Un día excelente para viajar
Viajar amplía la mente y adelgaza la bolsa, según dicen, pero yo he averiguado que hace bastantes más cosas además. Hace añicos las mentes de los inflexibles, y reduce las filas de la población excedente. Tal vez los gobernantes deberían decretar que todos nos convirtiéramos en nómadas.
Entonces, claro está, podríamos elegir permanecer sólo dentro del alcance de aquellos gobernantes que nos gusten… y no me imagino el caos y lo agobiadas que estarían las tropas y los oficiales que se encontraran en un reino donde la gente pudiera elegir a sus gobernantes. Por suerte, no puedo creer que ningún pueblo esté jamás tan loco como para hacer eso. No en este mundo, al menos.
Yarynous Whaelidon
Disensiones de un chessentano
Año de la Espuela
—Lo estás haciendo muy bien, valeroso Uldus —dijo Hechizo Pavoroso Elryn, dando golpecitos a su tembloroso guía con la propia espada de este.
El valeroso Uldus arqueó el cuerpo para alejarlo de la hoja, pero el nudo corredizo que le rodeaba el cuello —atado corto y bien sujeto en el puño del Hechizo Pavoroso Femter— le impidió esquivar por completo su afilado recordatorio. Hermano Pavoroso Hrelgrath andaba también muy pegado a él, su daga desenvainada muy cerca de las costillas de su poco dispuesto guía.
—Shar está muy satisfecha contigo —le manifestó Elryn, mientras avanzaban por el casi invisible sendero, internándose en Paraje Muerto—. Ahora no tienes más que mostrarnos las ruinas… ah, y tranquilízame otra vez: es la única ruina, edificación, cueva o construcción que conoces en estos bosques, ¿no es así?
Medio asfixiado por el dogal, Uldus le aseguró que así era; oh, sí, Señor Pavoroso, desde luego que lo era. Que la Portadora de la Noche lo fulminara si mentía, y todos los demás dioses dieran testimonio de ello…
Femter no esperó esta vez la señal de Elryn antes de dar un tirón tan fuerte al dogal que interrumpió a Uldus en mitad de sus balbuceos. El guía se llevó las manos a la garganta en silencio, trastabillando, hasta que Femter cedió lo suficiente para dejar que volviera a respirar.
—Iyrindyl —llamó Elryn, sin volver la cabeza.
—Ya vigilo, Señor Pavoroso —respondió el más joven de los Hechizos Pavorosos—. A la primera señal de muros o cosas parecidas, gritaré para que paréis.
—No son muros lo que veo —intervino la profunda voz cansina del Hermano Pavoroso Daluth, unas cuantas zancadas más tarde—, sino un elfo… solo, que anda con una espada desenvainada en la mano, por allí.
Los sacerdotes sharranos se detuvieron, a la vez que dos de ellos se apresuraban a tapar la boca de su guía, y observaron con fiereza por entre los árboles. Un elfo solitario les devolvió la mirada, con una expresión de repugnancia escrita claramente en el rostro.
Instantes después Elryn gritó «¡Al ataque!», y los sharranos se abalanzaron al frente, aunque Elryn y Daluth permanecieron inmóviles para lanzar conjuros. Vieron cómo el elfo suspiraba, se quitaba la capa y la arrojaba a lo alto de la rama de un árbol, para volverse luego hacia ellos, ligeramente acuclillado.
—¡Malditos aventureros humanos! —chilló—. ¿Es que no he matado ya a suficientes de vosotros?
Ilbryn Starym contempló cómo los hechiceros corrían hacia él. ¿Hechiceros que atacaban? Realmente, Faerun no dejaba de hundirse más profundamente en la locura con cada día que pasaba. Cogió la espada que era su trofeo de guerra recogido de la última banda de locos, y pronunció una palabra sobre ella. Cuando la lanzó como un dardo contra los hombres que se abalanzaban sobre él, el arma se iluminó, se dividió en tres, y salió disparada como tres halcones en pos de objetivos distintos.
En ese mismo instante, un árbol situado justo detrás de la fila de hechiceros adquirió un intenso y brillante color azul y se desgajó por sí solo del suelo con un gemido ensordecedor, arrojando tierra y piedras en todas las direcciones. Alguien maldijo en voz alta, muy sorprendido.
Al poco rato, una cortina de rayos blancos cayó brevemente sobre los magos, y un hombre que parecía llevar un dogal en el cuello se estremeció, arañó el aire unos segundos, aulló «¡Mi recompensa!» y cayó al suelo hecho un ovillo. Los hechiceros siguieron corriendo sin una vacilación, e Ilbryn volvió a suspirar y se dispuso a reducirlos a la nada. Sus tres espadas deberían haber hecho algo.
Uno de los magos que corría lanzó un gruñido, giró en redondo, y se desplomó con algo reluciente hundido en el hombro. Ilbryn sonrió. Uno.
Se produjo un fogonazo, alguien gritó lleno de sorpresa y dolor, y los tres hechiceros restantes se abrieron paso a través del resplandor que seguía brillando y siguieron adelante; uno de ellos sacudía unos dedos que dejaban una estela de humo. Ilbryn perdió la sonrisa. Aquello era una especie de hechizo barrera, y había acabado con sus otras dos armas.
Alzó las manos y aguardó. Ahora que estaban tan cerca de él que podían contarse mutuamente los dientes, los jadeantes hechiceros aminoraron el paso y se prepararon para lanzar contra él sus conjuros.
Ilbryn se envolvió en una esfera defensiva, dejando sólo un ojo de cerradura abierto para su próximo hechizo. Si su opinión de estos estúpidos era correcta, no tenía demasiado que temer en esta batalla, aun cuando el hechicero que tenía su espada clavada se incorporara despacio y los otros dos que no habían cargado contra él se acercaran a lo lejos.
De repente el aire frente a la esfera del elfo se llenó de flores azules, que describían círculos mientras descendían hacia el suelo. La boca del elfo se curvó en una sonrisa maliciosa. A juzgar por los sobresaltados juramentos que llegaban a sus oídos, no era aquello lo que debía haber ocurrido; tal vez se había visto enredado en una especie de combate de hechicería que ponía a prueba a una serie de aprendices ineptos. Aguardó educadamente a la espera de lo que fuera a suceder a continuación.
Poco después, parpadeaba con renovado respeto. La tierra se abría con un terrible sonido desgarrador, entre las botas de uno de los magos, y la grieta corría hacia Ilbryn, con sólo un leve zigzagueo mientras avanzaba. Árboles, rocas y todo lo demás que allí había se vio arrojado a un lado en medio del veloz avance de la sima, y el elfo preparó su único hechizo de vuelo, por si acaso. Tendría que calcularlo al segundo, destruir la esfera y saltar al aire más o menos en una misma sucesión de movimientos encadenados.
La sima viró y rugió al pasar por su lado, llevándose con ella los asombrados aullidos de un hechicero que parecía muy asombrado de haberla conjurado. Ilbryn entrecerró los ojos, pensativo. ¿Qué clase de locos eran éstos?
De todos modos ya había malgastado demasiado tiempo y magia con ellos. Lanzó un veloz conjuro propio por el ojo de la cerradura, y se quedó observando mientras el tronco del árbol de sombra que había destrozado, muy por encima de los hechiceros, giraba sobre sí mismo casi con pereza, para luego estrellarse contra el suelo.
Los magos chillaron y empezaron a correr en todas las direcciones; pero, cuando las ramas dejaron de agitarse con un último estremecimiento, un hombre yacía destrozado como un muñeco roto bajo un árbol diez veces más ancho que él.
Ilbryn se arriesgó a proyectar otro hechizo a través del agujero. ¿Por qué no una andanada de proyectiles mágicos? Estos idiotas casi parecían actores desorientados que representaran el papel de magos, no enemigos a los que temer.
Deseó, poco rato después, no haber dado a los dioses una especie de horrible indicación.
—Si Mystra está muerta, ¿qué es lo que ayuda a sus hechizos? —rugió el Hermano Pavoroso Hrelgrath, regresando resollante hasta donde Elryn permanecía inmóvil contemplándolo con una fría mirada.
—Cualquiera que sea el dios de la magia al que recen los elfos, idiota —respondió Daluth, momentos antes de que unas saetas de energía de color blanco azulado salieran disparadas hacia ellos.
—¡Atrás! —ordenó Elryn—. No creo que esas cosas puedan errar el tiro, ¡pero es mejor retroceder de todas formas! ¡Esto nos está costando demasiado!
Las predicciones del sacerdote resultaron correctas; ninguno de los rayos erró el blanco, y los Hechizos Pavorosos gimieron y regresaron tambaleantes por entre los árboles, con la esperanza de que el elfo no se molestara en seguirlos.
—¡Femter! —llamó Elryn en tono rudo.
Se alzó una cabeza.
—Estaré bien, la próxima vez que el poder corra por nuestro interior —respondió Femter en tono lúgubre—. Fue una especie de espada mágica, aunque de todos modos no puedo usar el brazo.
—Y nuestro guía… ¿ha muerto?
—Del todo —repuso Femter categórico, y se escucharon unas cuantas risitas siniestras.
—¿Iyrindyl?
—Caído. Para siempre. La mitad del árbol le acertó de lleno.
Elryn aspiró con fuerza y dejó escapar un ronco suspiro, muy consciente de que los ojos invisibles de la Dama Siniestra Avroana estaban puestos en él.
—Muy bien. Consideremos ese fracaso nuestra primera práctica en el arte de la batalla. No se volverá a saltar de ese modo a una refriega. A partir de ahora, nos arrastraremos por estos bosques como sombras; y, cuando encontremos las ruinas, esperaremos a que el Tejido nos vuelva a alimentar. Luego… y sólo entonces, incluso aunque tardemos toda la noche… avanzaremos. Sólo nos interesa realmente el Elegido, y no pienso dejar que me vuelvan a coger desprevenido.
—Ése es un buen plan —asintió Ilbryn sarcástico, mientras dejaba que su hechizo de audición se esfumara; luego se despidió en silencio de aquellos hechiceros imbéciles y de su cháchara, y conjuró el hechizo guía que lo conduciría hasta las ruinas que ellos buscaban. Le ordenó que buscara piedras tocadas por humanos en cualquier masa mayor que cuatro hombres, lo que sin duda eliminaría lápidas sepulcrales y cosas parecidas.
Casi al instante percibió el tirón de la magia, y el elfo lo siguió obediente, avanzando a buen paso por entre los árboles a lo largo de una invisible pero inquebrantable línea recta. La magia realmente podía ser muy útil a veces.
La mansión Piedraquemada había permanecido helada y oscura durante muchos años. Demasiado helada para los seres vivos.
Un esqueleto echó hacia atrás los postigos de una ventana para dejar entrar la luz del sol y regresó a la mesa donde descansaba el libro de hechizos. Tras sentarse con precaución en la silla más resistente que quedaba en la casa, el esqueleto levantó el tomo, lo abrazó contra su caja torácica rodeándolo con unos brazos huesudos, e invocó el poder del hechizo que había conjurado antes. El poder que le permitiría hablar.
Pronunció sólo tres palabras, pero con tanta energía que resonaron en los oscuros rincones de la habitación: «Mystra, por favor».
Una llamarada blanco azulada surgió rauda del libro, y el esqueleto casi lo soltó sobresaltado; los huesudos dedos se aferraron a las cubiertas, mientras el fuego que no quemaba nada recorría sus huesos, pasando veloz del libro a ella.
Sharindala se estremeció cuando el fuego blanco azulado se deslizó arriba y abajo de sus extremidades, dejando algo tras él. La mujer contempló con asombro sus huesos refulgentes, y luego el libro, mientras sentía que algo le subía por la garganta.
Baerdagh se quedó muy quieto al oír el repentino sonido que surgía por entre los árboles, y a punto estuvo de soltar su bastón. Giró en redondo, para asegurarse sin el menor asomo de duda de que el débil llanto procedía de la oscura y encantada Piedraquemada, donde deambulaba el esqueleto de la hechicera.
Así era. En el corazón mismo de aquella mansión en ruinas, una mujer sollozaba como si jamás pudiera volver a encontrar el aliento necesario para hablar de nuevo.
Baerdagh inició una frenética retirada arrastrando los pies en dirección a la Doncella: donde bebidas potentes, y en grandes cantidades, le estarían aguardando.
—Debería estar por ahí —anunció Beldrune, cuando doblaron la curva y casi chocaron contra un anciano con bastón, que parecía haber decidido que lo suyo era trotar, y resoplaba estrepitosamente para que todo el mundo se enterara—. ¡Ahí! Justo más adelante, a la izquierda: la Hermosa Doncella de Piedras Ondulantes. Podemos conseguir una buena comida allí, y camas decentes unas cuantas puertas más allá, y preguntar en ambos sitios por dónde ha estado Elminster. Sé que le gusta visitar las torres de viejos magos.
—Y también sus tumbas —intervino Tabarast—. Hace algunos años que no he estado aquí, pero el viejo Ralder, si sigue vivo, preparaba un venado bastante decente.
El desaliñado Arpista de cabellos y ojos castaño claro, que cabalgaba entre ambos, asintió con afabilidad.
—Suena bien —fue todo lo que dijo, cuando detuvieron sus monturas ante el desvencijado porche e hicieron sonar el gong para llamar a los mozos de las caballerizas.
Un anciano sentado en un banco situado en una esquina del porche los miró con atención —en especial a Tabarast— mientras pasaban al interior, y al poco rato se levantó y se encaminó al interior de la Doncella siguiendo sus pasos.
Daba la impresión de que Caladaster estaba lo bastante hambriento para tomar una segunda y temprana cena en aquel día. Cuando Baerdagh apareció resollando en la puerta principal de la taberna, Caladaster estaba ya sentado con los tres jinetes.
—Sí, ya lo creo que conozco a este Elminster —decía en aquel momento Caladaster—, aunque hace unos días os habría contestado de modo distinto. Se acercó a pie hasta esta misma taberna. Baerdagh… ¡ah, eh! Éste es Baerdagh; ven siéntate con nosotros, viejo zorro. Ambos estábamos calentando ese banco, donde me visteis hace un momento, y él se presentó ante nosotros y nos pagó la cena, ¡todo un banquete, además!, a cambio de hablarle sobre la mansión Piedraquemada. ¡Por los dioses que comimos como príncipes!
—Nosotros no podemos ser menos —dijo entonces el más joven y con aspecto más mísero de los tres jinetes, pronunciando sus primeras y pausadas palabras desde que había entregado unas monedas al muchacho del establo—. Comed en abundancia, los dos, y volveremos a intercambiar información.
—Oh, ejem, estupendo. Sois muy amables, desde luego —respondió Caladaster en tono cordial mientras contemplaba cómo llegaban hasta la mesa bandejas de humeantes tortugas y caracoles guisados con mantequilla. Alnyskavver incluso le guiñó un ojo cuando depositaron los picheles junto a ellos. Caladaster parpadeó. ¡Dioses, se estaba convirtiendo en una celebridad local!
—Así pues, ¿dónde está la mansión Piedraquemada y qué es? —inquirió Beldrune casi en tono de chanza, levantando una jarra y tomando un buen sorbo. Baerdagh no dejó de observar el rostro que puso el recién llegado al probar la cerveza ni la rapidez con que volvió a dejar el pichel sobre la mesa.
—Una casa en ruinas carretera abajo más o menos —respondió él veloz, decidido a ganarse su parte de la comida—. Pasasteis por su lado al entrar en el pueblo… La carretera describe una curva a su alrededor, justo a este lado del puente.
—Está protegida —indicó en voz baja Caladaster—. Sus señorías son magos, ¿verdad?
Tres pares de ojos se alzaron hacia él en medio de un breve silencio hasta que Tabarast suspiró, tomó un caracol con mantequilla que sin duda le quemó los dedos, y refunfuñó:
—Se nota mucho, ¿no es así?
—Yo fui un mago, hace años —sonrió Caladaster—. Aún lo soy, supongo. Vosotros tenéis ese aire: ojos que ven más allá del siguiente seto. Panzas y arrugas, pero así y todo dedos tan ágiles como los de un juglar. Sin mencionar los hechizos protectores de vuestras alforjas.
—De acuerdo, somos magos —asintió Beldrune, riendo—; dos de nosotros, al menos.
—¿No los tres? —Caladaster enarcó las cejas.
El hombre de ojos pardos y cabellos enmarañados sonrió débilmente y dijo:
—En estos momentos, toco el arpa.
—Ah —repuso Caladaster, teniendo buen cuidado de no echar una mirada a los parroquianos de la Doncella, que estaban sentados casi en los bordes de sus sillas para intentar no perder palabra de la conversación que mantenían los viajeros y los dos viejos bebedores de cerveza. ¡Ahora se trataba de hechiceros! ¡Y la encantada Piedraquemada! No podían perderse esto…
Un Arpista y dos magos, buscando a Elminster. Caladaster se sentía algo mejor ahora en lo referente a contarles cosas, porque ¿no había tenido Elminster algo que ver con la fundación de los Arpistas?
—La mansión Piedraquemada —continuó Caladaster, en voz tan baja que el repentino canturreo de Baerdagh la ocultó e impidió que llegara hasta los oídos de los que estaban sentados en las otras mesas— es el hogar de una hechicera local, una dama llamada Sharindala. Una buena maga, que lleva muerta muchos años. Desde luego, existen las acostumbradas historias sobre que ha sido vista deambulando ante sus ventanas, con el aspecto de un esqueleto y todo eso… pero uno tendría que ser un trepador de árboles condenadamente experto para conseguir llegar al punto desde el que pudiera distinguir una de las ventanas de la casa… ¡y además tendría que poder ver a través de unos postigos cerrados!
Sus palabras fueron acogidas con sonrisas, y continuó:
—Sea lo que sea… Elminster nos preguntó sobre ella, y nosotros le advertimos de la presencia de los hechizos protectores, pero tengo la impresión de que él fue allí e hizo algo. Le pedimos que se pasara por nuestras casas… Baerdagh y yo vivimos en las dos cabañas situadas muy cerca de Piedraquemada, entre aquí y allí… cuando hubiera acabado, y así sabríamos que no le había pasado nada.
—Y no tendríamos que entrar allí a buscar su cadáver —gruñó Baerdagh y reanudó su canturreo. Tabarast y el Arpista intercambiaron divertidas miradas.
Caladaster dedicó a su amigo lo que algunas personas denominarían una mirada asesina y retomó el relato:
—Lo cierto es que sí vino a vernos… y parecía realmente satisfecho, incluso, aunque había un halo de tristeza a su alrededor, como le sucede a la gente cuando recuerda a los amigos que ya no están, o cuando ven antiguas ruinas que recuerdan de cuando estaban relucientes y llenas de gente. Dijo que tenía una tarea que realizar, y que debía dirigirse al este. Le advertimos sobre el Asesino, claro está, pero…
—¿El Asesino? —inquirió el Arpista en voz baja. Algo en el modo en que lo dijo hizo que toda la taberna quedara en silencio, desde la puerta hasta las vigas.
Alnyskavver, el tabernero, se adelantó rápidamente.
—Aquí no lo hemos visto, señores —anunció—, sea lo que sea…
—Sí, estáis a salvo aquí —refunfuñó otra voz.
—¡Oh! ¿Entonces por qué el viejo Thaerlune recogió sus cosas y regresó a…?
—Dijo que iba a ver a su hermana, que estaba enferma y además…
La mano abierta de Caladaster se estrelló con fuerza sobre la mesa.
—Si no os importa —indicó con suavidad en medio del pequeño silencio que siguió y se volvió de nuevo hacia los tres viajeros.
»El Asesino es algo que tiene al gran duque, allí arriba en su castillo en el camino de Manto de Estrellas, muy preocupado. Algo que está matando a todo lo que vive en el bosque, o recorre la carretera de la costa por delante de él, entre el arroyo de Oggle, justo detrás de donde estamos nosotros, y la colina de Rairdrun. Vacas, zorros, bandas enteras de aventureros contratados, y varios de los otros, también; todo. Han empezado a llamar el Paraje Muerto a este trecho de bosque, pero nadie sabe qué es lo que lleva a cabo las muertes. Algunos dicen que los muertos se han quemado de tal modo que sólo quedan huesos, otros dicen cosas diferentes, pero no importa. No sabemos a qué clase de criminal nos enfrentamos, de modo que la gente lo llama el Asesino. —Paseó la mirada por el bar—. ¿Está bien? Lo he contado todo, ¿no?
Hubo varios gruñidos y asentimientos, aunque uno o dos se apresuraron a musitar opiniones discrepantes, y Caladaster esbozó una sonrisa tirante y luego volvió a bajar la voz.
—Elminster se fue directo a Paraje Muerto, ya lo creo, y allí debe de estar ahora —explicó—. No sé exactamente por qué tenía que ir allí… pero es algo importante, ¿verdad?
Volvió a producirse un breve silencio. Luego el Arpista dijo: «Eso creo», al mismo tiempo que Tabarast refunfuñaba: «Todo lo que Elminster hace es importante».
—¿Vais en su busca? —preguntó Caladaster, en una voz que apenas era un susurro.
Tras unos instantes, el Arpista volvió a asentir.
—Voy con vosotros —repuso Caladaster, en el mismo tono bajo—. Esos bosques son muy grandes, y necesitaréis un guía. Además, puede que yo sepa adonde se dirigía.
—Bien —dijo Beldrune en tono severo, removiéndose en su asiento—, no estoy muy seguro de eso. Eres un poco viejo para correr aventuras, y no deseo ser…
—¿Viejo? ¿Viejo? —replicó Caladaster, alzando la barbilla—. ¿Y él que es, entonces? —Señaló a Tabarast—. ¿Una muchachita ruborosa?
El anciano mago lanzó a Caladaster una mirada que habría hecho acobardar a hombres mucho más fornidos, y le espetó:
—Tal vez sepas adonde se dirigía Elminster. ¿Qué es lo que te dijo… o te limitas a adivinar? Esta ruborosa jovencita desea saberlo.
—Hay unas ruinas en el bosque —contestó el otro en voz baja—, fuera del sendero. Podéis vagabundear por entre los árboles todo el día esperando a que el Asesino os devore mientras las buscáis, o yo puedo conduciros directamente al lugar. Si me equivoco… pues entonces iréis de excursión en compañía de otro viejo mago obeso y de sus hechizos.
—¿Obeso? —saltó Tabarast—. ¿Quién es obeso?
—¡Ah! —intervino Beldrune, aclarándose la garganta y estirando la mano hacia un plato de queso relleno de setas que Alnyskavver acababa de depositar sobre la mesa—, ése debo de ser yo.
—No creo que sea buena idea llevar a otra persona con nosotros —declaró Tabarast, tajante— a la que tal vez tengamos que proteger de sólo los dioses saben qué…
—Ah —dijo el Arpista en tono quedo, posando una mano sobre el brazo de Tabarast—, pero yo pienso que me gustaría mucho tenerte con nosotros, Caladaster Daermree. Si puedes venir con nosotros dentro de unos cuantos minutos, claro está, y no necesitas toda una noche para prepararte.
—Estoy listo —manifestó el anciano, empujando hacia atrás su silla al tiempo que se ponía en pie.
Apareció algo parecido a una sonrisa en las profundidades de los ojos del Arpista cuando éste se incorporó, dejó un montón de monedas tan alto como un pichel sobre la mesa —lo cual hizo que muchos ojos estuvieran a punto de saltar de sus órbitas en la sala— y anunció:
—¡Tabernero! Aquí tienes la manutención de nuestros caballos durante diez días y también el pago del banquete. Si no regresamos a buscarlos para entonces, considéralos tuyos. Seguiremos a pie desde aquí. Nos has servido una comida excelente.
Baerdagh tenía la mirada alzada hacia su amigo, y el rostro pálido.
—C… Caladaster —balbuceó—, ¿vas a ir allí de verdad…, al Paraje Muerto?
—Sí, pero no podemos llevar con nosotros a un guerrero anciano, de modo que no temas —contestó el viejo hechicero, mirándolo—. Quédate. ¡Tienes que acabar de comerte todo esto por nosotros!
—Yo… yo… —tartamudeó su amigo, y sus ojos se posaron en su jarra—. Yo quisiera no ser tan viejo —gruñó.
El Arpista posó una mano sobre su hombro.
—Nunca resulta fácil… pero te has ganado un descanso. Tú eras el León de Elversult, ¿no es cierto?
El anciano contempló boquiabierto al hombre como si a éste le acabaran de salir tres cabezas, y una corona en cada una de ellas.
—¿Cómo sabes eso? ¡Ni siquiera Caladaster lo sabe!
El Arpista le dio una suave palmada en el hombro.
—Es nuestro oficio recordar a los héroes… eternamente. Somos juglares, ¿recuerdas?
Se encaminó hacia la puerta y dijo:
—Existe una balada magnífica sobre ti…
Y luego salió al exterior. Baerdagh hizo intención de levantarse para seguirlo, pero Caladaster lo empujó de nuevo hacia el asiento con firmeza.
—Quédate sentado y come. Si no regresamos, pide al próximo Arpista que pase por aquí que te la cante. —Fue hacia la puerta y luego se volvió con el entrecejo fruncido—. Todos estos años —masculló—, ¡y jamás me dijiste que eras el León! Una nimiedad que se te pasó por alto, ¿no?
Salió por la puerta, y Tabarast y Beldrune lo siguieron. Se despidieron con encogimientos de hombros y sonrisas justo en el umbral, pero Tabarast se giró otra vez con los dedos ya sobre la manija y gruñó:
—¡Si te hace sentir mejor, tú no eres el único que no sabe qué es lo que sucede!
La puerta se cerró con un chirrido, y Baerdagh la contempló sin ver durante un buen rato; tan largo que, entretanto, todos los demás regresaron de las ventanas, tras observar cómo los cuatro hombres abandonaban la ciudad, y volvieron a sentarse. Alnyskavver se acomodó en la silla situada junto al anciano y preguntó indeciso:
—¿Tú eras el León de Elversult?
—Hace mucho tiempo —respondió él con amargura—. Mucho tiempo.
—Si pudieras retroceder a algún momento de aquella época —dijo el tabernero en voz baja, con los ojos fijos en la jarra que tenía frente a él—, ¿qué momento sería?
—Bueno, hubo aquella noche en Suzail… —empezó Baerdagh despacio—. Habíamos pasado las primeras horas de la tarde corriendo por todo el castillo, persiguiendo a las nobles damas que intentaban clavarse dagas unas a otras. Verás, había una disputa sobre…
Al volverse hacia Alnyskavver para relatarle adecuadamente la historia, Baerdagh se dio cuenta de repente de lo silenciosa que estaba la estancia. Alzó la mirada, y volvió la cabeza. Todas las gentes de Piedras Ondulantes con edad suficiente para mantenerse en pie se habían reunido en silencio a su alrededor en un círculo, esperando para escuchar.
—Vaya, eso fue hace mucho tiempo… —farfulló el anciano, enrojeciendo.
—¿Fue entonces cuando conseguiste esa medalla? —inquirió el tabernero con astucia, señalando la cadena que desaparecía bajo la pechera no demasiado limpia de la camisa de Baerdagh.
—Pues no —respondió éste arrugando la frente—, eso fue…
Se recostó en su silla, y enrojeció todavía más.
—Oh, dioses —exclamó.
El tabernero sonrió de oreja a oreja y deslizó la jarra de Baerdagh en la mano del anciano guerrero.
—Estabais en el castillo en Suzail, persiguiendo a nobles damas por los pasillos, y sin duda los Dragones Morados os perseguían a vosotros, y…
—¡Ja! —ladró Baerdagh—. Ya lo creo que lo hacían… ¿Has visto caer alguna vez a un hombre con toda su armadura por una escalera de caracol? ¡Sonaba como dos herreros, peleándose en la fragua! Lo cierto es que…
Uno de los aldeanos dio una palmada a Alnyskavver en la espalda a modo de silencioso agradecimiento. El tabernero le contestó con un guiño en tanto que el relato del viejo guerrero ganaba velocidad.
—No brillará mucho el sol hoy —refunfuñó Caladaster—, una vez que estemos bajo los árboles.
—Humm —asintió Beldrune—. Es un bosque espeso. Habrá cantidad de ruidos, y silbidos extraños y cosas así, ¿verdad?
—No desde la aparición del asesino —respondió Caladaster, negando con la cabeza—. Brisas soplando por entre las ramas, eso es todo… ah, y a veces ramas muertas que caen. Aparte de eso, está silencioso como una tumba.
—En ese caso lo oiremos venir con mayor facilidad —repuso el Arpista con tranquilidad—. Guíanos, Caladaster.
El anciano hechicero asintió orgulloso mientras descendían a buen paso por la carretera. Llevaban recorridos unos kilómetros y se encontraban casi en el lugar donde el sendero cubierto de maleza que conducía a las ruinas se desviaba de la carretera de la costa, cuando un repentino pensamiento lo asaltó, tan frío y repentino como un cubo de agua del lago arrojado contra su rostro.
Tuvo buen cuidado de no girar la cabeza, de modo que el Arpista no pudiera verle la cara, este Arpista que jamás había dicho su propio nombre. Pero, a partir de aquel instante, sintió la mirada del hombre clavada en él, como la punta de una fría lanza sobre su columna vertebral, allí donde empezaba el cuello.
El Arpista lo había llamado por su nombre completo: Caladaster Daermree.
Caladaster jamás usaba su apellido… y no se lo había dicho al Arpista, nunca se lo había dicho a nadie. Ni siquiera Baerdagh lo sabía; a decir verdad, probablemente no quedaba nadie vivo que lo conociera.
Así pues ¿cómo lo conocía este Arpista?