La salida de la luna, juego helado, y un destino funesto
Los aventureros sirven ante todo para eliminar monstruos, aunque más tarde o más temprano se convierten en monstruos peores, y entonces hay que contratar a otros nuevos para que lleven a cabo lo que debe hacerse.
Ralderick Soto Venerable, bufón
Cómo gobernar un reino, desde los torreones al estercolero,
publicado aproximadamente en el Año del Pájaro Sangriento.
—Parece bastante tranquilo, ¿no? —dijo el guerrero con voz grave, paseando la mirada desde las alturas de su silla de montar por el bosque de hiexels, hojas azules y vetustos y nudosos árboles phandar que bordeaban ambos lados de la carretera. Se escuchaba el canto de los pájaros en las lejanas profundidades de su penumbra, y pequeñas criaturas peludas correteaban aquí y allá entre las hojas muertas que tapizaban sus tocones mohosos y los troncos caídos salpicados de hongos. Dorados haces de luz solar se abrían paso en algunas zonas del bosque, para iluminar pequeños claros donde los matorrales luchaban entre sí por obtener la luz, y las enredaderas envueltas en moho eran más escasas.
—No digas esas tonterías, Arvas —refunfuñó uno de sus compañeros—. Se parecen demasiado a la clase de señales que a los bandoleros emboscados les encanta seguir. Esa frase tuya suena a algo que debería finalizar con una flecha clavada en tu garganta… o con ese pedazo de carretera sobre el que se encuentra tu corcel alzándose para mostrar la cabeza de un titán u otro ser que se acaba de despertar.
—Me quedaré con el «otro ser», simpático aguafiestas —gruñó Arvas—. Lo que quiero decir es que no veo en los árboles marcas que hayan sido dejadas por garras al afilarse, manchas de sangre… esa clase de cosas, lo que debería alegrarte aun más.
—Podéis estar seguros de que el gran duque no nos contrató para cerrar el paso por la carretera del Manto de Estrellas mientras discutimos sobre cosas que preferiría que otros oídos no escucharan —interpuso otra voz en tono severo—. Arvas, Faldast… ¡cerrad el pico!
—Paeregur —dijo Arvas con voz cansina—, ¿has mirado esta carretera recientemente de arriba abajo? ¿Has visto a alguien, a alguien, que no seamos nosotros? ¿Bloquear la carretera contra qué, pregunto yo? Desde que se iniciaron las muertes, parece como si todo tránsito hubiera cesado por aquí. ¡Posiblemente por la época en que se te metió esa curiosa idea en la cabeza de que tienes derecho a darnos órdenes a los demás! ¿Lo ha provocado acaso esa nueva armadura, con su pesado yelmo apretándote el cerebro? ¿O ha sido ese nuevo alzapón tan prominente con el…?
—¡Ya es suficiente, Arvas! —exclamó alguien, con exasperación—. Por los dioses, es como si lleváramos a un borracho parlanchín con nosotros.
—Rolian —manifestó su camarada halfling, desde algún punto por debajo del nivel de los cintos humanos—, ¡tenemos a un borracho parlanchín con nosotros!
Se produjo un estallido general de risas —al que se sumó, si bien sarcásticamente, el mismo Arvas— y el Estandarte del Fuego Helado instó a sus monturas a iniciar el trote. Todos deseaban encontrar un lugar que pudiera defenderse bien para acampar antes del anochecer, o tener tiempo de regresar a Manto de Estrellas si no encontraban tal lugar, y ya no faltaban tantas horas para que las sombras se alargaran y el sol llameara e iniciara su descenso.
El gran duque Horostos se denominaba a sí mismo señor de las fértiles tierras de labrantío al oeste de Manto de Estrellas, a lo largo de un farallón arbolado de una costa que ofrecía pocos puertos (y no buenos). En lo referente a reinos, era un territorio tranquilo y seguro, infestado por los acostumbrados osos-búhos y estirges de vez en cuando, alguna que otra banda de forajidos, buhoneros ladrones; problemas mínimos que unos cuantos soldados y guardabosques con buenos arcos podían manejar.
Pero parecía que últimamente, más o menos por la época en que habían finalizado las peores nevadas invernales y la gente consideraba iniciada la parte útil del Año del Despertar del Wyrm, el Gran Ducado de Langalos se había visto inmerso sin saber cómo en un gran problema.
Algo que no dejaba rastros pero mataba a voluntad, tanto mercaderes de paso, leñadores, granjeros o ganado, como vigilantes grupos de soldados formados por los mejores hombres del duque. Incluso un clérigo de Tempus de alta graduación, que viajaba con una abundante y bien armada guardia de corps a caballo, había desaparecido en algún punto de la carretera al oeste de Manto de Estrellas, y se creía que todos habían sido víctimas del misterioso asesino. ¿Se trataría del «Despertar del Wyrm» del que hablaban las profecías?
Tal vez, pero jinetes montados en grifos contratados para sobrevolar toda la zona no habían descubierto señales de grandes cavernas, árboles chamuscados o partidos, ni ninguna otra señal de la presencia de un animal de gran tamaño… ni tampoco de campamentos de bandidos, bien mirado. Ni tampoco los pocos guardabosques que todavía se atrevían a aventurarse cerca de los árboles habían visto nada, y, uno a uno, también éstos iban desapareciendo. Sus informes hablaban de un terreno que parecía vacío de cualquier animal del tamaño de un zorro o una liebre; los helechos habían cubierto los antiguos senderos abiertos por los animales.
Así pues el gran duque había abierto de mala gana sus arcas mientras todavía le quedaban súbditos a los que cobrar impuestos para volverlas a llenar, y había alquilado la clásica solución: un grupo de aventureros, en este caso espadachines a sueldo que habían sido expulsados del servicio de los acaudalados tethyrianos por una variedad de razones, y que se habían reunido bajo el Estandarte del Fuego Helado para hacer fortuna en tierras situadas más al este, donde sus pasadas indiscreciones serían menos conocidas.
El dinero que ofrecía Horostos era a la vez abundante y necesario. Los miembros del Estandarte eran diez en total, y entre sus filas se encontraban un par de magos y dos sacerdotes guerreros, pero aun así avanzaban con precaución. Aquél era un territorio desconocido para ellos, en tanto que la muerte está familiarizada con todos los terrenos, y los frecuenta con asiduidad.
Por este motivo, de varias sillas de montar pendían ballestas tensadas pero sin proyectil, aunque aquello no era muy conveniente para las cuerdas, y todos cabalgaban muy atentos. El bosque seguía mostrándose delicioso… y desierto.
—No hay ciervos —refunfuñó en una ocasión Arvas, y sus compañeros asintieron, advirtiendo lo silenciosos que se habían quedado todos. A la espera del ataque.
Un buen trecho al oeste de Manto de Estrellas el camino describía una curva alrededor de un expuesto contrafuerte de roca, un afloramiento que señalaba hacia el mar y a lo alto como la proa de un enorme barco enterrado. En cuanto el sol empezó a ponerse y la compañía del estandarte comprendió que debía dar media vuelta, decidieron hacer de la rocosa proa su campamento.
—Ese de ahí es un lugar tan bueno como cualquier otro que nos puedan proporcionar los dioses, a falta de una colina de cumbre pelada. Uno que vigile la carretera y el fondo de los farallones, y dos de cara al bosque que discurre por allí. Atad los caballos allá abajo y ocultos a cualquiera que intente usar la carretera por la noche, y habremos acabado —gruñó Rolian.
Paeregur emitió un gruñido inarticulado por toda respuesta, pero el tono del gruñido sonaba poco convencido. El silencio del miedo cubrió pesadamente el campamento esa noche, y la cena se consumió entre cuchicheos.
—Nunca habíamos estado tan cerca de la muerte —masculló el halfling mientras se envolvían en sus capas, depositaban las armas a mano, y contemplaban cómo las estrellas salían a reflejarse sobre las aguas.
—¿Quieres dejar de hablar sobre morir? —siseó Rolian—. Nadie puede acercarse sin ser visto. Hemos colocado una buena guardia, las armas y escudos están preparados para un despertar rápido… ¿Qué otra cosa podemos hacer?
—Salir de aquí y regresar a Tethyr —respondió Avran en voz baja; sin embargo, el campamento se había quedado tan silencioso que casi todos oyeron sus palabras. Varias cabezas se volvieron, con el entrecejo fruncido, pero nadie respondió.
En lo alto, a medida que la negra noche descendía, las estrellas empezaron a aparecer en rápida sucesión.
—¿Qué es eso? —musitó Rolian al oído de Paeregur—. ¿Lo oyes?
—Claro que lo oigo —respondió el guerrero en voz baja, poniéndose en pie en silencio y girando despacio; la espada desenfundada brilló a la luz de la recién salida luna. Lo oía con más nitidez en dirección oeste, en algún punto muy cercano: un sonido tintineante sin rumbo fijo. ¿Una brida? ¿Una campanilla del instrumento de un trovador, o el arnés de un caballo díscolo? ¿O las diminutas criaturas sobrenaturales, que venían de visita?
Al cabo de unos momentos dio unos cuantos pasos cautelosos y en cuclillas por el promontorio rocoso, deambulando por entre las figuras inmóviles de sus dormidos compañeros. Un fino hilo de bruma flotaba sobre el borde del promontorio —algo extraño, aquello, ahora que salía la luna— pero no se veía nada más. Ni siquiera aves marinas o un búho. De hecho, ése era el motivo de que resultara tan espectral: el bosque estaba silencioso. No se escuchaban movimientos, gritos nocturnos o los chillidos de animales pequeños al ser atrapados por depredadores de mayor tamaño: nada. Paeregur meneó la cabeza perplejo, y se volvió despacio para regresar. Ahí estaba otra vez, aquel tenue campanilleo.
Giró de nuevo hacia el oeste y se convirtió en una estatua que escuchaba. Al cabo de un rato el tintineo desapareció. El alto guerrero se encogió de hombros, echó una ojeada a los caballos situados bajo aquella especie de proa… y se quedó paralizado.
¿Dónde estaban los caballos? Dio dos rápidas zancadas hasta el otro lado de la proa, por si se hubieran movido hacia el este del saliente —las riendas eran lo bastante largas para ello—, pero no: habían desaparecido.
—Rolian —gruñó, llamándolo con un veloz gesto de la mano, y corrió por la proa hasta su misma punta, donde la figura inmóvil y encapuchada de Arvas permanecía sentada mirando al mar, la espada sobre las rodillas. ¡Ja! ¡Vaya vigilante que había resultado ser!
—¡Arvas! —siseó, dejando caer la mano sobre el hombro del guerrero—, ¿dónde están los caballos? Como hayas estado bebiendo otra vez, te juro que voy a…
El hombro bajo su mano se desmoronó como un montón de hojas secas y ramitas, y el cascarón sin rostro de Arvas giró sobre sí mismo hacia él por un instante antes de desplomarse en forma de cenizas. El cráneo del hombre se soltó para rebotar en la bota de Paeregur antes de caer y resbalar carretera abajo con un sordo golpeteo.
Paeregur estuvo a punto de caer del farallón al retroceder horrorizado, pero no tardó en apartarse gateando para correr junto al más próximo de sus dormidos compañeros, cuyas mantas apartó con la punta de la espada. Una calavera le sonrió desde el suelo.
—Dioses —sollozó, lanzando la punta de su espada contra la siguiente capa. La hoja se enganchó en la prenda y la arrastró a medias, y una serie de huesos se derramaron en medio de una confusión de cenizas y devastación. El guerrero sintió por primera vez aquel terror que contrae el estómago. Deseó echar a correr y huir a cualquier parte, lejos de allí.
Rolian tardaba una barbaridad en llegar.
Paeregur echó una mirada a lo largo del promontorio hacia el lugar donde Rolian había estado sentado junto a él, de cara al bosque, donde le había estado musitando minutos antes. ¿Dónde se había…?
El tintineo, que volvió a dejarse oír —sólo que ahora, desde el interior de la cortina de oscuros árboles que ellos habían estado contemplando— sonó casi burlón. Una leve neblina se arrollaba por entre sus troncos, y Rolian…
Rolian estaba de pie ante aquellos árboles con la espada en el pliegue del brazo y las cintas de su alzapón en las manos, en la eterna pose con las piernas abiertas de los hombres que realizan sus necesidades en los bosques, el rostro vuelto hacia la oscuridad. Paeregur empezó a tranquilizarse, pero un nuevo temor no tardó en oprimirle la boca del estómago. Rolian estaba muy quieto, demasiado quieto.
—¡Fuego Helado, despertad! —rugió Paeregur con todas las fuerzas que pudo reunir; las mismas rocas resonaron con el grito, y le llegó un débil eco de las profundidades del bosque. Corría mientras rugía, de vuelta hacia la cresta de la protuberancia en dirección a Rolian… aunque ya sabía lo que iba a encontrar.
Se detuvo detrás de la figura inmóvil e intentó ver más allá de ella. ¿Colmillos? ¿Ojos? ¿Espadas acechantes? Nada; la luz de la luna fue suficiente para mostrarle que no había nada más que los árboles. Extendió la espada con suavidad.
—Rolian…
El guerrero se desplomó en dirección a los árboles y se partió en tres pedazos antes de caer el suelo; la espada rebotó lejos entre las hojas secas, y Paeregur se quedó contemplando un par de botas vacías y una maraña de ropas arrugadas. ¡Por los sanguinarios dioses vampiros!
El alto guerrero retrocedió dos pasos y volvió a girar. ¿Era él el único que quedaba con vida? ¿Había algún…?, pero no. Casi chilló de alivio: el mago Lhaerand estaba de pie, el rostro contraído por la irritación, como también lo estaba el gigante que los acompañaba, el lento pero leal Phostral, cuya armadura lo convertía en una montaña reluciente bajo la luz de la luna. Dos. Dos de todos ellos.
—Algo ha matado a todos los otros —les dijo Paeregur con voz tirante—. Algo que puede matar en un instante, y en silencio.
—¡Oh! —refunfuñó Lhaerand, irritado—. Entonces ¿eso qué es?
Volvía a oírse el tintineo, sólo que más fuerte e insistente ahora, como si se alzara triunfal sobre ellos. De improviso la niebla regresó, deslizándose junto a sus pies y arrastrando su propia gelidez con ella mientras flotaba por el promontorio. Paeregur entrecerró los ojos.
—Lhaerand —dijo de repente—, ¿puedes arrojar fuego?
—Sí, desde luego —contestó el mago—. ¿Contra quién? No…
—¡Contra eso! —chilló Paeregur, y el temor convirtió su voz casi en un grito agudo—. ¡Ahora!
Como si pudiera escuchar sus palabras, la niebla se espesó hasta convertirse en un humo brillante, y atacó, sinuosa, a Phostral. El gigantesco guerrero ya había alzado la espada y avanzado para desafiarla antes de que sonara el grito de Paeregur; sus compañeros sólo pudieron ver su espalda, y oír un débil suspiro —¿no era eso un chisporroteo, en medio del suspiro?, ¿un borboteo?— justo antes de que la espada cayera de su mano. El guantelete la acompañó, sin que apareciera nada debajo: el avambrazo terminaba en un muñón. Luego, despacio, Phostral se volvió hacia sus compañeros.
El yelmo estaba vacío, toda la cabeza consumida por completo, pero algo lo llenaba o al menos lo mantenía en su puesto, sobre el acorazado pecho del guerrero. El cuerpo que había sido Phostral avanzó a trompicones hacia ellos, moviéndose despacio y vacilante. El mago retrocedió y empezó a tartamudear un conjuro.
Al instante la gigantesca figura acorazada giró hacia él y se desplomó de cara —o sobre el lugar donde debería haber estado su cara— en tanto que un blanco remolino se elevaba de su interior, entre tintineos. Paeregur gritó aterrado y blandió la espada, aunque sabía que de nada le serviría; Lhaerand por su parte aulló y echó a correr a lo largo del promontorio, con aquella criatura nebulosa persiguiéndolo decidida entre campanilleos.
El mago ni siquiera intentó volverse y presentar batalla. Corrió tan deprisa como pudo y saltó, alto y lejos, por encima de los farallones situados al otro lado de la carretera… desde donde aulló todo el camino de descenso hasta destrozarse en el fondo.
De modo que eso era una muerte provocada por la desesperación. Paeregur tragó saliva. ¿Hasta qué punto sería mejor una muerte heroica?
¿Y cómo lo sabría cualquier juglar, una vez él no fuera más que huesos y cenizas?
El remolino regresó por el promontorio despacio, tintineando casi con picardía… como si jugara con él.
El larguirucho guerrero alzó la barbilla y levantó la espada. Cuando consideró que la niebla se encontraba lo bastante cerca, lanzó su estocada y saltó a un lado; luego se plantó para asestar un violento golpe del revés a través de su tintineante blancura.
No le sorprendió que la espada no encontrara nada, aunque su filo pareció llenarse de una hilera de chispas que se apagaron rápidamente.
Describió un círculo, tropezando con el casco de alguien que estuvo a punto de hacerlo caer, y volvió a atacar con la espada. Una vez más la clavó en el vacío, se echó a un lado, jadeante, para apartarse de la amenazadora neblina, y volvió a hundir el arma con la misma total falta de efecto. La bruma se arremolinó, para saltar sobre su cabeza, y él se apartó para impedir que le cayera encima; pero el ser continuó su sinuoso ataque, curvándose alrededor de la impotente espada para lanzarse al frente por encima del brazo que empuñaba el arma.
En el último instante, giró hacia él en lugar de pasarle rozando, y un dolor abrasador estalló en su interior. En medio de su aturdimiento, Paeregur se dio cuenta de que chillaba y retrocedía tambaleante al tiempo que azotaba inútilmente el aire vacío con su brazo.
Su único brazo.
Nada quedaba de la otra parte excepto una masa retorcida de carne abrasada y cuero, todo ello fundido en una pieza. No había sangre… pero tampoco quedaba brazo. El brazo que empuñaba la espada. Paeregur miró enloquecido a su alrededor en tanto que el jirón de niebla pasaba flotando junto a él casi burlón, y descubrió su espada caída sobre una masa acurrucada que había sido un sacerdote de Tymora. Pues sí que les había sido propicia la Señora de la Fortuna. Corrió vacilante, pues no estaba acostumbrado a que un lado de su cuerpo resultara más liviano que el otro, y recogió la espada.
No había acabado de incorporarse cuando el dolor abrasador regresó otra vez y cayó pesadamente sobre sus posaderas, contemplando cómo una bota vacía volaba por los aires. Aquella cosa le había arrebatado la pierna.
Luchó por incorporarse, por moverse, y el tacón de la bota que le quedaba golpeó en vano contra el desigual suelo rocoso, mientras agitaba la espada, desafiante. La niebla se acercó, y él se convirtió en un desesperado remolino que giraba de un lado a otro acuchillando continuamente el aire. Estrelló el arma contra el suelo en dos ocasiones, una con tanta fuerza que le melló la punta, pero no le importó. Iba a morir allí; ¿de qué le servía una hoja impecable a un muerto?
La neblina volvió a atacarlo en una zambullida casi exultante, en tanto que su tintineo sonaba con más fuerza a su alrededor mientras él se retorcía y asestaba desesperados mandobles. Cuando el terrible ardor regresó, lo hizo en el muslo que seguía intacto y se encontró rodando sobre sí mismo indefenso, azotando el vacío con la inútil espada. Una extremidad cada vez… Aquello se dedicaba a jugar con él.
¿Iba a quedar reducido a un torso indefenso, incapaz de hacer otra cosa que contemplar cómo lo mataba poco a poco?
Unos cuantos segundos más tarde, mientras observaba las indiferentes estrellas con ojos anegados en lágrimas, comprendió que la respuesta iba a ser… sí.
Se preguntó cuánto tiempo lo haría padecer la niebla, y luego decidió que ya no le importaba. Casi su último pensamiento fue la pesarosa comprensión de que todos aquellos que mueren lo bastante despacio para darse cuenta de lo que sucede deben ir a parar a un lugar donde ya nada importa.
Él era… Él era Paeregur Amaethur Donlas, y había encontrado su deprimente fin sobre una roca en las tierras agrestes del maldito Gran Ducado de Langalos a principios del verano del año setecientos sesenta y siete (según el calendario del Valle), sin nadie que lo llorara ni conociera su fallecimiento, ni el de sus camaradas allí a su lado.
Bueno, pues muchísimas gracias a todos los dioses vigilantes.
El último pensamiento de Paeregur fue que realmente debía recordar el nombre de aquella estrella… y también de aquella otra…
La cripta de la familia Foscaluna estaba recubierta de zarzas, enredaderas y árboles retorcidos y encorvados, deformados por hechizos de protección que mantenían sus poderes todavía siglos después. La casa Foscaluna, una feliz mezcla de sangre elfo y humana, había sido famosa por su magia cruel, pero ningún Foscaluna había deambulado por Faerun desde hacía unos ciento dieciséis inviernos… y Westgate se sentía bastante satisfecho por ello. Se habían terminado los poderosos hechizos que podían desafiar a un monarca o desconcertar a supuestos nobles, y ya no era necesario ser educado con mestizos elegantes, apuestos, cultos, demasiado graciosos… y excesivamente insistentes en lo referente a la imparcialidad y la honradez en el gobierno. Incluso había un letrero, mucho más reciente que las puertas atrancadas con hechizos: «Contemplad cómo acaban todos los que insisten en exceso».
Elminster sonrió con severidad al pequeño rótulo, lo primero que se deshizo convertido en polvo al contacto con el más potente de sus conjuros. Las protecciones situadas al otro lado tanto tiempo atrás vendrían a continuación. Estaba a punto de amanecer en Westgate, y deseaba encontrarse a salvo en el interior del mausoleo antes de que las gentes salieran a la calle.
Los guardas de la esquina seguían bostezando y dormitando contra el muro exterior de la cripta cuando Elminster se deslizó al interior. Durante el corto paseo por el sendero bordeado de estatuas que llevaba hasta la entrada al mausoleo, la magia de El había consumido una sorprendente cantidad de detonadores y trampas mágicas. Una actividad curiosa para alguien que estaba al servicio de Mystra; pero, bien mirado, Mystra tenía que ver con una considerable colección de «cosas curiosas». Lo que él iba a hacer allí era una de sus más importantes tareas como Elegido, una a la que dedicaba mucho tiempo últimamente, y una que parecía despertar un regocijo casi infantil en la Dama de los Misterios.
Elminster Aumar haría cualquier cosa por verla sonreír de aquel modo.
Las defensas de la puerta —una trampa que proyectaba un rayo y una urdimbre de trampas que propulsaban cuchillos— eran todas de esperar, estaban previstas y quedaron anuladas en segundos. Dado que la gente tenía que entrar de cuando en cuando en los sepulcros familiares por motivos legítimos —entierros, no robos— tales defensas debían ser de una categoría menor. Un instante después Elminster se encontraba en el interior de la oscura estancia, con la puerta cerrada a su espalda y sellada por un hechizo, y un resplandor creado por él que se iba encendiendo por todas partes a lo largo del bajo techo plagado de telarañas.
A su alrededor, los Foscaluna se deshacían en el interior de sarcófagos de piedra amontonados que debían de ascender a casi un centenar. Los más antiguos eran los de mayor tamaño, esculpidos con floridas escenas en los costados, así como con efigies de los difuntos en las tapas; los más recientes eran simples cajas de piedra, en algunas de las cuales faltaba incluso el nombre. Por fortuna ninguno de ellos era un no muerto; de todos modos ya empezaba a hacerse tarde y nunca había sido de su agrado acelerar la parte divertida.
Los inteligentes y acaudalados Foscaluna habían tenido incluso la consideración de colocar una losa funeraria en el centro de la cripta, una mesa alta sobre la que dejar el ataúd del difunto más reciente durante un último servicio de recuerdo, antes de ser colocado, a fuerza de brazos, sobre uno de los montones de cadáveres que ocupaban las paredes, para dejarlo allí en eterno descanso. O al menos hasta que un despabilado Elegido de Mystra hiciera su aparición.
Elminster tarareó una cancioncilla de la desaparecida Myth Drannor mientras depositaba su capa sobre la vacía losa; se trataba de una capa grande pero corriente de cuero forrado que no tenía un color muy definido en ninguna parte y además lucía una variedad de remiendos que se salía de lo corriente. El interior de la capa contenía varios bolsillos grandes y toscos, aunque parecían planos y vacíos cuando El los palmeó cariñosamente antes de alejarse para pasear por la estancia atisbando en los rincones oscuros, los féretros e incluso en la parte inferior de la losa funeraria.
Cuando regresó del paseo, deslizó los dedos al interior de un bolsillo superior y extrajo un frasco envuelto en un cordón y lleno de un líquido ambarino. Alzándolo, el mago murmuró:
—Mystra, por vos, como siempre. Una pálida sombra del fuego de vuestro contacto. —Tras un largo trago, El tapó el frasco, suspiró satisfecho, y volvió a guardarlo… en un bolsillo que seguía pareciendo vacío.
Rebuscó en el siguiente bolsillo vacío con ambas manos y sacó una varita guardada en un raído estuche de piel de wyvern. Había usado dos conjuros muy metódicos y había arrastrado el estuche durante un buen rato por los ásperos bloques de piedra de un viejo castillo para conseguir que tuviera aquel aspecto tan vetusto. Aun se sentía más orgulloso de la varita, que lucía el descolorido tono de décadas de uso, conseguido en unos minutos a base de grasa de ganso, arena y hollín. Veamos, Eaergladden Foscaluna había muerto en la miseria, implorando a sus parientes unas cuantas monedas de cobre para comprar un pollo asado… pero ¿quién excepto un tal Elminster seguía vivo para recordar aquello? Un mago tan experto como Eaergladden muy bien podría haber tenido una varita, y desde luego un libro de hechizos —El volvió a introducir la mano en el bolsillo vacío y sacó un libro voluminoso y desgastado con cantoneras de latón grandes y muy abolladas— que tal vez no habría vendido durante su último año de vida. Sin mencionar la acostumbrada daga, hechizada para que no se oxide ni pierda el brillo, y para que reluzca cuando se lo ordenen; aquellos hechizos estaban hechos para durar, digamos, tres siglos mediante un conjuro de larga permanencia de uno de los aprendices mythdrannores más mediocres.
El alzó con calma la tapa del ataúd de Eaergladden, murmuró: «Bien hallado, mago supremo de los Foscaluna», y depositó con cuidado la varita, la daga y el libro de hechizos en los lugares adecuados alrededor del esqueleto momificado que había sido Eaergladden. Luego cerró el ataúd y regresó junto a la capa en busca de unos escritos —realizados sobre pergamino cuidadosamente envejecido— y un librito muy estropeado de comentarios sobre magia, runas copiadas y hechizos a medio finalizar que deberían conducir incluso a un idiota a la creación de un hechizo que imbuiría de modo temporal a los que carecían de dotes mágicas con la capacidad de conjurar un encantamiento colocado en ellos por un mago.
Este trabajo ocupaba gran parte de su tiempo al servicio de Mystra, estos días; siguiendo sus instrucciones, Elminster viajaba por todo Faerun para visitar ruinas y las tumbas de magos difuntos, con la intención de depositar «antiguos» pergaminos, libros de hechizos, objetos encantados de poca importancia, e incluso alguno que otro bastón para que alguien lo encontrara más adelante; y tales restos eran en realidad objetos que él acababa de crear, y a los que había dado un aspecto envejecido. Casi siempre, parte de los tesoros que dejaba para otros incluían notas que podrían conducir a cualquiera con un don para la magia a experimentar y crear con éxito un «nuevo» hechizo.
A Mystra no le importaba demasiado quién encontraba aquellos objetos mágicos o cómo los usaban… siempre y cuando cada vez se usara más magia y más personas pudieran manejarla, en lugar de hacerlo sólo unos pocos archimagos que se las daban de grandes señores ante los pobres en hechizos o estériles para la magia, como había sucedido en la época de la desaparecida Netheril. A El le encantaba aquella clase de trabajo y siempre tenía que combatir una tendencia a permanecer demasiado tiempo en las ruinas y criptas, permitiendo, travieso, que tanto sus luces como efectos mágicos fueran vistos por otros, para de esa forma atraer a exploradores aventureros hacia los objetos que dejaba.
—Tan sutiles como una horda de orcos —había calificado Mystra en cierta ocasión tales tácticas, mientras fruncía coquetonamente los labios. El sabía que estaba en lo cierto.
Por lo tanto, en esta ocasión tomó con decisión su capa, llevó a cabo el poderoso conjuro que Azuth le había entregado y que eliminaba todo rastro o ecos mágicos de su visita, y se marchó bajo la apariencia de una sombra. La solícita sombra volvió a colocar algunos de los protectores y trampas tras de sí antes de volver a deslizarse al exterior y a la calle, a pocos centímetros de la espalda de un centinela cuya atención estaba puesta en una moneda de oro que parecía haber caído del cielo momentos antes. Sin que nadie la viera, la sombra adquirió solidez y se alejó calle abajo.
El encapuchado de nariz aguileña había desaparecido por una esquina exactamente en el mismo tiempo que se tarda en realizar una profunda inspiración de aire, cuando un caballo oscuro apareció al trote por entre el constante río de gentes que deambulaban a pie y se detuvo frente al guarda.
Éste levantó la mirada, enarcando una ceja a modo de pregunta y desafío a la vez, y se encontró con un joven elfo vestido con una túnica burdeos y una espléndida capa, que contemplaba con atención la moneda que el guarda sostenía en la encallecida mano.
—¿Sí? —inquirió el centinela, cerrando precipitadamente los dedos sobre ella—. ¿Qué es lo que quieres, extranjero?
—¿Es mythdrannor, verdad? —preguntó el elfo en voz baja—. ¿La encontraste por aquí?
—Más bien me la he ganado honradamente —refunfuñó el otro, ruborizándose.
El elfo asintió, y su mirada descansó durante un buen rato sobre la cripta cubierta de maleza ante la que el centinela montaba guardia. Los Foscaluna, esa casa bastarda de magos aficionados. Y todos aquellos que habían encontrado el camino de regreso a casa para morir allí compartían ahora un panteón, como los que gustan a los humanos. En buen estado, por lo que podía ver, con sus defensas todavía activas. Estaba demasiado bien cerrado para que un pájaro curioso o unas ardillas corretonas recogieran una moneda y la llevaran fuera de aquellos muros. Entrecerró los ojos, y su rostro se endureció como el pedernal, ante lo cual el guarda alzó cauteloso su arma y se encogió detrás de ella.
Ilbryn Starym dedicó al hombre una sonrisa sin alegría y espoleó su montura en dirección a Las Estrellas y la Espada.
Los hechiceros que llegaban a Westgate siempre se alojaban en esa posada, con la esperanza de estar presentes cuando Alshinree se dejara caer por allí y realizara su danza en trance. Alshinree empezaba a hacerse mayor y a perder su lozanía, y sus danzas ya no eran el acontecimiento que habían sido, con el local atestado de hombres que la miraban con avidez. También su danza tenía por lo general mucho de actuación y de alcoholizados farfulleos… pero algunas veces, algo más a menudo que una vez al mes, sucedía. Una Alshinree en estado de trance pronunciaba palabras de hechizos desconocidos desde la caída de Netheril, consejos que podrían provenir de la misma Dama de los Misterios, así como instrucciones detalladas sobre la localización, trampas e incluso contenidos de ciertas tumbas de archimagos, desmoronadas escuelas de hechicería, escondites mágicos y también —en algunas ocasiones— templos dedicados a Mystra largo tiempo olvidados y abandonados.
Cosas desagradables les sucedían a los magos que intentaban hablar con Alshinree fuera de la Espada o que probaban de coaccionarla o molestarla entre sus paredes, de modo que se conformaban con alquilar habitaciones en la posada con tanta asiduidad que a algunos casi se los podía considerar como residentes fijos. Aun cuando cierto mago humano —un tal Elminster, antiguo mago de la corte de Galadorna, antes de la caída de ese reino— no hubiera tomado habitación en la Espada, allí se reunían aquellas gentes de Westgate con más probabilidades de haberlo visto por la zona u oído algo sobre sus hazañas y actividades actuales.
Las miradas severas que le dedicaban todos los guardas y muchos de los comerciantes junto a los que pasaba penetraron de repente en su conciencia; Ilbryn parpadeó, miró en derredor, y descubrió que conducía su sobresaltada montura al galope por la calle. Tiró de las riendas y, a partir de ese instante, hizo que el caballo avanzara al paso. El brillante letrero de Las Estrellas y la Espada, animado mágicamente, apareció ante él, y el campeón del honor de los Starym encaminó su montura por entre la atareada muchedumbre, en pos de algunas respuestas, o incluso del hombre que perseguía.
Mientras sujetaba las riendas con una sola mano para hacer sonar con la otra el tirador que haría acudir a los encargados para ocuparse de su corcel, Ilbryn descubrió que algo que llevaba en una bolsa colgada al cinto había ido a parar a su mano, y estaba ahora apretado entre sus dedos: un pedazo de tela roja que había formado parte del manto oficial del mago de la corte de Galadorna. El manto de Elminster.
El elfo lo contempló, y su apuesto rostro se convirtió de repente en una pétrea máscara. Sus ojos centelleaban tan amenazadores que los dos mozos retrocedieron asustados y hubo que convencerlos para que se acercaran.
Cuando saltó de la silla y extendió la mano hacia la manija de la puerta de madera de la Espada, finamente tallada, Ilbryn Starym sonreía con suavidad.
Y, tal como lo expresó uno de los mesoneros:
—¡Era peor su sonrisa que su mirada furiosa!
Sin dejar de sonreír, Ilbryn colocó una mano a su espalda —la que parpadeaba con el recién adquirido resplandor de un mortífero conjuro, listo para ser lanzado— y con la otra abrió la puerta y entró.
Los encargados permanecieron un rato en el exterior, a la espera de escuchar un estampido aterrador, o ver una humareda, o incluso cuerpos arrojados por las ventanas… pero la diversión que esperaban no llegó nunca.