V. UNA CONFESIÓN, AUNQUE NO LA DEBIDA

Cuando Leónidas llegó a su casa, aún seguía lloviendo en ráfagas regulares, aunque ya más débiles. El mayordomo le comunicó que la señora no había vuelto de su excursión. Era muy raro que, al regresar de la oficina a mediodía, Leónidas tuviera que esperar a Amelie. Mientras colgaba en el perchero su abrigo empapado, aún temblaba de emoción al pensar en su comportamiento de aquel día. Por primera vez en su vida no había actuado ante el ministro con el tacto propio de un funcionario. No era usual que esos funcionarios luchasen a cara descubierta. Aprovechaban hábilmente la corriente del mundo y se dejaban arrastrar con cautela para esquivar los escollos indeseables y arribar al puerto anhelado. Pero él, esta vez, había sido infiel a aquel arte refinado y, manipulando brutalmente el caso de Alexander (Abraham). Bloch, lo había llevado a un punto crítico, convirtiéndolo en un problema de gabinete ministerial. (Un caso que, por lo demás, era mortalmente aburrido). Pues si bien había iniciado ese combate bajo el influjo secreto de Vera y de su hijo, debió haberlo librado con el «método negativo», según la antigua costumbre. En vez de combatir a favor del profesor Bloch, debió pronunciarse contra el profesor Lichtl, y no con argumentos reales, sino con objeciones puramente formales. Una vez más, Skutecky había demostrado ser un maestro en su especialidad no esgrimiendo abiertamente contra Bloch el argumento antisemita, sino aduciendo una razón tan justa y objetiva como era la de su avanzada edad. De modo similar, él, Leónidas, debió haber demostrado que la candidatura de Lichtl no satisfacía todas las exigencias concretas. Si al día siguiente el Consejo de Ministros decidía nombrar catedrático a ese comodín, él, como jefe de sección, sufriría una grave derrota en su propio terreno. Pero ya era demasiado tarde. Su conducta de esa mañana y su derrota del día siguiente lo obligarían fatalmente a pedir la jubilación en fecha próxima. Recordó la mirada de odio del tipo de la cara esponjosa. Era la mirada de odio de una nueva generación que ya había tomado una decisión fanática y estaba dispuesta a exterminar sin piedad a los «inseguros» como él. Pues ofender a un hombre vengativo como Spittelberger e indignar al funcionario de la cara esponjosa y a los jóvenes de su calaña bastaba, en realidad, para poner punto final a todo. Y así, Leónidas, que esa misma mañana había repasado las etapas de su carrera entre alegre y asombrado, a las doce y media estaba más bien dispuesto a sacrificarla sin luchar ni arrepentirse. Demasiado grande era la transformación que exigiría el resto de aquella jornada. Demasiado lo oprimía la hora, ya inminente, de su confesión. Pero tenía que hacerla.

Subió a paso lento las escaleras que llevaban al segundo piso. Su holgado batín de estar por casa lo aguardaba, como siempre, en una silla. Se quitó la americana gris y se lavó cuidadosamente manos y cara en el cuarto de baño. A continuación rectificó su crencha con un peine y un cepillo. Y mientras contemplaba en el espejo su cabellera, juvenilmente espesa todavía, lo fue invadiendo una sensación extrañísima. Sintió lástima de su propia lozanía, de ese aire juvenil tan bien conservado. La incomprensible parcialidad de la naturaleza al condenar al durmiente del parque de Schönbrunn a ser una ruina a los cincuenta años, mientras que a él le concedía esa frescura juvenil, le pareció un desperdicio absurdo. En plena posesión de su pelo espeso y suave y de sus rosadas mejillas iba a quedar fuera de circulación. Le hubiera supuesto un gran alivio que desde el espejo lo observase un rostro viejo y devastado. Así, en cambio, esos rasgos tan conocidos y entrañables le mostraban todo lo que se había perdido, aunque el sol estuviese todavía muy alto…

Recorrió lentamente las habitaciones con las manos cruzadas en la espalda. Al llegar al tocador de Amelie se detuvo y husmeó el ambiente. Muy raras veces penetraba en esa zona de la casa. El perfume que solía usar Amelie le salió, lánguido, al encuentro, como una acusación doblemente eficaz a fuer de discreta. Aquel aroma añadió un nuevo peso a los que ya oprimían su corazón. Otros olores secundarios a pelo chamuscado y alcohol no hicieron más que exacerbar su melancolía. En la habitación aún reinaba el ligero desorden que había dejado Amelie. Varios pares de zapatos yacían tristemente entreverados, y el tocador con todas sus botellitas, frascos de cristal, copitas, cajitas, latitas, tijeritas, limitas y pincelitos aún no había sido ordenado. Como la huella de un cuerpo tierno sobre cojines abandonados flotaba en aquel espacio la presencia de Amelie. Pilas enteras de cartas abiertas se ofrecían a la vista encima del sécretaire, junto a toda suerte de libros, revistas ilustradas y folletines de moda. Era una locura, pero en aquel instante Leónidas deseó ardientemente que Amelie le hubiera hecho algo capaz de provocar en él un dolor muy intenso por una culpa que, envileciéndole a ella la conciencia, restituyera en cambio, a la suya, la inocencia. Y por primera vez hizo una cosa que siempre había aborrecido. Se abalanzó sobre esas cartas abiertas y revolvió, excitado, los fríos papeles, leyendo una línea aquí, una frasecita allá, examinando cada folio escrito con letra de hombre, pesquisando afanosamente pruebas de infidelidad como un inverosímil buscador de tesoros en pos de su propia ignominia. ¿Era acaso concebible que Amelie le hubiera sido fiel durante esos veinte años? ¿Que le hubiera guardado fidelidad a él, un cobarde vanidoso, el más impenitente de todos los embusteros, que bajo el resquebrajado barniz de una falsa mundanería ocultaba eternamente el fallo de su miserable juventud? Jamás había logrado superar el abismo que lo separaba de ella, ese abismo abierto por Dios entre una Paradini por nacimiento y un pobre diablo de nacimiento. Sólo él sabía que su aplomo, su naturalidad y su indolente elegancia no eran sino imitaciones, un penoso fingimiento que no lo abandonaba ni durante el sueño. Con el corazón palpitante buscó las cartas del hombre que acaso lo hubiera hecho cornudo. Pero sólo encontró orgías de pureza e inocuidad que se mofaron de él. Entonces abrió de un tirón los cajones del elegante escritorio. Un delicioso caos de despistes femeninos se ofreció a su vista. Entre retales de seda y terciopelo, alhajas auténticas y falsas, anillos de galalita, guantes sueltos, bombones de chocolate petrificados, tarjetas, flores de tela, lápices de labios y cajas de medicamentos se veían atados de facturas viejas, extractos de cuentas bancarias y otras cartas cuya inocencia también se burlaba abiertamente de su recelo. Por último cayó en sus manos una pequeña agenda. Y él, violando aquel secreto sin la menor vergüenza, se puso a hojearla. Fugaces anotaciones de Amelie en determinados días: «Hoy de nuevo sola con León. ¡Por fin! ¡Gracias a Dios!». «Después del teatro una noche estupenda. Como aquella vez en mayo, León encantador». En aquella libreta llevaba un registro conmovedor y minucioso de la cuenta corriente de su amor. La última anotación abarcaba varias líneas: «Encuentro a León algo cambiado desde su cumpleaños. Su galantería resulta un tanto ofensiva, desdeñosa y distraída a la vez. Es la edad peligrosa de los hombres. Debo estar alerta. ¡No! Creo firmemente en él». La palabra «firmemente» aparecía subrayada tres veces. ¡Conque creía en él! ¡Qué cándida era pese a sus celos! Aquella absurda e infame mezcla de esperanza y temor había engañado a Leónidas. Ninguna culpa de su mujer podría aligerar la suya. Por el contrario, esa fe en él era la carga última y más pesada que Amelie había arrojado sobre su conciencia. Bien merecido lo tenía. Leónidas se sentó al escritorio y fijó maquinalmente la mirada en ese dulce desorden que él había profanado e incrementado con mano grosera.

No se puso en pie de un salto, sino que permaneció sentado cuando Amelie entró en la habitación.

—¿Qué haces aquí? —preguntó ella. Las sombras y los reflejos azules que tenía bajo los ojos se le habían acentuado. Leónidas no mostró el menor signo de turbación. La verdad es que soy un mentiroso redomado, pensó, no hay situación que logre sacarme de quicio. Y volvió hacia ella un rostro fatigado:

—Estaba buscando algo contra el dolor de cabeza. Aspirina o Piramidón…

—La caja de Piramidón te está sacando la lengua…

—¡Dios mío, no la había visto!

—Quizá porque te has interesado excesivamente por mi correspondencia… Querido, cuando una mujer es tan desordenada como yo, seguro que no tiene nada que ocultar…

—No, Amelie, yo sé cómo eres, creo firmemente en ti…

Se levantó e intentó cogerle la mano, pero ella retrocedió un paso y le dijo, recalcando las sílabas:

—No es muy galante que un hombre esté demasiado seguro de su mujer…

Leónidas se oprimió las sienes con los puños. Su dolor de cabeza inventado acababa de hacer acto de presencia. Algo la preocupa, barruntó. Ya noté algo raro en ella esta mañana, y parece que entretanto ha cobrado forma. Si ahora me hace una de esas escenas tan suyas, si me ofende y me incordia, la confesión me resultará más fácil. Pero si se muestra amable y cariñosa conmigo, no sé si tendré valor… ¡Qué diablos! ¡No hay peros que valgan! ¡Tengo que hablarle!

Amelie se quitó sus guantes color violeta y su delgado abrigo estival de astracán, sacó en silencio una pastilla de la caja, se dirigió al cuarto de baño y volvió con un vaso de agua. ¡Ay, ya empieza a ser amable! ¡Lástima! Y mientras disolvía la pastilla en una cuchara, le preguntó:

—¿Has tenido algún disgusto esta mañana?

—Sí, he tenido un disgusto en el despacho.

—Spittelberger, ¿verdad? Ya me imagino.

—Dejémoslo estar, Amelie…

—¡Parece un sapo apergaminado antes de la lluvia el tal Vinzenz! ¡Y no hablemos del señor Skutecky, ese maestro rural de Bohemia! ¡Qué nivel tienen nuestros dirigentes de hoy!

—Los príncipes y condes de antes tenían mejor aspecto, pero gobernaban todavía peor. Eres una esteta incurable, Amelie…

—¡No tienes por qué enfadarte, León! No necesitas alternar con esa gente ordinaria. Diles que…

Acercó la cucharilla a la boca de Leónidas y le alcanzó el vaso. Una brusca melancolía dejó sin fuerzas al jefe de sección. Quiso atraerla hacia él. Pero ella ladeó la cabeza y Leónidas se dijo que esa mañana debía de haber pasado dos horas en la peluquería, como mínimo. Su esponjosa cabellera lucía un ondulado impecable y exhalaba el perfume mismo del amor. ¡Es una locura! ¿Qué tengo yo que ver con el fantasma de Vera Wormser?

Amelie lo miró con aire severo:

—A partir de ahora insistiré para que cada día descanses una hora después de comer, León. Al fin y al cabo, estás en la edad crítica de los hombres…

Leónidas se aferró firmemente a esas palabras como si pudieran servirle de defensa:

—Tienes razón, cariño… A partir de hoy ya sé que un hombre de cincuenta años es un anciano…

—¡Idiota! —replicó ella riendo no sin cierta aspereza—. Aunque quizá me sentiría mejor si por fin decidieras ser un señor maduro y no ese eterno jovenzuelo, esa reconocida belleza masculina que todas las mujeres contemplan boquiabiertas…

El gong anunció la hora de almorzar. Abajo, en el gran comedor, habían acercado una mesita redonda a la ventana. La imponente mesa de familia con sus doce sillas de alto respaldo se alzaba en el centro del salón vacía y muerta, o, peor aún, muerta sin haber vivido. Leónidas y Amelie no formaban una familia. Exiliados en su propia mesa familiar, estaban como relegados a la de los niños que nunca habían tenido. Y Amelie también pareció sentir su exilio ese día con más fuerza que el anterior y que todos los días y años precedentes, pues le dijo:

—Si te parece bien, desde mañana haré que pongan la mesa arriba, en la sala de estar…

Leónidas asintió con aire distraído. Todos sus sentidos estaban pendientes de las primeras palabras de su inminente confesión. Una idea temeraria cruzó por su mente. ¿Qué pasaría si en vez de mendigar perdón decidía propasarse y exigirle a Amelie que acogiera a su hijo en casa para que viviera con ellos y compartiera su mesa? Algunas cualidades debía de tener un hijo suyo y de Vera, sin lugar a dudas. Además, ¿no podría un rostro dichoso y juvenil iluminar sus vidas?

Sirvieron la entrada. Leónidas se llenó el plato, pero ya al tercer bocado dejó el tenedor. El criado no le había acercado a Amelie la misma fuente, sino que puso junto a su cubierto un bol con tallos de apio crudos. En lugar del segundo plato le sirvieron luego una chuleta minúscula, poco hecha y sin ninguna salsa ni acompañamiento. Leónidas la miró asombrado:

—¿Estás enferma, Amelie? ¿No tienes apetito?

La mirada de su mujer no pudo disimular una amargura sarcástica:

—Estoy muerta de hambre —dijo.

—Pues esa porción de pajarito no te dejará satisfecha.

Amelie picó después algunas hojas de lechuga especialmente preparadas para ella sin aceite ni vinagre, con unas simples gotas de limón:

—¿Y sólo ahora te das cuenta de que vivo como una santa anacoreta? —preguntó en tono mordaz.

—¿Y qué paraíso piensas conquistar, cariño? —replicó él con evidente torpeza.

Amelie apartó bruscamente la ensalada con un gesto de disgusto:

—Un paraíso ridículo, querido. Pues a ti te importa un rábano mi apariencia… Te da lo mismo que yo sea una foca o una sílfide.

Leónidas, que tenía un día malo, siguió extraviándose en la espesura de sus torpezas:

—Me gustas tal como eres, cariño… No creas que doy tanta importancia al aspecto exterior… Y no quiero que vivas como una santa por mi culpa…

Los ojos de Amelie, que eran más viejos que ella, lo fulminaron con una mirada horrible y cargada de ruindad:

—Ajá, o sea que para ti estoy más allá del bien y del mal. En tu opinión, ya nada puede ayudarme y no soy más que una vieja mala costumbre que te limitas a arrastrar. Pero una mala costumbre que tiene sus lados prácticos…

—¡Por el amor de Dios, Amelie! ¡Piensa en lo que estás diciendo!

Pero Amelie, que no tenía la menor intención de pensar en lo que estaba diciendo, le espetó en tono brusco:

—Y yo, buena pánfila, estuve a punto de alegrarme hace un momento al verte hurgar en mi correspondencia de manera tan vil… ¡Conque es celoso!, pensé… ¡Qué va, si no tienes un pelo de celoso…! Probablemente esperabas encontrar cosas más valiosas que cartas de amor, pues tu aspecto era tan equívoco que me asusté… parecías… un caballero de industria, un gentleman timador, un seductor dominical de criadas…

—Gracias —dijo Leónidas mirando su plato. Pero Amelie no pudo seguir controlándose y prorrumpió en fuertes sollozos. Ya está montando su escena. Una escena totalmente absurda e indignante. Nunca en su vida había mostrado una desconfianza semejante hacia mi persona. Hacia mí, que siempre he insistido en una estricta separación de bienes y abandono la habitación cuando ella recibe a sus banqueros y abogados. Y, sin embargo, apunta a otro sitio y da en el blanco. Seductor dominical de criadas. Su ira no me facilita las cosas. No tengo posibilidad de comenzar…

Atormentado, se puso en pie y, acercándose a Amelie, le cogió la mano:

—Prefiero no entender los disparates que acabas de hilvanar sin ton ni son… De tanto vigilar las calorías acabarás enferma de los nervios… Y ahora, por favor, contrólate… No vamos a dar un espectáculo ante la servidumbre…

Esta advertencia la calmó. El mayordomo podía presentarse en cualquier momento.

—Te ruego que me perdones, León —balbuceó sin dejar de sollozar—. Hoy me siento fatal con este tiempo, este peluquero y, para colmo…

Era otra vez dueña de sí misma. Se llevó el pañuelo a los ojos y apretó los dientes.

El mayordomo, un hombre de cierta edad que parecía no haber notado nada, sirvió café negro y retiró los platos de fruta y los cuencos para lavarse los dedos. Serio e impasible, se estuvo un buen rato evolucionando en el salón mientras los esposos guardaban silencio. Cuando quedaron de nuevo a solas, Leónidas preguntó a la ligera:

—¿Tienes alguna razón concreta para desconfiar de mí?

Al hacerle esa pregunta con el alma en un hilo, tuvo la sensación de haber lanzado una pasarela sobre una hendidura tenebrosa. Amelie lo miró desesperada y con los ojos enrojecidos:

—Sí, tengo una razón muy concreta, León…

—¿Y puedo conocerla?

—Sé que no me soportas cuanto te interrogo, así que déjame en paz. Quizá logre superar el impase…

—¿Y si yo no logro superarlo? —repuso él en voz baja, aunque recalcando cada palabra. Ella aún luchó un instante consigo misma, y al final agachó la cabeza:

—Esta mañana recibiste una carta…

—Esta mañana he recibido once cartas…

—Pero entre ellas una de una mujer… Era una letra de mujer falaz y taimada…

—¿De veras encuentras falaz aquella letra? —preguntó Leónidas mientras sacaba lentamente su cartera y, de ella, el cuerpo del delito. Luego, apartando un poco su silla de la mesa en dirección a la ventana, dejó caer la luz lluviosa sobre la carta de Vera. La balanza del destino se inmovilizó en la habitación. ¡Cómo sigue todo su camino originario! No hay por qué preocuparse. Ni siquiera hace falta improvisar. Todo cae por su propio peso, aunque de manera diferente. Nuestro futuro dependerá de que ella sepa leer entre líneas. Y, convertido de pronto en un frío observador, tendió la mano hacia Amelie para entregarle la fina hoja de papel.

Ella la cogió y empezó a leer en voz baja:

—«Distinguido señor jefe de sección».

Ya ese simple encabezamiento le provocó una distensión de una fuerza expresiva que Leónidas nunca había advertido en los rasgos de su mujer. Amelie suspiró, visiblemente aliviada. A continuación siguió leyendo, en voz cada vez más alta:

«Me veo obligada a dirigirme hoy a usted con una petición. No se trata de mí, sino de un talentoso joven que…».

De un talentoso joven. Amelie puso la hoja sobre la mesa y no siguió leyendo. Volvió a sollozar. Luego rompió a reír. La risa y los sollozos se mezclaron. Pero al final prevaleció la risa, que se apoderó de ella como un elemento llameante.

Se puso en pie bruscamente, se precipitó sobre Leónidas, se arrodilló a sus pies y apoyó la cabeza en sus rodillas: actitud que solía adoptar en sus momentos de entrega incondicionada. Pero como era muy alta y tenía las piernas largas, ese violento gesto de humillación provocaba siempre temor, e incluso cierto estremecimiento en Leónidas.

—Si fueras un hombre primitivo —balbuceó Amelie—, ahora deberías pegarme, o estrangularme, o qué sé yo, pues te he odiado como no había odiado nunca, tesoro. No digas nada, por lo que más quieras, deja que me confiese…

Leónidas no dijo nada. La dejó confesarse, mientras fijaba su mirada en las suaves ondulaciones de su cabellera rubia. Y ella, sin levantar una sola vez la mirada, empezó a hablar precipitadamente, como dirigiéndose al centro de la tierra:

—Cuando te estás horas sentada en la peluquería, con la cabeza en el secador, un zumbido en los oídos y el aire cada vez más caliente, la raíz de cada pelo parece gritar de puro nerviosismo, pero tienes que aguantar mientras te hacen la permanente, pues por la noche hay ópera, y con este tiempo no hay peinado que resista… Estuve mirando las ilustraciones de Vogue y del Jardin des Modes sin ver realmente nada, sólo para no enloquecer, pues estaba convencidísima de que eras un embustero redomado, un impostor de toda la vida, sí, una especie de seductor dominical de criadas, siempre impecable, una anguila escurridiza que llevaba veinte largos años engañándome, «simulaciones», ¿verdad que es el término que se usa en los tribunales?, pues desde el día de nuestro compromiso has venido simulando ante mí ser lo que eres, y yo he necesitado toda una vida y he perdido mi juventud para llegar a descubrir que tienes una amante llamada Vera Wormser loco, pues vi su carta sobre la mesa minutos antes de que tú vinieras a desayunar, y aquello fue como una iluminación terrible, y tuve que reunir todas mis fuerzas para no robarte la cartera, cosa por lo demás innecesaria, pues la iluminación me hizo ver con toda claridad que tú eres de esos que llevan una doble vida, como los que se ven en el cine, y que los dos tenéis una casa en común, un hogar idílico, tú y Vera Wormser loco, pues qué sé yo qué harás en tus horas de oficina y durante todas esas conferencias que se prolongan hasta altas horas de la noche, y que también tenéis hijos, dos o quizá tres… Y hasta he visto vuestra casa, te juro, en algún lugar de Döbling, cerca del parque Kugler o del parque Wertheimstein para que los niños puedan respirar siempre aire puro, y he estado incluso en la acogedora casa que le montaste a esa mujer, y volví a encontrar una serie de objetos mínimos que creía haber perdido, y hasta he visto a tus hijos, sí, eran tres adolescentes bastardos, repelentes, que saltaban a tu alrededor y unas veces te llamaban «tío» y otras, sin ningún pudor, «papá», y tú los ayudabas en sus tareas escolares, y el más pequeño se te subía encima porque eras un papá feliz, de esos que aparecen en los libros. Y yo tuve que vivir y soportar todo esto en la cabeza aprisionada bajo el secador de la peluquería, y no podía evadirme, sino que encima me veía obligada a dar respuestas amables cuando se acercaba el viscoso patrón a conversar conmigo, la señora tiene hoy un aspecto espléndido, seguro que asistirá como esposa del jefe de sección al baile de disfraces de Schönbrunn, debería ir vestida de joven emperatriz María Teresa, con crinolina y peluca blanca alta, ninguna dama de la alta aristocracia puede competir con la señora, el señor jefe de sección quedará fascinado… y yo no podía decirle que no me apetecía para nada fascinar al señor jefe de sección porque era un botarate y un papá feliz en Dobling… no digas nada, deja que me confiese, porque ahora viene lo peor. No sólo te he odiado, León, sino que te he tenido un miedo atroz. Tu doble vida se desplegaba ante mí como… ¡ah!, no sé como qué… pero al mismo tiempo tenía la absoluta seguridad, no sé cómo ni de dónde me vino la idea, de que me acabarías matando algún día, pues de un modo u otro tenías que liberarte de mí al no poder matar a Vera Wormser por ser la madre de tus hijos, algo muy lógico, mientras que yo sólo estaba unida a ti por el acta de matrimonio, un trozo de papel, y por tanto pensé que me matarías y lo harías muy hábilmente, con un veneno de acción lenta, administrado en dosis diarias, de preferencia en la ensalada, como se hacía en el Renacimiento, los Borgia, por ejemplo. Uno no se da cuenta, pero se va poniendo más anémico y clorótico cada día, hasta que llega el fin. ¡Te lo juro, León, me vi tendida en mi ataúd, maravillosamente amortajada por ti, muy juvenil y encantadora con mi cabellera recién ondulada, toda de blanco, con un vestido plisado de crêpe de Chine! Y no creas que lo digo con ironía o en broma, pues quedé con el corazón destrozado al darme cuenta, demasiado tarde y estando ya muerta, de que el hombre al que tanto había amado y en el que tanto había creído no era sino un pérfido asesino de mujeres. Y después fueron llegando todos, claro está, los ministros y el presidente federal y las principales autoridades y los corifeos de la sociedad, todos fueron a darte el pésame, y tu actitud era atrozmente impecable, pues llevabas puesto un frac como cuando nos conocimos… ¿te acuerdas?… en el baile de la Facultad de Derecho, y luego empezaste a caminar detrás de mi ataúd junto al presidente, con paso solemne, y le guiñaste el ojo a Vera Wormser, que contemplaba la escena con sus hijos desde una tribuna oficial… Y ahora imagínate, León, con esas imágenes en la cabeza vuelvo a casa y te encuentro ante mi correspondencia, cosa que jamás había ocurrido en estos veinte años. No podía dar crédito a mis ojos, y esto ya no era una quimera de mi cerebro, porque tú no eras tú, sino un perfecto desconocido, el hombre de la doble vida, el marido de la otra, el gentleman embustero cuando nadie lo observaba. No sé si podrás perdonarme, pero en ese instante me cayó encima algo así como un rayo: lo único que este hombre quiere es asegurarse la gran fortuna después de mi muerte. Sí, León, ése era exactamente tu aspecto cuando te encontré arriba junto a mi escritorio, con el cajón abierto, como un falsificador de testamentos o un cazador de herencias sorprendido con las manos en la masa. ¡Y pensar que nunca se me había ocurrido hacer un testamento! Pues todo te pertenece. ¡Calla! ¡Déjame decirlo todo, todo, todo! Después tendrás que castigarme como un severo confesor. ¡Me has de imponer una penitencia terrible! Ve solo a casa de Anita Hojos, por ejemplo, que está loca por ti y a la cual devoras con los ojos. Yo esperaré pacientemente en casa y no te incordiaré, pues sé perfectamente que no eres culpable de mis aterradoras fantasías de esta mañana; la culpa es sólo mía y de esa carta de la inocente señora Wormser que, dicho sea de paso, tiene una letra bastante antipática. Ni el más tortuoso de los hombres sería capaz de… de… no hay palabras para decirlo… de soñar como lo hace una mujer bajo el secador de una peluquería. Y te aseguro que ni siquiera soy histérica, sino incluso bastante inteligente, tú mismo lo reconociste una vez. Tienes que entenderme, yo sabía muy bien que no podías llevar una doble vida y que el dinero jamás te ha interesado, que eres el hombre más noble de la tierra y un reconocido educador de la juventud a quien todo el mundo respeta y que está muy por encima de mí. Pero al mismo tiempo sabía perfectamente que eras un embustero de mucho cuidado y mi dulce y bienamado envenenador. Créeme, no eran celos, era algo que me llegaba desde fuera, una especie de intuición. Y entonces fui a buscarte un vaso de agua y con mis propias manos le di una tableta de Piramidón a mi envenenador, y el corazón me sangraba de amor y repulsión, es así, León, cuando yo misma me impuse esta prueba… Bien, ahora te lo he confesado todo, todo. No entiendo qué ha podido ocurrir hoy dentro de mí. ¿Podrías tú explicármelo?

Sin alzar la vista, sin respetar pausas ni puntos, y mirando siempre hacia el centro de la tierra había desgranado Amelie su confesión, interrumpiendo a veces la cantilena con algún giro irónico cuando la vergüenza la abrumaba. Jamás había escuchado Leónidas una confesión semejante, ni tampoco se imaginó que esa mujer fuera capaz de algo así. En ese momento ella apretó la cara contra las rodillas de su esposo, dando libre curso a sus lágrimas. Y él empezó a sentir la tibia humedad a través de la tela de su pantalón, bastante delgada. Era desagradable y emocionante a la vez. ¡Tienes razón, criatura! Fue una auténtica intuición la que se apoderó de ti esta mañana y no te dejó hasta después del mediodía. La carta de Vera te inspiró. ¡Cuán cerca de la llama de la verdad has revoloteado! No puedo explicarte tu clarividencia, pues tendría que sincerarme contigo y empezar diciendo: Tienes razón, hija mía. Por muy extraño que parezca, tu intuición no te engañaba… Pero ¿puedo hablar así en este momento? ¿Podría hacerlo un hombre de mucho más carácter que yo?

—No es sin duda muy agradable lo que tus viejos celos te han llevado a fantasear contra mi persona —dijo en voz alta—, pero por mi oficio de pedagogo soy también un poco psicólogo. Hace tiempo que vengo notando tu estado de irritación. Llevamos casi veinte años viviendo juntos y sólo una vez nos ha tocado soportar una separación algo larga. Y eso trae consigo las inevitables crisis, hoy para uno, mañana para el otro. Es un gesto de gran moralidad de tu parte haberme confiado, precisamente a mí, las infamantes sospechas de tu subconsciente. Te envidio esta confesión. Piensa, sin embargo, que ya casi se me ha olvidado que soy un envenenador y un falsificador de testamentos…

Sigamos con la cháchara mendaz. No se me ha olvidado nada. Seductor dominical de criadas… eso quedará.

Amelie levantó un rostro atento y transfigurado:

—¿No es curioso que una se sienta tan inefablemente feliz después de confesarse y recibir la absolución? Todo se borra de pronto…

Agotado, Leónidas miró hacia un lado mientras su mano acariciaba suavemente el pelo de Amelie:

—Sí —dijo—, entiendo que una confesión tan profunda suponga un alivio enorme. Y eso que no has cometido el menor pecado…

Amelie pareció asombrarse, y de pronto clavó en su marido una mirada fría y escrutadora:

—¿Por qué eres tan terriblemente bueno, tan sabio, tan indiferente, tan distante: un perfecto monje tibetano? ¿No sería más noble que te desquitaras confesando a tu vez algún pecado grave?

Sería más noble, sin duda, pensó él, y el silencio se hizo muy profundo. Pero de su boca sólo salió un carraspeo irresoluto. Amelie se había levantado. Con gran esmero se empolvó y se pintó los labios. Era esa pausa femenina que pone fin a una escena intensa de la vida. Su mirada volvió a rozar la carta de Vera, esa inofensiva solicitud que yacía sobre la mesa.

—No te lo tomes a mal, León —le dijo—, pero hay algo que aún me sigue preocupando… ¿Por qué entre toda la correspondencia que te ha llegado esta mañana has elegido precisamente la carta de esta persona extraña para guardarla en tu cartera?

—Esta dama no es una persona extraña para mí —replicó en tono serio y cortante—, la conocí hace mucho tiempo. En los días más tristes de mi vida trabajé como preceptor en casa de su padre…

Y con un gesto brusco, casi airado, cogió la carta y volvió a guardarla en su cartera.

—En ese caso deberías hacer algo por su talentoso joven —dijo Amelie, y una soleada tibieza iluminó sus ojos de abril.