En cuanto Leónidas entró en su despacho le comunicaron que el señor ministro lo esperaba a las once y diez en el salón rojo. El jefe de sección lanzó una mirada perdida al secretario que acababa de darle ese mensaje y no respondió. Tras una breve pausa de perplejidad, el joven funcionario puso una carpeta sobre el escritorio con un gesto cautelosamente enfático. Era probable que en esa reunión se discutiesen, dijo con la debida modestia, los nuevos nombramientos para las cátedras universitarias vacantes. El señor jefe de sección encontraría en la carpeta todo el material ordenado según los criterios habituales.
—Muchísimas gracias, mi estimado —dijo Leónidas sin dignarse mirar la carpeta.
El secretario desapareció con paso vacilante. Había esperado que, como de costumbre, su jefe hojearía en su presencia la carpeta, le haría unas cuantas preguntas y tomaría notas para no comparecer ante el ministro sin estar preparado. Pero Leónidas no pensaba en nada de eso aquel día.
Al igual que los otros altos funcionarios del Estado, el jefe de sección no sentía ningún respeto especial por los señores ministros. Éstos cambiaban según el juego de las fuerzas políticas, mientras que él y sus colegas permanecían en sus puestos. Encumbrados o barridos por la resaca de los partidos, los ministros parecían en general nadadores sin aliento que se aferraban a las tablas del poder. No poseían una visión exacta de los laberintos de la administración ni la sensibilidad adecuada para captar las sagradas reglas de juego de una burocracia que no tiene otra finalidad que ella misma. Con excesiva frecuencia eran simplistas de poca monta que sólo habían aprendido a fatigar sus ordinarias voces en mítines multitudinarios y a intervenir de forma engorrosa, por las puertas traseras de los despachos, en favor de sus correligionarios y familiares. Leónidas, en cambio, no menos que sus iguales, había aprendido el arte de gobernar como los músicos aprenden el contrapunto durante años de práctica incesante. Poseían un tacto delicadísimo para registrar los miles de matices inherentes a la tarea de administrar y decidir. A sus ojos, los ministros no eran sino simples peleles políticos por mucho que, siguiendo el estilo de la época, asumieran ciertos aires dictatoriales. Ellos, en cambio, los jefes de departamento, arrojaban sus inamovibles sombras sobre esos tiranos. Fuera cual fuera el tinte partidista de las lavazas que inundaban los despachos ministeriales, ellos seguían teniendo los hilos en la mano. Eran indispensables. Con la preciosa altivez de los mandarines permanecían en un modesto segundo plano. Despreciaban la opinión pública, los periódicos, el autobombo personal de aquellos héroes de un día —y Leónidas aún más que los otros, pues era rico e independiente.
Puso a un lado la carpeta, se incorporó de un salto y empezó a recorrer con paso firme su amplio despacho de un extremo a otro. ¡Cuántas energías afluían a su alma desde aquella sobria habitación! ¡Allí estaba su reino, allí y no en la lujosa mansión de Amelie! El imponente escritorio con su noble desnudez, los dos sillones rojos con su cuero gastado, la estantería donde había colocado —Dios sabrá por qué— los clásicos griegos y latinos y las revistas filológicas de su padre, los archivadores, las altas ventanas, la repisa de la chimenea con su reloj de péndulo dorado de la época del Congreso, y en la pared los retratos de quién sabe qué archiduques y ministros ennegrecidos por el tiempo, todos aquellos objetos deslucidos e impersonales provenientes del llamado «Guardamuebles de la corte» eran algo así como puntales que daban firmeza a sus vacilantes sentimientos. Leónidas aspiró hondo la mal desempolvada dignidad de aquel recinto. Su decisión era irrevocable. Ese mismo día le confesaría toda la verdad a su esposa. ¡Sí! ¡En la mesa! De preferencia en los postres o con el café. Y como un político que prepara un discurso se oyó a sí mismo decir interiormente:
Si no te importa, cariño, quedémonos un rato más hablando. No te asustes, pero hay algo que desde hace muchos, muchos años me oprime el corazón. Sólo que hasta hoy no he tenido valor para contártelo. Tú me conoces, Amelie, yo aguanto todo, menos las catástrofes, las tormentas sentimentales y las escenas; no soporto verte sufrir… Hoy te amo como te he amado siempre, y siempre te he amado como te amo hoy. Nuestro matrimonio es lo más sagrado que hay en mi vida, y tú sabes lo poco que me gusta el patetismo. Espero no tener mucho que reprocharme sobre mi amor. Debo decirte, eso sí, que hay una única y gravísima culpa. Eres libre de castigarme, sí, de castigarme con la máxima dureza. Estoy dispuesto a todo, mi querida Amelie, acataré incondicionalmente tu veredicto y, si me lo ordenas, abandonaré incluso nuestra casa, o, mejor dicho, la tuya, y me buscaré un apartamentito no muy lejos de ti. Pero, antes de juzgar, ten en cuenta que mi culpa tiene ya dieciocho años como mínimo y que no hay célula de nuestro cuerpo ni impulso de nuestro espíritu que sean los mismos de entonces. No quiero cohonestar nada, pero ahora sé que, durante nuestra malhadada separación, más que engañarte actué como impulsado por una fuerza diabólica. ¡Créeme! ¿No es acaso nuestro largo y feliz matrimonio la prueba real de todo esto? ¿Sabes que dentro de cinco o seis años celebraremos nuestras bodas de plata si tú lo quieres? Pero resulta que, por desgracia, mi incomprensible extravío tuvo consecuencias. Hay un hijo de por medio, un muchacho de diecisiete años. Acabo de enterarme hoy día, te lo juro. Por favor, Amelie, no hables por hablar ni tomes decisiones precipitadas, fruto de la ira. Voy a salir de esta habitación ahora mismo. Te dejaré sola para que medites con tranquilidad. Sea cual sea tu decisión con respecto a mi persona, tendré que hacerme cargo de este muchacho.
¡No, así no! ¡El tono es demasiado blando y lastimero! Debo ser más lacónico, más viril, más directo, hablar sin rodeos ni tapujos y no adoptar esa actitud cobarde, sensiblera, de mendigo. Siempre aflora a la superficie ese viejo y repugnante sentimentalismo que llevo dentro. Amelie no debe creer en ningún momento que el peor castigo para mí pueda ser el exilio, ni que la vida cómoda, blanda y regalona me haya vuelto irremisiblemente dependiente de su dinero. Por ningún motivo deberá pensar que yo pueda sentirme perdido sin nuestra casa, nuestros dos coches, nuestros criados, nuestra refinada cocina, nuestras relaciones y nuestros viajes, aunque probablemente me sentiría perdido sin todos esos gratísimos impedimentos. Leónidas buscó una formulación nueva y concisa para su confesión. Y volvió a fracasar. Al llegar a la cuarta versión, descargó un furioso puñetazo sobre el escritorio. ¡Qué atroz manía de funcionario esa de buscarle motivaciones a todo, de fundamentarlo todo! ¿No reside acaso la verdadera vida en lo imprevisto, en la inspiración del instante? Corrompido hasta la médula por el éxito y el bienestar, ¿no se le habría olvidado a sus cincuenta años lo que era vivir de verdad? El secretario llamó a la puerta. ¡Las once! Era hora de irse. Leónidas cogió la carpeta con gesto malhumorado, abandonó su despacho y recorrió, pisando fuerte, los largos pasillos del antiguo palacio hasta bajar por la fastuosa escalinata que llevaba al reino del ministro.
El salón rojo era una habitación bastante pequeña y mal ventilada, llena en su casi totalidad por la mesa verde de conferencias. En él solían celebrarse las reuniones más íntimas del ministerio. Cuatro caballeros se hallaban ya reunidos. Leónidas los saludó con su sonrisa estereotipada (entusiástico-burlona). En primer lugar estaba el Präsidialist Jaroslav Skutecky, jefe de gabinete del ministerio, un hombre de unos sesenta y cinco años, el único que, por antigüedad, superaba en rango a Leónidas. Con su anticuada levita, su perilla entrecana, sus manos rojizas y su pronunciación más bien dura, Skutecky parecía el polo opuesto del jefe de sección, un hombre a la moda. En ese momento, y no sin cierta pasión, estaba contando a dos consejeros ministeriales más jóvenes y al pelirrojo profesor Schummerer lo espléndidamente que había organizado ese año sus vacaciones de verano. Con la familia en pleno, «por desgracia siete bocas», como recalcaba una y otra vez:
—A orillas del lago más bello del país, caballeros, al pie de nuestro macizo montañoso más imponente, en un lugar que es una auténtica joyita, nada de elegancias, pero sí mucho aire puro, con piscina descubierta y salones de baile para nuestra querida juventud, autobuses en todas las direcciones y cómodos paseos para los aquejados de gota y angina de pecho, caballeros. Tres espléndidas habitaciones en el hostal, nada de lujos, pero sí agua fría y caliente y todo lo necesario. A que no adivinan cuánto nos costó. Pues ni más ni menos que cinco chelines por cabeza, caballeros. Y una comida fantástica y abundante: tres platos a mediodía y cuatro para cenar. Escuchen bien: una sopa, entremeses, asado con dos tipos de verdura, postre, queso, fruta, todo preparado con mantequilla o con la mejor manteca, les doy mi palabra, caballeros, no exagero…
Aquel himno era interrumpido de vez en cuando por un gruñido de admiración de los oyentes, entre los cuales destacaba un personaje más joven, de cara esponjosa y nariz respingona. Leónidas se acercó a la ventana y clavó la mirada en los austeros y espirituales muros de la Minoritenkirche, la iglesia gótica que se alzaba frente a la sede del ministerio. Gracias a Amelie, y gracias también al hecho de no tener hijos, él no se había visto obligado a hundirse en la ilimitada trivialidad de la vida pequeñoburguesa como aquel viejo Skutecky y el resto de sus colegas, que expiaban su situación privilegiada con unos sueldos extremadamente magros. (Como dice un comediógrafo vienés, el funcionario nada tiene, pero eso lo tiene seguro). La frente de Leónidas rozó el frío cristal de la ventana. Al lado izquierdo de la recoleta iglesia se abría un desgreñado jardincillo de cuyo césped emergían unas cuantas acacias famélicas. Sus hojas inmóviles parecían una copia en cera sacada del natural. La bella plazoleta evocaba ese día el enrarecido patio de luces de un bloque de viviendas. No se veía el cielo. El salón se iba oscureciendo cada vez más. Leónidas estaba tan sumido en el vacío de su turbación que no advirtió la entrada del ministro. Lo despertó la voz aguda y algo velada de Vinzenz Spittelberger:
—¡Buenos días, señores! ¡Muy buenos días!
El ministro era un hombrecito vestido con un traje tan arrugado y deforme que hacía sospechar que su dueño llevaba varias noches durmiendo con él. Todo en el tal Spittelberger era gris y parecía extrañamente deslavado: el corte de pelo al cepillo, las mejillas mal afeitadas, los labios prominentes, los ojos más bien estrábicos —algo que entre nosotros se llama «mirada romántica»— y hasta la barriga puntiaguda, que asomaba brusca e inmotivadamente por debajo del modesto tórax. Provenía de una región alpina y cada dos frases afirmaba ser un campesino, aunque no lo era, pues había vivido siempre en grandes ciudades, e incluso veinte años en la capital como maestro y luego director de una escuela de formación profesional. Spittelberger daba la impresión de ser un animal nictálope. Sus anticuados y caprichosos quevedos no parecían mejorar la visión de aquellos ojos «de mirada romántica». En cuanto se sentó a la mesa de conferencias, ocupando el sillón presidencial, su enorme cabeza se inclinó sobre el hombro derecho en actitud de indiferente escucha. Los funcionarios sabían que en esos últimos días el ministro había presidido una serie de mítines políticos por todo el país, y esa misma mañana acababa de llegar de una provincia remota en el tren nocturno. Spittelberger tenía fama de gozar de una salud de hierro y estar siempre necesitado de sueño.
—Señores, los he convocado aquí —empezó diciendo con voz ronca y presurosa— porque en el Consejo de Ministros de mañana me gustaría dejar definitivamente zanjado el asunto de los nombramientos. Ustedes ya me conocen. Saben que soy expeditivo. Y ahora, mi estimado Skutecky, si tiene usted la amabilidad…
Y esbozando un gesto casi despectivo invitó a los funcionarios a tomar asiento, pero instaló al profesor Schummerer en el sillón de su derecha. El pelirrojo profesor era el hombre de confianza de la universidad ante el ministerio y pasaba por ser, además, el favorito de Spittelberger, esa «esfinge de la política», como solían definir al ministro algunas personalidades. Con gran indignación del jefe de sección Leónidas, Schummerer se presentaba siempre hacia el mediodía en el ministerio, recorría con paso rastrero los diferentes despachos e interrumpía el trabajo con su cotilleo universitario a cambio del cual recogía chismes políticos. Su especialidad era la prehistoria. Y su ciencia histórica empezaba en el punto mismo en que los conocimientos históricos llegan a su fin. Su espíritu investigador pescaba, como quien dice, en aguas turbias. Pero la curiosidad de Schummerer no se volcaba menos a la Edad de Piedra actual que a la del pasado. Poseía un oído finísimo para el intrincado vaivén de las relaciones, influencias, simpatías e intrigas. En su rostro podían leerse, como en un barómetro, las oscilaciones de la atmósfera política. El lado hacia el cual se inclinase era, con toda seguridad, el del poder de mañana…
—El señor jefe de sección tendrá la bondad… —dijo el viejo Skutecky con su acento duro al tiempo que miraba con aire interrogativo la carpeta colocada ante Leónidas.
—Ah, sí —dijo éste carraspeando, abrió la carpeta e inició su exposición con la habilidad técnica adquirida en veinticinco años de experiencia. Había que asignar nuevamente seis cátedras en las distintas universidades del país. En el orden en que figuraban y según los datos consignados en las anotaciones que tenía a la vista, el jefe de sección fue informando sobre los distintos candidatos propuestos. Lo hizo con una conciencia totalmente escindida. Y, cosa curiosa, su voz avanzaba junto a él. Reinaba un profundo silencio. Ninguno de los señores tenía nada que objetar contra los candidatos. Cada vez que se resolvía un caso, Leónidas entregaba la hoja correspondiente al joven funcionario de la cara esponjosa que, de pie detrás del ministro, la guardaba cuidadosamente en el gran portafolio de Spittelberger. Éste, por su parte, había puesto sus quevedos sobre la mesa y estaba durmiendo. Acumulaba horas de sueño donde y cuando podía, o, mejor dicho, acaparaba sueño de reserva. Aquí una media horita, más allá diez minutos, y al final reunía una apreciable suma que podía sustraerse a la cuota nocturna sin generar mayores déficits. Pues necesitaba la noche para los amigos o la actividad en alguna que otra tertulia, para despachar asuntos atrasados, viajar y, sobre todo, para el inefable placer de urdir conspiraciones. Durante la noche, propicia a la comunicación, germina lo que se ha sembrado de día, el tierno retoño de la intriga. De ahí que ni un político bien situado pueda renunciar a la noche, un elemento gitanesco, pero productivo. Puede que hoy aún esté desempeñando el papel de ministro, pero mañana quizá logre hacerse con todo el poder del Estado si ha sabido captar e interpretar como es debido los signos de la época y no se ha comprometido incautamente con nadie. Spittelberger dormía un sueño muy peculiar, que era como un telón lleno de agujeros y de grietas, mas no por ello menos reparador. Detrás acechaba el durmiente, listo para saltar e intervenir en cualquier momento.
Veinte minutos llevaba ya Leónidas leyendo en voz alta el currículum, obras y actividades de los candidatos a ocupar aquellas cátedras, y elaborando, a partir de los informes presentados, un perfil de su buena conducta en los ámbitos político y social. Su agradable voz se deslizaba por el salón suave y ligera. Nadie advirtió que esa voz estaba actuando en cierto modo por su cuenta y riesgo y se había separado del espíritu del ponente. La hoja con los datos del quinto sabio acababa de pasar a manos del de la cara esponjosa. Había oscurecido tanto que alguien encendió la araña del techo.
—Y ahora pasaré a hablar de nuestra Facultad de Medicina —dijo la voz agradable haciendo una significativa pausa.
—El catedrático numerario de medicina interna, señor ministro —aclaró en ese momento Skutecky en un tono ligeramente solemne y casi piadoso, como si hubieran estado en una iglesia. Pero esa forma de despertar al ministro no fue en absoluto necesaria, pues Spittelberger llevaba ya un buen rato con los ojos abiertos, paseando su desvaída mirada por entre los circunstantes sin el menor rastro de confusión o somnolencia. Aquel artista del sueño hubiera podido enumerar sin fallo alguno los nombres y antecedentes de los cinco candidatos mencionados hasta entonces, y sin duda mejor que Leónidas.
—Con la medicina hay que ir muy al tanto —dijo riéndose—. Le interesa al pueblo. Es la transición entre la ciencia y la adivinación. Yo soy sólo un hombre simple, un campesino inofensivo, como bien saben los señores, por eso prefiero ver a un herbolario, un curandero o un sangrador cuando tengo algún problema. Pero resulta que estoy muy bien…
Schummerer, el estudioso de la prehistoria, soltó una risita de complacencia exagerada. Sabía lo mucho que Vinzenz Spittelberger se jactaba de ese tipo de humorismo. También Skutecky, apoyado por la sonrisa de sumisión de los más jóvenes, lanzó un: «¡Brillante…!». Y se apresuró a añadir:
—O sea que el señor ministro vuelve a plantearse la propuesta de nombrar al profesor Lichtl…
Decidido a seguir explotando su reconocida vena humorística, Spittelberger dijo con una sonrisa maliciosa mientras sorbía saliva ruidosamente:
—¿Y no tenéis otra luminaria capaz de opacar a esa lucecilla, según reza su apellido? Ya puestos, me entran ganas de nombrar catedrático numerario de medicina interna al mismísimo diablo…
Entretanto, Leónidas se había concentrado en los pocos folios que tenía delante. Leyó el nombre del célebre cardiólogo profesor Alexander Bloch. Encima de ese nombre él mismo había escrito, de su puño y letra y con tinta roja, la palabra «imposible». El aire estaba cargado de humo de cigarrillos y penumbra. Apenas se podía respirar.
—La Facultad y el Senado académico se han pronunciado sin reservas en favor de Lichtl —dijo Schummerer corroborando la sugerencia de Skutecky y haciendo una señal de triunfo con la cabeza.
Pero en ese instante se elevó la voz del jefe de sección Leónidas y dijo:
—¡Imposible!
Todos alzaron la mirada bruscamente. La cara por lo general trasnochada de Spittelberger se iluminó con un gesto de tensa expectativa.
—¿Cómo dice? —preguntó en tono brusco el viejo Präsidialist que creyó haber entendido mal a su colega, pues el día anterior había comentado con él este delicado caso y le había dicho que en los tiempos que corrían no era aconsejable encomendar una cátedra tan importante al profesor Alexander Bloch, por más que fuera una eminencia. El colega se había declarado totalmente de acuerdo y, además, no había disimulado su animadversión hacia el profesor Bloch y quienes lo rodeaban. ¿Y ahora? Aquellos señores estaban asombrados o, mejor aún, perplejos ante aquel dramático «imposible», empezando por el propio Leónidas. Mientras su voz fundamentaba serenamente la objeción, la otra persona que había en él se decía, en tono casi divertido: «Estoy siendo infiel a mí mismo y así empiezo ya a intervenir en favor de mi hijo…».
—No tengo nada contra el profesor Lichtl —dijo en voz alta—, puede que sea un buen médico y un buen docente, pero hasta ahora sólo ha trabajado en provincias, sus publicaciones no son muy numerosas y se sabe poco sobre él. El profesor Bloch, en cambio, es una celebridad mundial, premio Nobel de medicina y doctor honoris causa en ocho universidades europeas y americanas. Es médico de reyes y jefes de Estado. Hace unas semanas fue llamado a Londres para una consulta en el palacio de Buckingham. Cada año atrae a Viena a una serie de pacientes riquísimos, nababs argentinos y maharajás indios. Un pequeño país como el nuestro no puede darse el lujo de ignorar y ofender a semejante personalidad. Es una ofensa que alzaría contra nosotros a la opinión pública de todo Occidente.
Una sombra de burla aleteó sobre los labios del ponente. Recordó que hacía poco alguien lo había interrogado sobre el «caso Bloch» en una brillante reunión mundana y él había rechazado terminantemente los mismos argumentos que ahora acababa de esgrimir. Éxitos internacionales como los de Bloch y sus compinches no se basaban en méritos y capacidades reales, llegó a decir, sino en la promoción que los israelitas se daban unos a otros por todo el mundo, en una prensa sometida a ellos y en el conocido efecto de bola de nieve producido por una publicidad desvergonzada. Y aquéllas no habían sido sólo sus palabras expresas, sino también sus convicciones.
El especialista en prehistoria se enjugó la frente, perplejo:
—Todo eso está muy bien, mi estimado jefe de sección… Pero la vida privada de ese señor no es, por desgracia, irreprochable. Estos caballeros saben que es un jugador empedernido y se pasa noche tras noche entre mesas de póquer y bacará, apostando sumas increíbles. Disponemos de un informe policial secreto al respecto. Y los honorarios que cobra tampoco son precisamente exigüos, como todo el mundo sabe. Entre doscientos y mil chelines por una sola visita. Sólo es comprensivo con sus correligionarios, claro está, a los que atiende gratis sobre todo si se presentan con caftán en la consulta… Por mi parte, creo que un país pequeño como el nuestro no puede permitirse que un Abraham Bloch…
El viejo Skutecky le quitó en ese instante la palabra al profesor de prehistoria, víctima de un celo excesivo, y empezó a hablar en un tono de voz indulgente y de total objetividad:
—Les ruego no olvidar que el profesor Alexander Bloch tiene ya sesenta y siete años y sólo le quedan dos años de actividad docente, si no se cuenta el año sabático.
Imparable ya en su carrera cuesta abajo, Leónidas no pudo por menos de citar una broma que circulaba entre determinados círculos de la ciudad:
—¡Así es, señores! Antes era demasiado joven para tener una cátedra. Ahora es demasiado viejo. Y entretanto ha tenido la mala suerte de llamarse Abraham Bloch…
Nadie se rio. Con el ceño fruncido por la perplejidad que produce un enigma observaron todos severamente al apóstata. ¿Qué estaba ocurriendo aquí? ¿Qué oscuras influencias habían entrado en juego?
¡Pues ya está! ¡El marido de una Paradini! Con esa fortuna y esas relaciones bien puede uno permitirse nadar contra la corriente. Los Paradini pertenecen a la aristocracia internacional del dinero. ¡Ahí está la madre del cordero! ¡Ese Abraham Bloch ha de estar moviendo cielo y tierra, incluida la casa real británica! ¡Maquinaciones de la masonería y de la camarilla que maneja el oro del mundo, mientras que uno no sabe de dónde sacar para comprarse un traje nuevo!
El pelirrojo mediador se sonó la nariz porosa y observó el resultado con aire pensativo:
—Nuestro gran vecino —dijo en un tono melancólico y amenazador al mismo tiempo— ha purgado en forma radical las universidades de todo elemento foráneo. El que un Bloch obtenga en nuestro país una cátedra, y nada menos que la de medicina interna, sería una demostración de hostilidad, un puñetazo al Reich en plena cara. Creo que el señor ministro debería meditar sobre este punto… Y claro está que para defender nuestra independencia hemos de quitar viento a las velas de aquella gente…
La metáfora del viento que era preciso quitar a las velas del futuro timonel estaba muy en boga por esos días.
—¡Muy bien dicho! —exclamó alguien. Era el subalterno de la cara esponjosa que, de pie tras el sillón del ministro, no había podido contener su entusiasmo. Leónidas lo miró fijamente. El funcionario pertenecía a un departamento con el que el jefe de sección tenía escasos contactos. Pero el impredecible Spittelberger lo había tomado bajo su protección, lo que explicaba su presencia en esa reunión. La transparente mirada de aquel gordo irradiaba un odio tal que a Leónidas le resultó muy difícil sostenerla. El simple nombre de Abraham Bloch había bastado para encender de ira aquel rostro ancho y flemático. ¿En qué fuentes se alimentaba ese odio exaltado? ¿Y por qué se volvía con tanta insolencia contra él, el funcionario más experimentado de aquel ministerio, que podía mirar hacia atrás desde veinticinco años de honestos servicios? Personalmente él nunca había demostrado la menor predilección por individuos como el profesor Bloch. Todo lo contrario. Los había evitado, cuando no abiertamente rechazado. Y hete aquí que de pronto —algo debía de andar mal— se veía implicado en esa sospechosa comunidad. Y todo por esa diabólica carta de Vera Wormser. Los sólidos fundamentos de su existencia parecían subvertidos. Contra sus propias convicciones se veía obligado a defender la candidatura de un ídolo de moda en la medicina, y, por si esto fuera poco, ahora tenía que soportar las impertinentes acotaciones y las impúdicas miradas de aquel viscoso mequetrefe, como si él no fuera sólo el defensor de Bloch, sino Bloch en persona.
Todo había ocurrido muy deprisa. Leónidas fue el primero en bajar la mirada ante ese enemigo que acababa de surgirle. Sólo entonces advirtió que Spittelberger lo estaba observando fijamente desde sus quevedos torcidos:
—Es sorprendente ver cómo ha cambiado de opinión, señor jefe de sección…
—Así es, señor ministro. He cambiado de opinión sobre este asunto…
—En política, mi estimado amigo, a veces va muy bien provocar indignación. Sólo que se ha de saber a quién…
—No tengo el honor de ser político, señor ministro. Trato de servir al Estado como mejor puedo…
Siguió una pausa gélida. Skutecky y los otros funcionarios se replegaron en sí mismos, pero Spittelberger no pareció tomar a mal el enfado oculto en esa frase y, mostrando su arruinada dentadura, aclaró en tono campechano:
—Oiga, yo sólo estoy hablando como un hombre sencillo, como un viejo campesino…
En ningún lugar del ancho mundo —como sintió Leónidas en ese instante— había un ser humano menos sencillo y más tortuoso e intrincado que ese «viejo campesino». Tras la silenciosa frente de aquel híspido cabezota cruzaban raudos, y en varios niveles superpuestos, los vagones del ferrocarril elevado y subterráneo de su infatigable ambición. El eléctrico oportunismo de Spittelberger se cernía como un nubarrón en aquella sala, más opresivo aún que la hostilidad de Schummerer y del funcionario esponjoso. No quedaba un solo vestigio de aire respirable.
—Con su permiso, señor ministro —dijo Leónidas jadeando y abrió de par en par una de las ventanas. En ese mismo instante estalló un violento aguacero. Un muro de agua plumeado ocultó el mundo. Ya no se veía la Minoritenkirche. Techos y empedrados resonaron como bajo una carga de caballería. Y en medio del gigantesco edificio de lluvia retumbó un trueno no precedido por ningún relámpago.
—¡Ya iba siendo hora! —exclamó Skutecky con su pronunciación dura. Spittelberger se había puesto en pie y, con el hombro derecho levantado y las dos manos en los bolsillos de sus arrugados pantalones, se dirigió hacia Leónidas arrastrando los pies. Esta vez parecía realmente un campesino que intentaba vender su vaca por encima del precio en el mercado semanal.
—¿Y qué opinaría, señor jefe de sección, si le concediéramos al tal Bloch la Gran Cruz de Oro al Mérito para las Artes y las Ciencias, además del título de Consejero áulico?
Esa propuesta revelaba a las claras que el ministro no consideraba a su jefe de sección como un simple auxiliar burocrático comparable al buen Jaroslav Skutecky, sino como una personalidad influyente tras la cual se ocultaban poderes invisibles a los que no se debía ofender. La solución del problema era digna de Spittelberger. Una cátedra con su correspondiente jefatura de prácticas clínicas significaban poder real y efectivo y debían, por tanto, permanecer en manos de científicos nativos. Una condecoración importante y que sólo se concedía en muy raras ocasiones constituía, en cambio, un homenaje de tal magnitud que los partidarios del otro bando ya no podrían abrir la boca, y ambas partes quedarían así satisfechas.
—¿Qué le parece esta salida? —inquirió Spittelberger.
—La encuentro inadmisible, señor ministro —replicó Leónidas.
Vinzenz Spittelberger, la esfinge, separó sus macizas piernas y agachó su gris e hirsuta cabezota como un chivo. Leónidas pudo ver la zona calva en la raíz de la crencha y oyó que el político sorbía saliva antes de decirle con voz serena:
—Ya sabe usted que soy muy expeditivo, mi estimado amigo…
—No puedo impedirle que cometa un error, señor ministro —se limitó a responder Leónidas mientras descubría, extasiado, que un valor desconocido se iba apoderando de él. ¿Qué estaba realmente en juego? ¿La carrera de Alexander Bloch? ¡Pamplinas! Aquel desdichado Bloch no era más que un pretexto intercambiable. Pero Leónidas creyó poseer en ese momento la fuerza suficiente para afrontar la verdad y el reto de una nueva vida.
El ministro Spittelberger ya había abandonado el salón rojo, seguido por Skutecky y los consejeros ministeriales. La lluvia seguía tamborileando con la misma intensidad.