5

Una mañana en Moonshorn

Un mago puede visitar mundos y épocas en abundancia si abre los libros correctos. Por desgracia, en su lugar a menudo abren volúmenes llenos de hechizos, en busca de armas que les sirvan para obtener la sumisión de su propio mundo y época.

Claddart, del alcázar de la Candela

Cosas que he observado,

publicado aproximadamente el Año de la Ola

Se alzaba de entre las brumas matinales, oscura, vieja y deforme, más parecida a un tocón de árbol gigantesco lleno de fisuras que a una torre. El hombre insomne y tambaleante maldijo en silencio por centésima vez el mandato de Mystra de no usar magia innecesaria e hizo una mueca de dolor por culpa de las ampollas que las botas le estaban provocando. Había sido un largo y cansador viaje para llegar allí desde los territorios de la Señora de las Sombras.

Sí, esto era: la torre Moonshorn, tal y como la visión enviada por la Señora le había mostrado: relieves con las fases de la luna recorrían el desgastado arco de piedra que enmarcaba la maciza puerta negra atrancada y reforzada con bandas de hierro.

Cuando se acercó, la puerta se abrió y un hombre salió al exterior bostezando, se alejó unos metros de la torre arrastrando los pies, y vació un bacín en una zanja o pozo negro situado en algún punto entre la crecida maleza. En cuanto el vaciador del bacín se irguió, El descubrió que era un hombre de mediana edad dotado de una cabellera negra como ala de cuervo, facciones atractivas enmarcadas por unas patillas afiladas, un ojo normal —de un profundo color castaño— y un ojo que brillaba, blanco y refulgente, como una estrella lejana.

El hombre vio a Elminster y se irguió en cautelosa sorpresa durante un momento antes de retroceder a grandes zancadas para impedir el paso por la puerta abierta.

—Bien hallado —dijo, en un tono cuidadosamente neutral—. Te informo que soy Mardasper, guardián de este santuario de la Divina Mystra. ¿Tienes algún motivo para venir aquí, viajero?

Elminster estaba demasiado agotado para entregarse a un intercambio de agudezas, pero sí observó con cierta satisfacción que el modo como la luz matutina tocaba la torre coincidía con la visión que le había sido concedida la noche anterior… o a primeras horas de esta mañana o cuando fuera.

—Lo tengo —respondió él con sencillez.

—¿Veneras a la Divina Mystra, la Dama de los Misterios?

Elminster sonrió al pensar en lo escandalizado que se sentiría este Mardasper si supiera cuan íntimamente había venerado a Mystra cierto mago agotado y a punto de desplomarse.

—Así es —repuso.

Mardasper le dirigió una mirada penetrante, y el ojo llameante acuchilló al athalante; luego movió las manos en un casi imperceptible gesto que El reconoció como un hechizo para percibir la verdad.

—Todos los que entran aquí —dijo el guardián, gesticulando con el bacín como si se tratara de un cetro— deben obedecerme en todo y no realizar actividades mágicas sin ser invitados a ello. Cualquiera que tome o estropee ni que sea el objeto más pequeño que haya entre estas paredes pierde la vida, o al menos su libertad. Puedes descansar en el interior y coger agua de la fuente, pero no se facilita ni comida ni ninguna otra cosa… y deberás entregarme tu nombre y toda la magia escrita y objetos hechizados que lleves contigo, por muy insignificantes o benignos que sean. Todo ello se te devolverá cuando te marches.

—Acepto todas las condiciones —le contestó El—. Mi nombre es Elminster Aumar. Aquí está mi libro de hechizos y el único objeto mágico que todavía me acompaña: una daga a la que se puede hacer brillar como se desee, con fuerza o con una luz apagada. También puede purificar el agua y los comestibles que toca y está protegida contra el óxido; no le conozco ningún otro poder.

—¿Es esto todo? —exigió el guardián del ojo llameante, contemplando con fijeza el rostro de Elminster al tiempo que aceptaba el libro y la daga enfundada—. ¿Y es «Elminster» tu nombre auténtico y el que usas corrientemente?

—Esto es todo y, sí, Elminster es mi nombre —respondió el athalante.

Mardasper le indicó con un gesto que podía entrar, y penetraron en una pequeña estancia, oscura tras el brillo de la luz solar, que contenía un atril y mucho polvo. El guardián anotó el nombre de Elminster y la fecha en un libro mayor tan grande como algunas puertas que El había visto, y señaló en dirección a una de las tres puertas cerradas situadas tras el atril.

—Esa escalera conduce a los pisos superiores, donde se guardan los escritos que sin duda buscas.

—Te doy las gracias —repuso El con voz cansada, inclinando la cabeza.

«¿Escritos que sin duda busco? —pensó—. Bueno, tal vez sea eso…»

Se volvió, la mano sobre el tirador de la puerta, y entonces preguntó:

—¿Por qué otro motivo vendría un mago a la torre Moonshorn?

Mardasper levantó veloz la cabeza del libro mayor, y el ojo bueno parpadeó sorprendido. Elminster se dio cuenta de que el otro no se cerraba nunca.

—No lo sé —contestó el guardián, y su voz sonaba casi avergonzada—. No hay nada más aquí.

—¿Por qué viniste aquí? —inquirió El con suavidad.

El guardián clavó sus ojos en los de él en silencio durante unos minutos antes de responder.

—Si mi mayordomía aquí es fiel y diligente durante cuatro años, y dos ya los he dejado atrás, los sacerdotes de Mystra me han prometido poner fin al hechizo que pesa sobre mí y que yo no puedo romper. —Se señaló el ojo de mirada fija y añadió con toda intención—: Cómo conseguí esto es una cuestión privada. No hagas más preguntas al respecto, no sea que tu bienvenida se dé por terminada.

El asintió y abrió la puerta. Sondas mágicas canturrearon y rugieron a su alrededor unos instantes. Luego la oscuridad del otro lado de la puerta se convirtió en una telaraña que se encogía y retrocedía, que finalmente se deshizo para mostrar una sencilla y desgastada escalera de piedra que conducía arriba. Cuando el último príncipe de Athalantar posó la mano sobre la barandilla, dio la impresión de que aparecía un ojo sobre la pulida piedra justo más arriba de su mano y que éste le dedicaba un guiño… pero tal vez no fuera más que producto de su agotada imaginación. A continuación, ascendió por la escalera.

—¡A trabajar! —El mago medio calvo y barbudo vestido con una túnica manchada y remendada levantó el postigo e introdujo la barra que lo sostenía firmemente en su hueco, de modo que la luz solar se derramó por toda la habitación.

—Sí, Barast —asintió el hechicero más joven, envolviéndose las manos con una tela para que no se mancharan de polvo antes de sujetar la siguiente barra de apoyo—, comencemos a trabajar. Tenemos mucho que hacer, de eso no hay duda.

Tabarast de las Tres Maldiciones Cantadas lo miró por encima de los lentes con cierta severidad y lo reprendió:

—La última vez que pronunciaste tan entusiasta manifestación, queridísimo Drun, te pasaste todo el día con una bola campanilleante netherita, un juguete infantil, intentando hacer que rodara por sí sola.

—Como se suponía que debía hacer —repuso Beldrune del Dedo Torcido con expresión dolida—. ¿No es ése el motivo de que trabajemos tanto aquí, Barast? ¿Acaso no es una profesión magnífica la de recuperar y comprender los restos de la magia de los antiguos? ¿No nos sonríe a veces la Divina Mystra?

—Sí, sí, y sí también —concedió el otro quitándole importancia, y desterrando la cuestión como si fueran las sobras de un banquete celebrado tres días atrás—. Si bien dudo mucho que se sintiera impresionada por un esfuerzo fallido por resucitar un juguete. —Alzó la última barra de sostén—. Sin embargo, dejemos a un lado esa insignificancia y recapitulemos.

Introdujo la última barra en su hueco, la fijó con una palmada, y se volvió hacia la enorme e irregular mesa que ocupaba la mayor parte de la estancia y que, en algunos puntos, tocaba casi las imponentes y atestadas librerías alineadas a lo largo de las paredes.

Unas sesenta pilas de volúmenes se alzaban por doquier sobre una alfombra de rollos de papel y viejos trozos de pergamino, y notas más recientes que cubrían por completo la mesa; en algunos lugares los escritos formaban ya tres capas. Los papeles se mantenían planos sobre la superficie mediante toda una variopinta colección de gemas, anillos recargados y antiguos, pedazos de embrollado alambre o hierro forjado que en una ocasión habían formado parte de objetos de mayor tamaño, cráneos coronados por velas, y cosas aun más raras.

Los dos magos extendieron las manos sobre las páginas y las movieron en lentos círculos, como si un hormigueo en la punta de los dedos pudiera localizar el párrafo que buscaban.

—Cordorlar, escribiendo durante los días de decadencia de Netheril… los experimentos con sangre de dragón… —Su mano salió disparada al frente para agarrar un pergamino concreto—. ¡Aquí!

—Yo buscaba un bola de fuego de triple explosión retardada que un bocazas llamado Olbert afirmaba haber creado al combinar hechizos más primitivos de Lhabbartan, Iliymbrim Sharnult, y… y… ¡ah!, ahora no recuerdo el nombre. —Alzó la mirada—. Dime, pues: ¿qué experimentos con sangre de dragón? ¿Mezclar esa cosa con pociones? ¿Bebérsela? ¿Quemarla?

—Introducirla en la propia sangre con la esperanza de que concediera a un hechicero humano longevidad, renovadas energías, la misma inmunidad a ciertos riesgos de que disfrutan algunos dragones, o incluso poderes draconianos totalmente desarrollados —respondió Tabarast—. Varios magos de la época afirmaban haber tenido éxito en todas esas áreas. Aunque ninguno sobrevivió ni dejó pruebas posteriores de ello que hayamos encontrado de momento, para corroborar tales afirmaciones. —Suspiró—. Hemos de entrar en el alcázar de la Candela.

Beldrune se golpeó la frente y manifestó:

—¿Otra vez eso? Barast, estoy de acuerdo, de todo corazón y con cada fragmento de mi mente. Desde luego que debemos conseguir consultar los volúmenes del alcázar de la Candela; pero hemos de hacerlo con total libertad, cada vez que nuestros pensamientos nos conduzcan allí, no en una única visita o a escondidas. No sé por qué, pero dudo que nos acepten como custodios del alcázar si entramos allí y exigimos tal acceso.

—Cierto, cierto —suspiró Tabarast, a quien llegó ahora el turno de fruncir el entrecejo—. Por lo tanto, hemos de sacar todo el provecho posible de estos fragmentos y cosillas olvidadas que se han podido rescatar.

»Sin importar lo falsos e incompletos que puedan ser —finalizó, con un nuevo suspiro.

Señaló un pergamino amarillento con un casi acusador dedo índice, y añadió:

—Este meritorio demandante presume de haberse comido todo un dragón, fuente a fuente. Tardó toda una estación, dice, y contrató a los mejores cocineros de la época para que lo convirtieran en una comida sabrosa a cambio de entregarles los huesos y las escamas. Empecé a dudar de sus palabras cuando afirmó que era el tercer dragón que devoraba, y que prefería la carne de dragón rojo a la de los dragones azules.

—Ah, Barast —exclamó Beldrune con una sonrisa—. ¿Acaso todavía te aferras a esta romántica ilusión de que las personas que se toman la molestia de escribir son de una clase superior que siempre ponen por escrito la verdad? Te aseguro que hay gentes que mienten incluso en sus propios diarios.

Señaló con la mano el techo y las paredes que los rodeaban y continuó:

—Cuando todo esto era nuevo, ¿crees que los netheritas que residían o trabajaban aquí eran los espléndidos dechados de virtudes que algunos sabios afirman que eran: más inteligentes que nosotros, más poderosos en todos los aspectos que las gentes de hoy en día, y capaces de realizar cualquier acto mágico con sólo chasquear los dedos? ¡En absoluto! Eran como nosotros: unas pocas mentes brillantes, una gran cantidad de perezosos, y unos cuantos estafadores malintencionados que ejercían su influencia sobre los que los rodeaban para conseguir que otros obedecieran todos sus deseos. ¿Te resulta familiar?

Su colega levantó una cabeza de halcón esculpida en una esmeralda del tamaño de la palma de la mano y acarició distraídamente su curvo pico.

—Admito que tienes razón, Drun; sin embargo, me pregunto a mí mismo: ¿ahora qué? ¿Estamos condenados a bracear entre distorsiones y falsedades a medida que transcurren los años, sin haber conseguido más que diecisiete hechizos, sólo diecisiete?

—Eso son diecisiete hechizos más de los que algunos magos pueden crear en toda una vida de trabajar para el Arte —recordó Beldrune en tono afable a su colega, al tiempo que extendía las manos—. Y compartimos una tarea que ambos amamos… y, además, de cuando en cuando Ella nos concede una recompensa personal, ¿recuerdas?

—¿Cómo sabemos que es Ella quien envía esos sueños visión? —inquirió el otro en voz baja—. ¿Cómo podemos estar seguros?

La torre Moonshorn se estremeció a su alrededor por un brevísimo instante, con un profundo retumbo; en alguna parte un montón de libros cayó al suelo con gran estrépito.

—Eso es más que suficiente para mí —indicó Beldrune con una sonrisa maliciosa—. ¿Qué quieres que Ella haga, Barast? ¿Repartir un hechizo por noche, escrito en nuestros cerebros con letras de fuego eterno?

—No hay necesidad de ser ridículo, Drun —bufó Tabarast; luego sonrió casi melancólico, y añadió—: Letras de fuego serían algo bonito, no obstante, sólo por una vez.

—Viejo cínico —respondió el mago más joven con un semblante de ofendida pomposidad—. Jamás soy ridículo. Me limito a proporcionar cierto grado de jovialidad que nunca ha dejado de complacer a públicos más perspicaces que tú… o debería decir especialmente a públicos más perspicaces que tú.

Tabarast masculló algo y luego añadió en voz más alta:

—Éste es el motivo por el que conseguimos tan poco, mientras las horas y los días transcurren sin que nos demos cuenta. Palabras ingeniosas, palabras ingeniosas que atrapamos y nos arrojamos como criaturas que juegan a pasarse una calavera, y el trabajo casi no avanza.

—En ese caso toma otro trozo nuevo, y empecemos —lo desafió su compañero, señalando la mesa—. Hoy trabajaremos juntos en lugar de seguir fines distintos y veremos si la Señora nos sonríe. Empieza, viejo amigo, y yo me ocuparé de que no nos desviemos del asunto que nos ocupa. En esto mi vigilancia será inquebrantable, pero sin afectar mi iracundia.

—¿No te referirás a «ira», querido muchacho? —preguntó el mago de más edad, alargando la mano de nuevo hacia la mesa.

—Criaturas menores, mi muy considerado y querido mago, pueden entregarse a la ira. En mi caso es iracundia —respondió Beldrune con altivez, y añadió con un gruñido—: ¡Ahora coge un papel, y pongámonos a trabajar!

El mago parpadeó atónito y levantó un papel, en el que leyó:

—«Aquello sobrepasó de tal modo todos los míos anteriores… otros magos censuran tal… Sin embargo yo triunfaré, al ser la verdad mi guía y guardián». Me parece, me parece, me parece, um… Alguien que escribía en el sur, antes de Myth Drannor pero probablemente no mucho antes, sobre un hechizo para introducir la inteligencia de un mago y todo lo demás en el cuerpo de una bestia, para hacerla merodear a voluntad durante una noche, o para permanecer en ella más tiempo, incluso para siempre en el caso de que su cuerpo se viera amenazado o desapareciera.

—Bien, bien —contestó Beldrune—. ¿Podría ser Alavaernith, en los primeros tiempos de su trabajo sobre el hechizo de los Tres Gatos? ¿O resulta demasiado efusivo para eso?

—Sospecho que es alguien distinto de Alavaernith —respondió su colega—. El jamás se mostró tan franco con respecto a sus secretos como lo es éste…

Ninguno de ellos observó cómo un hombre de ojos enrojecidos y nariz aguileña aparecía en el umbral y se apoyaba unos instantes contra el quicio de la puerta con aire agotado, mirándolo todo al tiempo que los escuchaba.

—¿Y cuenta algo de utilidad? —inquirió Beldrune—. ¿O podemos tirarlo al montón del barril?

Tabarast examinó con atención la hoja, le dio la vuelta para asegurarse de que el dorso estaba en blanco, la alzó a la luz en busca de singularidades (o cosas escondidas debajo) en la escritura, y por fin se la entregó a su colega con un sonido que era en parte un suspiro y en parte un bufido.

—Nada de utilidad, aparte de contarnos que alguien trabajaba en ello en aquellos tiempos…

El hombre de la nariz ganchuda se adelantó para mirar con fijeza los lomos impresos con letras doradas de los volúmenes encajados fuertemente en la librería más cercana; luego dirigió la mirada a la mesa y con sumo cuidado dio la vuelta a una jaula deformada de metal forjado que con toda probabilidad en una época había tenido forma de esfera. Tras examinarla con atención, el desconocido volvió a dejarla en su sitio sin hacer ruido y contempló los escritos situados debajo.

—Este otro, en cambio —dijo Tabarast despacio, encorvado sobre el otro lado de la mesa—, resulta algo más interesante. No, éste no lo tiraremos tan rápidamente al barril.

Lo alzó hasta colocarlo bajo su nariz mientras se erguía; se detuvo cuando la bota de Elminster hizo un ruidito, inquirió:

—¿Cómo va todo, Mardasper? ¿Manteniendo el ojo avizor, como de costumbre, eh?

Al no oír una respuesta, Tabarast se volvió, y los dos magos se quedaron mirando fijamente al recién llegado desde el otro extremo de la habitación; el desconocido les dedicó un educado cabeceo y una sonrisa, echó una veloz ojeada a un rollo de papel muy viejo y de aspecto frágil que estaba sobre la mesa, y se apartó a un lado, en busca de escritos más interesantes.

Tabarast y Beldrune contemplaron al desconocido con expresión ceñuda; luego le dieron la espalda, se apretaron el uno contra el otro, y prosiguieron sus investigaciones entre cuchicheos.

Tras dedicar una sonrisa irónica y cansada a sus elocuentes espaldas, El se encogió de hombros y examinó otro documento. Explicaba cómo modificar un ataúd de tortura tachonado de estacas para que las personas encerradas en su interior fueran teletransportadas a otra parte en lugar de resultar empaladas, y estaba escrito con aquella caligrafía cuadrada que indicaba como su punto de origen la orilla sur del mar de las Estrellas Fugaces. El metal de las tintas con que estaba escrito centelleó ante sus ojos; la página había alcanzado aquel suave tono castaño que aparece justo antes de que se inicie la desintegración del papel. El se dijo que era tan viejo como él, o tal vez más, y miró la página siguiente, deslizando a una lente un ocular netherita para hacerlo.

Dedicó una segunda ojeada al hermoso objeto. Los hechizos para fijarlo sobre el ojo de su portador habían desaparecido; pero, por lo que parecía, la gema seguía proporcionando visión calorífica, e incluso a través de madera o piedra que tuvieran un grosor de un palmo o menos. Rodeado por una ensortijada filigrana, parecía una lágrima gigantesca y elegante diseñada para brillar eternamente en la mejilla de una dama.

Cuánto trabajo. Una elaboración que superaba con creces la utilidad buscada, realizada por el puro placer de dominar el Arte y crear algo que durara. Y sin duda existían millares de tales objetos, desperdigados por todo un mundo tan rico en magia natural que todos ellos podían considerarse frivolidades.

Y, en realidad, ¿no era Elminster Aumar también otra frivolidad?

Tal vez, y era posible que estuviera destinado a dejar tras de sí poco más que interminables pedazos de pergamino polvoriento como aquéllos, ideas confusas e incompletas de siglos. Aunque, no obstante aquel caudal de errores, esfuerzos vanos, triunfos casuales y desastres destructivos, era el Arte, y Mystra era la guardiana del Tejido del que todo salía y al que todo regresaba.

Ya era suficiente. Se encontraba en una estancia cubierta de pergaminos en la torre Moonshorn, y el fluir de la magia o la naturaleza misma del Arte eran similares en su irrelevancia. Su mundo era un lugar donde reinaba el hambre, la sed, el sentir calor o frío… o sentirse tan infernalmente cansado que apenas podía mantener los ojos abiertos ni un instante más.

¡Un momento! Ahí: él había visto aquella escritura antes. La elegante y fluida mano de Elenshaer, tan experto en la creación de protecciones nuevas e insólitas en Myth Drannor; hasta que fue hecho pedazos por un phaerimm al que, muy a la ligera, había aprisionado con unos hechizos demasiado débiles para realizar ciertos experimentos de poca importancia. Una víctima, dirían algunos, de aquella arrogante presunción sobre la superioridad elfa y el derecho moral a transformar, mutilar o manosear «seres inferiores» —aun cuan realmente no lo sean— que aflige a tantos miembros de su raza. Un instante desgraciado en el que confluyeron un error de juicio y un momento de descuido, lo definirían otros. ¿Y quién podía decir qué punto de vista era el correcto o si cualquiera de ellos importaba en realidad? Recordó al delgado elfo riendo y gesticulando, una copa aflautada en la mano, en una terraza que ya no existía, entre gentes que ya no vivían, y apartó a un lado otros escritos para dejar al descubierto toda la misiva de Elenshaer.

Se trataba de una especie de hechizo. O, más bien, los inicios de un «gancho» mágico que permitiría añadir un poder adicional a una protección existente, mediante la introducción de otro hechizo en el interior del gancho, que entonces arrastraría tal hechizo al interior del tejido del conjuro protector y concedería al conjurador el poder de controlar y adaptar sus efectos. Elminster leyó el conjuro rápidamente y en silencio; pero, cuando éste se encontraba próximo a su fin, la narración se detuvo.

Elenshaer había seguido una práctica común entre los magos elfos: había anotado la parte que coronaba el conjuro en otro papel, que guardó en otra parte. Su alojamiento sin duda había contenido miles de tales papeles, y la memoria de Elenshaer era el único nexo para saber qué escrito acompañaba a cuál. Incluso había existido un mago bandido en la Ciudad del Canto, Twillist, que había buscado acumular poder mediante el hurto de tales «finales» de conjuros, que entregaba a jóvenes aprendices y a otros que estuvieran ávidos de conocimientos y poder, a cambio de hechizos menores pero completos.

El final perdido resultaba casi evidente a un mago que había participado en la creación de Mythals y estudiado con los elfos de Cormanthor. Una adición o un puente de enlace —sin duda Tanaethaert shurruna rae—, un gesto modelador —así— proyectado al instante e incorporado en el conjuro con la palabra «Rahrada», y luego la declaración que haría retroceder el gancho al interior del tejido del hechizo protector y concedería al mago el control sobre los efectos del conjuro que llevaba consigo: «Dannaras ouuhilim rabreivra, tonneth ootaha la, tabras torren ouliirym torrin, dalarabban yultah». Un movimiento para finalizarlo —así— y ya estaría.

Había pronunciado las palabras en voz alta, aunque de un modo casi inaudible, y se sobresaltó cuando algo hizo su aparición en el aire en medio de un remolino, algo más allá de un palmo por encima del hechizo incompleto de Elenshaer. Una diminuta construcción refulgente flotó en el aire sobre la página: líneas de fuego que formaron un pequeño nudo que empezó a girar sobre sí mismo mientras lo contemplaba, a dar vueltas sin parar y en absoluto silencio.

Suspiró. Si existía algo llamado magia innecesaria, esto lo era. De un modo irreflexivo había violado el decreto de Mystra, después de soportar tantas incomodidades y peligros para obedecerlo. ¡Dioses!

Como si aquel salvaje pensamiento silencioso hubiera sido una indicación, el gancho que acababa de crear empezó a escupir diminutas chispas sobre el pergamino que tenía debajo. ¡Vaya, ya sólo faltaba eso! En una habitación como aquélla, con montones de papeles polvorientos y resecos por todas partes…

Estiró las manos veloz para proteger el documento de la lluvia de chispas, pero ya era tarde. Aterrizaron, saltaron, y…

Formaron unas refulgentes palabras que cubrieron la escritura de Elenshaer a medida que avanzaban bajo su atónita mirada, sin dejar tras ellas ni humo ni señal alguna de incendio.

Márchate. Ahora. Busca la Roca Hendida.

El mensaje centelleó una vez, como si quisiera asegurarse de que lo había leído, llameó con fuerza y luego, despacio, empezó a desvanecerse.

El leyó las palabras una vez más y tragó saliva. Apenas se tenía en pie, pero la orden no podía ser más tajante: debía abandonar ese lugar sin demora. Levantó la cabeza y miró en derredor con pesar, contemplando todo el saber local en el que no podría hurgar por el momento. No cayeron más chispas del diminuto gancho girante, y los dos hechiceros ancianos seguían dándole la espalda en el extremo opuesto de la estancia, musitándose secretos el uno al otro de modo que él no pudiera oírlos.

Volvió a mirar las mágicas letras de fuego, que apenas eran ya visibles, y las observó hasta que hubieron desaparecido casi por completo. Luego dedicó al lugar un profundo suspiro, seguido de una sonrisa pesarosa, y salió de allí con tanto sigilo como el que había mostrado siempre en su época de ladrón en Hastarl.

—¿Te importaría mirar a nuestra espalda y comprobar adónde ha ido este desconocido? —murmuró Tabarast, tras la cuarta página de tradición local inconexa—. Si se ha desplazado de nuevo hacia la puerta, o ha salido por ella, este forzado control de nuestras lenguas cesará enseguida. Me siento como un criado culpable cotilleando en un retrete.

—¿Cómo podemos discutir asuntos si no podemos hablar con libertad? —asintió Beldrune, al tiempo que realizaba una complicada mirada casual por encima del hombro en dirección a la mesa repleta de objetos. Luego giró por completo y anunció—: Barast, se ha ido.

Algo en el tono de voz de su compañero hizo que el mago alzara violentamente la cabeza. Giró también él, para observar la habitación en la que llevaban trabajando tanto tiempo, y la encontró vacía de magos desconocidos, pero ahora morada de…

—¡La señal! —exclamó Beldrune, con voz temblorosa de temor—. ¡La señal! ¡Había un Elegido entre nosotros!

—Después de todos estos años —murmuró Tabarast con voz ronca, casi aturdido. En un instante su vida y su fe y todo Toril a su alrededor habían cambiado—. ¿Quién puede haber sido? ¿Ese jovencito de la nariz ganchuda? ¡Debemos seguirlo!

Despacio, como si no se atrevieran a perturbarlo, los dos magos rodearon la mesa. En un acuerdo tácito lo hicieron en direcciones opuestas, para llegar junto al pivotante sigilo desde puntos distintos… como si pudiera escapar si ellos no le caían encima.

El pequeño nudo rotante de líneas llameantes seguía allí cuando se reunieron frente a él para contemplarlo boquiabiertos por el asombro.

—Encaja por completo con la visión —murmuró Tabarast, como si hubiera existido alguna posibilidad de error o falsificación—. No existe la menor duda.

Paseó la mirada por la habitación hacia los desordenados montones que representaban sus muchos años de trabajo en aquel lugar.

—Echaré en falta todo esto —dijo despacio.

—¡Yo no! —repuso Beldrune, derribando casi a su colega de más edad en su precipitación por llegar a la puerta—. ¡Por fin… la aventura!

Tabarast contempló anonadado cómo su colega desaparecía veloz y le gritó:

—¡Drun! ¿Estás loco? Resulta emocionante, sí, pero nuestro camino se acaba de iniciar. No tardarás en darte un buen batacazo, si ahora danzas ya tan pletórico de alegría.

—Que los Dioses Sombríos se lleven tu pesimismo, Barast. ¡Vamos a correr aventuras! —gritó Beldrune hacia lo alto de la escalera.

El otro mago hizo una mueca de disgusto y empezó a descender los peldaños, al tiempo que en su rostro se pintaba una expresión de amargura.

—Nunca has corrido aventuras, ¿verdad?

Años de pasar por el lugar habían conseguido que el sendero de duro barro entre el prado de Aerhiot y el de Salopar se hundiera hasta convertirse en una zanja, de modo que en la actualidad los enmarañados setos casi se tocaban en lo alto, mientras aves y ardillas sobresaltadas correteaban y chillaban en la perpetua penumbra cada vez que alguien se aventuraba por aquel sendero.

Los bueyes estaban acostumbrados a él, y también Nuglar, que avanzaba pesadamente medio dormido con su pica descansando en el pliegue del brazo, pues no esperaba tener que usarla, en tanto que las tres enormes bestias andaban sin prisa por delante de él, medio dormidas también, sin apenas molestarse en agitar las colas para ahuyentar las molestas y zumbantes moscas.

Algo tintineó muy cerca. Nuglar alzó un párpado que empezaba a cerrarse y volvió la cabeza para intentar descubrir qué podía hacer aquel sonido. ¿Una oveja perdida, tal vez, que llevara un collar con una de aquellas diminutas campanillas que los sacerdotes de la Madre colgaban bajo sus hisopos? ¿Unas cuantas crías?

No vio más que una especie de centelleante bruma blanca en el aire, cuyos arremolinados zarcillos arrastraban con ellos aquel tintineo. Ahora lo rodeaba ya por completo, ruidosa y en cierto modo cruel, envolviéndolo como un frío chal… y cubriendo también a los bueyes. Uno de los animales resopló, repentinamente asustado, cuando la tintineante neblina se transformó en un remolino aullante y lo rodeó con fuerza.

Nuglar gritó, o creyó hacerlo, y extendió una mano hacia la grupa del buey… y se encontró con un mortífero frío glacial, que la entumeció en un instante como si se tratara de helada agua invernal. Retiró la mano apresuradamente.

Ahora era un muñón, con sangre chorreando del lugar donde debiera haber estado su mano. Abrió la boca para chillar, y una voluta de aquel remolino letal surgió de la nada para lanzarse al interior de su garganta.

Al cabo de menos de un minuto, la mandíbula de Nuglar se desprendía de una calavera temblorosa y erosionada por el viento, instantes antes de que el esqueleto se desplomara y convirtiera en un torbellino de polvo, para sumirse en un desmenuzado olvido junto con los tres bueyes.

Con un sonoro y triunfal coro de campanilleos, como si se hicieran sonar a la vez innumerables campanas jubilosas, un remolino más brillante y de mayor tamaño se alzó del sendero y se introdujo en el prado de Aerhiot, dejando la fangosa senda completamente vacía a excepción de una pica muy desgastada. El bastón danzó en el aire unos segundos, arrastrado por el remolino de la tintineante neblina, y luego cayó al suelo a la espera de ser encontrado por otros granjeros atemorizados.

Transcurrió un buen rato antes de que las ardillas hicieran su tímida aparición y las aves osaran volver a cantar en el lóbrego sendero.

La Roca Hendida era sin duda un lugar o, más probablemente, una marca en el terreno: una roca partida por un manantial o por el hielo invernal. Una característica de la que no había oído hablar nunca, pero también había muchas cosas sobre Faerun de las que todavía no sabía nada.

¿Pensaría Mystra hacerle recorrer a pie toda su superficie?

Tambaleante casi por el agotamiento, Elminster ascendió cansino por una ladera cubierta de hierba, intentando mantener a la vista la carretera que lo había conducido hasta la torre… y que ahora lo alejaba de ella. Abandonar la torre había sido una cuestión perentoria, sí, pero la Señora —o Azuth, hablando por ella— sabía que tendría que buscar la Roca Hendida, y, además, no podían esperar que la encontrara inmediatamente.

Eso era una suerte, porque casi no le quedaban fuerzas para seguir colocando un pie delante del otro. Dio otros dos trastabillantes pasos, empezó a resbalar hacia atrás por la ladera en dirección al camino, tropezó y, tras un corto descenso apresurado, fue a detenerse violentamente contra un fosco.

Se sentía muy a gusto apoyado en la reconfortante masa del árbol, estando como estaba tan agotado y sin que a los dioses les importara lo más mínimo. La corteza le escoció en la mejilla, y El se irguió bruscamente cuando ya empezaba a resbalar hasta el suelo. Quedarse tumbado y roncando en medio del camino no era nada aconsejable, en este territorio lleno de dagas siempre dispuestas a clavarse en gargantas indefensas.

No había ninguna rama a mano a la que agarrarse para trepar al árbol o al menos mantenerse en pie… y, hablando de pies, las rodillas se le empezaban a doblar. Ahh, pero claro. ¿Qué le había enseñado la Srinshee sobre un conjuro para adquirir el aspecto de un árbol? Un simple cambio en alguno de los hechizos que llevaba consigo; la Variante de Thoaloat, así era como se llamaba. «Doabro Thoaloat era un viejo y astuto libertino…» Aquella cancioncilla devolvió a su memoria la información que precisaba: el cambio se realizaba así.

Entraba en lo posible que Elminster hubiera roncado suavemente dos o tres veces durante el conjuro, pero el fosco que apareció instantes después, apoyado contra otro fosco idéntico pero que había estado en aquel lugar bastante más tiempo, prefería el silencio total a los ronquidos, y por lo tanto la tranquilidad descendió sobre la cuneta.

Cuando se encontraba en la habitación del senescal, los hechizos de protección siempre le avisaban; y, en esta ocasión, casi llamearon con fuerza para advertir de la proximidad de magia, de modo que Mardasper ya había cruzado el umbral y se encontraba de pie tras el atril con la diadema en la cabeza, el parche sobre el ojo maldito, y el Cetro de la Señora en la mano antes de que la puerta se abriera —sin que nadie llamara antes— y un mago elfo penetrara en el interior, la capa arremolinada a su alrededor. Las joyas incrustadas en el bastón de madera viviente que empuñaba parpadearon en una cambiante exhibición de colores. El elfo clavó la mirada en el ojo del senescal, soltó el bastón —que se quedó flotando muy tieso en el aire, mientras sus luces seguían parpadeando y guiñando— y vigiló la reacción de Mardasper con una sonrisa burlona, apenas perceptible, en los finos labios.

El senescal tuvo buen cuidado de no mostrarse impresionado o interesado siquiera, y se las apañó para añadir un tenue aire de rechazo a su examen visual del recién llegado. Con los elfos, la categoría y el control siempre jugaban un papel importante. Empujón, empellón, desdén, desprecio, sarcasmo… Pues no sería así ese día, ¡por la divina Mystra! Tenía aspecto joven, pero Mardasper sabía que, incluso sin hechizos para alterar el cuerpo o la apariencia, un miembro de la Buena Gente podía parecer lozano y vigoroso durante siglos. Se mostraba altanero… pero ¿acaso no lo hacían todos?

—Bien hallado —saludó con un cuidadoso tono neutral—. Te informo que soy Mardasper, guardián de este santuario de la divina Mystra. ¿Tienes algún motivo para venir aquí, viajero?

—Lo tengo —respondió el elfo con frialdad, adelantándose.

El senescal usó el poder de su mente para hacer que el parche del ojo se levantara y proporcionó al recién llegado todo el beneficio de su llameante mirada. El visitante aminoró el paso, en tanto que sus ojos se entrecerraban un poco; luego se detuvo con suavidad, la mano sin tocar del todo los extremos de un trío de varitas enfundadas junto a la cadera.

El mago resistió la tentación de sonreír con severidad y preguntó:

—¿Veneras a la divina Mystra, la Dama de los Misterios? —Usó la diadema para leer la verdad en la mente del visitante, guardando sus propios hechizos para cualquier acción desagradable que pudiera resultar necesaria.

—En ocasiones —respondió el elfo con una vacilación, y eso era cierto.

Mardasper sospechó que el desconocido había querido decir que había caído de rodillas ante Mystra una o dos veces en la mayor intimidad, con la esperanza de obtener una preeminencia sobre magos elfos rivales. No importaba; aquello era suficiente.

—Todos los que entran aquí —dijo el guardián, levantando la punta del Cetro de la Señora justo lo suficiente para hacer parpadear un ojo elfo— deben obedecerme en todo y no realizar actividades mágicas sin ser invitados a ello. Cualquiera que tome o estropee ni que sea el objeto más pequeño que haya entre estas paredes pierde la vida, o al menos su libertad. Puedes descansar en el interior y coger agua de la fuente, pero no se facilita ni comida ni ninguna otra cosa… y deberás entregarme tu nombre y toda la magia escrita y objetos hechizados que lleves contigo, por muy insignificantes o benignos que sean. Todo ello se te devolverá cuando te marches.

—Me parece que no —repuso el elfo desdeñoso—. No tengo ninguna intención de convertirme jamás en el esclavo de ningún hombre, ni de poner objetos que me han sido confiados, objetos venerados por mi familia durante tiempo inmemorial, en las manos de nadie… mucho menos un humano. ¿Sabes quién soy yo, senescal?

—Un miembro de la Buena Gente, casi con toda seguridad un mago y probablemente de linaje cormanthiano, más bien joven… y totalmente desprovisto de prudencia y diplomacia —respondió Mardasper con frialdad—. ¿Hay algo más que deba saber?

—Hizo que las gemas mágicas de la diadema despertaran y parpadearan, reforzándolas con el resplandor del cetro.

«Puede que no todos tengamos bastones centelleantes, jovencito —pensó—, pero…»

Los ojos elfos llamearon de rabia y la fina boca se cerró con fuerza como las mandíbulas de una trampa de acero, pero el visitante se limitó a contestar:

—Si no puedo seguir adelante sin trabas… no.

Mardasper se encogió de hombros, y alzó los brazos del atril para llamar la atención del intruso de nuevo hacia el Cetro de la Dama. No deseaba un combate de hechizos aunque fuera contra un adversario débil, y no necesitaba las advertencias de los conjuros de protección ni el bastón que flotaba en el aire para saber que éste no era precisamente un adversario débil.

El elfo le obsequió con un rebuscado gesto de indiferencia, hizo ondear la capa al girar ostentosamente sobre los talones para marcharse, y apartó los ojos del senescal como si el hombre con el cetro no fuera más que una pieza de una escultura que se caía a pedazos. Al hacerlo, su mirada cayó sobre el abierto libro de registro; y de repente sus ojos llamearon con la misma fuerza que el ojo maldito del guardián.

El elfo giró en redondo otra vez y se lanzó al frente como una serpiente que ataca… y Mardasper casi tuvo que ponerle el cetro bajo las narices, mientras le espetaba:

—¡Tened cuidado, señor!

—¡Este hombre! —escupió el elfo, hundiendo un dedo afilado como una daga sobre el último nombre anotado—. ¿Sigue aquí?

Mardasper clavó el ojo en aquella mirada incandescente desde unos centímetros de distancia, mientras intentaba mantener alejado el temor de la suya aunque sabía que no lo conseguía. Tragó saliva una vez antes de declarar, con voz que sonó sorprendentemente tranquila en sus oídos:

—No. Estuvo aquí muy poco tiempo, esta mañana, y se marchó no hace mucho. En dirección oeste, creo.

El elfo rugió como una pantera enfurecida y, volviéndose, se encaminó a la puerta. El bastón lo siguió, dejando un reguero de negras llamas mágicas, al tiempo que dos grandes gemas de color verde del mango se iluminaban y adquirían un extraño aspecto de ojos.

—¿Quieres dejar un mensaje a este Elminster, por si vuelve a detenerse en la torre? —ofreció Mardasper con el tono de voz más grandilocuente y fatídico que pudo encontrar, mientras el elfo arrancaba casi de sus goznes la puerta para salir—. Muchos lo hacen.

El elfo se volvió en el umbral, y dejó que el bastón volara hasta su mano antes de contestar en tono desabrido:

—¡Sí! Dile que Ilbryn Starym lo busca y estaría encantado de hallarlo dispuesto para nuestro encuentro. —A continuación salió hecho una furia al exterior, cerrando la puerta tras él con un portazo. El prolongado retumbo dejó muy clara la violencia con que había sido cerrada.

Mardasper la contempló con fijeza hasta que los hechizos de protección le indicaron que el elfo se había marchado. Luego se pasó una mano por la frente empapada de sudor y casi se desplomó sobre el atril, aliviado.

El Cetro de la Señora centelleó una vez, y estuvo a punto de soltarlo. Aquello había sido una señal, no había duda… pero ¿había sido una señal tranquilizadora?, ¿u otra cosa?

Mardasper sacudió el cetro ligeramente, con la esperanza de conseguir algo más, pero, como ya esperaba, no sucedió nada más. ¡Ah, vaya con el Tejido! ¡Maldita sea! ¡Por los Siete Hechizos Secretos de Mystra…!

Siguió rezongando incoherente unos instantes más, pero controló el impulso de arrojar el cetro lejos de sí. El último senescal de la torre Moonshorn que había hecho eso había acabado convertido en un puñadito de cenizas que cabían en la palma de la mano. La de Mardasper, para ser más correctos. El guardián regresó a sus dependencias bajo un pesado manto de pesimismo. ¿Había hecho lo correcto? ¿Qué pensaba Mystra de él? ¿Debería haber intentado detener al elfo? ¿Había acertado al dejar entrar allí a Elminster? Desde luego aquel hombre podría haber sido el famoso Elminster, Aquel que Anda. No, aquél debía de ser un anciano decrépito ya, y sólo Mystra…

Tragó saliva. Se iba a pasar toda la noche y bastantes días más dándole vueltas a todo aquello. Sabía que iba a ser así.

Depositó la diadema y el cetro con exagerada solicitud; luego se recostó en su asiento, suspiró, y contempló las oscuras paredes un buen rato. Los sacerdotes de Mystra habían sido muy concretos: un día en el que cualquier bebida fuerte de la clase que fuera cruzara sus labios no contaba para la puntuación de sus servicios.

Pues sí. Sacó lentamente los tres gruesos tomos colocados en un extremo de la estantería más cercana, introdujo la mano en la oscuridad del fondo, y la sacó sujetando una gran botella polvorienta. ¡Al Abismo y más allá con los sacerdotes de Mystra y sus fastidiosas normas!

—Mystra —preguntó en voz alta, mientras descorchaba la botella—, ¿lo hice muy mal?

El corcho relució entre sus dedos como una estrella luminosa durante un fugaz instante… y regresó al interior del gollete con tal violencia que brotó sangre de su pulgar e índice, y ambos dedos quedaron como entumecidos. Mardasper los contempló fijamente unos segundos y luego volvió a guardar la botella con sumo cuidado.

—¿Y eso significaba bueno… o malo? —preguntó a la penumbra, lleno de perplejidad—. ¡Vaya! ¿Dónde están los sacerdotes cuando los necesito?

—¡Sooo! —chilló Tabarast—. ¡Sssoooo…!

El grito finalizó con un golpe sordo al chocar sus posaderas violentamente contra la carretera, proyectando polvo en todas direcciones. La mula se detuvo un paso más allá, le dedicó una mirada reprobadora, y se quedó aguardando con aire lúgubre.

Beldrune rió disimuladamente mientras adelantaba a su jadeante colega, instando a su montura con un pequeño látigo adornado con plumas, las magníficas botas extendidas hacia afuera como colmillos a ambos costados de su mula.

—¡Pareces haberle tomado mucho cariño al fértil Faerun que pisamos, amigo Barast! —comentó jovial, momentos antes de que su mula se detuviera bruscamente junto a la que había estado montando el otro mago.

Perdido el equilibrio, Beldrune cayó por encima de la cabeza de su montura con un grito sobresaltado y efectuó una voltereta que lo llevó a aterrizar sobre el camino con un violento golpe. Tabarast hizo una mueca al observar su caída, pero a continuación estalló en una ahogada carcajada cuando las dos mulas intercambiaron miradas, parecieron llegar a una especie de acuerdo, y decidieron avanzar a una para pisotear al gimoteante Beldrune.

Sus gemidos se convirtieron en alaridos de rabia y dolor, y agitó los brazos violentamente hasta conseguir verse libre de cuerpos sucios de mula y cascos llenos de barro.

—¡Por el amor de Mystra, ayúdame! —gritó.

—Levántate —indicó Tabarast sombrío, tirándole del pelo—. Este Elegido debe de encontrarse ya a mitad de camino de a donde sea que vaya, y nosotros no podemos ni mantenernos sobre las sillas de dos mulas diminutas, ¡por la Gran Vara Mágica! ¡Levántate, Drun!

—¡Ah! —aulló Beldrune—. ¡Suelta mis cabellos!

Tabarast hizo lo que le pedían, y la cabeza de su compañero volvió a chocar contra el suelo con un porrazo que sonó como un eco menor del que había recibido el mago de más edad antes. Su colega más joven se embarcó en un largo e incoherente juramento, pero el otro no le hizo el menor caso, y se alejó cojeando para recoger las riendas de las mulas antes de que los animales traspusieran la siguiente elevación, y desaparecieran.

—Te he traído la mula —explicó al otro mago, que seguía rugiendo de espaldas sobre la carretera—. Sugiero que andemos junto a ellas durante un tiempo. Los dos parecemos haber perdido la práctica de montar.

—Si a lo que te refieres es a que nos caemos demasiado —masculló Beldrune—, entonces realmente hemos perdido la práctica… ¡pero no la recuperaremos a menos que montemos y cabalguemos!

Uniendo la acción a la palabra, se alzó hasta la silla de la mula de Tabarast, con la esperanza de que el cambio de montura mejoraría en algo su forma de montar.

La mula giró un ojo para contemplar a Tabarast de pie a su lado mientras otro ocupaba ruidosamente su lomo y no se movió un centímetro.

Beldrune le chilló y tiró de las riendas como si arrastrara un pez monstruoso. La mula sintió cómo tiraban violentamente de su cabeza hacia arriba y atrás, y decidió intentar arrebatarle las riendas a su jinete, o metérselas en la boca a base de repetidos forcejeos, en lugar de dar un simple paso al frente.

El mago hundió los tacones, deseando poder llevar espuelas, y golpeó los flancos del animal con fuerza.

La mula salió disparada hacia adelante y dio un salto en el aire.

Beldrune cayó de espaldas con lo que podría haber sido un sollozo de desesperación, aterrizó sobre un hombro, y rodó por el camino. Su espléndido jubón se fue transformando rápidamente en harapos manchados de barro y excrementos a medida que rodaba por un buen trecho de carretera antes de entrar en contacto —una violenta colisión que hizo temblar todas sus hojas, para ser más precisos— con un par de foscos que se alzaban junto al camino.

Tabarast agarró las riendas de la refunfuñante mula —hasta el momento no había sabido que las mulas pudieran refunfuñar—, se aseguró de que seguía sujetando la brida del otro animal, y miró carretera abajo.

—¿Ya has acabado de jugar a los caballeros valientes a caballo? —le espetó—. Tenemos una importante misión, ¿lo recuerdas?

Un Beldrune tumbado cuyas piernas estaban apoyadas casi en vertical en el tronco del árbol volvió la borrosa mirada durante unos instantes hacia su colega, antes de desenroscarse para regresar a la carretera. Una vez en pie de nuevo, se sacudió una tonelada de polvo de los cabellos con una mano —haciendo una mueca a causa del dolor en la espalda que tal actividad le causaba— y gruñó.

—¡Con todos esos gritos tuyos, apuesto a que Elminster se encuentra ya a más de cuarenta granjas de aquí!

El árbol pareció estremecerse unos segundos, pero ninguno de los dos afamados magos lo advirtió.