VI. VERA APARECE Y DESAPARECE

Nada más terminar de comer, Leónidas salió de casa y se dirigió al ministerio. Sentado allí en su despacho, la cabeza apoyada en ambas manos, a través del alto ventanal dejó vagar la mirada más allá de los árboles del Volksgarten que, envueltos en un fino velo de lluvia nacarada, se erguían hacia un cielo algodonoso. Sentía el corazón lleno de estupor y admiración por Amelie. Las mujeres que aman poseen un sexto sentido. Están provistas de un olfato certero como el de los animales de caza contra el enemigo. Su clarividencia detecta las culpas masculinas. Amelie lo había adivinado todo, aunque exagerándolo, distorsionándolo e interpretándolo mal, según su costumbre. Podía casi conjeturarse la existencia de una inexplicable confabulación entre esas dos mujeres: una de ellas encarnada en la letra azul pálido, y la otra profundamente afectada por la fugaz visión de aquella letra. En las escasas líneas de la dirección, Vera le había susurrado a la otra la verdad, una verdad que Amelie había sentido como una intuición repentina, surgida de la nada. ¡Qué gran contradicción que esa clarividencia quedara luego anulada por el seco tenor de la carta! A él, no obstante, Amelie le había arrancado la máscara a sabiendas y sin saberlo. «¡Seductor dominical de criadas!». ¿No se había él autocalificado de «timador matrimonial» aquel mismo día? ¿Y no lo era realmente en la acepción delictiva del término? Amelie podía leérselo en la cara. Y, sin embargo, él se había mirado poco antes en el espejo y no había encontrado en ese rostro nada vulgar ni despreciable, sino una bien modelada elegancia que llegó a provocarle una extraña conmiseración consigo mismo. Además ¿cómo explicarse que, sin que él interviniera para nada, su decisión produjese el efecto contrario y fuera ella, y no él, quien acabara confesándose? Aquella confesión había sido una gran prueba de amor inmerecida. Él nunca había poseído ese coraje radical y casi impúdico para buscar la verdad, lo cual se debería probablemente a su origen humilde y a su pobreza de otros tiempos. El miedo, el afán de prosperar y una trémula sobrevaloración de las clases altas habían marcado su juventud. Tuvo que aprenderlo todo a trompicones: a entrar con naturalidad en su salón, a charlar con desenvoltura, a mantener una conversación, a comportarse con soltura en una mesa, a utilizar debidamente las fórmulas de cortesía, en fin, todas esas virtudes sutiles y evidentes con las cuales nacen los integrantes de la casta señorial. El quincuagenario provenía de un mundo en el que las diferencias de clase aún generaban tensiones. La energía que la juventud actual invierte en el deporte él había tenido que dedicarla a un tipo de gimnasia muy particular: a superar su timidez y compensar un permanente sentimiento de inferioridad. ¡Ah, qué instante inolvidable aquel en que, vestido con el frac del suicida, se enfrentó por primera vez a sí mismo, como triunfador, en el espejo! Pues si bien había asimilado a la perfección aquellas artes sutiles y evidentes y llevaba ya varios decenios practicándolas de forma inconsciente, en el fondo no era sino aquello que los romanos denominaban un «liberto». Y un liberto no posee el valor natural para indagar la verdad propio de una Paradini, esa temeraria superioridad situada por encima de toda vergüenza. Además, Amelie había sondeado los abismos del liberto a mayor profundidad que él mismo. Sí, era cierto que temía la ira y la venganza de su esposa si decidía reconocer al hijo de Vera y suyo. Temía que Amelie iniciara en seguida el juicio de divorcio. Y nada temía tanto como perder esas riquezas de las que disfrutaba con tanta indolencia. Él, el hombre noble que «desdeñaba el dinero», el alto funcionario, el educador del pueblo, sabía ahora que ya no podría soportar la estrechez en la que vivían sus colegas, esa lucha cotidiana contra las aspiraciones y exigencias propias de una vida mejor. Estaba demasiado corrompido por el dinero y por la agradable costumbre de no tener que privarse de nada. Ahora entendía perfectamente que muchos de sus compañeros de trabajo sucumbieran a la tentación de aceptar sobornos para poder, de vez en cuando, darle algún gusto a sus ávidas esposas. Agachó la cabeza hasta tocar la carpeta del escritorio. Sintió el ardiente deseo de ser un monje y pertenecer a una orden muy estricta…

Leónidas sacó fuerzas de flaqueza. «No puedo eludirlo», dijo en voz alta lanzando un profundo suspiro. A continuación cogió una hoja de papel y empezó a redactar para el ministro Vinzenz Spittelberger un informe en el que intentaba presentar como una necesidad ineludible para el Estado el nombramiento del catedrático supernumerario de medicina, profesor Alexander Bloch, para cubrir la cátedra vacante de medicina interna y hacerse cargo de las prácticas clínicas correspondientes. Él mismo no sabía por qué persistía en su obstinación y en su deseo de provocar una prueba de fuerza decisiva. Pero apenas había escrito unas diez líneas cuando dejó la pluma y llamó por el timbre a su secretario:

—Tenga la bondad, mi estimado amigo, de llamar al Parkhotel de Hietzing y avisarle a la doctora Vera Wormser, no sé si es señora o señorita, que iré a verla personalmente a eso de las cuatro…

Como siempre en sus momentos de nerviosismo, Leónidas había hablado con una voz opaca y difuminada. El secretario puso ante él una hojita en blanco:

—Señor jefe de sección, ¿tendría usted la amabilidad de escribirme el nombre de la señora? —dijo.

Leónidas se quedó mirándolo medio minuto sin decir palabra, luego guardó en su carpeta el informe recién empezado, acomodó los objetos dispersos sobre su escritorio como quien se dispone a irse y se puso en pie.

—No, gracias. No hace falta. Iré ahora mismo.

El secretario consideró su deber recordarle que el señor ministro era esperado allí hacia las cinco, pero la noticia no pareció ejercer efecto alguno sobre Leónidas, que en ese instante estaba descolgando su sombrero y su abrigo del perchero.

—Si el ministro pregunta por mí, no le diga nada. Dígale simplemente que he salido…

Tras lo cual abandonó su despacho con paso elástico, pasando junto al joven secretario.

Una de las costumbres más inveteradas del jefe de sección consistía en no detenerse jamás con su gran coche ante el portón del ministerio, sino en bajarse de él ya en la Herrengasse si alguna vez lo utilizaba. Más que temer la envidia de sus colegas, consideraba una «falta de tacto» (sobre todo durante las horas de trabajo) hacer gala de su prosperidad material y transgredir a ojos vistas las espartanas limitaciones del cuerpo de funcionarios. Los ministros, políticos y actores cinematográficos sí podían pavonearse tranquilamente en sus relumbrantes limusinas, pues eran criaturas de la publicidad. En cambio, un jefe de sección tenía el deber de demostrar, sin menoscabo de su elegancia, cierta sobria parquedad, una parquedad ostensible que acaso sea una de las formas más intolerantes de la arrogancia humana. Cuántas veces había intentado convencer a Amelie, con toda la cautela del caso, de que esa festiva e inagotable ostentación de alhajas y vestidos no se correspondía del todo con su situación de funcionario. ¡Vana prédica! Ella se reía en su cara. Era aquél uno de los conflictos vitales que más solían inquietar a Leónidas… Esta vez cogió el tranvía, del que se apeó en las proximidades del palacio de Schönbrunn.

La lluvia, que empezara a amainar una hora antes, había cesado por completo. Pero sólo fue como una lánguida pausa en el curso de una enfermedad, como la turbia suspensión del dolor entre dos accesos. El nuboso día colgaba a media asta húmedo y laxo, y cada uno de esos minutos extrañamente retrasados parecía preguntar: hasta aquí hemos llegado, ¿y ahora qué? Leónidas sintió en todos sus nervios el cambio decisivo que el mundo había experimentado desde aquella mañana. Pero sólo advirtió la causa de ese cambio mientras recorría a paso vivo la ancha calle flanqueada de plátanos que bordeaba el muro del palacio. Bajo sus pies cedía penosamente una gruesa alfombra de hojas secas empapadas de agua. Las descoloridas hojas de plátano se habían esponjado tanto y chasqueaban tan fuerte bajo cada pisada que era como si un chubasco de sapos se hubiera precipitado desde lo alto. En unas cuantas horas el viento había arrebatado a los árboles más de la mitad de su follaje, y el resto aún colgaba, mustio, de las ramas. El día, que se había iniciado como una precoz mañana de abril, concluía súbita y prematuramente envejecido como un atardecer de noviembre.

En la floristería de la esquina siguiente dudó Leónidas más de lo debido entre llevar rosas blancas o rojo sangre. Por último se decidió por dieciocho rosas de té de tallo largo y un amarillo pálido, atraído por su aroma suave y un tanto marchito. Más tarde, cuando se hizo anunciar a la doctora Wormser en la recepción del hotel, se asustó de pronto ante la reveladora cifra «dieciocho» que había elegido sin querer. ¡Dieciocho años! Y entonces recordó aquel ominoso ramo de rosas que él, ridículo enamorado, llevara una vez a la pequeña Vera sin hallar el valor necesario para entregárselo. Y tuvo la impresión de que esa vez fueron también rosas de té de un amarillo pálido, con un perfume igual de suave y directo, como la flor de algún vino paradisíaco que no existiese en la Tierra.

Madame ruega al señor jefe de sección que la espere aquí —dijo el portero en tono sumiso y acompañó al visitante hasta uno de los salones de la planta baja. No cabe esperar nada mejor del salón de un hotel, se consoló Leónidas, a quien la semipenumbra y el mobiliario de la habitación le crisparon los nervios. Es horrible que uno vuelva a ver el amor de su vida en la pública intimidad de una sala de estar común y corriente, cualquier bar hubiera sido mejor, o incluso un bullicioso café con música. Que Vera hubiera sido realmente el «amor de su vida» era ya para Leónidas una certeza absoluta, aunque carente de todo fundamento.

La habitación estaba repleta de muebles pesados que se erguían como las hoscas fortificaciones de una escenografía olvidada sobre el telón de fondo de la incertidumbre. Estaban allí como los objetos de una subasta abandonada por el rematador y en la cual se instalaban, durante una horita o dos, toda suerte de visitantes ocasionales. Suntuosos sillones, armarios japoneses, cariátides portalámparas, un brasero oriental, arcones tallados, taburetes, etc. Junto a la pared se veía un piano de cola púdicamente velado. El paño de felpa que lo cubría de arriba abajo era negro, lo cual le daba cierto aire de catafalco para música muerta. Aquel paño mortuorio estaba, además, cargado con muy diversos objetos de bronce y mármol, alineados también como para la venta: un sileno ebrio que mantenía en equilibrio un tarjetero, una grácil bailarina sin aparente objetivo práctico, un fastuoso conjunto de tintero y pluma, lo bastante grande y serio como para ofrecer sus servicios en la firma de un tratado de paz, y muchas otras cosas que parecían tener la misión de impedir que esa música muerta —o aparentemente muerta— se escapara de su ataúd. Leónidas sospechó que aquél era un piano destripado y no pasaba de ser un honorable simulacro, pues un instrumento vivo hubiera sido utilizado por la dirección del hotel para el té danzante de cada día, cuyos preparativos ya empezaban a oírse fuera. Lo único vivo en ese salón eran las dos mesas de juego desplegadas sobre las que aún se veían unas cartas de bridge, una imagen de grato esparcimiento e inalterable serenidad que atrajo una y otra vez la envidiosa mirada de Leónidas, maestro indiscutible en dicho juego…

Iba éste de un extremo al otro del salón, esquivando como mejor podía los angulosos promontorios de muebles y mesas. Aún llevaba en la mano las rosas envueltas en papel de seda, aunque sentía que los delicados capullos comenzaban a marchitarse con el calor de su cuerpo. No tenía la fuerza de voluntad necesaria para dejarlas en algún sitio, aparte de que el débil perfume lo acompañaba de un lado para otro y le hacía bien. Mientras iba y venía a paso regular comprobó que el corazón le latía con más fuerza que de costumbre. Ya no recuerdo cuándo lo sentí latir tan fuerte por última vez. Esta espera me está poniendo muy nervioso. Pudo comprobar asimismo que tenía la mente en blanco: La espera me colma por completo. No sé muy bien cómo empezar. Ni siquiera sé qué tratamiento debo dar a Vera. Y por último: Me está haciendo esperar mucho. Ningún ministro me ha hecho esperar tanto. Al menos llevo ya veinte minutos recorriendo este horrible salón de punta a punta. Pero no pienso mirar el reloj, para no enterarme de cuánto hace que espero. Por supuesto que Vera tiene todo el derecho a hacerme esperar el tiempo que se le antoje. Es, en verdad, un castigo mínimo. No quiero ni pensar en lo que ella me ha esperado en Heidelberg: semanas, meses, años…

No dejó de caminar un solo instante. En el vestíbulo empezó a sonar una música de baile. Leónidas se estremeció: ¡lo que faltaba! Lo mejor sería que ni se presentara. Yo esperaría aquí tranquilamente una hora, o incluso dos, y después me iría sin decir palabra. Así habría hecho lo que me tocaba y no tendría nada que reprocharme. Ojalá no venga. Para ella tampoco ha de ser muy gratificante volver a verme. Me siento como en vísperas de un examen difícil o de una operación… Seguro que ya ha pasado media hora. Supongo que se habrá marchado del hotel para no encontrarse conmigo. Pues nada, completaré mi hora de espera. Esa música de jazz tampoco resulta desagradable. Parece acelerar el tiempo. Y ya está oscureciendo…

Fuera estaban bailando la tercera pieza cuando una dama grácil y menuda apareció de improviso en el salón:

—Lo he hecho esperar un rato —dijo Vera Wormser sin justificar su frase con una disculpa, y le tendió la mano. Leónidas besó esa frágil mano envuelta en un guante negro, esbozó su sonrisa entusiástico-burlona y empezó a balancearse sobre la punta de los pies.

—Por favor —gangueó—, no tiene ninguna importancia… Hoy me he permitido… —Y añadió en tono vacilante—: Señora…

Y le entregó el ramo sin haberle quitado el papel. Con gesto sereno Vera liberó las rosas de té. Lo hizo cuidadosamente y tomándose el tiempo necesario. Después paseó la mirada por aquel salón horrible y extraño en busca de algún recipiente donde ponerlas, y al instante encontró un florero y una jarra con agua potable sobre una de las mesas de juego. Llenó el florero con cautela y fue colocando en él las rosas una a una. El amarillo flameó en la semipenumbra. Aquella mínima tarea parecía absorberla por completo. Sus movimientos eran contenidos, venían desde dentro, como suele ocurrirles a los miopes. Llevó el florero con las tiernas rosas hasta un sillón próximo a la ventana, lo puso sobre una mesita redonda y se sentó en la esquina de un sofá, de espaldas a la luz. La habitación se transformó. Leónidas también tomó asiento después de pedirle permiso con una reverencia bastante absurda, típica del estudiante adscrito a una corporación. Lo cegaba, por desgracia, el resplandor blancuzco de la niebla del atardecer en la ventana.

—La señora deseaba… —dijo en un tono que a él mismo le repugnó—; recibí su carta a primera hora de esta mañana y en seguida… Por supuesto que estoy a su entera disposición…

La respuesta tardó unos instantes en llegar desde la esquina del sofá. La voz seguía siendo clara e infantil, y hasta parecía haber conservado su tono distante.

—No tenía por qué molestarse personalmente, señor jefe de sección —dijo Vera Wormser—, la verdad es que no me lo esperaba… Hubiera bastado con una llamada telefónica…

Leónidas hizo un gesto entre apenado y sorprendido con la mano, como dando a entender que, tratándose de la señora, el deber le ordenaría recorrer en cualquier circunstancia trechos mucho mayores que el que mediaba entre el Ministerio de Educación y Cultura de la Minoritenplatz y el Parkhotel de Hietzing. Al llegar a este punto, la conversación —no muy animada de por sí— dio un giro crucial, y el rostro de Vera completó su primera etapa. Pues estaba ocurriendo lo siguiente: la imagen de la amada no sólo se había difuminado hacía años en el recuerdo de Leónidas, sino que, en espacios mal iluminados y en momentos de particular nerviosismo, sus ojos, aquejados de un fuerte astigmatismo, percibían la realidad, al menos en un principio, solamente para reflejarla sobre una superficie borrosa. Hasta ese momento, pues, Vera no había tenido un rostro, sino que había sido una grácil silueta con un vestido de viaje gris sobre el que destacaban vagamente una blusa de seda lila y un collar de cuentas de ámbar de un dorado pardusco. Por muy grácil y doncellil que fuera esa silueta, de «doncellil» no tenía sino el aspecto, pues en realidad pertenecía a una persona frágil y de edad indefinida en la que Leónidas no hubiera reconocido a su amante de Heidelberg. Sólo a partir de entonces empezó el rostro de Vera a atravesar la clara superficie vacía, como si llegara desde muy lejos. Alguien parecía girar torpemente el regulador de unos prismáticos intentando enfocar con mayor precisión un objeto lejano. Era algo así, más o menos. El pelo fue lo primero que apareció en la lente todavía turbia, una cabellera negrísima, lisa y con raya al medio. (¿Serían hilos y mechones canosos eso que se distinguía al fijar la mirada en ella?). Luego se abrieron paso los ojos, de un profundo azul violáceo, sombreados como antes por sus largas pestañas. Serios, escrutadores y asombrados, permanecían fijos en Leónidas. La boca, bastante grande, tenía esa expresión de severidad patente en las mujeres que llevan mucho tiempo ejerciendo una profesión, y cuyo disciplinado pensamiento raras veces es cruzado por fantasías de segundo orden. ¡Qué contraste con el túrgido mohín que tan a menudo hinchaba los labios de Amelie! Leónidas advirtió de pronto que Vera no se había acicalado para recibirlo. No había utilizado el tiempo que lo hizo esperar en «arreglarse». Sus cejas no estaban depiladas ni delineadas con lápiz (¡oh, Amelie!), ni sus párpados oscurecidos con sombra azul, ni sus mejillas maquilladas. Quizá sólo la boca había entablado un fugaz contacto con el lápiz de labios. ¿Qué había estado haciendo durante esa hora que duró su espera? Probablemente mirando por la ventana, pensó Leónidas.

El rostro de Vera estaba ahora completo y, no obstante, Leónidas seguía sin reconocer la escurridiza imagen. Aquella cara sólo parecía una reproducción aproximativa, una traducción del rostro perdido a la lengua extranjera de otra realidad. Vera guardaba un silencio obstinado y sereno. Él, en cambio, todo menos sereno, buscaba la forma de proseguir la «conversación» en lo que solía denominar «el tono apropiado». Mas no lo encontraba. Pues ¿qué tono podía ser el apropiado para semejante encuentro? Con horror volvió a oírse hablar en un tonillo nasal y totalmente falso, como uno de esos miembros de la grandeza local que, con impertinente seguridad, intenta mostrarse a la altura de cualquier situación, por penosa que ésta sea:

—Espero que la señora pasará una temporada larga entre nosotros…

Al oír estas palabras, Vera lo miró un tanto más asombrada. Ahora no logra entender cómo alguna vez pudo caer en las manos de un individuo tan chato y trivial como yo. Desde siempre, su presencia ha sacado a relucir mis debilidades. Leónidas sintió que el desasosiego le enfriaba las manos. Ella respondió:

—Sólo me quedaré aquí dos o tres días, hasta dejarlo todo arreglado.

—¡Oh! —dijo él en un tono de voz casi asustado—, ¿y piensa volver luego a Alemania?

No pudo evitar que en la cadencia de esta pregunta resonara cierto matiz de alivio. Y en ese momento vio por primera vez que la frente clara y marfileña de Vera estaba surcada de arrugas horizontales.

—¡No! Todo lo contrario, señor jefe de sección —replicó ella—, jamás volveré a Alemania…

Algo en Leónidas reconoció entonces esa voz, la voz inexorablemente burlona de la quinceañera sentada a la mesa de su padre. Él esbozó un gesto de disculpa, como si hubiera cometido un fallo imperdonable:

—Perdón, señora, ya entiendo. No debe ser particularmente grato vivir ahora en Alemania…

—¿Por qué? Para la mayoría de los alemanes es muy agradable —comprobó ella en tono frío—; no lo es sólo para nosotros…

A Leónidas le vino un arrebato patriótico.

—En ese caso, señora, debería pensar en trasladarse más bien a la antigua patria… Aquí comienzan a moverse muchas cosas…

La dama no parecía compartir esa opinión. Rechazó la sugerencia:

—No, señor jefe de sección. La verdad es que llevo muy poco tiempo aquí y no me atrevo a formular ningún juicio. Pero me gustaría respirar por fin un aire libre y puro…

¡Ya estaba ahí de nuevo la vieja arrogancia de esa gente, su irritante presunción! Aunque los encerrásemos en el sótano, seguirían mirándonos como si estuviesen en el séptimo piso. Los únicos realmente capaces de hacerles frente son esos bárbaros primitivos, que no discuten con ellos, sino que los aporrean sin ningún miramiento. Debería ir a ver a Spittelberger hoy mismo y ofrecerle a Abraham Bloch como víctima propiciatoria. Un aire libre y puro. Y encima es desagradecida conmigo. Leónidas sintió como un alivio su propia reacción de disgusto y desaprobación. Le quitó cierto peso de encima. Pero al mismo tiempo el rostro de la dama sentada en la esquina del sofá había completado una nueva etapa, esta vez la definitiva. Ya no era una reproducción ni una traducción, sino el original mismo, aunque con rasgos más duros y ensombrecidos. Y, no obstante, seguía conservando aquella luz acre de pureza y exotismo que en su día le hiciera perder la cabeza al preceptor pobre y, más tarde, al joven esposo de otra mujer. ¿Pureza? No había pensamiento detrás de esa frente blanca que no estuviese en consonancia con la totalidad de su ser, y uno lo sentía. Sólo que ahora era una pureza más dura y libre de deseos que la de antes. ¿Exotismo? ¿Quién podía definirlo? El exotismo se había vuelto incluso más exótico, aunque con menos gracia.

La música de baile volvió a resonar con fuerza. Leónidas tuvo que levantar la voz. Una extraña compulsión iba dando forma a sus palabras, que sonaban secas y afectadas, como para exasperar a cualquiera:

—¿Y dónde piensa establecerse la señora?

Vera pareció lanzar un profundo suspiro al responder:

—Pasado mañana estaré en París y el viernes zarpa mi barco de La Haya.

—De modo que viaja usted a Nueva York —dijo Leónidas sin signo de interrogación e inclinando la cabeza en gesto de aprobación y hasta de elogio.

Ella sonrió débilmente como si la divirtiese seguir contradiciéndolo, pues hasta ese momento había tenido que iniciar casi todas sus réplicas con un «no».

—¡Oh, no! ¿Nueva York? ¡Dios me libre! Tampoco es tan sencillo. No aspiro a tanto. Me voy a Montevideo…

—Montevideo —repitió Leónidas en tono alelado—, eso queda tan lejos…

—¿Lejos de dónde? —preguntó tranquilamente Vera, citando la melancólica adivinanza de los exiliados que han perdido su centro de gravedad geográfico.

—Yo soy un vienés empedernido —confesó Leónidas—, y un apasionado de Hietzing, para más señas. Para mí sería ya una decisión muy seria tener que mudarme a otro barrio. ¿Irme a vivir allí, cerca del Ecuador? Sería el ser más infeliz de la Tierra, pese a los colibríes y las orquídeas…

El rostro femenino adquirió un grado más de seriedad en la semipenumbra:

—Y yo estoy muy contenta de que me hayan ofrecido una cátedra en Montevideo, en una gran universidad. Hay muchos que me envidian. Aquel de nosotros que encuentre refugio y encima trabajo en algún sitio debería darse con un canto en los dientes… Pero no creo que estas cosas puedan interesarle…

—¿Cómo que no? —la interrumpió Leónidas sobresaltado—. No hay nada en el mundo que me interese más… —Y concluyó en voz baja—: No sé cómo decirle hasta qué punto la admiro…

Esta vez no es una mentira. La admiro de verdad. Tiene ese extraordinario valor para afrontar la vida y ese aborrecible desarraigo propios de su raza. ¿Qué hubiera sido de mí a su lado? Quizá hubiera llegado a ser realmente algo. En cualquier caso, algo muy distinto de un jefe de sección a punto de jubilarse. Aunque no nos hubiéramos soportado ni una hora.

Su perplejidad iba en aumento. De pronto, el salón en el que estaban cedió el puesto a otro, más luminoso: la habitación que habían ocupado en Bingen, a orillas del Rin. ¡Increíble! Todo sigue en su lugar, estoy viendo la vetusta estufa de azulejos. Era como si se hubiera descorrido un velo ante los ojos de su memoria.

—¿Qué es lo que encuentra admirable? —preguntó Vera con voz disgustada.

—Pues que lo abandone usted todo aquí, en el Viejo Mundo, donde nació y donde ha transcurrido su vida…

—No abandono nada —repuso ella en tono seco—. Vivo sola, y por suerte no me he casado…

¿Sería esto un nuevo peso en el platillo de la balanza? ¡No! Leónidas sintió aquel «no me he casado» como un ligero triunfo que le produjo un agradable cosquilleo en las venas. Se retrepó en su sillón. Era mejor no prolongar más tiempo esa conversación. Las palabras fueron saliendo un poco entrecortadas de sus labios:

—Creí que tenía que ocuparse de aquel joven… Al menos así entendí su carta…

Vera Wormser se animó bruscamente. Cambió de postura y se inclinó hacia adelante. Leónidas tuvo la impresión de que la voz de su interlocutora se ruborizaba:

—Si fuera posible que me ayudase usted en este caso, señor jefe de sección…

Leónidas guardó un largo silencio antes de que las palabras le brotasen en un tono involuntariamente cálido y profundo:

—Pero, Vera, eso es evidente…

—En este mundo no hay nada evidente —repuso ella, y empezó a quitarse los guantes.

Aquello fue como una suave complacencia, como un gesto de buena voluntad con el que intentaba dar más de sí y estar presente con un poco más de su cuerpo. Y entonces vio Leónidas las manos pequeñas y tiernísimas, esas manos que en otro tiempo se entregaron, llenas de confianza, a las suyas. La piel estaba un poco amarillenta y las venas resaltaban bastante. En ninguno de los dedos se veía un anillo.

La voz del hombre vibró:

—Es cien veces evidente, Vera, que daré cumplimiento a su deseo y matricularé a ese joven en el mejor colegio de la ciudad, en el Escocés, si le parece bien, el semestre acaba de empezar, y pasado mañana podrá ingresar en el curso de bachillerato. Me ocuparé de él y haré todo lo que pueda por…

La cara de Vera se aproximó más todavía. Los ojos le brillaban.

—¿De veras piensa hacerlo?… ¡Ah! En ese caso me será más fácil abandonar Europa…

El rostro de Leónidas, en general tan compuesto, se había desmadejado por completo. Sus ojos eran como los de un perro suplicante:

—¿Por qué me avergüenza, Vera? ¿No se da usted cuenta, al verme así…?

Acercó su mano a la de ella, que reposaba sobre la mesa, pero no se atrevió a tocarla:

—¿Cuándo me enviará al muchacho? ¡Cuénteme algo de él! ¡Dígame cómo se llama!

Vera lo miró con los ojos muy abiertos.

—Se llama Emanuel —respondió titubeante.

—¿Emanuel? ¿Emanuel? ¿No se llamaba Emanuel vuestro difunto padre? Es un nombre hermoso y nada común. Esperaré a Emanuel mañana a las diez y media en mi despacho, en el ministerio, quiero decir. No faltarán problemas. Quizá hasta surjan conflictos graves. Pero estoy dispuesto a asumirlos, Vera. Estoy dispuesto a tomar las decisiones más radicales…

Ella pareció recuperar su actitud fría y distante:

—Sí, lo sé —dijo—, ya me han hablado de las dificultades que pueden surgirle a uno en Viena, aunque tenga una protección tan importante…

Leónidas no prestó mucha atención a la frase. Tenía los dedos crispados y entrelazados:

—¡No piense ahora en esas dificultades! Cierto es que no tiene por qué creer en mis promesas, pero le doy mi palabra de que este asunto se arreglará…

—Todo está en sus manos, señor jefe de sección…

Leónidas bajó la voz, como deseando averiguar secretos:

—¡Cuénteme, hábleme de Emanuel, Vera! Es muy talentoso. No podía ser de otro modo. ¿Cuál es su fuerte?

—Las ciencias naturales, creo…

—Ya me lo imaginaba. Su padre, Vera, fue un gran naturalista. Y ¿cómo es Emanuel aparte de esto?… Quiero decir, ¿cómo es físicamente?

—No tiene un físico que pueda deshonrar su protección, si es eso lo que teme —replicó Fräulein Wormser con cierta aspereza.

Leónidas la miró sin comprender.

Mantuvo el puño firmemente apoyado contra la boca del estómago, como si así pudiera dominar su excitación.

—Espero que se parezca a usted, Vera —espetó de pronto.

La mirada de ella se fue iluminando lentamente: había comprendido y eso la divertía, por lo que prolongó la incertidumbre:

—¿Y por qué habría de parecerse a mí precisamente?

Leónidas estaba tan emocionado que susurró:

—Siempre he estado convencido de que sería su vivo retrato…

Después de saborear una larga pausa, Vera dijo por fin:

—Emanuel es el hijo de mi mejor amiga…

—El hijo de su mejor amiga —tartamudeó Leónidas sin acabar de entender del todo.

Desde fuera empezó a llegar el ritmo cadencioso y ensordecedor de una rumba. Una terrible dureza se abatió sobre los rasgos de Vera.

—Mi amiga —dijo con un perceptible esfuerzo por dominarse—, mi mejor amiga murió hace un mes. Sólo sobrevivió nueve semanas a su esposo, uno de nuestros físicos más importantes, al que torturaron hasta matarlo. Emanuel es su único hijo. Y me fue confiado…

—¡Qué cosa más espantosa! ¡Sí, realmente espantosa! —dijo Leónidas rompiendo un breve silencio. Pero no sintió la menor sombra de espanto. Su ser se fue inundando más bien de estupor ante esa revelación, y, por último, de un alivio indescriptible: no tengo ningún hijo con Vera. No tengo ningún hijo de diecisiete años del cual deba responder ante Amelie y ante Dios. ¡Doy gracias al cielo! Todo sigue igual que antes. Todos mis temores y sufrimientos de hoy eran pura imaginación. Al cabo de dieciocho años me he vuelto a encontrar con una amante engañada. ¡Eso es todo! Una situación difícil, entre penosa y melancólica. Pero sería exagerado hablar de una culpa inexpiable, señorías. Dicho entre hombres: yo no soy ningún don Juan; es la única historia de este tipo en una vida por lo demás bastante irreprochable. ¿Quién se atreve a tirarme la primera piedra? Ya ni la misma Vera la recuerda, ni siquiera ella, una mujer moderna, independiente y de ideas radicales, que se ha metido de lleno en la vida activa y está contentísima de que aquella vez no me la llevara conmigo…

—¡Qué espantoso todo lo que está sucediendo! —repitió, pero en su voz había casi júbilo.

Se puso en pie de un salto, se inclinó sobre la mano de Vera e imprimió en ella un largo y ardiente beso. De buenas a primeras recuperó su elocuencia:

—Le prometo solemnemente, Vera, que trataré al hijo de su pobre amiga como si fuera hijo suyo, como si fuera mi propio hijo. No, no me lo agradezca. Soy yo quien debe agradecerle. Me está haciendo el más generoso de los regalos…

Vera no le había agradecido. No había abierto la boca. Estaba de pie, en la actitud de quien se despide, como queriendo evitar que esa conversación traspasara un umbral sagrado. La oscuridad ya era total en el salón repleto de muebles cuya enormidad se iba difuminando en masas amorfas. A la falsa penumbra producida por la lluvia de aquel día de octubre sucedía la auténtica penumbra del atardecer. Sólo las rosas de té irradiaban aún su luz permanente. Leónidas sintió que lo más prudente sería retirarse en ese momento. Todo lo que podía decirse estaba dicho. Cualquier paso ulterior lo llevaría por fuerza a un terreno moralmente resbaladizo. La actitud rígida y distante de Vera prohibía la más mínima efusión sentimental. El «tacto» más elemental exigía irse de inmediato y despedirse sin ningún patetismo. Ya que ella misma había tachado ese episodio de su vida, ¿por qué tenía él que reavivarlo ahora? Más bien debería alegrarse de que ese instante tan temido hubiera transcurrido con total fluidez y buscar rápidamente un final digno. Pero fue inútil que Leónidas se diera estas recomendaciones a sí mismo. Estaba demasiado alterado. La dicha de saberse libre de cualquier conflicto vital lo inundó como una oleada de convalecencia y rejuvenecimiento. Ya no vio ante sí a la dama menuda y grácil que torturaba su conciencia, a la víctima recuperada de una antigua culpa, sino a una Vera muy presente y que no le inspiraba temor alguno. Exonerado de la obligación de cambiar su vida, volvió a sentir en sus nervios la lúdica superioridad que perdiera esa mañana. Y con ella llegó también una fugaz pero demencial ternura por esa mujer, que había surgido como un espectro para luego desaparecer definitivamente de su sentimiento de culpa, con gran nobleza y sin plantear la menor reivindicación. Leónidas cogió las livianas manos de Vera y las apretó contra su pecho. Tuvo la impresión de estar reanudando su aventura en el mismo punto en el que tan vilmente la interrumpiera dieciocho años antes.

—Vera, queridísima Vera —gimió—, no sabe lo mal que me siento aquí y ahora ante usted. No hay palabras para expresarlo. ¿Me ha perdonado? ¿Ha podido perdonarme? ¿Puede perdonarme?

Vera giró casi imperceptiblemente la cabeza, mirando a un lado.

¡Qué vida cobró en el alma de Leónidas ese mínimo gesto de rechazo! Incomprensiblemente, nada se había perdido. Todo seguía su curso en una mística simultaneidad. El perfil de Vera fue para él una revelación. La hija del doctor Wormser, la jovencita de Heidelberg estaba allí en carne y hueso, sin que la memoria la desdibujara. Y el mechón canoso, la boca desdeñosa y las arrugas sobre la frente no hicieron sino aumentar con un dulzor amargo el fugitivo embeleso:

—Perdonar —dijo Vera retomando la pregunta— es una palabra enfática. No me gusta. Lo que es preciso lamentar sólo puede perdonárselo uno mismo…

—¡Sí, Vera, eso es muy cierto! Cuando la oigo hablar así me doy cuenta de la criatura excepcional que es usted. Qué bien ha hecho en no casarse. La sinceridad misma es algo demasiado valioso para el matrimonio, Vera. A su lado, cualquier hombre hubiera acabado mintiendo, no sólo yo…

Leónidas saboreó en sí mismo el placer de la irresistibilidad masculina. En ese instante hubiera tenido valor para estrechar a Vera contra su pecho, pero prefirió lamentarse:

—Nunca me he perdonado ni me perdonaré, nunca, nunca…

Pero antes de haber terminado la frase, ya se había perdonado para siempre y había borrado su culpa de la pizarra de su conciencia. De ahí que su afirmación sonara más bien alegre. La señorita Wormser liberó sus manos con un leve movimiento. Recogió el bolsito y los guantes de la mesa:

—Ya tengo que irme —dijo.

—Quédese unos minutos más, Vera —suplicó él—. No nos volveremos a ver en esta vida. Obséquieme también con una buena despedida de la que pueda acordarme como un indultado…

Ella siguió mirando a un lado, pero dejó de abotonarse los guantes. Leónidas se sentó en el brazo de un sillón y tuvo que levantar su cara hacia la de ella, acercándosele un poco más:

—¿Sabe usted, queridísima Vera, que desde hace dieciocho años no ha pasado un solo día en que yo no haya sufrido en silencio, como un perro, por usted y por mí…?

Esta confesión no tenía ya nada que ver con la verdad ni con la mentira. No era sino la vibrante melodía de la redención y de la deliciosa melancolía que confluían en él sin entrecruzarse.

Pese a estar tan cerca de su rostro, no advirtió lo pálida y cansada que pareció Vera de pronto. Había acabado de abotonarse los guantes y ya tenía el bolsito debajo del brazo.

—¿No sería mejor que nos separásemos ahora? —preguntó.

Pero Leónidas no se dejó interrumpir:

—Ha de saber, querida mía, que hoy me he pasado el día entero pensando en usted, hora tras hora. Ha sido mi único pensamiento desde esta mañana. Y sepa también que hasta hace pocos minutos estaba firmemente convencido de que Emanuel era hijo suyo y mío, y que por ese Emanuel he estado casi, casi a punto de jubilarme y pedirle el divorcio a mi esposa, de abandonar nuestra encantadora casa y, ya poco antes del final, iniciar una nueva y dura vida…

En la respuesta de la mujer sonó por primera vez el tono burlón de otros tiempos, aunque desde el borde de un profundo agotamiento:

—Menos mal que sólo estuvo casi a punto, señor jefe de sección…

Leónidas ya no pudo contenerse. Impetuosa surgió de pronto su confesión:

—Hace dieciocho años, Vera, en el instante mismo en que le tendí por última vez la mano desde la ventanilla del tren, tuve ya el irrevocable convencimiento de que algo había ocurrido, de que tendríamos un hijo. A ratos era una convicción muy fuerte, luego se debilitaba por largos períodos o sólo resurgía de vez en cuando como las ascuas bajo las cenizas, pero me ha mantenido mucho más vinculado a usted de lo que podría imaginarse. La misma desleal cobardía que me ataba a usted, me impedía a la vez buscarla y encontrarla. Seguro que usted no ha pensado en mí hace años. Yo, en cambio, he pensado casi a diario en usted, aunque con miedo y remordimientos. Mi infidelidad ha sido la máxima aflicción de mi vida. Y he vivido en una extraña relación con usted, Vera, por fin puedo confesarlo. ¿Sabe que, por cobardía, esta mañana estuve a punto de romper su carta sin leerla, como lo hice aquella vez con la que me llegó a Sankt Gilgen?

Nada más confesarse, Leónidas quedó como petrificado. Sin quererlo, había dejado al descubierto los bajos fondos de su alma. Un súbito sentimiento de vergüenza recorrió su nuca como un cepillo. ¿Por qué no se había ido en el momento adecuado? ¿Qué demonio lo había instigado a hacer esa confesión? Dirigió la mirada a la ventana tras la cual se iban encendiendo las farolas con un parpadeo sibilante. Estaba lloviznando otra vez. Las minúsculas gotas de lluvia danzaban como mosquitos en torno a los globos de luz. La señorita Vera Wormser permaneció inmóvil en la oscuridad total. Su rostro ya no era sino un pálido reflejo. Leónidas sintió que esa figura extinguida a la que ahora daba la espalda tenía algo de sacerdotisa. Sin embargo, la voz, fría y objetiva como desde el principio, parecía haberse alejado:

—Fue una medida muy práctica de su parte no leer mi carta aquella vez —dijo—. No debí escribirla nunca. Pero estaba totalmente sola y sin ayuda en los días en que murió la criatura…

Leónidas no volvió la cabeza. Su cuerpo adquirió de pronto la rigidez de la madera. La palabra «meningitis» acudió a su memoria. Sí, precisamente aquel año la epidemia había arrebatado a muchos niños de la región de Salzburgo. Y el suceso, no sabía por qué, se le había grabado en la memoria. Pese a ser de madera, sus ojos empezaron a llorar. Pero no sintió ningún dolor, sino un malestar muy extraño unido a algo inexplicable que lo obligó a dar un paso hacia la ventana. Eso hizo que la clara voz se alejase todavía más.

—Era un niño —dijo Vera—. Tenía dos años y medio y se llamaba Joseph, como mi padre. Lamento haber hablado ahora de él. Me había propuesto firmemente no hacerlo, sobre todo con usted. Pues no tiene ningún derecho…

El hombre de madera siguió mirando fijamente a través de la ventana. Creía no sentir otra cosa que el vacío transcurrir de los segundos. Su mirada penetró muy hondo en la tierra del cementerio rural de Sankt Gilgen. Era un otoño pesado y solitario en las montañas. Allí yacían dispersos en el lodo negro y húmedo unos huesecillos que provenían de él. Hasta el Juicio Final. Quiso decir algo. Por ejemplo: «¡Vera, no he amado a nadie más que a usted!». O bien: «¿Volvería a intentarlo conmigo?». Pero todo era ridículo, absurdo y falso. No dijo una palabra. Los ojos le ardían. Cuando se volvió, al cabo de mucho rato, Vera ya se había ido. Nada había quedado de ella en el salón oscuro. Sólo las dieciocho tiernas rosas de té seguían conservando un resto de su luz encima de la mesa. Reavivado por la oscuridad, su perfume ascendía en oleadas concéntricas y levemente marchitas, más penetrante que antes. A Leónidas le dolió que Vera hubiese olvidado o desdeñado sus rosas. Levantó el florero de la mesa para llevárselo al portero, pero al llegar a la puerta del salón se lo pensó otra vez y volvió a depositar las flores fúnebres en medio de las tinieblas.