Siempre hay demasiadas víctimas
La única certeza en un golpe de estado, un ataque orco o una sesión de chismorreos junto al pretil de un pozo es que no escasearán las víctimas.
Ralderick Soto Venerable, bufón
Cómo gobernar un reino, desde los torreones al estercolero,
publicado aproximadamente en el Año del Pájaro Sangriento
Todo estaba oscuro y silencioso, ahora que ya no se escuchaba el chirrido de sus botas. Se encontraba solo en medio de un recinto de fría y húmeda piedra, con el polvo de siglos cosquilleándole en la nariz, y una sensación de tirantez como si algo lo espiara desde la oscuridad y aguardara.
Elminster se quedó tan quieto como los asideros de piedra a los que todavía se sujetaba, contempló la acechante oscuridad, e invocó uno de los poderes que Mystra le había concedido. Era uno que había utilizado en contadas ocasiones, porque requería una tranquila concentración y tiempo, mucho más tiempo del que la mayoría de los seres con los que compartía su existencia en Faerun estaría dispuesto a concederle jamás. Con demasiada frecuencia, últimamente, la vida parecía una carrera impetuosa.
Su conciencia recorrió la oscuridad. No podía ver las cosas vivas o sin vida; pero, cuando la magia se concentraba… así, la podía sentir con tanta claridad que alcanzaba a distinguir superficies sobre las que se aferraban los zarcillos de las uniones mágicas, e incluso los débiles y borrosos rastros de magia protectora que había fallado.
Todas esas cosas aparecieron ante él. Tenues rastros mágicos revoloteaban por todas partes; ninguno era muy fuerte ni tenía una localización precisa, pero perfilaban una caverna grande o un espacio abierto. Bastante más allá, en el suelo de esta sala o cueva —o abajo, en un pozo, no podía decir qué era exactamente— varios nodos muy apiñados de poder mágico palpitaban y murmuraban sin pausa. El parpadeó.
Trampa o no, tenía que averiguar qué aguardaba allí que poseía tanto poder mágico. El remolino pensante que lo había conducido hasta allí lo observaba, o al menos sabía que él se acercaba; así que ¿de qué servía tanto sigilo? Envió un hechizo para sondear la piedra, en busca de pozos o grietas situado delante de él; luego, envuelto en su tenue y fantasmal resplandor azulado, avanzó con cautela.
Enormes extensiones del suelo estaban formadas por la roca natural de la caverna; pero, mientras El avanzaba, ésta dio paso a un suelo de grandes losas de piedra, pulidas y llanas. El musgo no las había manchado, pero, aquí y allá, la fina capa blanca de las sales que exudaba la vetusta roca formaba hilillos sobre la piedra.
Un trono o asiento de esa misma piedra apareció ante Elminster, sorprendentemente desprovisto de magia, a pesar de quedar casi oculto tras el resplandor proyectado por los siete nodos de magia cuando el mago lo contempló con su visión mágica. Por suerte, el asiento estaba vacío.
Con un suspiro, siguió avanzando. Siete nodos cegadores llenos de mágico poder. Previsible o no, no podía hacer caso omiso de tal poder y seguir siendo Elminster; sonrió, meneó la cabeza pesaroso… y dio otro paso al frente.
Tal vez moriría allí, pero no podía dar media vuelta.
El humano se acercaba. El gran adversario no tardaría en estar a su alcance, pero también cerca de las poderosas runas a las que era imposible acercarse sin peligro.
Demasiado cerca.
Probablemente sólo dispondría de una oportunidad, de modo que tendría que ser un golpe demoledor al que ni siquiera un mago tocado por los dioses pudiera sobrevivir. Tras todos estos años, unos pocos días o incluso meses no importarían en absoluto; lo que sí importaba era el golpe que acabaría con él para siempre.
El ataque que lo dejaría al descubierto y heriría al enemigo al mismo tiempo tenía que ser lo bastante destructivo para convertir a su adversario en un ser indefenso, pero a la vez dejarlo consciente, consciente del dolor que luego le infligiría sin prisa, y de quién era el que le provocaba aquel infinito sufrimiento… y por qué.
De modo que lo mejor era aguardar un poco más, como un fantasma paciente entre las sombras.
Unos ojos oscuros que semejaban dos negras llamas de furia atisbaron desde las profundidades de una de las hendiduras de la cueva y observaron cómo el cauteloso hechicero se encaminaba hacia la muerte.
Años consumido por el anhelo de venganza, por la desazonadora necesidad que lo dominaba día y noche; años que se habían reducido ahora a esto.
—¿Sí, Vaelam? —preguntó Hechizo Pavoroso Elryn, la voz peligrosamente afable y sedosa.
Un largo y tenso avance sigiloso hasta unas ruinas donde sin duda los aguardaban enemigos poderosos no había mejorado su estado de ánimo; en especial después de que una de sus botas había encontrado su primera madriguera deshabitada llena de agua y barro, lo que había tenido lugar tres pasos antes de que su otra bota topara con la segunda. A esas alturas había perdido ya la cuenta de cuántas enredaderas de espinos lo habían arañado en manos y rostro… y todo ello, claro está, presenciado con expresiones burlonas y desde lejos por las crueles sacerdotisas mayores de la Casa, entre las que se encontraba la misma Dama Tenebrosa en persona.
Vaelam casi bailoteaba nervioso, los ojos muy abiertos y redondos. El guarda que iba a la vanguardia de los «hechiceros» sharranos era un sacerdote delgado, de voz dulce, que siempre se mostraba cuidadoso y meticuloso con sus deberes, y que ahora parecía más excitado de lo que Elryn lo había visto nunca.
—Siniestro Hermano —dijo con entusiasmo—, he encontrado algo.
—No —murmuró Elryn, arrugando el entrecejo—. ¿De veras? Realmente me sorprendes.
—Es una piedra —continuó Vaelam, sin captar, sorprendentemente, el claro sarcasmo presente en la voz de Elryn… o tal vez demostrando una extraordinaria habilidad para ocultar que lo había reconocido—. Una piedra con algo escrito.
—Algo escrito ¿qué dice…?
—Bueno, claro, no es más que una letra en realidad, pero tan larga como la altura de un hombre. ¡Es una ka!
—¡No! —exclamó sarcástico Femter—. ¿Es posible?
—Lo es, Hermano —confirmó Vaelam, que parecía realmente no percibir sus mofas.
—Muéstranosla —ordenó Elryn tajante, y elevó ligeramente la voz—. Hermanos, avanzad despacio, manteneos separados, y vigilad los árboles a vuestro alrededor. No quiero que estemos pegados unos a otros cuando alguien salga de su escondite. Si disponemos las cosas de modo que una bola de fuego pueda acabar con todos nosotros de golpe, un mago hostil tal vez no pudiera resistir esa oportunidad, ¿de acuerdo?
—Sí —murmuró Daluth.
Al mismo tiempo, alguien más —Elryn no pudo identificar a la persona— farfulló:
—Piensa en todo, nuestro Elryn.
Con siniestros pensamientos o sin ellos, los «hechiceros» de Shar llegaron sin incidentes a la losa de piedra que Vaelam había encontrado. Ésta yacía entre dos terraplenes cubiertos de musgo, recubierta casi por completo por montones de hojas muertas y podridas caídas durante innumerables años, pero la letra K se distinguía con claridad. La letra, profundamente grabada, se extendía a lo largo de más terreno del que ocuparía una de las recargadas sillas del templo; la losa parecía a la vez muy antigua y enorme.
Elryn se inclinó al frente, sin molestarse en ocultar su creciente excitación. Magia. Esto tenía que tener alguna relación con la magia, con magia poderosa, y magia era lo que habían ido a buscar allí.
—Descubridla toda —ordenó y se apartó prudentemente para observar.
La piedra resultó tener una longitud igual, o mayor, que la de un hombre tendido de espaldas Bien recto, y el doble de eso en anchura, además de tener —en el punto donde el terreno se hundía, a lo largo de sus bordes— al menos un grosor igual a la largura de una espada corta.
Cuando acabaron de destaparla, los sharranos contemplaron con fijeza la inmensa losa. Cuando el silencio se tornó incómodamente largo y los sacerdotes menores empezaron a lanzarse miradas de reojo entre sí, Elryn suspiró y anunció:
—Daluth, efectúa el hechizo que usan los hechiceros para poner al descubierto la magia. No veo nada que sirva para activar esto… pero debe de haber algo.
Daluth asintió e hizo lo que le decían, y Elryn se sintió tan perplejo como todo el resto cuando el sacerdote alzó la cabeza despacio y dijo:
—No hay magia alguna. Nada en la losa ni a su alrededor. Nada excepto las pocas cosas que llevamos, que se encuentran dentro del campo de acción del hechizo.
—Imposible —le espetó Elryn.
—Estoy de acuerdo —asintió el otro—, pero mi conjuro no puede mentirme, ¿no es cierto?
Mientras su jefe lo contemplaba con furia, se escuchó una ahogada exclamación conjunta de alivio —de respiraciones contenidas al soltarse— procedente de los otros miembros del grupo, y éstos se adelantaron decididos para colocarse sobre la losa como si ésta los hubiera llamado.
Elryn giró en redondo, y un grito de advertencia afloró a sus labios, un grito que murió antes de surgir. Los sacerdotes bajo sus órdenes se pasearon por encima de la piedra, la rascaron con los tacones de sus botas, saltaron y dieron vueltas, sin dejar de mirar a los árboles como si la losa fuera un mirador hechizado que les concediera alguna clase de visión especial. Pero de la losa no salieron rayos para matarlos, y ninguno de ellos cambió de aspecto ni mostró una expresión inusitada en el rostro.
En lugar de ello, uno por uno se encogieron de hombros e interrumpieron su actividad, hasta que Hrelgrath dijo lo que todos pensaban:
—Pero tiene que haber algo de magia aquí, algún propósito para esto… y no puede ser la tapa de una tumba, o se necesitaría un dragón para levantarla y bajarla.
—¿Y, sólo porque nosotros no tenemos tratos con dragones, nadie los tiene? —replicó Daluth enarcando una ceja—. ¿Y si esto fuera una especie de almacén construido por un dragón, para su propio uso?
—¿En medio de un bosque, justo en un espacio abierto y enterrado en el suelo, un lugar rodeado de roca? No obstante admitir que no sé gran cosa de wyrms, eso sigue resultándome muy raro —contestó Femter—. No, esto tiene todo el aspecto de ser cosa de hombres… o de enanos que trabajaban para hombres, o tal vez incluso de gigantes que supieran algo de albañilería.
—¿Y a qué o a quién se refiere la ka? —le gritó Vaelam—. ¿A un rey o a un reino?
—¿O a un dios? —intervino Daluth en tono quedo, y algo en su voz hizo que todas las miradas se volvieran hacia él.
—¿Kossuth? ¿En un bosque? —inquirió Hrelgrath con voz perpleja.
—No, no —dijo Vaelam muy nervioso—. ¿Cuál era el nombre de aquel mago de la leyenda, que desafió a los dioses robando toda la magia para convertirse él en el amo de toda la magia? Klar… no, Karsus.
En el mismo instante en que aquel nombre salía por la boca del joven sharrano, éste se desvaneció, desapareciendo justo antes incluso de acabar de hablar. El punto de la losa sobre el que había estado de pie, tan cerca de Femter y Hrelgrath que ambos podrían haberlo cogido tranquilamente de la mano, estaba vacío.
Aquellos dos valerosos e inmutables sacerdotes saltaron de la losa y se alejaron de ella corriendo con un apresuramiento casi cómico, en tanto que Daluth asentía sombrío, los ojos fijos en el lugar donde había estado su compañero, y Elryn murmuraba despacio:
—Bien, bien…
Los cuatro sacerdotes que quedaban contemplaron la losa en silencio durante unos tensos instantes antes de que el más eminente Hechizo Pavoroso dijera casi con dulzura:
—Daluth, colócate sobre la letra y pronuncia el nombre que dijo Vaelam.
Daluth dirigió una veloz mirada a Elryn, leyó en su rostro que aquello era una orden clara y categórica, e hizo lo que se le pedía. Femter y Hrelgrath se removieron inquietos mientras contemplaban cómo el más competente de sus camaradas se esfumaba en un instante, y el siguiente en la lista no pudo reprimir un gemido de temor cuando Elryn indicó:
—Ahora haz tú lo mismo, Hrelgrath.
El miedo lo hacía temblar de tal manera que Hrelgrath apenas pudo articular el nombre «Karsus», pero se desvaneció con la misma rapidez y eficiencia que sus predecesores. Femter se encogió de hombros entonces al tiempo que se subía a la piedra sin esperar a que se lo ordenaran; cuando plantó con firmeza ambos pies en el centro de la gigantesca letra, volvió la mirada en busca del gesto de asentimiento de Elryn. Recibió la señal, y otro falso hechicero desapareció del bosque.
Solo ahora, Elryn paseó la mirada por los árboles circundantes y, al no ver nada extraño, hizo un gesto de indiferencia, y siguió a sus camaradas sharranos sobre la losa.
Antes incluso de su combate con el elfo que había matado a Iyrindyl con tanta facilidad, ya había pensado que toda esta estratagema de querer convertir en magos a venerables sharranos era un error, un error muy peligroso. Hechizos Pavorosos, además. De todos modos, si por algún milagro lo que había al otro extremo de ese teletransporte no era una enorme trampa, tal vez podría conducirlos a la obtención de magia suficiente para conseguir la bendita aprobación de la Dama Tenebrosa Avroana… y la posibilidad de sobrevivir el tiempo suficiente para disfrutar de él. Sonrió despacio ante la idea, dijo «Karsus» pausadamente, y observó cómo el mundo desaparecía a su alrededor en medio de un remolino.
Un fulgor rojo iluminaba la oscuridad, centelleando desde un centenar de curvas de metal e innumerables joyas. La luz surgía del suelo y, dondequiera que pisara, las huellas de las botas refulgían.
Era demasiado tarde para gritar una advertencia sobre despertar hechizos de protección o a criaturas que montaran guardia sobre todo aquello, pues Vaelam avanzaba ya hundido hasta las rodillas, removiendo maravillas para recoger un guantelete cuyas hileras de zafiros parpadeaban con su propia luz interior; el macilento resplandor de la magia resucitada se repetía con un siniestro brillo tornasolado desde una docena de puntos de la cripta, y la habitación de techo bajo se hallaba atestada de tesoros amontonados, la mayoría inidentificables a sus ojos, y todos ellos, por lo que parecía, contenían magia.
Elryn consiguió reprimir una exclamación, pero advirtió la veloz mirada que le lanzó Daluth y comprendió que su asombro y temor debían de estar claramente pintados en su rostro.
Los Hechizos Pavorosos más jóvenes no habían perdido el tiempo, desde luego. Hrelgrath parecía bailar un vals con una armadura mientras intentaba arrancarle una colla, y una fila de varitas enfundadas golpeaban y se bamboleaban junto al muslo derecho de Femter, colgando de un cinturón incrustado de gemas que rodeaba su talle como si hubiera sido hecho para él. Sin duda el cinturón había alterado su forma para adaptarse a él. El sacerdote de ojos ávidos tenía ya los brazos hundidos en otro montón de brazaletes y tobilleras, en busca de alguna otra cosa que había atraído su atención, en tanto que Vaelam se ponía el guantelete, mientras tenía la mirada puesta en otro objeto.
Únicamente Daluth permanecía con las manos vacías, los brazos alzados para proyectar un hechizo sofocador en el caso de que alguno de los imprudentes Hechizos Pavorosos más jóvenes liberaran algo que pudiera acabar con todos ellos.
Elryn lanzó miradas en todas las direcciones, no vio nada que se moviera por sí mismo y tampoco puertas u otros modos de abandonar la habitación situada entre aquellas cuatro paredes de piedra, y preguntó en voz baja:
—Bien, mis muy diligentes Hechizos Pavorosos, ¿se le ha ocurrido a alguien pensar en cómo podremos salir de este lugar?
—Karsus —dijo Hrelgrath con toda claridad, mientras sostenía triunfal la colla entre ambas manos.
Nada sucedió, pero Vaelam indicaba ya en dirección al rincón más alejado y oscuro de la estancia.
—Hay otra ka en un punto despejado del suelo allí al fondo —informó—. Ése será el modo.
—Sí, pero ¿para llevarnos de vuelta al exterior… o más al interior, a otro lugar desconocido? —inquirió Daluth.
—Por otra parte, si mi intención fuera matar a los ladrones que entraran aquí sin ser invitados, sería en el camino de salida donde pondría centinelas de una u otra clase —añadió Elryn; luego, sin haberse movido ni un paso del lugar en el que había aparecido, dijo «Karsus» con cautela, pero ningún remolino volvió a aparecer ante sus ojos, aunque eso no le sorprendió.
Un tintinear metálico le indicó que Vaelam continuaba con sus excavaciones, y, mientras Elryn observaba, vio cómo Femter deslizaba algo entre sus ropas, hurgando con los dedos en una bolsa, hasta entonces oculta bajo el brazo.
—No cojáis nada que no podáis transportar —advirtió el Hechizo Pavoroso mayor—, y estad preparados para entregar a la Dama Tenebrosa hasta el último objeto mágico que saquemos de este lugar, no importa lo insignificante que sea. Nos están observando en todo momento, ahora y siempre.
Femter levantó bruscamente la cabeza, y enrojeció al descubrir los ojos de Elryn fijos en él. Abrió la boca para decir algo, pero Daluth se le anticipó al preguntar a sus compañeros:
—¿Ha encontrado alguien algo cuyos poderes resulten evidentes?
Obtuvo como respuesta movimientos negativos de cabeza y entrecejos fruncidos.
Elryn usó la punta de la bota para abrir un pequeño cofre negro, alzó las cejas al contemplar la hilera de anillos que contenía, volvió a cerrarlo de golpe, y luego parpadeó al contemplar lo que había estado tirado junto a él.
—Daluth —llamó con calma, inclinando la cabeza hacia el montón de relucientes misterios que tenía junto a la bota—, esa diadema… ¿no se había usado ese símbolo para significar curación?
Daluth se abalanzó sobre el aderezo, que carecía de adornos pero era de oro macizo dispuesto sobre otro metal más duradero, y que lucía el emblema de un sol refulgente entre dos manos estilizadas.
—Sí —dijo con emoción. Lo levantó para mostrarlo a los otros y les espetó—: Buscad más como éstos. Dejad de buscar otras cosas por el momento.
Los Hechizos Pavorosos menores obedecieron, y fueron desenterrando y arrojando a un lado tesoros, e incorporándose de vez en cuando con exclamaciones satisfechas. Daluth recogió los objetos que le entregaron —cuatro diademas y una muñequera— y Elryn les gritó:
—Es suficiente. Todos vosotros, tomad sólo lo que podáis llevar encima o transportar, y dejad espadas, yelmos y cosas parecidas. No debemos arriesgarnos a despertar nada aquí dentro. Arreglaos como si fuerais a combatir; no quiero ver a nadie tambaleándose bajo un montón de objetos sueltos.
Alargó el brazo hacia el suelo y recogió varios cetros de entre un montón de volúmenes con tapas de metal, bandejas y cajas más pequeñas. Luego, como si se le acabara de ocurrir, levantó con indiferencia el cofre negro, su docena de anillos a buen recaudo en su interior.
Tras unos instantes de manipular las largas tiras de cuero que siempre viajaban en la bolsa que llevaba al cinto, los cetros quedaron bien sujetos a su cadera, el cofre oculto bajo la parte delantera de sus pantalones. Elryn estaba listo ya, e indicó con energía:
—Vaelam, creo que el honor es tuyo. Sácanos de aquí.
El más joven del grupo contempló el espacio despejado al fondo de la cripta, que le aguardaba silencioso, tragó saliva, y respondió:
—Dijiste que podía haber centinelas…
—Estoy muy seguro de que podrás ocuparte de ellos a la perfección —respondió éste categórico, y luego aguardó.
De mala gana el más joven de los sacerdotes convenidos en hechiceros se abrió paso por entre la atestada estancia, aminorando el paso a medida que se acercaba a la letra del suelo. Cuatro pares de ojos observaron sus movimientos, mientras sus propietarios se agazapaban tras montones de magia no identificada. Vaelam les dirigió una mirada que era una mezcla de cólera y desesperación, se irguió, y dijo con firmeza: «Karsus».
Tan veloz y silencioso como la primera vez que los había dejado, Vaelam desapareció.
Como si ello hubiera sido una señal, algo se movió en el montón situado más cerca de Hrelgrath, y se alzó en medio de un estrépito de innumerables objetos más pequeños que resbalaban y caían, al tiempo que los sharranos retrocedían a trompicones, gimoteando en muda alarma.
—No hagáis nada —les espetó su jefe.
En medio de un helado silencio los cuatro hombres observaron cómo una reluciente espada aparecía ante ellos, y apuntaba con su hoja desnuda y brillante a algún punto entre Daluth y Elryn. Parecía medir cerca de dos metros; la ornamentada empuñadura centelleaba, repleta de brillantes gemas, y una siempre cambiante colección de runas y letras parpadeaba arriba y abajo de los azules bordes de la hoja.
—Hrelgrath —ordenó Elryn—, sigue a Vaelam. Mantente agachado, y no hagas nada con precipitación. Ve ahora.
Cuando el segundo y sudoroso Hechizo Pavoroso desapareció en un abrir y cerrar de ojos hacia un lugar indeterminado, la flotante espada pareció estremecerse durante unos instantes, pero aparte de ello no se movió. Elryn la observó durante un tiempo, y luego indicó despacio:
—Femter, sigue a los otros.
De nuevo la espada permaneció donde estaba, y, cuando sólo quedaron Daluth y Elryn, el Hechizo Pavoroso mayor preguntó al más competente de sus camaradas:
—Por si algún hechizo nos impidiera volver jamás aquí, ¿hay alguna cosa en particular que debiéramos llevarnos?
—Harían falta años para examinar todo lo que hay aquí —respondió éste con un gesto de indiferencia—, e incluso entonces sólo conoceríamos unos pocos poderes de cada unos de estos objetos. Esto es totalmente… fantástico. Existe más magia aquí amontonada a nuestro alrededor de la que en mi opinión pueden reunir jamás todos los que adoran a la divina Shar, que son miles. Si tengo que llevarme una sola cosa… que sea aquel grupo de bastones, de allí. Cuatro bastones, creo yo; uno para cada uno de nosotros, y todos ellos seguro que contienen alguna clase de magia que podemos usar en una batalla. Si no logramos activarlos, al menos podremos hacernos pasar de un modo convincente por archimagos… durante un tiempo.
—Esperemos que ese tiempo sea lo bastante largo —asintió Elryn—, cuando llegue el momento. ¿Cogemos dos cada uno?
Tras dedicar a la flotante espada otra atenta mirada, se deslizaron con cautela junto a ella, y Daluth cogió los dos bastones bajo un brazo mientras sujetaba en el otro una varita que había encontrado antes. Las diademas curativas las había introducido a duras penas en su petate.
Elryn bajó la mirada hacia la desenfundada varita de su compañero, esbozó una sonrisa tirante, y recitó:
—«No hay que confiar en nadie excepto en la divina Shar». —Mientras lo decía, alzó la varita que sostenía ya en la mano para que Daluth la viera.
—Esto estaba dirigido a peligros que pudiera encontrar después del teletransporte —replicó Daluth con cautela—, no a… peligros más próximos. —Su voz se tornó de pronto más aguda—: ¡Cuidado con la espada!
Elryn giró en redondo pero la espada seguía en su lugar. Se volvía aún cuando escuchó cómo Daluth añadía con calma «Karsus».
El jefe de los Hechizos Pavorosos saltó violentamente a un lado, por si Daluth hubiera sentido el irresistible impulso de disparar su varita, y fue a caer sobre un montón de ropas hechizadas. Mallas fulgurantes parpadearon bajo su cuerpo mientras resbalaba dolorosamente por ellas, moviéndose sobre una serie de afiladas puntas; con toda premura, Elryn gateó con energía hasta incorporarse, lanzó otra mirada a la espada, y comprobó que seguía inmóvil.
Paseó la mirada por la habitación, la bajó hacia las rojas pisadas que empezaban a desvanecerse adoptando un tono más parecido al de la sangre seca, y volvió a dirigir la mirada hacia la ropas sobre las que había caído. Sin duda aquello era un peto, como el que lucían las damas arrogantes. Levantó una prenda y luego otra, percibiendo cómo el hormigueo de una magia poderosa le recorría los dedos. Todos eran vestidos, con aberturas en las mallas bajo ornamentados corpiños.
Elryn de Shar contempló los hombros de uno, frunciendo el entrecejo meditabundo, y a continuación empezó a quitarse sus propias ropas. Sería mejor que se diera prisa si quería ser lo bastante rápido para impedir que los otros hicieran disparates, o, conociendo como conocía a aquel grupito, evitar que se fueran sin él. Forcejeando en la creciente penumbra mientras intentaba no perder de vista la espada que flotaba en las inmediaciones, Elryn se sintió agradecido por un instante de que no hubieran encontrado un espejo en el que pudiera contemplarse. Imaginaba la hilaridad de Avroana al presenciar su pelea con aquellas ropas tan extrañas para él; cuando por fin se colocó sobre la letra del suelo y, con un ojo puesto en la espada flotante, pronunció la palabra «Karsus», lo hizo con una especie de gruñido que recordaba casi un furioso juramento.
El humeante tocón de lo que sin duda había sido un viejo y enorme fosco daba mudo testimonio de la efectividad de algo que uno de los Hechizos Pavorosos más jóvenes había activado. Elryn lo contempló con una oscura cólera creciendo en su interior; pero, antes de que pudiera decir algo, Femter le entregó un anillo, muy excitado.
—¡Hermano Siniestro, mira! Este anillo… contra el mejor rastreador que el Hermano Daluth puede conjurar… ¡oculta por completo los rastros de toda magia que entre en contacto con su portador! Uno podría presentarse ante un rey armado para una guerra y atacar con total impunidad.
—Tales audaces estratagemas resultan a menudo más efectivas en las baladas que en la vida real —respondió Elryn con severidad—, sin mencionar la prudencia. —Buscó a Daluth y lo encontró sacando con cuidado una diadema tras otra de su petate.
—Ah —anunció satisfecho el cabecilla de los Hechizos Pavorosos—, una forma más sensata de pasar el rato. Curémonos todos; luego dedicaremos un poco de tiempo a examinar las varitas y los bastones antes de reanudar nuestro viaje hasta las ruinas.
Varios otros árboles resultaron afectados durante los siguientes instantes. Los objetos curativos demostraron poseer una utilidad superior a la de un solo uso; dos de los bastones resultaron no tener más hechizos de combate que la capacidad de escupir los rayos que los hombres denominaban «proyectiles mágicos», pero los otros podían liberar rayos de voraces llamas y explosivos estallidos de magia, y dos de ellos parecían capaces de absorber la magia de los objetos que tocaban e incluso, si se les ordenaba, los hechizos de los que los empuñaban para dar mayor fuerza a sus ataques más destructivos.
—¡Esto sí que es suerte! —dijo Vaelam riendo, tras convertir un indefenso y joven árbol de sombra en un montón de cenizas.
—¿Suerte? Fue la divina Shar quien nos condujo hasta este lugar, Hermano Siniestro —dijo Elryn con severidad, sabedor de que las sacerdotisas los observaban desde lejos—. Shar nos guía siempre… Harás bien en no olvidar eso jamás.
—Desde luego —se apresuró a asegurarle Vaelam; luego lanzó una alegre carcajada cuando el bastón que sostenía volvió a rugir… y otro árbol desapareció en medio de una llamarada. Unas serpentinas de humo cayeron sobre el mantillo de hojas del suelo.
—Vaelam de Shar —amonestó Elryn con sequedad—, detén esta destrucción inútil al momento. Preferiría que este bosque no se incendiara a nuestro alrededor, o todo druida o mago a cien kilómetros a la redonda aparecerá por aquí para combatirnos. ¿Has olvidado ya lo que le sucedió a Iyrindyl?
Vaelam hizo una mueca, pero pareció no poder dejar de acariciar y agitar el bastón, como un guerrero al que acaban de entregar una espada magnífica.
—Mis disculpas, Hermano Siniestro —dijo, avergonzado por la reprimenda—. Me… me vi atrapado en su poder. —Se lamió los labios, clavó el bastón con fuerza en el suelo, y añadió a modo de disculpa—: ¿Sabes lo tentador que resulta poder hacer pedazos todo lo que te irrita o se opone a ti?
—Sí, Vaelam, resulta que sí lo sé —respondió su jefe, y agitó la varita que empuñaba, apuntando al rostro de Vaelam de un modo apenas perceptible pero que atrajo la atención del joven. Al ver que Vaelam palidecía, el Hechizo Pavoroso mayor siguió en tono sombrío—: Es una de muchas tentaciones parecidas.
Le dedicó una tirante sonrisa y volvió a guardar la varita en el cinturón.
—Sí —añadió despacio, iniciando la marcha a buen paso en dirección a las ruinas—. Una de muchas.
Con lacónico gesto indicó a los Hechizos Pavorosos que lo siguieran, lo que hicieron de mala gana. Vaelam se detuvo para lanzar una nostálgica mirada a la losa de piedra y a los bosques situados más allá… y se encontró cara a cara con la fría mirada sonriente y el bastón apuntando hacia él de Daluth, que cerraba la retaguardia, vigilante.
Vaelam consiguió devolverle una sonrisa nada entusiasta, pero los ojos de Daluth mantuvieron su frialdad. El Hechizo Pavoroso superviviente más joven tragó saliva, dio media vuelta, e inició una lenta marcha hacia su destino.
—Veamos, este rizo de la hoja, por otra parte, indica que esto es un…
Quiebraestrella se detuvo en mitad de la frase y se enderezó repentinamente, estrellando casi la cabeza contra la de Umbregard. El mago humano se apartó como pudo de en medio al tiempo que el elfo extendía las manos.
Todavía teatralmente tieso con los brazos abiertos, el elfo de la luna echó la cabeza atrás y abrió la boca como si quisiera saborear el cielo.
Se hizo el silencio. Umbregard contempló a su aparentemente petrificado amigo durante lo que dio la impresión de ser un período de tiempo larguísimo antes de atreverse a llamarlo.
—Quiebraestrella…
—¿Acaso esperas que alguna otra persona se introduzca en este cuerpo sólo porque dejo de moverme? —fue el leve reproche que recibió, al tiempo que el elfo volvía la cabeza, giraba en redondo y sujetaba el brazo de Umbregard, todo en un único y ágil movimiento—. ¿Conoces alguna amenaza mágica que yo desconozca que arrebate los cuerpos?
—¿A… adónde vamos? —preguntó Umbregard en lugar de dar una respuesta, cuando el delgado elfo de la luna lo arrastró prácticamente por entre los árboles, mientras la media capa verde oscuro revoloteaba a su espalda.
—Donde se nos necesita y con urgencia —respondió Quiebraestrella casi distraídamente, instando al humano del que tiraba a iniciar un trotecillo.
—¿Y dónde… —Umbregard resoplaba ya, a pesar de que descendían por una ladera tapizada de helechos en lugar de ascender—… resulta ser eso?
—En un bosque casi tan viejo como éste, al otro lado de un brazo de mar —repuso Quiebraestrella, la voz tan tranquila y la respiración tan firme como si hubiera estado tumbado cómodamente sobre una hoja gigante en lugar de corriendo por el bosque, saltando sobre árboles caídos y raíces, y rodeando gigantes del bosque—. Un lugar del que los humanos no recuerdan ni el nombre.
—¿Por qué? —casi chilló el mago humano, corriendo más deprisa de lo que jamás había hecho en toda su vida, con el delgado elfo media zancada más veloz que él y amenazando con arrancarle el brazo de sitio.
—Los árboles se queman de improviso —respondió Quiebraestrella con el entrecejo fruncido—, como si les hubiera caído un rayo o una tormenta de fuego, cuando en el cielo no hay tal tormenta que pueda causar esos estragos. ¡Ya hemos llegado!
Se introdujeron entre dos árboles de sombra que parecían exactamente iguales, y que no crecían ni a un metro de distancia el uno del otro… y en algún punto de la penumbra existente entre ellos una neblina azul los arrancó del suelo y los arrojó lejos.
El siguiente paso que dio Umbregard fue en otro bosque distinto; uno más seco y desprovisto del canto de las aves y las correrías de los animales. Se quedó boquiabierto e intentó mirar a su espalda, pero en ese instante Quiebraestrella le soltó la mano y le sujetó la barbilla. Clavando la mirada en los ojos del humano desde apenas unos centímetros de distancia, el elfo de la luna murmuró:
—No hagas ningún ruido innecesario, y no llames a ninguna persona que veas… aun cuando sean antiguos amigos. Hummm; en especial si son viejos amigos.
—¿Por qué? —inquirió el otro, casi con desesperación; ¿por qué se había molestado en aprender a pronunciar otras palabras aparte de «por qué»?
—Vivirás más tiempo —respondió él, posando dos suaves dedos sobre los labios de su compañero—. Ése es el porqué.
La Torre del Fénix estaba oscura, fría y solitaria. Con su fortaleza rodeada por espesos matorrales de espinos, cascotes afilados, y una profunda sima cavada por sus gólems, Tenthar se sentía a salvo de cualquier intrusión excepto la de los aventureros más persistentes. Si uno de éstos aparecía, entonces él tendría que mostrarse muy experto en ocultarse… o morir.
El archimago de la Torre del Fénix hacía mucho tiempo que había pasado de una sensación de soledad a otra de hastío. Al fin y al cabo, ¿cuántas veces se pueden leer los antiguos y conocidos libros de hechizos que uno no se atreve a conjurar? Estaba cansado de descender penosamente a los sótanos en medio de la oscuridad para engullir champiñones como una especie de bestia de los sepulcros. En cuanto a eso, estaba más que harto de andar a todas partes en lugar de volar… y de no abandonar jamás la torre.
Todo lo que había visto de Faerun durante sus últimos paseos era el panorama que se dominaba desde sus ventanas. Vivía del amanecer al anochecer, sin atreverse a usar de modo baladí ninguno de los ocho preciosos cabos de vela que había encontrado; él, Tenthar Taerhamoos, que estaba acostumbrado a conjurar luz según sus necesidades, casi sin pensar. Una luz después del anochecer podría atraer la atención de aventureros o animales hambrientos e indicar que había alguien en la atrancada torre. No hacía ni dos días que había cerrado y atrancado los postigos justo a tiempo, para pasarse gran parte de lo que quedaba del día acurrucado tras ellos, con la boca seca por el miedo, escuchando cómo un peyton enfurecido batía las alas y acuchillaba con sus cuernos la vieja madera, mientras el mago confiaba en que pudiera resistir sus embates.
Si alguno de tales enemigos conseguía entrar en la torre, ¿qué podría hacer? No poseía una gran fuerza ni habilidad con las armas, y sus hechizos le fallaban constantemente ahora, a menos que los reforzara con el poder de su medallón, y éste perdía fuerzas con cada utilización.
Lo había invocado demasiado a menudo en los primeros días de su caos mágico, cuando estaba desesperado por averiguar qué era lo que sucedía y por qué. Ahora se limitaba a permanecer sentado en una penumbra constante aguardando a que la magia le obedeciera otra vez… o a que alguien consiguiera penetrar en la Torre del Fénix y lo matara.
Cada mañana Tenthar descendía a la despensa inferior, lanzaba un simple conjuro guardado en su memoria, y contemplaba con expresión hosca cómo las paredes de piedra se volvían moradas o empezaban a derretirse, o aparecía una disparatada exhibición de flores brotando de las paredes… o cualquier nueva idiotez que se le ocurriera a Mystra en ese momento. Cada mañana confiaba en que los hechizos regresaran a la normalidad y así poder reanudar su vida como archimago de la Torre del Fénix.
Cada día su visita a la despensa inferior lo decepcionaba.
Cada día ascendía de nuevo sombrío a las frías y solitarias cocinas, se hervía unas cuantas judías y se cortaba otro trozo enmohecido de la enorme rueda de queso situada bajo la cubierta de mármol antes de ascender por la escalera hasta el gran ventanal, para volver a estudiar el hechizo que le había salido mal. Cada día se sentía un poco más desesperado.
Ya casi había llegado al punto en que, si recibía el acicate correcto, acabaría por usar el medallón para salir volando de este lugar. Encontraría algún reino distante donde nadie conociera su rostro, buscaría empleo allí como amanuense, e intentaría olvidar que en una ocasión había sido un archimago y había invocado monstruos de otros mundos.
Sí, la más mínima excusa y él…
Algo se hizo añicos en la habitación contigua; fue como una docena de campanitas tintineando en medio de un musical sonido de cristales. Tenthar se levantó y cruzó la puerta en un santiamén, para echar una ojeada.
El conjuro de aviso que había colocado sobre la puerta de los elfos en los Árboles Enmarañados: alguien acababa de usarla para viajar al sur, a los bosques cercanos a Manto de Estrellas. Aquello era la señal. Estaba harto de ocultarse sin hacer nada.
—Los elfos se han puesto en marcha —dijo en voz alta Tenthar Taerhamoos con gran solemnidad—. Tengo que ir allí… Al menos conseguiré averiguar tanto de este caos mágico como lo hagan ellos.
Se cortó un gran trozo de queso con la daga, lo envolvió junto con su libro de hechizos de bolsillo en una vieja manta, e introdujo el paquete en una estropeada y vieja mochila. Tras volver a colocar el arma en su funda, Tenthar invocó el menguante poder de su medallón, y conjuró un hechizo que había tenido preparado desde hacía mucho tiempo.
—Adiós, viejas piedras —dijo a su torre, lanzando a su alrededor lo que tal vez fuera su última mirada—. Volveré… si puedo.
Instantes después, el suelo donde había estado apareció vacío. Y un momento más tarde otro conjuro de aviso dio su señal en la habitación, donde ya no había nadie para oírlo.
Demasiado a menudo, la vida de un archimago es así.
La excitación ardía en su interior como no lo había hecho durante años. «Con cuidado, Saeraede. No vayas a perderlo ahora por culpa de la precipitación. Hace siglos que dejaste de temblar como una jovencita, o debería ser así…»
Como una voluta de humo oscuro en las tinieblas, Saeraede se elevó por una fina grieta en el fondo de la caverna, de regreso a la habitación principal situada encima.
Hacía mucho que había preparado este hechizo, y él no había alterado ninguno de sus preparativos. Todo se realizó en un abrir y cerrar de ojos, y una humareda gris hizo su aparición para colocarse como una vetusta piedra en lo alto del pozo. A cualquiera situado en la superficie, aquel velo le daría la impresión de ser una piedra del suelo más elevada que el resto, y la boca del pozo quedaría totalmente oculta. Y su presa estaría atrapada bajo su telaraña igual que si se tratara de roca sólida.
La mujer se concedió un brevísimo instante para refocilarse antes de sumergirse de nuevo a través de la fría y oscura piedra. «Ahora dejaremos que me libere mi príncipe salvador… y haremos que se ofrezca voluntariamente al lento sacrificio».
Atravesó la cueva como una flecha que se clava en el suelo; Elminster arrugó el entrecejo y levantó la vista, percibiendo una alteración mágica… pero no detectó nada; tras un largo y suspicaz rato sondeando la polvorienta oscuridad, reanudó el cauteloso avance. Aquello concedió a Saeraede tiempo más que suficiente para deslizarse al interior de una de las runas a través de la resquebrajada piedra situada debajo, lo que hizo que el símbolo refulgiera débilmente.
Elminster se detuvo frente a la runa y contempló con atención las desconocidas curvas y cruces. No reconoció ninguno de aquellos sigilos; parecían complejos y antiguos, y eso por supuesto sugería a la perdida Netheril… o a cualquiera de los efímeros reinos que habían seguido a su caída, con sus supuestos reyes hechiceros. Si alguna de las infames y viejas historias que había leído durante todos aquellos años estaba en lo cierto.
Solamente ésta brillaba. El la estudió con fijeza.
—Una inteligencia dormita aquí —murmuró—, pero ¿la de quién?
No obtuvo más respuesta que el silencio, y el último príncipe de Athalantar esbozó una leve sonrisa, suspiró y lanzó un desbaratador.
Los apagados ecos de su conjuro resonaban todavía sobre él desde los muros que lo rodeaban, cuando una cabeza y unos hombros espectrales surgieron del pálido fulgor estrellado de la runa.
Los ojos eran oscuras partículas en fusión en una cabeza cuyo largo y esbelto cuello se alzaba de unos hombros de sorprendente belleza. Una larga cabellera descendía sobre unos pechos exuberantes, pero parecía que su desbaratador no podía liberar nada más de esta aparición de las garras de la runa que ahora había empezado a vibrar.
—¡Libérame! —La voz era un susurro desgarrado—. Si la bondad y misericordia de los dioses significan algo para ti, ¡deja que sea libre!
—¿Quién sois? —inquirió él en voz baja, retrocediendo un paso y arrodillándose luego para observar más de cerca el espectral rostro—. Y ¿qué son estas runas?
Los labios fantasmales parecieron estremecerse; pero, cuando la voz se alzó de nuevo, contenía el agudo tono melodioso de quien ha triunfado sobre el dolor.
—Soy Saeraede…, Saeraede Lyonora. Estoy atrapada aquí desde hace tanto tiempo que no sé cuántos años han transcurrido.
Tras aquellas palabras, la mujer pareció apagarse un poco y se hundió de nuevo en la runa hasta los hombros.
—¿Quién os metió aquí? —quiso saber Elminster, echando una veloz ojeada a la vacía y vigilante oscuridad que los envolvía. Sí, era eso; no conseguía desprenderse de la sensación de que lo vigilaban… y no lo hacían tan sólo los oscuros ojos espectrales que flotaban cerca de sus pies.
—Me atrapó aquí el que creó estas runas —le explicó la susurrante sombra—. Mía es la voluntad que le concede poder, mientras las estaciones se suceden.
—¿Por qué os encerraron aquí? —interrogó El con calma, clavando la mirada en unos ojos que parecían contener estrellas diminutas en sus profundidades, mientras se fundían suplicantes con los suyos.
Su respuesta, cuando llegó, fue un suspiro tan tenue que apenas lo oyó. Sin embargo, la recibió con claridad.
—Karsus era cruel.
Las cejas del último príncipe de Athalantar se enarcaron violentamente. Conocía el nombre. El más orgulloso de todos los magos, que en su loco desatino osó intentar adueñarse del poder de la divinidad y fue castigado a perpetuidad.
El nombre de Karsus significaba peligro para cualquier mago con sentido común. Elminster entornó los ojos y retrocedió al momento murmurando un conjuro. Ya fuera un espíritu atrapado, una sombra mágica o una mujer viva, sabría cuándo ella le decía la verdad… y cuándo le mentía. Desde luego, esta Saeraede sin duda habría sido una hechicera de cierto talento, tal vez una aprendiz o rival de Karsus, y por eso había sido elegida para actuar de vínculo allí. Ella sabría que él acababa de lanzar un hechizo de la verdad.
Sus ojos se encontraron, y Elminster se encogió de hombros. Ella contestaría con toda la sinceridad posible, ocultando cosas sólo debido a su brevedad. Como dos espadachines en pleno duelo, tendrían que sopesar las palabras del otro y defenderse con cautela. Lanzó un hechizo que ya habría debido usar antes de entrar en el pozo, invocando un manto protector a su alrededor, y volvió a adelantarse.
Invisibles más allá del débil resplandor de su manto, unos ojos llameantes lo observaron con renovada furia desde la profunda oscuridad del fondo de la cueva.
—¿Qué haréis o deberéis hacer, si se os libera? —preguntó El a la cabeza.
—Volver a vivir —repuso ella—. ¡Por favor, libérame!
—¿Qué efecto tendrá en las runas tu liberación?
—Despertarlas de una en una —gimió la fantasmal cabeza—, y luego se agotarán por sí mismas.
—¿Qué poderes poseen las runas una vez activadas?
—Invocan imágenes de Karsus, que instruye a todo el que las contempla en el arte de la magia. Karsus las creó para instruir a su clon, que estaba oculto aquí.
—¿Qué fue de él? —inquirió El apresuradamente, consciente de que su hechizo de la verdad se agotaba.
Unos ojos oscuros tachonados de estrellas se clavaron en los de él.
—Cuando la conciencia regresó a mí tras ser ligada aquí… transcurrido mucho tiempo, creo… lo encontré decapitado y momificado sobre el trono. No sé cómo acabó así.
Su hechizo se había agotado antes de que la segunda palabra abandonara aquellos labios fantasmales, pero sin saber por qué El le creyó.
—Saeraede, ¿cómo os puedo liberar? —preguntó.
—Si realmente posees un absorbe conjuros o cualquier otro desbaratador, lánzalo sobre mí; no sobre la runa, sino sobre mí.
—¿Y si carezco de tal magia?
Los oscuros ojos parpadearon.
—Sitúate sobre mí, de modo que tu manto toque la runa y yo esté en su interior. Luego proyecta un proyectil mágico, y que su objetivo sea la runa. Cuando surta efecto, tú no deberás sufrir daño… y yo estaré libre. Pero te lo advierto: te costará el manto.
—Preparaos —le indicó Elminster, y entonces se colocó sobre ella.
—Amigo, llevo esperando una eternidad, según creo; estoy más que preparada. No toques la runa con las botas.
El último príncipe de Athalantar se aseguró de que sus pies permanecían lejos del refulgente sigilo, y lanzó un cuidadoso conjuro. Un resplandor blanco azulado se elevó a su alrededor como un torrente, rugiendo y zarandeándolo; la runa bajo su cuerpo adquirió un brillo cegador, y oyó cómo Saeraede lanzaba una exclamación ahogada.
La respiración de la mujer era desigual y apresurada cuando se alzó a su lado en el interior del manto que se desmoronaba. Mientras El retrocedía, contempló cómo una expresión de júbilo inundaba su rostro. Toda la magia parecía introducirse dentro de ella, que se volvía más sólida con cada instante que pasaba, más sustancial. Su parpadeante figura espectral se delineó claramente, cubierta con un vestido oscuro; sus hombros eran anchos, la cintura fina, y era tan alta o más que él. Los cabellos eran una melena suelta de negro terciopelo que descendía hasta su cintura; las cejas, sorprendentes matas oscuras sobre ojos de un verde refulgente. El rostro era orgulloso y vivaz… y muy, muy hermoso.
—Saludos, mago salvador —dijo ella, los ojos llenos de gratitud, en tanto que las últimas llamaradas de magia fluían al interior de su cuerpo. Una única lengua de fuego escapó por entre sus labios cuando manifestó—: Saeraede esta en deuda contigo. —Vaciló, extendiendo una fina mano—. ¿Puedo saber tu nombre?
—Elminster, me llaman —le contestó, manteniéndose al menos un paso lejos de su alcance.
—Elminster —musitó ella, con ojos centelleantes—, ¡tienes todo mi agradecimiento!
Se abrazó con fuerza, como si apenas pudiera creer que volvía a ser ella misma y con un cuerpo real, y dio un paso al frente apartándose de la runa. En sus pies parecían haber crecido unas botas negras de tacones de aguja.
En cuanto ella se apartó, la runa entró en erupción. Se elevó una columna de fuego blanco de dos veces la altura de un hombre, y su rugir proyectó nubes de humo en todas las direcciones. Elminster dio un nuevo paso atrás, entornando los ojos, y algo que permanecía invisible en la oscuridad de una profunda hendidura se agitó e hizo intención de saltar al frente; pero permaneció donde estaba, no demasiado lejos de la desprevenida espalda del mago.
—Saeraede —le espetó el mago, sin apartar los ojos de la magia liberada—, ¿qué es esto?
—La magia de la runa —respondió ella, sonriéndole—. Karsus la preparó para impresionar a los intrusos. Es inofensiva, un desfile de ilusiones mágicas. Observa.
Se volvió hacia la columna de fuego y, cruzando los brazos, la contempló con una expresión de leve interés en el rostro. Mientras lo hacía, el chorro de humo pareció congelarse y adquirir consistencia.
Con sorprendente rapidez, un arco de relucientes runas surgió del humo y se solidificó. Detrás de la columna de fuego, enmarcándola, apareció una pared que parecía tan vieja y sólida como las que rodeaban la caverna, pero que flotaba unos centímetros por encima del liso suelo de piedra. Las runas dispuestas en el arco eran idénticas a las esculpidas en el suelo, excepto que todas ellas llameaban e incluso escupían rayos: relámpagos de magia activada, que ahora serpenteaban entre ellas.
Saeraede permaneció observando con calma, y El, atacado por una idea repentina, se deslizó junto a ella y señaló el trono vacío.
—¿No queréis sentaros, señora?
La mujer le dedicó una sonrisa deslumbrante, alzó una mano en mudo agradecimiento —sin tocarlo en realidad— y se sentó en el trono. Los atentos ojos de El no detectaron ningún cambio en él, ni en ella. Nada podía averiguarse ahí.
Mientras Saeraede cruzaba las piernas y se recostaba tranquilamente sobre el asiento de piedra, la columna de fuego se convirtió en un rostro; una cara juvenil enmarcada por una melena desgreñada y una barba todavía incipiente, los ojos dos refulgentes puntos dorados. Éstos estaban fijos en el trono, y, cuando Elminster agitó el brazo izquierdo en un repentino y violento molinete, los ojos no se movieron para seguirlo.
El ambiente de la cueva se llenó repentinamente de tensión. La orgullosa boca se abrió, y la voz que surgió de ella retumbó como el trueno en el cerebro de Elminster al igual que en la caverna:
—¡Yo soy Karsus! Mírame y tiembla. Soy el señor de los señores, un dios entre los hombres, el hechicero supremo. Toda la magia es posesión mía, y todos aquellos que la utilizan o juegan con ella sin mi permiso sufrirán. Márchate y vivirás. Quédate, y la primera y menos potente de mis maldiciones empezará a actuar sobre tu persona de inmediato, royendo recuerdos de tu cerebro hasta que no quede nada más que una sombra sin fuerzas.
Elminster dirigió una veloz mirada a Saeraede ante estas últimas palabras, pero ella permaneció sentada con calma contemplando cómo los cabellos de la llameante cabeza proyectaban una aureola de rayos hacia las runas, mientras los ecos de su formidable voz resonaban todavía por la caverna. Los rayos estallaron entonces en una lluvia de chispas, llevándose con ellos la ilusión del arco y su pared.
Luciendo todavía la cruel sonrisa, el rostro cerró los ojos y se encogió de nuevo bajo la forma de una columna de fuego, para luego desvanecerse. En unos instantes las llamas volvieron a hundirse en la runa, y ésta se apagó, convertida en una serie de oscuras hendiduras en el suelo de piedra.
—¿Os afectó esa maldición? —quiso saber el mago, dándose la vuelta y dirigiéndose a un punto desde el que pudiera ver a Saeraede.
La mujer elevó una comisura de la hermosa boca en una sonrisa irónica.
—Jamás… ni tampoco ha afectado nunca a nadie, pues no es más que un farol. Créeme; lo he visto muchas veces durante estos años, cada vez que echaba excesivamente en falta la visión y el sonido de otro humano. Es una advertencia vacía, nada más.
El asintió, temblando casi en su ansiedad, y preguntó:
—¿Cómo se pueden ver las escenas que contienen las otras runas… y qué hay en cada una?
—En esta runa de aquí —señaló ella— descansan dos de los hechizos más destructivos creados por Karsus, magia que nadie más ha conseguido alcanzar desde entonces, así como un escudo defensivo de incomparable resistencia y un conjuro curativo. Los depositó juntos por si su nuevo ser tuviera la urgente necesidad de combatir.
El dedo se movió para señalar otro punto.
—La runa de allí contiene otros cuatro conjuros, tan poderosos como los hechizos de combate pero de una utilidad más mundana. Uno crea una especie de minimundo que sirva como fortaleza al mago que luego puede usar su magia para modificarlo a voluntad; uno detiene y retiene las aguas de un río mientras se cava un nuevo curso para su lecho; otro puede escudar una zona de modo permanente contra hechizos o conjuntos de hechizos específicos, de modo que, por ejemplo, puede permitir el acceso a un rayo pero no a una secuencia de rayos; y el último puede cuidar amorosamente y mantener indemne a un ser humano mientras se le altera permanentemente un miembro o un órgano. Karsus utilizaba ése muy a menudo para mover el corazón o el cerebro a lugares inesperados, o para injertar zarpas donde había habido manos, u ojos extra de otros; incluso dio agallas a algunos hombres a fin de que trabajaran bajo el mar para él, según recuerdo.
Saeraede agitó la mano en dirección a la curva hilera de runas.
—Las otras contienen magias menores, cuatro en cada una. El mismo Karsus demuestra cómo efectuar todos los conjuros, indicando inconvenientes, detalles y estrategias.
Observó la avidez que iba apareciendo en el rostro de Elminster y reprimió una sonrisa. Lo había visto tantas veces antes… Al parecer, incluso los Elegidos eran como niños ansiosos cuando se les ofrecían juguetes nuevos. Esperó a que llegara la pregunta que sabía que llegaría.
Elminster se lamió los labios, que sentía repentinamente secos, antes de decir con calma:
—Pregunté cómo se podían activar estas runas, señora, para ver lo que hay en su interior… y no habéis respondido a eso. ¿Existe algún secreto ahí, algún peligro o advertencia?
—No, señor. —Saeraede le dedicó una cálida y acogedora sonrisa—. Puesto que no eres Karsus y no eres capaz de llevar a cabo los conjuros que responden sólo a los de su sangre, no es más que una cuestión de tiempo… y paciencia.
El enarcó una ceja interrogadoramente, y la sonrisa de la mujer se amplió y adquirió una cierta tristeza.
—Sólo yo puedo activar las runas —añadió en voz baja la mujer del trono—, y sólo puedo invocar el poder de una al mes, mediante un hechizo anónimo que Karsus ligó a mi persona. Es un hechizo que no sé cómo conjurar, ni puedo enseñárselo a otro. Sólo puedo invocarlo en el momento correcto… y no dudo de que es ése el único motivo de que yo todavía exista.
Elminster abrió la boca para decir algo, los ojos iluminados por un fuego vehemente, pero Saeraede levantó una mano para acallarlo, y añadió:
—¿Preguntas sobre un peligro? Hay uno, y es como sigue: deben de haber transcurrido muchos años desde que me encerraron aquí, ya que mis poderes han perdido mucha de su fuerza. Puedo despertar una runa, y nada más. Abrir una segunda me destruiría… y toda la magia aquí guardada se vertería y perdería, ya que no puede subsistir sin mí.
—¿De modo que no hay forma de ver los hechizos que Karsus guardó aquí… o, al menos, no más de cuatro de ellos?
—Existe una forma —respondió ella en voz baja, los ojos fijos en los de él—. Si usas el último hechizo del que hablé, no para proporcionarme agallas o una cola, sino para transmitirme energía mágica: la magia de otro hechizo que cura, o imparte vitalidad, o deposita el flujo vital del poder del Arte en objetos, para recargarlos.
—¿Y debemos permanecer aquí un mes, para contemplar la runa que contiene ese conjuro? —Elminster frunció el entrecejo pensativo.
Saeraede extendió las manos.
—Me liberaste y despertaste la primera runa. Yo todavía puedo activar una runa… y te debo la vida. ¿Te gustaría ver la runa de la que te hablé, la que contiene el conjuro que me permitirá vivir para abrir las otras para ti?
—Me gustaría —respondió El con ansia, avanzando.
Saeraede se alzó del trono y levantó las manos a modo de advertencia.
—Recuerda —dijo solemne—, verás a Karsus enseñándose a sí mismo cómo conjurar esos hechizos, y la runa quedará luego inerte para siempre; sus hechizos, hechizos que ni tú ni ningún mago vivo puede hoy conjurar, se perderán para siempre.
Se alejó dos pasos de Elminster y luego se volvió hacia él, señalando con el dedo la runa.
—Si deseas conservar su poder y poder verla de nuevo luego, existe un modo… pero requerirá toda tu confianza.
Las cejas de Elminster volvieron a alzarse, pero él se limitó a decir:
—Seguid.
La mujer extendió las vacías manos en el antiquísimo gesto que los comerciantes usan para demostrar que están desarmados, y repuso con suavidad:
—Puedes canalizar energía al interior de la runa a través de mí. Tócame mientras permanezco sobre ella, y haz que tu hechizo tenga a la runa como objetivo. Los vínculos que Karsus introdujo en mí me mantendrán libre de todo daño y descargarán toda la furia de tu magia en la runa. Un hechizo potente debería conseguirlo… o dos menores.
Los ojos del último príncipe de Athalantar se entrecerraron.
—Que Mystra me ampare —murmuró, alzando una mano de mala gana.
—Elminster —imploró Saeraede—, te debo mi vida. No deseo hacerte ningún daño. Toma todas las precauciones que consideres apropiadas: una venda, ataduras, una mordaza… —Extendió los brazos hacia él, las muñecas cruzadas una sobre la otra en un gesto de sumisión—. No tienes nada que temer de mí.
Despacio, el mago se adelantó y tomó su fría mano entre las suyas.