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El destino cabalga sobre un caballo tordo

Y en aquellos tiempos en que Mystra no se manifestaba, y se permitió que la magia se desarrollara como a este o aquel mago les pareciera mejor o sus poderes les permitieran, se dejó solo en el mundo al Elegido llamado Elminster; para que el mundo le enseñara humildad, y otras muchas cosas además.

Antarn el Sabio

Historia de los grandes archimagos de Faerun,

publicado aproximadamente el Año del Báculo

Cuando el frío reinaba por las mañanas, las neblinas flotaban espesas a ras de suelo entre los árboles. Por otra parte, eran muy pocos los habitantes del Starn que se aventuraban jamás tan al interior del bosque del Fantasma Aullador, de modo que la recolección era abundante; además Immeira nunca se había tropezado con ningún fantasma aullador, y en estos momentos tenía ya el saco medio lleno de nueces, bayas y hojas de alphran. Las cariciaslunares no tardarían en florecer a puñados entre los árboles, seguidas de las cabezas de violín y las piñas doradas… y pensar que algunos —incluso algunos starneitas— afirmaban que tan sólo un cazador capaz de abatir un venado cada diez días podía vivir de los bosques.

Immeira se frotó pensativa un punto de la mejilla que le escocía, y volvió la mirada hacia el lugar donde los árboles eran más escasos. Más allá de los campos situados detrás de ellos, abajo en el valle donde la carretera de Gar atravesaba el Larrauden, se alzaba el Starn de Buckralam.

«Cuarenta cabañas llenas de viejas entrometidas que se pasan el día tejiendo capas mientras sus ovejas vagan desatendidas», era el modo en que el bardo Talost lo había descrito en una ocasión, y los starneitas de más edad seguían enojados por aquellas frases y eran muy capaces de proporcionar en el acto unos cuantos infortunios nuevos y mucho más retorcidos y pintorescos de lo que los dioses podrían —y querrían— dejar caer sobre el excesivamente crítico bardo. No obstante, y por lo que Immeira sabía, Talost no se había equivocado demasiado, si bien la muchacha ya había averiguado, y de sobra, que la verdad no era precisamente algo a lo que se diera demasiado valor en el Starn.

Su propio padre había desaparecido mientras corría aventuras. Formaba parte de una auténtica y reconocida banda de aventureros que se llamaban a sí mismos las Zarpas de Taver en honor al viejo guerrero de nombre Taver, pendenciero y siempre guasón, que los capitaneaba con el sol reflejándose en su calva. En el recuerdo de Immeira, Taver seguía cabalgando, vivaz y fanfarrón, pero la gente afirmaba que hacía ocho años que ya no era más que huesos y polvo, y que nadie era capaz de distinguir sus huesos de los de los otros seis —su padre entre ellos— que habían sucumbido bajo las fauces del dragón aquel día.

Hacía ocho años ya que en el Starn se hablaba de las Zarpas de Taver, y algunos juraban que las Zarpas eran demonios en forma humana, ocultos aquí para poder corromper mejor a las mujeres de las caravanas que pasaban y así extender su maligna semilla por todo Faerun. Otros insistían con la misma energía en que las Zarpas no habían sido más que bandidos desde el principio, que acechaban por la zona hasta averiguarlo todo sobre los starnitas y los senderos forestales y de este modo poder fundar un reino de bandidos en las profundidades del bosque mismo, situado a poca distancia. Había quien llamaba a este reino Talontar —para otros era Tenebra— si bien nadie sabía dónde empezaban sus límites o quién vivía allí, o por qué jamás se habían lanzado sobre la gente de Starn con arcos ansiosos y cuchillos voraces en todos los años transcurridos desde que las Zarpas habían perecido o partido sigilosamente o cometido cualquiera que fuera el terrible crimen que los obligaba a permanecer ocultos.

Sí, en el Starn, la verdad era algo que una mala lengua o dos podían alterar de la noche a la mañana; y, por lo que Immeira sabía, la única excepción a eso era la verdad que acechaba tras las afiladas y veloces espadas del Zorro de Hierro y sus hombres.

Habían llegado del este por la carretera de Gar hacía unas seis primaveras: un puñado de mercenarios que lucían armas blancas y una expresión de crueldad y hastío en la gélida mirada. El cabecilla era un hombre alto y gordo, cuyo yelmo estaba rematado con la cabeza de un zorro de hierro; incluso sus hombres usaban exclusivamente el apelativo de «el Zorro de Hierro» para referirse a él. El facineroso penetró a caballo en el patio del diminuto Santuario de la Gavilla, echó al débil y anciano sacerdote Rarendon a las nieves primaverales a punta de cuchillo, y se instaló allí.

Aquella misma noche, comunicó a los silenciosos aldeanos en El Pesebre y el Arado que a partir de ese momento los oficios en honor a Chauntea se celebrarían en los campos de labranza, como era lo correcto. Los antiguos alcázares resultaban más adecuados para el propósito con el que se habían construido: alojar a hombres de acción como él y sus seguidores, quienes a partir de aquel momento residirían en el Starn y lo defenderían, por el bien de todos.

Poco después del mediodía del día siguiente, se clavó un pergamino toscamente caligrafiado con una serie de leyes en la puerta de El Pesebre. Era angustiosamente corto, y proclamaba al Zorro de Hierro único juez, legislador y autoridad en el Starn del Zorro. Esa misma noche, los pocos que osaron manifestar su desacuerdo con leyes concretas, o desaprobación ante todo aquel asunto, aparecieron bañados en su propia sangre en medio del camino o ante la puerta de su propia casa… o, simplemente, no se los volvió a ver. Algunas de las jóvenes starneitas más hermosas fueron arrancadas de sus hogares y trasladadas a la Torre del Zorro, donde las instalaron más bien ligeras de ropa; al cabo de diez días, llegó una carreta llena de albañiles para convertir el lugar en una fortaleza, y se iniciaron las habladurías sobre la misteriosa malignidad de los únicos héroes del Starn, las Zarpas de Taver.

Al desconcertado y anciano Rarendon se lo condujo, con toda amabilidad, a los viejos establos situados tras el molino, donde el enano constructor de molinos permitía que vivieran los huérfanos del Starn, incluida Immeira. Durante el mes que siguió, varios granjeros robustos cuyas tierras estaban próximas a la Torre del Zorro murieron justo después de acabar la siembra, cuando sus granjas se incendiaron de modo misterioso durante la noche, con las puertas cerradas por puntales desde el exterior, y las ventanas vigiladas, por bandoleros que hasta entonces habían pasado desapercibidos equipados con ballestas del mismo tipo que las utilizadas por los hombres del Zorro. Dos viejas chismosas y el anciano ciego Adreim el Tallador fueron azotados en el mercado por infracciones menores de las leyes, y las gentes del Starn empezaron a acostumbrarse a las omnipresentes patrullas de espadachines de mirada penetrante, a la incautación de algo más de la mitad de las cosechas que obtenían, y a vivir aterrorizados.

Aun así expresaron sus silenciosas y débiles protestas. El «Starn del Zorro» siguió siendo el Starn de Buckralam en las bocas de todos y cada uno de ellos, y los hombres del Zorro parecían cabalgar por un valle perpetuamente silencioso y casi desierto. Por donde fuera que pasaran, los niños y las amas de casa desaparecían en el interior del bosque, abandonando juguetes y dejando marmitas sin vigilancia, en tanto que los granjeros del lugar estaban siempre en las hondonadas más fangosas y alejadas de sus campos, demasiado absortos en su trabajo para alzar siquiera la vista cuando la sombra de una armadura caía sobre ellos.

Como tantas muchachas del Starn que se encontraban a punto de hacerse mujeres, Immeira se convirtió en otra clase de sombra; una que acechaba cubierta con deslustradas y viejas ropas masculinas y permanecía en el bosque durante el día, para dormir en los pajares de los graneros y en los tejados bajos durante la noche. Aquellas jovencitas habían contemplado los ojos de sus emperifolladas hermanas mayores, contemplado también sus cicatrices y manillas, y no sentían deseos de unirse a un baile de comodidades, buena comida y bebida en abundancia que les costaría su libertad y les depararía brutalidades, sometimiento y dolor. Immeira poseía una figura que podía equipararse ya a la de cualquiera de las «bellezas» del Zorro y por lo tanto tenía buen cuidado de llevar viejos y enormes chalecos de cuero y túnicas sin forma, mantener los cabellos desgreñados y sucios, y permanecer oculta en la penumbra del bosque o la oscuridad de la noche. Más aun que los taciturnos muchachos del valle, las sombras femeninas del Starn soñaban con que las Zarpas aparecieran a caballo por el camino algún día no muy lejano, con las relucientes espadas desenvainadas y listas para expulsar de allí a la compañía del Zorro de Hierro.

Una o dos veces cada diez días Immeira se escabullía a través de las lomas orientales infestadas de faisanes del bosque del Fantasma Aullador hasta el punto donde la carretera de Gar coronaba el Risco del Despeñadero y descendía hasta el reino del Zorro de Hierro. Los desalmados guerreros del bandido mantenían una patrulla allí para vigilar a los que llegaban al Starn y exigir una tasa a buhoneros y caravanas demasiado cansados o sin guardas suficientes para oponerse al pago.

En ocasiones Immeira los mantenía ocupados haciendo ruido entre la maleza como si hubiera animales agazapados, y aprovechaba para llevarse aquellas saetas que fueran tan estúpidos de disparar contra los árboles, pero por lo general prefería mantenerse acuclillada en silencio y observar lo que sucedía en el camino. Sin duda había empezado a correr la voz por las tierras situadas más allá del valle, ya que cada vez eran menos los buhoneros que circulaban por la carretera de Gar. En el Starn no se había visto nada que pudiera considerarse una caravana desde la estación siguiente a la llegada de la compañía del Zorro de Hierro.

Esa mañana había habido una capa de escarcha a lo largo de las orillas del Larrauden y el hielo había depositado destellos blancos en muchas hojas caídas, de modo que la joven se veía obligada a frotarse continuamente las puntas de los dedos desnudos para mantenerlos calientes, consciente de que sus labios debían de estar amoratados, si bien la humedad provocada por el lento calentamiento del día mantenía el sonido de sus pisadas por el bosque casi inaudible, y eso la complacía. En una ocasión había provocado la frenética huida de una liebre por entre los árboles, pero por lo general se movía por entre las brumas como una sombra errante, alargando con suavidad los dedos para arrancar aquel alimento que necesitaba. Una pequeña hondonada que ya había usado en otras ocasiones le proporcionaba un lecho polvoriento desde el que vigilar las patrullas zorrunas con comodidad. Recostada en un terraplén cubierto de musgo con el reconfortante peso entre las manos de la rama que allí guardaba, por si alguna vez precisaba de un garrote, había empezado a dormitar incluso cuando sucedió.

Se produjo un repentino revuelo entre los seis hombres de negra armadura, un tintineo de mallas que indicaba el desenvainar de espadas, y el precipitado regreso de sus propietarios a los árboles de la carretera, para agazaparse al acecho en tanto que sus colegas montaban veloces con la intención de cerrar el paso por el camino.

Se acercaba alguien; alguien con quien esperaban tener o bien problemas o un poco de diversión. Immeira se frotó los ojos y se incorporó con creciente interés.

Al cabo de un momento, un hombre solo montado en un caballo tordo llegaba a lo alto de la cuesta, con una espada larga balanceándose de su cadera mientras la cabalgadura descendía sin prisas hacia el valle. Era joven y, en cierto modo, su expresión era a la vez afable y dura, con una nariz aguileña, y los negros cabellos sujetos hacia atrás en una cola que le caía sobre los hombros. Vio a los hombres que aguardaban, espadas incluidas, pero ni vaciló ni detuvo su montura; con total indiferencia, el jinete desarmado siguió su lento avance, tarareando una canción que la muchacha no conocía.

—¡Alto! —ladró uno de los hombres—. ¡Te encuentras a las puertas mismas del reino del Zorro de Hierro!

—Por lo cual debo… ¿qué? —inquirió el recién llegado con una ceja enarcada, al tiempo que estiraba un brazo para coger una capa arrollada de su silla—. ¿Abandonar toda esperanza? ¿Entregar un tributo? ¿Ingresar en el convento local?

—¡Mostrarte menos ocurrente para empezar! —rugió el bandido—. Ya lo creo que pagarás un tributo, también… después de haber suplicado nuestro perdón y lloriqueado por la pérdida de la mano derecha.

El desconocido enarcó las cejas otra vez y detuvo a su caballo.

—Un precio bastante elevado para cruzar un umbral —dijo—. ¿No vamos a pelear unos contra otros, primero?

Immeira volvió a frotarse los ojos, estupefacta. De los hombres del Zorro surgió un rugido general de rabia, y éstos se abalanzaron al frente; los que iban a pie saltaron de entre los árboles. El recién llegado hizo retroceder a su montura, y un pequeño cuchillo centelleó en su mano. Arrojó la capa que había tomado de la silla contra los rostros de los jinetes que cargaban contra él, hizo girar al tordo, y derribó a uno de los hombres que iban a pie, al que el corcel pateó con violencia. El jinete pateó a otro facineroso para mantenerlo apartado, agarró algo de la silla, le asestó un tajo, y lo arrojó contra el hombre. Un chorro de arena indicó el punto donde estalló en el rostro del bandolero.

Acto seguido, el recién llegado se colocó tras las líneas de los hombres del Zorro. Un caballo se había desbocado y había descabalgado a su jinete; los otros dos estaban enredados en lo que había hecho huir al animal: un trozo de cadena de púas que había estado en el interior de la capa.

El desconocido se echó hacia atrás con un trozo igual de cadena para azotar a uno de los jinetes en la garganta. El hombre cayó de la silla sin emitir un sonido, y en el ojo de su compañero apareció de repente el pequeño cuchillo del recién llegado.

Repentinamente sin jinetes, una de las monturas se encabritó y la otra la empujó, aplastando bajo sus cascos a los dos hombres caídos. Otro cuchillo se hundió con un centelleo en la garganta del bandido que había recibido el impacto de la arena en el rostro. Mientras caía al suelo, otro saco de arena pasó bamboleándose inofensivo junto al hombro de uno de los dos facinerosos que quedaban en pie.

Acostumbrados a intimidar a hombres asustados, aquellos bandidos tenían el rostro lívido y se movían con indecisión; cuando se acercaron despacio al jinete de la nariz aguileña, éste sacó otro cuchillo de una funda lateral de la silla y les dedicó una sonrisa radiante.

Ante aquello, uno de los bandoleros profirió un gemido aterrorizado y huyó. El otro escuchó el estrépito de las botas de su compañero al correr por entre los árboles, miró con fijeza los ojos azul-gris del hombre que con tanta rapidez y facilidad había acabado con sus colegas, arrojó la espada contra aquel rostro sonriente y, dando media vuelta, salió corriendo.

Un saco de arena alcanzó al facineroso en la sien cuando apenas había conseguido dar unas pocas zancadas desiguales, y el hombre se desplomó violentamente contra el suelo. El tordo se lanzó al frente para danzar sobre la caída figura, al tiempo que su propietario saltaba de la silla con un suspiro, abandonando la carretera de Gar a los muertos y moribundos.

El desconocido de nariz ganchuda corrió veloz, con otro cuchillo en la mano, en pos del bandido que había conseguido huir. No sería prudente permitir que un enemigo consiguiera escapar para advertir a los otros de su llegada; no si era cierta una quinta parte de lo que había oído sobre estos perversos guerreros del Zorro.

No era difícil seguir el rastro del huido; el hombre de la negra cota de malla trepaba pesadamente por una loma, dejando tras de sí una profusa estela de jadeos y crujidos entre las agitadas ramas de los árboles.

Al poco rato el hombre que corría cayó en alguna especie de agujero u hondonada con un alarido sobresaltado.

El chillido de Immeira rivalizó con el del bandido, cuando éste se precipitó de improviso en su escondite. La muchacha agarró con energía su rama al ver desplomarse sobre ella al sudoroso guerrero, asestó un garrotazo tal al yelmo que la madera se partió, y, como pudo, se escabulló de debajo del tembloroso cuerpo.

Necesitaba sólo un instante para colocar la punta de la bota en una raíz que sobresalía e impulsarse al exterior, pero unos dedos fuertes y desesperados la sujetaron antes de que lo consiguiera, y la arrastraron de vuelta abajo. Pateó y se revolvió dando golpes con los codos mientras el hombre situado debajo de ella gruñía y farfullaba maldiciones apenas coherentes; acto seguido giró en redondo para arañarle el rostro. Immeira consiguió vislumbrar por un instante un ojo enfurecido entre mejillas canosas antes de que un puño surgido de la nada se estrellara contra su sien y la lanzara de espaldas contra el suelo del bosque con innumerables lucecitas parpadeantes danzando ante sus ojos.

La muchacha tuvo la vaga impresión de que una figura acorazada se acercaba a ella, y lanzó una patada al frente al tiempo que rodaba sobre sí misma para agarrarse a las raíces y el musgo y volver a intentar salir del foso. Un tirón, otro, y por fin se encontró de rodillas sobre el musgo del bosque en el borde de la hondonada, lista para incorporarse. Se vio detenida en seco por una mano férrea que se cerró como una tenaza sobre su tobillo y empezó a arrastrarla hacia atrás.

Percibió el centelleo del acero pasando sobre su cabeza, y su tobillo quedó repentinamente libre.

Immeira cayó de bruces sobre las húmedas hojas muertas, en tanto que del agujero, a su espalda, brotaba un borboteo gutural. Alguien limpió la oscura mancha de sangre fresca de una espada larga sobre el musgo que crecía a un lado de la joven, y una voz sorprendentemente afable dijo:

—Mi buena señora, ¿seréis tan amable de permanecer aquí junto a este foso? Necesito vuestra ayuda, pero también hay una urgente batalla que debo librar.

—Yo… bueno, sí —consiguió farfullar ella, entre escalofríos, y al cabo de un instante unos dedos suaves pero enérgicos abrieron su mano derecha manchada de musgo, colocaron la empuñadura de una daga en la palma, y cerraron sus dedos alrededor de ella. Immeira la contempló, algo aturdida, mientras un repentino silencio descendía otra vez sobre ese rincón del bosque.

El hombre de la nariz aguileña se había ido, corriendo por entre los árboles con paso ligero, de vuelta a la carretera. La muchacha lo siguió con la vista, se lamió los labios repentinamente resecos, y no pudo evitar echar una ojeada al interior de la hondonada.

El bandido estaba hecho un ovillo, la garganta bañada en roja sangre, y ella se vio repentinamente acometida por las náuseas.

Mientras vomitaba sobre las hojas y heléchos, Immeira no llegó a ver cómo el desconocido daba la vuelta a los cuerpos para asegurarse de que estaban muertos y arrebatarles las armas. La joven aguardaba junto al fosco cuando él regresó por entre los árboles transportando un gran fardo que tintineaba mientras andaba. El extranjero le dedicó una sonrisa.

—Bien hallada —dijo con educación, esbozando una reverencia cortesana.

Immeira lo miró con fijeza; luego lanzó un bufido de repentina e impotente hilaridad. Intentó realizar una genuflexión a modo de respuesta, a pesar de los viejos pantalones y amplias botas, y cayó sobre el musgo. Ambos estallaron en carcajadas, y un brazo fuerte incorporó a la joven, que se encontró cara a cara con los ojos del guerrero de nariz aguileña.

—Yo… —empezó a decir ella, vacilante.

El recién llegado le dedicó una sonrisa amable, le propinó unas palmaditas tranquilizadoras en el brazo, y dijo:

—Llamadme Wanlorn. He venido a cazar zorros…, Zorros de Hierro. ¿Cómo os llamáis?

—Immeira —respondió ella, bajando la mirada hacia la daga que él le había entregado, para luego levantarla hacia él, sin poder creer apenas que la salvación que había esperado durante todos estos años hubiera llegado al Starn tan deprisa y de un modo tan devastador.

—¿Es seguro permanecer aquí unos instantes y conversar? —quiso saber él.

—Sí —repuso Immeira; luego se llenó de valor y serenidad para hacer una pregunta a su vez.

»—¿Estás solo? —inquirió, estudiando el rostro del hombre.

No era tan joven como había parecido al principio, y «Wanlorn» era un viejo nombre campesino que significaba «vagabundo en busca de algo». ¿Cómo podía un hombre —aunque fuera alguien tan hábil con las armas como éste— derrotar a todos los hombres que tenían sus armas al servicio del Zorro, o incluso escapar con vida de ellos?

Como si hubiera leído su mente, el desconocido de nariz ganchuda sujetó a la muchacha con suavidad por los brazos y manifestó con vehemencia:

—Estoy realmente solo… de modo que necesito vuestra ayuda, muchacha. No para que combatáis a los secuaces del Zorro con ramas de árbol… ni siquiera con dagas, sino para que me digáis: ¿quieren verse libres del Zorro de Hierro las gentes del Starn?

—Sí —respondió Immeira, algo desconcertada por la rapidez con que habían puesto a Faerun boca abajo ante sus ojos—. Por los dioses, claro que sí.

—¿Y cuántos guerreros tiene el Zorro a su disposición? Tanto los que están armados como éstos, como los que pueden lanzar hechizos o disparar una ballesta u ofrecerle su lealtad de cualquier otro modo… Decídmelo, por favor.

La muchacha empezó entonces a explicar todo lo que sabía y recordaba o adivinaba sobre el Zorro de Hierro y sus huestes. Los ojos chispeantes y la mueca alegre no abandonaron jamás el rostro del recién llegado, ni siquiera cuando ella le contó que los que llevaban la negra cota de malla y el emblema de la cabeza de zorro eran doce más aparte de los seis que él ya había eliminado, y que no quedaba ningún hombre en el Starn con la energía o el valor suficientes para respaldar a un solitario desconocido contra el Zorro de Hierro. Ni tampoco podía ella confiar en nadie más aparte de sí misma para que lo ayudara, por temor a las historias que podían contar algunas de las muchachas sombras que tal vez, tras un duro invierno, estarían deseosas de obtener calor, ropas elegantes y buena comida aunque fuera a cambio de traicionar a alguien a quien apenas conocían.

La sonrisa del hombre se ensanchó cuando ella le contó que, por lo que sabía, ningún hechicero ni clérigo había residido nunca en la Torre del Zorro ni en los alrededores del Starn, y que el Zorro carecía de poderes mágicos.

Immeira indicó a Wanlorn, o cualquiera que fuera realmente su nombre, dónde estaban apostados los guardas y cuánto tardarían en echar en falta a los seis hombres. La media docena de zorrillos yacían en el bosque con los yelmos arrojados al Larrauden y sus monturas —junto con un caballo tordo desconocido— atadas a poca distancia. La joven le contó todo lo que sabía —sobre cómo pasaba las tardes el Zorro de Hierro; dónde se guardaban los cuatro perros de caza y las ballestas, faroles y caballos de la Torre del Zorro; y sobre la vida en el Starn tanto ahora como antes de la caída de las Zarpas— hasta que empezó a cansarse de responder preguntas.

Wanlorn le preguntó si existían almiares en el Starn a los que pudiera acercarse desde el bosque sin ser visto y a los que durante uno o dos días no fuera a acercarse ningún granjero. Ella le indicó tres que cumplían estos requisitos, y él le pidió que lo condujera hasta el mejor de ellos con tanto sigilo como fuera posible, para ocultar el fardo de armas requisadas.

—¿Luego qué? —inquirió ella en voz baja.

—Lo más seguro para vos, Immeira —respondió Wanlorn sin tapujos, los ojos clavados en los de su compañera—, sería que os marcharais a donde sea que viváis, no a los bosques que tal vez registren guerreros furiosos y armados acompañados de perros de caza, y que no volváis a acercaros jamás a esta hondonada ni al almiar hasta que el Zorro haya desaparecido del Starn, me ocurra lo que me ocurra.

—¿Y si me niego? —casi susurró ella.

—No soy un tirano —respondió él con una sonrisa—. En el Faerun que me gustaría ver, los muchachos y las muchachas deberían poder deambular y hablar con total libertad. Sin embargo, si me seguís o intentáis ayudarme, no puedo protegeros… pues estoy solo en esto, sin ningún dios que obre milagros cuando la batalla se vuelva en mi contra.

—Oh, ¿no? —preguntó Immeira, alzando una mano que temblaba un poco menos de lo que había temido que haría, para señalar el punto donde la patrulla de bandidos había cortado la carretera—. ¿No fue eso un milagro?

—No —repuso Wanlorn sin dejar de sonreír—. Los milagros aparecen por lo general cuando se cuentan hazañas, a través de años de contarlas repetidamente. Si habláis demasiado, tal vez se convertirá también en un milagro.

¿Quién era este hombre, y por qué había ido allí?

Immeira mantuvo la mirada de aquellos serenos ojos azul-gris durante un instante —justo ahora, parecían bastante más azules de lo que su mente le decía que eran— y preguntó con sencillez:

—¿Quién eres en realidad? ¿Y por qué…, por qué quieres enfrentarte a la muerte aquí? ¿Qué te importa a ti el Starn? ¿O acaso buscas vengarte del Zorro de Hierro?

—La primera vez que oí hablar de él fue hace menos de diez días —respondió él, meneando la cabeza ligeramente—. Sigo los dictados de mi corazón, motivo por el que estoy aquí. Vagabundeo para aprender y convertir a los Reinos en algo más parecido a lo que deseo que sean. A menos que el Starn resulte ser mi tumba, no puedo quedarme aquí pues no tengo más remedio que proseguir con mi andadura. Soy una persona arrojada a este camino por mi nacimiento y… por las elecciones que he hecho. —Calló, y, cuando ella enarcó las cejas y entreabrió los labios para preguntar o decir algo más, él alzó una mano como para silenciarla y añadió—: Aceptadme tal y como me veis.

Immeira le sostuvo la mirada en silencio durante un puñado de interminables momentos; luego replicó:

—Pues así lo haré, hombre chiflado, y me sentiré honrada de haberte conocido. Vamos, el almiar espera.

Le dio la espalda —nunca antes había confiado en un hombre hasta el punto de apartar la vista de él, en especial alguien que estuviera pegado a su espalda y armado— y lo condujo por senderos que sólo ella y los animales que los habían abierto conocían. Él la siguió, con un leve tintineo metálico.

Resultaría muy fácil despejar el salón de banquetes de la Torre del Zorro con una bola de fuego y abatir a los pocos guardas diseminados con conjuros menores, pero ésa era precisamente la tentación que Elminster tenía que resistir. Había transcurrido un largo verano desde que había hablado con un dios en lo alto de una colina, pero la costumbre de conjurar para satisfacer cualquier necesidad o capricho, de buenas a primeras, se iba resquebrajando poco a poco. Poco a poco.

La crueldad y falta de escrúpulos de estos hombres de la cabeza de zorro eran tan manifiestas y se ponían en práctica tan a menudo que no le preocupaba matarlos inmediatamente. Si le era posible.

Un hombre, luchando honradamente y en campo abierto, no tendría muchas posibilidades ante tan siniestros perros de presa.

«Humm, sí —se dijo—. Esos perros…»

Faltaba muy poco para el mediodía, y la muchacha llamada Immeira seguía pegada a él. La joven era una sombra furtiva con no menos de una docena de dagas sujetas alrededor del cuerpo y con la pesada cadena de su compañero en las manos. Sin duda los bandidos no tardarían en encontrar a los hombres que había matado esa mañana, y sonarían pronto los cuernos de alarma. Más o menos a esa hora un trío de facinerosos debía aparecer procedente de la torre para relevar el puesto de guardia en que se hallaban, en el extremo opuesto del valle de aquel en el que había sido objeto de tan cálida y sangrienta recepción matutina.

«Relevar»: una palabra bien elegida. Uno de los aburridos guerreros que había estado sentado a la sombra del camino en el otro lado se incorporó entonces y desató su bragueta al tiempo que cruzaba la abrasadora y polvorienta carretera en dirección a él para aliviar sus necesidades.

En esta ocasión sus necesidades tendrían que posponerse indefinidamente.

Elminster se alzó de entre los arbustos con pausada elegancia y arrojó uno de sus cuchillos en cuanto el hombre se detuvo y se colocó en posición. El maldijo en silencio y extrajo otra daga, comprendiendo que había errado el tiro. El bandido levantó la cabeza con repentina alarma cuando el cuchillo pasó centelleando junto a él… y el segundo no le acertó el ojo que era su objetivo, sino que fue a hundirse hasta el mango en su mejilla.

Sonó un sordo y gutural alarido, y, al mismo tiempo, El le arrebató a Immeira la cadena de las manos y corrió hacia el hombre, consciente de que no tenía tiempo suficiente para ocuparse de esto si bien no tenía más alternativa que intentarlo.

El bandolero, a ciegas, se esforzaba ya por encontrar el camino de vuelta a la carretera que sus dos compañeros cruzaban ahora, con las espadas desenvainadas y expresión cautelosa, siguiendo la dirección de la que surgían sus gritos de angustia.

Aminoraron el paso al abandonar el brillante sol y penetrar en la moteada sombra de los árboles, para evitar ser derribados por un enemigo al acecho, y ambos se detuvieron al ver aparecer a su tambaleante colega. El, lanzado a la carrera, apareció justo detrás del herido, usando el cuerpo bamboleante de éste como escudo mientras hacía girar con fuerza la cadena por encima de él, dejando fuera de juego un brazo armado, para acto seguido intentar acortar distancias con su aturdido propietario y hundirle un cuchillo en el rostro.

El hombre se apartó de un salto antes de que El pudiera atacar, sacudiendo el brazo entumecido y los dedos destrozados. El último príncipe de Athalantar contempló el rostro enfurecido del otro facineroso que lo miraba iracundo desde detrás del hombre al que había herido primero, de modo que le arrojó a él el cuchillo.

El bandido se desplomó con un alarido, más sobresaltado que herido, y el joven mago levantó la cadena para golpear en el rostro al nombre que había desarmado. Saltó un chorro de sangre, una cabeza se balanceó inerte, y el hombre cayó al suelo; seguido por Elminster, que tuvo que lanzarse al suelo para esquivar los mandobles desesperados de un espadón que empuñaba el bandido del puesto de guardia que había herido en primer lugar.

El herido se había arrancado la daga y escupía sangre, medio cegado por las lágrimas de dolor que corrían por su rostro, pero veía lo suficiente para saber dónde estaba el peligro y distinguir a su adversario.

El rodó por el suelo, en un intento de alejarse del arma que seguía atacándolo. Mientras se revolcaba por el polvo con su atacante dando traspiés y asestando mandobles tras él, el mago se preguntó cuándo caería sobre él el tercer bandido; sabía que entonces tendría que usar uno de sus hechizos, Mystra o no Mystra, o morir.

El hombre perdió el equilibrio durante un mandoble especialmente violento y se tambaleó, lo que aprovechó El para apoyar el hombro contra el suelo, girar en redondo, y lanzar ambos pies al frente en una fuerte patada. La endemoniadamente pertinaz espada tintineó y rebotó junto a su oreja al venirse abajo su propietario con un gruñido, perdido el aliento a causa del golpe recibido. El continuó girando sobre sí mismo, hasta que consiguió incorporarse y alejarse cuatro pasos antes de atreverse a mirar atrás y echar un vistazo a sus adversarios. ¿Dónde estaba el tercer bandido?

Entonces lo vio, tumbado inmóvil y silencioso en la carretera, con una pálida Immeira incorporándose de su lado con una daga cubierta de sangre en la mano. Los ojos de la muchacha se clavaron en los de El por entre el polvo, y la joven intentó esbozar una sonrisa… sin demasiado éxito.

El mago la saludó con la mano, y saltó sobre el hombre que lo había perseguido con la espada y lo apuñaló tres veces con su propia daga. Cuando volvió a levantar la mirada, vio que sólo quedaban vivos él e Immeira, cubiertos de polvo, sudorosos y jadeantes. Esta vez las sonrisas que intercambiaron fueron muy reales.

—Muchacha, muchacha —la regañó El, mientras se fundían en un jubiloso abrazo—. ¡No puedo protegeros!

Ella lo besó en la mejilla y luego lo apartó de un empujón; le dedicó una mueca burlona a través de los enmarañados cabellos y el rostro salpicado de sangre del bandido.

—Eso no importa —contestó—. ¡Yo tampoco te puedo proteger!

El mago sonrió de oreja a oreja y meneó la cabeza, tras lo cual se encaminó hasta el lugar a la sombra donde los tres hombres habían estado sentados. Immeira lo oyó proferir una risita satisfecha.

—¿Qué, Wanlorn? —preguntó la joven—. ¿Qué sucede?

—Esperaba que tuvieran una de éstas —dijo Elminster, alzando una ballesta—. Armadura ligera, sin lanzas ni caballos. Era evidente que tendrían algo que utilizar contra, digamos, tres guardas que custodiaran una caravana. Ven, muchacha, ayúdame con el mecanismo. Puede que no tengamos mucho tiempo.

Immeira pasó junto a él y se agachó veloz para recoger una bolsa repleta de saetas.

—No lo tenemos —indicó ella con brusquedad—. Su relevo se acerca ya a caballo. Acabo de verlos coronar la última elevación, la situada junto a la granja de Tahermon. Estarán aquí en…

—Entonces coge mi cadena y tráela al otro lado de la carretera —dijo El, girando la manivela con todas sus energías para tensar el arma—. ¡Deprisa, ahora!

La muchacha starneita se apresuró, moviéndose con rapidez y gracia a pesar del peso de la ensangrentada cadena. El atravesó la carretera medio acuclillado por detrás de ella, el arco casi listo ya.

El mago tenía una mano dentro de la bolsa para coger una saeta, con Immeira detenida junto a él, cuando el primero de los jinetes hizo su aparición por encima de una ondulación de la carretera y vio los cuerpos. El hombre lanzó un grito y tiró de las riendas, haciendo que su montura se detuviera en seco, encabritándose casi, con un resoplido. Sus dos compañeros se detuvieron junto a él, y contemplaron boquiabiertos a los bandidos allí tumbados y a los árboles tan cercanos y tan inocentes a ambos lados de ellos.

—Deja caer la cadena y corre —murmuró El al oído de la muchacha—. Suelta enseguida la bolsa y ve a cualquier parte con tal de que no te cojan. Si nos perdemos de vista, búscame en el bosquecillo situado al oeste del almiar. ¡Vete!

Sin esperar a que ella respondiera, Elminster salió a la calzada con tranquilidad y disparó a la garganta del bandido que le pareció más peligroso. Acto seguido regresó corriendo a los árboles, arrojó al suelo el arma, y recogió la cadena del lugar donde Immeira la había dejado caer. No se veía ni rastro de ella a excepción del movimiento de ramas en las profundidades del sombrío bosque.

El mago penetró con dos veloces zancadas en la espesura y se agazapó para escuchar. Oyó los esperados juramentos, pero también percibió temor en las voces enfurecidas, y el repiqueteo de cascos cuando los bandidos hicieron volver grupas a los caballos.

Al cabo de un momento, los toques de cuerno que Immeira le había dicho que sonarían resonaron estridentes por todo el valle: habían encontrado a la otra patrulla muerta. El sonido siguió durante un buen rato, y El hizo uso del estrépito para ocultar su veloz carrera por entre los árboles junto a la carretera, y regresar en la dirección por la que tendrían que aparecer los dos jinetes. No obstante, toda esperanza de poder eliminar a uno cuando se acercaran desapareció cuando pasaron al galope por su lado, ansiosos por regresar a la Torre del Zorro antes de que nuevas saetas fueran en su busca.

La montura sin jinete los seguía, lo que impidió a El toda posibilidad de revolver en sus alforjas. La siguió con la mirada, se encogió de hombros, y se escurrió veloz a recuperar la saeta de la garganta del bandido muerto y las armas de éste, así como la ballesta y la bolsa de proyectiles. Por suerte, el hombre al caer había arrastrado con él la capa nocturna que pendía de la silla de montar, y ésta sirvió maravillosamente para envolverlo todo. La cadena del mago, enganchada a sí misma, sujetó el fardo como si hubiera sido forjada para ello.

El paquete era pesado, pero Immeira lo aguardaba unos cuantos árboles más allá para tomar la ballesta y contemplarlo como si fuera un gran héroe.

Elminster deseó que estuviera equivocada. Por lo que él sabía, todos los grandes héroes se convertían muy pronto en héroes muertos.

Había reinado un tremendo alboroto en el salón de banquetes de la Torre del Zorro, pero los hombres asustados y enojados no pueden gruñirse y chillarse unos a otros indefinidamente sin enzarzarse en una reyerta o sumirse en un tenso silencio.

Era el silencio lo que flotaba ahora, pesado como un manto, bajo la luz parpadeante de los candelabros en forma de rueda del techo. Las cadenas de las que pendían proyectaban largas sombras en las paredes de piedra mientras el Zorro de Hierro —un hombretón gigantesco, más parecido a un oso corpulento que a un zorro— y los ocho guerreros que le quedaban se encogían sobre un asado que de improviso les resultaba insípido, y bebían vino como si todo lo que quisieran fuera ahogarse en él. Los criados apenas osaban acercarse a la mesa por temor a ser atravesados, y las miradas no dejaban de alzarse repetidamente hacia la oscura y vacía tribuna de trovadores. Las señoras aguardaban tras puertas cerradas en los dormitorios situados al otro lado, expulsadas de la mesa con la llegada de las primeras nuevas; y todas temían el humor que podía gobernar a sus hombres cuando aquellos que lucían la cabeza del zorro fueran por fin a acostarse.

Nueve hombres rumiaban ante la larga mesa mientras la luz de las velas iba perdiendo fuerza. Se había debatido hasta la saciedad la posible identidad y vasallaje del solitario arquero apenas vislumbrado, y hacía ya mucho que se había tomado la decisión de cerrar las puertas de la torre, mantener una guardia vigilante, y hacer una salida con todos los efectivos por la mañana. Se atrancaron las puertas desde el interior, se comprobaron las cerraduras, y se depositaron las llaves sobre aquella misma mesa. Todo lo que quedaba ahora era la larga espera, la cuestión de la identidad de este enemigo invisible, y el creciente temor.

Un codo volcó una copa, y media docena de hombres se incorporaron de un salto gritando, las espadas a medio desenvainar, antes de que un asqueado Zorro de Hierro les chillara que pararan. Los hombres intercambiaron miradas furiosas y volvieron a sentarse despacio.

Unas cabezas temerosas se retiraron de las puertas de la cocina antes de que alguien las viera y fuera en busca del látigo. La cocina había quedado fría y silenciosa, pero las tres criadas no se atrevían a marcharse.

La última vez que una joven había osado escabullirse antes de hora la habían perseguido arriba y abajo de la torre y azotado hasta que no tan sólo sus ropas habían caído hechas jirones sino que también amenazaba con hacerlo la carne ensangrentada que había debajo. El Zorro de Hierro había ordenado luego que no se limpiaran sus ensangrentadas pisadas de los suelos de los pasillos, para que sirvieran de omnipresente recordatorio de la recompensa que aguardaba a la negligencia y la desobediencia.

Las criadas se acurrucaron soñolientas en un banco justo al otro lado de la puerta de la cocina, más aterradas que los hombres de la sala. Los guerreros temían lo desconocido y lo que pudiera acechar en las cercanías en un Starn cubierto ahora por el negro manto de la noche, pero la servidumbre conocía a la perfección la clase de peligro que les aguardaba en la habitación contigua y sabía que estaba encerrada con él. No tardarían en escucharse muchos golpes y chillidos tras las puertas de aquellos dormitorios, de ello no tenían demasiadas dudas, y…

Con un repentino y estruendoso chirrido de cadenas, una de las lámparas circulares del techo se precipitó desde las alturas hacia la mesa situada debajo. Los bandidos se incorporaron frenéticos dando gritos, y las espadas centellearon. Uno de ellos atravesó la estancia a la carrera entre maldiciones, seguido por otro de los hombres. Ambos cruzaron una arcada y desaparecieron antes de que el Zorro de Hierro pudiera hacer oír sus órdenes.

El gobernante del Starn poseía un rostro enorme y rudo, adornado con una barba incipiente, un bigote grueso y crecido, y ojos tan crueles y fríos como el más desolado de los inviernos. El cuerpo que lo sostenía, sudoroso bajo la armadura que incluía incluso gorjal y guanteletes, era igualmente enorme y falto de elegancia. Las curvas piezas de metal contuvieron los temblorosos pechos y vientre, que de lo contrario se habrían agitado y bamboleado como un pálido y obsceno mar de carne cuando su propietario se incorporó y apuntó con un dedo largo e implacable al resto de sus hombres.

—¡El siguiente que abandone esta habitación sin mi permiso será mejor que no deje de correr, hasta abandonar mis tierras y refugiarse en el exilio! ¿No sabéis lo estúpido que es salir corriendo de este modo, cuando…?

Giró bruscamente la cabeza al verse interrumpido por un agudo alarido procedente del corredor por el que se habían marchado los dos hombres. Aquel vestíbulo conducía a las despensas y cuartos traseros de la torre, incluida la habitación de Beldrune, nombre de un sacerdote de Chauntea muerto hacía muchísimo tiempo por el que se seguía conociendo a la estancia, donde se guardaban mesas y estaban clavadas las cadenas que sostenían los candelabros circulares. Una habitación que, al parecer, había sido repentinamente tomada por fuerzas enemigas. El Zorro de Hierro agarró su yelmo depositado ante él sobre la mesa y se lo encasquetó.

Sus hombres lo imitaron y se apelotonaron a su alrededor para escuchar sus órdenes.

—Durlim y Aawlynson, a la tribuna. Gritad que todo está despejado cuando lleguéis allí. Gondeglus, Tarthane y Rhen: quedaos aquí conmigo. Que uno de vosotros mire bajo la mesa; luego le daremos la espalda y vigilaremos. Llander, vigila ese pasillo de ahí. Cuando la tribuna esté asegurada, los cuatro nos reuniremos contigo, y los cinco registraremos a fondo la habitación de Beldrune.

El Zorro de Hierro calló, y el silencio siguió a sus palabras; era como si sus hombres aguardaran más instrucciones. Un ataque de furia casi lo hizo atragantarse. ¿Acaso mandaba un rebaño de ovejas?

—¡Moveos de una vez, hijos de perra! —tronó—. ¡Poneos en marcha! ¡Vamos, vamos, vamos!

El silencio se mantuvo un instante después de que el eco de su grito se desvaneciera. Luego todo el mundo se movió al mismo tiempo.

Gondeglus lanzó un gemido y se tambaleó hacia atrás, seguido por Aawlynson; el siseo de las saetas que los habían abatido resonaron con fuerza en la estancia. Acto seguido le tocó el turno a Rhen, que se desplomó con un proyectil en la cara. Ninguno de ellos llevaba yelmos con visera puntiaguda al estilo meridional, y su jefe tuvo el buen sentido de alzar el viejo y pesado espadón ante su rostro antes de escabullirse a un lado, girar y atisbar en dirección a la tribuna.

Llegó a tiempo de obtener una fugaz visión de un hombre de cabellos negros y nariz ganchuda que surgía de detrás de la barandilla del balcón sosteniendo una ballesta cargada y lista para disparar. Esta vez su objetivo era Durlim, pero el talludo veterano se agachó y azotó el aire con el guantelete, y el proyectil rebotó con un tintineo metálico en su brafonera y se estrelló inofensivo en la pared del fondo.

De la cocina surgieron gritos de miedo, pero el Zorro no tenía tiempo de averiguar si anunciaban un intruso allí o eran simple temor a lo que sucedía en el exterior. No importaba; en la galería se ocultaba un enemigo conocido, que debía de haberse quedado sin ballestas cargadas y a esas alturas estaría intentando escabullirse en busca de un lugar en el que refugiarse.

—¡Llander! ¡Tarthane! Escaleras arriba —bramó el Zorro de Hierro, blandiendo la espada—. ¡Ahora!

Sus dos más leales guerreros se mostraron claramente reacios a obedecer, pero ascendieron la escalera como les ordenaban. Su jefe tuvo buen cuidado de retroceder hasta refugiarse bajo el borde de la tribuna mientras vigilaba su ascenso, bajo la apariencia de ordenar a Durlim que fuera a toda prisa pasillo abajo, hasta el pie de la escalera trasera de la galería.

Siguió pesadamente a su subordinado hasta la arcada que conducía al pasillo, y se agazapó allí, observando con atención la tribuna.

Llander y Tarthane estaban ya arriba, avanzando con cautela.

—¿Y bien? —rugió—. ¿Qué hay?

Fue entonces cuando el tapiz cayó sobre Llander. Tarthane dio un traspié hacia atrás para esquivar los salvajes mandobles de su compañero; luego cargó al frente, abriéndose paso a través del caos de pesadas telas con su negra espada de combate, con la esperanza de apuñalar a quien estuviera detrás, al mismo tiempo que pasaba por encima del envuelto Llander.

Aquel alguien estaba ya tumbado en el suelo, y tiraba de la alfombra del pasillo bajo los pies de ambos guerreros. Tarthane, que ya había perdido el equilibrio, agitó los brazos e intentó agarrarse a la barandilla para mantenerse en pie, pero no lo consiguió y se desplomó con estrépito. El hombre de la nariz ganchuda saltó de detrás del enrollado tapiz y hundió una daga en el rostro del bandido.

La espada de Llander surgió como una exhalación de entre el tapiz buscando traspasar al desconocido, quien, por su parte, hincó su propia daga en la tela, saltó por encima de la barandilla para aterrizar con suavidad en el salón, y saludó alegremente con la mano al Zorro de Hierro antes de salir corriendo en dirección a la parte delantera de la torre.

Enfurecido, el jefe de los bandidos salió en su persecución entre rugidos, para detenerse en seco cuando estaba a punto de abandonar la sala. No. Tendría que correr solo por una parte de la fortaleza de la que había alejado a sus hombres, una zona que ofrecía demasiados lugares donde un hombre con un cuchillo podía situarse por encima de un adversario y saltarle encima. No; tenía que averiguar si Llander seguía vivo e ir en busca de Durlim, y los tres podrían entonces encontrar una habitación fácil de defender en la que enfrentarse a aquel chiflado saltarín con cuchillos.

Retrocedió pesadamente por el salón de banquetes, asestando mandobles del revés a su espalda un par de veces mientras andaba, y subió la escalera donde Tarthane yacía hecho un ovillo y el tapiz se ondulaba lenta y cansinamente.

—Llander… —llamó, esperando no recibir una estocada en pleno rostro—. ¡Llander!

Escuchó un sonido apagado a su espalda y lanzó una furiosa estocada, golpeando con tanta energía que el acero resonó en el muro de piedra con entumecedora fuerza, y dejó tras de sí unos cuantos fragmentos de tintineante metal.

Fue recompensado con una exclamación ahogada. Al volverse para ver de quién se trataba, el Zorro de Hierro no se encontró con un hombre de nariz aguileña ni un cadáver ensangrentado sino con una jovencita a la que había visto una o dos veces por el Starn. Se encontraba en la escalera, fuera del alcance de la punta de su espada, a tres peldaños de distancia, y lucía una expresión muy severa, con una mano sobre la garganta. Mientras el bandido la miraba, sorprendido aún de ver a esta moza allí, en su torre cerrada y atrancada, ella deslizó su mano despacio y con toda deliberación hacia abajo, y abrió la parte delantera de su vestido al hacerlo.

El forajido siguió el movimiento con los ojos hasta que la alabarda que se estrelló desde lo alto contra sus tobillos lo lanzó rodando por la escalera. Aulló un juramento al tiempo que blandía su arma de un lado a otro para rechazar este último ataque, y se encontró otra vez cara a cara con el sonriente desconocido de la nariz aguileña. Una fina daga empuñada por una mano delgada pero firme se hundió en el ojo derecho del Zorro de Hierro, y Faerun se arremolinó a su alrededor antes de desaparecer para siempre.

Con respiración jadeante, Immeira se alejó de un salto de la enorme armadura que contenía aquel cuerpo inerte y dejó que tintineara y resbalara unos peldaños más.

La joven apartó entonces la mirada con rapidez y la alzó hacia el hombre que le sonreía desde lo alto.

—Wanlorn —gimoteó ella, y descubrió que temblaba… instantes antes de echarse a llorar—. Wanlorn, ¡lo hemos conseguido!

—No, muchacha —dijo él con voz tranquilizadora, estirando los brazos para estrecharla contra su pecho—. Sólo hemos llevado a cabo la parte más fácil. Ahora empieza la auténtica y ardua tarea. Hemos eliminado unas cuantas ratas, eso es todo. Todavía hay que poner en orden la casa que infestaron.

Arrancó la daga empapada y sucia de las manos de la joven y la arrojó lejos; la muchacha la escuchó repiquetear en las baldosas del suelo.

—El reino del Zorro de Hierro ha sido destruido, pero hay que revivir el Starn de Buckralam.

—¿Cómo? —gimió ella aferrada a su pecho—. Guíame. Dijiste que no te quedarías…

—No puedo, muchacha; no más de una estación. Sería mucho mejor para ti que me marchara esta noche.

Los brazos de la joven se cerraron a su alrededor como una prensa.

—¡No!

—Tranquilízate, muchacha —siguió él—. Me quedaré el tiempo suficiente para ver cómo llevas al anciano Rarendon, y a aquellos huérfanos y granjeros en los que puedas confiar para que te hagan de escolta en la carretera, hasta la colina Saern. Te escribiré una nota para que la entregues a un hombre que hay allí, un criador de caballos llamando Nantlin; pregúntale si su arpa suena con la misma melodiosidad de siempre, y sabrá de quién proviene en realidad la nota. Él traerá gentes a vivir aquí, mujeres y hombres de honor y espadas siempre a punto para hacer respetar las leyes que todos los starneitas aprueben, y conseguir así que el Starn vuelva a ser fuerte. Sin embargo, pesa una maldición sobre mí, muchacha. Debo marcharme de aquí antes de que él o alguno de los suyos llegue al valle.

Immeira alzó la mirada hacia él, el rostro empapado en lágrimas, y distinguió con toda claridad la pena que se reflejaba en sus ojos y labios apretados mientras alargaba dos tímidos dedos para recorrer con ellos la línea de su barbilla.

—¿Me dirás tu auténtico nombre antes de partir?

—Immeira —repuso él, solemne—, te aseguro que lo haré.

—Muy bien —dijo ella casi con ferocidad, pasándole los brazos por el cuello—, porque no pienso entregarme a alguien sin nombre.

Una sonrisa que no pertenecía a Immeira flotó en sus sueños y provocó que Elminster despertara de repente, bañado en un sudor frío.

—Mystra —musitó a la oscuridad, la mirada fija en el agrietado techo de piedra del mejor dormitorio de la Torre del Zorro—. Señora, ¿os he complacido por fin?

No encontró más que silencio; pero, en medio de éste, una repentina llamarada hizo su aparición y recorrió el techo, en el que formó unas letras que decían: «Sirve a Dasumia».

Desaparecieron casi de inmediato, y Elminster parpadeó en la oscuridad. Se sintió muy solo… hasta que escuchó el ahogado susurro junto a su garganta.

—Elminster, ¿qué fue eso? —inquirió Immeira, con voz sorprendida y asustada—. ¿Sirves a los dioses?

Él mago levantó la mano para acariciar el rostro de la joven, sintiéndose de repente al borde de las lágrimas.

—Todos lo hacemos, muchacha —contestó con voz ronca—. Todos lo hacemos, aunque no nos demos cuenta.