló para barrer la habitación con su mirada colérica, los verdes ojos llameantes bajo las espesas cejas negras y la apaleada nariz sobresaliendo como un cuchillo desenvainado, antes de seguir:
—No obstante, apoyaré esta solicitud de la corona, a pesar de lo intrigante que pueda parecer, en tanto que se mantenga la ley y el derecho. Galadorna debe ser gobernada por el más fuerte… y no puede convertirse en un territorio de puñaladas traperas e intrigas o ejecuciones mensuales.
Mientras el Oso retrocedía para inspeccionar mejor todas las puertas de nuevo, un murmullo de asentimiento acogió sus palabras; pero otra vez las conversaciones callaron al instante cuando otro barón se adelantó y alzó la voz.
—¡Un momento, valeroso Belundrar! Hablas como si no vieras una alternativa posible a esta intriga que has admitido, para proteger la seguridad de la hermosa Galadorna en los años venideros. Bien, pues, escúchame, y yo brindaré una oferta que no se haya ensuciado con tratos secretos con el enemigo.
Lord Tholone hizo caso omiso del gruñido instintivo de Belundrar y continuó, girando en un lento círculo con la mano extendida, para estudiar a todos los presentes.
—Habéis escuchado preocupaciones muy reales y leales con respecto a la seguridad de nuestro amado reino. Yo comparto ese amor por Galadorna y la preocupación por la protección de todos nosotros. Pero, a diferencia de otros, he estado ocupado no con siniestros tratos clandestinos, sino ¡reuniendo el mejor batallón de magos de este lado del mar!
Se escucharon bufidos e improperios cuando muchos guerreros expresaron su disgusto ante cualquier dependencia de hechiceros… y la presencia en el lugar de magos traídos de fuera.
Un Tholone de mirada gélida elevó la ronroneante voz un punto y continuó en tono firme:
—Sólo mis magos pueden garantizar la paz y prosperidad que todos buscamos. A aquellos que desconfían de la magia, les pregunto esto: si realmente se desea la paz, ¿por qué contratar o asociarse con guerreros sedientos de batallas? Galadorna no necesita precisamente gentes tan sanguinarias como gobernantes.
Dejó en ese punto un corto silencio para los murmullos de asentimiento; pero, en su lugar, en aquella sala repleta de cortesanos temerosos y guerreros a punto de estallar escuchó únicamente un silencio sepulcral, y añadió con rapidez:
—Controlo magia suficiente para convertir a Galadorna no sólo en un lugar seguro sino grande… y para ocuparme de cualquier traidor aquí presente que planee interponer otros intereses a la seguridad y reconstrucción del reino del Unicornio Carmesí.
—¡Bah! ¡No queremos tener hechiceros retorcidos gobernando el reino! —gritó alguien desde el apiñamiento de hombres acorazados que rodeaba al barón Hothal.
—¡Hechiceros retorcidos! —repitieron varias voces en tonos coléricos. El rey y el mago de la corte, Ilgrist, que permanecía junto al hombro real, intercambiaron miradas de pesaroso regocijo.
El tumulto, que había alcanzado el punto en el que las dagas empezaban a relucir aquí y allá a medida que eran desenvainadas, volvió a quedar repentinamente quieto y silencioso.
El más apuesto de los barones de Galadorna acababa de adelantarse; la sonrisa que encantaba a las damas galadornias con demasiada asiduidad centelleaba como un arma hábil y elegante. El barón Maethor podría muy bien haber pasado por un príncipe de la corona, tan magníficamente iba vestido, tan perfecta era la ondulante melena de cabellos castaños, y tan seguro de sí mismo era su porte.
—Me apena, hombres de Galadorna —dijo—, contemplar tanta ira y franca anarquía en esta cámara. Este fanfarronear de aquellos que se mueven espada en mano, y la despiadada intención de utilizarlas, es exactamente a lo que debe ponerse fin si queremos que la Galadorna que todos amamos se salve de convertirse en… un país indigno de ser salvado o de habitar en él; en otra madriguera más de un señor de la guerra.
Se volvió para pasear la mirada por la habitación, y la capa fruncida se arremolinó ostentosamente, mientras los ojos de todos los presentes estaban fijos en él.
—Por lo tanto —añadió—, mi deber para con el reino está muy claro. Es mi deber y así lo haré: apoyar a lord Tholone…
Se escuchó una exclamación general de sorpresa, e incluso Tholone se quedó boquiabierto. Maethor y Tholone estaban considerados por muchos como los barones más poderosos, y todo el reino sabía que no eran precisamente amigos.
—… el único hombre de entre nosotros capacitado para el cargo. Esta noche debo acostarme sabiendo que he hecho todo lo que podía por Galadorna… y sólo puedo hacerlo si lord Tholone concede gustosamente al más digno de confianza entre todos nosotros, al buen barón Belundrar, el cargo de senescal de Nethrar, con responsabilidad absoluta sobre la justicia en todo el reino.
Se escuchó un murmullo de aprobación; Belundrar contempló a Maethor parpadeando. El guapo y joven barón no recibía en balde el nombre de «el Elocuente Envenenador de Galadorna». ¿Qué era lo que tramaba?
Maethor dedicó a los presentes una última sonrisa y regresó rápidamente al interior de su protector anillo de apuestos ayudantes ataviados con sedas y cueros, y con dagas bastante conspicuas y listas entre los encajes.
Se elevó un murmullo de conversaciones excitadas ante esta sorprendente oferta muy prometedora para muchos. Un murmullo que se alzó con fuerza, para inmediatamente desvanecerse otra vez en un tenso silencio, cuando el último barón se deslizó por entre sus partidarios para escabullirse hasta el trono, lo cual puso a los guardas muy alerta hasta que Ilgrist les indicó con un gesto que se retiraran.
Feldrin dejó vagar sus enormes ojos castaños por la estancia. El delgado barón agitó las manos con su habitual nerviosismo, e inclinó la cabeza junto al oído del rey. Las ropas de Feldrin, magníficas pero mal cortadas, estaban empapadas de sudor, y sus cortos cabellos negros, por lo general lacios y pegados a su cráneo, parecían haber sido revueltos por un pájaro en busca de material con el que hacer un nido. Casi daba saltitos presa de temerosa excitación mientras musitaba en el oído real. Al otro lado del trono, Ilgrist se inclinó todo lo que pudo para escuchar, lo que arrancó una nerviosa mirada a Feldrin…
—Muy justa e inteligente majestad —susurró Feldrin, y un fuerte aroma a perejil emanó de su boca—, también yo, de una manera no tan osada, amo a Galadorna y quisiera, cueste lo que cueste, verla escapar de la sangrienta ruina que significaría una guerra entre nosotros los barones; por otra parte, he recibido información fidedigna sobre tres ambiciosos hidalgüelos de Laothkund que caerán sobre nosotros con los mejores mercenarios que puedan reunir si nos enfrentamos entre nosotros, para adueñarse de todo el territorio de Galadorna que les sea posible. Estos tres nobles han suscrito un pacto, por el que sus hombres no lucharán entre sí mientras cualquiera de nosotros siga vivo.
—¿Así pues? —gruñó el monarca, que sentía aversión por las amenazas y las intrigas cuchicheadas.
Feldrin se retorció las manos, los ojos castaños muy abiertos mientras recorrían la sala para averiguar quién podía estar lo bastante cerca para oírlo. Bajó aun más la voz y se inclinó también un poco más; Ilgrist alzó un puño con toda deliberación y dejó que el anillo colocado en su dedo corazón centelleara y brillara de modo que todos lo vieran. Si Feldrin sacaba una daga para matar al rey, sería la última cosa que hiciera.
—También yo apoyaré a lord Tholone, si vos, majestad, aceptáis mis condiciones… que, como os daréis cuenta, deben permanecer secretas. Son dos: que se ejecute a Hothal aquí y ahora… ya que nunca aceptaría ver a Tholone en el lugar donde estáis sentado vos ahora, y nos acosaría durante años, derramando la mejor sangre del reino…
—¿Incluida la de Feldrin? —masculló el rey, y casi esbozó una sonrisa.
—Bueno… yo… Sí, supongo, ejem. Y eso nos lleva al segundo riesgo: el mayor peligro para Galadorna es ese reptil sonriente de allí, Maethor. Necesito vuestra real promesa de que en un futuro próximo le acaecerá «un accidente». Ha sido un incansable tejedor de intrigas, indigno siempre de toda confianza, maestro en el arte de la mentira, la ocultación y el veneno; el país no lo necesita, quienquiera que ocupe el trono. —Feldrin casi jadeaba ahora, y chorreaba sudor por culpa del miedo que le provocaba su propia osadía.
—Y desde luego un tal Feldrin no necesita para nada a un rival tan bueno en lo referente a urdir intrigas —murmuró Ilgrist, en un tono tan bajo que es posible que sólo el monarca lo oyera.
El rey Baerimgrim alargó de repente una mano y agarró al noble por la barbilla. Tiró, arrastrando al barón hasta colocarlo ante él, y musitó:
—Acepto estas condiciones, siempre y cuando tú también las cumplas y no muera nadie más por tu mano, instrucciones o maquinaciones. Por tu propio bien, te impongo una condición, astuto Feldrin: cuando te endereces al apartarte de aquí, adopta una expresión preocupada, no satisfecha.
El monarca apartó de un empujón al cuchicheante barón, y elevó una voz que mostraba un temblor de debilitamiento, pero también la dureza de una orden.
—¡Lord Tholone! ¡Acercaos aquí, por el amor de Galadorna!
Se produjo un momentáneo y excitado murmullo —en algunos rincones del salón del trono, casi un grito— que fue seguido por un silencio intenso.
Del centro de la silenciosa y vigilante multitud surgió lord Tholone con pasos rápidos, el rostro una máscara satisfecha, los ojos desconfiados. Se percibió un débil olor a quemado en el aire a su alrededor; sus magos habían estado ocupados, y sin duda los cuchillos resultarían inútiles si los arrojaban contra él en ese momento o en un próximo futuro. Si es que —teniendo en cuenta el número de hechiceros y guerreros dispuestos a iniciar batalla y con los nervios a flor de piel— había un futuro para cualquiera de los presentes.
El silencio fue total cuando Tholone se detuvo ante el Trono del Unicornio, separado del rey sólo por la superficie roja y dorada del emblema del Unicornio Carmesí.
—Arrodillaos —ordenó Baerimgrim con voz ronca—, sobre el Unicornio.
Se produjo una ahogada exclamación colectiva; tal mandato no podía significar más que una cosa. El monarca se llevó las manos a la cabeza y, despacio, muy despacio, se sacó la corona.
Sus manos no temblaron en absoluto cuando la alzó sobre la cabeza inclinada de Tholone, en cuyo rostro había aparecido una sonrisa casi fanática, y anunció:
—Que todos los auténticos galadornios aquí reunidos hoy sean testigos de que en este día, por mi propia voluntad, nombro como mi legítimo heredero a es…
El rayo que salió despedido de la corona en ese instante ensordeció a los presentes y los arrojó con fuerza de espaldas contra los paneles de madera que cubrían las paredes. Baerimgrim y el Trono del Unicornio quedaron partidos en dos en medio de un negro torbellino, en tanto que la corona rebotaba con un sonido metálico contra el agrietado techo. Mientras las extremidades llameantes del que había sido el rey caían sobre los bamboleantes restos del trono, de la dorada cabeza de unicornio que lo coronaba brotó un sollozo.
El mago de la corte se mostró atónito por primera vez, y sacó veloz una varita al tiempo que clavaba la mirada en la pintada cabeza de madera. Pero cualquiera que fuera el hechizo que la había hecho hablar había desaparecido ya, y la cabeza se resquebrajaba y desmoronaba en una lluvia de astillas.
Ilgrist paseó la mirada rápidamente por toda la sala.
Feldrin yacía sin vida en el suelo, los brazos dos tocones carbonizados y el rostro destruido por el fuego, y Tholone estaba caído de espaldas, arañándose débilmente el rostro para arrancar el oropel del humeante estandarte que se había adherido a su rostro.
El mago de la corte disparó por encima de ellos, invocando todo el poder de la vara que empuñaba, y una auténtica nube de proyectiles mágicos inundó la estancia con su letal luz blancoazulada. No pocos de los hechicerillos de Tholone cayeron hechos un ovillo o resbalaron a lo largo de las paredes hasta el suelo, al tiempo que de sus ojos y bocas desencajadas brotaban volutas de humo; enseguida el aire se llenó de maldiciones y del centellear de las espadas mientras los hombres corrían de un lado a otro.
Un anillo de fuego se elevó entonces para rodear a IIgrist, y la varita que empuñaba escupió un último trío de proyectiles mágicos —que dieron de pleno en los magos que seguían en pie, e hicieron caer a uno— antes de hacerse añicos.
El mago de la corte dejó que sus cenizas resbalaran de su mano mientras paseaba la mirada con tranquilidad por el círculo de enfurecidos hombres armados y decía:
—No, Galadorna es demasiado importante para mí para permitir tal error. Baerimgrim era un buen rey y mi amigo, pero… basta un error para hacer caer a la mayoría de los monarcas. Confío en que el resto de vosotros, amables señores…
Con un alarido que estremeció la estancia, Belundrar el Oso se precipitó por entre las llamas, sin prestar atención al dolor, y saltó sobre Ilgrist.
El hechicero se limitó a dar un paso atrás, con toda frialdad, y alzó una mano. El cuchillo que sujetaba el barón pasó casi rozando oblicuamente la garganta de Ilgrist, pero chocó contra algo que lo partió en medio de una lluvia de chispas; el brazo del Oso fue lanzado hacia atrás, y la empuñadura salió volando hacia las galerías. El fuego que floreció en ese instante en la mano del mago cayó directamente sobre el rostro del noble, y el rugido de éste se convirtió en un borboteo durante los pocos segundos que su cuerpo ennegrecido y llameante tardó en estrellarse de bruces contra el suelo.
Ilgrist levantó una bota con delicadeza para permitir que el ardiente cuerpo resbalara junto a él.
—¿Quedan más héroes aquí, hoy? —inquirió con suavidad—. Mis manos siguen llenas de muerte.
Como si aquello hubiera sido la señal, el aire se llenó de dagas y espadas que hombres enfurecidos arrojaban contra el mago desde todos los rincones… y que se limitaban a estrellarse, sin excepción, contra una barrera invisible, antes de caer al suelo.
Ilgrist bajó la mirada hacia el cuerpo de Belundrar, consumido ya por las llamas, y murmuro:
—Convertido en una ruina humeante. Un auténtico patriota… ¿y veis lo que ha conseguido, al final? ¡Vamos, amables señores! Ofreced vuestra sumisión. Seré el nuevo rey de…
—¡Jamás! —tronó el barón Hothal—. ¡Prefiero morir antes que permitir que tal…!
—Pues como queráis —manifestó Ilgrist con una torcida sonrisa.
Realizó un gesto apenas perceptible con dos de sus dedos, y el aire se llenó de improviso con el chasquido y siseo de disparos de ballestas, procedentes de la guardia real situada en las galerías del piso superior, cuyos rostros estaban blancos e inexpresivos.
Algunos guerreros gimieron, intentaron arrancarse inútilmente las saetas hundidas en rostros o gargantas, y cayeron al suelo. Otras ballestas, ocultas hasta entonces, escupieron su respuesta, empuñadas por muchos de los soldados de los barones desperdigados por la sala. El destacado Hothal se bamboleó, con la cabeza atravesada por innumerables proyectiles, y se desplomó de costado.
También el barón Maethor habría probado igual número de letales proyectiles volantes de no haber poseído una barrera invisible propia que desviaba todas las dagas y saetas que se le arrojaban. Muchos de sus hombres, que iban desprovistos de armadura, perecieron, pero otros cargaron al frente para hundir dagas en los rostros de los guardas acorazados de Hothal o corrieron escaleras arriba para obtener sangrienta venganza en la guardia real de Galadorna.
La sala se convirtió en un frenesí de cuchilladas y estocadas, el retumbar de las carreras de los soldados con armadura, y alaridos, demasiados alaridos. Se produjo un nuevo alboroto en dos de las puertas que conducían a la sala del trono, cuando soldados reales empuñando alabardas se abrieron paso hasta el interior. Casi a continuación, un brillante fogonazo acompañado de un gran estruendo sacudió la habitación aun más que el rayo anterior y dejó a los aturdidos hombres parpadeando y sin visión.
En medio de los resonantes ecos de la explosión, que había transformado a un grupo de los mejores caballeros del barón Hothal en un número igual de ensangrentados restos de armadura incrustados en los desgarrados paneles de madera, el mago de la corte gritó:
—¡Quietos… todos vosotros! ¡Quietos, os digo!
Plebeyos, guardas del trono, y los hombres de Maethor que quedaban con vida, con su señor en el centro, se volvieron todos para mirar al hechicero. El círculo de fuego que rodeaba a Ilgrist había desaparecido, y el mago señalaba al otro extremo de la estancia.
Señalaba a lord Tholone, quien, con el cuerpo quemado y destrozado, forcejeaba entre convulsiones para sentarse erguido, las piernas apenas unos restos retorcidos. El noble volvió unos ojos ciegos y desesperados hacia los que lo contemplaban y movió durante un buen rato unas mandíbulas que ya habían babeado demasiada sangre antes de que los temblorosos labios pronunciaran las siguientes palabras de un modo horrorosamente desprovisto de inflexión:
—Rendid pleitesía al rey Ilgrist de Galadorna, como lo hago yo.
El cuerpo se desplomó como un muñeco de trapo, momentos antes de reventar en medio de una explosión que salpicó a muchos de los guerreros supervivientes, uno de los cuales refunfuñó:
—¡Fueron las artes mágicas las que dijeron esas palabras, no Tholone!
—¿Sí? —inquirió Ilgrist con suavidad, en tanto que la retorcida y ennegrecida corona de Galadorna abandonaba los escombros para volar hasta su mano—. Y, si así es, ¿qué piensas hacer?
Enderezó la corona con una repentina exhibición de fuerza, y unas invisibles manos mágicas le quitaron el manto de mago de la corte de los hombros, que cayó al suelo descuidadamente mientras él daba un paso adelante, se colocaba la abollada corona sobre la frente, y anunciaba en voz alta:
—Que todos los galadornios se arrodillen ante su nuevo rey. Gobernaré Galadorna con el nombre de Nadrathen, un nombre que he llevado mucho más tiempo que el de «Ilgrist». ¡Inclinaos!
El conmocionado silencio fue roto por los crujidos y chirridos de varios soldados al arrodillarse torpemente. Uno o dos de los hombres de Maethor se arrodillaron; uno recibió un rápido navajazo en la espalda por parte de uno de sus compañeros y cayó de bruces en medio de un borboteo.
El rey Nadrathen contempló sonriente al grupito de hombres espléndidamente ataviados y, dirigiéndose al que estaba en el centro, dijo:
—¿Y bien, Maethor? ¿Perderá Galadorna a todos sus barones en este día?
Se escuchó un crujido a su espalda, Nadrathen se volvió y retrocedió en un mismo movimiento, gracias a unas magias protectoras que le levantaron los pies del suelo y lo condujeron flotando con cuidado un paso atrás, y se quedó boquiabierto.
El manto del mago de la corte de Galadorna, que él mismo había dejado caer momentos antes, volvía a alzarse del suelo, para colgar vertical como si lo llevara un hombre bastante alto.
Ante las miradas de asombro de la corte, un cuerpo hizo su aparición en el interior del manto; un hombre de nariz aguileña y cabellos negros que lucía ropajes vulgares y una leve sonrisa.
—¿Sois Nadrathen —preguntó—, a quien llamaban el Elegido Rebelde?
—Da la casualidad de que soy el rey Nadrathen de Galadorna —fue la fría respuesta que recibió—. ¿Y quién resulta que eres tú? ¿La sombra de un mago de la corte del pasado?
—Me llamo Elminster… y, por la Mano de Azuth y la Misericordia de Mystra, os desafío a un duelo de hechizos, aquí y ahora, en un círculo de mi…
—Vaya, por todos los dioses caídos —suspiró Nadrathen, y una llamarada negra surgió de repente de sus manos con un rugido y, tomando la forma de un grueso cilindro, se precipitó contra el recién llegado.
»Muere, y no alteres más mi coronación —dijo el nuevo rey de Galadorna al repentino infierno de llamas negras que estalló allí donde fue a caer su hechizo. Soldados cuchicheantes empezaron a ocultarse por toda la sala, agazapados tras columnas y barandillas o arrastrándose hasta las puertas para salir de allí.
Llamas negras se alzaron ululantes hacia el techo… y desaparecieron. El hombre con el manto de mago de la corte seguía igual, con la excepción de que ahora tenía una ceja enarcada en expresión de mofa.
—¿Experimentáis alguna aversión hacia las reglas del combate o los círculos defensivos? ¿O acaso teníais prisa por remodelar esta parte de vuestro castillo?
Nadrathen empezó a maldecir… y de repente se pusieron a llover bloques de piedra alrededor de ambos, cayendo desde la nada, para estremecer la sala con sus atronadores aterrizajes. Fragmentos de piedras salieron despedidos por todas partes al resquebrajarse el suelo, y más soldados huyeron despavoridos.
Ninguna piedra golpeó ni a Nadrathen ni a Elminster; le tocó el turno ahora al Elegido Rebelde de enarcar las cejas sorprendido.
—Vienes bien protegido —concedió de mala gana—. Ulmimber, o como sea que te llames, ¿sabes lo que soy?
—Un archimago de gran poder —respondió el otro con tranquilidad—, nombrado por la misma Mystra como uno de sus Elegidos… y que ahora se ha vuelto perverso.
—Yo no me volví perverso, hechicero estúpido. Soy lo que siempre he sido; Mystra supo desde el principio cómo era. —El rey de Galadorna contempló a su desafiador con aire sombrío, y añadió—: ¿Sabes cuál va a ser el resultado de nuestro duelo?
El tragó saliva, hizo intención de asentir, y luego de repente sonrió de oreja a oreja.
—¿Vais a matarme a base de charla?
—¡Se acabó! —gruñó Nadrathen—. Has tenido tu oportunidad, idiota, y ahora…
El aire sobre sus cabezas se oscureció de improviso y se llenó de una horda de flotantes figuras espectrales sin rostro, encapuchadas y ataviadas con túnicas, que se desvanecían después de abalanzarse y clavar unas afiladas espadas fantasmales en el mago de nariz ganchuda.
Cada vez que las espadas atravesaban a Elminster, se hundían sin derramar sangre ni encontrar resistencia, y se transformaban en hilillos de humo y chispas que arrastraban con ellos a los que las empuñaban.
Nadrathen se quedó boquiabierto por el asombro; cuando por fin consiguió articular palabra, éstas surgieron entrecortadamente.
—Tú debes de ser un Elegi…
Detrás del supuesto rey de Galadorna, inadvertida para ambos magos combatientes, una mano femenina de largos dedos había hecho su sigilosa aparición, surgiendo del respaldo, todavía sólido y erguido, del roto Trono del Unicornio. Los largos y flexibles dedos se movieron, y uno de ellos apuntó a la espalda del desprevenido Elegido Rebelde.
Los ojos de Nadrathen parecieron a punto de salirse de sus órbitas durante un instante antes de que todos sus relucientes huesos salieran despedidos a la vez por la parte delantera de su cuerpo. Tras ellos, una informe masa sanguinolenta de carne cayó pesadamente al suelo, rociando de sangre las botas de El y el trono.
Elminster dio un salto atrás, a punto de vomitar, pero los huesos y el horrible charco en que se había convertido Nadrathen ardían ya, consumidos por llamas de un brillante tono plateado, en tanto que los presentes chillaban llenos de repugnancia y temor por toda la sala. El observó un hilillo plateado que se elevaba en línea recta desde aquellas llamas para atravesar el techo y abrirse paso más allá.
No llegó a ver cómo la luz del sol penetraba con fuerza en la sala del trono desde las alturas, pues en aquellos momentos retrocedía tambaleante hasta caer violentamente de rodillas, mientras una magia que no era la suya se acumulaba en su interior, para circular como un torrente por todo su cuerpo, estremecido y lloroso.
El barón Maethor tragó saliva. No osaba aproximarse a la gran hoguera que había sido el «rey» Nadrathen, pero el hechicero que lo había desafiado estaba de rodillas vomitando a ciegas llamas plateadas sobre el suelo humeante. Todavía podría liberarse a Galadorna de magos excesivamente ambiciosos.
—Entrégame tu arma —murmuró a un ayudante sin mirarlo, al tiempo que extendía la mano. Un lanzamiento sería suficiente, si…
Una alta y esbelta figura femenina salió de detrás de la hoguera; por entre las aberturas de su túnica, negra como la noche, se alcanzaban a ver sus muslos desnudos y unas negras botas altas y centelleantes…
—Me parece que gobernaré Galadorna —anunció Dasumia, melosa, mientras las motas azules de la magia revoloteaban aún en una de sus manos—. Ascenderé a mi trono en este Año de las Doncellas Brumosas; en este mismo instante, de hecho. Y tú serás mi senescal, Elminster de Galadorna. Levántate, mago de la corte, y tráeme la lealtad de esos caballeros y barones supervivientes… o un órgano interno de cada uno; lo que ellos prefieran.