Leónidas está de pie detrás de Amelie en el palco de la ópera. Se inclina sobre su cabellera que, gracias a la dilatada tortura bajo el casco metálico del peluquero, circunda ahora su cabeza como una nube inmaterial, como un vapor dorado oscuro. La gloriosa espalda de Amelie y sus inmaculados brazos están desnudos. Unos hombrillos muy finos sostienen el suave terciopelo verde mar de su vestido, que ha estrenado esa misma noche. Un modelo parisiense muy costoso. Eso la ha puesto de un humor festivo. En el esplendor de su autocomplacencia, supone que también León estará de un humor festivo al verla tan radiante y luminosa. Le lanza una mirada y ve un hombre elegante con un rostro ajado y grisáceo atornillado sobre la esplendorosa pechera del frac. Una fugaz sombra de inquietud se abate sobre ella. ¿Qué ha ocurrido ahí? ¿Cómo es posible que entre el almuerzo y la ópera aquel bailarín eternamente joven se haya convertido en un respetable señor de cierta edad, cuyos ojos parpadeantes y cuya boca de comisuras caídas apenas logren disimular un cansancio de vivir más bien crepuscular?
—Seguro que hoy has tenido un día malo, pobrecito mío —dice Amelie, y al punto se distrae en otra cosa. Leónidas hace serios esfuerzos para enarbolar su sonrisa entusiástico-burlona, sin conseguirlo del todo.
—Nada de lo que valga la pena hablar, cariño. Una sola conferencia. El resto de la tarde lo he pasado holgazaneando…
Ella lo acaricia suavemente con la blancura marmórea de su espalda.
—¿No te habré sacado de quicio con mi cháchara absurda? ¿Seré yo la culpable? Tienes razón, León. Todo el mal viene de este régimen para adelgazar. Pero dime, ¿qué puedo hacer, al borde ya de los treinta y nueve, para no contonearme por la vida con una preciosa papada, un tafanario acolchado y dos jamones por piernas? ¡Vaya regalito para un fanático de la belleza como tú! Ahora mismo, y no lo comentes con nadie, casi no podría ponerme un modelo nuevo sin hacerle pequeños arreglos. No tengo la suerte de ser una frágil muñequita articulada como tu Anita Hojos. ¡Qué injustos sois los hombres! Si te hubieras ocupado un poco más de mi formación espiritual, no seguiría siendo la granuja desinhibida que soy, sino una persona tan sensible, llena de tacto y encantadoramente pudorosa como tú…
Leónidas hace un breve gesto como para rechazar el halago:
—¡No te preocupes por eso! Un buen confesor olvida los pecados de su penitente…
—Pues tampoco me parece bien que olvides tan rápidamente mis tribulaciones conyugales —protesta Amelie con un mohín, pero ya se ha vuelto de nuevo y, llevándose a los ojos sus gemelos de teatro, añade—: ¡Qué estupendo público el de esta noche!
Y, de verdad, el público es estupendo. Todo cuanto posee rango o apellido se ha dado cita esa noche en la ópera. Se aguarda la llegada de un alto dignatario extranjero. Además, una celebrada cantante se despide del público antes de irse a América de vacaciones. Amelie no para de echar las redes de sus sonrisas y saludos, que vuelve a retirar cargadas de luminosas respuestas. Como Elena desde las murallas de Troya, va enumerando los nombres de las personalidades reunidas con una excitación animada por el esnobismo.
—Los Chvieticky están en el palco bajo número tres, la princesa ya nos ha saludado dos veces, ¿por qué no respondes, León? Al lado están los Bösen-bauer, nos hemos portado fatal con ellos, tenemos que invitarlos antes de fin de mes, una partida de bridge en petit comité, te ruego que seas particularmente amable. También nos está mirando el embajador de Inglaterra, León, creo que deberías tomar nota. En el palco oficial ya se ha instalado ese coloso insoportable, la mujer de Spittelberger, creo que lleva un jersey de lana, ¿qué dirías si yo tuviese su aspecto? No estarías nada conforme, así que admira mi oculto heroísmo. Los Torre-Fortezza nos hacen señas con la mano, qué encantadora luce la joven princesa, y pensar que tiene tres años más que yo, te lo juro, León, deberías agradecer…
Leónidas prodiga sonrisas inclinándose brevemente hacia todos lados. Saluda a la buena de Dios, como hacen los ciegos a quienes se les susurra al oído los nombres de los presentes en algún lugar. Así son estos Paradini, piensa, olvidando que el aluvión de nombres ilustres también suele provocar en él, no menos que en Amelie, un estremecimiento de placer… Continuamente se exhorta a ser feliz repitiéndose que todo se ha resuelto de modo tan inesperado como favorable, que ya no se verá obligado a hacer confesiones ni a tomar decisiones difíciles y, en definitiva, que su turbio secreto había desaparecido del mundo y él podría sentirse más libre y aliviado que nunca. Pero lamentablemente no está en condiciones de aceptar su propia invitación a ser feliz. Por extraño que parezca, el hecho de que Emanuel no sea hijo suyo llega incluso a hacerlo sufrir. Él perdió a su hijo. ¡Ay, si Emanuel fuera aquel pequeño Joseph Wormser que murió de meningitis en Sankt Gilgen hacía dieciocho años y ahora sería todo un joven! Nada puede hacer Leónidas; por su cerebro avanza un tren, y en este tren Vera abandona un país en el que no puede respirar para ir a otro en el cual pueda hacerlo. ¿Quién hubiera pensado que en los países donde esos soberbios no pueden respirar se torture y se mate como si nada a hombres de la talla intelectual del padre de Emanuel? Pero es sabido que son atrocidades inventadas. Yo no me las creo. Por más que Vera sea la veracidad personificada, me niego a creerlo. Pero ¿esto qué es? También yo tengo la sensación de no poder respirar aquí. ¿Cómo? ¿Yo, vástago de una familia afincada aquí desde siempre y ahora no puedo respirar? ¡Faltaría más! Será mejor que me haga examinar el corazón en fecha próxima. Quizá pasado mañana, a escondidas, para que Amelie no se entere. No, mi estimado colega Skutecky, no iré en peregrinación al santuario del señor Lichtl, esa mediocridad triunfante, sino que iré a ver sans gêne a Alexander Bloch. Pero antes, mañana a primera hora, me haré anunciar a Vinzenz Spittelberger: ruego al señor ministro tenga a bien disculparme por las dificultades que pude crearle ayer. He considerado con calma las sugerencias del señor ministro. Una vez más, el señor ministro ha descubierto el huevo de Colón. Aquí le traigo la propuesta para la condecoración del profesor Bloch y el nombramiento del profesor Lichtl. Ya va siendo hora de que recordemos a nuestras personalidades nacionales y las reivindiquemos frente a la propaganda internacional. El señor ministro es sumamente expeditivo y sin duda hará ratificar estos documentos por el señor canciller federal en la reunión del Consejo de Ministros de hoy. —¡Gracias, señor jefe de sección, muchas gracias! En ningún momento he dudado de que es usted mi único sostén en esta casa. Le diré algo muy confidencial: si me destinan a la Cancillería en fecha próxima, lo llevaré conmigo como Präsidialist. Y no se preocupe por lo de ayer. Estaba usted un poquitín nervioso por el mal tiempo.— Sí, por supuesto, el mal tiempo. Una borrasca. Leónidas aún tiene en el oído el boletín meteorológico de la radio. Mientras se vestía para ir a la ópera, había encendido su receptor: «Centro de bajas presiones sobre Austria. Se acercan fuertes perturbaciones». Por eso no puede respirar. Leónidas sigue inclinando mecánicamente la cabeza en el vacío. Saluda con antelación, para complacer a Amelie.
Llegan los amigos a los que habían invitado al teatro esa noche. Un frac y un vestido de gala negro y plateado con un abrigo que parece de metal. Las damas se abrazan. Leónidas posa sus labios sobre una mano perfumada y regordeta, con unas cuantas manchas hepáticas. ¿Dónde estás, mano descarnada y agridulce, con tus frágiles dedos sin anillos?
—Mi estimada señora, cada día está más joven…
—Si sigue así, muy pronto saludará usted a un bebé, señor jefe de sección…
—¿Qué hay de nuevo, mi estimado amigo? ¿Cómo va la alta política?
—Gracias a Dios no tengo nada que ver con la política. Yo soy un simple pedagogo.
—Si tú también adoptas aires de misterio, mi querido jefe de sección, es que las cosas van de mal en peor. Sólo espero que Francia e Inglaterra se muestren comprensivas con nosotros. ¡Y Estados Unidos, sobre todo Estados Unidos! Al fin y al cabo, somos el último baluarte de la cultura en la Europa central…
Estas palabras de su invitado irritan a Leónidas, sin que él mismo sepa por qué.
—Tener cultura —replica enconado— es, en otras palabras, estar medio chiflado. Y Dios sabe que aquí estamos todos medio chiflados. No confío en ninguna de las potencias, ni siquiera en la más grande. A los americanos ricos les encanta venir a Salzburgo en verano. Pero ser público teatral no significa ser aliado. Todo depende de que tengamos la fuerza suficiente para revisarnos antes de que llegue la gran Revisión…
Y lanza un profundo suspiro, porque sabe que él no tiene la fuerza suficiente y la cara amorfa del esponjoso empieza a vibrar, cargada de odio, ante sus ojos.
¡Aplauso majestuoso! El dignatario extranjero, rodeado de personalidades locales, se asoma al antepecho del palco oficial. La sala oscurece. El director de orquesta, iluminado por la solitaria luz de su atril, contrae su perfil con gesto decidido y extiende dos gigantescas alas de buitre. Y, sin moverse del sitio, el buitre empieza a batir con regularidad sus alas sobre una orquesta injustificadamente eufórica. Comienza la ópera. Y eso era algo que en otros tiempos me gustaba muchísimo. Una actriz bastante corpulenta que interpreta un papel masculino salta del suntuoso lecho de la aún más corpulenta prima donna. Siglo XVIII. La prima donna, una dama de cierta edad, está melancólica. La del papel masculino, cuyo cimbreo juvenil hace resaltar la extrema feminidad de sus formas, lleva en una bandeja el chocolate del desayuno. Qué asco, piensa Leónidas.
Y de puntillas se retira al antepalco, donde se deja caer en el banco de felpa roja. Bosteza con fervor. Todo ha marchado sobre ruedas. El asunto con Vera ha desaparecido para siempre de su vida. ¡Qué ser tan increíble esa mujer! No insistió en ningún momento. Si no me hubiera dado una vez más la ventolera de ponerme sentimental, no me habría enterado de nada y nos habríamos separado sin ningún conflicto. ¡Lástima! ¡Hubiera preferido ignorar la verdad! Nadie puede vivir dos vidas. Yo, al menos, no tengo la fuerza necesaria para llevar esa doble vida que me atribuye Amelie. Me ha sobrevalorado desde el primer día, mi buena y querida Amelie. Pero no se hable más, ya es demasiado tarde. Y tampoco puedo permitirme frases tan impertinentes como la de la gran Revisión. ¡Al diablo la gran Revisión! No soy Heráclito el Oscuro ni un intelectual israelita, sino un funcionario público sin ningún talento aforístico. ¿Cuándo aprenderé a ser un asno vulgar y corriente como los demás? En algún momento hay que darse por satisfecho. Y tener siempre presente lo que se ha logrado. En esta hermosa sala se han dado cita los mil primeros, pero yo pertenezco al grupo de los cien primeros. Y vengo de abajo. Soy un auténtico triunfador. Tras la muerte prematura de mi pobre padre, mi madre y sus cinco hijos tuvimos que vivir con una pensión de mil doscientos florines. Al morir mi madre tres años después, mi pensión se esfumó junto con ella. Y yo no sucumbí. ¿Cuántos hay que se han quedado para siempre en la etapa de preceptor particular y ni siquiera han hecho realidad el audaz sueño de sentarse, como maestros de escuela de algún pueblecito rural, en la sala de la hostería reservada a los notables? ¿¡Y yo!? Después de todo, es mérito exclusivamente mío haber llegado a ser un joven de reconocido encanto y un gran bailarín de vals sin más armas que un frac heredado, y lograr que Amelie Paradini insistiera en casarse conmigo y nadie más, y ser ahora no sólo un jefe de sección, sino un gran señor; y Spittelberger, Skutecky y compañía saben muy bien que no dependo para nada de ellos, sino que soy un caso excepcional muy nonchalant, y los Chvieticky y los Torre-Fortezza, rancia nobleza feudal todos ellos, me sonríen desde sus palcos y son los primeros en saludarme, y mañana temprano llamaré a Anita Hojos desde mi despacho y me anunciaré para la hora del té. Pero me gustaría saber una cosa: ¿he llorado realmente esta tarde por el niño o sólo han sido imaginaciones mías?
La música va cayendo cada vez con mayor peso sobre Leónidas. Las voces femeninas se enfrentan en notas prolongadas y agudas. ¡Monotonía de la exageración! Y se acaba quedando dormido. Pero mientras duerme, sabe que está durmiendo. Durmiendo en el banco de un parque. Una débil llovizna iluminada por un sol de octubre humedece el césped. Ante él van desfilando largas filas de cochecitos infantiles. Y en esos blancos cochecitos que crujen sobre la grava, los efectos de las causas y las causas de los efectos duermen el profundo y absorto sueño de la infancia bajo las abombadas frentes, los labios abultados y los puñitos cerrados de los recién nacidos. Leónidas siente que la cara se le va resecando más y más. Debería haberme afeitado una segunda vez para ir a la ópera. Ya no hay nada que hacer. Su rostro es un gran calvero yermo. Los caminos transitados por acémilas y carros, todas las rutas de acceso a aquel calvero solitario van desapareciendo lentamente bajo la maleza. ¿Sería ya la enfermedad de la muerte, que no es otra cosa que el correlato lógico y misterioso de la culpa ligada a la vida? Y mientras duerme bajo la opresiva cúpula de esa música siempre agitada, Leónidas sabe con una claridad meridiana que ese día le llegó una oferta de salvación, oscura, imprecisa, articulada a media voz como todas las ofertas de este tipo. Sabe que no se mostró digno de ella. Y sabe también que jamás le será presentada una nueva.