19

Más sangre que truenos

El retumbo de la lengua de un rey puede hacer derramar más sangre que su propio peso en oro antes del amanecer del día siguiente.

Mintiper Luna de Plata, bardo

De la balada Grandes cambios ven la luz,

interpretada por primera vez aproximadamente el Año de la Espada y las Estrellas

La mano de Saeraede estaba fría, más fría que los ríos helados en los que se había sumergido, más fría incluso que el contacto con el azul hielo glacial que en una ocasión había abrasado su piel desnuda.

¡Dioses! Elminster luchó por respirar, demasiado aturdido para gemir. El rostro tan próximo al suyo no mostraba el menor atisbo de triunfo, sólo una ansiosa preocupación, y El contempló aquellos hermosos ojos y rugió su dolor en un grito inarticulado que resonó en toda la caverna.

Se vio contestado al cabo de un instante por un rugido aun más potente, un tronar que sacudió la cueva y hendió su penumbra con un fogonazo de luz. El fogonazo incendió momentáneamente todas las runas, y envió a una figura delgada y furtiva a refugiarse apresuradamente de nuevo en su grieta, sin que nadie la viera.

Uno de los mejores hechizos de la mujer, destrozado como una copa de cristal arrojada contra las piedras; y no podía tratarse de nada que hubiera hecho este mago impotente y estremecido que tenía en su poder. Ah, vaya suerte negra la suya: ¿existían hechizos en un Elegido que pedían auxilio por sí mismos?

Saeraede se irguió, los ojos llameantes, y rugió:

—¿Quién…?

La luz que descendió veloz por el pozo esta vez no fue un fogonazo destructivo sino una columna dorada de hechicería más duradera. Cuatro figuras descendieron merced a su magia hasta la cueva del trono, con las botas por delante.

Tres de los hombres de aquella pilastra de luz eran ancianos y corpulentos y se mostraban asombrados: Caladaster, Beldrune y Tabarast contemplaban con un temor reverencial a su compañero. El silencioso Arpista acababa de romper un hechizo que había sacudido los árboles a su paso, al mismo tiempo que arrancaba una gruesa losa del suelo con sólo un gesto de su mano. Se había adelantado unos pocos pasos, les había sonreído tranquilizador, y con otro gesto los había introducido en el interior de una luz fulgurante que los había transportado pozo abajo a todos juntos, envueltos en su protectora luz.

—Elminster —llamó el cuarto hombre en tono tajante, mientras sus botas tocaban la piedra del suelo con la misma suavidad con que una pluma besa el suelo—, apártate de esas runas. Mystra nos prohíbe hacer lo que intentas.

Un Elminster jadeante que acababa de recuperar el poder del habla se volvió con un torpe balanceo, las piernas estremecidas, y dijo con aspereza por entre unos labios finos y azulados:

—Mystra nos prohíbe hacer, no mirar. ¿Quién eres?

El hombre sonrió ligeramente, y sus ojos se convirtieron en dos lanzas de fuego mágico que atravesaron la caverna en dirección a Saeraede.

—Llámame… Azuth —respondió.

—El hechizo volvió a fallar, se… señor —anunció el hombre de la túnica con voz no demasiado firme.

Lord Esbre Felmorel asintió con frialdad.

—Tienes nuestro permiso para retirarte. Pero no te marches a donde no podamos llamarte con premura, si fuera necesario.

—Señor, así lo haré —murmuró el hechicero. No es que echara a correr, exactamente, cuando abandonó la estancia, pero los ojos de los dos guardas de la puerta parpadearon cuando pasó.

—Nasmaerae…

Lady Felmorel alzó unos ojos tristes hacia los de él y dijo:

—Esto no tiene nada que ver conmigo, señor. Oraciones al muy divino Azuth son lo más cerca que estoy del Arte ahora. Lo juro.

—Estad tranquila, señora. —Una mano grande y velluda se cerró sobre la de la mujer—. Yo tampoco he olvidado aquella dura lección; sé que tú tampoco la olvidas, y no la transgredes. He visto tu sangre sobre las baldosas ante el altar, y te he visto rezando. Te humillas como sólo puede hacerlo quien cree de verdad.

Una sonrisa apareció en sus labios unos instantes, y volvió a desaparecer.

—Asustas más a los hombres ahora de lo que jamás hiciste cuando gobernabas este castillo mediante tu hechicería, ya lo sabes. Dicen que hablas con Azuth cada noche.

—Esbre —musitó la dama, manteniendo los ojos fijos en los de él no obstante el rubor que había vuelto su rostro de un violento color rojo—, lo hago. Y estoy más asustada ahora mismo de lo que lo estaba cuando Azuth me despojó de mi Arte delante de ti. Toda la magia se ha descoyuntado, en todos los Reinos. ¡Volveremos a tener que remitirnos a la espada más afilada y a la astucia del lobo, y ninguno de los magos que tenemos contratados podrá ayudarnos!

—¿Y qué hay de malo en confiar en espadas afiladas y en los fuertes brazos y la astucia de los guerreros?

—Esbre —susurró lady Nasmaerae, rozando con sus labios los de él, lo bastante despacio para que él no dejara de percibir el brillo de las lágrimas contenidas que se agolpaban en sus ojos—, ¿cuánto tiempo podrás resistir a un enemigo tras otro sin los conjuros de nuestros magos para abatirlos por ti? ¿Cuántas espadas afiladas y cuánta astucia tiene una horda de orcos?

Un tintineo como de innumerables campanillas resonó en la estancia y casi ensordeció a Elminster, cuando el viento helado lo atravesó y lo redujo de nuevo a una helada parálisis. La espectral neblina que había sido Saeraede se movía en espiral a su alrededor, enroscándose y arrollándose; al parecer, sin haberse visto afectada por los haces de fuego que Azuth le había lanzado y que la atravesaron rugientes, para ir a chocar contra Elminster.

Hielo y luego fuego, fuego que lo levantó del suelo en un remolino de brumas y llamas que combatían entre sí, y que volvió a depositarlo tambaleante sobre el suelo, demasiado aturdido para hacer otra cosa que gimotear su dolor.

—Eh —farfulló Tabarast, por entre unos labios lívidos y temblorosos a causa del miedo—, ¡ese al que atacáis es nuestro Elminster, señor… ejem, su Divinidad!

—Libérate de ella —dijo en voz baja el Arpista que era Azuth, cuya mirada ya no llameaba, sino que estaba fija en el rostro de Elminster, contraído por el dolor— o estás acabado.

—Yo diría que estás acabado de todos modos —dijo una voz burlona desde lo alto. Y cinco bastones dispararon a una, arrojando una devastadora lluvia mortífera pozo abajo.

La Señora Suprema de los Acólitos se abrió paso a través de la negra cortina de cadenas colgantes, revestida de toda la cruel autoridad que la hacía tan temida entre el clero menor. El terrible látigo de púas colgaba sobre su hombro, listo para saltar al frente a la menor acción u omisión que la disgustara, y, bajo la astada máscara negra, su rostro lucía una sonrisa de cruel expectación. Incluso las dos guardianas sacerdotisas de la cámara se apartaron temerosas; ella hizo como si no las viera mientras seguía avanzando, taconeando sobre las baldosas con sus botas negras, altas hasta los muslos y rematadas en puntas de metal. Se abrió paso por entre las tres cortinas de tela hasta la zona más privada donde la Dama Tenebrosa se dedicaba a la contemplación: el estanque de Shar.

Una figura se movió en la penumbra más allá del estanque: una figura con un conocido tocado astado y un manto de profundo color morado. La Hermana Pavorosa Klalaera cayó de rodillas al instante y extendió el látigo con ambas manos.

Con andar pausado, la Dama Tenebrosa rodeó las negras aguas y lo cogió de sus manos. La Señora Suprema de los Acólitos se inclinó al instante para besar las puntas afiladas como cuchillos de las botas de su superiora, y mantuvo la lengua sobre el frío y ensangrentado metal hasta que el látigo se estrelló sobre su espalda.

Le escoció, no obstante la telaraña de cintas entrecruzadas que formaban parte de su atuendo, pero era una muestra de orgullo no encogerse ni gemir; se mantuvo firme, a la espera del segundo golpe que indicaría el desagrado de su superiora, o la lluvia de cuchilladas que indicaría que Avroana estaba furiosa.

Ninguna de estas cosas acaeció, y, con un grácil movimiento que casi consiguió ocultar su alivio, se incorporó de nuevo hasta una posición sentada, para que Avroana le acercara el látigo a los labios. Lo besó, le fue devuelto, y se relajó. El ritual se había cumplido.

—Mi Señora Tenebrosa… —dijo, tal como era la costumbre.

—Klalaera —dijo la mujer en tono casi apremiante, y su familiaridad hizo que la señora suprema se irguiera muy excitada—, necesito que hagas algo por mí. No obstante las garantías de Narlkond, esos cinco Hechizos Pavorosos van a fallarnos. Tú deberás ser la mano justiciera que los recompensará por sus delitos. Si traicionan a la Casa de la Noche Sagrada, debes hacer caer sobre ellos la justicia de la Casa, sin importar el peligro que puedas correr. Lo exijo. La misma Llama de las Tinieblas lo exige. Tú, la más querida de mis creyentes, ¿harás esto por mí?

—De buen grado —respondió Klalaera, y lo decía de corazón. ¡Viajar fuera de la Casa otra vez! ¡Respirar los vientos que recorrían Faerun, estar al aire libre, y volver a ver territorios extendidos ante ella! ¡Oh, Avroana!—. Señora, sois muy amable —respondió, con voz temblorosa—. ¿Qué debo hacer?

El ruido golpeó sus oídos como un puñetazo. El polvo se elevó en espirales, el suelo se estremeció y agitó bajo sus botas, y aquí y allí las losas de piedra de las ruinas se alzaron de sus puestos, arrojadas al aire por violentos chorros de vapor.

Los cinco Hechizos Pavorosos intercambiaron miradas asombradas y satisfechas, mientras el rugido de la magia que habían liberado ahogaba sus gritos de emocionada aprobación, y siguieron lanzando su magia destructiva hasta que Elryn les golpeó los brazos y agitó los cetros que sostenía en ambas manos, armas que había sacado del cinturón una vez que su bastón se quedó sin energía.

Cuando hubo captado la atención de todos, el Hermano Pavoroso mayor dirigió los cetros en diagonal hacia el suelo situado junto al pozo. Si su fuego se abría paso hasta la cueva situada debajo, abriría un sendero oblicuo que llegaría hasta el lugar donde el hechizo espía de Elryn había mostrado al tambaleante Elegido, cerca de un trono y de un círculo o semicírculo de runas que tal vez, sólo tal vez, podría hacer estallar.

La destrucción de un Elegido era, al fin y al cabo, su sagrada misión. Mientras Femter, Vaelam y Hrelgrath apuntaban entusiasmados con sus bastones, Elryn retrocedió un paso o dos y vio a Daluth, en el otro extremo del grupo. Intercambiaron entristecidas miradas. Si se producía una reacción violenta, alguien debía sobrevivir para llevar la noticia a la distante Dama Tenebrosa… o, en el caso de que el sistema de conexión que la mujer utilizaba para espiar todos sus movimientos lo permitiera, para averiguar qué destino había corrido su superiora. Tal vez incluso este destino permitiría a dos falsos hechiceros marcharse cada uno por su lado por Faerun, tan cargados de objetos mágicos que apenas podían mantenerse en pie.

Ya tendría tiempo más adelante para dedicarse a tales ensoñaciones; cuando no se encontraran en unas ruinas encantadas cerca de la puesta del sol, en medio de un bosque asesino desprovisto de vida, con un Elegido famoso y un demente que se creía un dios y el fantasma de una hechicera enzarzados en un combate en algún punto no muy lejano bajo sus pies, arrojándose hechizos por encima de antiguas y poderosas runas mágicas esculpidas en el suelo de piedra para algún antiguo y muy importante propósito.

El tronar de la magia destructiva siguió rugiendo sin pausa mientras los Hechizos Pavorosos menores reían y se regocijaban bajo el potente flujo de poder que controlaban. Los muros se derrumbaban, aplastando armarios, a medida que los suelos que los sostenían se fundían y se precipitaban al interior de una sima cada vez mayor. Alrededor de las ruinas los árboles gemían y crujían mientras el suelo se agitaba.

Daluth mantenía sus varitas apuntando justo abajo, al supuesto Azuth y sus compañeros. Había presenciado el despreocupado movimiento con que éste había provocado lo que a cualquier archimago le habría costado largos y complicados rituales conseguir. Fuera dios o avatar o un archimago lanzando un osado farol, había que destruirlo.

Elryn apuntó con sus cetros para disparar a través del agujero inundado de polvo abierto por los tres bastones, que ahora, después de que uno tras otro se hubieron agotado con un estremecimiento, iban a ser arrojados a un lado en favor de los cetros netheritas, cuyos disparos eran casi igual de potentes. Elegido o no, ningún hechicero podía soportar indemne tal destrucción. Elryn lanzó un rugido cuando uno de los cetros se desintegró en sus manos, y agarró otro para reemplazarlo. No, no existía la menor posibilidad de que un hombre pudiera sobrevivir a esto. ¿Por qué, entonces, se sentía tan inquieto?

El fondo de la caverna desapareció en medio de una cascada de piedras y de los fogonazos de las explosiones provocadas por los conjuros. Losas del suelo saltaron por los aires impelidas por la onda expansiva, y acabaron por derribar el trono. Más rocas se desprendieron y cayeron del techo, para rebotar en medio del fragor allí desatado; de rodillas, un Elminster aturdido observaba por entre unos ojos empañados por el dolor mientras el derrumbamiento del techo proseguía y pedazos de roca mucho más grandes que él caían estrepitosamente o volaban por los aires en una marea rugiente e interminable.

Alguien o algo situado en lo alto intentaba sin duda acabar con él o destruir las runas… aunque no es que padeciera una escasez de enemigos más próximos.

Saeraede, que debía de haberle mentido sobre todo excepto quién había puesto las runas, cabalgaba sobre él como un jinete, las garras alrededor de su garganta mientras desgarraba su espalda con zarpas de helado acero. Incluso antes de intentarlo comprendió que, por mucho que rodara por el suelo o se diera golpes contra una pared, no conseguiría hacerle daño ni quitársela de encima; ¿cómo se podía aplastar y desgajar un jirón de fantasmal neblina?

Sin embargo, tenía que moverse, o se vería enterrado o despedazado por los humeantes rayos y relámpagos mágicos que se abrían paso a través de la tierra y la piedra para llegar hasta él. Elminster gimió y se arrastró unos metros sobre las bamboleantes piedras… hasta que las runas de Karsus estallaron en columnas de fuego al rojo vivo, una a una. A medida que lamían y abrasaban el precario techo, la magia recorrió toda la cueva; relámpagos morados bailotearon por todas partes, y extrañas formas y figuras apenas vislumbradas se formaron, se desplomaron y se formaron de nuevo, en un desfile continuo.

El último príncipe de Athalantar se aplastó contra una losa del suelo que se alzaba a su encuentro, y rodó por encima con una exclamación de dolor. Mientras se aferraba a los extremos de la piedra con dedos ensangrentados y sin fuerza, en un intento de ponerse en pie otra vez, la piedra se deshizo en una nube de humo y una magia desgarradora penetró violentamente en su cuerpo.

«Ah, bueno, se acabó… Perdóname, Mystra», pensó.

Pero no experimentó ningún dolor, y nada dio tirones a su carne para deshacerla, abrasarla y lacerarla…

En su lugar, sintió como si girara sobre sí mismo en el aire, y un refulgente vacío lo envolvió en brillantes cintas. De un modo confuso, por entre lágrimas y revueltas motas de luz, Elminster vio cómo la magia se abalanzaba sobre él desde todos lados, atraída hacia su persona, desviando su curso para correr hacia él.

Una risa salvaje se elevó a su alrededor, aguda y chillona y también jubilosa. ¡Saeraede! La mujer estaba aferrada a él, sujeta a una telaraña de brumas relucientes que se volvían más densas y brillantes a medida que se atiborraba de magia, un espectro de magia deslumbradora.

La luz del sol penetraba con fuerza ahora en la hendida cueva, pero la nube de polvo en movimiento lo mantenía todo en penumbra; todo excepto el gigante cada vez mayor formado alrededor de la menuda figura de Elminster.

Las llamas de las runas se retorcían en el aire para penetrar en Saeraede, y ésta crecía cada vez más, un ser formado por llamas chisporroteantes. El intentó mirarla… y dos puntos oscuros en medio del fuego mágico se convirtieron en ojos que le devolvieron la mirada con gélida expresión de triunfo. Una boca surgió de aquel conjunto de llamas para unirse a ellos y dedicarle una cruel sonrisa.

—Ahora eres mío, estúpido —le susurró la mujer, con un ronco siseo de fuego—, durante el poco tiempo que vas a durar…

—Lord Thessamel Arunder, el Señor de los Conjuros —anunció el senescal con toda solemnidad, al tiempo que las puertas se abrían de par en par.

Un hechicero pasó entre ellas despacio, una fría mueca despectiva en el rostro. Lucía una túnica de cuello alto negra y sin adornos que hacía que su delgado cuerpo pareciera el obelisco de una tumba, y llevaba colgada del brazo a una dama más baja de figura exuberante, ataviada con un vestido color verde oscuro, cuyos enormes ojos castaños chispeaban con alegre picardía.

—Mis queridos señores —empezó él sin cortesías—, ¿por qué venís a verme otra vez hoy? ¿Cuántas veces tendréis que escuchar mi negativa antes de que las palabras consigan hacer mella en vuestros cerebros?

—Bien hallado, lord Arunder —saludó el mercader Phelbellow, con sequedad—. Confío en que os encontráis bien en el día de hoy.

Arunder le dedicó una mirada asesina.

—Ahórrame tus halagos, vendedor de harapos. No venderé esta casa, creada mediante magia poderosa, ni un metro de mis tierras, no importa lo mucho que os humilléis, ni cuánto oro me ofrezcáis. ¿Qué necesidad tengo yo de monedas? ¿O de vestidos, bien mirado?

—Sí, eso os lo concederé —gruñó uno de los otros comerciantes—. No creo que pareciera gran cosa con un buen vestido. No tiene rodillas.

—Ni caderas —añadió otro.

Se escucharon algunas risitas jocosas provenientes de los comerciantes. El umbral; el hechicero los contempló a todos con frío desdén, y dijo con suavidad:

—Me cansan estos insultos. Si no habéis desaparecido de mi puerta cuando haya finalizado el Cántico Espectral, las garras de mis espectros guardianes os…

—Lady Faeya —inquirió Hulder Phelbellow—, ¿no ha visto los documentos?

—Desde luego, mi buen Phelbellow —contestó la dama vestida de verde con una melosa vocecita. Tras obsequiarlos a todos con una sonrisa, se apartó de su señor y sacó una tira de papel vitela doblado—, y también los ha firmado.

Los ofreció a Phelbellow, que los desdobló con avidez, mientras los hombres que tenía detrás se agolpaban a su alrededor para mirar.

El Señor de los Conjuros contempló boquiabierto el papel y a los comerciantes, y luego a Faeya.

—¿Qu… qué es todo esto? —tartamudeó.

—Una sensata necesidad, mi señor —respondió ella con dulzura—. ¡Me alegra tanto que vieras lo sensato que era firmarlos! Una oferta muy considerable, suficiente para permitir que abandones tus conjuros por completo, si así lo deseas.

—No he firmado nada —dijo Arunder, lívido.

—Pues claro que sí, mi señor, y de un modo muy ardiente, además —respondió ella con ojos chispeantes—. ¿Lo has olvidado? Mientras lo hacías comentaste la dureza y lisura de mi vientre que facilitaba tanto tu caligrafía, si mal no recuerdo.

—Pero… eso fue… —Arunder se irguió en toda su estatura.

—¿Un truco sucio? —dijo uno de los mercaderes, riendo por lo bajo—. ¡Muy bien hecho, Faeya!

Alguien más estalló en carcajadas, y un tercero contribuyó con un murmullo que venía a decir: «Eso estuvo muy bien, muy bien».

—Aprendiza —susurró con furia el Señor de los Conjuros—, ¿qué has hecho?

Lady Faeya se alejó tres veloces pasos de él para introducirse entre los comerciantes, que se hicieron a un lado al instante como la neblina ante la llama, y se volvió para mirarlo, con los brazos en jarras.

—Entre otras cosas, Thessamel —le dijo con suavidad—, estas últimas dos semanas he matado a dos hombres que vinieron a ajustar viejas cuentas al haberte quedado sin hechizos… y haberse corrido la voz de ello.

—¡Faeya! ¿Estás loca? Contar a estos…

—Lo saben, Thess, lo saben —le dijo su dama con frío desdén—. Toda la ciudad lo sabe. Todos los magos se encuentran con un montón de hechizos que se han vuelto locos; no eres tú solo. Si prestaras un poco de atención al Faerun que respira al otro lado de tu ventana, ya lo sabrías.

El Señor de los Conjuros se había vuelto pálido como los huesos viejos y la miraba boquiabierto, abriendo y cerrando la boca como un pez fuera del agua. Todos aguardaron a que recuperara la voz; lo que no hizo hasta al cabo de cierto tiempo.

—Pero… tus hechizos todavía funcionan, ¿no? —consiguió preguntar por fin.

—Ni uno de ellos —contestó la mujer, tajante—. Los maté con esto. —Extrajo la diminuta daga de la funda que llevaba sujeta a la cadera; luego se subió la manga izquierda para dejar al descubierto una larga e inflamada línea de resina de pino y vendas de hilo—. Así es como me hice esto.

—¿Venían también estos comerciantes a…, a…? —inquirió Arunder con voz débil, balanceándose sobre los talones. Sus manos temblaban como las de un anciano enfermo.

—Yo fui a verlos —le contestó ella con voz dura—, a rogarles que volvieran a hacer la oferta que tan «amablemente» rehusaste hace dos meses. Fueron muy gentiles de hacerlo, cuando bien podrían haber echado los perros a la aprendiz del hombre que había convertido a tres de ellos en cerdos por una noche.

Se escucharon enojados murmullos de asentimiento entre los hombres que la rodeaban; llevado por la costumbre, Arunder retrocedió y alzó una mano para lanzar un hechizo, y volvió a bajarla con una mirada de profunda desesperación.

—Así pues ahora se ha cerrado el trato —dijo con más calma su dama, irguiéndose muy tiesa—. Tu torre y todas estas tierras, desde el mediodía de hoy, pertenecen a esta camarilla de mercaderes, para que hagan el uso que consideren apropiado.

—Y… y ¿qué sucederá conmigo? Por los dioses, muj…

Faeya alzó una mano, y el farfullo del hechicero se interrumpió como cortado por un cuchillo. Alguien lanzó una risita ahogada.

—Nosotros, mi señor, somos libres de vivir tranquilamente en la Aguja Sur, efectuando conjuros, siempre y cuando no perjudiquen o hagan daño a nadie de esta hacienda, siempre que lo deseemos… o podamos hacerlo. Tú, Thess, recibes doscientas mil piezas de oro; es ése el motivo de que todas estas buenas personas estén aquí; y, además, toda la leña que necesitemos, y una docena de venados al año, listos para comer.

Sin decir una palabra, Hulder Phelbellow depositó una saca sobre la mesa auxiliar, que aterrizó con un sonoro tintineo de monedas. Whaendel el carnicero le siguió, y luego, uno a uno, todos los demás; las sacas se amontonaron hasta llegar a la pared, mientras la mesa crujía a modo de protesta.

—Pero… —Arunder tenía los ojos desorbitados—. No podéis tener oro suficiente, ¡ninguno de vosotros!

Su dama se reunió con él en medio de un elegante revuelo de verdes ropajes, y posó una mano consoladora sobre su brazo.

—Tienen alguien que les financia, Thess. Ahora da las gracias amablemente. Tenemos que hacer las maletas… o tendrás que ponerte mis vestidos.

—Yo… yo…

La mano de la mujer, hasta entonces amable, se hundió con fuerza en sus costillas.

—Señores míos —dijo Arunder tragando saliva—, no sé cómo daros las gracias…

—Thessamel —repuso Phelbellow jovial—, acabáis de hacerlo. Recibid también nuestras gracias… y que os vaya bien en la Aguja Sur, ¿de acuerdo?

Arunder seguía tragando saliva cuando los comerciantes salieron uno tras otro, entre risitas. Su retirada dejó al descubierto al hombre que había permanecido tranquilamente sentado detrás de ellos durante todo aquel tiempo; el tenue resplandor de la magia jugueteaba sobre el desenvainado sable que descansaba sobre sus rodillas. El arma se encontraba en las enormes manos velludas del famoso guerrero Barundryn Harbright, cuya sonrisa, mientras se incorporaba y miraba directamente a los ojos del hechicero, era de una gelidez invernal.

—Volvemos a encontrarnos, Arunder.

—¡Tú…! —El rugido del mago estaba lleno de odio.

—Ahora eres mi inquilino, mago, de modo que ahórrame las acostumbradas maldiciones y los escupitajos. Si me enojas lo suficiente, te sujetaré bajo el brazo y te llevaré hasta el arroyo donde juegan los niños, y azotaré tu trasero hasta que se vuelva rojo como un pimiento. Tengo entendido que eso no afectará en absoluto a tus conjuros. —Una enorme mano de dedos romos se agitó como si tal cosa en el aire frente a la nariz de Arunder.

—¿Qué? ¿Quién…? —El hechicero parpadeó alarmado.

—¿… Me lo dijo? —Harbright alzó la barbilla en una sonrisa afectuosa dirigida más allá del hombro de Arunder.

El Señor de los Conjuros giró en redondo a tiempo de ver la sonrisa felina de Faeya antes de que ésta desapareciera por la puerta por la que ambos habían llegado.

Lord Thessamel Arunder lanzó un gemido y, conteniéndose para no prorrumpir en un enfurecido llanto, se volvió para huir de todo aquello; pero se vio obligado a frenar en seco, con un chillido asustado, al encontrarse frente a frente con el filo de la resplandeciente espada de Harbright.

Sus ojos se alzaron despacio y de mala gana, del acero que le cerraba el paso hasta el fornido y gigantesco guerrero que lo empuñaba. Había algo parecido a la lástima en los ojos de Barundryn Harbright cuando rugió:

—¿Cómo es que los hechiceros, tan inteligentes como son, son tan lentos para aprender las lecciones de la vida?

La espada barrió el aire hacia el suelo y a un lado, en busca de su vaina, y una manaza firme se posó sobre el estremecido hombro del hechicero.

—Los magos viven más tiempo, Arunder —dijo el guerrero con suavidad—, si consiguen resistir sus más atractivas tentaciones.

Los sharranos empezaban a sudar ya, debido a la tensión de apuntar y mantenerse firmes mientras el Arte que empuñaban iba taladrando piedras vetustas y tierra, para matar a las criaturas que se encontraban debajo. Elryn vio cómo Femter realizaba una mueca de dolor y se sacudía de un dedo los trozos humeantes de un anillo, en tanto que Hrelgrath arrojaba al suelo su tercera varita y Daluth volvía a guardar un cetro sin fuerza en su cinturón.

—Es suficiente —vociferó Elryn, agitando las manos—. ¡Es suficiente, Hechizos Pavorosos de Shar! —Tenía que salvarse algo por si se tropezaban con otros enemigos… o por si quedaba todavía algo con vida allí abajo.

Los sacerdotes convertidos en hechiceros volvieron la cabeza en medio de la repentina paz para contemplarlo parpadeantes, casi como si hubieran olvidado quiénes eran y dónde estaban.

—Tenemos una sagrada tarea, Hermanos Siniestros —les recordó su jefe, permitiendo que percibieran el pesar en su voz—, y no se trata de hacer desaparecer tierra y piedras en unas ruinas abandonadas en medio de un bosque. Nuestra presa es el Elegido; ¿cómo le va?

Tres cabezas atisbaron por entre la arremolinada nube de polvo; luego los cinco miraron al fondo del pozo donde todo había empezado, donde el polvo no era más que unos pocos jirones ondulantes. Había cascotes allí abajo, y…

Uno de los sharranos lanzó un grito de incredulidad.

El Arpista que había afirmado ser Azuth los miraba con calma desde abajo, de pie más o menos en el mismo sitio en el que estaba cuando habían iniciado su andanada de proyectiles. Los tres ancianos, que seguían contemplándolo atónitos, permanecían a su lado. Tanto él como ellos, como el suelo alrededor del fondo del pozo, parecían intactos.

—¿Habéis acabado? —les preguntó con voz tranquila, mirándolos con ojos de un uniforme gris tormentoso.

Elryn sintió un nudo de frío terror que se formaba en su garganta y descendía despacio hasta la boca de su estómago, pero Femter rugió:

—¡Shar, acaba con ese hombre! —y sacó una varita de su cinturón.

Antes de que Elryn o Daluth pudieran detenerlo, el joven sacerdote se inclinó sobre el pozo y gruñó la palabra que envió una llamarada hacia la penumbra del fondo, directamente hacia el rostro alzado del hombre de los ojos grises.

El Arpista no se movió, pero su boca se abrió mucho más de lo que hubiera debido abrirse una boca humana, y las llamas penetraron en su interior. Se estremeció unos segundos cuando todo el fuego se hundió en sus entrañas. Los tres ancianos que lo rodeaban dieron un traspié, lo que pareció indicar que alguna clase de magia los mantenía bajo su control, moviéndolos cuando él se movía.

Instantes después la bola de fuego estalló con un sordo retumbo, pero el Arpista permaneció inmóvil con una expresión indiferente en el rostro mientras el humo surgía de sus orejas.

Dirigió a los sharranos que lo observaban una mirada de censura y comentó:

—Le hace falta un poco de pimienta.

Los Hechizos Pavorosos echaron a correr como almas en pena entre alaridos incluso antes de que Azuth bajara la cabeza y volviera a mirar al otro lado de la destrozada caverna en dirección a Elminster.

—Lo digo en serio —dijo solemne—: Debes librarte de ella.

—No… puedo —repuso el mago, jadeante, clavando la mirada en los oscuros ojos de Saeraede, mientras ésta se erguía sobre él como una especie de serpiente gigantesca que se enrrollara a su cuerpo con enormes y tirantes anillos.

—Y nunca podrás —le musitó radiante, los fríos labios a pocos centímetros de los de él, de modo que el mago sintió su gélido aliento en el rostro cuando ronroneó—: Con los poderes de un Elegido y todo el poder que Karsus dejó aquí, puedo desafiar incluso a alguien como él.

Alzó la cabeza para dedicar a Azuth una furiosa mirada de desafío al tiempo que cerraba una mano gigantesca de sólida bruma alrededor de la garganta de El. Otros tentáculos de neblina se alzaron alrededor de ambos a modo de bosque protector, y azotaron las revueltas y destrozadas losas de piedra.

El último príncipe de Athalantar forcejeó por respirar entre sus garras, tan asfixiado que no podía ni hablar ni gritar, en tanto que la espectral hechicera transformaba tranquilamente la aguja más elevada de sus brumas en un exuberante y muy sólido torso humano, curvilíneo y letal.

A los delgados dedos les crecieron uñas parecidas a largas zarpas; cuando fueron tan largas como la mano de Saeraede, ésta las alargó casi con cariño hacia la boca del mago.

—Arrancaremos la lengua, creo —dijo en voz alta—, para impedir cualquier desagradable… Ah, pero espera un poco, Saeraede; querrás que te cuente unas cuantas cosas antes de que quede mudo…

Garras afiladas como cuchillas pasaron a apenas centímetros de distancia de la garganta de Elminster, firmemente contraída, para acuchillar el primer trozo de carne que encontrara al descubierto. Tras dejar un rastro de profundos cortes en el cuello del medio estrangulado mago, sacudió la sangre, que cayó en forma de gotitas y fue atrapada en las arremolinadas neblinas que formaban su cuerpo, y alzó jubilosa las ensangrentadas zarpas a la luz del sol.

—Ah, vuelvo a estar viva —exclamó Saeraede—, ¡viva y completa! Respiro, ¡siento! —Se llevó la mano a la boca, mordió sus nudillos, y extendió la mano en dirección al hosco avatar de Azuth para que viera cómo se agolpaba la sangre—. ¡Sangro! ¡Estoy viva!

Entonces lanzó un alarido, se tambaleó, y bajó la mirada, los oscuros ojos desorbitados por la incredulidad, hacia la humeante punta de espada empapada en sangre que acababa de reventar su pecho desde atrás.

—Hay gente que vive muchísimo más de lo que debería —dijo Ilbryn Starym con voz sedosa desde detrás de la empuñadura, mientras contemplaba con fruición los ojos del mago paralizado todavía entre las manos de Saeraede—. ¿No estás de acuerdo, Elminster?

Una puerta se abrió violentamente y se estrelló contra una pared totalmente recubierta de paneles de madera. Hacía años que la alta mujer de anchos hombros que ocupaba ahora el umbral, con ojos centelleantes de cólera, no había llevado la armadura que tanto odiaba; pero, mientras contemplaba furibunda la habitación, con su larga espada envainada junto a la cadera, tenía todo el aspecto de una guerrera.

En ocasiones Rauntlavon deseaba ser más apuesto, fuerte, y unos diez años mayor. Habría dado una fortuna para que una mujer tan espléndida como ésta le sonriera.

Sin embargo, en aquellos instantes ella no le sonreía precisamente. Lo contemplaba como quien ha descubierto una víbora en su bacín… y su solo consuelo era que no era él el único mago que se revolcaba por el suelo bajo su sombrío enojo; su señor, el mordaz elfo Iyriklaunavan, jadeaba sobre la magnífica alfombra de plumas de cisne a menos de un palmo de distancia.

—Iyrik, por todos los dioses —refunfuñó lady Nuressa—, ¿qué ha sucedido aquí?

—Mi conjuro para ver a distancia salió mal —le respondió el elfo con otro gruñido—. De no haber sido por este muchacho, todos esos libros estarían en llamas ahora, ¡y estaríamos arrojando agua y corriendo con cubos para salvar la vida!

El rostro de Rauntlavon enrojeció como una tea cuando lady Nuressa se adelantó y lo contempló con una expresión algo más benévola.

—No… no fue nada, gran señora —tartamudeó.

—Maese Rauntlavon —repuso ella en tono afable—, un aprendiz jamás debería contradecir a su maestro en el arte de la magia… ni minimizar el juicio de ninguno de los cuatro señores del castillo.

Rauntlavon se tornó tan rojo como sus ropas y profirió las inmortales palabras:

—Eh…, oh, sí, ah…, yo, eh…

—Sí, sí, muchacho, lo has explicado de un modo admirable como de costumbre —dijo Iyriklaunavan sin darle importancia, rodando para apoyarse sobre los codos—. Ahora cierra el pico y echa una mirada por la habitación por mí: ¿hay algo que no vaya bien? ¿Algo roto, que desprenda humo, en llamas? ¡Arriba, pues!

Rauntlavon se irguió de un salto, bastante agradecido, pero mantuvo la atención más puesta en lo que dos de los cuatro señores del castillo decían. Todos habían sido aventureros gallardos y afortunados hacía menos de una década, y nunca se sabía de qué cosas excitantes podían hablar.

Bueno, esta vez no era nada referente a dragones apareándose.

—Bien, Iyrik —decía lady Nuressa con un ostentoso tono de resignación—, cuéntame exactamente por qué estalló tu hechizo para ver a distancia. ¿Se trata de uno de esos conjuros que sería mejor que no intentaras? ¿O acaso distrajo tu atención alguna núbil doncella elfa que viste mientras espiabas?

—Nessa —gruñó el elfo (Rauntlavon siempre había admirado el modo que tenía de parecer tan ágil, elegante y juvenil, y al mismo tiempo ser más tosco que cualquier enano), mientras se incorporaba y le dedicaba una mirada de reprobación—, esto es serio. Para todos nosotros, en todo Faerun. Deja de jugar a la pavoneante zorra guerrera por unos instantes y escucha… por una vez.

Rauntlavon se quedó helado, la cabeza hundida entre los hombros, mientras se preguntaba si la gente lograba sobrevivir a la furia desatada de la gran señora Nuressa cuando ésta se encolerizaba… y también con qué rapidez se percataría de su presencia y lo haría abandonar la estancia.

Con mucha, al parecer.

—Maese Rauntlavon —dijo la mujer con voz pausada—, puedes dejarnos ahora. Cierra la puerta al salir.

—Aprendiz Rauntlavon —intervino entonces su señor, con la misma voz pausada—, es mi deseo que permanezcas junto a nosotros.

El joven tragó saliva, aspiró con fuerza, y se volvió de cara a ambos, sin atreverse apenas a alzar la vista.

—N… no he encontrado nada mal en este extremo de la habitación —anunció, la voz más aguda y bastante más temblorosa de lo que él habría querido—. ¿Examino la otra mitad ahora… o más tarde?

—Ahora estaría bien, Rauntlavon —contestó la señora con voz aterciopelada pero preñada de amenaza—. Te ruego que procedas.

El aprendiz realmente se estremeció antes de inclinarse y farfullar:

—Como mi gran señora desee.

—Resulta maravilloso hacer que hombres y muchachos te teman, Nessa, pero ¿realmente te compensa por los años pasados bajo el látigo? ¿Se desquita la esclava huida esclavizando a otros? —La voz de su amo era cáustica; Rauntlavon intentó no mostrar su desconcierto. ¿La gran señora había sido una esclava? ¿Arrodillada desnuda bajo el látigo del esclavista, en medio del polvo y el calor? Dioses, pero él jamás…

—¿No crees que podríamos mantener en secreto mis anteriores profesiones? —manifestó ella casi con gentileza, si bien su siguiente frase fue casi un grito de guerra—. ¿O existe una apremiante necesidad de contárselo a todo el mundo?

—¡No se lo diré a nadie, no lo haré! ¡Juro que no! —balbuceó el aprendiz, cayendo de rodillas sobre la alfombra.

Oyó cómo la mujer suspiraba y sintió unos dedos férreos que se cerraban sobre su hombro y lo ponían de nuevo en pie. Otros dedos le sujetaron la barbilla y le giraron la cabeza con la misma violencia con que se hace restallar un látigo. El aprendiz se encontró mirando a los brumosos ojos de lady Nuressa desde una distancia no mayor que el más largo de sus dedos.

—Rauntlan —dijo ella, llamándolo por el nombre que le gustaba que usaran sus escasos amigos; un diminutivo que no sabía que ninguno de los señores conociera—, sabes que una de las habilidades más esenciales para cualquier mago es guardar los secretos apropiados, y guardarlo bien. De modo que te pondré a prueba ahora, para ver si eres lo bastante bueno para permanecer en el castillo como un mago en prácticas… o un hechicero por derecho propio, en el futuro. Guarda mi secreto, y podrás quedarte. Dalo a conocer… y serás expulsado de nuestras tierras, perseguido hasta nuestros límites mientras la cara plana de mi espada azota tu trasero tantas veces como yo pueda acertarte.

Rauntlavon oyó cómo su señor hacía intención de decir algo, pero la señora hizo algún gesto a su espalda que él no pudo ver, e Iyriklaunavan volvió a callar.

—¿Lo comprendes, Rauntlan?

Su voz era tranquila y afable como si hablaran de sembrar heno en un campo; Rauntlavon tragó saliva, asintió, se retorció bajo las afiladas cuchillas de sus ojos, y consiguió articular:

—Gran señora, juro guardar vuestro secreto. Podéis ponerme a prueba… y, si alguna vez se me escapa sin querer, yo mismo me presentaré ante vos para reconocerlo, de modo que la cacería se inicie cuando mejor os plazca.

—Bien dicho, maese aprendiz —repuso ella, enarcando las oscuras cejas—. Estamos de acuerdo, entonces.

Dio un rápido paso atrás y se levantó el vestido sin prisas para exhibir una pierna bronceada y musculosa tan larga y bien proporcionada que él tragó saliva dos veces, incapaz de apartar la mirada de ella. En algún punto lejos, muy lejos, su señor lanzó una risita divertida, pero Rauntlavon estaba absorto en el lento pero continuado ascenso de la delicada tela, que subía y subía hasta llegar a su cadera —ahora tragaba saliva con más fuerza aun, y era consciente de que su rostro debía de estar rojo como un tomate—, donde sus ojos se clavaron en una marca de un color blanco violáceo. El cruel dibujo estaba profundamente marcado al fuego sobre su carne, justo debajo del borde del hueso que formaba la cadera. Ella describió un círculo a su alrededor con un largo dedo y preguntó en tono seco:

—¿Has visto suficiente, Rauntlan?

El aprendiz casi se asfixió al intentar tragar saliva y asentir al mismo tiempo; en algún punto en medio de su angustiosa situación, el vestido volvió a cubrir los tobillos de la mujer, su mano se cerró sobre los hombros de él como un garrote que descarga un fuerte golpe, y su voz le musitó al oído:

—Ahora tenemos un secreto que compartir, tú y yo. Algo para recordar. —Le dio un empujoncito con suavidad y añadió—: Me parece que este extremo de la habitación todavía no ha sido inspeccionado a fondo, maese aprendiz.

Su voz volvía a ser un aguijón afilado; pero, por alguna razón, Rauntlavon casi sonreía cuando se alejó a grandes zancadas hacia el fondo de la estancia y anunció:

—Se reanuda la inspección, gran señora…, ¡y se inicia la acción de compartir!

Su señor lanzó una sonora carcajada, y al cabo de unos instantes Rauntlavon escuchó un sordo murmullo que debía de producir lady Nuressa al reír por lo bajo.

A continuación, la mujer descargó el látigo de su voz sobre Iyriklaunavan, interrumpiendo bruscamente su risa para espetarle:

—Ya se ha perdido demasiado tiempo, mago. Haces que abandone precipitadamente la mesa con un mapa a medio dibujar y la sopa enfriándose, y luego te muestras reticente sobre el motivo. ¿Qué es tan «grave» que tu aprendiz tiene que escucharlo junto conmigo? ¿Crees que podrás conseguir contarme algo sobre este tan serio asunto antes de, digamos, el anochecer?

—Hablaba en serio cuando dije que esto era grave, Nessa —replicó el señor de Rauntlavon con voz pausada—. Deja a un lado esa lengua mordaz tuya, y escucha. Por favor.

Calló entonces, milagrosamente, y Rauntlavon se volvió incluso para mirar, lo que le mereció una mirada divertida por parte de la gran señora, que guardaba en silencio a que el elfo continuara. Iyriklaunavan parpadeó, al parecer sorprendido, y luego explicó con rapidez:

—Ya sabes que la magia, toda la magia que no se apoya en absorber el poder de unas cuantas clases de objetos mágicos, está funcionando mal. Los hechizos se desvirtúan y ofrecen toda clase de resultados distintos que no son de fiar e incluso resultan peligrosos. Algunos magos se han escondido en sus torres, incapaces de defenderse de nadie que pretenda ajustar viejas cuentas. La magia se ha vuelto loca. Si fuera menos gente la que lo supiera, yo diría que éste debería ser nuestro secreto, el mío y el de Rauntlavon, y te rogaría que lo guardaras. No te sorprenderá que muchos magos hayan estado intentando averiguar por qué ha acontecido esta desgracia. Yo soy uno de ellos.

—Y eso todavía me sorprende menos —dijo en voz baja ella, y Rauntlavon volvió la cabeza con brusquedad para observar su rostro sombrío. Jamás la había oído hablar con tanta suavidad. Resultaba casi… tierna.

—Carezco de objetos que malgastar para dar fuerza a mis conjuros —continuó Iyriklaunavan—, por eso el muchacho, Rauntlavon, ha actuado como mi rompeolas, usando sus conjuros para sostener los míos. Nos ha llegado incluso la noticia de que algunos hechiceros… e incluso sacerdotes de las fes que creen en el Tejido… creen que la divina Mystra y Azuth han estado corrompiendo la magia de modo deliberado, por algún motivo que los mortales no pueden ni aventurar.

—¿Adoras a nuestros dioses de la magia?

—Nessa —repuso Iyriklaunavan con calma—, ni siquiera tengo posibilidad de guardar mis secretos. Intento explicarlo con rapidez, de verdad; limítate a escuchar.

Nuressa se recostó en una de las columnas ceñidas por lámparas que sostenían el techo de la sala de hechizos, e hizo una seña al mago elfo para que prosiguiera. Ni siquiera se mostró irritada.

—Justo estábamos buscando un lugar en el proceso de nuestra visualización, aunque ni siquiera lo habíamos invocado todavía —continuó el elfo—, cuando sentí una cosa, y vi otra. Creo que todo el mundo en Faerun que intentara una visualización a distancia en aquel momento sintió lo mismo que yo: la deliberada e imprudente descarga de muchos bastones de mago a la vez, en un mismo sitio, y todos dirigidos contra el mismo blanco.

—¿Me estás diciendo que los magos de todo el mundo sienten cada vez que un hechicero destruye a otro? —La voz de Nuressa sonaba incrédula—. No me extraña que seáis tan complicados.

—No, por lo general no percibimos tales cosas… ni tampoco la violencia de sentir algo nos golpea con tanta fuerza como para convertir nuestros conjuros en algo destructivo e inesperado —explicó el señor de Rauntlavon—. El motivo por el que sucedió en esta ocasión fue el blanco de esta andanada: el Ser Superior. Lo vi, de pie en el fondo de un pozo con tres magos mortales, mientras la magia que intentaba destruirlo llovía sobre él… y él tenía la atención puesta en otro sitio.

—¿Azuth? ¿Quién sería lo bastante loco para usar magia en un intento de destruir al dios de la magia? —Lady Nuressa parecía atónita.

—Eso no lo vi. Lo que sí vi fue lo que contemplaba Azuth: una hechicera espectral, que intentaba asesinar a un Elegido de Mystra.

—¿Qué es eso? —preguntó ella—. ¿Una especie de criado de la diosa?

—Sí —respondió el mago elfo sombrío—, y era alguien a quien tal vez recordarás. Remóntate a un día en que huimos de una tumba, una tumba provista de columnas de las que brotaron ojos. Había un mago colgando sobre nosotros, dormido o atrapado, y salió después de que nosotros huimos de allí. Te preguntó qué año era.

—Oh, sí —murmuró ella, los ojos perdidos en la distancia—, y yo se lo dije.

—Y por ello obtuvimos el favor de la diosa Mystra —le indicó Iyriklaunavan—, que nos entregó este castillo.

—Creía que Amandarn había obtenido la titularidad de estas tierras jugando a los dados con ciertos comerciantes. —La mujer frunció el entrecejo—. Y arriesgando todas nuestras monedas al hacerlo —añadió.

Rauntlavon se quedó muy quieto, pues no deseaba que lo volvieran a echar ahora. Sin duda éste era un secreto más peligroso aun que…

—Amandarn perdió todas nuestras monedas, Nessa. Folossan casi lo mata por ello… y tuvieron que salir huyendo cuando robó unas cuantas para pagar una comida esa noche y lo pescaron. Los dos se ocultaron en un templo dedicado a Mystra; se introdujeron justo bajo el altar y se ocultaron bajo su magnífica tela. Allí se durmieron, si bien ambos juran que la magia los adormeció, pues no habían bebido apenas y estaban muy excitados debido a la huida y el peligro. Cuando despertaron, todas nuestras monedas volvían a estar en la bolsa de Amandarn… junto con el título de propiedad del castillo.

Las cejas de la mujer casi se elevaron hasta el techo cuando ésta preguntó:

—¿Y tú crees esa historia?

—Nessa, usé conjuros para sacar hasta el último detalle de sus mentes, después de que me lo contaron. Sucedió.

—Comprendo —repuso ella con calma—. Rauntlavon, ten en cuenta que éste es otro secreto que debe quedar entre nosotros los aquí presentes… y sólo nosotros, o tendrás que huir de cuatro señores del castillo, no sólo de uno.

—Sí, gran señora —contestó el aprendiz; luego tragó saliva y los miró a ambos—. Hay algo que debería decir ahora. Si algo le sucede al gran Azuth, o a la muy divina Mystra, y la magia sigue desmoronándose, todos tenemos un gran problema.

—¿Y cuál es, Rauntlavon? —quiso saber lady Nuressa, con voz casi amable, mientras sus dedos acariciaban la empuñadura de su larga espada.

Los ojos del aprendiz se posaron sobre aquellos dedos —cuya legendaria fuerza era una de las piedras sobre las que se sostenía su mundo— y luego se alzaron hacia el rostro de la mujer.

—Creo que deberíamos orar por Azuth o encontrar algún modo de ayudarlo. El castillo se construyó con gran cantidad de magia —explicó a sus dos amos—. Si sus hechizos fallan, se hundirá… y nosotros con él.

La expresión de la mujer no se alteró, pero sus ojos se volvieron hacia los de lord Iyriklaunavan.

—¿Es eso cierto?

El elfo se limitó a asentir. Nuressa lo contempló unos instantes, el rostro tranquilo todavía, pero Rauntlavon comprobó que su mano estaba ahora cerrada alrededor de la empuñadura de la espada y la sujetaba con tanta fuerza que sus nudillos se habían vuelto blancos. Los ojos de la mujer se giraron hacia los del aprendiz.

—Bien, Rauntlavon, ¿posees algún plan para impedir tal desgracia?

Él se limitó a extender las vacías manos, deseando con desesperación poder ser el héroe, y ver despertar en los ojos de la mujer el amor por él; deseando poderle ofrecer algo más que su desesperación.

—No, Nuressa. —Se sintió atónito al escucharse musitar con suavidad—: No soy más que un aprendiz. Pero moriré por ti, si me lo pides.

Arrancó el arma de la tambaleante hechicera con salvaje regocijo, y se dispuso a hundirla en el gran enemigo que había perseguido durante tanto tiempo, el apestoso humano que había osado manchar el refulgente Cormanthor con su presencia y destruir la Casa Starym, y que ahora estaba indefenso ante él, capaz sólo de mover los ojos —muy apropiadamente— para contemplar de dónde venía su fin.

—Has de saber mientras mueres, gusano humano —siseó Ilbryn—, que los Starym han sido ven…

Y aquéllas fueron las últimas palabras que pronunció jamás, pues toda la magia que la vieja hechicera había absorbido volvió a salir con violencia, como una feroz inundación de energía mágica que consumió la espada que la había derramado y al elfo cuya mano sujetaba el arma, todo en una rugiente oleada que se estrelló contra la pared opuesta de la cueva y, perforando la roca como si fuera queso, se proyectó al frente hasta encontrar la luz del sol en una ladera distante, y entonces se oyó el lejano estruendo de los árboles al desplomarse y de las rocas al rodar.

Una llamarada de fuego brotó de la boca de Saeraede, y ésta se desprendió de Elminster, al tiempo que las neblinas que la conformaban se retiraban hasta crear una nube estancada cuyos oscuros y desesperados ojos le suplicaron durante unos breves instantes antes de desmoronarse y desvanecerse en un remolino de polvo.

El se tambaleaba y tosía todavía, aferrándose el destrozado cuello, cuando Azuth se adelantó con pasos rápidos y lanzó una magia cuyo espectral fulgor verde inundó a la vez las runas y el montón de polvo que había sido Saeraede.

Como un suave oleaje que lame una playa, el hechizo del dios se desplegó hasta la grieta en la que había permanecido oculto Ilbryn y a cada uno de los rincones de la asolada cueva. Luego el conjuro parpadeó, adquirió una brillante tonalidad dorada que arrancó una exclamación a Beldrune, y se elevó por los aires dejando tras de sí un vacío inmaculadamente limpio.

Azuth avanzó sin detenerse por entre la mágica nube que se elevaba, sujetó al bamboleante Elminster por los hombros, y lo empujó un paso más allá. En mitad del paso ambos desaparecieron juntos, dejando a los tres magos contemplando boquiabiertos un trono caído bajo un haz de luz solar que iluminaba el interior de un pozo, en un bosque que se había quedado de repente silencioso y vacío.

Dieron unos cortos pasos hacia el lugar donde tanta muerte y hechicería se habían arremolinado —los suficientes para comprobar que las runas eran ahora un arco de siete agujeros de piedra hecha añicos— y luego se detuvieron e intercambiaron miradas.

—Se han ido y ya está, ¿eh? —dijo de repente Beldrune—. Ya está. Toda esa furia y esa lucha, y en cuestión de segundos… se acabó. Todo terminó, y a nosotros nos abandonan aquí y nadie se acuerda de nosotros.

—¿Esperabas que las cosas fueran distintas, en esta ocasión? —inquirió Tabarast de las Tres Maldiciones Cantadas al tiempo que enarcaba con elegancia las canosas y tupidas cejas.

—Se nos honró con la protección personal de un dios —casi musitó Caladaster—. Anduvo junto a nosotros y nos escudó cuando corrimos peligro, un peligro que a él no lo afectaba, o no habría podido ocuparse de aquella bola de fuego como lo hizo.

—Eso fue todo un espectáculo, ¿no es así? —dijo Beldrune con una risita—. Ya me veo contándoselo a los jovencitos: falta un poco de pimienta. Vaya comentario.

—Creo que por eso lo hizo —le respondió Tabarast—. Sí, recibimos un gran honor… y seguimos vivos, a diferencia de esa hechicera fantasma y del elfo. Eso es todo un logro, desde luego.

Volvieron a intercambiar miradas, y Beldrune se rascó la barbilla, carraspeó y dijo:

—Sí… ejem. Bueno, creo que podemos salir andando, por allí al fondo donde el fuego reventó la caverna.

—No quiero marcharme todavía —respondió Caladaster, dando una patada al agrietado borde de uno de los pozos donde había habido una runa—. Nunca estuve junto a gentes que tuvieran un auténtico poder, en un lugar donde sucedieran cosas importantes… y creo que jamás volveré a hacerlo. Mientras permanezco aquí, me siento… vivo.

—Bah —rezongó Beldrune—, ella dijo eso, y mira lo que le sucedió.

Tabarast se adelantó con fuertes pisadas y dio a Caladaster un tosco abrazo.

—Sé cómo te sientes —le dijo—. Sin embargo, tenemos que irnos antes de que anochezca, y para entonces querré tener un pichel en la mano.

—Muchos picheles —asintió Beldrune.

—Pero en un lugar tranquilo para sentarnos y pensar, sólo nosotros tres —añadió Tabarast, casi con ferocidad—. Esta noche no quiero tener que explicar a todos los granjeros borrachos de la zona cómo anduvimos junto a un dios, y oír cómo se ríen de nosotros.

—Estoy de acuerdo —repuso Caladaster con calma, y se alejó.

—¿Adónde vas? —inquirió Beldrune clavando la mirada en su espalda.

El anciano hechicero llegó hasta el fondo del pozo, cubierto de cascotes, y contempló con atención las piedras.

—Yo estaba justo aquí —murmuró—, y el dios estaba… ahí. —Aunque su voz era firme, incluso ronca, las lágrimas humedecieron repentinamente sus mejillas.

»Nos protegió —musitó—. Contuvo más magia de la que nunca había visto lanzar en toda mi vida, magia que hacía desaparecer las piedras, y lo hizo por nosotros, para que sobreviviéramos.

—Los dioses tienen que hacer esas cosas, ¿sabes? —indicó Beldrune—. Alguien debe presenciar sus acciones y contarlo. ¿Para qué sirve tanto poder, si no?

Caladaster le lanzó una mirada de desprecio, y se apartó de Beldrune.

—¿Cómo te atreves a reírte del divino…? —dijo, con ojos llameantes de cólera.

—¿De qué sirve ser humano, si no? —respondió él con sencillez.

Caladaster lo miró fijamente, boquiabierto, durante lo que pareció una eternidad. Luego el anciano hechicero tragó saliva, meneó la cabeza, y lanzó una débil risita.

—Nunca había visto las cosas desde ese punto de vista —manifestó, casi con admiración—. ¿Te ríes a menudo de los dioses?

—Una o dos veces cada diez días —respondió él con tono solemne—. Tres veces en los días sagrados, si alguien nos recuerda cuándo se celebran.

—Aparta, divino burlón —ordenó de improviso Tabarast, haciéndole una seña con la mano. Beldrune enarcó las cejas en silenciosa interrogación, pero su viejo amigo se limitó a agitar la mano como para espantar moscas y se adelantó, añadiendo—: ¡Mueve esas enormes pezuñas con botas, he dicho!

—De acuerdo —repuso Beldrune con tranquilidad, haciendo lo que le pedía—, siempre y cuando me digas el motivo.

Tabarast se arrodilló sobre los cascotes y tiró de algo: una punta de tela de color en medio de las piedras.

—¿Joyas y un elegante tejido escarlata? —murmuró—. ¿Qué tenemos aquí?

Sus arrugadas manos apartaban ya a un lado las piedras, dejando la tela al descubierto con diestra velocidad, cuando Beldrune se arrodilló con un gruñido y se unió a la tarea. Caladaster permaneció en pie junto a ellos con expresión inquieta, temeroso de que, de algún modo, una hechicera espectral volviera a alzarse de aquellos andrajos y los amenazara otra vez.

Beldrune lanzó un apreciativo gruñido cuando el vestido rojo, con sus dragones adornados con gemas sobre ambas caderas quedó totalmente al descubierto; pero no tardó en levantarlo y entregárselo a Caladaster, al tiempo que indicaba otra tela situada debajo.

—¡Hay más!

El atrevido vestido negro fue recibido con un gruñido aun más sonoro; pero, apareció el azul con volantes y Tabarast removió las piedras de debajo para asegurarse de que aquellas tres prendas eran todo lo que había allí, Beldrune no pudo menos que comentar:

—Puesto que Azuth no los llevaba, por lo que yo vi, éstos deben de ser de ella.

Tabarast y Caladaster intercambiaron miradas.

—Dado que somos mayores y más sabios que tú —le dijo su amigo con aire bondadoso—, ya lo habíamos imaginado.

El mago le sacó la lengua a modo de respuesta y alzó el vestido azul para examinarlo mejor.

—¿Creéis que poseerán poder? —preguntó Tabarast con el vestido negro balanceándose de sus dedos en tanto que Caladaster reprimía una sonrisa afectada.

—Humm. Poder o no, no pienso ponerme este modelito sin espalda —replicó Beldrune, dando otra vez la vuelta al vestido azul de volantes para mirarlo—. Baja lo suficiente para dar a las frías corrientes de aire una buena ayuda, si comprendes a qué me refiero…