16

Si la magia no funcionara

Si la magia no funcionara, Faerun cambiaría para siempre… y bastante gente se alegraría de esos cambios. En primer lugar, la misma tierra podría ladearse ante el peso de los oprimidos y agraviados, que perseguirían a los ahora impotentes magos para ajustar viejas cuentas. Me pregunto qué aspecto tendría un río de sangre de mago…

Tammarast Diez Guantes, bardo de Elupar

Las cuerdas de una lira hecha añicos

Año del Behir.

—¡Retiraos! ¡Acontecimientos formidables sacuden todo Faerun, y los venerables del interior no pueden salir a hablar con vosotros ahora! ¡Por el amor de Mystra, retiraos!

La voz del guardián era profunda y potente; se desplazó sobre la muchedumbre allí reunida como una ola tempestuosa que se estrellara contra la arena de una playa. Pero, cuando se apagó, la gente seguía allí. El temor volvía agudas las voces y blancos los rostros, pero se aferraban a la escalera principal de la Casa de la Dama Lucero como si sus vidas les fueran en ello.

El guarda realizó un último gesto grandilocuente que venía a decir «fuera de aquí» y retrocedió, abandonando el balcón.

—Lo siento, amo refulgente —murmuró—. Presienten que algo va muy mal. Harían falta los hechizos perseguidores de la mismísima Mystra para moverlos ahora.

—¿Osas blasfemar aquí, en el santuario? —siseó el sumo sacerdote, con ojos llameantes de furia. Echó la mano hacia atrás como si fuera a golpear al guardián (que era una cabeza más alto que él, no obstante su propia gran altura) pero luego volvió a dejarla caer al costado, con expresión aturdida—. Perdido —dijo con labios temblorosos—. Todo está perdido…

El guardián envolvió al Señor de la Casa en un abrazo consolador, como cuando se abraza a una criatura sollozante, y dijo:

—Esto pasará, señor. Aguardad a la noche; muchos se marcharán entonces. Aguardad, mantened la calma, y esperad una señal.

—¿Proviene este consejo de alguna información que has recibido? —inquirió el sumo sacerdote casi con desesperación, sin poder reprimir el temblor de su voz.

El hombre le palmeó los hombros y se apartó al tiempo que respondía con tono grave:

—No, señor. Pero, oíd: ¿qué otra cosa podemos hacer?

El Señor de la Casa consiguió lanzar una risita que estaba muy próxima a convertirse en un sollozo.

—Te doy las gracias, leal Lhaerom. —Aspiró con fuerza, echó atrás la cabeza como revistiéndose de dignidad, y preguntó—: ¿Qué hacen los guerreros cuando deben aguardar y vigilar en el interior de los muros, holgazaneando hasta que un gran golpe se abate sobre ellos?

—Muchas cosas, señor —replicó Lhaerom con una risita divertida—, la mayoría de las cuales las dejo a vuestra inteligencia para que las imagine. Existe una cosa muy agradable que llevamos a cabo, que sospecho es lo que busca vuestra pregunta: hacemos sopa. Ollas y ollas de ella, tan buena y sabrosa como podemos. Dejamos que todos la compartan, o al menos la huelan si no pueden cenar.

El sumo sacerdote lo miró con fijeza unos instantes; luego se dejó convencer y ordenó a los sacerdotes menores que los observaban en silencio:

—¡Marchaos! ¡A las cocinas, y haced sopa! ¡Id!

—Descubriréis, señor —añadió el enorme guarda—, que…

—Lhaerom —tronó uno de los otros guardas—, más problemas.

Sin decir nada más el guarda dio la espalda al Señor de la Casa y volvió a salir al balcón. El sacerdote dio dos pasos para seguirlo, pero un guarda le cortó el paso.

—No, señor —lo disuadió, el rostro cuidadosamente inexpresivo—. No sería sensato. Algunos están arrojando piedras.

En el exterior, el brillante sol caía sobre las cerradas puertas de bronce de la Casa de la Dama Lucero. También caían muchos puños sobre ellas, y los guardianes y el sacerdote del portal hacía mucho que habían dejado de responder a llamadas y gritos de ayuda, para pasearse nerviosos de un lado a otro en la parte interior de la entrada, sin dejar de dirigir ansiosas miradas a los cerrojos y las barras, preguntándose si resistirían. Ya hacía un buen rato que todas las estacas que se habían encontrado en los sótanos del templo se habían insertado entre las piedras para actuar como cuñas en las puertas e impedir que las forzaran hacia adentro. Las relucientes señales que lucían las estacas dejaban bien claro cuan a menudo se había puesto a prueba su resistencia aquella mañana. El sacerdote se pasó la lengua por los labios resecos y preguntó, puede que por cuadragésima vez:

—¿Y si esto cede? ¿Qué…?

El guardián que tenía más cerca le hizo un furioso gesto para que callara, y el sacerdote frunció el entrecejo y abrió a boca para contestarle con acritud; pero entonces sus ojos siguieron la dirección que indicaba la mano del otro, y la boca se le desencajó hasta casi llegarle al pecho.

Una mano humana sobresalía a través del bronce. La magia chisporroteaba alrededor de la muñeca, allí donde atravesaba el grueso metal, y la mano se movía, formando el lenguaje de señas utilizado por el clero de Mystra cuando llevaban a cabo rituales silenciosos.

El sacerdote observó unos cuantos de ellos y luego ordenó:

—¡Quedaos aquí! —Y salió zumbando escaleras arriba hacia la puerta que conducía a la barbacana. Tenía que acceder a aquel balcón…

Las manos del hombre alto de la capa negra temblaban cuando las retiró de las puertas. Sabía que lo habían visto y conocía el estado de ánimo de la muchedumbre que se agolpaba a su espalda.

—No sirve de nada —dijo en voz alta—. No puedo entrar.

—Pero tú eres uno de ellos, ¿verdad? —gruñó una voz, pegada a su oreja.

—Sí, yo lo vi… usó un hechizo, ¡lo hizo! —intervino otra, altisonante por el miedo y la cólera… o más bien con la colérica necesidad de estallar.

El hombre de la capa negra no respondió, pero levantó la mirada hacia el balcón con apremiante esperanza.

Se vio recompensado. Dos fornidos guardas hicieron su aparición con las picas en las manos —picas que podían tranquilamente llegar hasta el suelo, para clavarse y atravesar a cualquiera que se encontrara cerca de la puerta— y preguntaron con voz ronca, más o menos al unísono:

—¿Sí? ¿Tienes algún asunto legítimo que tratar en este recinto sagrado?

—Así es —les dijo el hombre, sin hacer caso de los enojados refunfuños que se elevaron como una oleada tras sus palabras—. ¿Por qué están las puertas cerradas?

—Grandes acontecimientos en lo alto exigen contemplación por parte de todos los siervos ordenados de Mystra —replicó el guarda.

—¡Ah! ¿Se celebra acaso una orgía ahí dentro, o sólo una bacanal? —gritó alguien desde el centro de la multitud, y se escucharon rugidos de asentimiento y mofa—. ¡Vamos, dejadnos entrar! ¡Nosotros también queremos participar!

—¡Retiraos! —tronaron los guardas, irguiéndose para enfrentarse a todos los reunidos.

—¿Sigue viva Mystra? —inquirió alguien.

—¡Eso! —Otros hicieron suyo el grito—. ¿Respira todavía la diosa de la magia?

—Claro que sí —les espetó un guarda con expresión desdeñosa—. ¡Ahora marchad!

—¡Pruébalo! —exigió una voz—. ¡Lanza un hechizo!

El centinela sopesó su pica.

—Yo no hago hechizos, Roldo —dijo—. ¿Y tú?

—¡Haz que venga unos de los sacerdotes… que vengan todos! —ordenó Roldo.

—Eso —asintió otra persona—. Y veamos si uno de ellos, sólo uno de ellos, puede hacer un conjuro.

El rugido de conformidad que siguió a sus palabras sacudió los mismos muros del templo, pero a través de él el hombre de la capa negra oyó que uno de los guardas mascullaba:

—Sí, y que sea una enorme bola de fuego, justo ahí.

El otro asintió, sin sonreír.

—Escuchad —les dijo el hombre—. Tengo que hablar con Kadeln, Kadeln Parosper. Decidle que se trata de Tenthar.

—No, escucha tú —respondió con frialdad el guarda más cercano inclinándose sobre la barandilla—. No pienso abrir estas puertas por nadie… si no es la divina Mystra en persona. Así que, si puedes volver de la mano con ella, y los dos pedís muy amablemente acceso al interior, muy bien, pero de lo contrario…

Una tercera figura apareció en el balcón, atisbando por detrás del hombro del guardián. Llevaba la capa y el yelmo de un guarda, pero no guanteletes, y el yelmo —que le venía excesivamente grande— no dejaba de resbalarle sobre el rostro.

Una mano impaciente echó el casco hacia arriba y atrás para que no molestara, y el rostro pálido y preocupado de Kadeln, sacerdote del códice del templo, bajó la mirada hacia su amigo.

—Tenthar —siseó—, no deberías haber venido aquí. Estas gentes están enloquecidas por el temor.

—¿Sabes? —observó el hombre de la capa negra como quien no quiere la cosa—, de pie aquí abajo con ellos, he empezado a darme cuenta de ello.

Entonces su autocontrol se desmoronó e intentó trepar por la pared hasta el balcón, sin hacer caso de un amonestador golpe de pica. La sucia hoja se detuvo a pocos centímetros de su nariz y se quedó allí a modo de advertencia, pero Tenthar no le prestó la más mínima atención.

—Kadeln —el hombre rugía ahora—, ¿qué es lo que sucede? Todo maldito hechizo que intento sale mal, y cuando estudio… nada. ¡No consigo obtener nuevos conjuros!

—Ocurre lo mismo aquí —susurró el lívido sacerdote—. Dicen que Mystra debe de haber muerto, y…

Uno de los guardas arrastró a Kadeln fuera del borde del balcón, y el otro movió la pica con furia; Tenthar se apartó desesperadamente para quedar fuera de su alcance y resbaló de las puertas de bronce para caer al suelo.

La muchedumbre se apartó unos pasos como por arte de magia, y el hombre se encontró tumbado en un pequeño espacio despejado con la pica colgando de nuevo a un palmo de su garganta.

—¿Quién eres? —exigió el guarda que la empuñaba—. Responde o morirás. Tengo nuevas órdenes.

Tenthar se sentó en el suelo y apartó la punta del arma con un gesto despectivo; aunque, cuando se puso en pie, tuvo buen cuidado de mantenerse a buena distancia de ella.

—Mi nombre es Tenthar Taerhamoos —respondió muy serio, abriendo la capa para mostrar ropajes suntuosos, y un medallón tachonado de joyas que centelleaba sobre su pecho—, archimago de la Torre del Fénix. Volveré.

Y con aquella inexorable promesa el archimago giró en redondo y se abrió paso casi con arrogancia por entre la multitud. A su alrededor todo eran murmullos de «¡Es cierto! ¡Mystra está muerta! ¿Se ha perdido la magia?» y cosas por el estilo.

Un piedra salió disparada de la nada y golpeó a Tenthar en el hombro, pero él no se detuvo, sino que siguió abriéndose paso por entre cuerpos no muy dispuestos a dejarlo pasar.

—¡Un archimago! —chilló alguien.

—¡Sin hechizos! —dijo otro, no muy lejos.

Otra piedra golpeó a Tenthar, esta vez en la cabeza, y el hombre se tambaleó.

Se produjo un rugido que era una mezcla de temor y de exultante avidez a su alrededor, y alguien aulló:

—¡A él!

—¡A él! —repitió un eco atronador.

Tenthar cayó de rodillas, alzó la mirada para contemplar las botas, palos y manos que se abalanzaban sobre él desde todos lados, sujetó con fuerza su precioso medallón para impedir que su conjuro saliera mal, y pronunció las palabras que había esperado no tener que decir.

Saltaron rayos en todas direcciones, y el archimago intentó no mirar cómo las gentes agonizantes se revolvían víctimas de sus ávidas oleadas. Un encadenamiento de rayos es algo terrible incluso cuando no está aumentado; pero, con la participación del medallón, se convertía en…

Suspiró y se incorporó mientras los últimos alaridos se apagaban; vio que los supervivientes se alejaban corriendo a campo traviesa. Lo mejor sería que él también saliera corriendo, antes de que algún idiota sediento de sangre volviera a reorganizarlos o las personas que quedaban allí y que sólo estaban aturdidas y convulsionadas se recuperaran lo suficiente para buscar venganza.

El olor a carne asada era muy fuerte; había cuerpos amontonados por todas partes. Tenthar sintió náuseas pero, aun así, consiguió echar a correr. Ni siquiera vio la pica que le arrojaron desde el balcón, y que erró por mucha distancia el tiro para ir a clavarse, estremecida, en el polvo.

Un cuerpo ennegrecido se levantó de entre los muertos y la liberó.

—Lo que más me molesta de estos jueguecitos —comentó mirando al vacío— es el coste. ¿Cuántas vidas se apagarán, esta vez, antes de que esto acabe?

Otro cuerpo ennegrecido se levantó, se encogió de hombros, tocó la pica, y dijo con tristeza:

—Siempre hay un precio. Todo nuestro poder, y no podemos cambiar eso.

Brillaron dos resplandores en el aire… y los dos cuerpos ennegrecidos desaparecieron; también la pica se desvaneció al cabo de un instante.

—¿Es que hay archimagos bajo cada piedra ahí afuera? ¿O qué malditos dioses danzantes eran ésos? —vociferó el guarda que había arrojado el arma, con más miedo que cólera en la voz.

—Mystra y Azuth —musitó el sacerdote situado junto a él. Los guardas se volvieron para mirar a Kadeln… y lanzaron una exclamación de asombro. La pica desaparecida acababa de aparecer entre las estremecidas manos del clérigo, quien los contempló a ambos con ojos llenos de asombro y gimoteó—: Eran Mystra y Azuth. Justo ahí, con los símbolos por los que nos han concedido el modo de identificarlos reluciendo sobre sus cabezas… ¡justo ahí!

Intentó señalar el desorden de cadáveres, pero cambió de idea y eligió desmayarse; algo que hizo muy bien, poniendo los ojos en blanco y doblando el cuerpo al frente. Uno de los guardas lo sujetó a tiempo por la fuerza de la costumbre, y el otro se hizo con el arma.

Si iban a llegar dioses de visita, no quería estar desarmado.

—¡Mystra está muerta! —declaró jubilosa la Dama Tenebrosa—. Sus sacerdotes han descubierto que sus conjuros no son más que cosas sin sustancia, y los magos estudian pero no encuentran poder tras sus palabras. La magia está ahora a nuestras órdenes: ¡nosotros la controlamos!

Las llamas moradas que rugían en el brasero que tenía delante proyectaron curiosas luces sobre su rostro cuando alzó los ojos que eran muy grandes y oscuros, para contemplarlos a todos. Alrededor de las llamas aguardaba sentado su ansioso público: los seis sacerdotes de la Dama Tenebrosa que habían aceptado actuar como hechiceros, aprovechando para sus conjuros el poder de lo que ya había empezado a ser conocido como el Secreto Oculto en la Esfera. Con ellos podrían convertir la Casa de la Noche Sagrada en el templo de Shar más poderoso de todo Faerun, y la religión de la Portada de la Noche en la más potente de todo Toril. Tal vez ni siquiera tardarían demasiado en conseguirlo.

—Mis muy leales Hechizos Pavorosos —les dijo la suma sacerdotisa—, tenéis una magnífica oportunidad de obtener el favor de Shar, y poder para vosotros. Recorred Faerun y buscad a los magos más competentes y los mayores depósitos de magia. Matad a quien convenga, y apoderaos de todo lo que podáis. Traed aquí tomos, objetos raros y cualquier cosa que posea el más leve brillo de la magia. Debéis matar a todos aquellos siervos de Mystra llamados Elegidos si os encontráis con ellos. Nosotros desde aquí trabajaremos con toda diligencia en nuestros hechizos para intentar localizarlos para vosotros.

—Tenebrosa Señora… —la interpeló vacilante uno de los hechiceros.

—¿Sí, Hermano Pavoroso Elryn? —La voz de la Dama Tenebrosa Avroana era suave; una advertencia inequívoca para todos de que era mejor que cualquiera que osara interrumpirla tuviera una muy buena razón para hacerlo… o ella se ocuparía de dársela.

—Mi trabajo consiste en observar mágicamente a nuestros agentes en Westgate —explicó Elryn con rapidez—, y el rumor que corre ahora por esa ciudad menciona muchas observaciones recientes de un Elegido en la vecindad de Manto de Estrellas… Algo sobre entrar en un «Paraje Muerto».

—También yo he oído tales noticias —coincidió ansiosa la mujer—. Te doy las gracias por facilitarnos la localización, Elryn. Todos vosotros iréis allí inmediatamente, y allí se inicia nuestra divina tarea. Introducid las manos en las llamas, mis muy leales Hechizos Pavorosos, y no olvidéis jamás que podemos veros y oíros en todo momento.

Seis rostros palidecieron; y seis manos se extendieron de mala gana hacia las llamas. La Dama Tenebrosa Avroana rió satisfecha ante su temor y dejó que se quemaran durante un rato antes de pronunciar las palabras que los transportaron a otra parte.

Estaba todo muy tranquilo en el bosque alrededor del santuario… y, desde que habían comenzado las muertes y el miedo había echado de allí a la gente, muy silencioso.

La mayoría de los días Uldus Carneronegro permanecía solo de rodillas ante el bloque de piedra, azotándose sin entusiasmo unas cuantas veces —con suavidad, para no hacer demasiado ruido— y musitando oraciones dirigidas a la Bayadera de la Noche.

El santuario se había fundado con tanto esmero, consagrándolo con sangre y un ritual salvaje, que Uldus todavía enrojecía al recordarlo. Sin embargo, ahora ya no había damas vestidas de negro que bailaran y giraran descalzas alrededor del bloque astado de piedra ni nadie que lo guiara en sus medio olvidadas plegarias, de modo que se dedicaba principalmente a dar las gracias a Shar por mantenerlo con vida durante sus furtivas visitas al bosque. Esperaba que ella lo perdonaría por haber dejado de acudir allí por las noches.

—Os ruego, mi siniestra señora, que me mantengáis a salvo del Asesino —musitó Uldus, rozando casi con los labios la oscura piedra—. Guiadme al poder y al regocijo sobre mis enemigos, y convertidme en una fuerte espada capaz de cortar allí donde necesitéis que algo quede cortado, y de acuchillar donde vuestra voluntad desee. Oh, muy divina Señora de la Noche, escuchad mi oración, la súplica de vuestro muy leal siervo, Uldus Carneronegro. Shar, escuchad mi plegaria. Shar, responded a mi plegaria. Shar, atended mi…

—Hecho, Uldus —dijo una voz decidida desde lo alto.

Uldus Carneronegro consiguió golpearse la cabeza contra el altar, dar una voltereta hacia atrás para colocarse unos cuatro pasos más allá e incorporarse, todo en un frenético y confuso movimiento.

Cuando se detuvo en seco, medio vuelto para huir, se encontró mirando a seis hombres calvos vestidos con túnicas negras y moradas, situados en semicírculo alrededor del altar y de cara a él, con un leve regocijo pintado en sus rostros.

—¿Señores de la Dama? —dijo Uldus, jadeante—. ¿Han recibido respuesta por fin mis oraciones?

—Uldus —dijo el mayor de ellos en tono afable, adelantándose—, lo han sido. Por fin. Además, se ha elegido para ti una recompensa adecuada. ¡Vas a conducirnos al interior de Paraje Muerto!

—¡A… alabada sea Shar! —respondió Uldus, abriendo los ojos desmesuradamente y poniéndolos en blanco al tiempo que se desplomaba sobre la hierba sin sentido.

—Reanimadlo —ordenó Elryn, sin molestarse en disimular su desprecio—. Y pensar que cosas como ésta veneran a la Muy Divina Señora del Quebranto.

—Bueno —observó uno de los hechiceros de más edad, inclinándose sobre el caído Uldus—, todos tenemos que empezar por algún sitio.

La refulgente esfera mágica describía órbitas alrededor del trono a una velocidad casi perezosa. Saeraede no le dedicaba más que una atención despreocupada, absorta como estaba en enviar imágenes de sí misma atisbando por entre los árboles para atraer a aquel audaz Elminster de vuelta al castillo.

«Sí —pensaba—, atormentemos con dulzura a este mago de ahí fuera, apropiadamente poderoso y hasta cierto punto atractivo».

Sin embargo, la información era muy clara, por parte de todos los magos que había estudiado a escondidas mediante la visión mágica. La noticia de la muerte de Mystra se extendía como un reguero de pólvora, los conjuros se volvían locos por todo Faerun, los magos se encerraban en torres antes de que plebeyos resentidos pudieran llegar hasta ellos… o perdían demasiado tiempo y acababan ensartados en las horcas de los granjeros en una docena de reinos, y así sin cesar.

¡Era hora de ponerse por fin en movimiento y hacer que el nombre de Saeraede Lyonora volviera a ser temido!

De improviso algo atravesó violentamente una de sus imágenes. Saeraede se irguió en su asiento con el entrecejo fruncido, al tiempo que intentaba averiguar qué había sido aquello. La esfera mágica perdió bruscamente su imagen de una ciudad de elevadas torres y grifos batiendo las alas montados por jinetes cubiertos con armaduras, y adquirió la oscuridad moteada de un bosque por encima de la cabeza de la mujer. Un bosque que le mostró a un Elminster agazapado, a varios de sus flotantes rostros femeninos, y…

Las flechas rugieron a través de su rostro conjurado para ir a estrellarse con un golpe sordo en el mantillo del suelo y obligar al mago a escabullirse hasta el otro lado del árbol.

¿Flechas?

—¡Malditos aventureros! —vociferó la mujer, y saltó del trono. La esfera mágica se apagó al caer, y el resplandor que envolvía el asiento de piedra se desvaneció; pero ella ascendía ya como un remolino por el pozo, mientras sus ojos escupían llamas de fuego. ¿Es que acaso un puñado de burdos espadachines iba a estropear sus bien meditados planes?

Un Elminster apropiadamente poderoso y hasta cierto punto atractivo esquivó temerariamente otra flecha, arrojándose de bruces sobre el húmedo musgo y las hojas muertas, mientras otro siniestro proyectil silbaba junto a su oído como un moscardón enfurecido y acababa su loca carrera en el tronco de un hiexel cercano con un sonoro estampido.

El se incorporó con dificultad, aspirando con fuerza para maldecir, y volvió a tirarse al suelo cuando un segundo proyectil zumbó bajo por encima de su cabeza para ir a reunirse con el primero.

Al hiexel no parecía divertirle mucho aquello, pero Elminster no tenía tiempo para compadecerse de él ni hacer otra cosa que no fuera incorporarse a toda velocidad, saltar por encima de un árbol caído, e ir corriendo a refugiarse tras su tronco podrido. Volvió a alzar la cabeza casi al instante, seguro de que los dos arqueros no habrían tenido tiempo de poner nuevas flechas en sus arcos. Tenía que verlos.

¡Ah! ¡Ahí estaban! Lanzó una andanada de proyectiles mágicos contra uno, y luego volvió a agazaparse al escuchar el golpeteo cada vez más próximo de unos pies calzados con botas que corrían a toda velocidad en su dirección.

¡Había llegado el momento de salir de allí y de hacerlo condenadamente deprisa!

Salió a la carrera colina abajo, zigzagueando sin parar; una serie de chasquidos a su espalda le anunciaron la llegada de alguien de gran tamaño, que llevaba armadura, y que blandía una espada. El no se detuvo para intercambiar agudezas, sino que giró en redondo tras un árbol para que el entrecano soldado recibiera unos cuantos proyectiles mágicos en pleno rostro. La cabeza del hombre dio un brusco tirón hacia atrás, mientras unas extrañas volutas de humo salían de su boca y ojos, y éste siguió corriendo a ciegas durante una docena más de zancadas antes de dar un traspié y estrellarse contra el suelo, muerto o inconsciente.

—Muerto o inconsciente —musitó; resultaría una buena divisa para algunas bandas de aventureros, sin duda, pero…

Había llegado el momento de dar un rodeo y ocuparse del segundo arquero, o huiría por el bosque sintiendo el aguijonazo de flechas fantasma entre los omóplatos durante el resto del día… o hasta que lo abatieran.

Corrió, desviándose bastante a la derecha, e inició el camino de regreso a las ruinas, tan agachado y en silencio como pudo. No importaba si pasaba horas deslizándose hasta llegar cerca, siempre y cuando no lo descubrieran demasiado pronto. Tenía que acercarse lo suficiente para…

Un hombre de aspecto feroz vestido de cuero, con un arco tensado y listo para disparar en la mano, hizo su aparición de detrás de un nudoso phandar a menos de doce pasos de distancia, y no pudo evitar descubrir a cierto mago de nariz aguileña en cuanto levantó los ojos de la flecha que acababa de colocar. El alzó la mano para lanzar su último conjuro de proyectiles mágicos.

Al cabo de un instante, el arquero estalló en medio de una lluvia de huesos arremolinados y llamas. El mago consiguió vislumbrar dos ojos oscuros —si es que eran ojos— en un confuso remolino brumoso. Luego lo que fuera que fuese desapareció, y multitud de huesos chamuscados empezaron a golpear sordamente el musgo del suelo.

¿Era el Asesino?

Tenía que serlo. De lo que se hablaba siempre era de algo que quemaba a sus víctimas cuando mataba; esto era ese algo.

—Bien hallado —murmuró Elminster en dirección al vacío bosque, mientras avanzaba con precaución. Sabía que ya no encontraría otra cosa que cenizas y huesos de los restantes aventureros, pero por si acaso…

Allí donde mirara todo eran ropas caídas, armas y huesos, a medida que se acercaba al alcázar cubierto de vegetación. Las ruinas volvían a parecer desiertas, y un silencio tenso flotaba sobre ellas, casi como si algo aguardara y vigilara su aproximación. Regresó a hurtadillas a las aberturas del muro por donde había mirado antes al interior. Aquella habitación enorme, donde había visto los armarios y… ¿quizá también un espejo? Tenía que echarle otra mirada, no había duda.

Volvió a atisbar con suma cautela en la enorme estancia y se encontró de nuevo con aquellos ojos oscuros en medio de una neblina; ésta se arremolinó alrededor de un ropero, cuyas puertas se abrieron con un fuerte golpe. Entonces la neblina estalló en forma de brillo cegador, y el mago no consiguió ver qué era lo que se sacaba del armario. Pero, fuera lo que fuese, el remolino giró a su alrededor una y otra vez, casi como si lo ocultara de modo deliberado a su vista entre sus brillantes y tintineantes jirones, al tiempo que se alejaba veloz por la habitación. El estuvo a punto de gatear hacia el interior de la abertura para ver mejor, pero se detuvo prudentemente en cuanto la refulgente neblina lo hizo.

Aquella cosa permaneció en el rincón más oscuro y alejado de la sala durante un instante, flotando sobre lo que parecía un pozo, y luego se lanzó al interior de la circular abertura y desapareció.

—¿Quieres que te siga, verdad? —murmuró Elminster, mirando al pozo.

Paseó la mirada por la habitación, observando el espejo desconchado, la hilera de armarios —el que estaba abierto mostraba una colección de indumentarias femeninas—, el sofá y el resto, y a continuación se encaminó directo hacia el pozo.

—Muy bien —dijo con un suspiro—. Otro salto imprudente al peligro. Da la impresión de que eso es habitual en este trabajo.

Trepando al borde del pozo, introdujo las manos en el primero de una fila de asideros que encontró en la piedra y tanteó con las puntas de las botas en busca de otro; lo encontró e inició el descenso. Tal vez le haría falta su temerario hechizo volador para volver a salir.

La mujer extendió los tres vestidos sobre la piedra en el fondo del pozo con la misma suavidad que una enfermera acariciando a un niño enfermo, y con el mismo cuidado depositó sobre ellos piedras sueltas sacadas de entre los cascotes. El agotador esfuerzo le costó mucha de su energía, pero trabajó veloz, sin importarle el coste, y se alejó a toda prisa antes de que su presa llegara a lo alto del pozo para mirar abajo.

Instantes después se introducía en el interior de una de las runas que la sustentaban, para ocultar por completo su nebulosa figura. Llevaba demasiado tiempo hambrienta, y el incesante tintineo incluso empezaba a ponerla nerviosa.

Brandagaeris había sido un héroe extraordinario, alto, bronceado y fuerte; ella se había alimentado de él durante tres temporadas, y él había llegado a amarla y a ofrecérsele voluntariamente; pero al final ella lo había absorbido por completo y había vuelto a sentirse hambrienta. Ése era su sino; después de que su propio cuerpo se hubo convertido en polvo, lo que quedó fue una magia que necesitaba alimentarse de los vivos, o residir en su interior, y necesariamente consumir las entrañas de un cuerpo joven, fuerte y lleno de energía. Brandagaeris había sido uno de ésos, el hechicero Sardon otro; pero, en cierto modo, los magos, inteligentes como eran, carecían de algo que ella ansiaba. A lo mejor tenían demasiado poca vitalidad.

Esperaba que este Elminster no resultara otra desilusión parecida. Quizá podría obtener su amor, o al menos su sumisión, y así no tendría que luchar contra él demasiado tiempo antes de poder probar qué clase de poder era el que tenía un Elegido.

—Ven a mí —musitó con avidez; sus palabras eran apenas meros suspiros que brotaban de la runa, profundamente grabada—. Ven a mí, mi comida humana.