El trono vacío
Debe de fastidiar mucho a la mayoría de los hechiceros el hecho de que, no obstante todos sus hechizos, no puedan obtener la inmortalidad. Muchos intentan convertirse en dioses, pero pocos lo consiguen; algo por lo que debemos estar muy agradecidos.
Sambrin Ulgrythyn, gran sabio de Sammaresh
Panorama desde la colina Viento Tempestuoso,
publicado aproximadamente el Año del Portal
A lo lejos, al este de Westgate, justo mientras un elfo sonriente penetraba en una hostería esperando problemas, una neblina flotaba a través de un antiguo y denso bosque.
Era una neblina que chisporroteaba y tintineaba mientras avanzaba, moviéndose decidida por entre los árboles. En ocasiones se estiraba hasta asumir el aspecto de una figura casi humanoide que se movía a grandes zancadas, corpulenta y alta, gruesa y poderosa; en otras ocasiones se movía como una serpiente permanentemente sinuosa y saltarina. Ningún pájaro cantaba bajo su sombra, y nada se agitaba en las hojas secas del suelo. Únicamente sus propias brisas arremolinadas hacían mover las enredaderas y los jirones de musgo colgante por entre los que se abría paso; el silencio reinaba en el bosque que cruzaba.
No era ninguna sorpresa; una anterior voracidad tintineante había acabado con todo ser vivo de aquella parte del bosque para dar fe de su apresurado paso. La neblina tintineante había dejado atrás los despojos del Estandarte del Fuego Helado, y se había movido durante kilómetros por una carretera desierta hasta un lugar donde pocos habrían sabido distinguir los restos de un sendero salpicado de árboles jóvenes y cubierto de maleza que penetraba en el bosque.
La neblina flotó por las depresiones y curvas de aquel camino, pasando como humo ansioso por puentes de piedra a punto de desmoronarse, hasta el espeso prado verde en el que finalizaba la senda… y empezaban las ruinas.
Los contornos de viejos árboles gigantescos situados a ambos lados de la carretera cubierta de maleza daban paso a un revoltijo de carretas y carruajes pandeados cubiertos de hiedras. Más allá se veían bosquecillos, en cuyo centro había montículos cubiertos de vegetación que en una ocasión habían sido establos y cabañas. Más allá de los bosquecillos se alzaban árboles tan altos que nada podía crecer bajo ellos, y que proyectaban su densa sombra sobre las ruinas de un puente levadizo que cruzaba una profunda y fangosa hendidura que en el pasado había sido un foso. Del interior del foso se alzaban los pilares de piedra o dientes del interior del foso, que habían sido los resistentes contrafuertes de murallas en su mayoría derrumbadas ahora. Muros que en un tiempo habían contemplado con superioridad a Faerun desde una gran altura, formaban un imponente alcázar.
La fortaleza derruida mucho tiempo atrás era ahora más un bosque entremezclado con piedras caídas que una construcción. La neblina se movió decidida por entre la maraña de árboles inclinados y hierbas trepadoras que crecían en los espacios interiores, como si supiera qué estancias podía encontrar en cada sitio. A medida que avanzaba, las paredes se volvieron más altas. En algunas partes habían sobrevivido techos o partes de la techumbre, si bien todas las arcadas aparecían abiertas y sin puertas, y no se veían señales de que nadie —ni nada— viviera en su interior.
La neblina se detuvo con un suave tintineo en una habitación que en el pasado había sido grande y espléndida realmente. Unos agujeros en los muros dejaban entrever el bosque del exterior, pero todavía existía un techo, e incluso mobiliario. En el centro se alzaba un lecho con dosel, medio podrido y más grande que muchos pesebres; sus trabajados pilares dorados y el tisú de oro centelleaban por entre verde capa mohosa de la ropa de cama. No muy lejos podía verse un largo sofá, inclinado por el lado en que una pata se había roto, y algo más lejos varios taburetes criaban hongos con entusiasmo. Un poco más allá, al otro extremo del agrietado suelo de mármol, un espejo oval tan alto como un hombre y que empezaba a desconcharse montaba guardia junto a una hilera de alabeados guardarropas. Gotas de agua caían sobre lo que había sido una mesa magnífica, en otra parte de la estancia, y detrás de ella, en la parte posterior de la sala, donde el techo estaba en mejores condiciones, se veía un pretil en forma de aro. En el interior de la valla circular, cuya altura llegaba sólo a la rodilla, no había más que profunda oscuridad. Cuando la neblina reanudó la marcha, se encaminó directamente a este pozo.
A medida que se aproximaba, el aire por encima del pretil se llenó de repentinos fogonazos de luz.
El nebuloso ser vaciló, se elevó un poco más, y se aventuró más cerca del agujero.
El resplandor se alargó hacia la bruma, y fue acompañado por incandescencias similares que se arrastraron sinuosas por las paredes de piedra y el suelo circundante, para perfilar runas y símbolos hasta entonces invisibles.
La neblina danzó en silencio unos instantes por entre estas llameantes lenguas de luz; luego descendió en picado, en una zambullida que la condujo justo al interior del pozo. Primorosas tracerías mágicas se hicieron visibles por un momento en un fogonazo cuando la bruma pasó como una flecha junto a ellas, como si quisieran azotarla y desgarrarla; pero, una vez que la bruma hubo desaparecido pozo abajo, aquellos desvaídos restos de hechizos guardianes volvieron de nuevo a la inactividad.
El pozo era bastante ancho y caía en picado, durante un largo y oscuro trecho, para finalizar en un desigual suelo de piedra, en uno de los extremos de una enorme y lóbrega caverna natural.
La neblina penetró en ella con la seguridad de quien se mueve por una oscuridad total hasta un lugar conocido. Tintineó con suavidad cuando su propio fulgor desmayado reveló algo más adelante: un alto y vacío asiento de piedra situado de cara a ella.
La bruma se detuvo antes de llegar a aquel trono en el que cabía un hombre, y flotó sobre un semicírculo de grandes y complicadas runas grabadas en el suelo frente al asiento. Si el trono hubiera sido el asiento central de una falúa que mirara al frente, las runas habrían formado la redondeada proa de esa falúa.
La vaporosa masa pareció detenerse meditabunda unos instantes; luego la brisa de sus movimientos se aceleró de improviso hasta convertirse en un enérgico remolino, que empezó a girar sobre sí mismo al tiempo que lanzaba chispas y tintineaba. A medida que iba adquiriendo velocidad, empezó a levantarse polvo que giró con él; los guijarros se arremolinaron bajo su impulso, y el torbellino se convirtió en una cambiante columna astada.
Le crecieron brazos, que volvió a absorber, luego jorobas o bultos en movimiento que podrían haber sido cabezas o también otras cosas, antes de que despidiera un único fogonazo, y se oscureciera.
Ningún remolino ni bruma sinuosa brillaba ahora en la oscuridad. Allí donde había estado la neblina se alzaba la fantasmal figura transparente de una mujer alta y delgada cubierta con una sencilla túnica, pies y brazos desnudos, los cabellos una maraña despeinada que le llegaba hasta las rodillas, la mirada más bien extraviada. Alzó los brazos en actitud triunfante o de regocijo, y una risa enloquecida brotó de ella, áspera, atiplada y estridente, que rebotó en las agrietadas paredes de roca.
—¿Te atreves a dudar de las visiones que envía nuestra Señora que Canta en la Oscuridad? —inquirió la voz con sequedad desde detrás del velo—. Eso me suena peligrosamente próximo a la herejía, o incluso al escepticismo.
—N… no, Hermana Pavorosa —respondió una segunda voz femenina, un poco demasiado precipitadamente—. Mi buen juicio me falla… Es un defecto personal, no un acto de escepticismo o descortesía hacia la Cantante de la Noche. Y no entiendo por qué este santuario debe erigirse en las profundidades de un bosque, en el que nadie habita y nadie sabrá de su existencia o localización.
—Es necesario —respondió la voz velada—. Túmbate sobre la losa. No estarás encadenada; tu fe quedará demostrada por tu permanencia sobre ella mientras el oso-búho se alimenta. Debes ofrecerte a él sin resistencia, y no temas nada. Mis hechizos te mantendrán con vida, te devore lo que te devore; y, sin importar lo doloroso que parezca, ni las heridas que padezcas, volverás a ser tú misma una vez terminada la ceremonia. Yo he sobrevivido a tal ritual, y también lo han hecho unas cuantas escogidas aquí presentes. Hacer esto es una señal de auténtico honor; la sangre de alguien tan leal es la mejor consagración que podemos ofrecer a la Pavorosa Señora de Todos.
—Sí, Hermana Pavorosa —musitó la sacerdotisa menor, y el temblor de su cuerpo quedó bien patente en su tono de voz—. Mi mente per… permanecerá indemne mientras contempla cómo algo me devora. —Su voz se elevó en lo que casi era un agudo alarido de terror al pensarlo.
—Bien —ronroneó la voz velada con calma—, eso depende de ti. La losa aguarda. Tú, la más querida de todas aquellas a las que he guiado, haz que me sienta orgullosa de ti en este día, no avergonzada. Te estaré observando… y también lo hará alguien que es mucho, mucho más grande de lo que ninguna de nosotras llegará a ser.
—¡Por la sonrisa de Mystra, me siento muy bien! —exclamó Beldrune perplejo, mientras estiraba y agitaba los dedos a modo experimental—. Realmente me siento más joven; todos los achaques han desaparecido. —Se columpió hasta una posición sentada, se frotó la cara alrededor de los ojos, y por entre los dedos dirigió a Tabarast una mirada penetrante.
»Es la hora de la verdad, colega de lo arcano en quien tanto confío —dijo con firmeza—. Los hechiceros de cierta categoría no suelen “encontrar” nuevos conjuros en las últimas páginas, hasta entonces en blanco, de sus libros de hechizos. ¿De dónde salió realmente?
Tabarast de las Tres Maldiciones Cantadas miró a su espalda con expresión severa, por encima de la parte superior de sus lentes llenos de marcas de dedos.
—No envejeces con elegancia, mi muy estimado Drun. Detecto en ti una creciente tendencia, decididamente nada atractiva, a mostrar una manifiesta incredulidad con respecto a las declaraciones de tus mayores más sensatos. Elimina ese defecto, muchacho, mientras mantengas todavía relaciones amistosas con gentes que puedan resultarte consejeros de más edad y sabiduría, pues es seguro que, dada tu edad y saber, éstas son pocas, y serán aun menos de ahora en adelante.
El hechicero de más edad se alejó unos pasos, mientras se rascaba pensativo el puente de la nariz, y luego continuó:
—Es cierto que lo encontré en una página que siempre había estado en blanco, que durante estas últimas tres décadas he deseado llenar con un hechizo lo bastante potente para ser digno de figurar allí. No sé cómo fue a parar allí, pero creo, sólo puedo creerlo, que la sagrada Mano de la Señora tiene algo que ver en ello. Y no me vengas con tu acostumbrada historia, escupitajos y alientos contenidos incluidos, de la total y completa negativa de Mystra a facilitar magia a los mortales.
Beldrune parpadeó, Tabarast aguardó, poniendo buen cuidado en no sonreír.
—Muy bien —repuso el mago más joven tras una pausa que pareció más larga de lo que realmente fue—, pero ahora me dejas con muy poco que decir. Me temo que algunos silencios se van a alargar mucho.
Entonces sí sonrió Tabarast… instantes antes de inquirir en tono inocente:
—¿Es eso una promesa?
Por fortuna, un rejuvenecido Beldrune del Dedo Torcido resultó tan rematadamente mal tirador en el lanzamiento de almohadas como lo había sido el Beldrune anciano.
Aunque no se veía ni una criatura en las profundas sombras del bosque de foscos, allí donde sus troncos estaban tan pegados que parecían briznas gigantes de hierba, el solitario humano percibía que alguien lo vigilaba. Alguien que estaba muy cerca. Tras tragar saliva, decidió arriesgarse.
—¿Es éste el lugar que los hombres llaman «Árboles Enmarañados»? —preguntó al aire con tranquilidad, al tiempo que se sentaba en la enorme curva recubierta de musgo de un tronco caído, y colocaba a un lado el desgastado bastón.
—Lo es —fue la severa respuesta que recibió, procedente de una voz tan suave y melodiosa que sólo podía ser elfa.
Umbregard, en una ocasión de Galadorna, resistió el instintivo deseo de girar hacia el punto del que parecía provenir la voz, para ver quién podía estar allí. En su lugar, sonrió y extendió las manos, las palmas vacías hacia arriba.
—Vengo en paz, sin fuego ni ninguna mala voluntad o deseo de saquear. He venido sólo en busca de respuestas.
Una profunda risita cantarina llegó hasta sus oídos, seguida por las palabras:
—Eso es lo que todos buscamos, amigo… y los más afortunados entre nosotros conseguimos encontrar algunas. Sé mi invitado durante un tiempo; te sentirás a salvo y a gusto. Levántate y rodea esos dos árboles entrelazados a tu derecha, allá en la hondonada. Sus aguas, sospecho, serán las más puras que hayan traspasado jamás tus labios.
—Te doy las gracias —respondió Umbregard, y lo decía en serio.
La hondonada resultaba fresca y estaba tan oscura como una cueva; aquí las hojas se unían muy pegadas en lo alto, y ningún rayo solar conseguía llegar al suelo. Unos hongos que emitían un tenue fulgor facilitaban apenas luz suficiente para distinguir una piedra al borde de un pequeño estanque, y una copa de cristal aguardando sobre ella.
—¿Para mi uso? —inquirió el mago humano.
—Desde luego —contestó la pausada voz, resonando desde todas partes y ninguna al mismo tiempo—. ¿Temes hechizos esclavizadores, o ardides elfos?
—No —repuso Umbregard—. Más bien, no quisiera ofender a nadie tomando cosas por las buenas.
Levantó la copa —era fría al tacto, y en cierto modo más blanda bajo sus dedos de lo que debiera haber sido— la hundió en el estanque, y bebió. Mientras las ondulaciones se perseguían entre sí por la superficie, le pareció ver en ellas un rostro elfo triste y de ojos oscuros que lo contemplaba durante un momento. Pero, si de verdad había estado allí, desapareció en un santiamén.
El agua era buena, y parecía a la vez estimulante y calmante. El hombre dejó que resbalara por su garganta, cerró los ojos, y se entregó a un silencioso disfrute.
En algún lugar un pájaro cantó y recibió respuesta. Todo estaba muy tranquilo. Se sentó muy erguido, sobresaltado, temiendo por un terrible instante haberse dormido bajo un hechizo elfo, y depositó con cuidado la copa otra vez sobre la piedra donde la había encontrado.
—Te doy las gracias —repitió—. El agua era exactamente tal y como dijiste que sería. Has de saber que soy Umbregard, antiguo súbdito de Galadorna, y que no he dejado de huir desde que aquel reino desapareció. Puedo hacer magia, si bien no puedo presumir de un gran poder, y he rezado a menudo a Mystra, la diosa de la magia que los humanos veneramos, durante mis viajes.
—¿Y qué le has pedido en tus plegarias? —inquirió la voz elfa en un tono de afable interés, desde algún punto muy cercano. De nuevo Umbregard sofocó el impulso de volverse y mirar de dónde salía.
—Guía sobre las cosas buenas y apropiadas en que se puede usar la magia, como el modo en que puede forjarse una vida alguien que no está interesado en usar conjuros como armas para amenazar o hundir en otros —respondió—. Antes de su caída, Galadorna se había convertido en un nido de víboras que se dedicaban a lanzarse conjuros, intentando abatir al contrario sin importar qué ruina o destrucción provocaban al hacerlo. Yo no pienso ser así.
—Bien dicho —coincidió el elfo, y Umbregard oyó cómo hundían y volvían a sacar la copa del estanque—. Sin embargo, es una caminata larga y pesada a través de este bosque sombrío para alguien de tu raza. ¿Qué te trajo aquí?
—Mystra me mostró el camino, y este bosquecillo de foscos —respondió él—. No sabía a quién encontraría aquí, pero sospechaba que sería un elfo que antes había vivido en Myth Drannor… pues alguien así sabría lo que es elegir un camino después de la desaparición de su hogar y de todo lo que le era más querido.
Percibió claramente un espasmo de dolor en la voz elfa cuando ésta contestó:
—Desde luego posees el don de hablar sin ambages, Umbregard.
—No es mi intención ofender —manifestó el mago humano, volviéndose con rapidez y tendiendo su mano.
Un elfo de la luna con una camisa azul oscuro abierta por delante y ceñidos pantalones de cuero acompañados de botas altas estaba sentado más o menos a un palmo de distancia, con la copa alzada en la mano. Parecía desarmado, aunque dos objetos pequeños —gemas negras en forma de lágrima que centelleaban como dos estrellas oscuras— flotaban en el aire por encima de su hombro izquierdo.
—Lo sé —dijo, y sonrió ante la expresión maravillada de Umbregard—. También yo soy conocido entre los míos por mi extraordinaria franqueza. En tu lengua, mi nombre es Quiebraestrella; una estrella cayó del cielo en el momento de mi nacimiento, aunque dudo que lo que fuera que anunciara tuviera algo que ver conmigo.
El mago humano lanzó una exclamación ahogada.
—Ése es uno de… —comenzó a decir, para luego interrumpirse.
—¿Sí? —inquirió el elfo, enarcando las cejas—. ¿O se te ha escapado un secreto que ahora debes intentar guardar?
—Ah, no… no. —Umbregard se sonrojó—. Es uno de los dichos de los sacerdotes de Mystra: «Busca a aquel por quien caen las estrellas, pues ése dice la verdad».
—¡Cielo santo! Parece que mi papel en el mundo ha sido ya dispuesto —observó el elfo con una sonrisa; apuró a continuación la copa y la depositó sobre la piedra con el mismo cuidado con que lo había hecho Umbregard. El recipiente desapareció al instante en medio de un silencio total.
—¿Qué verdades has venido a escuchar? —quiso saber el elfo, y en ese momento Umbregard comprendió que el tono jocoso en la voz de un elfo no es siempre señal de mofa.
Vaciló unos instantes, antes de manifestar:
—Algunas gentes de Galadorna decían que Elminster, que fue nuestro último mago de la corte, también había vivido en Myth Drannor hace mucho tiempo, y había realizado magia siniestra allí. Ya sé que es sobre un humano que pregunto, y que me tomo demasiadas libertades… ¿por qué deberías darme a conocer secretos?… pero debo saberlo. Si los humanos pueden vivir muchos años como sucede con los elfos, ¿cómo es ello y por qué? ¿En qué tareas deben emplear todo este tiempo?
—Empieza el flujo de preguntas —bromeó Quiebraestrella, alzando una mano—. Quédate ahí por ahora, no sea que el recuerdo de las respuestas que te dé se pierda en el torrente de tu siguiente pregunta, y la que venga a continuación, y así sucesivamente. —Sonrió y se recostó en la raíz de un árbol.
»En cuanto a la primera, sí, el mismo hombre llamado Elminster residió en Myth Drannor desde poco algo antes de la colocación del Mythal hasta algún tiempo después, y allí aprendió y realizó mucha magia. Aquellos que odiaban la idea de que un humano penetrara entre nosotros los elfos… pues fue el primero, o de los primeros… y muchas gentes que acudieron a Myth Drannor una vez que ésta quedó abierta a todo el mundo, y que envidiaban su poder, podrían haber calificado sus conjuros de «siniestros», pero lo cierto es que yo no puedo considerarlos así, ni tampoco sus motivos para realizar este o aquel encantamiento.
Umbregard abrió la boca para hablar, pero Quiebraestrella lanzó una risita y alzó veloz una mano para acallarlo.
—Aún no, por favor; no hay que forzar las verdades desnudas e importantes.
El mago enrojeció; luego sonrió y se acomodó, indicando con un gesto al elfo que siguiera.
En los ojos de Quiebraestrella había un brillo cuando volvió a hablar.
—Los humanos que dominan suficiente magia o, más bien, que creen que ya han llegado a dominar magia suficiente prueban muchos modos de sobrevivir a su acostumbrada esperanza de vida. La mayoría de éstos, ya sean lichdoms o elixires, son imperfectos porque distorsionan la naturaleza esencial de quienes los utilizan. Durante el proceso se convierten en seres nuevos; si bien muchos, yo entre ellos, los considerarían seres «inferiores». Si me preguntas cómo podrían vivir más tiempo, te diría que el único modo honrado de hacerlo… aunque te cambiaría seguramente igual que los otros modos… es el que ha seguido Elminster o le han hecho seguir. No sé si él lo buscó ardientemente y se esforzó por conseguirlo, o lo forzaron o empujaron a ello. Sirve a Mystra como siervo especial, y cumple sus órdenes a cambio de la longevidad, una posición especial, y, por si eso fuera poco, poderes. Creo que lo llaman un «Elegido» de la diosa.
—¿Cómo fue elegido para ese servicio? —inquirió Umbregard despacio—. ¿Lo sabes?
—No lo sé —respondió el elfo—, pero sí sé cómo ha continuado en él durante lo que para los humanos es muchísimo tiempo: por amor.
—¿Amor? ¿Mystra lo ama?
—Y él la ama a ella. —En el desconcertado rostro del mago humano se pintó claramente la incredulidad, o más bien el escepticismo, por lo que Quiebraestrella añadió con dulzura—: Sí, más allá del afecto y la amistad y los incontenibles deseos de la carne, es amor sincero, profundo y duradero. Cuesta creerlo hasta que se ha sentido de verdad, Umbregard, pero escúchame: existe un poder en el amor mayor que la mayoría de las cosas que pueden afectar a los humanos… o elfos u orcos, bien mirado. Un poder para el bien y para el mal. Al igual que todas las cosas con tanto poder, el amor es muy peligroso.
—¿Peligroso?
—El amor es una llama que enciende las cosas —respondió el elfo con una débil sonrisa—. Resulta más peligroso para los magos de lo que puede resultar cualquier hechizo mal conjurado.
Se inclinó al frente para posar una mano sobre el brazo de Umbregard, y le dijo casi con ferocidad, mientras sus miradas se encontraban:
—Un conjuro que sale mal puede simplemente matar al mago; el amor puede rehacerlo y empujarlo a rehacer el mundo. El gran amor de nuestro Ungido lo empujó a buscar un nuevo camino para Cormanthor que lo rehízo… y, como dirían la mayoría de los míos, acabó por destruirlo. Yo era todavía joven una noche calurosa, y había ido a nadar para divertirme, sin magia propia que pudiera advertirse, algo que sin duda me salvó la vida entonces, cuando la gran señora de los Starym, Ildilyntra, que había amado al Ungido y había sido amada por él, se mató a sí misma para intentar provocar también la muerte de él, arrastrada por su amor por nuestra tierra, igual que le sucedía a él… y ambos se volvieron insensibles en sus esfuerzos merced a su amor mutuo, negado pero no obstante floreciente.
El elfo de la luna suspiró y meneó la cabeza.
—No puedes imaginar la tristeza que me embarga cuando vuelvo a oírlos en mi mente, discutiendo… Y tú eres el primer humano después de Elminster en conocer lo que sucedió esa noche. Tenlo muy presente, Umbregard: hablar de este secreto a otros de mi raza puede significar tu muerte inmediata.
—Lo tendré en cuenta —musitó el mago—. Sigue.
—No hay mucho más que contar —prosiguió el otro con una sonrisa irónica—. Mystra escogió a este Elminster para que le sirviera, y él ha cumplido bien, allí donde otros no lo han hecho. Los dioses nos hacen a todos distintos, y somos más los que fracasamos que los que triunfamos. Elminster ha fracasado a menudo, pero no así su amor, y se ha mantenido firme en su tarea. Valentía, creo que lo llaman vuestros bardos.
—¿Valentía? ¿Cómo puede temer nada alguien que lleva armadura y tiene la ayuda de un dios? Sin temor contra el que combatir y al que reconquistar una y otra vez, ¿dónde está la valentía? —quiso saber Umbregard, al que la excitación volvía osado.
Algo similar al afecto bailó en los ojos de Quiebraestrella cuando contestó:
—Existen muchos dioses; el favor divino destina a un mortal a correr más peligros que sus compañeros «más corrientes», y en contadas ocasiones puede considerarse una defensa segura contra los peligros de este mundo o de cualquier otro. Únicamente los estúpidos confían tanto en los dioses como para dejar por completo de lado el temor, y descartar o no querer ver los peligros. A menudo he contemplado la valentía entre los de tu raza; parece ser algo para lo que los humanos tienen talento, aunque con mayor frecuencia aun veo en ellos temeridad o una necia despreocupación por el peligro que otros con peor juicio podrían denominar valentía.
—Entonces, ¿qué es la valentía? —inquirió Umbregard—. ¿Permanecer en el sendero peligroso?
—Sí. Mantenerse en el puesto o la tarea, con la misma diligencia de siempre, sabiendo que en cualquier momento la espada que pende sobre la propia cabeza puede caer, o ver cómo el fin se aproxima raudo y no abandonarlo todo para huir.
—Por favor, comprende que no es mi intención ofender, pero debo saberlo: si eso es la valentía —susurró Umbregard, el miedo pintado en los ojos ante su propia osadía—, ¿cómo es que Myth Drannor, Cormanthor, cayó, y tú sigues vivo?
La sonrisa que Quiebraestrella le ofreció como respuesta estaba llena de tristeza.
—Una raza y un reino necesitan idiotas obedientes que sobrevivan, tanto como necesitan héroes valientes y, muy pronto, difuntos. —Se puso en pie e hizo un movimiento con la mano que podría haber sido un adiós—. Ya puedes imaginar cuál de ellos soy. Si alguna vez te encuentras con este Elminster tuyo cara a cara, pregúntale cuál de los dos es él… y tráeme la respuesta. Tengo que saberlo todo: es mi defecto. —Como una elástica pantera, abandonó en silencio la hondonada para penetrar en el bosque de foscos.
—¡Espera! —protestó el mago humano, incorporándose y trepando a trompicones por entre los árboles para seguir al elfo—. Tengo tantas cosas que preguntar… ¿Tienes que marcharte?
—Sólo para preparar un lugar donde un humano pueda roncar y una comida para ambos —respondió él—. Puedes quedarte y hacer todas las preguntas que se te ocurran durante todo el tiempo que desees quedarte aquí. Me quedan pocos amigos entre los vivos y a este lado de los Mares Hendidos.
Umbregard descubrió que temblaba.
—Me sentiría muy honrado de ser considerado tu amigo —dijo con precaución y se sintió sobrecogido—, pero debo preguntarte esto: ¿cómo puedes confiar tanto en mí? No hemos conversado más que el equivalente de unos instantes de tu tiempo, nada más; ¿cómo puedes evaluarme? Podría ser un asesino de elfos, un cazador de tesoros elfos, un destructor de todo lo elfo. Te doy mi palabra de que no soy tal cosa… pero me temo que las promesas hechas por los humanos a los elfos han resultado vacías demasiado a menudo.
—Este bosquecillo está consagrado a dos dioses de mi raza: Sehanine y Rillifane —contestó Quiebraestrella con una sonrisa—. Ellos te han juzgado. Contempla.
Los ojos del hechicero siguieron la dirección que indicaba la mano del elfo hasta el árbol caído cubierto de musgo y el bastón de madera allí apoyado. Umbregard conocía su familiar y desgastada superficie tan bien como su propia mano; aquel bastón lo había acompañado durante miles de kilómetros en su deambular por todo Faerun. Era viejo y estaba endurecido al fuego, y tenía los extremos recubiertos de cobre para impedir que se resquebrajaran. Sin embargo, a pesar de todo ello, mientras él había estado sentado charlando en la hondonada, al bastón le habían brotado abundantes retoños verdes a todo lo largo… y cada brote terminaba en una pequeña y hermosa flor blanca que refulgía en la penumbra.
En la gélida oscuridad, una mujer espectral acalló sus carcajadas y dejó caer las manos. Los ecos de su fría hilaridad rodaron por la caverna durante un tiempo, mientras ella paseaba la mirada por su oscura inmensidad como si la viera por primera vez.
Sus ojos eran dos llamas relucientes cuando por fin se movió, avanzando con felina y segura elegancia hasta una runa concreta. Tocó el símbolo con fiereza con un pie y contempló cómo se llenaba con un brillante resplandor blanco azulado; luego se irguió con los brazos cruzados y observó las volutas de humo que se elevaban desde el resplandor para formar una nube del tamaño de un hombre, una nube que de improviso adquirió la forma de otra cosa. Una imagen flotante sin piernas de un hombre de aspecto juvenil, suspendido sobre la runa que le había dado vida, contempló con expresión anhelante el trono vacío.
Cuando la imagen empezó a hablar, la espectral mujer rodeó las runas hasta llegar al trono y apoyó un brazo en aquel sillón.
El hombre llevaba ropajes de brillante color carmesí ribeteados en negro, y en sus dedos centelleaban anillos de oro cuyo brillo rivalizaba con el dorado llamear de sus ojos. Llevaba los cabellos castaños despeinados y lucía una barba incipiente, y su voz se elevó claramente con vehemente seguridad.
—Soy Karsus, tal y como tú eres Karsus. Si contemplas esto, significa que el desastre ha caído sobre mí, el primer Karsus… y tú, el segundo, debes continuar hasta alcanzar la gloria.
La imagen dio la impresión de avanzar pero en realidad permaneció sobre la runa. Agitó una mano con impaciencia y prosiguió:
—No sé lo que recuerdas de mi vida, nuestra vida; hay quien dice que mi mente no está demasiado despejada últimamente. Debes saber que muchos magos de nuestro pueblo han conseguido un gran poder; los más poderosos de éstos, los archimagos de Netheril, gobiernan sus propios dominios. La mía, como muchas, es una ciudad flotante; le di nuestro nombre. Yo soy el más poderoso de todos los archimagos, el Hechicero Supremo. Me llaman Karsus el Magnifico.
La imagen agitó una mano con indiferencia, los llameantes ojos fijos aún en el trono. La mujer fantasma murmuraba siguiendo las palabras que evidentemente había escuchado muchas veces antes. Algo que podría haber sido una leve sonrisa burlona asomó a sus labios.
—Desde luego —siguió la imagen—, dado que has despertado, tal vez nada de esto tenga sentido. Quizá no he sido eliminado por un rival ni padecido un fin puramente personal. Karsus, la ciudad, y la propia gloria de Netheril pueden haber perecido en una gran guerra o cataclismo; nos hemos creado muchos enemigos, el mayor de ellos nosotros mismos. Combatimos entre nosotros, los netheritas, y algunos combatimos dentro de nosotros mismos. Mi mente no me pertenece siempre por completo. Puede que compartas esta aflicción; vigila, y protégete de ella.
La imagen de Karsus sonrió y enarcó una ceja en un gesto irónico; la mujer le devolvió la sonrisa, y Karsus siguió con su relato:
—Es posible que no necesites estos hechizos míos, pero he preparado uno para cada espéculo que ves en el suelo en este lugar; una serie de lecciones sobre conjuros, por si te enfrentas a los peligros de este mundo sin ciertos hechizos que he considerado cruciales. Nuestro trabajo debe continuar; sólo mediante el poder absoluto puedo… podemos encontrar la perfección. Y Karsus existe, ha existido siempre, para obtener la perfección y transformar todo Toril.
La mujer que lo observaba se echó a reír ante aquellas palabras, aunque su risa semejó una especie de ladrido corto y desagradable.
—¡Estás realmente loco, Karsus! Tu objetivo es remodelar todo Toril… ¡Ah, desde luego eras muy adecuado para hacer eso!
—Tu primera necesidad puede que sea la curación física, y he previsto la existencia de tal necesidad en tiempos venideros, en una vida en la que quizá carezcas de leales siervos magos o de cualquiera en quien puedas confiar. Has de saber, pues, que tocar el espéculo que invocó esta imagen mía, al tiempo que pronuncias la palabra «Dalabrindar», curará toda clase de heridas. Puedes invocar este poder tantas veces como lo desees mientras esta runa siga intacta, y responderá a cualquiera que diga la palabra. La palabra es el nombre del hechicero que murió para que este hechizo viviera; lo cierto es que nos ha servido bien, y…
—¡Palabras desperdiciadas, Karsus! —se mofó la espectral mujer—. ¡Tu clon era una momia decapitada que decoraba este trono la primera vez que lo vi! ¿Quién lo mató, me pregunto? ¿Mystra? ¿Azuth? ¿Algún rival? ¿O pereció el magnífico y supremo Karsus a manos de un mago aventurero que estaba de paso con hechizos insignificantes, y que creyó estar decapitando a un lich?
—… y muchos otros hechizos pueden servir donde éste no pueda. Además, aquí he preservado demostraciones de cómo conjuraba yo hechizos de utilidad permanente y…
La mujer dio la espalda a las palabras que había oído tantas veces, asintiendo satisfecha.
—Servirán. Servirán realmente. Tengo aquí un cebo que ningún mago puede resistir. —Pisó de nuevo la runa, y la imagen se desvaneció en mitad de la frase; el resplandor se apagó sobre la piedra grabada para dejar que la oscuridad se enseñoreara otra vez de la cueva.
—Ahora, ¿cómo conseguir que los magos vivos conozcan su existencia, sin provocar que se agolpen aquí a millares? —preguntaron unos labios fantasmales a las tinieblas.
La oscuridad no respondió.
Un fantasma enfurruñado se encaminó hasta el fondo del pozo y empezó a difuminarse, deshaciéndose en una ráfaga de viento en espiral creada por ella misma, hasta que de nuevo bailó en la oscuridad un remolino de luces parpadeante, que se elevó despacio por el pozo, girando sobre sí mismo.
—¿Y cómo mantener a los magos que atrape aquí durante más de una noche?
En lo alto del agujero, el tintineante torbellino de luces flotó sobre el pretil del pozo, y una voz suave y resonante surgió de él:
—Debo tejer hechizos poderosos, desde luego. Las runas deben responderme sólo a mí… y además sólo una al mes, sin importar los medios que se empleen. Eso debería provocar que un mago joven permaneciera aquí el tiempo suficiente.
Con repentina energía la neblina salió disparada hacia una de las brechas de los muros, se introdujo por ella, y se deslizó por entre los árboles mientras dejaba tras de sí una risa enloquecida y el grito exultante:
—El tiempo suficiente para una buena comida.