20

Nunca tantos han debido tanto

Nunca antes en la historia de este hermoso reino han debido tantos tanto a las arcas del rey. Pero no temáis, que no tardará en pasar a cobrar… y su precio será la vida de sus deudores, en una u otra guerra en el extranjero. Lo llamará una Cruzada o algo con un nombre igual de rimbombante… pero los que mueran bajo los colores de Cormyr estarán tan muertos como si lo hubiera llamado «una incursión para saquear», o «una patrulla en busca de cabezas». Ése es el modo en que los reyes recaudan sus impuestos en sangre. Únicamente los archimagos son capaces de incautarse de tales pagos con mayor rapidez y temeridad.

Albaertin de Marsember

Un pequeño y traicionero libro de coplas

Año de la Serpiente

—Hora del juicio —tronó aquella voz profunda en la cabeza de Elminster—. Ten cuidado de efectuar las elecciones correctas.

Por alguna razón, el athalante sabía que Azuth se había ido, y que estaba solo en el torrente de chispas azules —el torrente al que había tomado por Azuth— que le hacía dar vueltas y más vueltas mientras lo arrastraba hacia abajo, hasta un lugar en tinieblas, con un frío suelo de piedra bajo sus rodillas desnudas. Estaba desnudo, pues la túnica y la daga e innumerables objetos mágicos habían desaparecido durante el largo período de rotación.

—Me ha robado un dios —murmuró y rió por lo bajo. Su risa no dejó ningún eco tras de sí, pero su manera de desvanecerse le hizo pensar que se encontraba en un lugar subterráneo, algún lugar no demasiado grande. Su sensación de bienestar desapareció justo después de su risita; sentía como si le hubieran desgarrado las entrañas.

Notaba humedad, y todo él empezaba a helarse, pero no abandonó su posición arrodillada. Se sentía débil y mareado, y, cuando intentó detectar magia o invocar sus hechizos, todos sus poderes como Elegido y como mago parecían haber desaparecido.

Volvía a ser simplemente un hombre, de rodillas en una sala oscura en alguna parte, y, aunque sabía que debiera sentir desesperación, lo cierto era que se sentía en paz. Había visto pasar muchos más años que la mayoría de los humanos y —hasta donde podía juzgar, al menos según su criterio— le había ido muy bien. Si había llegado el momento de que muriera, que así fuera.

Sólo existían las quejas habituales: ¿era hora de que muriera? ¿Qué debería hacer ahora? ¿Qué sucedía? ¿Quién pasaría por allí y le facilitaría las respuestas a todas sus preguntas… y cuándo?

La única fuente de auxilio y guía de su vida que no llevaba muerta una eternidad, ni estaba metida en una tumba y dormida no sabía dónde, era la diosa que lo había convertido en su Elegido.

—Oh, Mystra, habéis sido mi amante, mi madre, mi guía espiritual y mi maestra —dijo Elminster en voz alta—. Por favor, escuchadme ahora.

En realidad no había sido su intención elevar una plegaria… o tal vez sí lo había sido desde el principio, pero no había querido admitirlo.

—Me he sentido muy honrado de serviros —dijo a la oscuridad que le escuchaba—. Me habéis concedido una vida espléndida, por la cual, como hacen siempre los hombres, no os he dado suficientes gracias. Me contento con el destino que consideréis apropiado para mí, sin embargo; y, como hacen siempre los hechiceros, quisiera deciros unas cuantas cosas antes.

Lanzó una risita, y levantó una mano.

—Ahorraos vuestros hechizos y furia —añadió—; sólo son tres cosas.

Elminster aspiró con fuerza.

—La primera: gracias por haberme dado la vida que me habéis dado.

¿Se movía algo en la penumbra y las sombras más allá del punto en que podía confiar en lo que sus ojos le mostraban?

Hizo un gesto de indiferencia. ¿Y qué importaba si algo se movía? Solo, sin ropas, de rodillas y sin la magia para ayudarlo, si algo se aproximaba a él, así era como tendría que recibirlo, y esto era todo lo que tenía que ofrecer.

—La segunda —anunció con calma—: siendo vuestro Elegido es realmente como quiero pasar mis días.

Aquellas palabras resonaron, allí donde la oscuridad había ahogado sus palabras antes. El arrugó el entrecejo; luego volvió a encogerse de hombros y dijo a la oscuridad con toda franqueza:

—La tercera, y más importante que deseo comunicar es: Señora, os amo.

Mientras estas palabras resonaban, la oscuridad vomitó algo que sí se movió y se dejó ver con prístina claridad.

Algo enorme y monstruoso y lleno de tentáculos se arrastró sin prisa hacia él.

—¿Era un dios? —preguntó Vaelam, que tenía incluso los labios lívidos.

Un sordo jadeo fue la primera respuesta que recibió de los otros Hechizos Pavorosos, mientras yacían sin aliento en la hondonada. Arañados y desgarrados por las ramas de los árboles durante su loca carrera y totalmente exhaustos, empezaban ahora a despojarse del pesado manto de terror.

—Dios o no dios —farfulló Femter—, cualquiera que pueda soportar todo lo que le arrojamos sobre la cabeza… ¡y tragarse bolas de fuego, por la bendita Shar!… es alguien a quien no quiero enfrentarme en una batalla.

—Por la bendita Shar, realmente, Hermano Pavoroso —dijo alguien en tono casi afable desde el otro extremo de la hondonada, donde los helechos eran muy altos. Cinco cabezas giraron en redondo, los ojos casi desorbitados por el temor…

… y cinco bocas se desencajaron; las gargantas a las que pertenecían tragaron saliva ruidosamente, y los ojos situados encima adquirieron una expresión de terror absoluto.

La dama enmascarada y con capa que flotaba en el aire justo por encima del alcance de sus manos, recostada tranquilamente sobre la nada, les era muy conocida.

—Ya que existe una Negra Llama en las Tinieblas —ronroneó a modo de saludo solemne la Señora Suprema de los Acólitos.

—Y nos calienta, y su divino nombre es Shar —murmuraron los cinco sacerdotes en un coro reticente y lleno de desesperación.

—Os halláis muy lejos de la Casa de la Noche Sagrada, Hermanos Pavorosos, y no estáis familiarizados con la forma de actuar de los hechiceros. Sois demasiado propensos a descarriaros y necesitáis una guía —comentó la Hermana Pavorosa Klalaera, su voz un meloso sonsonete amenazador—. Por ese motivo nuestra muy solícita y atenta Dama Tenebrosa Avroana ha enviado la Casa de la Noche Sagrada… a vosotros.

—Saludos, Hermana Pavorosa —contestó Hechizo Pavoroso Elryn, que consiguió dar un tono evasivo a su voz—. ¿Qué noticias traes?

—Noticias del profundo desagrado de la Dama Tenebrosa ante tu mando, muy temerario Elryn —respondió la Señora Suprema casi con jovialidad, los ojos dos pedernales salpicados de chispas—, y de su voluntad: que dejéis de vagabundear por Faerun según os plazca y regreséis al lugar del que habéis huido hace poco. Allí hay un inmenso poder… y Shar quiere que nos hagamos con él. Sé que no querréis fallar a la muy divina Shar ni decepcionar a la Dama Tenebrosa Avroana. De modo que dad media vuelta y regresad allí, para servir a Shar tan competentemente como sé que podéis hacerlo. Os acompañaré hasta allí, para transmitiros la voluntad de nuestra señora mientras regresáis a la misión a la que se os envió. ¡Ahora, levantaos, todos vosotros!

—¿Regresar? —rugió Femter, y su mano se movió veloz hacia una de las varitas que todavía llevaba en el cinturón—. ¿Para batirnos en duelo con un dios? ¿Estás loca, Klalaera?

Los otros Hechizos Pavorosos observaron en silencio, sin levantarse ni tampoco expresar su desafío, mientras algo invisible centelleaba entre la Señora Suprema, que permanecía muy tranquila con la cabeza apoyada en la mano, y Femter Deldrannus, cuya varita seguía deslizándose fuera de su cinto.

El sacerdote lanzó un alarido y, arrojando a un lado la varita, se sujetó la cabeza con ambas manos y dio un tambaleante paso al frente, con piernas temblorosas.

Contemplaron cómo se convulsionaba y retorcía y balbuceaba durante lo que pareció una eternidad antes de que Klalaera alzara una lánguida mano y la cerrara como si tal cosa… Femter se desplomó y cayó de bruces como una marioneta a la que acaban de cortar el hilo.

—Puedo hacerle lo mismo a cualquiera de vosotros… y a todos vosotros a la vez —explicó la Señora Suprema con voz cansina—. Ahora levantaos y regresad. Teméis morir a manos de ese dios sobre el que farfulláis, pero yo puedo haceros llegar una muerte segura comparada con otra que puede suceder… o no. ¿Alguno de vosotros desea arrodillarse y morir aquí ahora… entre dolores atroces y desprovisto de la gracia de Shar? ¿O mostraréis a la Llama de las Tinieblas sólo un poco de la obediencia que ella espera de aquellos que dicen adorarla?

Mientras pronunciaba estas sarcásticas palabras, la Hermana Pavorosa Klalaera descendió suavemente hasta el suelo, y sacó del cinturón el infame látigo de púas con el que flagelaba a los acólitos a su cargo. Los Hechizos Pavorosos volvieron los rostros de mala gana en dirección a las ruinas que habían abandonado con tanta precipitación y empezaron a abandonar la hondonada con pasos lentos y pesados, al compás de la lluvia de latigazos que la mujer asestaba sobre la indefensa espalda del inmóvil Femter.

En el borde de la depresión, se volvieron en mudo acuerdo para mirar atrás, y vieron cómo Femter, la cabeza colgando y la mirada vidriosa, se incorporaba bajo el poder de una magia feroz y los seguía con pasos tambaleantes; la espalda, convertida en jirones de carne en medio de un revoltijo de sangre coagulada, estaba plagada de zumbantes insectos, y las botas iban dejando un reguero de pisadas ensangrentadas. Klalaera sacudió el látigo, del que se desprendieron gotas de oscura sangre, y les dedicó una dulce sonrisa.

—Seguid andando —indicó con suavidad—. Yo iré justo detrás.

A pesar de la flotante amenaza de la Señora Suprema a su espalda, los cinco Hechizos Pavorosos aminoraron cautelosos el paso mientras ascendían la última elevación arbolada situada ante las ruinas. Seguir avanzando sin inspeccionar antes el terreno podía significar una muerte rápida… y un retraso podía tal vez asegurarles que el pozo estuviera vacío de peligrosos hechiceros.

—Cuidado —murmuró Elryn, en cuanto escuchó el crujir del cuero que indicaba que la Hermana Pavorosa Klalaera se inclinaba al frente para descargar su látigo sobre los hombros de alguien, probablemente los suyos—. No hay necesidad de que nadie tenga que luchar solo en la refriega. Si trabajamos unidos…

—Ahórrate esos lindos discursitos, Elryn —le espetó la mujer—. ¡Cierra el pico y ve delante! No hay nada entre nosotros y las ruinas excepto un par de tocones de árbol, mucha leña inútil, vuestros propios temores y…

—Nosotros —murmuró una voz melodiosa; una voz elfa, cuyo propietario se alzó del otro lado de la elevación, sosteniendo entre ambas manos una espada de madera sin vaina—. Pasear por los bosques hoy en día entraña muchos peligros —añadió Quiebraestrella—. Mi amigo, por ejemplo.

El mago humano Umbregard apareció de detrás del montículo justo tras aquellas palabras y obsequió a los sharranos con una breve sonrisa. Sostenía una varita en cada mano.

—¡Matadlos! —ordenó la Señora Suprema.

—Bueno —dijo Quiebraestrella con un suspiro teatral—, si insistís… —La magia brotó de él entonces como una rugiente marea que se llevó con ella los rayos de las varitas, conjuros sencillos, y las vidas del forcejeante Hrelgrath y el atónito Vaelam.

Femter chilló y huyó a ciegas de vuelta hacia los árboles, hasta que la magia invisible de Klalaera lo detuvo en seco como si un dogal le acabara de rodear el cuello, y lo obligó a girar en redondo, revolviéndose y gimoteando, para reanudar el lento avance bamboleante hacia la refriega.

Rayos de luz acuchillaban y combatían en el revuelto aire mientras Elryn y un Daluth vociferante intentaban acabar con el mago elfo, y Umbregard usaba sus propias varitas para desbaratar y desviar sus ataques.

Daluth lanzó un grito de dolor cuando un rayo errante dejó al descubierto el hueso de su hombro, carne, tendones y ropas consumidos en un instante. Retrocedió tambaleante uno o dos pasos, más o menos al mismo tiempo que Umbregard caía de espaldas con un gruñido y una lluvia de chispas, dejando al elfo solo ante los sharranos.

La Suprema Señora de los Acólitos exhibió su sonrisa más fría y cruel, que se amplió cuando el conjuro protector de Quiebraestrella se oscureció, parpadeó, y empezó a encogerse bajo los rayos y explosiones que surgían de las varitas de los Hechizos Pavorosos.

—No sé quién eres, elfo —observó la mujer, casi afable—, ni por qué decidiste cruzarte en nuestro camino, pero es muy probable que resulte una decisión fatal. Puedo eliminarte ahora mismo con un hechizo, pero preferiría obtener unas cuantas respuestas. ¿Qué lugar es éste? ¿Qué magia se oculta aquí que hace que valga la pena que pierdas la vida por ella?

—Lo único que me sorprende más de los humanos que esa costumbre suya de dividir el hermoso Faerun en diferentes «lugares», en el que ninguno parece tener nada que ver con el siguiente —repuso Quiebraestrella con la misma tranquilidad que si se encontrara conversando con un viejo amigo ante un vaso de vino de luna—, es su necesidad de refocilarse, amenazar y fanfarronear en las batallas. Si de verdad puedes matarme, hazlo, y no me marees. De lo contrario…

Dio un salto en el aire mientras lo decía, dejando que los ataques sharranos destrozaran los tocones y helechos en que había estado, y transformó su escudo protector en una red de energía mortífera que cayó sobre la Señora Suprema.

Ésta se retorció en el aire, entre sollozos y rugidos, hasta que sus desesperadas órdenes mentales consiguieron arrastrar al enloquecido Femter hasta allí para colocarse debajo de ella. Entonces la mujer arrojó sus propias defensas —y el ataque del elfo, que seguía carcomiéndolas— sobre el indefenso Hechizo Pavoroso, en una letal catarata que lo convirtió en una titubeante masa ciega de sangre y huesos al descubierto.

Las articulaciones de Femter Deldrannus se quebraron, y el hombre fue en busca de su último y eterno abrazo con la tierra, sin que nadie le hiciera caso. Ni siquiera había tenido tiempo de gritar.

Una Señora Suprema sin aliento empezó a dar vueltas en el aire a medida que su conjuro de vuelo se desvanecía.

Elryn, por su parte, profirió un alarido victorioso cuando los proyectiles de su varita acertaron por fin a Quiebraestrella e hicieron girar al elfo sobre sí mismo en medio de un enjambre de aguijoneantes proyectiles. Umbregard intentaba alzarse, el rostro convulsionado por el dolor, mientras contemplaba cómo su amigo se veía sitiado.

Daluth apuntó a quemarropa al mago humano con su varita, por encima de los cuerpos humeantes de sus caídos compañeros, y esbozó una sonrisa en dirección al horrorizado humano.

Entonces giró en redondo y lanzó sobre la Hermana Pavorosa Klalaera todo el poder que la varita que empuñaba era capaz de proyectar.

La varita se deshizo en su manos, dejándolo con las manos vacías, en tanto que el látigo que toda la Casa de la Noche Sagrada odiaba y temía tanto ardía de un extremo a otro y salía disparado por los aires en dirección a los árboles, arrojado por un cuerpo convulso vestido de cuero negro que se desmoronaba en un montón de restos humeantes…

… para a continuación volver a erguirse, rodeado de chisporroteantes llamas negras. El rostro que había pertenecido a Klalaera se agitó y onduló bajo unos ojos muertos y fijos al tiempo que sus labios tronaban:

—¡Daluth, morirás por eso!

La voz era espesa y rugiente, pero los dos Hechizos Pavorosos supervivientes la reconocieron; Elryn giró incluso la cabeza, abandonando la tarea de destrozar el cuerpo del mago elfo, cada vez más ennegrecido.

—Quedas expulsado del favor de Shar. ¡Muere sin amigos, falso sacerdote! —tronó la Dama Tenebrosa Avroana, a través de unos labios que no eran los suyos.

El proyectil de fuego negro que vomitó el cuerpo de la Señora Suprema barrió entonces al hechicero sacerdote renegado, así como a un enorme árbol que tenía detrás y un tocón que los empequeñecía a ambos, estremeciendo todo el bosque a su alrededor y arrojando a Elryn al suelo.

El último Hechizo Pavoroso seguía esforzándose por ponerse en pie cuando el desmadejado cuerpo de Klalaera, chorreando todavía negras llamas, flotó al frente.

—Ahora quitémonos de encima a magos entrometidos, tanto humanos como elfos, y…

La esfera de fuego púrpura que surgió de la nada para estrellarse contra lo que quedaba de la Señora Suprema la hizo pedazos y salpicó los árboles circundantes con jirones de cuero negro.

—Ah, idiota, ésa es una de las cosas de la que ninguno de nosotros se podrá deshacer jamás —indico una nueva voz a la menguante y cada vez más desinflada esfera de negro fuego que flotaba donde había estado Klalaera.

Elryn contempló boquiabierto al humano que estaba de pie sujetando un humeante amuleto medio deshecho, mientras una negra capa se arremolinaba a su alrededor.

—Faerun siempre tendrá magos entrometidos —añadió el recién llegado, mirando al moribundo montón de llamas con lúgubre satisfacción—. Como yo, por ejemplo.

Elryn concentró todas sus energías en abalanzarse sobre este nuevo adversario, y, balanceando con furia el mazo que llevaba al cinto, dio un salto en el aire para añadir todo su peso al golpe.

Sin embargo, su objetivo no estaba allí para recibir el ataque del metal, y el recién llegado deslizó un cuchillo en la garganta del sacerdote casi con delicadeza al tiempo que se colocaba detrás del último de los Hechizos Pavorosos, y decía con toda educación:

—Tenthar Taerhamoos, archimago de la Torre del Fénix, a tu servicio… para la eternidad, según parece.

Sintiendo que se asfixiaba con algo helado que se resistía a salir de su garganta, mientras el hermoso entorno de árboles y sombras moteadas se oscurecía a su alrededor, Elryn descubrió que no podía responder.

Un fuego purpúreo estalló sobre el altar de Shar con un repentino molinete, chamuscando el cuenco de vino negro allí depositado. El acólito elegido sostuvo en alto el reluciente cuchillo que iba ser apagado en el vino y continuó con fervor el cántico de su plegaria, sin saber que los estallidos de fuego purpúreo no formaban parte de aquel sagrado ritual.

Tan absorto estaba en el fluir de las palabras de su conjuro que ni siquiera vio cómo la Dama Tenebrosa de la Casa se tambaleaba y caía ante él sobre el altar, con las extremidades envueltas en llamas púrpura. El vino siseó y chisporroteó bajo su cuerpo mientras ella se debatía, boca arriba, y contemplaba con fijeza el negro círculo bordeado de morado que adornaba el techo abovedado sobre su cabeza. Avroana seguía arqueando el cuerpo e intentando recuperar aliento suficiente para chillar, cuando la oración llegó a sus últimas y triunfales palabras… y el cuchillo descendió con fuerza.

Con ambas manos el acólito guió la hoja consagrada, mientras las runas de sus oscuros lados palpitaban y brillaban, para hundirla en el corazón del cuenco, justo en el centro… del pecho de la Dama Tenebrosa Avroana.

Sus ojos se encontraron cuando el acero penetró hasta la empuñadura, y Avroana tuvo tiempo de contemplar cómo un júbilo triunfal aparecía en los ojos del acólito junto con el horror provocado por la comprensión de su error, antes de que todo se oscureciera para siempre para ella.

Jadeante, Quiebraestrella consiguió incorporarse sobre un brazo, el rostro crispado de dolor. Unas enormes ampollas supurantes le cubrían todo el costado izquierdo, excepto donde la carne derretida relucía en balanceantes gotitas y ristras de tendones chamuscados. Umbregard se acerco medio tambaleante medio a la carrera hasta él, intentando no mirar al archimago de la Torre del Fénix, su enemigo de tantos años.

El temor a lo que Tenthar podía hacer, de pie tan cerca de su espalda, estaba claramente escrito en el rostro de Umbregard cuando éste se arrodilló junto a Quiebraestrella y, con sumo cuidado, conjuró sobre el malherido elfo el hechizo curativo más poderoso que conocía. No era un clérigo, pero incluso un estúpido comprendería que si no se prestaba ayuda a su amigo éste no viviría durante mucho tiempo.

El mago elfo se estremeció en los brazos de Umbregard, pareció relajarse un poco, y luego respiró con más facilidad, los ojos entrecerrados. Su costado seguía teniendo el mismo aspecto, pero los órganos —sólo parcialmente ocultos bajo las horribles heridas abrasadas— ya no estaban contraídos y humeantes. No obstante…

Una mano se abrió paso junto a Umbregard; los dedos relucían con brillo curativo, y se posaron sobre el costado de Quiebraestrella. El resplandor lanzó un fogonazo, el elfo se estremeció, y los últimos fragmentos de algo que había colgado de una cadena alrededor del cuello del archimago cayeron convertidos en polvo, que se llevó el aire. Tenthar se incorporó apresuradamente y retrocedió, llevándose la mano al cinturón.

Umbregard levantó los ojos hacia la varita sobre la que se había cerrado aquella mano y preguntó a su propietario:

—¿Va a haber violencia entre nosotros?

—Cuando todo Faerun está en juego —respondió el mago sacudiendo la cabeza—, hay que dejar a un lado las enemistades personales. Creo que he madurado lo suficiente para dejarlas a un lado definitivamente. —Le tendió la mano—. ¿Y tú?

Elminster permaneció arrodillado sobre la fría piedra mientras aquella masa reptante llena de tentáculos se iba acercando más y más. Con una naturalidad casi indolente, un largo tentáculo moteado de azul y marrón se alargó hasta él y se arrolló a su garganta. Heladas llamaradas de temor le recorrieron la espalda, y El tembló mientras el tentáculo se cerraba con más fuerza.

—Mystra —musitó a la oscuridad—, yo…

Un recuerdo de cómo había sostenido a una diosa en sus brazos mientras volaban por el aire le vino a la mente de forma inopinada, y sacó fuerzas del orgullo que ello despertaba en su interior, reprimiendo el temor.

—Si debo morir bajo estos tentáculos, que así sea. He tenido una buena vida, y mucho más larga y mejor que la mayoría.

A medida que su miedo se disolvía, también lo hacía el resbaladizo monstruo, hasta deshacerse por completo, aunque se aferró a él como una humareda pegajosa durante unos instantes antes de que una repentina luz cayera sobre él. El volvió la cabeza en dirección al origen de aquella luz… y sus ojos se abrieron desmesuradamente.

Lo que sus ojos le habían dicho que era probablemente una pared desnuda de piedra, si bien el manto de oscuridad dificultaba poder verlo con claridad, era ahora una enorme entrada en forma de arco. Al otro lado se veía una estancia inmensa repleta de relucientes monedas de oro, magníficas estatuas y gemas: literalmente barriles repletos de relucientes gemas.

Elminster contempló todo aquel resplandor y se limitó a encogerse de hombros; sus hombros apenas habían vuelto a su posición original, cuando la cámara del tesoro se oscureció y se desvaneció junto con todas sus riquezas, tras lo cual una trompeta sonó clamorosa a su espalda.

Giró en redondo y se encontró con otra estancia enorme, magnífica y bien iluminada. En ésta no había tesoros, sino una multitud de gente; realeza, a juzgar por sus brillantes ropajes, coronas y rostros orgullosos. Reyes humanos y emperadores con aspecto de reptil y cubiertos de escamas se mezclaban con seres marinos que boqueaban en el aire, y todos ellos se apretujaban al frente para depositar sus coronas y cetros a sus pies, murmurando infinitas variaciones de la frase: «Me entrego junto con todas mis tierras, gran Elminster».

Numerosas princesas se despojaban ahora de sus vestidos cubiertos de joyas para entregárselos junto con ellas mismas, y se postraban en el suelo para aferrarse a sus tobillos. Notó el contacto de sus dedos ligeros sobre su cuerpo, y contempló innumerables ojos que lo miraban con adoración, temor reverencial y anhelo; luego cerró los suyos con fuerza unos instantes para hacer acopio de la fuerza de voluntad necesaria.

Cuando los volvió a abrir, al cabo de una eternidad, fue para decir con voz clara y firme:

—Mis disculpas, y no es mi intención ofender con mi negativa, pero… no. No puedo aceptaros ni a vosotros, ni nada de esto.

Cuando acabó de abrirlos, todo se deshacía en el aire en medio de una creciente penumbra, y a su derecha empezaba a brillar otra luz, pero ésta era el moteado bailoteo de la auténtica luz del sol. Immeira del Starn de Buckralam se deslizaba hacia él a través de una iluminada habitación, los brazos extendidos y con aquella sonrisa ansiosa en su rostro, ofreciéndose a él. A medida que se acercaba, formando su nombre en silencio con los labios, se abrió el corpiño de su vestido azul oscuro… y Elminster tragó saliva con fuerza cuando el recuerdo regresó a su mente en forma de una cálida y repentina oleada.

El sol penetraba por las ventanas de la Torre del Zorro y depositaba sus moteados dedos sobre los pergaminos que Immeira estudiaba con el entrecejo fruncido. Dioses, ¿cómo podía alguien entender algo de todo aquello? Suspiró y se recostó en su silla; luego, en una especie de sueño, se encontró alzándose para deslizarse por la habitación hacia su rincón más oscuro. A mitad de camino sus dedos empezaron a tirar de sus cierres y lazadas para abrir la parte delantera de su vestido, como si se ofreciera… al vacío.

—¿Por qué…? —murmuró Immeira arrugando la frente; luego se estremeció de improviso, giró en redondo, y volvió a abrocharse el vestido con dedos temblorosos.

Sus atareados dedos se cerraron en puños cuando hubo terminado, y atisbó en todas direcciones alrededor de la desierta habitación, palideciendo.

—¿Wanlorn? —susurró—. ¿Elminster? ¿Me necesitas?

El silencio fue su respuesta. Hablaba a una habitación vacía, empujada por sus propias fantasías. Irritada, se encaminó veloz de vuelta a su silla… y se detuvo en mitad de una zancada, cuando la inundó la repentina sensación de que la observaban. La siguió una oleada de inmensa paz y afecto.

La joven se encontró sonriendo al vacío, más satisfecha de lo que había estado jamás. Irradió satisfacción hacia toda la estancia que la rodeaba y volvió a sentarse con un suspiro. La moteada luz solar danzó sobre sus pergaminos, y ella sonrió al recordar a un delgado hombre de nariz aguileña que había salvado el Starn mientras ella observaba. Immeira volvió a suspirar, sacudió la cabeza para retirar los cabellos de sus ojos, y regresó a la tarea de intentar decidir quién en el Starn debía plantar qué, a fin de que todos tuvieran comida suficiente para pasar sin privaciones todo el invierno.

Su cálido y tierno anhelo, su encanto… Elminster extendió los brazos hacia Immeira, con una amplia sonrisa iluminando su rostro; sonrisa que se heló cuando una idea pasó por su mente: ¿iba a convertirse esta joven llena de energía en una especie de recompensa para él, para señalar su retiro del servicio de Mystra?

Apartó bruscamente las manos de la mujer que se aproximaba y le espetó con ferocidad a las tinieblas:

—No. Hace mucho tiempo hice ya mi elección: recorrer el camino más largo, por la ruta sombría, y conocer el peligro, la aventura y la muerte. Ahora no puedo darle la espalda, pues tanto como yo necesito a Mystra, me necesita Mystra a mí.

Ante aquellas palabras, Immeira y la habitación bañada por la luz del sol situada tras la joven se desvanecieron en una lluvia de motitas de luz cada vez más pequeñas que se hundieron bajo sus pies, en el enorme y oscuro vacío en cuyo interior flotaba el mago, hasta que sus ojos dejaron de verlas.

De improviso, una nueva llamarada de luz solar se abrió paso a su derecha. Elminster giró hacia ella, y se encontró contemplando una larga sala llena de hileras de estanterías que se alzaban hasta tocar el elevado techo. El aire estaba lleno de motitas de polvo iluminadas por la luz del sol, y por entre su brillo Elminster descubrió que los estantes estaban atestados de libros de hechizos, sin que quedara ni un centímetro libre de estantería. De los lomos de algunos sobresalían cintas; otros lucían relucientes runas.

Un sillón de aspecto muy cómodo, un escabel y una mesita atrajeron su atención desde el rincón derecho de la biblioteca. En la mesita había grandes pilas de libros; El dio un paso al frente para poder verlos mejor, y se encontró penetrando en la habitación con paso veloz y anhelante.

Hechizos de Athalantar, indicaba con claridad un rótulo dorado en uno de los lomos. Extendió una mano ávida y luego la dejó caer al costado otra vez, mascullando:

—No, me parte el alma rechazar tales conocimientos, pero… ¿no es más divertido encontrar magia nueva, aprenderla mediante la adivinación de las frases correctas, y poner a prueba nuestras deducciones experimentando con hechizos?

La habitación no se desvaneció en la oscuridad como había sucedido con todas las apariciones anteriores. El parpadeó ante la visión de más libros de hechizos de los que podría recoger en un siglo aunque no hiciera otra cosa más que buscar libros de magia, y tragó saliva. Luego, como en sueños, dio un paso en dirección al estante más próximo, para alargar un brazo hacia un tomo especialmente grueso que llevaba por título Compendio de hechizos netheritas recogidos por Galagard. Se encontraba apenas a unos centímetros de las puntas de sus dedos cuando giró sobre sí mismo y rugió:

—¡No!

En medio del eco de aquella exclamación, su mundo volvió a quedarse a oscuras y vacío, la habitación polvorienta arrebatada de allí en un instante, y él se halló de nuevo en medio de las tinieblas y en tinieblas.

Una luz se acercó, surgiendo del aterciopelado y negro vacío, y se convirtió en un hombre ataviado con ropajes de cuello alto y llenos de adornos, de pie sobre un suelo de losas de piedra con un bastón mágico que centelleaba y zumbaba en la mano. El hombre, que no veía a Elminster, contemplaba con semblante torvo a una mujer muerta caída sobre las piedras a sus pies, y de cuyo cuerpo se elevaban tenues volutas de humo, el rostro paralizado en un eterno alarido de terror.

—No —manifestó el hombre con voz cansina—. Encuentro que «Primero entre sus Elegidos» se ha convertido en una presunción sin sentido. Encuentra a otro estúpido que se convierta en tu esclavo a través de los siglos, señora. Todos aquellos a los que amé, todos aquellos a los que conocí, están muertos y enterrados; mis esfuerzos se ven desbaratados por cada nueva generación de codiciosos conjuradores, Faerun se desvanece en una pálida sombra de la gloria que contemplé en mi juventud. Y, lo que es más importante, me siento condenadamente… cansado…

El hombre partió su bastón con un repentino arrebato de energía, y de los extremos rotos surgió un fogonazo de luz azul que se arremolinó justo antes de que un potente estallido de magia liberada adquiriera la forma de una violenta ola. El desesperado Elegido se hundió un extremo del roto bastón en el pecho a modo de lanza; luego echó la cabeza hacia atrás en un mudo jadeo o grito… y se hundió en un remolino de polvo, que lo último que se tragó fue la contraída mandíbula, justo antes de que el torrente de magia liberada se transformara en algo cegador.

El apartó la mirada del fogonazo, pero se encontró con que éste era reproducido en miniatura en otra parte, en una esfera de visión del tamaño de una mano sobre la que estaba encorvado un hombre calvo vestido con una túnica roja. El hombre agitó la mano en señal de triunfo ante lo que veía en las profundidades del cristal, y siseó:

—¡Sí! ¡Sí! ¡Ahora soy el Primero entre los Elegidos de Mystra… y, si creían que Elthaeris era autoritario, más les valdrá aprender a arrodillarse y a temblar de miedo bajo el cetro succionador de hechizos de Uirkymbrand! ¡Ja, ja, ja, ja! Los débiles ya pueden suicidarse ahora mismo, y entregar su poder a alguien más capacitado para usarlo: ¡yo!

Aquel grito enloquecido tronaba todavía en los oídos de Elminster cuando la escena desapareció de improviso, y apareció un círculo de luz justo al lado del último príncipe de Athalantar. Flotando con él había una daga y, en cuanto él la reconoció, el arma giró y se elevó despacio, ofreciendo su empuñadura a su mano.

El la contempló, sonrió, y meneó la cabeza.

—No, ésa es una salida que jamás tomaré —dijo.

La daga se esfumó y no tardó en aparecer a la izquierda de Elminster, en la mano de un hombre vestido con una túnica, vuelto de espaldas a él, que inmediatamente la hundió en la espalda de otro hombre también vestido con una túnica. La víctima se irguió violentamente mientras la herida escupía un resplandor azul, y la hoja de la daga del asesino se encendió con un fuego azul que no tardó en consumir el arma. El moribundo se volvió, mientras la herida dejaba un rastro de diminutas estrellas, y Elminster vio que se trataba de Azuth. Con el rostro contraído por el dolor, el dios arañó con sus manos desnudas el rostro del hombre que lo había apuñalado, y el resplandor que emitía el moribundo mostró a Elminster el rostro del asesino que retrocedía. El asesino de Azuth era… Elminster.

—¡No! —gritó, arañando a la visión con sus manos—. ¡Fuera! ¡Fueeera! —Pero las dos figuras siguieron forcejeando entre sí en medio de una creciente nube de estrellas azules, sin prestarle atención.

—Esa clase de ambición no es la mía —tronó El—, y jamás lo será, si Mystra me lo concede. Me doy por satisfecho con deambular por Faerun, y conocer sus costumbres más de lo que conozco los misterios más profundos… pues ¿cómo podría apreciar una cosa sin la otra?

El agonizante Azuth desapareció en medio de un remolino, y de las estrellas que habían sido su sangre surgió un hombre que El conocía por recuerdos que no eran suyos, pero que había compartido mágicamente en una ocasión en Myth Drannor. Se trataba de Raumark, un rey hechicero de Netheril que había sobrevivido a la caída de aquel reino decadente para convertirse en uno de los fundadores de Halruaa. Raumark el Poderoso estaba solo en una sala llena de gruesas columnas blancas y enormes espacios resonantes, en lo alto de una elevada plataforma, y su rostro aparecía a la vez pálido y hosco.

Con sumo cuidado proyectó un remolino de desintegración, que puso a prueba arrastrándolo a través de uno de los gigantescos pilares. El techo se pandeó cuando la parte superior de la desviada columna se desplomó en una lluvia de gruesos pedazos sobre el invisible suelo. Raumark contempló el derrumbamiento con rostro inmutable, y volvió a atraer el remolino para que girara sobre sí mismo frente a él, justo algo más allá del borde de la plataforma.

Asintió con la cabeza contemplándola, como si se sintiera satisfecho, y saltó a través de ella.

La escena desapareció junto con Raumark, para ser reemplazada por una imagen de una tumba polvorienta. Un hombre que El no reconoció pero que de algún modo supo que se trataba de un Elegido de Mystra sacaba un viejo y destrozado libro de magia de una mochila y lo colocaba en el interior de un féretro abierto, la misma tarea que El había realizado tan a menudo para la Dama de los Misterios.

Este Elegido, sin embargo, aparecía enfurecido, los ojos llameantes con algo semejante a la locura. Arrancó un cráneo lleno de telarañas del féretro, clavó la mirada en sus ciegas órbitas y le rugió:

—No hago más que regalar un hechizo tras otro, mientras mi cuerpo se desmorona y se vuelve sordo y torpe. ¡Dentro de unos pocos inviernos acabaré como tú! ¿Por qué tienen otros que saborear las recompensas que yo reparto, en tanto que yo no puedo? ¿Eh?

Arrojó la calavera otra vez a su lugar de descanso y empujó la tapa de piedra para cerrarla con tanta fuerza que El hizo una mueca. El Elegido avanzó a grandes zancadas y exclamó:

—Vivir eternamente… ¿por qué no? Apoderarme de un cuerpo saludable, extinguir su mente, usarlo hasta que ya no sirva, y luego coger el siguiente. Hace mucho tiempo que poseo esos conjuros… ¿Por qué no usarlos?

Reanudó su decidida marcha y se desvaneció como un fantasma a través de Elminster; pero, cuando el athalante volvió la cabeza para ver qué sucedía con el Elegido, el hombre ya no estaba, y la tumba que había dejado atrás se esfumaba a gran velocidad.

—Qué desperdicio —murmuró El; unas lágrimas contenidas brillaban en sus ojos—. Oh, Mystra, señora mía, ¿debe esto seguir adelante? Dejad de atormentarme y dadme alguna señal. ¿Soy digno de serviros a partir de ahora, o estáis tan disgustada conmigo que debería rogaros la muerte? ¡Decídmelo, señora!

Se sobresaltó al sentir un repentino hormigueo de labios sobre los suyos: los labios de Mystra, sin duda, pues a su contacto la sensación de un poder en bruto le recorrió el cuerpo, haciéndolo sentir alerta, lleno de energía y poderoso.

Elminster abrió los ojos y levantó los brazos para abrazarla, pero la Dama del Tejido no era más que un rostro de luz que se hacía cada vez más pequeño y retrocedía veloz para perderse en el vacío, fuera de su alcance.

—¡Señora! —exclamó casi con desesperación, al tiempo que extendía unos brazos suplicantes hacia ella.

—Debes ser paciente. —La pausada voz de una Mystra sonriente llegó hasta sus oídos con suavidad—. Te visitaré como corresponde dentro de un tiempo, pero debo pedirte que hagas algo por mí, primero: una tarea larga, tal vez la más importante que llevarás jamás a cabo.

Su rostro cambió, para adquirir una expresión triste, y añadió:

—Aunque puedo prever al menos otra tarea que puede juzgarse igual de importante.

—¿Qué tarea? —se le escapó a El. Mystra era en estos momentos poco más que una estrella parpadeante.

—Pronto —contestó la diosa con dulzura—. Lo sabrás muy pronto. Ahora regresa a Faerun… y cura al primer herido que encuentres.

Las tinieblas se fundieron, y El se encontró vestido otra vez, de pie en el bosque situado fuera de las ruinas. A pocos pasos de distancia, dos hombres hablaban con un elfo, los tres sentados con las espaldas apoyadas en los troncos de nudosos y viejos árboles. Interrumpieron su conversación para mirarlo con cierta ansiedad.

En la mano de uno de los magos apareció de improviso una varita, con la que apuntó a Elminster, al tiempo que inquiría con frialdad:

—¿Y tú deberías ser…?

—Un cadáver hace ya mucho tiempo —respondió El con una sonrisa—, Tenthar Taerhamoos, de no haber sido por que Mystra tenía otros planes.

Los tres magos lo miraron con asombro, y el elfo dijo con cierta indecisión:

—Tú eres aquel a quien llaman Elminster, ¿verdad?

—Lo soy —respondió él—, y la misión que me han encomendado es curaros. —Haciendo caso omiso de una repentina exhibición de varitas y centelleantes anillos, lanzó un conjuro curativo sobre Quiebraestrella y luego otro sobre Umbregard.

Tenthar y él intercambiaron una mirada cuando finalizó sus conjuros, y El ladeó la cabeza en dirección a las ruinas y preguntó:

—¿Ha terminado todo, pues?

—Todo excepto tomar un trago —respondió Tenthar, y de repente apareció una polvorienta botella de vino en su mano. Frotó su etiqueta, atisbó en su interior con suspicacia, extrajo el corcho, la olisqueó, y sonrió.

»Parece que la magia vuelve a ser fiable —anunció, extendiendo la otra mano y observando cómo aparecían en ella cuatro copas de cristal.

—Mystra ya tiene lo que quería, creo —le dijo El—. Ha tenido lugar una prueba, y se ha eliminado a muchos conjuradores diabólicos.

—Los crueles dioses acostumbran llevarse a los mejores y más brillantes de los nuestros —repuso Tenthar, frunciendo el entrecejo.

Umbregard se encogió de hombros al tiempo que aceptaba una copa y observaba cómo se materializaban en el aire varias otras botellas.

—Los dioses acostumbran llevársenos a todos… al final —comentó.

—Te doy las gracias por curarme, Elminster —dijo entonces Quiebraestrella—. En cuanto a las costumbres de los dioses, creo que ninguno de nosotros fue creado para vivir mucho tiempo. Elfos, enanos, humanos; ni siquiera, creo, nuestros mismos dioses. El transcurrir de demasiados años nos afecta, nos vuelven locos las pérdidas: amigos, amantes, familia, lugares favoritos… y la soledad. Para los míos, aguarda una recompensa, pero eso no hace menos dolorosa la permanencia aquí; sólo nos concede algo que contemplar, más allá del dolor actual.

—Puede que haya algo de verdad en vuestras palabras —dijo Elminster, asintiendo despacio; luego miró a Quiebraestrella de reojo y preguntó—: ¿No nos conocimos, aunque sólo fuera brevemente, en Myth Drannor?

El elfo de la luna sonrió.

—Fui uno de los que estuvo en desacuerdo con el Ungido sobre la admisión de otras razas en la Ciudad de la Belleza —admitió el elfo—. Todavía lo estoy. Apresuró nuestra desaparición y no nos proporcionó nada aparte del robo de todos nuestros secretos. Y tú fuiste quien abrió las puertas. Te odié y deseé verte muerto. De haber existido un modo sencillo y sin dejar huellas, podría haber hecho que sucediera.

—¿Qué contuvo tu mano? —inquirió El con suavidad.

—Te estudié con atención en varias ocasiones, en las fiestas y en el Mythal, y luego. Y eras como nosotros: estabas solo, y te esforzabas por hacer las cosas lo mejor que sabías. Te saludo, humano. Resististe nuestras pullas, te comportaste con dignidad, y actuaste bien. Tus buenas acciones te sobrevivirán.

—Te doy las gracias —respondió Elminster, los ojos llenos de lágrimas cuando se inclinó para abrazar al elfo—. Oír eso significa mucho.

La Hermosa Doncella estaba atestada de gente. Al parecer, la última idea del gran duque había sido enviar enormes caravanas armadas por la peligrosa carretera, y Piedras Ondulantes semejaba el patio de un boyero, con animales berreando y en movimiento por todas partes. En el interior, protegidos ligeramente del polvo aunque no del ruido, Beldrune, Tabarast y Caladaster compartían mesa con un arrogante mago de la Costa de la Espada, sosteniendo todos jarras rebosantes. La conversación versaba sobre hechizos y monstruos derrotados y hechiceros que se negaban a morir alzándose de sus tumbas, y la gente se amontonaba a su alrededor para escuchar.

—Vaya, ¡eso no es nada! —gruñía Beldrune—. ¡Menos que nada! Hoy mismo, en el corazón de Paraje Muerto, ¡estuve al lado del dios Azuth!

El mago de la Costa hizo una mueca de total incredulidad, y, así instigado, Beldrune se apresuró a decir:

—Oh, sí… Azuth, te lo aseguro, y…

Caladaster y Tabarast intercambiaron silenciosas miradas, asintieron, y de mutuo acuerdo se levantaron y empezaron a revolver en la mochila de Caladaster mientras su camarada seguía rezongando, hundiendo un dedo en la sorprendida nariz del mago de la Costa:

—Necesitaba nuestra ayuda, te lo digo. Nuestros hechizos salvaron la situación… ¡lo dijo él!… y nos dio a entender que…

—¡Que nos habíamos ganado estas prendas mágicas! —intervino Tabarast en tono triunfal, alzando el atrevido traje negro para que todos lo vieran.

Las carcajadas que siguieron amenazaron con hacer caer el techo de la posada sobre todos los alborotados bebedores que se dedicaban a dar palmadas sobre las mesas; pero, cuando sus risas se fueron apagando por fin, una aguda risita se unió al júbilo general, procedente de la puerta de entrada. Los que se volvieron para mirar hacia allí se quedaron muy callados.

—Eso casi parece como si me fuera a ir bien —manifestó la hechicera Sharindala a los cuatro boquiabiertos magos—. Y realmente necesito algo para preservar mi pudor, como podéis ver.

La señora de la mansión Piedraquemada no llevaba encima más que su larga y sedosa melena castaña, que cubrió sus pechos y costados cuando avanzó, aunque a nadie pasó por alto el hecho de que, bajo su cabellera, estaba desnuda ante el mundo desde la coronilla a las caderas… donde finalizaba la carne, dejando los huesos pelados desde allí hasta el suelo.

—¿Puedo? —inquirió, extendiendo una mano hacia la prenda.

A su alrededor, varias personas resbalaron de sus asientos, desmayadas, y se produjo una avalancha de pies calzados con botas en dirección a la puerta. De improviso quedó un pequeño redondel vacío en la Hermosa Doncella, rodeado por un círculo de hombres en su mayoría lívidos y de ojos desorbitados.

—Tengo que lograr llevar a cabo unos cuantos conjuros más antes de poder ser capaz de comer o beber algo —explicó Sharindala—, y resulta bastante embarazoso…

Tabarast apartó el vestido fuera de su alcance con un ronco gruñido de temor, pero Caladaster se colocó frente a él. En un instante se sacó su propia túnica, dejando a la vista un cuerpo corpulento y velludo vestido con calzas y tirantes que el tiempo y la antigüedad habían vuelto rígidos y brillantes.

—No está demasiado limpia, señora —manifestó con cierta vacilación—, y sin duda colgará sobre vos tan holgada como una tienda de campaña, pero… tomadla, pues os la doy de buen grado.

Un brazo delgado y blanco la tomó, entregando a cambio una sonrisa.

—¿Caladaster? Eras un jovencito cuando yo… Oh, dioses, ¿tanto tiempo ha pasado?

El anciano tragó saliva, rojo como un tomate, y se pasó la lengua por unos labios que se habían quedado repentinamente muy secos.

—¿Qué os sucedió, lady Sharee?

—Morí —respondió ella con sencillez, y un silencio total cayó sobre la Doncella; a continuación la hechicera se puso la túnica que le ofrecían, y sonrió al hombre que se la había ofrecido—. Pero he regresado. Mystra me mostró el camino.

Un murmullo surgió de la multitud. Sharindala tomó el brazo de Caladaster con una mano y su jarra en la otra —su tacto era frío y suave y en apariencia muy normal—, y le dijo con dulzura:

—Ven, acompáñame; tenemos mucho de que charlar.

Mientras se encaminaban hacia la puerta juntos, la medio esquelética hechicera se detuvo frente al mago de la Costa y añadió:

—Por cierto, señor: todo lo que se ha dicho sobre Azuth aquí esta noche es cierto. Tanto si lo creéis como si no.

Salieron por la puerta en medio de un silencio tal que los presentes tuvieron que aspirar con fuerza para recuperar aliento cuando por fin se acordaron de volver a respirar.

Parecía como si hubiera vuelto a perder las botas y anduviera descalzo bajo la luz de la luna, en alguna parte de Faerun donde el sol de media tarde debería brillar todavía. Un segundo antes había estado charlando con tres magos en un bosque, y el queso acababa de hacer su aparición para acompañar el vino… y ahora se encontraba allí, tras abandonarlos con apenas una breve mirada a sus sobresaltadas expresiones ante el modo en que desaparecía.

Así que ¿dónde estaba él exactamente ahora?

—Mystra… —llamó en voz alta, esperanzado.

La luz de la luna se arremolinó a su alrededor en forma de llamas plateadas que, en lugar de arder, enviaron una sensación de poder por todo su cuerpo, y aquellas llamas adoptaron la forma de brazos que lo rodearon.

—Señora mía —musitó Elminster al sentir el suave roce de un cuerpo familiar contra el suyo (ya habían vuelto a desaparecer sus ropas; ¿cómo demonios lo hacía ella?) y el hormigueante contacto de sus labios.

Él le devolvió el beso con pasión, y un fuego plateado lo inundó cuando sus cuerpos se estremecieron juntos.

Intentó acariciar suaves y cambiantes llamas… y se encontró abrazando el vacío, de pie en la oscuridad una vez más. Mystra se alzaba a poca distancia, bajo el aspecto de una columna de fuego plateado.

—¡Mystra! —llamó otra vez, dejando traslucir en su voz un poco de la soledad que sentía.

—Por favor —susurró la diosa, suplicante—; esto es tan duro para mí como lo ha sido para ti… No puedo quedarme. Y tú me tientas, Elminster, me tientas mucho.

Las llamas plateadas se arremolinaron, y una boca anhelante se cerró sobre la de El durante un largo y glorioso instante; las llamas se estrellaron contra su cuerpo para atravesarlo, hasta adquirir una magnificencia que lo hizo llorar, rugir y retorcerse al mismo tiempo.

—Elminster —le dijo aquella voz melodiosa, mientras él flotaba en una brumosa beatitud—. Te voy a enviar a la Torre de la Mano de Plata para criar a tres Elegidas.

—¿Criar? —inquirió El, sobresaltado, su dicha convertida en repentina alarma.

Se percibía una especie de risa intentando abrirse paso por entre la voz de la diosa cuando ésta explicó:

—Encontrarás a tres niñas pequeñas esperando en la torre, solas y perplejas. Sé como un tío bondadoso y un tutor para ellas; aliméntalas, vístelas, y enséñales cómo ser y quiénes ser.

Elminster tragó saliva, mientras observaba cómo Mystra volvía a encogerse hasta convertirse en una estrella lejana.

—Se te prohíbe controlar sus mentes, o imponerte a ellas excepto en las situaciones más extremas —añadió la diosa—. A medida que crezcan, deja que se forjen sus propias vidas. Tu tarea entonces será cuidar de ellas en secreto, y tomar cartas en el asunto de vez en cuando para asegurar su supervivencia. No las guíes a menos que ellas busquen tu consejo… y los dos sabemos cuan a menudo los tercos Elegidos buscan el consejo de otros, ¿verdad?

—¡Mystra! —chilló El con desesperación, alargando los brazos hacia ella.

—Por el divino Tejido, no hagas esto más difícil para mí —murmuró la diosa, y el beso y la caricia que inflamaron el deseo de Elminster también lo arrebataron de allí, en un torbellino, para conducirlo muy lejos.