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Un fuego a medianoche

Azuth sigue siendo una figura misteriosa; a veces benévolo, a veces despiadado, ansioso por revelarlo todo en algunas ocasiones, en tanto que, en otras se muestra deliberadamente enigmático. Es decir, un típico mago.

Antarn el Sabio

Historia de los grandes archimagos de Faerun,

publicado aproximadamente el Año del Báculo

La espada descendió centelleante y mortífera, y el arbusto de roszel emitió un sonoro chasquido mientras el templado acero se abría paso a través de él. Las ramas cubiertas de espinas cayeron con secos crujidos, un pie enfundado en una bota resbaló, y se escuchó un fuerte estrépito, seguido por un tenso silencio, al tiempo que tres aventureros contenían a una la respiración.

—¡Que Tempus nos proteja!

—¡Ahórrate las plegarias, estúpido, y corre! ¡Tempus honrará tus huesos si no te apresuras!

Los pucheros entrechocaron con estrépito cuando Larando los arrojó a un lado, junto con la mochila y todo lo demás, y salió corriendo por entre los helechos que le llegaban hasta las rodillas. Una rama baja le arrebató el yelmo, y él ni siquiera se detuvo para recogerlo.

El sacerdote de Tempus lo siguió, jadeante, chorreando de sudor la incipiente barba. Ardelnar Trethtran estaba agotado, y los pulmones y los muslos le dolían de tanto correr, pero todavía no se atrevía a dejarse caer al suelo. Las desmoronadas torres de Myth Drannor seguían rodeándolos por todas partes… y también los enemigos al acecho.

Una risa profunda y áspera retumbó desde los árboles a la izquierda de Ardelnar, seguida por el ataque de un trío de barbazus, cuyas barbas goteaban sangre. Estaban desnudos, y su escamosa piel brillaba merced a la sangre de las víctimas combinada con la habitual capa de lodo. Las anchas espaldas se agitaban, y las orejas parecidas a las de los murciélagos se mecían exultantes, al igual que las largas y restallantes colas, mientras se aproximaban a saltitos como orcos juguetones, los negros ojos chispeantes de júbilo. Arrojaron lejos las ensangrentadas extremidades de algún infortunado aventurero al que habían desgarrado y se abalanzaron sobre Larando, al tiempo que gritaban alborozadas chanzas e insolencias en una lengua que Ardelnar se alegró de no comprender. Las criaturas agitaron sus pesadas espadas aserradas como si fueran juguetes mientras aullaban y bufaban y asestaban mandobles, y no tardaron nada en derramar sangre. Larando chilló cuando un brazo que se retorcía frenético salió volando lejos de su cuerpo, diestramente seccionado por un hábil golpe.

El segundo barbazu no resultó tan diestro; el otro brazo del guerrero quedó colgando del hombro, sujeto al cuerpo por unos jirones de carne ensangrentada. Cuando Larando se desplomó con un gemido, dos de los demonios usaron las aserradas armas para alzarlo en una improvisada litera, y echar a correr con él de modo que el tercer barbazu pudiera divertirse con las entrañas del desdichado y abrir aberturas que les permitieran vislumbrar brevemente el amplio mundo.

La cabeza de Larando colgaba inerte a pesar de las brutales bofetadas que le asestaban, cuando Ardelnar huyó en otra dirección. Lo último que vio el sacerdote de su amigo fue a una hermosa mujer alada —no, una diablesa, una erinye— que se abalanzaba desde los árboles con una hoz en las manos.

Unas enormes alas de plumaje gris batían el aire por encima de un cuerpo delgado que aparecía bien proporcionado y pálido en los lugares que la terrible armadura de púas no cubría. Unas cejas negras y fruncidas se arquearon jubilosas, y una boca vivaracha se entreabrió cuando la diablesa se relamió de gusto por anticipado. La criatura movió veloz su arma, giró sobre sí misma, y se alejó por el aire, agitando un sangriento trofeo. A su espalda, los barbazus, bañados en sangre, aullaron su desilusión mientras un cuerpo decapitado se debatía y contorsionaba entre ellos.

—Ojalá Tempus perdone mi temor —consiguió farfullar Ardelnar con labios lívidos y temblorosos, en tanto que luchaba por contener las náuseas y seguía corriendo. Había sido un error ir allí, un error que daba la impresión de que iba a costarles la vida a todos.

La Ciudad del Canto no era un pozo abierto lleno de tesoros, sino el territorio de caza de los demonios; criaturas malévolas que permanecían ocultas para que los aventureros se adentraran tranquilamente en la zona y deambularan por las ruinas mismas de la destrozada ciudad. Una vez allí, atrapaban a los intrusos y se dedicaban al horrible deporte de asesinarlos en una especie de macabra cacería.

Los relatos de tales crueldades corrían por las tabernas donde se reunían los aventureros. Ése fue el motivo de que tres compañías famosas y muy independientes se hubieran unido de mala gana en un pacto y partido juntas hacia Myth Drannor, en la confianza de que siete magos —dos de ellos archimagos conocidos— podían ocuparse de unos pocos seres con alas de murciélago…

La mayoría de estos magos ya habían sido descuartizados o abandonados entre las ruinas con los ojos y lenguas arrancados, para que los demonios se divirtieran con ellos tranquilamente más tarde. «Cuando todos los demás estemos muertos», se dijo Ardelnar al tiempo que tropezaba con una estatuilla caída, daba unos cuantos saltitos torpes para mantener el equilibrio, y cruzaba a trompicones por entre los destrozados restos, cubiertos de maleza, de una fuente.

Sin duda habían encontrado tesoros. La bolsa de su cinturón estaba repleta de un generoso doble puñado de gemas —zafiros y unos cuantos rubíes— arrancadas del pecho de un cadáver elfo momificado, una vez que su magia protectora se hubo desvanecido entre unos pocos postreros fulgores y suspiros. Incluso habían encontrado una solitaria erinye en aquella cripta, a la que habían matado con toda tranquilidad. Después de cortarle las alas en medio de una lluvia de plumas ensangrentadas, la criatura no duró mucho frente a las espadas de una docena de aventureros, a pesar de todos sus siseos y escupitajos. Ardelnar recordaba aún el chorro de sangre que brotó de aquella boca tan hermosa que daban ganas de besarla, y cómo la sangre humeaba mientras chorreaba por sus oscuras extremidades.

Pero luego la trampa se había cerrado, y refocilados demonios habían surgido de cada ruina, claro y matorral de los alrededores. Los aventureros se habían separado y huido en todas las direcciones al son de frías y crueles carcajadas… y la carnicería había dado comienzo.

De vuelta a la realidad del momento, el clérigo volvía a ver erinyes: cuatro de ellas, que descendían en picado para deslizarse luego casi a ras de tierra. Ardelnar se agachó instintivamente, pero descubrió que no le prestaban atención sino que se desviaban hacia su derecha, riendo como doncellas del templo… desnudas, hermosas y letales. Podrían haber pasado por mujeres de piel oscura de Tashalar de no haber tenido aquellas alas de plumas grises. Los seres iban tras el mago en el que él había depositado sus esperanzas para que los sacara a ambos con vida de aquellas ruinas pobladas de criaturas diabólicas. Klargathan Srior era un sureño alto, de barba bruna, que parecía el más capaz de todos los magos, a la vez que el más arrogante.

Pero toda aquella altivez había desaparecido ahora, mientras el mago corría fatigosamente a la derecha de Ardelnar, las velludas piernas manchadas de sangre allí donde se había herido él mismo al cortarse la túnica para poder correr más deprisa. Los pendientes de oro se balanceaban entre ríos de sudor, y un constante fluir de maldiciones farfulladas acompañaban la huida del mago. Las erinyes se deslizaron hasta él, empuñando dagas afiladas como cuchillas, y se separaron para acercarse desde puntos distintos. En sus risas y ojos crueles se pintaba la diversión, no el asesinato directo.

Jadeante, el mago se detuvo dispuesto a defenderse.

—¡Clérigo! —rugió, al tiempo que una vara sacada de su cinturón crecía por sí sola hasta convertirse en un bastón—. ¡Ayúdame, por el amor a Tempus!

Ardelnar estuvo a punto de no interrumpir su carrera, y dejar que la muerte del otro le permitiera seguir corriendo un poco más; pero, sin los hechizos de Klargathan, no tenía la menor posibilidad en este espeso e interminable bosque, y ambos lo sabían. También sabían que esta deprimente noción tenía más peso que la orden de servir en nombre del Martillo de los Enemigos, y aquella vergüenza era como un gusanillo que roía el corazón de Ardelnar, si bien no había tiempo para tales meditaciones.

Tragó saliva a mitad de la zancada, y casi cayó al girar sin aminorar el paso y correr hacia el mago. Tropezó con huesos que apenas se distinguían en medio de la vegetación boscosa, huesos viejos…, huesos humanos, y tuvo una fugaz visión de una calavera que rodaba lejos de su pie, sin mandíbula y desprovista de la acostumbrada mueca.

Klargathan hacía girar el bastón por encima de la cabeza con desesperada energía, en un intento de alejar a golpes a las erinyes que planeaban a su alrededor e impedir que alguna le desgarrara el rostro o le arrebatara el arma de las manos. Las criaturas describían círculos en torno a él como si fueran tiburones, alargando los cuchillos para conseguir desgarrarle las ropas. Tenía ya un hombro al descubierto y húmedo con la sangre de la cuchillada que había cortado la tela.

Por entre la desesperada confusión de golpes de bastón y batir de alas, los ojos del mago se encontraron con los del clérigo.

—Necesito… —dijo entrecortadamente el sureño—, ¡un poco de tiempo!

Ardelnar asintió para indicar que comprendía y se arrancó el yelmo para golpear el ala de una erinye. Ésta se apartó con un aleteo, y él sacó el martillo de guerra del cinturón y lo estrelló contra el hermoso rostro del ser. La sangre lo salpicó todo y la diabólica criatura chilló con fuerza. Luego huyó a toda velocidad, volando a ciegas y entre tumbos a ras del suelo hasta estrellarse contra un árbol próximo, en tanto que sus tres compañeras caían sobre Ardelnar en un enjambre aullador y asesino. El clérigo aplastó el yelmo contra el rostro de una y se agachó cuando ésta le pasó por encima, tan pegada que sus pechos le rozaron la espalda. La erinye le sirvió como escudo contra las armas de las otras, pues sus compañeras los golpearon tanto a uno como a otra, sin importarles demasiado a quién acuchillaban. Ardelnar rodó por el suelo y volvió a incorporarse para evitar verse atrapado entre aquellos dos últimos monstruos aulladores; oyó cómo el mago farfullaba un conjuro, sin prestar atención a la erinye que se desplomó en el suelo a su lado, el costado abierto de una cuchillada y con un chorro de humeante sangre negra manando por él.

Las dos criaturas diabólicas restantes se elevaron por los aires para ganar altura suficiente y poder lanzarse sobre esta pareja de humanos tan sorprendentemente dura de pelar, y Ardelnar dirigió una veloz mirada hacia las derruidas torres cubiertas de maleza de Myth Drannor. Se acercaban más enemigos. Barbazus y hamatulas de cuerpos cubiertos de púas, demasiados para derrotarlos o conseguir huir, avanzaban con rapidez haciendo restallar las colas, con el ansia de sangre reflejada en el rostro. El clérigo se dijo que aquella zona cubierta de helechos iba a convertirse en su tumba.

—¡Tempus, que esta última batalla aumente tu gloria! —gritó con fuerza, levantando el ensangrentado martillo—. ¡Haz que sea digno de servirte, veloz en el golpe, alerta en la lucha, ágil y diestro!

Una de las erinyes apartó el martillo a un lado con su daga, y se inclinó al frente para espetarle con una risita:

—Vaya, vaya… ¿alguna cosa más?

Su voz era un ronroneo voluptuoso, lleno de seductoras promesas, y su tono burlón enfureció al clérigo como nunca lo había estado en toda su vida. Saltó tras la demoníaca criatura, sin pensar en que ello podía convertirlo en una presa fácil para la otra erinye, pero en su lugar fue ella quien se convirtió en la primera víctima del conjuro de Klargathan.

De entre los helechos cercanos surgieron los negros y viscosos anillos de lo que parecía una serpiente o anguila gigantesca, que se elevaron hacia el cielo a una velocidad increíble. Un segundo después semejaban raíces, o las ramas de un árbol que pasaran de la nada a todo su desarrollo en unos instantes.

Una de las ramas rodeó la garganta de la erinye cuando ésta se volvió tranquilamente para herir a Ardelnar, y otra se arrolló a su tobillo. La fuerza de sus frenéticos aleteos la hizo girar hasta donde el negro árbol se había enrollado ya alrededor de las otras dos erinyes caídas, cuyos cuerpos se encogían a ojos vistas, su sangre y entrañas absorbidos con la misma aterradora velocidad con la que este árbol mágico lo hacía todo.

Aún intentando volar, la criatura atrapada se estrelló contra una maraña de troncos cada vez más gruesos. La cabeza quedó seccionada, colgando a un lado, y el ser ya no volvió a moverse.

—¡Por el Señor de la Guerra, vaya hechizo! —exclamó Ardelnar, observando cómo los zarcillos pululaban sobre los cuerpos de las erinyes con la misma velocidad de vértigo.

Otros muchos se alzaron en el aire sobre sus cabezas para rodear a la cuarta criatura. A pesar de sus aterrados y salvajes mandobles, los zarcillos atraparon sus alas, tiraron, y la arrastraron hacia el suelo poco a poco. El sacerdote de Tempus lanzó una carcajada y agitó el martillo en dirección al mago a modo de saludo.

—No será suficiente —repuso Klargathan con tristeza, dedicándole una sonrisa torcida—. Y no tengo otro como éste. Vamos a morir por unas pocas gemas y chucherías de elfos.

El tropel de demonios casi los había alcanzado ya. Ardelnar dio la vuelta para huir, pero el sureño sacudió la cabeza.

—Yo no pienso huir —anunció—. Al menos mi árbol impide que nos ataquen por detrás.

Una repentina esperanza iluminó sus facciones y añadió:

—¿Tienes algún zafiro?

Ardelnar rasgó su bolsa y la vació en la mano del mago.

—Debe de haber una docena ahí —dijo ansioso, sin que le importara en absoluto cuando Klargathan rebuscó entre ellas y arrojó al suelo todo lo que no fueran zafiros.

El sureño rodeó con un brazo al clérigo y lo abrazó con fuerza.

—Moriremos aquí de todos modos —indicó, depositando un fuerte beso en los labios de su sobresaltado compañero—, pero al menos convertiremos a unos cuantos de estos demonios en huesos humeantes. —Hizo una mueca divertida al contemplar la expresión del otro, y añadió—: El beso es para mi esposa; di a Tempus que se lo haga llegar por mí, si tienes tiempo para otra plegaria. Manténlos a raya otra vez, por favor.

Se acuclilló en el suelo sin decir nada más, y Ardelnar alzó su martillo de guerra con una mano y soltó la maza de su cinturón para empuñarla con la otra, tras lo cual se colocó en posición frente al mago mientras los negros zarcillos, cada vez más gruesos, se arrollaban a su alrededor y sobre ellos como una mano protectora.

Sin dejar de crecer, el árbol se estremeció bajo los golpes de las espadas de innumerables barbazus. Unos spinagones con aspecto de gárgola doblaron las alas y las puntiagudas colas contra el cuerpo para penetrar por la abertura en forma de túnel de sus hojas y enfrentarse al clérigo, quien descubrió que una renovada felicidad —no, satisfacción— crecía en su interior. Iba a morir allí, pero moriría bien. Que así fuera.

—Gracias, Tempus —dijo, lanzando el beso de Klargathan al aire para que el dios de la guerra lo tomara—. Que esta mi última muestra de veneración te sea grata.

Su martillo de guerra se alzó veloz y volvió a caer con fuerza. Las garras de un spinagón le arañaron el brazo, pero las apartó con un golpe de maza, al tiempo que el ataque simultáneo de cinco seres lo obligaba a retroceder.

—¡Date prisa, mago! —gruñó, forcejeando para evitar quedar enterrado bajo la maraña de zarpas.

—Ya está —respondió con calma el otro; apartó a Ardelnar con una rodilla al tiempo que arrojaba un zafiro por el túnel de zarcillos, y se producía una descarga de rayos.

Centellearon los rayos desde una a otra de las gemas que el mago sostenía en la mano entrecerrada, y rebotaron en chisporroteantes arcos que corrían adelante y atrás en lugar de restallar sólo una vez. Aunque todos los pelos del cuerpo se les pusieron de punta, ni el mago ni el clérigo resultaron dañados por el hechizo.

La feroz criatura que atacaba a Ardelnar quedó también asimismo protegida del hechizo, pero Klargathan se adelantó y le hundió una daga de plata hasta la empuñadura en un ojo, y luego la sacó y se la hundió en el otro. El ser se desplomó, deslizándose por las piernas del clérigo, mientras los dos aventureros contemplaban cómo los monstruos —incluso uno de los altos hamatulas de cuerpo cubierto de púas y cabeza puntiaguda, cuyos hombros desprendían zarcillos a cada convulsión— se revolvían atrapados por los rayos. La carne se ennegrecía y los ojos chisporroteaban bajo el centelleante ataque.

Entonces, tan bruscamente como se había iniciado, el hechizo finalizó, y Klargathan empezó a sacudir la mano y a soplar sobre la humeante palma.

—Unas gemas grandes y útiles —manifestó con una sonrisa tensa—, y aún tenemos muchas más que podemos utilizar.

—¿Echamos a correr? —preguntó Ardelnar, echando una ojeada a un par de erinyes que le dirigieron una mirada furiosa al pasar veloces sobre su cabeza—, ¿o nos quedamos aquí?

El siguiente grupo de adversarias aladas que hizo acto de presencia cargaba penosamente con una estatua elfa más grande que cualquiera de ellas, estatua que soltaron sobre ellos con gran precisión. La excelente piedra de Myth Drannor se abrió paso por entre la maraña de ramas, y su caída atontó a ambos hombres a pesar de su intento de buscar refugio. Cuando consiguieron incorporarse, descubrieron que el desplome de la figura había abierto una abertura hacia el cielo sobre la que volaban ya en círculos los spinagones, agrupándose para penetrar por ella.

—Moriremos de todos modos —repuso el sureño, encogiéndose de hombros—. Moverse resulta más divertido para ambos bandos, pero quedarse aquí nos concede más tiempo, y podemos hacerles derramar más sangre antes de que acaben con nosotros. No es exactamente el modo como yo pensaba bailar sobre las ruinas de Myth Drannor, pero nos tendremos que conformar.

La carcajada con la que Ardelnar respondió tuvo algo de delirante.

—Movámonos —sugirió—. No quiero acabar mis días aplastado bajo un bloque de piedra, con ellos torturando mis extremidades mientras agonizo.

El mago hizo una mueca y dio una palmada en el hombro de su compañero.

—¡Hagámoslo así, entonces! —replicó y lo empujó violentamente.

Al tiempo que el sorprendido Ardelnar se estrellaba de cabeza contra negros zarcillos que al menos no intentaban desgarrarlo, media docena de spinagones cayeron sobre el lugar donde ellos habían estado, y las afiladas horcas que empuñaban se clavaron en el suelo repentinamente vacío a demasiada profundidad para poder retirarlas con rapidez.

—¡Corre! —chilló el mago, señalando hacia el túnel.

Ardelnar obedeció y abandonó el mágico árbol a toda velocidad, pero tuvo que apoyarse en su maza para no perder el equilibrio cuando su pie se enredó en una raíz. Tras él salió disparado el mago, con un zafiro bien sujeto en la mano y la cabeza ladeada para mirar atrás mientras corría.

Cuando la garra estirada del veloz spinagón que iba delante ya casi lo alcanzaba, Klargathan sostuvo la gema en alto y pronunció una palabra en voz baja. Un rayo brotó de ella para descender por el interior de la garganta de la criatura, cuyo cuerpo de gárgola estalló en medio del rugir de los rayos que lo azotaban tanto por delante como por detrás, ya que el mago había dejado otra gema en el suelo junto a la estatua caída, en el lugar por el que habían penetrado las diabólicas criaturas. Mientras los negros y sanguinolentos restos caían al suelo detrás de los dos hombres, Ardelnar vio cómo el resto de los spinagones se tambaleaban y estremecían, atenazados por aquellos rugientes rayos. Siguió al mago por detrás de un enorme árbol, hasta un sendero que conducía más o menos en la dirección en que querían ir: lejos de las ruinas, en cualquier dirección, y a toda velocidad.

El clérigo vio cómo su compañero arrojaba otra gema mientras corrían, esquivando árboles que estaban en pie y saltando sobre los caídos, en medio del espeso e interminable bosque que reclamaba como suya la destrozada ciudad de Myth Drannor.

A lo lejos distinguieron cómo era derribado otro aventurero que huía, y entonces una cola afilada cayó sobre ellos desde la oscuridad de las ramas superiores y tumbó a Klargathan, y los dos hombres ya no tuvieron tiempo de seguir contemplando el paisaje.

El primer trallazo del látigo del cornugón arrancó el martillo de guerra de los entumecidos dedos de Ardelnar, y el segundo le desgarró el hombro hasta el hueso, atravesando la hombrera y la cota de mallas que deberían haberlo protegido. El clérigo cayó rodando lejos de allí, retorciéndose de dolor, lo que fue una suerte, pues lo apartó del campo de acción del primer rayo devastador.

La descarga cayó de lleno sobre el enorme cornugón cubierto de escamas y lo hizo desplomarse, entre aullidos, justo en el centro de la trampa en forma de foso de estacas que había estado custodiando. Empalada, la criatura rugió con mayor desesperación aun, su voz aguda y sonora, hasta que un Klargathan cubierto de sangre saltó sobre ella, y le hundió la daga de plata en los diabólicos ojos. De las ciegas órbitas empezaron a brotar columnas de humo mientras el mago gateaba lejos de la maraña de alas de murciélago, largas zarpas y cola afilada que se retorcían y estremecían en el foso, y tiraba del gimoteante Ardelnar para ponerlo en pie.

—Será mejor que corramos junto al sendero, no por él —jadeó Klargathan—. Supongo que no habrás traído ningún brebaje curativo contigo, ¿verdad? Te haría falta uno en estos momentos.

—Muchas gracias por confirmar mi maltrecho estado —gruñó el clérigo—. Me temo que no era yo quien transportaba las pociones, pero si me defiendes unos instantes…

La vara del mago se convirtió otra vez en un bastón, y el hombre montó guardia, contemplando cómo sus postreros rayos chasqueaban de un lado a otro del camino, ahora vacío, en tanto que Ardelnar se curaba.

Cuando reanudaron el camino con paso tambaleante, el clérigo se sentía débil y mareado. Ante ellos se alzaba una empinada colina, que los obligaba a rodearla o a intentar trepar por sus laderas cubiertas de árboles y de algún modo mantenerse por delante de los enemigos que podían volar. Como era de esperar, Klargathan decidió rodear la colina, jadeando entrecortadamente ahora. Ardelnar lo siguió, preguntándose durante cuánto tiempo conseguirían dejar atrás a la mitad de los ocupantes de los Planos Inferiores que habían decidido ir de vacaciones a aquel lugar.

Salieron a un claro abierto por el desplome de un árbol de sombra, y Ardelnar encontró su respuesta. Por desgracia era una muy definitiva.

Klargathan sucumbió bajo las zarpas de media docena de cornugones que saltaron sobre él. El mago arrojó un puñado de gemas con su último aliento y expiró en medio de la violenta granizada de rayos que siguió, y que provocó que sus asesinos salieran rodando en todas las direcciones. El clérigo lo vio, y consiguió lanzar un último grito de alborozo. Mientras las zarpas de aquellas criaturas monstruosas se hundían en su pecho y su propia sangre caliente le inundaba los pulmones hasta asfixiarlo, Ardelnar se alegró por un breve instante de haberse podido curar la anterior herida antes del combate final. Parecía en cierto modo… más pulcro.

Su última plegaria a Mystra había recibido como respuesta un silencio tan ensordecedor como todos los anteriores. Había transcurrido un año desde que había despertado en una tumba repleta de ojos malévolos, y seguía sin recibir un mensaje de la diosa a la que Elminster tanto amaba. Había llorado, de rodillas, antes de envolverse con gesto cansino en la capa y buscar solitario reposo en el exterior bajo un cielo de tumultuosas nubes hechas jirones, en una colina desierta de los agrestes páramos. Dormitaba cuando le llegó la señal. Sin quererlo, una escena había hecho acto de presencia en su mente soñolienta, una en la que estaba de pie en la cima de una colina que conocía… y que no conocía.

Se trataba del cerro de Halidae, una elevación cubierta de árboles al sur y algo al este de Myth Drannor en la que había estado en una o dos ocasiones, por lo general con una risueña jovencita elfa colgada del brazo y una cálida noche estrellada por delante. En la escena que había visualizado no había doncellas elfas, y, además, algo había derribado más de un árbol en el cerro y encendido hogueras aquí y allá, de modo que ya no era ni sombra del lugar que él había conocido.

Sabía que viajaría allí sin dilación en cuanto amaneciera, porque tenía que averiguar qué era lo que Mystra deseaba que hiciera… y esto al menos era algo. Por milésima vez El lamentó el silencio de la diosa y se preguntó qué había hecho para merecerlo. Sin duda no sería por haber quedado atrapado en una trampa durante unas cuantas generaciones al seguir su mandato de seguir buscando más magia, en lugares antiguos y ocultos.

No obstante conservaba sus poderes, algunos incluso más vigorosos que antes, por lo que debía existir una Mystra con sus poderes intactos y el gobierno de la magia todavía en sus manos. ¿Por qué, pues, se mantenía en silencio y le ocultaba su rostro?

¿Y quién era él para decirle a ella lo que podía o no podía hacer?

Un hombre que desafiaba a los dioses como hacían otros hombres… y con el mismo éxito. Él se durmió pensando en estrellas, que se movían por el firmamento como parte de una gigantesca partida de ajedrez en la que tomaban parte los dioses. Lo último que recordaba era la repentina visión de la trémula estela de una estrella fugaz —probablemente una estrella real, no parte de un sueño— que se extinguía por el este.

El cerro de Halidae estaba tan destrozado como le había mostrado la visión, así que se transportó junto a un fosco que no parecía haber cambiado un ápice en el tiempo transcurrido entre sus recuerdos y la visión. Soplaba una suave brisa, y él se encontraba solo en la cima. Elminster apenas había echado una ojeada a la asolada ladera y empezado a volver la mirada hacia Myth Drannor, sabiendo ya la desolación que contemplaría, cuando la brisa llevó unos gritos a sus oídos. Gritos de lucha.

Corrió hasta el borde de la elevación, desde donde en tiempos más felices se podía contemplar la ciudad. Allí abajo, figuras diminutas saltaban y morían en el cada vez menos denso bosque. Humanos y… demonios, monstruos de los Planos Inferiores, corrían por todas partes. Los humanos huían, y diablesas aladas se abatían sobre sus víctimas por todas partes. De improviso, una serie de rayos salieron disparados desde un pequeño grupo de seres, y dibujaron una devastadora estrella de muerte que hizo tambalearse y aullar a varios demonios. Otros demonios se dedicaban a asesinar humanos allí abajo, y con sus propios ojos pudo ver cómo a uno le arrancaban las entrañas.

Por si acaso alguno de los humanos que huían conseguía escapar, se había abierto una puerta en el aire —un portal mágico— a los pies del cerro, y de ella brotaba una constante avalancha de demonios.

El contempló el portal con expresión sombría, y alzó las manos.

—Portales… —dijo al aire en voz baja—. Puedo encargarme de ellos. —Conjuró una magia que la propia Mystra le había concedido y la proyectó sobre la abertura que seguía vomitando hordas de demonios.

Inundó el portal con un amenazador chisporroteo de energía mágica, y se escucharon rugidos y gritos de los monstruos que salían por él. Sin embargo, cuando las llamas devoradoras del hechizo se desvanecieron, al cabo de un buen rato, el portal seguía inmutable.

Elminster lo contempló boquiabierto. ¿Cómo podía ser…?

No tardó en tener una respuesta… o algo parecido al menos. Las flotantes motas parpadeantes de luz que quedaban de su hechizo adquirieron brillantez, se elevaron hasta colocarse ante sus ojos, y se transformaron en letras pertenecientes a una de las antiguas lenguas elfas que había aprendido a leer en Myth Drannor; era un lenguaje que sólo él y varios cientos de elfos ancianos sabían leer. Flotando en el aire, las letras formaron un mensaje categórico: «No interfieras».

Mientras el mago las contemplaba con total perplejidad, las letras se transformaron en informes jirones de luz que se desvanecieron, para convertirse en volutas de humo que fueron a unirse al caos y la muerte que reinaba a sus pies. Los demonios alzaron los ojos, rugiendo. Esto sólo podía provenir de Mystra… ¿verdad?

Porque, si no era ella, ¿quién, entonces?

El último príncipe de Athalantar bajó la mirada hacia los demonios que correteaban por las ruinas de Myth Drannor y se preguntó con amargura:

—¿De qué sirve ser mago, si uno no usa su poder para hacer el bien, modelando el mundo que lo rodea?

La respuesta surgió del aire detrás de Elminster.

—¿De qué puede servir, por desgracia, si se intenta pero se carece de ojos y del suficiente buen juicio para darse cuenta de la figura que se moldea?

Elminster giró en redondo. Se encontraba solo; el cerro estaba vacío a excepción de unos pocos árboles y el viento que los agitaba.

Miró con fijeza el vacío, pero éste siguió vacío.

—¿Quién sois, quién me responde? ¡Mostraos! —exigió—. La filosofía no es bien aceptada cuando las enseñanzas las imparten fantasmas.

Sonó una risita en el aire, en el que de improviso aparecieron dos refulgentes puntos luminosos, estrellas en miniatura que dieron vueltas una alrededor de la otra perezosamente, para luego revolotear a velocidad vertiginosa y estallar en una cegadora cascada de resplandecientes motas de luz.

Cuando el torrente de luminosidad se apagó, Elminster advirtió la presencia de un hombre cubierto con una túnica. Tenía barba blanca y cejas negras, y sus sosegados ojos brillaron con un azul profundo antes de llenarse de todos los colores del arco iris. Mientras Elminster miraba, los ojos del hombre se oscurecieron hasta alcanzar un color negro salpicado de diminutas estrellas que se movían con lentitud.

—Impresionante —concedió El, afable—. Y ¿sois…?

La risita se repitió.

—No lo hice a modo de exhibición, ni tampoco como pregón de mi identidad… pero, ya que parecemos estar hablando del tema, ¿por qué no intentas adivinarlo?

El miró al hombre de arriba abajo. Viejo, anciano incluso, y sin embargo vivaz, como si tuviera apenas poco más de cincuenta inviernos. De cabellos blancos, excepto por las cejas, antebrazos y pecho, donde el pelo era negro. Llevaba las manos vacías, sin anillos a la vista, y vestía con sencillez, una túnica de mangas acampanadas y sin cinturón ni bolsa; los pies descalzos asomaban por debajo, pies que podían darse el lujo de ir descalzos, ya que flotaban a pocos centímetros del suelo, sin tocarlo jamás.

Elminster levantó la vista desde ellos hasta el sabio rostro de su propietario, y dijo en voz baja:

—Azuth.

—El mismo —respondió el hombre, y, si bien no sonrió, El tuvo la impresión de que parecía complacido.

—Perdonad mi osadía, Sumo Señor, os lo ruego… —dijo Elminster, dando un paso al frente—, pero sirvo a Mystra de un modo a la vez íntimo y personal…

—Eres el más querido de sus Elegidos, sí —repuso Azuth con una sonrisa—. Habla a menudo de ti y de la alegría que le has brindado en las ocasiones en que ha jugado a ser mortal.

El príncipe de Athalantar sintió júbilo y un inmenso alivio, y en su suspiro de contento y relajación estuvo a punto de caer de espaldas por el borde del cerro. En ese instante un látigo puntiagudo describió un arco, desde el aire a su izquierda, y algo invisible lo sujetó por los hombros mientras se tambaleaba al borde del desastre, y tiró de él hacia adelante, lejos del cornugón, un segundo antes de que las zarpas extendidas del ser se hundieran en los ojos de Elminster. Se sintió arrastrado a ras del suelo sobre las rocas chamuscadas de la cima, al tiempo que Azuth retrocedía ante él de modo que siguieran estando siempre cara a cara y a la misma distancia el uno del otro.

—Os…, os lo agradezco —tartamudeó el mago, cuando se detuvieron con suavidad.

Notó cómo lo depositaban en una cómoda posición recostada, descansando sobre aire blando, pero a la vez sólido. También Azuth estaba sentado en el vacío, frente a un fuego surgido de improviso de la nada, cuyas llamas bailaban en el aire a un palmo de las rocas del cerro. El lo contempló y luego elevó la mirada al cielo, repleto ahora de siseantes demonios escamosos con alas de murciélago, que arañaban el aire con amenazadoras y crueles sonrisas al tiempo que descendían poco a poco.

—No quisiera parecer desagradecido ni criticón, Sumo Señor —dijo—, pero esos demonios de ahí verán esta luz, y vendrán a hacernos una visita.

Azuth sonrió, y por un instante sus brazos parecieron cubrirse de luces que se movían poco a poco, entre parpadeos.

—No —respondió con voz tranquila y melodiosa que era a la vez espléndida y preñada de excitación… y al mismo tiempo tranquilizadora y reconfortante—. Desde este momento, el cerro está protegido de los demonios, de toda especie, en tanto que mi poder siga en pie. Ahora atiende, porque hay cosas que debieras saber.

Elminster asintió, y sus ojos relucieron ansiosos. Su actitud hizo asomar una leve sonrisa a los labios del Señor de los Conjuros, quien hizo que las manos de ambos sostuvieran de repente copas repletas de vino humeante y resplandeciente. El dios empezó a hablar.

Por encima del hombro izquierdo de Azuth, un enorme monstruo rojo batió las inmensas alas en un violento retumbo enfurecido, arañó el aire como si se tratara de un muro infranqueable, y estalló en llamas. Con el fuego devorando sus extremidades, el ser empezó a farfullar en tanto que de los colmillos brotaba una lluvia de escupitajos verdes; un fogonazo de magia desatada brotó de sus garras afiladas y reptó por la invisible barrera durante un buen rato hasta que rebotó con otro fogonazo que arrancó a la criatura de su posición en el aire, y la envió dando tumbos por el espacio como una hoja desgarrada.

El dios hizo caso omiso de ello, al igual que de los gimoteos y lloriqueos que siguieron, procedentes de demonios acechantes que describían círculos sobre sus cabezas, mientras se dirigía a Elminster como un amable preceptor que impartiera sus enseñanzas en un lugar tranquilo.

—Todo el que utiliza la magia sirve a Mystra lo quiera o no —empezó—. Ella forma parte del Tejido, y toda utilización de éste aumenta su poder, la venera y la ensalza. Tú y yo conocemos algo de lo que queda de su faceta mortal. Hemos visto indicios de los sentimientos, recuerdos y pensamientos a los que se aferra con desesperación de vez en cuando, cuando el salvaje júbilo del poder que circula por el Tejido, es decir el Tejido en sí, amenaza con aplastar por completo su capacidad de sentir. Ninguna entidad, mortal o divina, puede durar eternamente en esa posición. En épocas venideras, otras Mystras aparecerán en el futuro.

Una mano que dejaba una estela de estrellas diminutas señaló a Elminster, para luego volver en dirección al pecho del propio Azuth.

—Somos sus tesoros, muchacho… Somos lo que es más querido para ella, las rocas a las que puede aferrarse durante los temporales de Arte desenfrenado. Necesita que seamos fuertes, mucho más fuertes que la mayoría de los mortales, herramientas templadas que pueda utilizar. Al estar ligada a nosotros por el amor y unida asimismo a nuestras personas a fin de preservar su propia humanidad, le resulta difícil ser dura con nosotros… para poder templarnos como es necesario. Inició esa tarea contigo hace mucho tiempo; tú eres su «proyecto favorito», si quieres saberlo, del mismo modo que los Magisters son el mío. Ella crea a sus Elegidos y a sus Magisters, pero encomienda su preparación a otros, principalmente a mí, en cuanto empieza a sentir demasiado amor por ellos o precisa que se distancien de ella. Los Magisters no tienen más remedio que mantenerse a distancia, para que la creatividad del Arte carezca de límites. En cuanto a ti, siente un amor infinito por tu persona.

Elminster se sonrojó y pasó el dedo alrededor del borde de su copa. Los demonios arañaban el aire a lo lejos cuando bajó la mirada —desconcertado como no lo habría estado en otro momento— y descubrió que el recipiente volvía a estar lleno de vino después de que él lo había vaciado de un trago.

Azuth lo contempló sonriente y dijo con suavidad:

—Ahora te gustaría oír mucho más sobre lo que la Dama de los Misterios siente por ti, y no te atreves a preguntar. Por otra parte, también te mueres por averiguar más cosas sobre la naturaleza de los Magisters, pero te has quedado mudo por temor a desviarme de las maravillas que podría revelarte si me dejas hablar sin interrupciones. Por lo cual tu mente está como fragmentada y no recordarás gran cosa de lo que te cuente a continuación… a menos que te tranquilice.

Elminster sintió a la vez deseos de reír, de llorar tal vez, y de buscar como fuera las palabras oportunas. Finalmente, consiguió asentir casi con desesperación, y Azuth volvió a reír divertido. A su espalda, el aire se encendió con una repentina llamarada verde surgida de la nada, y de su centro bulleron dos criaturas del abismo, que extendieron sus poderosas y vigorosas extremidades de garras afiladas para asir al Señor de los Conjuros; extremidades que quedaron envueltas en llamas en menos tiempo del que tardó el joven mago en lanzar una ahogada advertencia antes de chocar con una fuerza invisible que las hizo desaparecer, convirtiendo carne y entrañas en una negra humareda. Los alaridos fueron increíbles, pero la suave voz afable de Azuth se abrió paso entre ellos como la luz de una linterna penetra la oscuridad.

—Mystra te ama como a nadie —dijo el dios al mago—, pero ama a muchos, incluido yo mismo y otros que ninguno de nosotros conoce, a algunos de un modo que te sorprendería o incluso te repugnaría. Date por satisfecho con saber que entre todos los que comparten su amor, tú eres el espíritu vivaz y juvenil que adora, y yo el anciano y sabio maestro. Ninguno es mejor que el otro, y nos necesita a todos. Que los celos de otros Elegidos, de otros magos de cualquier raza, condición o apariencia, no contaminen jamás tu espíritu.

La copa de Elminster volvía a estar llena. El mago asintió por entre sus volutas de humo para indicar al dios que comprendía, al mismo tiempo que una veintena de diabólicas criaturas aladas intentaban atravesar a su compañero con lanzas llameantes… y el aire, con una silenciosa carencia de alharacas, devoraba tanto las armas como el fuego.

Una de las diablesas de piel oscura erró demasiado cerca de Azuth en su audacia y, en un confuso instante, perdió un ala en el voraz vacío. Entre alaridos y sollozos, la mujer giró sobre sí misma, y cayó en picado al suelo, para hallar una muerte que le llegó más veloz que el suelo que le aguardaba abajo, pues otras erinyes, los ojos inyectados en sangre, se abalanzaron sobre ella y la atravesaron con sus lanzas. Empalada, la destrozada criatura se quedó tiesa, lanzó chorros de sangre en todas las direcciones, y se desplomó como una roca.

El dios siguió hablando con toda serenidad, sin prestar la menor atención a todo esto.

—Los Magisters son hechiceros que obtienen un grado de reconocimiento especial a los ojos de Mystra, en forma de poderes, claro está, que es el modo en que nosotros los lanzadores de hechizos medimos las cosas, por ser los «mejores» de sus adoradores mortales en lo referente a poder mágico. La mayoría de ellos obtienen el título derrotando al Magister oficial y lo pierden del mismo modo… un proceso que a menudo resulta fatal.

Mientras los cornugones y demonios del abismo revoloteaban enfurecidos alrededor del cerro, contemplando cómo sus hechizos arañaban inútilmente la barrera invisible del dios, Azuth tomó un sorbo de su copa y prosiguió:

—Nuestra Señora y yo estamos ocupados en estos momentos en cambiar la naturaleza del Magister, aunque no demasiado, para conseguir que se dediquen menos a asesinar rivales y más a la creación de nuevos hechizos y de modos de usar la magia. Sólo un hechicero ocupa el puesto de Magister cada vez y, sirviéndose a sí mismos, ayudan a que la magia prolifere y se desarrolle… y no existe mejor modo de servir a Mystra. El propósito de su clero es más ordenar e instruir, de modo que los novicios del Arte no se destruyan a sí mismos ni a Toril mil veces antes de haber conseguido dominar los rudimentos de la magia… Pero, si no tuvieran esta tarea, los sacerdotes de Mystra dedicarían su talento más hacia lo que ahora dejamos en manos del Magister.

»Tú sirves a Mystra de un modo distinto —dijo Azuth inclinándose al frente, para hablar por entre las llamas de la hoguera, que ahora habían adquirido mayor luminosidad—. Ella te observa y aprende el lado humano de la magia en todos sus matices a partir de tus experiencias y de las acciones de aquellos con los que te encuentras, tanto si son amigos como enemigos. Sin embargo, ha llegado el momento de que cambies y crezcas, para servirla como necesitará que hagas en los siglos venideros.

—¿Siglos? —murmuró Elminster y descubrió de improviso que necesitaba el contenido de su copa con cierta premura—. ¿Me observa?

—Tus indiscreciones con atractivas damas y todo lo demás —repuso sonriente el otro—. No pienses en eso… Ella necesita la diversión que le proporcionas al «ser tú mismo», más de lo que necesita que alguien actúe para impresionarla. Ahora presta atención a mis palabras, Elminster Aumar. Vas a aprender y a madurar mediante el empleo de tan poca magia como sea posible durante el año próximo. Utiliza la que sea necesaria y nada más.

Elminster barbotó sobre su copa, abrió la boca para protestar… y se encontró con la mirada afable, comprensiva, casi burlona de Azuth. Aspiró con fuerza, sonrió, y se recostó sin decir nada. El dios sonrió y añadió:

—Además, no establecerás ningún contacto deliberado con tu proyecto preferido, los Arpistas, hasta que Mystra te indique lo contrario. Deben aprender a trabajar y pensar por sí mismos, en lugar de mirar por encima del hombro en busca de la alabanza y la guía de Elminster.

—Duras lecciones sobre independencia y seguridad en uno mismo para todos, ¿verdad? —aventuró el mago, a quien llegó el turno ahora de sonreír pesaroso.

—Exactamente —asintió el Señor de los Conjuros—. En cuanto a mí, me dedicaré durante un tiempo a aprender a guiar y ayudar a los magos de todo Toril sin poder invocar a Mystra.

—¿Ella… se va a ir? —El tono de El dejaba muy claro que no creía que una diosa pudiera prescindir de todo contacto con su mundo, sus adoradores y su trabajo.

—Debe enfrentarse a una tarea inevitable —respondió Azuth, y su sonrisa se intensificó—, una tarea que no se atreve a posponer durante más tiempo; contingencias que deben resolverse y ordenarse, por el bien y la estabilidad del Tejido. Es posible que ninguno de nosotros sepa nada de ella ni contemple ninguna manifestación de su presencia o poderes durante algún tiempo.

—¿No se atreve? ¿Acaso Mystra sirve a la voluntad de algo superior, o acaso habláis de lo que el Tejido precisa?

—Debido a su propia naturaleza, el Tejido plantea exigencias constantes sobre aquellos que están en armonía con él y sienten auténtica preocupación por él… y por la naturaleza de toda la vida y estabilidad de este mundo que domina. Es una delicia y un arte, y también tiene algo de juego prever las necesidades del Tejido, ocuparse de ellas, y convertir al Tejido en algo más noble de lo que era cuando se encontró.

—No creo que hayáis revelado exactamente la naturaleza de la «tarea inevitable» de la Señora, o a quién sirve y obedece, si es que lo hace —observó el joven mago con una sonrisa irónica.

—No, no creo que lo haya hecho —repuso Azuth con suavidad, y su propia sonrisa se ensanchó; el alborozo danzó en su mirada mientras se llevaba la copa a los labios.

Elminster descubrió que se hundía despacio y que algo lo ponía en pie hasta depositarlo de nuevo en el pedregoso suelo en un aterrizaje tan suave como el de una pluma descendiendo sobre terciopelo. En una ocasión, hacía mucho tiempo, en Hastarl, el joven ladrón Elminster había pasado varios minutos observando cómo un pedazo de pluma de paloma flotaba desde lo alto hasta posarse en un almohadón, con suprema lentitud, y todavía consideraba aquellos minutos bien empleados.

También Azuth estaba de pie ahora, los pies descalzos pisando sobre un centímetro más o menos de aire. Al parecer la conversación había tocado a su fin, pues, aunque ni siquiera había dedicado una mirada a los enfurecidos demonios, éstos se vieron de repente lanzados en todas las direcciones, envueltos en llamas blancas, y sus cuerpos se fueron empequeñeciendo en forzado silencio mientras se alejaban. Por lo visto, el asedio al cerro había finalizado.

El Sumo Señor no dio la impresión de adelantarse, pero de improviso apareció más cerca de Elminster.

—Tal vez no respondamos, pero invócanos. No esperes vernos, pero ten fe. Nosotros sí te vemos.

Le tendió una mano; perplejo, el mago extendió la suya.

La mano del dios tenía el mismo tacto que la de un humano: cálido y sólido, apretando con firmeza.

Casi de inmediato, Elminster lanzó un rugido… o lo intentó; le habían extraído todo el aire de los pulmones, y un fuego plateado le recorría todo el cuerpo, entremezclado con un rayo de un azul profundo particularmente brillante que sin duda era la esencia misma de Azuth o su firma. El se dio perfecta cuenta de ello mientras chorros de fuego salían disparados de su nariz, boca y orejas.

Recorría todo su ser, quemándolo todo a su paso, y haciendo que se retorciera víctima de insoportable dolor a medida que los órganos se consumían, la sangre se evaporaba, y la carne bullía de tal modo que la piel se convertía en una inmensa ampolla reventada. Con los ojos anegados en lágrimas, Elminster vio cómo Azuth se convertía en un huso vertical de fuego, un huso que de todos modos parecía observarlo con atención mientras se acercaba a él a toda velocidad y, no obstante la carencia de cualquier clase de boca que El pudiera distinguir, murmuraba: «El fuego limpia y cura. Despierta fortalecido, tú el más magnífico de los nombres».

El huso giró más cerca, hasta tocar la aureola de fuego mágico que envolvía a Elminster, alimentada por surtidores plateados que seguían brotando del joven… y el mundo saltó de repente por los aires en medio de un gutural rugido, haciendo girar a Elminster en un remolino de éxtasis y devastación total, desgarrado en oscuras gotitas que se proyectaron al interior de un serpenteante río de oro, un oro demasiado brillante para resistir su contemplación, pues desbancaba en fulgor al mismísimo sol.

El último príncipe de Athalantar yacía tumbado sobre las rocas, sin sentido, mientras el fuego rugía a su alrededor y dos copas flotaban a poca distancia, en tanto que un huso se movía despacio entre ellas. Las llamas tocaron la copa que Elminster había sostenido, y ésta dio un leve salto y se desvaneció en medio de la conflagración, para luego escupir gruesas chispas doradas.

Acto seguido el huso de fuego tocó las llamas que se agolpaban alrededor de Elminster, que se precipitaron a su interior, y la reforzada e inmensa columna flamígera que era Azuth se desplomó con un tremendo fragor que sacudió todo el cerro de Halidae, y se deslizó sobre Elminster —que se estremeció, pero sin despertarse— antes de volver a reagruparse. Con sinuosa elegancia y repentino ritmo pausado, las llamas volvieron a alzarse en forma de columna y ascendieron por el borde de la flotante copa de Azuth hasta alcanzar el humeante vino. Las rugientes llamaradas fueron penetrando en su interior poco a poco, hasta sumergirse en el líquido.

Al final, todo lo que quedó fue esa copa, con restos de vino derramándose por el rebosante borde como humo azotado por la brisa.

Fue lo primero que Elminster vio —y bebió— a la mañana siguiente.

La copa se esfumó en el aire mientras tomaba su último trago, sin dejar rastro. El mago dirigió una sonrisa al lugar donde ésta había estado, se incorporó, y abandonó el cerro más animado y con un cuerpo que volvía a sentirse joven y renovado. Se detuvo ante el primer estanque de aguas claras que encontró para contemplar su reflejo y asegurarse de que era el suyo. Lo era, nariz aguileña incluida. Dedicó una mueca a su reflejo, y éste le devolvió la expresión correspondiente. Gracias, Mystra.