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La bondad abrasa la piedra

La crueldad es una calamidad reconocida, que en contadas ocasiones resulta inteligente… algo por lo que hay que dar gracias a los dioses. La bondades el arma más poderosa, aunque muy a menudo menospreciada. La mayoría de la gente no escarmienta jamás.

Ralderick Soto Venerable, bufón

Cómo gobernar un reino, desde los torreones al estercolero,

publicado aproximadamente en el Año del Pájaro Sangriento.

El alto y delgado desconocido que les había dedicado una sonrisa jovial al entrar volvió a salir en menos tiempo del que se tardaba en vaciar un pichel.

Los dos ancianos sentados en el banco alzaron los ojos para mirarlo de reojo con cierta suspicacia. La gente apenas se acercaba a donde estaban, motivo por el que aquél era su banco favorito, colocado bajo la sombra del porche de la Hermosa Doncella de Piedras Ondulantes, cada vez más desvencijado. Era un rincón frío, pero al menos no se encontraba bajo el brillo directo del sol de la mañana.

El extranjero echó hacia atrás su indefinida capa, lo cual dejó al descubierto una túnica y pantalones oscuros y polvorientos que no lucían ni distintivos ni adornos, en tanto que —¡cosas que pasan en los Reinos!— Alnyskavver salía apresuradamente con la mejor de sus mesas plegables, una silla… ¡y comida!

El dueño de la taberna iba y venía arriba y abajo, entre resoplidos, mientras los dos ancianos contemplaban cómo se acumulaba bajo sus narices una comida como no habían visto en muchos años: una gran fuente de la sopa caliente que había estado haciendo retumbar sus dos viejas barrigas toda la mañana, un buen trozo del mejor queso fermentado… ¡y tres pasteles de urogallo!

Baerdagh y Caladaster se rascaron nerviosamente y miraron con agria fiereza al desconocido de nariz aguileña, preguntándose por qué por todos los dioses enfurecidos había tenido que escoger nada menos que su banco para colocar su festín matutino. Todo aquello con lo que habían estado soñando durante meses humeaba ahora bajo sus mismísimas narices. Pero ¿quién, por el sobaco de Tempus, se creía que era este tipo?

Los dos ancianos intercambiaron miradas mientras sus vientres, demasiado vacíos, protestaban; luego, de común acuerdo, contemplaron al extranjero de pies a cabeza. Ninguna arma… ni riqueza alguna, a juzgar por su aspecto, aunque sus botas desgastadas por el uso eran excelentes. ¿Sería un proscrito que se las había quitado a alguien a quien había acuchillado? Sí, eso encajaría con todo el dinero gastado en un banquete como aquél; sin duda había salido de los páramos muerto de hambre y con abundantes monedas.

Alnyskavver salió entonces con la pierna de venado que desde la tarde anterior olían cómo se cocinaba, toda ella dispuesta en frío entre cebollas en vinagre y filetes de lengua y cosas parecidas, en la bandeja que se usaba cuando iba por allí el gran duque. ¡Aquello ya era demasiado! Arrogante jovenzuelo bastardo.

Sacudiendo la cabeza, Baerdagh escupió con toda intención al suelo frente a las botas del hombre y empezó a moverse a lo largo del banco, para desaparecer antes de que el joven glotón se zampara un banquete como aquél bajo sus mismas narices y los volviera locos a él y a sus órganos vitales.

Sin embargo, Caladaster le cortaba el paso y era más lento de movimientos, de modo que ambos hombres movían aún sus traseros por el banco cuando el dueño de la taberna volvió a salir con un barrilito de cerveza y picheles.

Tres picheles.

El desconocido se sentó y dedicó una sonrisa a Baerdagh cuando el anciano levantó la mirada, con la sorpresa pintada en su rostro.

—Bien hallados, buenos señores —saludó educadamente—. Por favor, perdonad mi atrevimiento, pero tengo hambre y odio comer solo, y además necesito hablar con alguien que conozca bastantes cosas sobre el pasado de Piedras Ondulantes. Y vosotros tenéis aspecto de tener entendimiento y años suficientes para ello. ¿Qué os parece, hacemos un trato? Los tres compartimos esto… y comemos lo que queramos, sin restricciones, y vosotros os quedáis lo que no nos comamos. A cambio me dais respuestas, lo mejor que podáis, a unas pocas preguntas sobre una dama que vivió por aquí.

—¿Quién eres? —preguntó Baerdagh sin andarse por las ramas, casi al mismo tiempo que Caladaster murmuraba:

—No me gusta esto. Las comidas no caen del cielo. Alnyskavver se habría hecho pagar para sacar incluso la cuarta parte de esto aquí en una mesa, pero ¿quién nos dice que nosotros no tendremos que pagar también?

—Nuestras bolsas están menguadas —dijo Baerdagh a su amigo—. Alnyskavver sabe lo pobres que somos. Igual que todo el mundo. —Señaló con la cabeza en dirección a las ventanas de la taberna.

Caladaster miró, sabiendo ya lo que vería. Casi todos los parroquianos se habían apelotonado contra los sucios cristales y observaban cómo el desconocido de la nariz ganchuda llenaba dos picheles hasta el borde y los deslizaba por la mesa hacia los dos ancianos, al tiempo que sacaba tenedores y cuchillos de trinchar de la última jarra y también se los alargaba.

Caladaster se rascó la nariz, nervioso, se pasó una mano por una de sus desaliñadas patillas canosas —una clara señal de sus precipitadas cavilaciones— y se volvió hacia el desconocido.

—Mi amigo ha preguntado quién eres, y yo también quiero saberlo. También quiero saber cualquier otro truco que nos tengas preparado. Puedo dejar aquí tu comida y marcharme, ya lo sabes.

Ése, precisamente, fue el momento que eligió su estómago para protestar de un modo bien sonoro.

—Mi nombre es Elminster —respondió el hombre, pasándose una mano por la despeinada cabellera negra e inclinándose al frente—, y llevo a cabo una tarea para mi señora ama; tarea que requiere la localización y visita de antiguas ruinas y tumbas de hechiceros. Se me ha dado dinero en abundancia para gastar como considere necesario…, ¿lo veis? Dejaré estas monedas sobre la mesa… y, si resulta que desaparezco en medio de una nube de humo antes de que hayáis levantado ese pichel, aquí tenéis dinero suficiente para pagar a Alnyskavver vosotros mismos.

Baerdagh contempló las monedas como si fueran un puñado de diminutos duendes bailando bajo sus narices, y luego volvió a alzar la vista hacia el desconocido.

—Muy bien, aceptaré esa historia —anunció despacio—, pero ¿por qué nosotros?

Elminster llenó su propia jarra, la depositó sobre la mesa, y preguntó a su vez:

—¿Tenéis alguna idea de lo agotador que es pasar días dando vueltas por una ciudad de gentes cada vez más suspicaces, mirando a hurtadillas por encima de las vallas en busca de lápidas mortuorias y ruinas? Al primer anochecer, los granjeros siempre quieren atravesarme con horcas. Al segundo ya son manadas los que desean hacerlo.

Los dos ancianos soltaron una ronca carcajada ante el comentario.

—Así que pensé que me ahorraría mucho tiempo y suspicacias —añadió el desconocido—, si compartía una comida con hombres cuyo aspecto me gustara, con años suficientes bajo el cinto para saber las viejas historias, y dónde está enterrado fulano de tal, y…

—Buscas a Sharindala, ¿verdad? —inquirió Caladaster, entrecerrando los ojos.

—Así es —contestó él, asintiendo alegremente—. Y, antes de que intentéis encontrar las palabras correctas para preguntarme, debo decir lo siguiente: no cogeré nada de su tumba, no abriré su ataúd, ni realizaré ningún tipo de magia sobre ella mientras yo esté allí, ni desenterraré ni quemaré nada, y no me importaría que me acompañarais vosotros o alguna otra persona de Piedras Ondulantes para vigilar lo que hago. Necesito poder echar una buena mirada por allí, bajo la brillante luz del sol, eso es todo.

—¿Cómo sabemos que dices la verdad?

—Venid conmigo —contestó Elminster, repartiendo platos y cortando uno de los pasteles—. Vedlo por vosotros mismos.

Baerdagh casi gimió ante el aroma que brotó del pastel abierto junto con la bocanada de vapor… pero no había necesidad de que lo hiciera; su estómago se ocupó de dar voz a sus sentimientos. Sus manos se extendieron antes de que pudiera detenerlas, y el desconocido sonrió e introdujo el plato con el pedazo de pastel entre ellas.

—Yo preferiría no andar molestando a hechiceras difuntas —repuso Caladaster—, y ya soy un poco viejo para gatear entre piedras rotas preguntándome cuándo se va a caer el techo sobre mi cabeza, pero es muy fácil encontrar la mansión Piedraquemada. Viniste…

Se interrumpió cuando Baerdagh le dio una patada por debajo de la mesa, pero Elminster se limitó a sonreír de nuevo y dijo:

—¡Seguid, por favor; no voy a hacer desaparecer la comida en cuanto haya oído esto!

Caladaster se sirvió un cuenco de sopa con manos que esperaba no temblaran ansiosas, e indico con voz pastosa:

—Amigo Elminster, quiero advertirte sobre sus hechizos protectores. Ése es el motivo de que nadie haya saqueado el lugar en todo este tiempo, y la razón de que no la vieras. Árboles y matorrales de espino y otras plantas han crecido alrededor de ella formando un muro justo en el exterior del resplandor; pero, antes de que crecieran, yo recuerdo haber visto ardillas y zorros e incluso pájaros en pleno vuelo que caían muertos nada más rozar las defensas de Sharindala. Pasaste justo por su lado al entrar aquí, justo después del puente, donde la carretera describe esa gran curva; gira en torno a Piedraquemada. —Dio un gran mordisco al queso, cerró los ojos en momentánea dicha, y añadió—: Se quemó después de que ella murió, claro; ella no la llamaba Piedraquemada.

Baerdagh se inclinó profundamente por encima de la mesa para lanzar su aliento cargado de cerveza sobre Elminster con aire conspirador y susurró con voz ronca:

—Dicen que todavía deambula por allí, ya sabes: un esqueleto cubierto con los jirones de un elegante vestido, capaz aún de matar con sus hechizos.

—Vaya, pues intentaré no molestarla —respondió El, asintiendo—. ¿Cómo era en vida, lo sabéis?

Baerdagh indicó con un veloz movimiento de la mano a Caladaster. El hombre, que era mayor aun que él, se dedicaba a soplar sobre su sopa para enfriarla; el interpelado alzó la mirada, se acarició la barbilla, y explicó:

—Lo cierto es que yo no era más que un muchacho entonces, ¿sabes?, y…

Una a una, vencidas por la curiosidad, las gentes de Piedras Ondulantes iban saliendo de la taberna o descendían por la calle para escuchar… y, por su puesto, para añadir con entusiasmo sus propias advertencias. Elminster esbozó una divertida mueca, tomó un sorbo de su pichel, e hizo un gesto con la mano a los dos ancianos para que continuaran. Ambos consumían la comida a una velocidad impresionante; Baerdagh ya se había aflojado el cinturón una vez, y todavía faltaban varias horas para el mediodía.

Al final, los dos ancianos no pusieron objeciones a que su buen amigo Elminster fuera solo hasta la mansión Piedraquemada, si bien Caladaster pidió muy serio al mago de nariz aguileña que pasara por sus cabañas, ambas situadas muy cerca una de otra, en su camino de regreso, si necesitaba un lecho para pasar la noche, o simplemente para que ellos supieran que estaba sano y salvo. El prometió hacerlo con la misma seriedad, imaginando que se encontraría con ronquidos ensordecedores tras puertas atrancadas si regresaba antes de la mañana siguiente. Ayudó a ambos hombres a transportar la comida que sus repletos estómagos no les permitían acabar de comer y compró a cada uno otro barrilito de cerveza para que la regaran. Sus acompañantes lo miraban de vez en cuando como si fuera un dios que hubiera ido a visitarlos disfrazado, pero le dieron la mano enérgicamente con un agradecimiento casi bañado en lágrimas y penetraron en sus casas resoplando.

El sonrió y siguió su camino, saludando alegremente con la mano a los pocos niños de Piedras Ondulantes que lo seguían, y a las madres que corrían a arrastrarlos de vuelta a casa. Dio la vuelta y se introdujo entre los gruesos árboles que ocultaban Piedraquemada. Los últimos observadores a distancia, que habían salido de la taberna con sus picheles en las manos, escupieron al camino, coincidieron en que Piedras Ondulantes ya no volvería a ver a otro lunático como ése, y dieron media vuelta para regresar lentamente a la taberna o a sus ocupaciones.

El resplandor era tal y como Caladaster lo había descrito… pero se disolvió con un suspiro ante el primer hechizo que El probó. El Elegido volvió a transformarse en una sombra, por si aguardaran trampas más formidables, y se deslizó en silencio al interior de los jardines cubiertos de hierba de lo que en el pasado había sido una hermosa mansión.

Ésta se había quemado, pero sólo un poco. En la esquina delantera oriental, una antigua torre no era más que un ennegrecido anillo de piedras mezcladas con zarzas. Pero la casa que se alzaba detrás parecía intacta.

Encontró un lugar donde uno de los postigos estaba algo suelto, y se introdujo en la penumbra por una ventana que, al parecer, jamás había tenido cristal. La oscura mansión también padecía de su parte de goteras, moho y deposiciones de roedores, pero daba toda la impresión de que alguien la limpiaba de forma regular. El espectral Elegido no encontró trampas, de modo que recuperó enseguida la forma sólida para hurgar y husmear. Halló esculturas, pinturas emborronadas en los puntos donde alguien había fregado recientemente el moho, y estanterías llenas de diarios de viajes, historias eruditas de reinos y familias importantes, e incluso novelas románticas. No obstante, en ningún lugar de la casa encontró rastros de magia. Si esta Sharindala había sido maga, todos sus libros, tintas y sustancias para hechizos debían de haber quedado destruidos en el incendio que había destruido su torre… y donde probablemente también había perecido la dama.

Se encogió de hombros. Bueno, un buscador que apareciera por allí más adelante no lo sabría si él realizaba su tarea correctamente. Un pergamino olvidado en un anaquel aquí, una varita en una caja de madera escondida detrás de esa cómoda alta, y un manojo de notas mágicas incompletas introducido en aquel libro de allá… Dejaría también unos cuantos pergaminos en los armarios que había visto en las habitaciones, y su tarea habría concluido. Magia suficiente para iniciar a un mago principiante en el sendero de la maestría, si se usaba con perspicacia, y…

Abrió la puerta de un ropero y algo se movió.

Se acurrucó, en realidad, cuando una llamarada apareció entre los dedos de Elminster. Unos huesos amarronados y grises se removieron y arrastraron hasta el rincón más alejado del armario, sin dejar de apuntar al mago con una bamboleante varita. El distinguió unos ojos relucientes, un jirón de tela que en un pasado podría haber sido parte de un vestido, y una maraña de largos cabellos castaños que iban desprendiéndose de los resecos y arrugados restos de un cuero cabelludo a medida que el esqueleto rozaba contra las paredes. El mago retrocedió, con la mano alzada en un gesto de «detención», y esperó que la mujer no disparara la temblorosa varita.

—¿Lady Sharindala? —inquirió con calma—. Soy Elminster Aumar, en un tiempo de Myth Drannor. No deseo haceros daño ni faltaros al respeto. Por favor, salid y tranquilizaos. No sabía que aún vivíais aquí. Os presentaré mis respetos; luego me iré de vuestra casa y os dejaré en paz.

Retrocedió hasta la puerta, se colocó la capa y conjuró hechizos defensivos por si la hechicera no muerta decidía usar la varita, y aguardó, con la mirada fija en la puerta abierta del armario.

Tras un largo rato, la calavera de oscuros ojos atisbó al exterior… y retrocedió apresuradamente. El se apoyó en el quicio de la puerta y esperó.

Tras unos instantes más, el esqueleto salió del armario arrastrando los pies vacilante, sin dejar de mirar a todos lados por si hubiera aventureros aguardando para saltar sobre ella; mantenía la varita hacia arriba, no apuntándolo a él, y se detuvo en mitad de la habitación, en silencio y con la mirada clavada en el intruso.

El le ofreció el sillón que tenía al lado con un gesto, pero ella no se movió, de modo que fue él quien cogió el asiento y lo transportó hasta ella.

La varita se alzó, pero él no hizo caso; ni siquiera cuando escupió proyectiles mágicos que se abalanzaron sobre él, dejando una estela de humo azul.

Sus hechizos defensivos los absorbieron sin peligro, y no sintió más que unas suaves sacudidas cuando lo golpearon. Fingiendo que no habían existido nunca —ni tampoco la segunda andanada, que se estrelló contra su rostro desde una distancia muy poco prudente— el último príncipe de Athalantar colocó el sillón en el suelo y se lo indicó a los restos ambulantes de Sharindala, ofreciéndoselo. Acto seguido hizo una reverencia y regresó a la puerta.

Tras un largo y silencioso momento, el esqueleto se acercó al sillón y se sentó; luego cruzó las piernas por los tobillos y se reclinó sobre uno de los brazos, como sin duda había sido su costumbre.

—Me disculpo por mi intrusión en vuestro hogar —manifestó Elminster, con una nueva reverencia—. Sirvo a la diosa Mystra y estoy aquí siguiendo sus instrucciones de dejar magia para que la encuentren futuros buscadores. Volveré a colocar vuestras defensas y no os molestaré más. ¿Hay alguna cosa que pueda hacer por vos?

Tras un buen rato, el esqueleto sacudió la cabeza, casi con gesto cansino.

—¿Deseáis encontrar el descanso eterno? —inquirió El con suavidad, y la varita se alzó amenazadora. El mago levantó una mano para detenerla y preguntó—: ¿Todavía hacéis magia?

La calavera, de la que no dejaban de desprenderse cabellos, asintió; luego la mujer se encogió de hombros y levantó la varita.

—No he buscado ninguna magia que pudierais haber escondido —explicó El—. Sólo he añadido: no he cogido nada. —De repente se le ocurrió una idea, y preguntó—: ¿Os gustaría conocer nuevos conjuros?

El esqueleto se quedó muy tieso; hizo como si fuera a levantarse, y luego asintió con tanta energía que los cabellos se desprendieron a puñados.

Elminster introdujo la mano en su capa y sacó un libro de hechizos. Tras murmurar una palabra sobre él, volvió a atravesar la estancia, sin hacer caso de la varita que la mujer elevó vacilante —pero que no volvió a dispararle nada más— y depositó el tomo con suavidad sobre su regazo, sujetándolo mientras la mano libre de ella se desplazaba para agarrarlo.

La otra mano del esqueleto soltó la varita y se alzó impulsivamente para aferrar el brazo del mago, quien, en lugar de retirarlo, alargó despacio la otra mano para colocarla sobre los secos y huesudos dedos cerrados alrededor de su antebrazo y acariciarlos.

Sharindala se estremeció de pies a cabeza, y durante un buen rato los ojos azulgrisáceos de El y los negros puntos de luz en las cuencas de la descarnada calavera se contemplaron mutuamente.

—Señora, debo irme —indicó El, retirando su mano acariciadora—. Debo colocar más magia en otros lugares… Pero, si sobrevivo para regresar a Piedras Ondulantes en un futuro, me detendré aquí y os haré una visita como es debido.

Recibió un lento pero claro cabeceo como respuesta.

—¿Podéis hablar, señora? —inquirió El entonces.

El esqueleto se irguió muy tieso. Luego la mano posada sobre su brazo se cerró como un puño que fue a estrellarse contrariado sobre el brazo del sillón.

—Hay un hechizo aquí —indicó El, inclinándose y dando un golpecito sobre el libro—, cerca del final, que puede cambiar eso para vos. No precisa de ningún componente verbal, claro está; pero quiero que recordéis algo. Cuando dispongáis de algún tiempo que dedicar a estas cosas y hayáis dominado el conjuro, quiero que sostengáis este tomo y pronunciéis en voz alta las palabras: «Mystra, por favor». ¿Lo recordaréis?

La calavera volvió a asentir. Elminster cogió los huesudos dedos y se los llevó a los labios.

—Entonces, señora, os digo adiós por el momento. Me marcho, pero regresaré en su momento. Sed feliz.

Se irguió, le dedicó un saludo, y abandonó la habitación con pasos rápidos. El esqueleto consiguió agitar una mano como despedida durante la última fugaz visión que obtuvo del rostro sonriente del mago. Luego su mano cayó sobre el libro, para acunarlo como si no quisiera soltarlo jamás.

Durante mucho tiempo el esqueleto que había sido Sharindala permaneció sentado en el sillón, con la mirada fija en la puerta y temblando. El único sonido que se escuchaba en la habitación era un seco chasqueo que producían sus descarnadas mandíbulas al moverse. La hechicera intentaba llorar.

—¡Pero todavía hay más! —siseó Beldrune, deslizándose al frente con los dedos extendidos como zarpas ante él. Hechizado, el círculo de alumnos lo observaba sin una sola risita disimulada ante la visión de un hechicero de edad y con sobrepeso que intentaba andar de puntillas como un actor exagerando el papel de un ladrón sigiloso—. ¡Este mago poderoso ha paseado por estas mismas calles! Aquí… justo ahí fuera, por esa callejuela, no hará ni tres noches… ¡Yo mismo lo vi!

—Pensad en ello. —Tabarast se hizo cargo entonces del relato, muy nervioso, ignorante de que el mago del que hablaban se encontraba en aquellos instantes besando la mano de un esqueleto—. Hemos andado con él, estudiado magia casi a su lado en la fabulosa torre Moonshorn… y pronto ¡también vosotros tengáis tal vez esta posibilidad! ¡Hablar con el hechicero supremo de esta era, un hombre tocado por un dios!

—No —Beldrune esbozó una maliciosa y sugestiva sonrisa—, ¡un hombre tocado por una diosa!

—¡Pensad en ello! —intervino Tabarast con precipitación, lanzando una airada mirada de advertencia al «joven» Drun que quería decir: «¿Es que los jóvenes no piensan nunca en otra cosa?»—. ¡El gran Elminster ha vivido durante siglos! Hay quien cree que es un Elegido, que goza del favor personal de la diosa Mystra; eso es lo que mi colega intentaba decir, y los archivos lo dejan bien claro: es un humano que vivió en la legendaria Myth Drannor cuando la magia elfa fluía como el agua, que obtuvo el respeto necesario para ser aceptado en una familia noble elfa de allí, aconsejar a su gobernante, el Ungido, ¡e incluso sobrevivir a la oscuridad de su destrucción a manos de un ejército aullante de demonios perversos! ¿Difícil de creer? ¡Preguntad a las gentes de Galadorna sobre cómo Elminster sobrevivió a la magia maligna de una archisacerdotisa de Bane, mientras la desafiaba en su propio templo! Esto sucedió antes de la caída de Galadorna, cuando era el mago de la corte de ese reino.

—Sí, todo esto es cierto —asintió Beldrune, retomando entonces la narración—. Y no lo olvidéis: se lo ha visto aquí… ¡dirigiéndose intrépido hacia la tumba del mago Taraskus a plena luz del día!

Esta última información arrancó exclamaciones de asombro y muchas miradas involuntarias hacia las ventanas.

Una forma fantasmal que había estado flotando fuera de una de aquellas ventanas, escuchando con suma atención, se retiró prudentemente y se disolvió bajo la forma de una neblina.

—También yo he vivido durante siglos —murmuró, tintineando mientras adquiría velocidad para desplazarse a otro sitio—. A lo mejor este Elminster resulta un compañero adecuado… si está vivo y es humano, y no algún lich o espíritu reptante de otros planos ingeniosamente camuflado. —Ignorante de que los excitados alumnos se apelotonaban en las ventanas para contemplarla como una supuesta manifestación mágica del mismo mago sobre el que ella reflexionaba, la hechicera se alejó flotando mientras murmuraba—: Elminster… Es hora de ir a cazarlo.