Cuernos de venado y sombras
Hay algo que quisiera saber: ¿tienen los monstruos un aspecto distinto desde dentro?
Citta Hothemer
Reflexiones de un noble sinvergüenza
Año del Príncipe.
Los ojos del granjero estaban ensombrecidos por la sospecha y hundidos a causa del cansancio. Aun así, la horca que sujetaba apuntaba con firmeza a los ojos de Wanlorn y se movía cada vez que el solitario viajero lo hacía, para mantener a aquella amenaza en su punto de mira.
Cuando el granjero rompió por fin el largo y profundo silencio que había seguido a la pregunta del viajero, fue para decir:
—Puedes encontrar a la Señora de las Sombras en algún punto más allá de la colina siguiente —frase a la que puso fin escupiendo con toda intención en el polvo ante los pies del otro—. Su territorio empieza allí, por lo menos. No quiero saber por qué deseas encontrarte con ella… y tampoco quiero que permanezcas mucho tiempo en mis tierras. ¡Lleva tus botas allá lejos, y, a ti con ellas!
Una finta con la horca subrayó sus palabras.
—Os doy las gracias —contestó Wanlorn en tono seco, enarcando las cejas, y, sin prisas pero sin pausa, se llevó las botas lejos de allí.
No necesitó volver la cabeza para saber que el granjero lo seguía con la mirada durante todo el trayecto hasta rebasar la cima de la colina; sentía cómo los ojos del otro le taladraban la espalda como dos dagas. Decidió que no miraría atrás al coronar la elevación; y, en un territorio sin ley, ningún viajero sensato permanece mucho tiempo sobre una altura que lo haga visible desde lejos. Unos ojos que permanezcan vigilantes en busca de la presencia de extraños pocas veces son ojos amistosos.
Mientras descendía a buen paso por la ladera cubierta de helechos que era su primer contacto con las Tierras de la Señora, meditó la posibilidad de convertirse en halcón o tal vez en un animal de presa, pero renunció a tal idea. Si esta Señora de las Sombras estaba alerta y vigilante, dar a conocer sus habilidades mágicas desde el principio sería el colmo de la estupidez.
No es que al hombre que era Wanlorn —aunque había vivido mucho más tiempo bajo el nombre de Elminster— le importara demasiado que lo consideraran un estúpido. Era un poco tarde para eso, se dijo con ironía, si se tenía en cuenta el camino que había elegido en la vida, y su sigilosa marcha del castillo Felmorel pocas horas antes. Mystra lo estaba convirtiendo en un arma, o al menos en una herramienta; y, por lo que llevaba visto, aquella lluvia de golpes de martillo parecía un poco excesiva para el arma en cuestión.
¿Y quién era el que había dicho hacía mucho tiempo: «La tarea forja al trabajador»?
Sería mucho más fácil hacer sencillamente lo que quisiera, usar la magia para su beneficio personal y no preocuparse por las consecuencias ni el destino de los demás. Podría haber gobernado el reino en el que había nacido, articulando —como hacía más de un mago que había conocido— alguna que otra oración sin sentido a una diosa de la magia que no significara nada para él.
Sí había una cosa que su elección le había proporcionado: una vida larga. Lo bastante larga para sobrevivir a todo amigo y vecino de su juventud, a todos los compañeros de sus primeras aventuras y actividades mágicas y juergas en Myth Drannor… y también a todos los amigos y amantes, uno tras otro, de aquella ciudad maravillosa.
Los labios de Elminster se crisparon en una mueca de amargura cuando el recuerdo de rostros, risas y caricias pasó raudo por su mente, malditos fueran los dioses, y con ellos los planes, los sueños animadamente discutidos y bien intencionados, que estallan y se desvanecen como neblinas matinales bajo los rayos del sol y acaban por no convertirse en nada.
Tantas cosas habían acabado por no convertirse en nada al final…
Como la aldea que tenía delante, por lo que se veía. Techumbres derrumbadas y jardines y senderos infestados de hierbajos le dieron la bienvenida, con una que otra chimenea ennegrecida aquí y allá acuchillando el cielo como una daga negra y abollada para señalar el lugar donde se había alzado una vivienda antes del incendio, o un montecillo recubierto de enredaderas que antes había sido un muro de piedras o un seto vivo entre campos de cultivo. Algo que podía ser un lobo o cualquier otra bestia depredadora de hocico alargado se escabulló de una de las chozas en ruinas al acercarse Elminster; pero, aparte de esto, el pueblo de Hammershaws estaba totalmente desierto. ¿Era esto lo que lord Esbre había querido decir al manifestar que la Señora de las Sombras buscaba «imponer su voluntad» en estas tierras? ¿Acaso todos los lugares que fuera a encontrar a partir de ese momento estarían abandonados?
¿Qué le había sucedido a la gente que vivía allí?
Unas pocas zancadas más adelante obtuvo una lúgubre respuesta. Algo informe de color amarillo grisáceo crujió bajo sus botas. No se trataba de una piedra, sino de un trozo de calavera; en realidad varios pedazos. Volvió la cabeza y siguió avanzando ceñudo.
Otra zancada, otro crujido; un hueso largo, esta vez. Y otro, un cuarto. Caminaba sobre los muertos. Todo Hammershaws estaba cubierto de huesos humanos, roídos y desperdigados. Lo que había creído la barandilla derrumbada de un pequeño puente de troncos que cruzaba el serpenteante riachuelo era en realidad un montón de esqueletos, cuyos brazos colgaban casi hasta el agua. El mago alcanzó a distinguir al menos ocho cráneos y, con un suspiro, siguió su camino pesadamente, mirando a un lado y a otro entre carretas tumbadas y entradas de patios que desaparecían rápidamente bajo las zarzas y las hierbas trepadoras que ya casi habían recuperado los patios situados más allá.
Ya no habitaba nadie en Hammershaws aparte de los muertos. El metió la cabeza en una casa, sólo para ver si sobrevivía algo de interés, y fue recompensado con la fugaz visión de un esqueleto humano derrumbado sobre un asiento de piedra. Los flexibles anillos moteados de una serpiente que acababa de despertarse se deslizaron por entre los huesos del esqueleto y se elevaron en espiral hasta arrollarse en lo alto de la silla. La criatura buscaba altura para poder atacar mejor a aquel intruso tan osado; su siseo se elevó amenazador en la destrozada habitación, y Elminster decidió no quedarse para averiguar lo buena que pudiera ser la puntería y el alcance de la serpiente.
La carretera que se extendía más allá de Hammershaws aparecía tan cubierta de maleza como la aldea. Un buitre solitario describió círculos en el cielo, observando cómo el intruso humano avanzaba por un sendero apenas visible a través del ondulante territorio en dirección a Drinden.
Drinden era una población con mercado y molino muy concurrida, si se daba crédito a los recuerdos de ancianos todavía vigorosos. Sin embargo este caserío, antaño bullicioso, resulto ser ahora otra ruina, tan desierta como la primera aldea. El se detuvo en su encrucijada central y miró sombrío al cielo que se había ido tornando gris con unas nubes de tormenta que asemejaban jirones de humo. Luego se encogió de hombros y siguió adelante. En tanto que el papel y los componentes se mantengan secos, ¿qué importa un poco de lluvia?
Pero no llovió mientras Elminster tomaba el sendero del noroeste y ascendía por una empinada ladera bordeada por un bosquecillo de árboles atrofiados que en una ocasión había sido un huerto. El cielo empezó a adquirir una tonalidad lechosa, pero el terreno siguió desierto.
Le habían contado que la Señora de las Sombras recorría a caballo o a pie la zona en compañía de siniestros caballeros, y le habían aconsejado que se guardara de ellos, con sus temibles espadas, sus perversos trucos traicioneros y su depravada indiferencia a cualquier rendición. No obstante, mientras avanzaba hacia la parte central del territorio de la temida dama, parecía encontrarse totalmente solo en un reino desierto. No se escuchaba el sonido de trompetas, ni tronaban los cascos de los caballos por el camino transportando jinetes que fueran a desafiar a este hombre solitario que deambulaba con una alforja colgada al hombro.
Empezaba a hacerse tarde, y el cielo se acababa de despejar para mostrar una puesta de sol radiante como monedas derretidas que refulgieran en un cielo ambarino, cuando Elminster llegó al valle en el que se encontraba la ciudad llamada el Ringyl de Tresset, que había sido —y tal vez era todavía— el hogar de la Señora de las Sombras. Se encontró con que también ésta era una ruina abandonada y ocupada por los animales salvajes.
Unos cuarenta edificios o más, a juzgar por la primera ojeada que echó desde lo alto, se alzaban todavía entre los árboles, que acabarían por desmoronarlos. Situados entre las apiñadas ruinas se veían los muros derrumbados de un castillo cuyas elevadísimas almenas probablemente proporcionaban una guarida a algo alado y peligroso. El lo miró con atención en tanto que el cielo ambarino se transformaba en un mar rojizo, y las estrellas empezaban a hacer acto de presencia en lo alto.
Tresset, que llevaba ya mucho tiempo muerto, había sido en vida un bandolero muy afortunado que había intentado gobernar y construido aquí un castillo de delgadas y altas torres —el Ringyl— para afianzar su diminuto reino. Tressardon había caído a los pocos días de su muerte.
Los labios de Elminster se crisparon en una sonrisa irónica. Sería un acto de suprema arrogancia y presunción intentar ver en aquella historia local una lección o mensaje para sí mismo. Además, desde donde estaba no veía una entrada en forma de telaraña como la de su sueño en ninguna de las paredes del destrozado castillo. Podría tardar días en explorar lo que quedaba de la ciudad —dando por supuesto, claro, que no viviera allí nada que deseara devorarlo o expulsarlo antes de que lo hubiera conseguido—, y nada de lo que veía a excepción del mismo Ringyl era lo bastante alto o grande para poder contener la puerta de su sueño. O, al menos, se recordó con un suspiro, esa impresión daba desde su puesto de observación.
Tenía tiempo para una única incursión antes del anochecer, pues, para cuando éste llegara, lo más prudente sería sin duda encontrarse en otra parte, tal vez en alguna de las herbáceas cumbres de las colinas que se veían a lo lejos, lejos de la destruida ciudad infestada de maleza. Un hombre sensato estaría ya montando su campamento allí, en lugar de descender a trompicones por una ladera de piedras sueltas —y más huesos humanos— para echar un rápido vistazo por ahí antes de que cayera la noche. Pero, en realidad, Elminster Aumar no tenía ninguna intención de convertirse en un hombre sensato hasta unos cuantos siglos más tarde.
Las sombras eran ya alargadas y rojizas cuando llegó al suelo del valle. La que había sido la carretera principal que cruzaba la población estaba invadida por la maleza, que le llegaba a la altura de los muslos, y El se introdujo tranquilamente en ella. Casas oscuras y abiertas se alzaban como gigantescas calaveras grisáceas a ambos lados mientras avanzaba en silencio, agitando la hierba de un lado a otro con un bastón que se había cortado con anterioridad para desanimar a las serpientes que pudieran intentar picarle y para poner al descubierto cualquier obstáculo antes de que sus pies o espinillas hicieran por su cuenta tan dolorosos descubrimientos.
La noche descendía veloz cuando el mago atravesó el centro del desierto Ringyl. Un silencio tenso y pesado reinaba a su alrededor, una quietud que flotaba anhelante, engullendo los ecos como una niebla espesa. El golpeó ligeramente una piedra con el bastón, y escuchó el chirrido sordo de cada golpe, pero ningún eco surgió de las paredes circundantes.
En dos ocasiones percibió movimientos por el rabillo del ojo, pero cuando se volvía no descubría más que árboles y muros derrumbados.
Algo vigilante habitaba o acechaba allí, estaba seguro. La luz del crepúsculo se filtraba ya por las aberturas situadas entre los edificios sin techo, y en las marañas de vegetación en las que árboles, enredaderas y matorrales de espinos crecían fuertemente entrelazados. El caminó más deprisa, buscando sólo paredes lo bastante altas para alojar el portal de tela de araña de su sueño. No encontró nada tan alto… excepto el mismo Ringyl.
Huesos roídos, la mayoría marrones y lo bastante frágiles para quebrarse bajo sus pies, aparecían esparcidos en abundancia por la calle cubierta de hierbajos. Huesos humanos, desde luego. Cada vez se fueron haciendo más abundantes hasta formar casi una alfombra frente a las resquebrajadas murallas del castillo. Elminster avanzó con rapidez, haciendo girar huesos con el bastón y obligando a retirarse precipitadamente a más de una víbora de las rocas. La oscuridad se iba cerrando en torno a él ahora, pero tenía que mirar en una de estas aberturas de la pared, para averiguar si…
Lo que fuera que había desgarrado secciones enteras de una muralla tan gruesa como una choza y tan alta como veinte hombres seguía en el interior, aguardando.
Bueno quizá no era necesario ser tan dramático, se dijo Elminster con una débil sonrisa. Era una debilidad de los archimagos pensar que el futuro de Toril descansaba en sus manos o en cada uno de sus movimientos y declaraciones. Una entrada en forma de telaraña bastaría a sus actuales necesidades.
Lo que veía era una capilla, o tal vez una sala, con un techo abovedado muy alto y pintado con innumerables árboles rebosantes de frutos dorados, si bien la pintura se encontraba en un estado ruinoso. El suelo, otrora encerado y decorado con listas de malaquita entrelazadas con otras de cuarzo o mármol, se hallaba cubierto de polvo y cascotes, nidos de ave y los huesos diminutos de sus difuntos constructores, y escombros menos identificables.
Aunque la sala estaba muy oscura, El consideró más prudente no conjurar luz alguna, pero difícilmente habría escapado a su mirada la enorme piedra oval negra que se alzaba en la pared opuesta. Centelleantes trozos de cuarzo blanco incrustados conformaban un círculo de diez o doce estrellas de forma irregular, —ninguna de las cuales era la larga estrella ahusada de Mystra— y, en el centro del círculo, una talla tan ancha como los brazos extendidos de Elminster sobresalía de la pared: unos labios femeninos esculpidos.
Los labios estaban cerrados, ligeramente curvados en una sonrisa privada, y El tuvo la incómoda sensación de que ya había visto antes tal cosa, o algo muy parecido. Tal vez se tratara de una boca parlante, un oráculo mágico que pudiera decirle más cosas… si él conseguía hacerlo hablar o descifrar un mensaje que no era para él. Puede que incluso se tratara de algo menos amistoso que eso.
Pero, tales investigaciones podían aguardar hasta la mañana siguiente, cuando el sol brillara. Era hora, y más que hora, de abandonar el Ringyl de Tresset y sus sombras vigilantes. Retrocedió para abandonar las ruinas, sin dejar que nada se abalanzara sobre él desde la oscuridad, y con más prisa que dignidad se encaminó hacia las colinas.
La luz de la luna todavía no había llegado a los cerros situados en el extremo opuesto del Ringyl, pero las brillantes estrellas proyectaban luz suficiente para que sus laderas cubiertas de hierba parecieran refulgir. El miró a su espalda en repetidas ocasiones durante su decidida marcha monte arriba y lejos de la ciudad, pero nada pareció moverse ni seguirlo, y los muchos ojos que lo contemplaron desde la oscuridad no eran más grandes que los de las ratas.
Tal vez podría gozar de algún descanso, después de todo. La cima que eligió era pequeña y desprovista de todo a excepción de la omnipresente maleza. Paseó sobre ella describiendo un círculo bastante pequeño; luego abrió su alforja, sacó un trozo de paño lleno de dagas que refulgieron con un breve e intenso azul borrascoso al desenvolverlas, y retrocedió sobre sus pasos alrededor del círculo. Hundió una daga hasta la empuñadura en el suelo a intervalos y murmuró algo que recordaba sospechosamente una vieja rima, bastante obscena, de un baile popular. Cuando tuvo el círculo completo, el athalante volvió a recorrerlo y clavó un nuevo círculo de dagas, colocando cada uno de los nuevos cuchillos inclinado en la hierba en la parte interior del anillo, de modo que su hoja tocara el acero vertical de una daga ya hundida. Extendió la mano, con la palma hacia abajo y los dedos separados, y, tras pronunciar una única palabra en voz baja, se envolvió en su capa y se tumbó a dormir.
—¿Qué es lo que lees, por favor?
El mago barbudo y casi calvo dejó a un lado una copa cuyo contenido echaba espumarajos y borboteaba, levantó la mirada sin prisa por encima de sus lentes y, enarcando una ceja con una lentitud muy a la moda, respondió:
—Una… especie de obra de teatro.
El hechicero más joven situado de pie junto a él —vestido con mayor magnificencia y en posesión aún de parte de su propio cabello— parpadeó.
—¿Una «obra de teatro», Barast? ¿Una «especie de obra de teatro»? ¿No un enigmático libro de hechizos o uno de los jugosos libros de ocultismo de Nabraether?
Tabarast de las Tres Maldiciones Cantadas volvió a mirar por encima de sus lentes, con más severidad en esta ocasión.
—No permitamos que exista impedimento alguno a tu comprensión, queridísimo Drun —dijo—. En estos momentos estoy inmerso en una obra de teatro; para resumir, El caballero belicoso, o el carnicero descarado. Una obra con bastante energía.
—Y aun mayor derramamiento de sangre —repuso Beldrune del Dedo Torcido, apartando un desordenado montón de libros que casi había enterrado una silla de respaldo alto y aposentándose en ella con decisión. El choque de los volúmenes contra el suelo fue impresionante, tanto por la sacudida que provocó en la habitación como por la cantidad de polvo que levantó. Casi ahogó los dos retumbos menores que se produjeron a continuación, el primero ocasionado al retirar la montaña de libros que ocupaba el escabel mediante una enérgica patada con ambos pies, y el segundo provocado por el hundimiento de las dos patas traseras de la vieja silla.
Mientras Beldrune caía sentado entre un revoltijo de obras literarias, Tabarast posó una mano sobre la parte superior de su copa para impedir el paso del polvo y preguntó a través del remolino de danzarinas motas:
—¿Has acabado ya? Empieza a cansarme todo esto.
Beldrune profirió un sonido que algunas personas habrían considerado grosero y otros juzgado impresionante y, a modo de ampliación a su respuesta, pronunció las siguientes palabras:
—Querido amigo, ¿es este… este creciente caos literario cosa mía? No lo creo. No queda una sola silla o mesa en todo este piso que no albergue su propia colección de conocimientos mágicos a petición tuya, y…
Tabarast emitió un sonido que recordaba el del cráneo de una serpiente al quedar aplastado bajo el tacón de una bota.
—¿A petición mía? ¿Niegas ahora tu autoría en este desorden que nos rodea? Puedo refutar toda afirmación en contra, si dispones de un día o dos.
—Con lo que quieres decir que mi intelecto es tan lento, o que las palabras llegan a tus labios tan despacio y con tanta laboriosidad que… ah, no importa. No he venido a intercambiar frases brillantes toda la tarde sino a desterrar una pequeña y aislada causa de perplejidad conversando unos minutos.
—Un preludio que ya he oído antes —comentó Tabarast en tono seco—. Toma un trago.
Tiró de la palanca que hacía que el conocido armario se alzara de las tablas del suelo para colocarse entre ambos, y escuchó cómo Beldrune se precipitaba sobre su contenido desde el otro lado con una ausencia de palabrería que indicaba que el joven debía de estar muy sediento.
—De acuerdo, toma dos —rectificó su ofrecimiento.
Los guturales sonidos continuaron. Tabarast abrió la boca para decir algo, recordó que cierto tema estaba prohibido por acuerdo mutuo, y la volvió a cerrar. Un instante después, otro pensamiento le vino a la mente.
—¿Has leído alguna vez El caballero belicoso? —preguntó al armario, juzgando que la cabeza de Beldrune estaría en su interior.
El joven hechicero abandonó por un momento tintineos, descorches y borboteos, y alzó la cabeza con expresión herida.
—Desde luego —respondió y, aclarándose la garganta, recitó:
¿Qué caballero es ése,
que desde la lejanía cabalgando se acerca
con resplandeciente atavío de armadura de oro,
el fajín goteando sangre de sus enemigos?
»—La representé en Ambrara, en una ocasión —explicó, tras una corta pausa.
—¿Tú fuiste el Caballero Belicoso? —inquirió Tabarast con total incredulidad, en tanto que sus pequeños lentes redondos resbalaban por su nariz en busca de desconocido destino.
—Segundo ayudante de jardinero —le espetó Beldrune, con expresión aun más dolida—. Todos tenemos que empezar por algo.
Sujetó con firmeza una botella grande y polvorienta, le arrancó el corcho y arrojó el tapón por encima del hombro, desde donde fue a golpear el Escudo Resollante de Antalassiter con un sonoro y conciso ruido metálico, rebotó en el Cuerno de Caza Perdido de las Doncellas de Mavran, y fue a caer en algún punto detrás del enorme montón de pergaminos y libros cubiertos de polvo que Tabarast consideraba su «lectura urgente del momento». Vació el contenido de la botella con un largo y sonoro trago que lo dejó dando boqueadas y lloroso, y con la urgente necesidad de algo que supiera mejor.
Un Tabarast que lo conocía bien le entregó el cuenco de nueces tostadas. Beldrune lo atacó con ambas manos hasta dejarlo vacío; luego sonrió excusándose, eructó y sacó su piedra relajante de su bolsa de nudos. Recorrer con los dedos sus suaves y familiares curvas pareció tranquilizarlo.
—Siempre he preferido Broderick traicionado, o el hechicero afligido.
—Éste sería mi turno —repuso el mago de más edad con un cabeceo muy digno, y, a la manera de un actor situado en el centro del escenario, extendió la mano y declamó en tono grandilocuente:
Que un hombre tan gordo y codicioso
tenga las estrellas mismas brillando en las manos
para cegarnos a todos con su fulgor
y ocultar así sus innumerables pecados…
Su enorme y aullante espectro
merodea por el mundo entero,
pero es en este solitario lugar
donde más a gusto se siente y permanece:
donde los dioses amaron, los hombres mataron,
y los despreocupados elfos olvidaron.
—Bien —dijo Beldrune tras un corto silencio—, no se puede negar tu impresionante actuación, tu acostumbrada rúbrica ¡y algunas cosas más!… pero da la impresión de que hemos regresado al tema que, según acordamos, estaba prohibido: Aquel que Anda, y lo que Mystra pretendía al convertir a un Elegido en su siervo mortal más querido.
Tabarast se encogió de hombros, y sus largos y delgados dedos recorrieron los mechones de su barba con un gesto pensativo.
—Los hombres coleccionan lo que está prohibido —dijo—. Siempre lo han hecho, siempre lo harán.
—Y más aun los magos —asintió el otro—. ¿Qué nos dice eso sobre los que siguen nuestra profesión, me pregunto yo?
—Que Faerun no ha sufrido todavía una escasez de estúpidos ingeniosos —resopló el mago de más edad.
—¡Ja! —Beldrune se inclinó al frente, y acarició una magnífica solapa de seda entre sus dedos índice y pulgar, olvidada momentáneamente la piedra relajante—. Entonces ¿admites que nuestra Señora tomará a más de un Elegido? ¿Por fin?
—Yo no admito tal cosa —respondió su colega bastante malhumorado—. Puedo ver una sucesión de Elegidos, elevado cada uno tras la caída del anterior, pero aún no tengo pruebas de que vayan a ser la docena o más que tú defiendes, todavía menos la refulgente compañía de archimagos enjaezadores de estrellas y destructores de montañas sobre la que algunos de nuestros magos más románticos no dejan de parlotear. Lo próximo que harán será rogar a la divina Mystra que reparta insignias al mérito.
El mago más joven se pasó una mano por el ondulado cabello castaño, destrozando por completo el complicado peinado que tanto esfuerzo le había costado a la doncella de la torre, y repuso:
—Estoy muy de acuerdo contigo en que tales cosas son ridículas… y, sin embargo, ¿no podrían usarse como indicación de los logros adquiridos? De ese modo, al encontrarse uno con un mago y ver siete estrellas y un pergamino en su fajín, sabría al instante a qué categoría pertenecía.
—Yo más bien me daría cuenta de cuánto tiempo está dispuesto a malgastar impresionando a la gente y cosiéndose chucherías en la ropa interior —replicó Tabarast con acritud—. ¿Cuántos magos advenedizos no se añadirían unas cuantas estrellas inmerecidas para concederse a sí mismos categoría y supremacía correspondientes a poder y logros que en realidad no poseen? ¡Uno de cada tres que sepa coser, tenlo por seguro! Si hemos de hablar sobre esto…, este joven mequetrefe amante de los elfos, que al parecer ha sido un príncipe y quien acabó con el poderoso Ilhundyl además de haber sido compañero de cama de medio centenar de esbeltas mozas elfas, el tema de nuestra disertación no será su última conquista ni declaración ociosa, sino su importancia para todos nosotros. No me importa qué bota es la primera que se calza por las mañanas, qué color de capa le gusta más, o si prefiere besar los labios de una elfa o los de una humana… ¿Estamos de acuerdo en esto?
—Desde luego —contestó Beldrune, extendiendo las manos—. Pero ¿por qué tanta pasión? Sus logros, como un Elegido favorecido por la diosa en persona, no empequeñecen en absoluto los tuyos.
Tabarast empujó sus gafas de nuevo hacia lo alto del puente de la nariz y murmuró:
—Yo no rejuvenezco. No me quedan los años necesarios para llevar a cabo lo que ese jov… Ya es suficiente; no diré nada más. Te ruego que me permitas darte a conocer, mi joven amigo, cosas sobre Aquel que Anda que son de bastante mayor importancia para ambos. Los sacerdotes del Manto, por ejem…
—¿Los sacerdotes de qué?
—El Manto, el Manto de Mystra, el templo de Nuestra Señora en Haramettur. No creo que hayas estado nunca allí.
—Intento evitar los templos dedicados a la Divina Mystra —dijo Beldrune, sacudiendo la cabeza—. Los sacerdotes acostumbran ser tipos altaneros que pretenden cobrarme arcas llenas de oro por unos conjuros mal hechos que puedo realizar yo mismo gastando sólo unas cuantas monedas de cobre en los materiales necesarios.
—Desde luego, desde luego, sucede muy a menudo —repuso Tabarast, agitando una mano con indiferencia—… y yo libro mi propia lucha con su esnobismo; jovencitos cubiertos de granos que contemplan con desdén a los que son como yo porque vestimos túnicas corrientes, con manchas de comida, en lugar de sedas y fajines y ligas doradas más propias de calaveras que van a la ciudad a pasar una noche de parranda. Si realmente sirvieran a hechiceros en lugar de a atemorizadas mozuelas que «creen que podrían haber percibido el beso de Mystra, al despertarse a medianoche dos semanas atrás», sabrían que los magos auténticos parecen unos harapientos, ¡no petimetres obsesionados con la última moda!
Beldrune adoptó una expresión herida —otra vez— y se pasó la mano por la parte frontal de su túnica de seda escarlata, gesto que hizo que ésta se ondulara con un reflejo vítreo bajo la luz de la lámpara, de modo que el tisú de oro con dragones lanzó un destello, las brillantes esmeraldas que les servían de ojos centellearon, y el fino alambre en forma de espirales que representaba las lenguas se balanceó rítmicamente.
—¿Y yo qué soy? ¿No un auténtico mago, supongo?
Tabarast se pasó una mano cansada por los ojos.
—No, no, mi buen Drun… exceptuando los presentes, claro está. Tu brillante plumaje eclipsa de tal modo la visión de mis viejos ojos que ya lo considero como algo natural. No nos peleemos sobre tus conocimientos o dominio de poderes mágicos capaces de estremecer el reino; tú eres, ante todos los dioses, un «auténtico mago», lo que sea que eso signifique por los dulces susurros de Mystra. Hagamos el heroico esfuerzo de resistir a la tentación de desviarnos hacia otros asuntos, y, si debemos hablar de lo prohibido, hablemos con franqueza. En resumen: los sacerdotes del Manto dicen que Aquel que Anda tiene libertad para actuar por su cuenta; es decir, para estropear tanto las cosas como podemos hacerlo tú y yo. Por otra parte, es el deseo de la divina Mystra que se le permita incurrir en errores y elegir y cometer toda clase de temeridades para que «se convierta en lo que, necesariamente, debe convertirse». Quieren que todos nosotros finjamos no saber quién o qué es, en el caso de que nos tropecemos con él.
Beldrune apoyó la barbilla en una mano, una copa nueva y humeante alzada en la otra.
—¿Y en qué dicen que se debe convertir? —preguntó.
—Ahí es donde toda su utilidad finaliza —bufó su compañero—. Cuando se les pregunta, caen de rodillas y gimotean que «no son dignos de saberlo», y que «las intenciones de la divinidad están más allá de la comprensión de los mortales», lo que me lleva a la conclusión de que todavía no lo han averiguado, para enfrascarse a continuación en una jadeante verborrea infantil en la que no dejan de repetir: «¡Oh, pero es tan importante! ¡Las señales! ¡Las señales!».
El mago más joven tomó un buen sorbo del contenido de su copa, lo tragó e inquirió:
—¿Qué señales?
Tabarast adoptó la resonante voz sentenciosa que había usado al recitar el papel de Broderick, y salmodió:
—¡En este Año del Regocijo, la Llameante Mano de la Hechicería asciende al manto estrellado de la noche, por vez primera en siglos! ¡Nueve tressyms negros se posaron sobre la dormida princesa Sharandra del Sur y dieron a luz cuatro garitos cada uno sobre su mismo pecho! (¡No me preguntes cómo pudo seguir dormida mientras todo esto sucedía o qué pensó de toda aquella porquería cuando despertó!) La Torre Ambulante de Warglend se ha movido por primera vez en mil años, ¡y se ha trasladado desde Torre Tor al centro de un lago cercano! ¡Se ha encontrado una rana parlante en el alcázar de la Candela, en donde al mismo tiempo seis páginas de otros tantos libros se han quedado en blanco y han aparecido dos libros que ningún erudito de Faerun había visto antes! ¡El Pozo de los Huesos Danzantes en Maraeda se ha secado! Se ha visto bailar al esqueleto del lich Buardrim en… ¡Ah, ya es suficiente! ¡Pueden seguir así durante horas!
—¿El Pozo Gullet se ha secado?
Tabarast obsequió a Beldrune con una mirada.
—Sí —manifestó con suavidad—. El Pozo Gullet se ha secado… por el motivo que sea. Vi los caballos muertos que lo probaban. Así que ahí lo tienes. Dime, buen Drun, tú que sales y paseas más de lo que yo hago, y te enteras de más chismorreos, por muy insignificantes o deliberadamente fabricados que puedan ser, de los que corren entre nuestros colegas en el Arte, ¿qué dicen los magos de Aquel que Anda? ¿Qué piensan los hechiceros modernos?
—Los hechiceros modernos no piensan —replicó Beldrune, a quien tocó ahora el turno de lanzar un resoplido—, o de lo contrario tendrían cuidado de no verse enredados en ninguna tendencia. Pero, con respecto a lo que se comenta de él, es menos que nada. Lo que nuestros colegas parecen haber escuchado de lo que sea que los clérigos hayan proclamado se puede reducir a una gran excitación secreta y a dar vueltas a la posibilidad de ser nombrado Elegido de Mystra, y de este modo obtener toda clase de poderes especiales e información interna. Parece como si lo consideraran el más exclusivo de los clubes que existen, y estuvieran seguros de que alguien se pondrá en contacto con ellos, en cualquier momento, para que pasen a formar parte de él. Si Mystra se dedica a seleccionar magos mortales para que se conviertan en sus sirvientes personales, y les concede poderes tan poderosos como para hendir montañas y leer mentes, todos y cada uno de los magos desean entrar en este grupo tan exclusivo, pero sin dar la impresión de sentir el menor interés por obtener tal posición.
—Comprendo. —Tabarast enarcó una ceja—. ¿Cómo sabes que yo no soy un Elegido ya y estoy leyendo tu mente en estos momentos?
—Si me estuvieras leyendo el pensamiento, Barast —repuso él, dedicando a su amigo una sonrisa cargada de ironía—, en estos mismos instantes estarías intentando aplastarme… ¡aparte de haberte puesto rojo como un pimiento!
Tabarast enarcó la otra ceja para que hiciera compañía a la anterior.
—¡Oh! ¿Debería molestarme en intentar más indagaciones? —inquirió—. Sospecho que no, pero me gustaría estar preparado por si tu incipiente cólera tiene posibilidades de instarte a acciones osadas y de fuerza de las que deba defenderme… Sientes una cólera incipiente, ¿no es así?
—No; ni por un instante —contestó el otro alegremente—. Aunque sin duda podría conseguir estar enojado, si sigues guardando ese tarro de nueces de Halavan tan cerca. Acércalo.
Eso hizo el mago, dedicando al mismo tiempo a su colega una clara mirada de amargura, que acompañó con las siguientes palabras:
—Valoro en mucho estas nueces; podría decirse que me son preciosas. De modo que realiza tu depredación como corresponde.
—Me atrevería a decir que todos los magos —repuso el hechicero más joven con una sonrisa sarcástica— llevan a cabo sus depredaciones al tiempo que consideran, si es que realmente dedican algún tiempo a tales consideraciones, que lo que están a punto de tomar o destruir es precioso. ¿No lo crees?
—Sí —murmuró su compañero con aire dubitativo—. Sí eso creo. ¿Cuántos de nosotros, me pregunto, nos sumergimos de tal forma en el regocijo que provoca nuestro propio poder que intentamos apoderarnos o destruir todo aquello que consideramos precioso?
Beldrune sacó un puñado de nueces.
—La mayoría de nosotros consideraría a un Elegido algo precioso, ¿no es así? —contestó.
—Aquel que Anda tendrá una interesante carrera en un futuro no muy lejano —pronosticó en voz baja Tabarast con un cabeceo, y su expresión distaba mucho de ser sonriente—. Ponme algo de beber.
Beldrune así lo hizo.
Los relámpagos se elevaban y chasqueaban, hendiendo la noche con un brillante fogonazo de furia. El parpadeó y se sentó en el suelo. Arcos azules de magia letal saltaban y chisporroteaban de una daga a otra alrededor de su círculo, y, en la oscuridad de la noche situada al otro lado, algo se debatía sordamente, algo que era esquivado por una veintena o más de merodeadoras criaturas sigilosas que parecían sombras desgarradas, pero que se movían como felinos depredadores. Elminster se despertó por completo de inmediato, para mirar a su alrededor con atención. El forcejeo no había terminado, y cualquier cosa capaz de sobrevivir a tal ataque de rayos era algo digno de respeto. Un respeto multiplicado por veinte, a su entender.
Dobló la capa, la introdujo entre las correas de la alforja por si era necesaria una huida precipitada, y se puso en pie. Las sombras merodeantes daban vueltas de derecha a izquierda alrededor de su círculo, ahora activo, apresurando el paso para lanzarse a un nuevo ataque. Algo las incitaba a ello, algo que El sentía como una tensión en el aire, una presencia maligna creciente y pesada con la fuerza y la furia de una granizada a punto de desatarse. El mago agitó las manos y retorció los dedos para darles agilidad y tenerlos a punto para la frenética actividad conjuradora que preveía, y luego atisbó en la oscuridad, en un intento de distinguir a su adversario.
Sentía cuándo se encontraba de cara a él, pues su invisible mirada lo atravesaba como las puntas al rojo vivo de sendas espadas, pero no veía otra cosa que la turbulenta oscuridad.
Tal vez aquella cosa estaba oculta por un muro de aquellas sombras acechantes. Tal vez lo mejor sería conjurar una reluciente esfera que flotara muy alta, de la clase que las gentes denominaban «luz de bruja», para poder ver a lo que se enfrentaba. Sin embargo, sólo poseía uno de tales hechizos. Si su enemigo la hacía estallar, El se encontraría parpadeando y cegado durante demasiado tiempo para poder mantenerse con vida frente a un ataque conjunto de muchas criaturas depredadoras.
Debería acaso… Y entonces sucedió. Las sombras viraron y cargaron contra él desde todas partes en una avalancha silenciosa de ondulante oscuridad.
Sus hechizos protectores chisporrotearon y escupieron lucecitas blancoazuladas, repartiendo muerte en la noche. Las sombras se detuvieron en seco, se encabritaron y se revolvieron presas de terribles dolores en medio de una lluvia de rayos. El giró en redondo para asegurarse de que el círculo había resistido a la carga inicial en toda su circunferencia.
Lo había hecho, pero las bestias fantasmales no retrocedían. Gimoteaban mientras perecían, se desvanecían como humo ante la furia de los rayos que las atravesaban, arañaban y se retorcían en sus intentos por franquear la barrera. El observó y aguardó, en tanto que los rayos parpadeaban y perdían intensidad, muriendo con las criaturas que mataban. Por la Señora que eran muchísimas.
El hechizo no tardaría demasiado en quedar anulado y se encontraría solo ante el ataque de aquellos seres. Tenía un conjuro de teletransporte que podía alejarlo veloz del peligro, sí, pero sólo a un lugar situado muy atrás en sus vagabundeos, y ello dejaría estos territorios de la Señora ante él de nuevo; y ¿quién sabía todo lo que podía reunir para una segunda visita un enemigo que lo esperara?
Aquí y allá, al tiempo que las sombras moribundas desaparecían convertidas en humo, su hechizo se iba destruyendo: las dagas se alzaban del suelo, sus chisporroteos y resplandores cada vez más apagados, para saltar sobre las sombras. Las armas volarían ansiosas, las puntas por delante, en dirección a cualquier cosa situada fuera del círculo; lo mejor sería permanecer donde estaba, pues, y esperar a que recogieran una buena cosecha de criaturas muertas antes de que su invisible enemigo intentara alguna otra cosa. Como por ejemplo un conjuro propio.
En medio de la noche aparecieron una serie de rayos verdes, dotados de innumerables garras, empuñados por algo de aspecto humanoide, cuerpo desnudo y cabeza de venado que hizo describir cabriolas a su conjuro durante unos instantes a la altura de su cadera para luego arrojarlo contra Elminster.
Rugiendo y expandiéndose a medida que se acercaba, aquella bola de rayos mágicos se abrió paso por entre los últimos jirones de su círculo protector sin aminorar la velocidad y se abalanzó con avidez sobre el athalante, que musitaba ya una frase veloz y alzaba la mano en diagonal, la palma inclinada, en un curioso gesto.
Los rayos chocaron y rebotaron, y salieron despedidos por los aires como si los hubieran golpeado, para regresar entre rugidos por donde habían venido. El distinguió unos ojos rojos que lo observaban con atención ahora y sintió el peso de una sonrisa sin alegría que no pudo ver, mientras la figura se limitaba a permanecer inmóvil y dejar que los rayos fluyeran de nuevo a su interior para ser engullidos como si jamás hubieran existido.
La mano protectora y alzada de Elminster centelleó con un resplandor propio y luego volvió a ser ella misma. Su hechizo permanecía aún al acecho, no obstante, a la espera de otro ataque… o de dos, si este adversario con cabeza de venado atacaba con rapidez.
Las pocas sombras sigilosas que quedaban corrieron en dirección al ser con cabeza de ciervo y parecieron fluir hacia lo alto e introducirse en su interior. El utilizó este momento de inmovilidad para lanzar un ataque por su cuenta, arrojando una daga al aire que su Arte convirtió en treinta y tres cuchillos distintos. Los arrojó todos, girando sobre sí mismos, en dirección a su oponente.
Las astas descendieron veloces cuando la figura hecha de sombras se agachó veloz, profiriendo lo que tal vez fuera un gruñido sordo o un encantamiento. La criatura se quedó muy tiesa y dejó escapar un sonoro y agudo chillido que podría haber pasado por el de una mujer humana a quien acaban de clavar un cuchillo en la espalda (pues Elminster había oído tal sonido antes, en la ciudad de Hastarl, varios siglos atrás), cuando las hojas de los cuchillos se hincaron con fuerza. Se produjo un fogonazo de magia desatada, motas de luz descendieron sobre el suelo como el agua que chorrea del escudo de un guerrero bajo una intensa lluvia, y las mortíferas dagas girantes desaparecieron de improviso.
El sacó todo el provecho posible de su ventaja; vencer en este duelo de hechizos era desde luego necesario si deseaba seguir con vida —ningún mago interesado en una captura lanza rayos— y sería una estupidez quedarse sin hacer nada a la espera del siguiente hechizo con el que Astas Silenciosas quisiera enterrarlo.
Esbozó una sonrisa al tiempo que sus dedos realizaban un complicado dibujo en el aire, y las puntas resplandecieron cuando el conjuro finalizó. Muchas, muchísimas de las cosas que había hecho desde el día en que un dragón montado por un mago había caído sobre Heldon y hecho pedazos su vida podían considerarse las acciones de un loco.
—Al parecer, soy un loco aguijoneado por locos —dijo a su medio vislumbrado asaltante en tono afable—. ¿Atacas a todos los que pasan por aquí, o esto es un favor personal?
La única respuesta que obtuvo fue un sonoro siseo, tras lo cual le pareció que el ser de cabeza de venado le escupía, aunque no podía saberlo con certeza. Su hechizo surtió efecto entonces, con un rugido que ahogó todo otro sonido durante un tiempo.
Llamas azules aparecieron alrededor de los negros dedos, largos y delgados como patas de araña, y sobre las astas situadas más allá. Los alaridos sonaron realmente fuertes ahora.
El arriesgó el tiempo necesario para mirar en derredor, por si alguna sombra acechante anduviera por allí… y esta ojeada por encima del hombro le evitó verse cegado cuando el hechizo de respuesta encendió la noche.
Aquella respuesta consumió sus conjuros protectores en un instante, y lo hizo tambalearse hacia atrás entre la humareda de los hechizos destruidos. El calor le provocó ampollas en la mejilla izquierda, y oyó cómo sus cabellos chisporroteaban mientras las lágrimas impedían la visión de su ojo izquierdo.
En voz baja y con sumo cuidado a pesar del dolor, Elminster pronunció la palabra en espera que ponía en acción el efecto final del hechizo que ya había lanzado. Las llamas azules que envolvían las extremidades de su enemigo se encendieron entonces como una réplica exacta de aquellas que acababan de atacarlo.
El chillido que hendió la noche fue crudo y grotesco, producto de un dolor muy real. Vislumbró brevemente unas astas que se agitaban a un lado y otro antes de que las llamas se apagaran, y escuchó un áspero jadeo que se retiraba hacia el este, entre el chasquido de la maleza al ser pisoteada.
Algo de gran tamaño cayó sobre la hierba, al menos en dos ocasiones. Cuando por fin se hizo el silencio, el mago se deslizó tres pasos veloces hacia el oeste, se acuclilló y escuchó con atención los sonidos de la noche.
Nada. No oyó más que el susurro de la maleza agitada por la brisa, y el débil grito de alguna pequeña criatura salvaje al perecer entre las fauces de otra, a lo lejos en dirección sur.
Por fin, El sacó con gesto cansino la última daga mágica que poseía —una que no hacía otra cosa que refulgir cuando se le ordenaba— y la lanzó en la dirección por la que habían desaparecido los ruidos, para que se clavara e iluminara la noche.
Tuvo buen cuidado de no acercarse demasiado a su resplandor y de mantenerse bien agachado sobre la hierba, pero nada se movió, y ningún hechizo ni sombra saltó sobre él desde la oscuridad. Cuando examinó el punto hasta el que alcanzaba la luz de la daga, todo lo que podía verse era un sendero accidentado que conducía, algo más allá, a un confuso revoltijo de huesos rotos y humeantes, o tal vez eran astas… o puede que tan sólo fuera ramas. Algo se convirtió en cenizas cuando se acercó; algo que se parecía mucho a una mano de dedos largos y afilados.
Jirones colgantes de pintura se estremecieron, cayeron, y fueron seguidos con entusiasmo por el techo abovedado, que se desplomó sobre el suelo con un ensordecedor estrépito que levantó inmensas nubes de polvo. A continuación, todo el Ringyl tembló.
Las piedras que volaban por los aires seguían tamborileando sobre los edificios cercanos y estrellándose contra los matorrales, cuando la sala donde un athalante había visto estrellas horas antes se balanceó, gimió, y empezó a resquebrajarse. Las frutas doradas se hicieron añicos cuando la pared sobre la que estaban pintadas se partió por la mitad y, desplomándose sobre un óvalo oscuro, arrojó a la noche estrellas centelleantes.
Los labios de piedra esculpidos temblaron como si dudasen en hablar, parecieron sonreír todavía más por un instante, y a continuación estallaron en innumerables fragmentos cuando la grieta llegó hasta ellos. Mientras los pedazos de piedra rodaban y se estrellaban por toda la estremecida sala, los labios se desplomaron, desaparecieron en medio de una especie de suspiro, y dejaron un enorme boquete en el trozo de la pared donde habían estado.
Aún resonaban ecos del temblor de tierra que había provocado el hundimiento… y por el agujero de la pared, enmarcado por unas pocas estrellas supervivientes, surgió algo largo, negro y enorme que se deslizó al exterior.
Con un rugido ronco y chirriante, aquello se volcó sobre los cascotes de piedra y penetró en la estancia arañando ruidosamente el suelo. Era un negro catafalco cuyos alzados brazos de electro mantuvieron en alto un ataúd y varios cetros durante unos cuantos segundos antes de caer de costado y desplomarse estrepitosamente al suelo y hundirse a través de él.
Pedazos de baldosas del suelo saltaron por los aires, perseguidos por reptantes rayos morados que surgían del destrozado ataúd. Los brazos de electro, destrozados y retorcidos en la caída, se fundieron cuando los rotos cetros que sostenían se destruyeron a sí mismos en medio de sus propias y enfurecidas llamaradas mágicas. Uno de los brazos lanzó un cetro totalmente intacto sobre el polvoriento pavimento del suelo justo antes de que las magias protectoras en descomposición centellearan a lo largo de todo el féretro, flotando silenciosas y anhelantes en el aire durante un largo y tenso momento de silencio, para luego dar paso a una sonora explosión que transformó el ataúd, el catafalco y todo lo demás en negro polvo que se desperdigó en todas las direcciones.
En medio del estrépito, el cetro del suelo emitió su propio y ahogado suspiro y se desvaneció, dejando un pulcro contorno de polvo que parpadeaba con suavidad.
El silencio se apoderó de la destrozada sala, y todo quedó inmóvil a excepción del polvo que descendía en remolinos.
Poco después, la luz de las estrellas brilló con mayor fuerza sobre el Ringyl de Tresset, hasta que un puntito de un resplandor blancoazulado se desgajó del cielo estrellado, para descender con suavidad como un gran fuego fatuo, brillante y decidido, en el centro de la derruida sala.
La luz fue a detenerse con cuidado a un palmo del suelo y flotó durante unos instantes por encima del polvo que había sido el cetro. Y el polvo chisporroteó como ascuas bajo el viento ante su cercanía.
Se produjo un fogonazo, un débil sonido de campanas tañidas al azar, muy lejos, y el polvo volvió a convertirse en un cetro, con una superficie lisa y nuevamente lustrosa, resplandeciente de poder acumulado.
Una mano femenina de dedos largos apareció de improviso de la nada, como surgida de detrás de una cortina, para tomar el cetro y levantarlo.
Centelleó una vez como una estrella al alzarse. A modo de respuesta, a la mano le creció un brazo de color marfileño, al brazo un hombro desnudo que giró para permitir que una reluciente cascada de cabellos oscuros cayera sobre él, y se elevó en forma de cuello, oreja, mandíbula… hasta llegar a un hermoso rostro de facciones delicadas. El rostro era frío, sereno y orgulloso, cuando hizo girar los oscuros ojos para contemplar la estancia en ruinas.
Las desperdigadas estrellas de cuarzo brillaron a modo de saludo cuando el resto del cuerpo creció o, más bien, se materializó, y se volvió con intrépida y tranquila elegancia para estudiar el destrozado lugar. Una hermosa hechicera de ojos oscuros sostuvo en alto el cetro como si se tratara de una guerrera enarbolando victoriosa una espada, y sonrió.
El cetro centelleó y desapareció, y la hechicera con él, dejando una repentina oscuridad tras ella, y sólo tres resplandores parpadeando en medio de la penumbra: las caídas estrellas de cuarzo. A medida que transcurría el tiempo, aquellos débiles fulgores se fueron extinguiendo hasta apagarse, uno a uno, y una oscuridad inanimada volvió a reinar en el Ringyl de Tresset.
—Divina Señora —dijo Elminster a las estrellas, de rodillas en el centro de lo que había sido su círculo de dagas, con el sudor del combate de hechizos reluciendo aún sobre su cuerpo—, he llegado aquí y he luchado, y tal vez matado, siguiendo tus deseos. Guíame, te lo ruego.
Se dejó sentir una suave brisa que agitó la maleza. El la observó, en tanto se preguntaba si era aquello una señal, alguna cosa maligna que sus palabras habían despertado, o simplemente el indiferente viento.
—He osado tocaros, y ansío volver a hacerlo. He jurado serviros y lo haré, si todavía me queréis a vuestro lado. Pero mostradme, os lo suplico, lo que debo hacer en estas tierras encantadas… pues me alegraría no tener que andar cometiendo errores, haciendo daño por culpa de mi ignorancia. Me horroriza no saber.
La respuesta fue inmediata. Algo blancoazulado pareció chasquear y arremolinarse tras sus ojos, para mostrar una escena en sus rendijas humeantes: Elminster allí y en ese momento, que se alzaba del suelo, recogía bolsa y capa y echaba a andar hacia el nordeste, con paso rápido y cierto apresuramiento. La escena se desvaneció en medio de un remolino para convertirse en otra a plena luz del día, donde dicha luz caía sobre una vieja torre achaparrada que más parecía un cono o un montículo que un airoso cilindro. Una amplia arcada mostraba una recia puerta de madera, sin foso ni defensas distinguibles, y en el arco aparecían una sucesión de fases lunares esculpidas en relieve. Elminster no había visto aquello nunca, pero la visión era muy clara; tanto que, incluso mientras se desvanecía, se inclinaba ya para recoger sus pertenencias e iniciar la marcha.
No tuvo más visiones. Asintió con la cabeza, musitó su agradecimiento a la noche, y partió.
El último príncipe de Athalantar no había dejado atrás ni tres colinas cuando un viento helado y tintineante revoloteó y brincó por el Ringyl, como una serpiente voladora de escarcha, y trepó por las laderas cubiertas de hierba hasta el lugar donde había estado el círculo del mago.
La cosa retrocedió ante el lugar, una sobresaltada voluta de fría luz estelar que describía un arco y se retorcía en el aire nocturno; luego avanzó despacio para recorrer el contorno de las protecciones que ahora habían desaparecido. Tras completar el círculo, el viento saltó a su centro con cierta indecisión, bailó y giró sobre sí mismo durante un rato justo encima del punto donde Elminster se había arrodillado a rezar, a continuación, muy, despacio, se alejó siguiendo los pasos del mago. Se irguió y centelleó una vez mientras se movía, casi como si mirara a su alrededor. Hambriento.