Un banquete en Felmorel
Si existe algún lugar en los Reinos donde humanos, dragones, orcos y elfos puedan sentarse en paz, es sin duda en un fabuloso banquete. El truco consiste en impedir que se merienden unos a otros.
Selbryn el Sabio
Consideraciones desde una torre solitaria en Athkatla
Año de la Lombriz.
—Y exactamente ¿quién eres tú? —preguntó el más bajo y vocinglero de los tres guardas de la entrada con engañosa afabilidad.
El hombre de nariz ganchuda y pulcra barba al que contemplaba con frialdad —que permanecía de pie bajo la copiosa lluvia primaveral, a pie y con las botas llenas de barro, aunque de un modo u otro seco por encima de la parte superior de sus botas, altas y desgastadas— devolvió la brillante y falsa sonrisa del centinela y respondió:
—Un hombre a quien lord Esbre lamentará mucho no haber sentado a su mesa, si me expulsáis de aquí.
—Un hombre que posee magia y se considera lo bastante listo para evitar tener que dar su nombre —manifestó categórico el capitán de la guardia, cruzando los brazos sobre el pecho de modo que los dedos de una mano se posaron sobre la daga de mango largo envainada en el lado derecho de su cinturón, y los dedos de la otra podían acariciar la maza que descansaba en una abrazadera que pendía del lado izquierdo. Los otros dos guardas también dejaron caer las manos como si tal cosa sobre las empuñaduras de sus armas.
El hombre de pie bajo la lluvia sonrió tranquilamente y añadió:
—Mi nombre es Wanlorn, y Athalantar mi país.
—Nunca oí hablar de ese lugar —bufó el capitán—, y uno de cada tres bandidos se llama a sí mismo Wanlorn.
—Estupendo —repuso el hombre alegremente—, entonces todo está solucionado.
Avanzó con tan tranquila seguridad, que se encontraba ya entre los guardas antes de que dos fuertes empellones —de guanteletes llegados desde diferentes direcciones— lo detuvieran bruscamente.
—¿Adónde crees que vas? —rugió el capitán, extendiendo la mano para añadir su propio empujón al recibimiento dado a Wanlorn.
El hombre barbudo sonrió ampliamente, agarró aquella mano, y la sacudió según el saludo propio de un guerrero.
—Adentro a ver a lord Esbre Felmorel —respondió—, y a tener una conversación privada con él, mi buen muchacho, en tanto disfruto de uno de sus fantásticos banquetes. Podéis anunciarme.
—Y también —siseó el capitán, inclinándose al frente para dirigir una mirada furiosa al extranjero nariz contra nariz— puedo no hacerlo. —Unos ojos verdes que echaban chispas se clavaron durante un buen rato en otros azul-gris que lo contemplaban divertidos, y enseguida el capitán añadió con sequedad—: Vete. Desaparece de mi puerta, o te ensartaré. No permito que bandidos groseros o mendigos de lengua afilada…
El hombre barbudo sonrió y se inclinó al frente para depositar un sonoro beso en la amenazadora boca del guarda.
—Sois tan impresionante como dijeron que seríais —manifestó el desconocido casi con cariño—. El viejo Glavyn es una furia cuando está enojado, dijeron. Haced que escupa y ruja, y salid corriendo de su puesto de guardia. Ya veréis: ¡es todo un pequeño dragón!
Uno de los otros guardas lanzó una risita disimulada, y el capitán de la guardia Glavyn dejó de contemplar con aturdido parpadeo al desconocido para girar en redondo con un gruñido y clavar la mirada en un adversario más familiar.
—¿Hay algo que te resulte divertido, Feiryn?, ¿algo que confunde de tal modo tu virilidad y preparación que te ves obligado a abandonar a tus superiores y compañeros ante el peligro mientras te entregas a una exhibición de hilaridad totalmente inapropiada e insultantemente degradante?
El centinela palideció, y un Glavyn satisfecho volvió a girar en redondo para dedicar al desconocido de la nariz ganchuda una mirada que prometía una muerte pronta y segura.
—En cuanto a ti, buen hombre, si alguna vez te atreves a… a profanar mi persona otra vez, mi espada será veloz y firme en mi mano, y ¡ni todos los dioses de este mundo ni del siguiente serán suficientes para salvarte!
—Ah, Glavyn, Glavyn —dijo el desconocido en tono admirativo—, ¡qué verborrea! ¡Qué estilo! Espléndidas palabras, pronunciadas de un modo conmovedor. Se lo contaré a Esbr… al lord, cuando me siente a cenar con él. —Dio una palmada al capitán en el hombro y pasó junto a él al mismo tiempo.
El hombre se enfureció y agarró sus armas o, más bien, intentó agarrarlas, pues, por mucho que se esforzó y lo intentó, no consiguió mover ni la maza ni la daga, ni tampoco descruzar los brazos para coger la espada corta sujeta a su espalda o la otra daga situada junto a ella. Le era imposible mover los brazos. Glavyn aspiró con fuerza para prorrumpir en lo que habría sido un alarido soez e incoherente, de no ser por que…
—Señores, ¿qué es este alboroto?
La suave y musical voz de lady Nasmaerae atajó la inspiración de aire de Glavyn y la reciente alarma de sus compañeros de guardia, como si fuera el filo de una espada atravesando un trozo de seda. Los cuatro hombres se movieron en silencio para colocarse donde mejor pudieran contemplar a la recién llegada.
Era delgada, e iba ataviada con un vestido verde cuyas ceñidas y puntiagudas mangas ocultaban casi sus dedos aunque dejaban al descubierto los cimbreantes hombros. Un peto de delicada plata repujada captó los destellos del atardecer, incluso por entre la lluvia y la bruma, cuando se volvió ligeramente en la oscuridad y realizó algún conjuro menor que hizo que el candelabro que sostenía se encendiera de improviso.
Bajo su luz saltarina, ojos que eran como negros estanques se tornaron mayores aun y de color añil, añil con motas doradas. La boca y los modales de lady Nasmaerae parecían todo ello casta inocencia, pero aquellos ojos prometían antigua sabiduría, misteriosa sensualidad, y una avidez latente.
Una sonrisa apareció tras aquellos ojos mientras medía el efecto que había producido sobre los hombres de la entrada, y la mujer añadió casi con indiferencia:
—¿Quiénes somos nosotros, en una noche como ésta, para dejar a un viajero solitario de pie bajo la lluvia? Entrad señor, y sed bienvenido. El castillo Felmorel os abre sus puertas.
—Señora —repuso el extraño de nariz ganchuda, dedicándole una inclinación de cabeza y una sonrisa—, me hacéis un gran honor con vuestra generosidad para con un desconocido, con vuestra actitud confiada y afectuosa que los guardas de vuestras puertas harían bien en emular. Wanlorn de Athalantar es mi nombre, y acepto vuestra hospitalidad, jurando sin reservas que no abrigo malas intenciones ni para con vos ni con nadie de los habitantes del lugar, ni tampoco para con ningún proyecto o bien de los Felmorel. Las gentes de la región me hablaron sin reparos de vuestra belleza, pero ahora veo que sus palabras no eran más que mediocridades comparadas con la conmovedora y sublime visión que sois.
En el rostro de Nasmaerae aparecieron unos hoyuelos, y, sin perder su divertida sonrisa, la mujer volvió la cabeza y dijo:
—Escucha con atención, Glavyn. Es así como la lengua veloz arropa la auténtica adulación. Ociosa y vacía tal vez sea… pero es extremadamente hermosa.
El capitán de la guardia, con el rostro enrojecido y temblando aún mientras forcejeaba con sus brazos inmóviles a la vez que intentaba no dar la impresión de hacerlo, lanzó una mirada furiosa por encima del hombro de la mujer y guardó silencio.
Lady Nasmaerae le dio la espalda con un leve balanceo que no era exactamente un contoneo y ofreció su brazo a Wanlorn, que lo aceptó con una inclinación, al tiempo que se hacía cargo del transporte del candelabro; los dedos de ambos se rozaron un instante, o tal vez algo más que un breve instante.
Mientras desaparecían por un pasillo interior revestido de oscuras maderas, los guardas habrían podido jurar, todos a una, que las llamas del balanceante candelabro les habían hecho nada menos que un guiño. Fue en ese momento cuando Glavyn descubrió que ya podía volver a mover los brazos.
Podría haberse esperado que desenvainara entonces las armas que tanto se había esforzado por empuñar durante los últimos minutos; pero, en su lugar, el soldado vertió todas sus energías en un enérgico, irrespetuoso y prolongado uso de sus capacidades vocales.
Cuando finalmente se vio obligado a cobrar aliento, vio que los dos guardas a sus órdenes lo contemplaban con respeto y asombro. Glavyn se dio la vuelta a toda prisa entonces para que no lo vieran enrojecer.
El escudo de armas de los Felmorel lucía en su centro una mantimera rampante, y, si bien no había nadie que hubiera visto jamás a tan desproporcionada y peligrosa bestia (que lucía tres cabezas barbudas y tres colas cubiertas de púas en extremos opuestos de su cuerpo con alas de murciélago), al señor de Felmorel se lo conocía, tanto afectuosamente como por aquellos que hablaban de él con temor, como la Mantimera.
Con la misma jovialidad e implacable vigilancia por la que era famoso su heráldico homónimo, Esbre Felmorel dio la bienvenida a su inesperado invitado con natural afabilidad, elogiando su oportuna llegada que proporcionaría una conversación amena mientras sus otros invitados de esa noche seguían cambiándose de ropa en sus aposentos. Reparando en el cansancio que sentía Wanlorn, el señor de la casa le ofreció la hospitalidad de unos aposentos en los que descansar y tomar un refrigerio, pero el hombre de la nariz aguileña pospuso su aceptación hasta que el banquete hubiera finalizado, manifestando que sería una pobre recompensa a tanta generosidad privar a su anfitrión de la posibilidad de participar en tal conversación.
Lady Nasmaerae se dirigió hacia un sofá que, a todas luces, era su asiento habitual, y se instaló en él con tal grácil elegancia que ambos hombres hicieron una pausa para admirarla. Ella les sonrió y sostuvo en silencio contra su mejilla una copa aflautada de cristal elfo llena de vino helado, satisfecha con escuchar mientras los dos hombres intercambiaban los cumplidos de costumbre, ante la larga y bien provista mesa, si bien desocupada por el momento, que la luz de las velas iluminaba.
—Aunque en muchos salones podría considerarse excesivamente osado preguntar con tanta franqueza —manifestó la Mantimera con voz cavernosa—, quisiera saber algo por pura curiosidad, y por lo tanto lo preguntaré. ¿Qué os trae aquí, desde un país tan lejano que os confieso que jamás oí hablar de él, para buscar un castillo en medio de la lluvia?
—Lord Esbre —sonrió Wanlorn—, soy un hombre tan directo como vos, siempre que me es posible, y me complace declarar sin ambages que me dedico a recorrer Faerun en este Año del Regocijo para averiguar más cosas sobre él, tarea que realizo bajo dirección divina, y que en la actualidad busco información o noticias sobre alguien a quien tan sólo conozco como «Dasumia». ¿Tenéis vos, por casualidad, un o una Dasumia en Felmorel, o tal vez toda una provisión de Dasumias en la vecindad?
La Mantimera arrugó ligeramente el ceño, concentrándose, antes de responder:
—Me temo que no, por lo que yo sé, y por lo tanto debo responder no a ambas preguntas. ¿Y tú, Nasmaerae?
—Jamás he oído ese nombre. —Lady Felmorel meneó levemente la cabeza y se giró para mirar a Wanlorn a los ojos—. ¿Está relacionado este asunto con la magia que con tanta destreza exhibisteis ante las puertas de este lugar… o es algo que preferís mantener secreto? —inquirió.
—En realidad no sé con qué está relacionado —replicó su invitado—. En estos instantes, «Dasumia» es un misterio para mí.
—A lo mejor nuestros otros convidados, uno de ellos muy versado en cuestiones mágicas, y ambos personas que han viajado mucho, podrían proporcionaros información para iluminar los oscuros rincones de vuestro misterio —ofreció lord Esbre, deslizando una damajuana hasta donde estaba Wanlorn—. Con los años, he descubierto que muchos aspectos de la tradición local yacen en las mentes de aquellos que se sientan a mi mesa como gemas centelleantes en sótanos olvidados, gemas que a ellos mismos les sorprende tanto recordar y sacar a la luz como a nosotros que sean poseedores de tan específicos y raros tesoros.
Una fanfarria de trompetas sonó débilmente por lejanos corredores, y la Mantimera dirigió una veloz mirada a los criados que abrían con destreza un par de altas puertas de color ébano con pesados tiradores dorados.
—Aquí vienen ambos ahora —anunció el anfitrión, al tiempo que sumergía un whellusk, incluida la mitad de la concha, en un cuenco de queso blando picante—. Os ruego que comáis, buen señor. Aquí no guardamos las formalidades con respecto a servirse o servir a otros. Todo lo que pido a mis invitados es una buena charla y que escuchen con atención. ¡Bebamos!
El uno al lado del otro, y avanzando con pasos medidos —exactamente como si ninguno de los dos quisiera entrar en la sala el primero o el último— dos hombres altos penetraron en la estancia en aquel preciso instante. Uno tenía las espaldas anchas como un toro, y lucía un cinturón de oro, terminado en pico en la parte frontal, que le llegaba casi hasta el abultado pecho. Delgada seda morada cubría la poderosa musculatura en la parte superior y caía sobre brazos nudosos y velludos hasta donde unas muñequeras doradas ceñían antebrazos más gruesos que los muslos de la mayoría de los hombres. Tanto el cinturón como las muñequeras, al igual que el enorme alzapón de oro visible bajo el cinturón del recién llegado, mostraban escenas primorosamente cinceladas de hombres combatiendo contra leones.
—Ah, Mantimera —tronó el hombretón—. ¿Tienes más de esa carne de venado con salsa que todavía se derrite en mi memoria? ¡Me muero de hambre!
—No lo dudo —repuso lord Felmorel, riendo por lo bajo—. Esa carne de venado no tiene por qué seguir formando parte sólo de la memoria; levantad la tapa de esa gran bandeja de ahí, y es vuestra. Wanlorn de Athalantar, os presento a Barundryn Harbright, guerrero y explorador de renombre.
Harbright lanzó una mirada al hombre de la nariz aguileña sin detener su decidido avance hacia la bandeja indicada, y emitió una especie de gruñido, más una contestación evasiva que un saludo o bienvenida. Wanlorn le contestó con un movimiento de cabeza, en tanto que sus ojos se volvían ya hacia el otro hombre, que permanecía ante la mesa como un frío y oscuro pilar de funesta hechicería. El hombre de la nariz aguileña no necesitó de la presentación del señor de la casa para darse cuenta de que se trataba de un hechicero casi tan poderoso como altivo; sus ojos mostraban un gélido desprecio cuando se cruzaron con los de Wanlorn, pero parecieron adquirir un resquicio de respeto —¿o era temor?— al volverse para mirar a lady Nasmaerae.
—Lord Thessamel Arunder, a quien algunos llaman el Señor de los Conjuros —anunció su anfitrión, y, Wanlorn creyó percibir que su tono había sonado con algo menos de entusiasmo que al presentar al guerrero.
El archimago dedicó al nuevo invitado un frío saludo con la cabeza que era más una despedida que una bienvenida, y se sentó con un ademán grandilocuente que le sirvió para exhibir con gran ostentación los muchos y centelleantes anillos de extrañas formas de sus dedos. Para subrayar su importancia, varios de los anillos parpadearon en un aleatorio despliegue de centelleos y fogonazos multicolores.
Mientras bajaba la vista hacia la comida dispuesta ante él, a Wanlorn le vino por un breve instante a la memoria el recuerdo de las mandíbulas de los lobos chasqueando ante su rostro, en las tierras nevadas situadas fuera del Starn durante el duro invierno que acababan de dejar atrás. Casi se le escapó una sonrisa al alejar el sangriento recuerdo de su mente —hambre, se había tratado de simple hambre para aquellas fieras aulladoras; ni mejor ni peor que lo que lo dominaba ahora— y se aplicó a la contemplación de la sopa de lagarto sazonada con pimienta y el crujiente pastel de carne de tres serpientes que tenía muy cerca. Mientras cortaba un pedazo de este último y lo olfateaba agradecido, Wanlorn sabía que Arunder había lanzado una veloz mirada hacia él, para comprobar si este invitado desconocido estaba suficientemente impresionado con su demostración de poder; también sabía que el mago debía de estar ahora recostado en su asiento y alzando una copa de vino para ocultar un estado de irritación superlativo.
Sin embargo, no tenía más que mirarse a sí mismo en un espejo mágico para darse cuenta de que el poder y los logros en el Arte arrastran a muchos hechiceros a actuar con infantil irritabilidad, ya que esperan que todo el mundo dance a su son y se muestran egoístamente molestos cuando no es así. En estos momentos, él era el actual motivo de enojo de Arunder; el hechicero descargaría muy pronto su cólera contra él.
Demasiado pronto.
—Decís que procedéis de Athalantar, buen señor… ah, Wanlorn. Hubiera pensado que pocos de vuestra edad se proclamarían producto de esa región fracasada —ronroneó el hechicero, en tanto que el guerrero Harbright regresaba a la mesa transportando una bandeja de plata tan ancha como su pecho, que crujía sonoramente bajo el peso de casi todo un jabalí asado y varias docenas de aves en espetones, y se instalaba ante ella entre los crujidos de su asiento y el tintineo de jarras que se tambaleaban—. ¿Dónde habéis residido últimamente, y qué os trae aquí, envuelto en misterios y sin avisar, a una casa tan llena de riquezas, si puedo preguntarlo? ¿Deberían acaso nuestros anfitriones echar el cerrojo a sus cofres de joyas?
—Llevo ya varias décadas vagando por estos hermosos reinos —respondió alegremente Wanlorn, como si no hubiera detectado el sarcasmo de Arunder o sus claras insinuaciones—, en busca de conocimientos. Había esperado que Myth Drannor me enseñaría mucho… pero me dio sólo una lección sobre la primitiva necesidad de correr más deprisa que los demonios. He hurgado por aquí y atisbado por allí, pero sin averiguar más que unos pocos secretos sobre Dasumia.
—¿Es eso cierto? ¿Buscáis tradiciones locales sobre magia… o se limita vuestra búsqueda a los simples tesoros?
Ante esta última palabra, el guerrero Harbright alzó la mirada e, interrumpiendo unos instantes su ruidoso y continuo masticar y deglutir, clavó los ojos directamente en el desconocido para escuchar su respuesta.
—Tradiciones locales es lo que persigo —respondió Wanlorn, y el guerrero profirió un gruñido asqueado y reanudó su comida—. Saber popular sobre Dasumia… pero en su lugar parece que estoy encontrando bastante información sobre el Arte. Supongo que su poder empuja a los que saben escribir para que pongan por escrito detalles sobre él. En cuanto a tesoros… las monedas no se comen. Ya tengo suficientes para cubrir mis necesidades; solo y a pie, ¿cómo podría transportar más?
—Usad unas cuantas para comprar un caballo —gruñó Harbright, salpicando una zona semicircular de la mesa con pedacitos de jabalí a las finas hierbas—. ¡Por los dioses celestiales, recorrer los Reinos a pie! ¡Llegaría a viejo incluso antes de que mis pies estuvieran tan desgastados que no quedaran más que los tobillos!
—Decidme —se dirigió lord Felmorel a Wanlorn, inclinándose al frente—, ¿cuánto conseguisteis ver de la legendaria Ciudad del Canto? La mayoría de los que llegan tan sólo a vislumbrar las ruinas son descuartizados antes siquiera de poder alejarse.
—¿O simplemente deambulasteis por los bosques cerca del lugar donde imagináis que se encuentra Myth Drannor? —inquirió Arunder con voz sedosa, levantando bruscamente una jarra para volver a llenar su vaso.
—Los demonios debían de estar ocupados persiguiendo a otro —contestó el hombre de nariz aguileña a la Mantimera—, ya que pasé la mayor parte de un día gateando por edificios cubiertos de maleza y en gran parte vacíos sin ver ningún ser vivo más grande que una ardilla. Hermosas ventanas en forma de arco, balcones semicirculares… Debió de ser un lugar espléndido. Ahora no queda gran cosa por ahí que poderse llevar. No vi copas de vino aún sobre las mesas ni libros abiertos en el punto donde el lector se vio interrumpido, como los juglares nos quieren hacer creer. Sin duda la ciudad fue saqueada después de su caída. No obstante vi, y recuerdo, algunos sigilos y escritos. Si consiguiera saber qué significan…
—¿No visteis ningún demonio? —Arunder sonaba burlón; pero también visiblemente ansioso por oír la respuesta del otro. El hombre de la nariz aguileña sonrió.
—No, señor mago, pero todavía custodian la ciudad. Sin duda pasarán años, si es que se llega a ello, antes de que la gente pueda penetrar en las ruinas sin tener que preocuparse de nada más peligroso que una estirge, digamos, o un oso-búho.
Lord Felmorel sacudió la cabeza.
—Todo ese poder —murmuró—, y sin embargo cayeron. Toda aquella belleza suprimida; los habitantes muertos y desperdigados… Una vez que se perdió, nunca podrá regresar. No tal y como era.
—Ni siquiera si se desterrara a los demonios de allí para siempre —repuso Wanlorn, asintiendo—, se reconstruyera el lugar en dos semanas, y se reuniera allí a una serie de ciudadanos con un ingenio y habilidades comparables a los de antes, no conseguiríamos volver a tener la Ciudad de la Belleza. Aquel entusiasmo y empuje compartidos, aquella libertad de experimentar y razonar libremente y entregarse a la extravagancia, basados en el convencimiento de la propia invulnerabilidad no estarían allí. Tendríamos una especie de decorado que intentaría ser una representación de la Ciudad del Canto, pero no sería el Myth Drannor de antes.
—He oído muchas historias sobre la caída —dijo su anfitrión, asintiendo—, e incluso en una ocasión me enfrenté a un ser diabólico… no allí, claro… y viví para contarlo. Pero, aunque estuvieran divididos por sus distintos y egoístas intereses y rivalidades, me cuesta creer que un pueblo tan magnífico y poderoso desapareciera de un modo tan completo y total como lo hizo.
—Myth Drannor tenía que desaparecer —tronó Barundryn Harbright, extendiendo una mano enorme como si sostuviera un cráneo invisible sobre la mesa para su inspección—. Se creían superiores, ¿sabéis?, y empezaron a perseguir de nuevo la divinidad… como esos netheritas. Los dioses se ocupan de que tales sueños terminen en un baño de sangre, o tendríamos más dioses de los que podríamos recordar, y ninguno de ellos con poder suficiente para responder a una sola plegaria. Es tan evidente… ¿Por qué, pese a ello, todos estos magos siguen cometiendo el mismo error?
El hechicero Arunder lo obsequió con una fina sonrisa de superioridad y respondió:
—Tal vez porque no te tienen a ti a mano para corregir toda mínima desviación del Auténtico Sendero.
—Ah, ¿has oído hablar de él? —inquirió el guerrero, y su rostro se iluminó—. El Auténtico Sendero, sí.
El mago se quedó boquiabierto. Había pretendido ser irónico, pero por los dioses que este paleto parecía decirlo en serio.
—No somos demasiados por el momento —siguió Harbright con entusiasmo, agitando en el aire un faisán entero chorreante de salsa para recalcar sus palabras—, pero ya gobernamos en una docena de ciudades. Ahora lo que necesitamos es un reino, y…
—Eso lo necesitamos todos. A mí me gustaría poseer varios —repuso Arunder burlón, tras recuperarse rápidamente de su sorpresa inicial—. ¿Por qué no me consigues uno con gran cantidad de castillos enormes?
Harbright le dedicó una mirada penetrante.
—El problema con los magos demasiado listos —gruñó a los comensales en su conjunto— es su desconocimiento de lo que es trabajar… por no mencionar tener que tratar con toda clase de gentes y saber cómo ensillar un caballo o volver a colocar un tacón en una bota o incluso saber cómo matar y cocinar un pollo. Por lo general ni siquiera saben beber, ni cómo cortejar a una moza, ni cultivar nabos… pero lo que siempre saben es cómo decir a los demás lo que deben hacer, incluso en lo referente a la cría del nabo o a cómo retorcerle el pescuezo a un pollo.
Las enormes y velludas manos de toscos dedos se movieron en el aire de un modo alarmante, y el hechicero se encogió en su asiento y alargó la mano en dirección a una jarra lejana para ocultar su evidente temor. Wanlorn, servicial, se la acercó al mago, pero éste hizo como si no se diera cuenta en lugar de agradecérselo.
Su anfitrión puso fin a la incómoda situación preguntando:
—No obstante, señores míos, dejando a un lado Auténticos Senderos o la forma de ser de los hechiceros, ¿qué es lo que veis en el futuro para todos los que habitan en este núcleo del inmenso Faerun? Si se puede eliminar a Myth Drannor la Poderosa, ¿a qué podemos aferramos en los años venideros?
—Lord Felmorel —se apresuró a responder el mago Arunder—, ha habido muchas discusiones a este respecto entre magos y otras personas, pero se ha llegado a pocos acuerdos. Cada propuesta suscita rechazo y temor de unos, y adhesión de otros. Algunos han hablado de un consejo de hechiceros que gobierne un territorio…
—¡Ja! ¡Menuda tiranía y confusión provocaría eso! —bufó Harbright.
—… en tanto que otros ven un brillante futuro en alianzas con dragones, de modo que cada reino humano sea el dominio de un dragón, con…
—Todo el mundo convertido en esclavo del dragón y finalmente en su cena —indicó el guerrero a su bandeja ya casi vacía.
—… acuerdos establecidos que liguen al wyrm y a las personas para impedir hostilidades entre ambos.
—Mientras el dragón descendía en picado, con las fauces bien abiertas para tragárselo, el caballero contemplaba atónito su fin mientras gritaba inútilmente: «¡Nuestro acuerdo me protege! No puedes…». Alcanzó a gritar durante casi tres segundos antes de que el dragón lo engullera y se alejara volando —dijo Harbright, sarcástico—. Los supervivientes allí reunidos acordaron muy solemnes que el dragón había roto el acuerdo, y se efectuó la sugerencia de que alguien viajara hasta la guarida del dragón para informar al wyrm que había devorado ilegalmente a un caballero. Por extraño que parezca, no apareció ningún voluntario.
Se hizo el silencio. El voluminoso guerrero alzó la mandíbula al frente y dedicó al hechicero una mirada sombría y penetrante, como si lo desafiara a hablar, pero Thessamel Arunder parecía haber adquirido un repentino y persistente interés por la sopa de lagarto con pimienta.
Wanlorn levantó la mirada hacia su anfitrión, consciente de que lady Felmorel no le quitaba la vista de encima, y dijo:
—Por mi parte, señor, yo considero que otra ciudad tan esplendorosa como ésa tardará mucho tiempo en aparecer. Reinos pequeños, defendidos de orcos y malhechores más que de cualquier otra cosa, aparecerán como siempre ha sido, para alzarse en medio de peligrosos territorios deshabitados sin ley. Los bardos, por su parte, continuarán manteniendo viva la esperanza de un Myth Drannor aunque la ciudad se haya perdido para nosotros, ahora y también en un previsible futuro.
—Y toda esta sabiduría, joven Wanlorn, ¿estaba escrita en los muros de la derruida Ciudad del Canto? —inquirió Arunder en tono superficial, envalentonado para volver a hablar, si bien tuvo buen cuidado de no mirar en dirección a Harbright—. ¿O fueron los dioses los que te lo contaron, tal vez en un sueño?
—El sarcasmo y la mofa parecen dominar las lenguas de los hechiceros con demasiada frecuencia últimamente —comentó Wanlorn con tranquilidad, dirigiéndose a Barundryn Harbright—. ¿Lo habéis notado también vos?
El guerrero sonrió de oreja a oreja, más en dirección al mago que al hombre de nariz aguileña, y tronó:
—Así es. Una enfermedad del ingenio, me parece. —Sacudió un espetón forrado de codornices como si se tratara de un cetro y añadió—: Están todos tan ocupados mostrándose ingeniosos que nunca advierten cuando los afecta a ellos personalmente.
En tácito acuerdo tanto Harbright como Wanlorn volvieron las cabezas para mirar con dureza al hechicero, que abrió la boca con un mueca despectiva para decir algo cáustico, pareció olvidar lo que era, volvió a abrir la boca para decir algo más, pero en su lugar levantó la copa de vino y tomó un trago demasiado largo y apresurado, que lo hizo atragantarse.
Mientras el hechicero tosía, escupía y resollaba, el guerrero extendió una mano del tamaño de una pala y lo golpeó con fuerza entre los omóplatos. El mago se tambaleó violentamente en su asiento, y Harbright inquirió:
—¿Te has recuperado ya, dentro de lo que cabe?
El peligroso silencio que siguió, mientras el hechicero Arunder se esforzaba por recuperar el aliento y lady Nasmaerae se llevaba una mano a la boca con rapidez no exenta de elegancia, lo rompió lord Esbre Felmorel para decir en tono afable:
—Temo que vos estáis en lo cierto, mi buen señor Wanlorn. Pequeñas fortificaciones y ciudades amuralladas que se alzan solitarias son lo corriente por aquí, y todo parece indicar que las cosas seguirán así en los años venideros… a menos que algo le acontezca a la Señora de las Sombras.
—¿La Señora…?
—Una hechicera maligna —intervino el guerrero, y su sombría mirada se encontró con los ojos del hombre de nariz aguileña.
—Expuesto con toda franqueza —asintió el anfitrión—, pero muy cierto: la Señora de las Sombras es alguien a quien tememos y o bien obedecemos o evitamos, siempre que nos es posible. Nadie sabe dónde habita en realidad, pero intenta imponer su voluntad, cuando no gobernar directamente, en las tierras situadas justo al este de nosotros. Se sabe de ella que es… muy cruel.
Al advertir que el hechicero parecía haberse recuperado, lord Esbre procuró que éste recuperara el buen humor remitiéndose a él con cierta jovialidad.
—Vos sois nuestro experto en cuestiones de hechicería, lord Arunder; os ruego que nos reveléis aquello de importancia que sepáis sobre la Señora de las Sombras.
Llegó entonces el momento de nuevas sorpresas en la mesa de lord Esbre, pues lord Thessamel Arunder clavó los ojos en su plato y murmuró:
—No hay… No tengo nada que añadir a este tema. No.
La largas velas de la mesa de banquetes danzaron y parpadearon en medio de un silencio total durante un buen rato después de aquello.
Una docena de velas proyectaban su luz vacilante en el otro extremo del dormitorio como lenguas de hambrientas crías de dragón. La habitación era pequeña y de techo alto, y las paredes estaban cubiertas de tapices viejos pero todavía espléndidos que, según supuso Elminster, debían de ocultar unas cuantas entradas secretas y mirillas. Sonrió débilmente a la serenidad que le aguardaba, mientras pasaba a grandes zancadas junto al lecho, cubierto con cortinajes y un dosel, en dirección a la llama más cercana.
—Wanlorn soy —le dijo en voz baja—, y no lo soy.
Bajo esta apariencia, a vuestro servicio, os ruego que me escuchéis, oh Mystra de los Misterios, oh Dama excelente, oh Llama Zigzagueante. —Pasó dos dedos a través de las llamas, y su resplandor naranja se convirtió en un profundo y escalofriante azul. Satisfecho, se inclinó al frente sobre ella hasta casi dar la impresión de que quería introducir la llama azul en su boca, y musitó—: Escúchame, Mystra, te lo ruego, y cuida de mí en mis momentos de necesidad. Shammarastra ululumae paerovevim driios.
La luz de todas las velas perdió intensidad de repente, y las llamas descendieron hasta estar a punto de apagarse, para luego elevarse con renovadas energías y crecer como rayos de sol hasta emitir un resplandor más fuerte y cálido del que había habido antes en la habitación.
Mientras la luz de la llama danzaba sobre su mejilla, Elminster puso los ojos en blanco, se balanceó, y acabó por caer pesadamente de rodillas; se desplomó al frente en una postura agazapada y se deslizó hasta quedar tumbado en el suelo. Habiendo perdido el sentido, no pudo ver cómo las llamas escupían un círculo de motas azules que dio una vuelta a su alrededor y luego se desvaneció, dejando que la llama de la vela recuperara su habitual tono blanco ambarino.
En una estancia no muy lejana, pero oculta al final de oscuros senderos de piedra protegidos con conjuros, unas llamas del mismo color azul se arrollaban y retorcían unos centímetros por encima de un suelo al que no chamuscaban, trazando un sigilo que no sólo era complicado sino que cambiaba de un modo sutil mientras giraba en redondo por encima de las piedras pulidas como el cristal. Las llamas lamían y acariciaban los tobillos de su creadora, que bailaba descalza en su centro mientras ellas ascendían y descendían alrededor de sus rodillas. El blanco camisón de seda resplandecía por encima del fuego en tanto que ella tejía un hechizo que poco a poco llevó la tonalidad de aquellas llamas a sus ojos. El conjuro se derramó en el aire ante su rostro a modo de extrañas lágrimas sin que lady Nasmaerae dejara de girar y canturrear.
La habitación estaba vacía y oscura a excepción del hechizo que tejía, pero se iluminó un tanto cuando las llamas se elevaron para formar un óvalo erguido en cuyo interior apareció de improviso la figura de Wanlorn, caído cuan largo era sobre las losas de su dormitorio en medio de una docena de velas danzarinas.
La señora de Felmorel contempló aquella imagen y canturreó algo en voz baja que provocó que los ojos semicerrados del durmiente se acercaran más, hasta casi llenar la escena enmarcada por las móviles llamas.
—Ooundreth —salmodió entonces ella—. ¡Ooundreth mararae!
Extendió las manos por encima de las llamas y aguardó a que ascendieran para lamerle las palmas, llevando con ellas lo que tanto ansiaba: el oscuro torrente de ingenio y pensamiento en bruto que había absorbido tantas veces antes, recuerdos y conocimientos robados a una mente dormida. ¿Qué secretos guardaba este Wanlorn?
—Dadme —gimió, pues la corriente tardaba en llegar—. Dad… me…
Un poder como el que nunca antes había probado surgió de repente a través de las llamas; sus miembros se estremecieron, y todo el vello de su cuerpo se erizó para apartarse de la hormigueante piel. Luchó por respirar y se debatió contra la repentina tensión que se había adueñado de su cuerpo y de la habitación a su alrededor.
El oscuro torrente seguía sin llegar. ¿Quién era este Wanlorn?
La imagen que contenía el aro de fuego situado ante ella seguía siendo la de dos ojos semiabiertos y soñolientos; pero algo estaba cambiando en este círculo de fuego. Lenguas de fuego plateado aparecieron entre las azules, unas pocas al principio, pero luego más y más veloces; en unos instantes inundaron toda la escena, para luego brillar con más fuerza en tanto que la asombrada bailarina las contemplaba.
De improviso las llamas plateadas vencieron a las azules, y un par de fríos ojos que no eran los de Wanlorn se abrieron en su centro. Eran negros, plagados de estrellas titilantes, si bien las llamas que surgían de ellos como lágrimas eran del mismo azul brillante que las que brotaban de los ojos de Nasmaerae.
—Soy Azuth —resonó una voz que era a la vez melodiosa y terrible, y que surgía de las profundidades de su mente—. Acaba con este fisgoneo tuyo… para siempre. Si no me haces caso, se te arrebatarán los medios para espiar.
La señora del castillo de Felmorel lanzó entonces un alarido… tan fuerte y prolongado como no lo había hecho nunca, cuando las llamas azules se arremolinaron a su alrededor y, levantándola del suelo, la mantuvieron cautiva y forcejeante en posición vertical. Nasmaerae se sintió invadida por el pánico, el horror y la aversión hacia sí misma, cuando las llamas azules de su propio conjuro para robar pensamientos se volvieron contra ella.
Se estremeció bajo el ataque y se retorció impotente en silencio, para luego aullar como un ser perdido que deambula sin rumbo. Todo el brillo había desaparecido de sus ojos, y un hilillo de baba descendía desde la comisura de su boca, curvada en una mueca.
Los ojos inundados de estrellas contemplaron a la maltrecha mujer durante un terrible y largo momento, y luego escupieron nuevas llamas azules para envolverla en una especie de infierno desatado que duró sólo unos instantes.
Cuando aquel poder se retiró, la mujer descalza estaba de pie sobre el suelo de piedra de la sala de hechizos, su llameante trama hecha añicos y disuelta. El sudor mantenía pegado el camisón a su cuerpo, y sus manos temblaban sin control, pero los ojos desolados que las contemplaron eran los suyos propios.
—Vuelves a ser Nasmaerae, tu mente te ha sido devuelta. No consideres esto una prueba de clemencia, hija de Avarae. He roto todos tus vínculos, incluido, desde luego, el que mantiene hechizado a tu señor. Pronto tendrás que enfrentarte a las consecuencias; será mejor que te prepares.
La hechicera contempló con impotente horror aquellos ojos flotantes sembrados de estrellas. Éstos le devolvieron la mirada con severidad y firmeza al tiempo que se desvanecían, para quedar reducidos a la nada en un santiamén. Toda la iluminación mágica de la habitación se apagó y desapareció con ellos, dejando sólo el vacío.
Nasmaerae se quedó arrodillada durante un buen rato en la oscuridad, sola, sollozando en silencio. Luego se incorporó y empezó a andar con pasos quedos como un espíritu de mirada triste por senderos invisibles que conocía bien, palpando con las puntas de los dedos esquinas y arcos, en busca del panel deslizante que daba a la parte trasera del armario de su dormitorio.
Se abrió paso por entre capas cortas y vestidos, temblorosa aún, y aspiró con fuerza; luego suspiró, y posó los dedos sobre la más privada de sus arquetas, oculta en el estante superior.
Las doncellas habían dejado una única lámpara encendida sobre el mármol de la mesilla de noche, y la hoja afilada y fina como una aguja de la daga captó y devolvió el reflejo de su débil luz cuando ella la sacó de su estuche y la contempló casi con indiferencia unos instantes antes de girarla en la mano para amenazar su propio pecho.
—Esbre —dijo a la oscuridad en un susurro, al tiempo que echaba la mano hacia atrás para asestarse el golpe que le arrebataría la vida—. Te echaré en falta. Perdóname.
—Ya lo he hecho —dijo una voz fría como la piedra, cerca de su oído, y una mano conocida cruzó veloz ante su pecho para interceptar la muñeca que empuñaba el cuchillo.
Nasmaerae profirió un pequeño y sobresaltado grito y forcejeó salvajemente unos momentos, pero la velluda mano de lord Esbre era inamovible como el hierro, aunque a la vez tan suave como el terciopelo mientras rodeaba su muñeca.
Su otra mano le arrancó la daga y la arrojó lejos. El arma centelleó por la habitación hasta ser atrapada con suma destreza por uno de la docena aproximada de guardas que súbitamente surgieron desde detrás de cada tapiz y biombo de la estancia, y en un momento descaperuzaron faroles, encendieron antorchas en los candelabros de pared, y avanzaron inexorables para impedir cualquier movimiento que ella pudiera hacer en dirección a la puerta o al armario que tenía a su espalda.
Nasmaerae contempló con fijeza los ojos de su señor, todavía demasiado sobresaltada y aturdida para hablar, mientras se preguntaba cuándo tendría lugar el estallido de furia. Los ojos de la Mantimera ardían bajo una bruma de lágrimas, abrasándola, pero sus labios se movieron despacio y con precisión cuando le preguntó en tono sosegado:
—¿Matarse uno mismo es la respuesta a la magia descarriada? ¿Tenías un buen motivo para ponerme bajo el control de un hechizo?
Ella abrió la boca para suplicar, para verter mentiras desesperadas, para protestar diciendo que sus acciones habían sido malinterpretadas, pero todo lo que surgió de ella fue un torrente de lágrimas. Se arrojó sobre él e intentó caer de rodillas, pero una fuerte mano la mantuvo en pie. Cuando consiguió articular palabras por entre los sollozos, fue para rogar su perdón y ofrecerse para cualquier castigo que él considerara apropiado, y…
Su esposo la acalló colocando un dedo firme sobre los labios de la mujer y anunció sombrío:
—No hablaremos más de lo que has hecho. Jamás volverás a hechizarme a mí ni a nadie.
—Créeme, mi señor, yo jamás…
—No puedes, por mucho que lo desees. Lo sé. Y para que otros puedan saberlo también, intentarás hechizarme otra vez… ahora.
—¡Yo… no! —Nasmaerae abrió los ojos desmesuradamente—. ¡No, Esbre, no me atrevo! Yo…
—Señora —le dijo su esposo, implacable—, os doy una orden, no la posibilidad de elegir. —Realizó un gesto con tres dedos y, a su alrededor, las espadas chirriaron al ser desenvainadas.
Lady Felmorel lanzó miradas desesperadas a todos lados. Estaba rodeada de desgastadas espadas de combate, cuyas afiladas y oscuras puntas la amenazaban desde todos los ángulos. Distinguió a un lívido Glavyn por encima de una de ellas; al viejo y fiel Errart, que la contemplaba sombrío por encima de otra, y giró en redondo, para ocultar el rostro entre las manos.
—Yo… yo… ¡Esbre! —gimoteó—. Se me arrebatará la magia si…
—Se te arrebatará la vida si no lo haces. Es la muerte u obedecer, señora. La misma elección que tienen, cada día, los guerreros que me sirven. A ellos no les resulta tan duro.
Lady Nasmaerae gimió. Poco a poco, apartó las manos del rostro y se irguió, respirando con dificultad, la mirada perdida; luego echó la cabeza hacia atrás para mirar al techo y anunció con una vocecita:
—Necesito más espacio. Que alguien aparte esa alfombra, no vaya a chamuscarse. —Avanzó lentamente hacia la punta de una de las espadas hasta que su propietario cedió y ella pudo abandonar la lujosa y mullida estera, y enseguida se volvió para mirar al interior del círculo y anunció en voz baja—: Necesitaré un cuchillo.
—No —le espetó Esbre.
—El hechizo lo requiere, mi señor —explicó ella, mirando al techo—. Lo puedes empuñar tú mismo, si ello te resulta más grato. Pero debes obedecerme por completo cuando inicie el conjuro, de lo contrario estaremos perdidos los dos.
—Adelante —repuso su esposo, la voz fría como la piedra otra vez.
Nasmaerae se apartó de él hasta colocarse de nuevo en el centro del anillo de espadas y se volvió para mirarlo a la cara.
—Glavyn —dijo—, trae aquí el bacín de mi señor. Si estuviera vacío, háznoslo saber.
El guarda la miró fijamente sin moverse; pero abandonó su puesto y corrió hacia la puerta en cuanto lord Felmorel se lo indicó con un movimiento de cabeza.
Mientras aguardaban, la mujer se desprendió con toda tranquilidad del sudado camisón y lo arrojó lejos, quedándose desnuda ante los presentes. Permaneció así, con aire resuelto, sin cubrirse púdicamente ni adoptar sus acostumbradas poses sensuales, y se lamió los labios varias veces, sin apartar la mirada de su señor.
—Castígame —dijo de repente—, de cualquier otro modo excepto éste. El Arte lo significa todo para mí, Esbre, todo…
—Calla —casi le susurró él, pero ella retrocedió como si le hubiera azotado los labios con un látigo, y no volvió a hablar.
La puerta se abrió, y Glavyn regresó transportando un recipiente de barro. Lord Felmorel se lo cogió, le indicó que regresara a su puesto en la fila, y luego indicó a sus hombres:
—Tengo puesta mi confianza en todos vosotros. Si veis alguna cosa que pueda resultar perjudicial para Felmorel, usad las armas… contra nosotros dos, si es necesario. —A continuación, sosteniendo un pequeño cuchillo de cinto y el recipiente, dio un paso al frente.
—Te amo, Estre —musitó lady Nasmaerae, y cayó de rodillas.
Él la contempló con expresión glacial y se limitó a decir:
—Adelante.
Ella aspiró profundamente, con un estremecimiento, e indicó:
—Coloca el recipiente de modo que pueda introducir la mano dentro. —Cuando él hizo lo que le indicaba, la mujer hundió una mano en su interior y la sacó con la palma llena de su orina. Tras apoyar la mano entrecerrada en el suelo, alzó la otra y dijo—: Córtame la palma… No profundamente, pero haz que mane sangre.
Con expresión sombría, lord Felmorel obedeció, y ella ordenó a continuación:
—Ahora retírate… con el bacín y el cuchillo.
Mientras él retrocedía, los guardas se mostraron más nerviosos, listos para saltar al frente con sus armas a la menor señal de lord Esbre. En tanto que la sangre llenaba la palma de su mano, Nasmaerae paseó la mirada por el círculo, y los rostros que vio le indicaron hasta qué punto era temida y odiada. Se mordió el labio y sacudió levemente la cabeza.
Entonces volvió a aspirar con fuerza, y al hacerlo pareció adquirir valor.
—Voy a empezar —anunció, y sin una vacilación inició un cántico que aumentó veloz en su perentoriedad y parecía moldeado alrededor del nombre de su señor. Las palabras eran espesas pero a la vez en cierto modo resbaladizas, como serpientes en movimiento. A medida que brotaban más y más veloces, diminutas volutas de humo empezaron a salir de entre sus labios.
De repente dio una palmada de modo que la sangre y la orina se mezclaran, y gritó una frase que pareció resonar y golpear con violencia en los oídos de los nombres allí reunidos como una retahíla de truenos. Una llamarada blanca apareció entre el hueco formado por sus palmas, y la mujer alzó la cabeza para mirar a su señor… y profirió un alarido horrible y desesperado, al tiempo que intentaba arrojarse al suelo y gatear lejos de allí.
Los ojos inundados de estrellas arremolinadas de Azuth, fríos e implacables, la contemplaban con fijeza desde el rostro de lord Felmorel, y aquella terrible voz melodiosa del destino volvió a dejarse oír, para decirle:
—Toda magia tiene su precio.
Ninguno de los guardas escuchó aquellas cinco palabras ni vio otra cosa que lúgubre piedad en el rostro de su señor, cuando la Mantimera levantó la mano para detener sus espadas. Lady Felmorel se había desplomado sobre el suelo, su rostro una máscara de desesperación y los ojos ciegos, con moribundas volutas de humo elevándose de sus temblorosos miembros…, miembros que se ajaron ante sus ojos, recuperaron a continuación su lujuriante vitalidad, y acto seguido volvieron a marchitarse en atropelladas oleadas. Durante todo este tiempo, mientras su cuerpo se retorcía, se reconstruía y volvía a arrugarse, sus chillidos continuaron incansables, subiendo y bajando en un quebrado lamento de dolor y terror.
Los guardas contemplaron fijamente el cuerpo convulso en anonadado silencio hasta que su señor volvió a hablar.
—Mi señora permanecerá en cama unos días —anunció sombrío—. Dejadme con ella, todos, pero haced venir a sus doncellas para que se ocupen de ella. Azuth es misericordioso y a partir de este momento será venerado en esta casa.
En alguna parte una mujer se retorcía sobre un desnudo suelo de piedra, mientras una serie de espadas le apuntaban y su cuerpo desnudo se marchitaba en oleadas al compás de sus gemidos… Por todas partes se veían motas de luz, como estrellas en un firmamento nocturno, que giraban en la oscuridad con un metálico tintineo. A todo esto siguió una breve imagen confusa y vertiginosa de magos que lanzaban conjuros y se convertían en esqueletos bajo sus túnicas al hacerlo, antes de que Elminster se viera a sí mismo de pie en la oscuridad, bañado por la luz de la luna; se encontraba suspendido ante un castillo cuya puerta principal tenía la forma de una gigantesca telaraña. Era un lugar en el que sabía que no había estado nunca, y que tampoco había visto antes. Alzó las manos para tejer un conjuro que tomó cuerpo casi al instante y que destruyó mágicamente la puerta en un estallido de luz. El resplandor desapareció en medio de un remolino para convertirse en los colmillos de una boca sonriente que musitó: «Búscame en las sombras».
Las palabras, pronunciadas por una voz femenina, sonaron burlonas, y Elminster se encontró sentado muy erguido a los pies de su cama intacta, las ropas empapadas de sudor y pegadas al cuerpo.
—Mystra me ha guiado —murmuró—. No permaneceré más tiempo aquí, sino que iré a buscar y desafiar a esta Señora de las Sombras. —Sonrió y añadió—: O mi nombre no es Wanlorn.
Ni siquiera había deshecho la desgastada alforja en la que transportaba efectos personales, de modo que fue cuestión de un momento comprobar que ningún criado servicial había sacado nada para lavarlo y salió por la puerta a buen paso como si los invitados salieran siempre a pasear por los alrededores del castillo Felmorel a altas horas de la noche. Escurrir el bulto es propio de ladrones.
Dirigió un amable cabeceo al único criado con el que se tropezó, pero no llegó a ver el impasible rostro de Barundryn Harbright que lo observaba desde las profundidades de una oscura esquina, con un asentimiento satisfecho apenas perceptible. Ni tampoco vio la sombra que se deslizo fuera del hueco de la escalera por la que él descendía, y que fue tras sus pasos transportando su propia bolsa de pertenencias.
No había más que un único criado anciano de guardia ante las puertas cerradas del castillo. El atisbó en todas direcciones para asegurarse de que no había centinelas ocultos por ninguna parte, y, al no ver a nadie, levantó el farol apagado de latón que había cogido de un pasillo momentos antes, lo balanceó en el aire con cuidado, y lo soltó.
La lámpara cayó sobre los adoquines muy por detrás del anciano guarda, con el mismo estrépito que si hubiera caído al suelo una armadura. El hombre gritó aterrado y se golpeó la espinilla contra el marco de una puerta al intentar coger su pica.
Cuando consiguió llegar junto al farol hecho añicos, cojeando y maldiciendo, para amenazarlo con una pica bamboleante, El se había escabullido ya por la puerta lateral de la entrada principal, una sombra más en la húmeda noche primaveral.
Una segunda sombra conjuró una nube de bruma para que avanzara ante ella por si el errante Wanlorn volvía la cabeza para comprobar si lo seguían. Un brevísimo fogonazo señaló la ejecución del hechizo por parte de la sombra; pero el centinela con la pica se encontraba demasiado lejos para percibirlo o identificar el rostro fugazmente iluminado. Thessamel Arunder, el Señor de los Conjuros, también había sentido la necesidad de abandonar repentina y silenciosamente el castillo Felmorel en plena noche.
La presencia del farol resultaba desconcertante, la cojera dolorosa, y la pica demasiado larga y pesada; el viejo Bretchimus tardó algún tiempo en regresar a su puesto. El anciano no sintió el helado y tintineante remolino que era más una ráfaga de viento que un cuerpo, más una sombra que una presencia, y que, flotando decidido, se convirtió en la tercera sombra que salió aquella noche por la puertecita lateral. Tal vez fuera lo mejor. Mientras volvía a apoyar la pica contra la pared, la punta de ésta se desprendió; era una pica vieja y ya había tenido demasiadas emociones por una noche.
La granja Torntlar ocupaba seis colinas y requería muchas horas de trabajo. El alba encontró a Habaertus Ilynker frotándose la espalda dolorida y cavando en el pedregoso suelo de la última colina, la que lindaba con el bosque infestado de lobos que se extendía hasta Felmorel. Como hacía cada mañana, Habaertus echó una ojeada en dirección al castillo, aunque se hallaba demasiado lejos para poder distinguirlo realmente, y saludó con un cabeceo a su hermano mayor Bretchimus.
—Tú sí que tienes suerte —dijo a su hermano ausente, como hacía cada mañana—. Viviendo ahí, con esa enorme bodega y esa esbelta dama envuelta en sedas dándote órdenes y todo eso.
Se escupió en las manos y volvió a tomar la azada a tiempo de ver unos centelleos dispersos en el aire que le indicaron que algo extraño se acercaba… o más bien pasaba por su lado. Una presencia invisible y campanilleante surgió veloz de entre los árboles y atravesó el campo, formando remolinos como una neblina o sombra, aunque al mismo tiempo resultaba curiosamente escurridiza, pues no se distinguía ninguna sombra si se la miraba con atención.
Habaertus observó cómo empezaba a pasar serpenteante, frunció los labios, y, dominado por la curiosidad, la golpeó con la azada.
La reacción fue inmediata. Se produjo un centelleo en el aire allí donde la hoja de la azada había atravesado la ráfaga de viento, sonó un fuerte campanilleo por todas partes, y acto seguido el misterioso viento cayó sobre Habaertus, aullando a su alrededor como un perro de presa disponiéndose a matar. El hombre ni siquiera tuvo tiempo de emitir una exclamación de asombro.
Mientras un esqueleto pelado por el viento se desplomaba sobre el polvo, el remolino se irguió con un nuevo y tenue coro de tintineos y siguió su camino a través de la granja Torntlar. Tras él una azada estropeada chocó sordamente contra el suelo junto a dos botas vacías. Una de las cuales no tardó en caer, y todo lo que quedaba de Habaertus Ilynker se deshizo y fue arrastrado por el viento.