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La caza de Elminster

El deporte más mortífero de los zentharim es competir por la supremacía dentro de sus siniestras filas… y, en particular, por el funesto destino de los demasiado jóvenes y claramente ambiciosos: ser enviados a la caza de Elminster. Apostaría a que ése ha sido siempre un pasatiempo peligroso. Algunos son lo bastante sensatos, como lo fui yo, para usarlo como una oportunidad de «desaparecer», por así decirlo, de la Hermandad. Resultó interesante, aunque un poco deprimente, escuchar, mientras permanecía disfrazado, lo que la gente decía de mí, al creerme sin lugar a dudas muerto. Un día regresaré y me ocuparé de todos ellos.

Destrar Gulhallow

Meditaciones postumas de un aprendiz de mago zentharim,

publicado aproximadamente el Año del Lucero del Alba

Las tinieblas nunca abandonaban a Ilbryn Starym, y nunca lo harían, no desde el día en que el último pabellón de caza de los Starym había quedado destrozado por el fuego y la magia, tras la destrucción de las soberbias mansiones de Myth Drannor, y los Starym habían sido aniquilados para siempre.

Si alguno de sus parientes seguía vivo, él jamás había encontrado el menor rastro de él. En el pasado arrogantes y poderosos, la familia que había conducido y definido Cormanthor durante una era se veía ahora reducida a un primo joven y tullido. Si el Seldarine sonreía, con su magia podría engendrar criaturas que perpetuaran el nombre de la familia… pero sólo si el Seldarine sonreía.

Una vez más, había sido aquel ser maldito, aquel humano sonriente llamado Elminster, cuyos hechizos habían salpicado todo el templo mientras luchaba contra la reina de Galadorna. Ilbryn había revivido un millar de veces aquellos instantes terribles en que rodaba por el templo, destrozado y envuelto en llamas. Llevar a cabo los conjuros que le retornarían la pierna y devolverían a su piel la tersura que había tenido arruinaría hechizos que nunca había llegado a dominar; hechizos que tanto le habían costado, para mantener en funcionamiento sus destrozadas entrañas. Años de agonía —si llegaba a vivir tanto— era lo que le aguardaba. Agonía en el cuerpo para igualar la agonía de su corazón.

—Muchas gracias, humano —gruñó al vacío.

El caballo le propinó una violenta sacudida, que provocó una ráfaga de dolor por todo su deforme costado, al atravesar un desgastado y accidentado puente. Al frente alcanzó a distinguir un letrero. Al sexto día de haber salido de Westgate, y de viajar solo por una carretera pedregosa, aquello resultaba una visión reconfortante, pues como mínimo le indicaba que se acercaba a algún lugar… aunque no supiera exactamente dónde se hallara éste.

—Piedras Onduladas —leyó en voz alta—. Otro prominente baluarte de la cultura humana. Qué inspirador.

Se envolvió en su amargo sarcasmo como si se tratara de una negra capa e instó a su caballo a iniciar el trote, bien erguido sobre la silla para resultar imponente cuando los ojos humanos empezaran a posar sus sorprendidas miradas en su persona: un elfo a caballo y solo, vestido de negro de pies a cabeza, que lucía las espadas y dagas de un aventurero, y, en las ocasiones en que dejaba que el hechizo desapareciera, con un lado del rostro convertido en una retorcida masa moteada de carne quemada.

El armamento no era más que para impresionar a los demás, para que sus hechizos sorprendieran aun más. Ilbryn posó una mano sobre una suave empuñadura de espada y la acarició, manteniendo el rostro duro y sombrío, cuando la carretera rodeó un espeso bosquecillo y Piedras Ondulantes apareció ante él.

No cesaba de vagar, siempre en busca de Elminster. Cazar y matar a Elminster Aumar era el apasionado objetivo que gobernaba su vida; aunque jamás habría una Casa Starym a la que regresar con la triunfal noticia de que había vengado a la familia a no ser que el propio Ilbryn la reconstruyera. Ahora casi le pisaba los talones al humano; lo percibía.

Se quitó de la mente las innumerables ocasiones en que ya había estado así de cerca y al final del día había cerrado los dedos en el vacío.

Vaya, una taberna; la Hermosa Doncella de Piedras Ondulantes. Probablemente la única taberna en aquella polvorienta población agrícola. Ilbryn detuvo el caballo, arrojó las riendas sobre su cabeza para llevar a cabo el conjuro que lo mantendría inmóvil como una estatua hasta que él pronunciara la palabra apropiada, e inició la amarga empresa de desmontar sin caer de bruces.

De todos modos, su pierna artificial tintineó como una carretada de espadas rebotantes cuando aterrizó, y se aferró a una de las correas de la silla durante largos segundos antes de poder eliminar el dolor de su rostro y erguirse.

Los dos ancianos del banco siguieron sentados tan tranquilos y lo contemplaron con calma, como si los viajeros desconocidos llegaran cada día a la Hermosa Doncella. Ilbryn les habló con amabilidad, pero sujetó las empuñaduras de una espada y de un puñal a modo de silenciosa promesa de futuros disgustos… si ellos querían camorra.

—Que este día os traiga buena fortuna —saludó ceremonioso—. Espero que podáis ayudarme. Busco a un amigo mío, para entregarle un mensaje urgente. ¡Tengo que atraparlo! ¿Habéis visto a un hechicero humano que tiene por nombre Elminster? Es alto y delgado, con cabello oscuro y nariz aguileña… y penetra en todas las tumbas de hechiceros por las que pasa.

Los dos ancianos del banco lo contemplaron con fijeza, el entrecejo fruncido, pero no dijeron una palabra. Un tercer hombre, de pie en la puerta de la taberna, dedicó a los dos ancianos sentados una mirada aun más peculiar que la que había dedicado a Ilbryn y dijo al elfo:

—¡Oh, él! Claro, ya lo creo que entró en Piedraquemada, y no tardó en salir, también. Se dirigió al este, por el Paraje Muerto.

—¿El Paraje Muerto?

—Claro; aquellos que entran nunca salen. No hay ni una sola ardilla o roedor entre el arroyo de Oggle y la colina Rairdrun, justo a este lado de Manto de Estrellas. Ahora usamos un bote para ir allí, si es que tenemos que hacerlo. Nadie toma la carretera, ni cruza los bosques, tampoco. Hará unos diez días o algo más, una estrafalaria banda de aventureros, y no la primera, tampoco, contratada por el gran duque en persona entró… y no volvieron a salir. Ni lo harán, o no me llamo Jalobal, que es, ejem, mi nombre. Podéis tenerlo por seguro: no los volveremos a ver, no. He oído que hay otro grupo de locos aún, que acaba de salir de Manto de Estrellas.

El elfo ya había dado media vuelta e iniciado su ardua pelea para volver a montar. Con un gruñido y un tirón que le arrancó un rugido de dolor por entre los apretados clientes, volvió a ocupar su asiento en la silla de alto respaldo y tomó las riendas para dirigirse hacia el este.

—¡Eh! —gritó Jalobal—. ¿No os vais a quedar?

—Jamás lo atraparé si me detengo y descanso en todos aquellos lugares de los que acaba de marcharse —respondió Ilbryn torciendo los labios en una sombría sonrisa.

—Pero en aquella dirección está el Paraje Muerto, tal y como os dije.

Con dos veloces tirones, el elfo soltó los dos pasadores de plata de su cadera que Baerdagh había creído de adorno y abrió lateralmente sus calzas. En el interior no había piel suave, sino una estriada masa de cicatrices que parecían la corteza de un árbol vetusto, de un amarillo enfermizo allí donde aún no se habían tornado grises. La retorcida marca de la quemadura se extendía desde la rodilla al sobaco… y por encima de la rodilla estaban los puntales y ataduras que sujetaban una pierna de metal y madera con la que el elfo no había nacido.

—Probablemente me sentiré a gusto allí —explicó el elfo a los tres hombres boquiabiertos—. Como podéis ver, yo ya estoy medio muerto. —Sin otra palabra o mirada hacia ellos, volvió a cerrar los pasadores y espoleó su montura.

En un silencio estupefacto, los tres hombres contemplaron la nube de polvo que se levantaba, y cómo la bamboleante figura del elfo sobre su montura se reducía hasta perderse de vista por la carretera cubierta de maleza que conducía al arroyo de Oggle.

—¿Lo visteis? ¿Lo visteis? —preguntó Jalobal, excitado, a los dos silenciosos ocupantes del banco. Ellos lo contemplaron inexpresivos, y él los miró con asombro antes de regresar apresuradamente al interior de la taberna para hacer correr la voz sobre su osado enfrentamiento con el chamuscado jinete elfo.

Baerdagh volvió la cabeza para mirar a Caladaster.

—¿Dijo «alcanzarlo» o «atraparle»?

—Dijo «atrapar» —respondió su compañero, categórico—. Me fijé en eso precisamente.

—No quisiera estar en las botas de un mago —Baerdagh sacudió la cabeza—, ni por todo su poder. Todos ellos están locos. ¿Lo has observado?

—Sí, ya lo creo —respondió Caladaster, con voz profunda y taciturna—. Pero pasa, no obstante, si uno para lo bastante pronto. —Y, como si aquello hubiera sido una despedida, se levantó del banco y se alejó con pasos rápidos hacia su cabaña.

Algo centelleó mientras andaba, y en la mano del anciano apareció de repente un recio bastón tachonado de gemas que su compañero no había visto jamás.

Baerdagh cerró la atónita boca y se frotó los ojos con fuerza para asegurarse de haber visto bien. Sí, ahí estaba, no había duda. Contempló con asombro la espalda de Caladaster mientras su viejo camarada descendía por el sendero hacia su casa, pero su amigo no volvió la cabeza una sola vez.

No obstante el cielo gris y las frías brisas del exterior, más de un estudiante había vuelto la mirada hacia las ventanas durante las lecciones de este día. Tantos, en realidad, que hubo un momento en que Tabarast se vio inducido a comentar con severidad:

—Dudo mucho que el gran Elminster vaya a posarse como una paloma en el alféizar de nuestra ventana sólo para escuchar lo que para él son los rudimentos de la magia. A aquellos de vosotros que deseéis entender una décima parte de su grandeza se os advierte que miréis al frente y prestéis atención a nuestras enseñanzas, ciertamente menos excitantes. Todos los magos, incluso el divino Azuth, el Señor de los Conjuros, que aventaja a Elminster del mismo modo que él os aventaja a vosotros, empezaron de este modo; aprendiendo la ciencia de la magia en forma de palabras surgidas de los labios de hechiceros más sabios y ancianos.

Las miradas hacia atrás disminuyeron notablemente tras eso, pero Beldrune seguía suspirando exasperado cuando Tabarast alzó las manos y les espetó:

—Puesto que la capacidad para dirigir nuestra concentración, esa piedra angular del arte de la magia, parece eludir por completo a la mayoría de los presentes, daremos por finalizada la clase en este punto, y empezaremos, con renovada perspicacia e interés, confío, mañana. Podéis marcharos; marchaos a casa, sin realizar travesuras mágicas esta vez, maese Maglast.

—Sí, señor —respondió un apuesto joven en tono más bien hosco, por entre el tumulto general de sillas que arañaban el suelo, capas ondulantes, y cuerpos que se apresuraban hacia la salida.

Farfullando enojado, Tabarast se volvió hacia el hogar, para rastrillar los carbones de modo que los rescoldos se reavivasen y colocar un nuevo tronco en la hoguera. Beldrune echó una ojeada al humo que se pegaba y arrollaba bajo las vigas del techo: cuando las ascuas se animasen, aquella chimenea sacaría provecho de uno o dos hechizos que la limpiarían con una explosión que al mismo tiempo ampliaría su tiro un poco más; luego juntó las manos a su espalda y observó cómo la clase abandonaba la habitación, sólo para asegurarse de que ninguna daga de demostración o notas sobre hechizos iban a parar accidentalmente a las mangas, papeles, botas o pecheras de los atuendos de los estudiantes. Como de costumbre, Maglast fue uno de los últimos en salir. Beldrune sostuvo su mirada con una sonrisa firme y sagaz que envió al ruborizado joven hacia la puerta a toda velocidad, y sólo entonces se dio cuenta de que un hombre que había permanecido sentado en silencio al fondo de la clase con el aire de alguien cuyos pensamientos están en otra parte —a pesar de la moneda de oro que había pagado para estar allí— se acercaba despacio. Sin duda era la primera vez que acudía, y tal vez tenía alguna pregunta que hacer.

—¿Sí? —inquirió Beldrune con educación—. ¿Cómo os podemos ayudar, señor?

El hombre lucía unos descuidados cabellos color castaño claro y ojos de un marrón descolorido en un rostro fácilmente olvidable. Sus ropas eran las de un comerciante sin un céntimo: túnica sucia y una sobretúnica de bolsillos abultados sobre unas calzas remendadas y muy desgastadas y botas buenas pero muy rozadas.

—Debo encontrar a un hombre —anunció en voz muy baja, pasando con calma ante Beldrune para ir hasta donde Tabarast se encontraba inclinado sobre el hogar—, y estoy dispuesto a pagar bien para ser guiado hasta él.

Beldrune se quedó mirando la espalda del desconocido unos instantes.

—Creo que malinterpretáis nuestro talento, señor. Nosotros no… —Su voz se apagó al ver lo que el otro dibujaba sobre las cenizas de la chimenea.

El hombre de aspecto anodino había tomado un palito de encender el fuego de un recipiente situado junto a la lumbre y dibujaba un arpa entre los cuernos de una luna creciente, rodeada de cuatro estrellas.

El desconocido giró la cabeza para asegurarse de que los dos hombres habían visto su dibujo, y luego revolvió las cenizas a toda prisa hasta borrar por completo el bosquejo.

Beldrune y Tabarast intercambiaron nerviosas miradas. Tabarast se inclinó al frente hasta que su frente casi tocó la de Beldrune y murmuró:

—Un Arpista. Elminster estuvo involucrado en su fundación, ya sabes.

—Claro que lo sé, idiota… Soy yo el que mantiene las orejas bien abiertas para averiguar cosas, ¿lo recuerdas? —respondió el otro mago algo, malhumorado, y se volvió al Arpista—. ¿Y a quién queréis que encontremos para vos?

—A un hechicero de nombre Elminster. Sí, nuestro fundador; ese Elminster.

Si alguno de los alumnos hubiera regresado para espiar en dirección a la chimenea con la misma atención que habían prestado a las ventanas, habrían visto sus dos ancianos y severos tutores chillando como niños excitados, saltando y rebullendo ante el fuego mientras daban ansiosas palmadas, para a continuación farfullar aceptaciones sin la menor referencia a honorarios o pagos al comerciante de aspecto desharrapado, que devolvía con calma el bastoncito al lugar donde lo había encontrado en medio del alegre alboroto.

Beldrune y Tabarast chocaron entre sí en sus ansiosas carreras hacia las alacenas, rieron y se apartaron el uno al otro con igual entusiasmo, para luego correr de un lado a otro agarrando todo lo que, a su juicio, podía resultar remotamente útil para ir a la caza de Elminster.

El desaliñado Arpista se recostó en una pared con una sonrisa asomando a su rostro mientras el montón de «cosas esenciales» se elevaba rápidamente hacia las vigas del techo.

—¿Qué sucedió, Bresmer? —La voz del gran duque no denotaba demasiada esperanza o impaciencia; no esperaba buenas noticias.

Su senescal no se las dio.

—Desaparecidos, señor, por lo que sabemos. Los pescadores vieron un caballo muerto que flotaba en el agua. Se llevaron a Ghaerlin a verlo; fue domador de caballos antes de entrar a vuestro servicio, señor. Dijo que tenía los ojos desorbitados y los cascos y las patas ensangrentadas; cree que el animal galopó hasta despeñarse por el acantilado, sin jinete, huyendo aterrorizado. El guarda del bote informó que la compañía del Estandarte no encendió la señal ni alzó su estandarte… Creo que están todos muertos, señor.

Horostos asintió, sin apenas ver la copa de vino que hacía girar entre los dedos.

—¿Has encontrado a alguien dispuesto a aceptar la tarea? ¿Alguna noticia de Marskyn?

Bresmer negó con la cabeza.

—Cree que todos los habitantes de Westgate se han enterado de las muertes… y lo mismo cree Eltravar que ha ocurrido en Reth.

—Eleva la cantidad ofrecida —indicó lentamente el gran duque—. Dobla el precio de la captura.

—Ya lo he hecho, señor —murmuró el senescal—. Eltravar lo hizo por su cuenta, y yo consideré prudente confirmar sus ofertas haciendo uso de vuestro sello ducal. Marskyn ha estado utilizando la nueva oferta durante diez días ya… Es la cantidad doblada la que están rechazando ahora los mercenarios.

—Bueno, así comprobamos la medida de su valor, al menos —gruñó el gran duque—, y sabremos a quién no contratar cuando lo necesitemos en el futuro.

—O su prudencia, señor —repuso Bresmer en tono precavido—. O su prudencia.

Horostos alzó veloz la mirada, para clavarla por un momento en los ojos de su senescal; luego depositó la copa de vino sobre la mesa con tal fuerza que ésta se rompió en trocitos entre sus dedos, y exclamó furibundo:

—¡Bueno, pues hemos de hacer algo! ¡Ni siquiera sabemos qué es, y dentro de nada acabará con poblados enteros! No…

—Ya lo ha hecho, señor —murmuró Bresmer—. El Tocón de Ayken, en estas últimas dos semanas.

—¿Los leñadores? —Horostos echó la cabeza hacia atrás y lanzó un suspiro en dirección al techo—. No me quedará un territorio que gobernar si esto continúa mucho más tiempo —le dijo al techo con voz entristecida—. El Asesino empezará a roer las puertas de este castillo, sin que quede nada en el exterior aparte de los huesos de los muertos.

El techo, con toda la sabiduría de sus largos años, no se dignó contestar.

Horostos bajó la mirada en busca de los ojos de su inexpresivo senescal, cautelosamente callado, e inquirió:

—¿Existe alguna esperanza?, ¿alguien a quien podamos acudir, antes de que tú y yo cojamos los escudos y salgamos juntos a caballo por esas puertas?

—Recibí una visita de un extranjero, señor —indicó Bresmer, sin alzar los ojos de la alfombra, magníficamente trenzada, que tenía bajo sus pies—. Me comunicó que os manifestara que los Arpistas se han interesado por este asunto, señor, y que os informarán antes de que finalice esta estación… si se os podía localizar. Consideré esto como una insinuación de que nos quedáramos aquí al menos hasta entonces, señor.

—¡Que los dioses lo maldigan, Bresmer! ¿Debo quedarme aquí sentado como si fuera una criatura asustada que se halla acurrucada en un rincón mientras mi gente me mira y dice: «Ahí tenemos a un cobarde, no a un gobernante»? ¿Debo quedarme aquí sin hacer nada mientras estos misteriosos Arpistas vagabundos me susurran lo que le está sucediendo a mi territorio, y que me quede al margen? ¿Debo quedarme contemplando cómo el dinero fluye de mis arcas y los hombres mueren con él todavía entre las manos, en tanto las cosechas se pudren en los campos por falta de granjeros vivos que se ocupen de ellas y las recolecten para que no nos muramos de hambre cuando llegue el invierno? ¿Qué es lo que quieres que haga?

—Yo no soy nadie para exigiros nada, señor —repuso el otro en voz baja—. Lloráis por vuestra gente y también por vuestras tierras, y eso es más de lo que a muchos gobernantes se les ocurre hacer. Si decidís salir a combatir al Asesino una buena mañana, yo iré con vos… pero espero que deis cobijo a los que deseen huir del bosque, señor, y que aguardéis aquí, hasta el momento en que un Arpista se presente ante nuestras puertas para decirnos al menos qué es lo que destruye nuestro territorio, antes de que vayamos a combatirlo.

El gran duque contempló con fijeza los pedazos de la copa de vino que tenía en el regazo y la sangre que corría por sus dedos, y suspiró:

—Te doy las gracias, Bresmer, por hacerme entrar en razón. Permaneceré aquí y dejaré que me llamen cobarde… y rezaré a Malar para que llame a él a este Asesino y salve a mi pueblo. —Se puso en pie, sacudiéndose de encima los pedazos de cristal con gesto impaciente, y consiguió esbozar algo parecido a una sonrisa mientras inquiría—: ¿Algún otro consejo, senescal?

Una helada neblina tintineante se introdujo por entre dos curvados phandars recubiertos de musgo, y se deslizó serpenteante por una rendija de una pared en ruinas.

Adoptó la forma de un breve remolino una vez en la estancia situada al otro lado, y volvió a convertirse en el cambiante y semisólido contorno de una mujer.

Tras pasear una mirada por la ruinosa habitación, suspiró y se arrojó sobre el raído sofá para pensar; recostándose en un codo, meditó sobre futuras victorias mientras se tiraba de los cabellos, que eran poco más que humo.

—No tiene que verme —reflexionó en voz alta—, hasta que llegue aquí y encuentre las runas por sí mismo. Debo parecer… vinculada a ellas; una atractiva prisionera que debe liberar, y sobre la que debe resolver algún misterio: no sólo cómo llegué aquí, sino quién soy.

Una lenta sonrisa asomó a su rostro.

—Sí. Sí, eso me gusta.

Se volvió en redondo y se elevó por los aires en un borroso torbellino, para volver a flotar suavemente hasta el suelo y finalmente quedar de pie ante el desconchado espejo de cuerpo entero. Sí, era lo bastante alto. Giró a un lado y después a otro, alterando ligeramente su aspecto para parecer más exótica y atractiva: cintura fina, caderas prominentes, nariz ligeramente respingona, ojos más grandes…

—Sí —dijo al espejo por fin, satisfecha—. Un poco mejor de lo que fue en vida Saeraede Lyonora y, sin embargo, no menos letal.

Se acercó a una de las hileras de armarios, convertidas las largas y esbeltas piernas en algo lo bastante sólido para andar; hacía una eternidad que no se contoneaba por una pista de baile, sin mencionar dar saltitos o andar con coquetería.

El armario chirrió al abrirse, y una puerta cubierta de humedad se desgajó ligeramente de su marco. Saeraede frunció el entrecejo y se dirigió al siguiente armario donde había colocado ropas arrebatadas recientemente a carretas —y víctimas— en la carretera… cuando aún circulaban carretas.

Su sonrisa se tornó felina ante aquel pensamiento, mientras daba a sus manos la solidez necesaria para sujetar la tela; hizo una mueca ante la sensación de vacío que aquello le producía interiormente. Tornarse sólida la agotaba sobremanera.

Tan deprisa como osó hacerlo, hurgó por entre los vestidos, para seleccionar los tres que más atrajeron su mirada, y los extendió sobre el sofá. Elevándose a través del primero, se tornó momentáneamente sólida por completo, y lanzó un ahogado jadeo ante el frío vacío que se enroscó en su interior.

—No debo hacer esto… durante mucho rato —dijo en voz alta, jadeante—. No me atrevo a usar… demasiado, pero éstos tienen que servir…

Los volantes azules del primer vestido estaban aplastados y arrugados por su estancia en el armario; el negro, con sus atrevidas aberturas por todas partes, parecía mejor pero se desgarraría y estropearía con más facilidad. El último vestido era rojo, y mucho más recatado que los anteriores, pero le gustó la calidad que proclamaba, con los dragones reptantes perfilados con piedras preciosas en las caderas.

Su energía decaía velozmente. Dioses, necesitaba absorber vidas pronto o… Con una velocidad casi febril alteró su figura para ocupar los tres vestidos del modo más atrayente posible, fijó los diferentes requisitos en su mente, y luego volvió a transformarse, satisfecha, en un remolino, arrojando el vestido rojo al suelo.

Bajo la forma de neblina flotó sobre él, dando solidez tan sólo a los dedos para transportarlo de nuevo al armario y colgarlo allí.

Si alguien la hubiera observado mientras regresaba por los otros trajes, habría percibido que sus tintineantes lucecitas habían perdido brillantez, y que la bruma que componía su cuerpo aparecía más deshilachada y pequeña que antes.

Cuando la puerta del ropero se cerró por fin tras el último traje, Saeraede ya se había dado cuenta de su aspecto más apagado. Suspiró, pero no pudo resistir la tentación de adoptar de nuevo la forma de mujer para echarse una última y crítica mirada en el espejo.

—Tendrás que servir, supongo. Y otra cosa, Saeraede —se reprendió—: deja de hablar contigo misma. Estás sola, sí, pero no totalmente chalada.

—Probad por aquí —dijo entonces una voz masculina, en lo que sin duda intentaba ser un susurro. Provenía del bosque situado más allá de las ruinas, y llegó hasta ella por una de las grietas de los muros—. Estoy seguro de que vi a una mujer allí, con un vestido rojo…

La espectral mujer se quedó muy quieta, la cabeza erguida; luego esbozó una sonrisa lobuna y se dobló sobre sí misma para volver a convertirse en neblina y luces tintineantes.

—Qué amables —murmuró al espejo, la voz débil pero a la vez resonante—. Justo cuando los necesito más.

Su risa sonó con un alegre campanilleo.

—Jamás creí que viviría para verlo, pero los aventureros se están volviendo casi… predecibles.

Se introdujo por el agujero de la pared como una anguila hambrienta. Pocos segundos después se escuchó un ronco alarido, que seguía resonando en las desmoronadas paredes cuando se produjo otro.