Bajo el control de mortíferos hechizos
La maldad no es ninguna extravagancia para aquellos que se sirven ante todo a sí mismos.
Thaelrythyn de Thay
El libro rojo de un mago thayviano,
publicado aproximadamente el Año de la Silla de Montar.
Era un día fresco de finales de primavera —el tercer reverdecer de Toril que había llegado y se había marchado desde que los dos magos se habían encontrado en la Roca Hendida— y el cielo llameaba rojo, rosa y dorado mientras el sol se preparaba para su puesta. Una torre se elevaba como una aguja añil en el cielo encendido, y del oeste algo pequeño y oscuro llegó volando para virar describiendo una amplia curva alrededor de la torre.
Unas cabezas se alzaron para contemplarlo: una alfombra voladora, con dos humanos sentados encima; sus oscuras figuras se recortaban contra el llameante cielo allí donde los rayos del agonizante sol no les habían proporcionado el color del cobre batido.
—Hermosa, ¿verdad? —ronroneó Dasumia, desviando la mirada de su inspección de la torre.
En sus ojos danzaba un destello verde que El había averiguado hacía ya tiempo que era presagio de peligro. La mujer se inclinó al frente sobre los codos y, apoyando la barbilla en las manos, contempló el edificio con un semblante casi satisfecho.
—Lo es, señora —respondió Elminster con precaución.
Una mirada burlona se alzó para clavarse en las órbitas del mago. «Por los dioses, realmente va a haber problemas; Mystra, defendednos».
—Un hechicero llamado Holivanter habita aquí —dijo su ama indicando la torre—. Un tipo divertido; enseñó a los animales que convocó toda clase de canciones y cánticos cómicos. Tiene ranas parlantes, e incluso dotó a algunas de alas para que pudieran volar.
La alfombra se ladeó con suavidad alrededor de la torre en su segunda órbita alrededor de la aguja. La construcción se alzaba como una espira de un cuento de hadas en medio de unos jardines bien cuidados y rodeados por una tapia. Lámparas que despedían una luz rojiza brillaban en varias de sus ventanas, pero aparte de ello parecía tranquila, casi desierta.
—La casa de Holivanter… Bonita, ¿no crees?
—Desde luego, señora —asintió El y lo decía en serio.
—Mátalo —le espetó Dasumia.
El mago la miró atónito, pero ella asintió, y señaló la esbelta torre con una mano autoritaria.
—Señora, yo… —protestó El con el ceño fruncido.
Una llamas diminutas parecieron parpadear en los ojos de Dasumia cuando clavó la mirada en la de su acompañante. La mujer enarcó una estilizada ceja.
—¿Es amigo tuyo?
—No lo conozco —respondió El con toda sinceridad. No había modo de que pudiera enviarle una advertencia, una defensa o un hechizo curativo; el hombre estaba condenado. ¿Por qué traicionarse a sí mismo inútilmente?
Dasumia se encogió de hombros, extrajo una reluciente varita oscura de una funda sujeta a su cadera, y la extendió con lánguida delicadeza. Algo provocó que el aire se cuajara formando una línea que descendió veloz, veloz…
… Y la mitad superior de la torre de Holivanter estalló con un terrible fragor, lanzando una lluvia de cascotes al aire. Pequeñas explosiones púrpura, ámbar y azul verdoso la siguieron a medida que diferentes tipos de magia quemada guardados en el interior de la torre estallaban a su vez. El contempló la detonación mientras sus ecos rebotaban en las colinas cercanas, y los escombros caían sobre ellos. Unos dedos ennegrecidos pasaron rodando junto a la alfombra dejando una estela de llamas. Holivanter estaba muerto.
Dasumia giró sobre una cadera y se apoyó en un brazo, mientras con el otro jugueteaba con la varita.
—Dime —dijo al cielo, en una voz suave que hizo que Elminster se pusiera inmediatamente en tensión— por qué me acabas de desobedecer. ¿Te resulta difícil matar magos?
—Parece… innecesario —repuso él, eligiendo las palabras con sumo cuidado, en tanto que el temor rebullía en su interior—. ¿No nos dice Mystra que debe impulsarse el uso de la magia, en lugar de guardarla celosamente u obstaculizarla?
Ah, Mystra. Su mandato lo había conducido allí, para servir a este diablo seductor. Casi había olvidado qué se sentía al ser un Elegido de la diosa; pero, en sus sueños, El a menudo se arrodillaba y rezaba, o repetía sus decretos y consejos, por temor a que se le olvidaran si no lo hacía. En ocasiones temía que la dama Dasumia le estuviera robando los recuerdos con magia furtiva o encerrándolos tras un muro de brumas del olvido, para convertirlo por completo en su criatura. Cualquiera que fuera la causa, con el paso de los meses cada vez le costaba más recordar nada de su vida con anterioridad a la Roca Hendida…
—Ya veo. —Dasumia emitió una risita—. Los sacerdotes de la Señora de la Magia dicen tales cosas, sí, para impedir que eliminemos a los ladrones que roban pergaminos… o a los aprendices desobedientes. Sin embargo, yo no les presto demasiada atención. Cada mago que puede rivalizar conmigo reduce mi poder. ¿Por qué debería yo ayudar a tales adversarios potenciales a ascender hasta el punto de llegar a desafiarme? ¿Qué obtendría con eso?
Se inclinó al frente para golpear ligeramente la rodilla de Elminster con la vara. Éste intentó no mirar las diminutas luces verdes que empezaron a centellear alrededor de ella y a deambular, casi perezosamente, por toda su extensión.
—Te he visto arrodillado ante Mystra, por la noche —le dijo ella—. Le rezas y suplicas, sí, pero dime: ¿cuántas veces te habla ella?
—Nunca, últimamente —admitió El, la voz tan apagada y triste como la desesperación que sentía. A todo lo que podía aferrarse ahora era a sus pequeñas traiciones, y si ella las descubría algún día…
—Ahí lo tienes: estás solo, abandonado para que te las arregles como puedas. Si existe una Mystra que sienta algún interés por los magos mortales, se limita a observar mientras los fuertes progresan a costa de los más débiles. Nunca olvides eso, Elminster.
»Confío en que tus tareas no se hayan resentido de mi ausencia —observó a continuación, sentándose muy erguida, en tanto que su voz adoptaba un tono más enérgico; levantó la varita para apuntar al rostro de su aprendiz como si se tratara de una espada—. ¿Cuántos esqueletos completos están listos?
—Treinta y seis —respondió él.
Ella volvió a enarcar la ceja, a todas luces impresionada, y se inclinó al frente para mirarlo fijamente a los ojos, arrastrando la mirada de él al encuentro de la suya con el simple poder de su presencia. Elminster intentó no hacer una mueca ni apartarse. En ciertos aspectos, la dama Dasumia resultaba tan, tan… digamos, impresionante vista de cerca y con una presencia tan irresistiblemente poderosa como la mismísima y divina Mystra. ¿Cómo, le preguntó una vocecita desde el fondo de su mente, podía ser aquello?
—Has trabajado duro —musitó ella—. Creí que pasarías algún tiempo intentando tener acceso a mis libros, y otro más revolviendo mi torre antes de sacar las palas. Me complaces.
El inclinó la cabeza, en un intento de que su rostro no manifestara su satisfacción… y alivio. Así pues, ella no había descubierto sus labores de rescate.
Mediante sus propios hechizos, su tan obediente siervo había curado a un criado y trasladado luego a éste rápidamente a una tierra lejana, cargado de provisiones y lívido de terror. La mujer se había llevado a aquel hombre a su lecho pero se cansó de él al inicio del Año de las Doncellas Brumosas, y una mañana decidió transformarlo en un gusano gigante y lo dejó empalado en uno de los espetones oxidados de detrás de los establos, para que muriera en una lenta y terrible agonía. El había sustituido al criado por el cuerpo transformado de un hombre que había muerto de fiebres. Una interferencia imprudente, tal vez. Un desatino que acabaría siendo su perdición; eso también. Pero tenía que hacer tales cosas, de una forma u otra; realizar pequeñas bondades para compensar las maldades mayores y más audaces de ella.
No había sido su primera pequeña traición contra su crueldad… pero existía siempre la posibilidad de que fuera la última.
—Mi honradez siempre ha sobrepasado a mi ambición —dijo en tono serio.
—Un discurso precioso, de verdad —repuso ella, recuperado el tono burlón—. Casi creo que sigues los dictados de Mystra al pie de la letra.
Se estiró como una gran gata y usó la varita por encima del hombro para rascarse la espalda, con lo que quedó al alcance de Elminster.
—Debes poseer más paciencia que yo —admitió, los ojos muy oscuros y fijos en él—. Jamás podría servir a una diosa tan arbitraria.
—¿Se me permite preguntar a quién sirves, mi señora dueña? —preguntó El, extendiendo las manos en muda ofrenda para aceptar la varita mágica.
Ella se rascó de nuevo la espalda, sonrió, y depositó la varita en sus manos. Dos de los anillos que llevaba parpadearon cuando lo hizo.
—Un poco más arriba… ah, sssííí. —Dasumia sonrió, y su sonrisa se ensanchó cuando su aprendiz usó con sumo cuidado la vara para rascar el punto indicado, pero mantuvo los ojos fijos en las manos del hombre, y los anillos que habían parpadeado momentos antes se iluminaron ahora con una llama constante.
—No es ningún secreto —respondió ella con indiferencia—. Sirvo a lord Bane. Él me regaló el fuego negro que elimina a los intrusos y mantiene a distancia a magos más cautelosos. ¿Sabías que hay un elfo idiota que pone a prueba mis hechizos de protección con un nuevo conjuro cada diez días? Lo ha estado haciendo durante tres temporadas ya, con la misma regularidad de un calendario; casi el mismo tiempo que llevas conmigo. —Volvió a sonreír—. Tal vez desee tu puesto. ¿Debería ordenarte que te batieras en duelo con él?
—Si es vuestro deseo, señora —repuso él—. Yo preferiría no matar a nadie si no es necesario.
Dasumia lo contempló en pensativo silencio durante un buen rato en tanto que la alfombra se alejaba veloz de los restos humeantes de la torre y del moribundo día, y por fin murmuró:
—¿Y privarme de la diversión que me concede la frivolidad elfa? No temas.
Se puso entonces de rodillas con un único y grácil movimiento, le arrebató la vara a Elminster de la mano, volvió a guardarla en su funda, y extendió ambas manos para sujetarlo por los hombros. Las finas puntas de sus dedos se posaron con suavidad sobre él, pero aun así él comprendió de improviso que, si intentaba soltarse, descubriría que eran zarpas de irreductible acero. En tres años, aquél era el momento en que habían estado más cerca uno del otro.
Permaneció muy quieto mientras su ama acercaba su rostro al de él, las narices rozándose casi, y le decía:
—No te muevas ni hables. —Su aliento era como una neblina ardiente sobre las mejillas y la barbilla de Elminster, y sus ojos, muy oscuros y abiertos, parecían mirar en el interior de su cabeza y descubrir todos los secretos que allí guardaba.
La mujer se inclinó un poco más al frente, apenas un instante, y sus labios se encontraron. Una lengua imperiosa lo obligó a separar los labios, y algo que ardía y al mismo tiempo era helado irrumpió en su boca, rugió garganta abajo y se hizo un ovillo en su nariz.
Un dolor atroz… ¡que ardía, que lo hacía estremecerse y lo impelía a huir de todo aquello! El estornudó una y otra vez, aferrándose a la tela en un desesperado intento de impedir su caída al vacío, consciente de que todo su cuerpo temblaba. Se retorcía, caído sobre la alfombra, sollozando cuando encontraba el aliento suficiente para hacerlo… y estaba indefenso como una criatura.
Brumas amarillas corveteaban y fluían ante sus ojos; el cielo cada vez más oscuro en lo alto no dejaba de saltar y girar sobre sí mismo, y él se debatía para liberarse de unas garras que lo inmovilizaban con dolorosa e inmutable fuerza.
Tosió y forcejeó, empapado de sudor, contra la neblina amarilla durante lo que le pareció una eternidad, hasta que el agotamiento ya no le permitió nuevos espasmos, y sólo pudo permanecer tumbado entre gemidos mientras las oleadas de dolor menguaban y se abrían paso a través de su cuerpo.
Él era Elminster, y se encontraba tan débil como una hoja reseca y arrugada que el viento arrastrara. Estaba tumbado de espaldas sobre la alfombra voladora, y lo único que le impedía caer de ella en medio de sus padecimientos eran las fuertes manos de la hechicera a quien servía, la dama Dasumia.
Las manos de la mujer se aflojaron entonces, y una de ellas abandonó el magullado bíceps del mago —en el que se había hincado unos centímetros, como un áncora de hierro durante todos los forcejeos de su aprendiz— para deslizarse por su frente, arrastrando tras ella océanos de sudor.
La hechicera se inclinó sobre él en la creciente oscuridad del anochecer, mientras las brisas del elevado firmamento se deslizaban sobre ambos, y murmuró:
—Has probado el fuego oscuro. Que te sirva de advertencia; si alguna vez me traicionas, sin duda te matará. Mientras sigas adorando a Mystra más de lo que me veneras a mí, el aliento de Bane significará un dolor inmenso para ti. En estos años, tres aprendices me han besado sin mi permiso; ninguno ha sobrevivido para jactarse de ello.
Elminster levantó la mirada hacia ella, incapaz de hablar, aún transido de dolor. Ella lo miró a los ojos, sus propia órbitas dos hogueras negras, y sonrió despacio.
—Tu lealtad, no obstante, sobrepasa la de ellos. Te enfrentarás en duelo a mi peor enemigo y lo vencerás… cuando estés preparado. Aunque primero tendrás que aprender a matar, con rapidez y sin tener en cuenta el precio. Tu adversario no te concederá mucho tiempo para reflexionar.
Finalmente, El encontró la energía necesaria para hablar, y, si bien su voz sonó poco clara y entrecortada, no dejaban de ser palabras inteligibles.
—Señora, ¿quién es este enemigo?
—Un hechicero elegido por Mystra como su siervo personal —respondió la dama Dasumia, desviando la mirada hacia los últimos restos del sol poniente. Debajo de ellos, la alfombra empezó a descender—. Abandonó mi lado para hacerlo y, si bien no consiguió seguir el estrecho sendero que la Señora de la Magia le fijó y ahora lo llaman el Elegido Rebelde, no ha regresado junto a mí. ¡Ja! Mystra debe de ser incapaz de reconocer que alguien pueda abandonar la ciega adoración de su persona.
Sus ojos ardían cuando los volvió otra vez para encontrarse con la mirada de Elminster, y añadió con voz que sonaba de nuevo indiferente y tranquila:
—Su nombre es Nadrathen. Tú deberás matarlo en mi nombre.
El último príncipe de Athalantar contempló el cielo nocturno que se deslizaba veloz y se estremeció.
Los crujidos y ruidos nocturnos habían dado ya comienzo en el espeso bosque de hiexels, espinos y foscos más cercano al castillo, y, mientras la alfombra voladora descendía en dirección a la más alta de las negras torres, un par de ojos parpadearon entre la corteza resquebrajada de un fosco alcanzado por un rayo y poco a poco se fueron perfilando las facciones de un enfurecido rostro elfo. Una cólera desatada brilló en los ojos de Ilbryn Starym cuando éste dijo en voz baja:
—Tus protecciones tal vez tapen mis oídos, orgullosa señora, pero mis conjuros funcionan muy bien cuando tú sales al ancho mundo. No cuentes demasiado con tu aprendiz. Su vida es mía.
Contempló furibundo la más alta de las torres del castillo de la mujer durante un buen rato después de que la alfombra hubo desaparecido de la vista, hasta que la mirada adoptó de improviso una expresión más tranquila; una mueca pensativa más que de ira.
—Me pregunto si ha sobrevivido algo en la torre de ese mago —preguntó a la noche—. Vale la pena hacer el viaje para comprobarlo…
Un resplandor oscuro centelleó y se arremolinó como el humo, y el fosco dejó de observar el mundo con expresión airada.
El castillo de Dasumia se alzaba ante ellos, protegido por oscuras e imponentes murallas. Tabarast observó cómo la alfombra volante desaparecía entre las innumerables almenas centrales y refunfuñó:
—Bueno, qué excitante. Otro día de espléndido y enérgico fomento del Arte, diría yo.
Beldrune alzó la mirada del jarro de sopa calentada mágicamente que sostenía entre las manos y repuso con cierta aspereza:
—Puede que la memoria me falle de vez en cuando, queridísimo Barast, pero acordamos, ¿o no?, dejar de quejarnos por el tiempo perdido y las oportunidades malgastadas. Nuestra misión es muy clara. Tal vez este Aquel que Anda sea un idiota inexperto, pero él, y lo que decida hacer, son los acontecimientos más importantes en el Arte y en todo Toril en estos instantes. Considero que podemos permitirnos obedecer los dictados de una diosa, la diosa, y perder unos cuantos años de estudio de escritos medio borrados y polvorientos en busca de un nuevo modo de conjurar farolas flotantes.
Tabarast se limitó a gruñir su mudo reconocimiento. Unas cuantas luces se encendieron en lo alto de las almenas del castillo de Dasumia, y los ruidos nocturnos se reanudaron a su alrededor. Permanecieron en silencio un buen rato, acurrucados sobre pequeños taburetes al final del seto que señalaba el límite del campo labrado más próximo al castillo de la dama, hasta que Beldrune murmuró:
—Mardasper debe de creer que estamos muertos a estas alturas.
—Custodia la torre Moonshorn, no a nosotros —respondió su compañero, encogiéndose de hombros.
—Hmmm. ¿Te habló alguna vez sobre su ojo de fuego?
—Sí. Algo sobre una maldición… Perdió un duelo mágico con alguien, y sus servicios como guardián son el pago a los sacerdotes de los Misterios, para que rompan el hechizo y lo devuelvan a su aspecto normal. El ingenio de otro pobre mago, arrastrado al servicio de la Señora que nos gobierna a todos.
Beldrune levantó la cabeza.
—¿Escucho acaso cómo la fe de Tabarast de las Tres Maldiciones Cantadas se disuelve? ¿Están perdiendo su fuerza las gracias gloriosas de la divina Mystra, después de tantos años?
—Claro que no —le espetó el otro—. ¿Estaría aquí sentado toda la noche en medio de esta humedad helada si así fuera? —Abrió con el pulgar la tapa de su jarro, tomó un buen trago, y volvió a mirar las torres del castillo a tiempo de ver cómo una de las relucientes luces se apagaba.
Permanecieron sentados y aguardando hasta que sus bocks se vaciaron, pero no sucedió nada más. El castillo, al parecer, dormía. Tabarast apartó por fin la mirada de él con un suspiro.
—Somos todos peones de la Señora que se ocupa del Tejido, no obstante. ¿No es así? Todo se reduce a si uno se engaña a sí mismo pensando que es libre o no.
—Pues yo soy libre —afirmó Beldrune, apretando los labios—. Deja que esas graciosas ideas tuyas den saltos por tu cabeza todo lo que quieras, Tabarast, y que gobiernen también tus días si es eso lo que deseas, pero te ruego que me dejes fuera del cajón de la «marioneta estúpida» en el que crees. Vivirás más tiempo si admites que otros magos también pueden haber conseguido salir de él.
Su colega se volvió para dedicar al mago más joven una mirada aguda y sesuda.
—¿Qué otros magos?
—Ah, pues aquellos con los que tropiezas —gruñó Beldrune—. Todos ellos.
Muy lejos de las almenas que Tabarast y Beldrune vigilaban, y más lejos aun del tocón destrozado y humeante que había sido la torre de Holivanter, otra torre de hechicero se recortaba sobre el cielo nocturno.
En este caso se trataba de una modesta construcción de piedras tachonada de muchas ventanas pequeñas, con postigos mal ajustados, y cajas de hierbas colgadas de sus repisas. Se alzaba solitaria en un territorio desierto, desprovisto de pueblos o caminos fangosos, y los ciervos pastaban tranquilamente incluso ante su misma puerta; hasta que una bruma que se elevó silenciosa de los pastos cayó sobre ellos, y los animales desaparecieron, sin dejar más que los huesos.
Cuando no quedaron ojos que pudieran verlo, un helado y tintineante remolino avanzó hasta la base de la torre e inició su ascenso.
Flotó hacia lo alto, dejando atrás rosales trepadores y hiedra en espectral silencio, para por fin recogerse sobre sí misma como una serpiente enrollada, introducirse por un resquicio en un postigo situado a mitad de la torre y penetrar en la dormida oscuridad del interior.
La oscura estancia situada al otro lado daba a otra habitación también oscura, y el nebuloso viento se arremolinó y gimió mientras reunía toda su energía en aquella segunda habitación, un lugar lleno de libros y mesas repletas de pergaminos y polvo y se convertía en una entidad erguida llena de garras y fauces que se deslizó en dirección a la escalera de caracol situada en el centro de la torre, e inició la ascensión.
En lo alto de la torre, la luz de una vela se filtraba por una puerta que no cerraba bien y enviaba sus danzarines reflejos escalera abajo. Una voz anciana y ronca hablaba, sola, inconsciente del peligro que trepaba hacia ella, a medida que la bruma llena de zarpas seguía su sinuoso avance.
En el centro de un símbolo trazado con tiza y circundado de innumerables velas estaba arrodillado un anciano cubierto con una túnica llena de remiendos, de cara a la imagen en tiza de una mano humana que señalaba. Un resplandor azul perfilaba la mano, y tanto ella como el dibujo era creaciones suyas, pues llevaba muchos años viviendo solo.
—Durante años te he servido, y también a la Gran Señora —rezaba el hechicero—. Sé cómo destruir cosas con conjuros y también cómo alzarlas del suelo. Sin embargo, sé muy poco del mundo situado fuera de mis muros y necesito tu guía ahora, oh Azuth. Escúchame, Gran Señor, y dime, te lo ruego: ¿a quién debo traspasar mi magia?
Su última palabra pareció resonar, como si cruzara un enorme abismo o sima, y el mágico resplandor azul brilló de improviso con una intensidad casi cegadora.
Luego se apagó por completo al alzarse una brisa procedente del suelo mismo, que surgía de la mano dibujada con tiza. Las velas llamearon violentamente, escupieron llamas y se apagaron bajo su violento ataque, y de la oscuridad que siguió a su extinción brotó una voz, profunda y seca:
—Protégete, leal Yintras, pues el peligro está muy cerca de ti ahora. Yo recogeré tus conocimientos cuando expires… No te preocupes.
Con un chisporroteo de energía derramada y un extraño canturreo en el aire, algo arrastrado por aquella brisa se arremolinó alrededor del anciano mago, arrollándose a sus temblorosas extremidades para envolverlo en un manto de calor y vigor. Con una facilidad y agilidad que no había sentido en años, el anciano se incorporó de un salto, alzó las manos, y contempló con satisfecha sorpresa cómo unos rayos diminutos chispeaban de un brazo a otro, en medio de un creciente brillo de lágrimas contenidas en los ojos.
—Señor —dijo con voz ronca—, no soy digno de una ayuda como ésta. Yo…
A su espalda, la puerta de la cámara de los hechizos se rajó de arriba abajo cuando más de una docena de zarpas la desgarraron literalmente y arrojaron a un lado los fragmentos para mostrar el marco de la puerta despejado y vacío.
Algo que refulgía con una pálida y ondulante luz espectral se encontraba en lo alto de la escalera; algo enorme, amenazador y, sin embargo, indeterminado. Una criatura que era todo zarpas y fauces, tentáculos cambiantes y mandíbulas llenas de afiladas púas. Una criatura amenazadora y letal, que se introdujo en la sala con una lentitud casi perversa.
Yintras Bedelmrin contempló cómo la muerte iba en su busca, flotando sobre hechizos de protección que deberían haberle seccionado las extremidades con sólo tocarlas, y tragó saliva, estremecido.
Sintió un relámpago en su interior, a modo de recordatorio, y de repente Yintras echó la cabeza atrás, aspiró con fuerza y gritó con toda la fuerza y autoridad de que fue capaz:
—Azuth me sirve de coraza, y no temo a ninguna entidad. Márchate, seas lo que seas. ¡Márchate de aquí para siempre!
El anciano hechicero dio un paso en dirección a la criatura llena de garras, con los rayos saltándole aún de un brazo al otro. Un resplandor espectral se elevó bajo la apariencia de una amenazadora cortina de zarpas y tentáculos extendidos; pero, mientras lo hacía, aquel mismo resplandor parpadeaba, se estremecía y oscurecía. Empezaron a abrirse agujeros en su dilatada sustancia, agujeros que crecían con ella.
Con aterradora rapidez la entidad se expandió hasta elevarse casi hasta el techo, alzándose amenazadora ante el hombre de la túnica remendada. Yintras se quedó inmóvil observándola, sin saber qué hacer y, por lo tanto, sin hacer nada.
Algo fatal para un aventurero, e igual de malo en el caso de los hechiceros. Se acobardó, sabedor de que la muerte podía llegarle en cualquier momento, horrorizado ante la idea de que podía abrazarla cuando podría haber escapado a ella… sólo haciendo lo que debía hacerse, o alguna cosa.
Unas zarpas intentaron agarrarlo en una horrible arremetida en masa que le impidió darse cuenta de que un tentáculo al que habían crecido afiladas púas y fauces de largos colmillos se arrastraba sigiloso por la oscuridad para atacarlo por detrás y desde el suelo.
Un rayo restalló con un resplandor blanco en el aire de la sala de los hechizos y se esfumó casi al instante; cuando sus llorosos ojos recuperaron la visión, el mago vio que había dejado una neblina gris que centelleaba débilmente mientras se revolvía, encogida, en el aire juntó a la puerta.
Yintras aspiró con fuerza e hizo una de las cosas más valerosas y estúpidas de toda su vida hasta aquel momento. Dio un paso en dirección a la neblina, rió con sorna, dio otro paso, y alzó los brazos a pesar de la carencia de rayos y de cualquier sensación de emanación o acumulación de poder.
La bruma se encogió sobre sí misma como si fuera a enfrentarse a él, y se espesó hasta convertirse en una masa pequeña pero sólida, como un escudo alzado que se convirtiera poco a poco en algo amorfo. El anciano hechicero dio un nuevo paso, y la extraña neblina pareció estremecerse.
El mago extendió una mano como si fuera a agarrarla, y, en medio de una repentina ráfaga de aire helado y un tintineo que parecía el sonido de diminutas campanas, la neblina se transformó en una masa arremolinada y desapareció por la puerta en un instante, dejando tras de sí un lúgubre rugido.
Yintras la vio desaparecer y se quedó contemplando el lugar ahora vacío que ésta había ocupado antes durante un largo rato. Cuando por fin consideró que realmente se había ido, cayó de rodillas otra vez para expresar su agradecimiento, aunque todo lo que consiguió proferir fueron sollozos, en un precipitado torrente que se sintió impotente para detener.
Se arrastró al frente en la oscuridad sobre las rodillas e intentó al menos dibujar el nombre de Azuth. Entonces se quedó paralizado por la sorpresa y el asombro. Allí donde habían caído sus lágrimas, las velas volvían a encenderse una tras otra por sí solas, en una silenciosa y creciente hilera de calor oscilante.
—Azuth —consiguió por fin musitar—, ¡te doy las gracias!
Todas las velas se apagaron de golpe, y luego volvieron a encenderse a la vez. Yintras se arrodilló en su centro, tocado por la gloria y agradecido por ello. La tristeza adornaba también los extremos de su regocijo, y bajo todo aquello se sentía vacío, totalmente agotado. Acarició las marcas emborronadas de tiza que habían sido el contorno de una mano, y se echó a llorar como un niño.