III. EL TRIBUNAL SUPREMO

Pese a lo avanzado de la hora, Leónidas recorrió la gran alameda del barrio de Hietzing a un paso mucho más lento que el habitual. Caminaba apoyándose en su paraguas, pensativo, aunque sin dejar de mirar alrededor con ojo atento para no perderse ningún saludo. Se veía obligado a quitarse el bombín con relativa frecuencia, cada vez que los funcionarios jubilados o los pequeñoburgueses de aquella zona respetuosa y conservadora lo saludaban ceremoniosamente. Llevaba el abrigo al brazo, pues la temperatura había subido de forma inesperada.

Desde el breve instante en que la carta de Vera transformara a fondo su vida, las condiciones meteorológicas de aquel día de octubre también habían dado un vuelco sorpresivo. El cielo se había cubierto por completo y ya no mostraba su impúdica desnudez en ningún punto. Las nubes, de contornos precisos en su blancura vaporosa, ya no se deslizaban en lo alto, sino que gravitaban bajas e inmóviles, con un color de fundas de mueble sucias. Una calma como de franela gruesa reinaba en derredor. El ronquido de los motores, el chirriar de los tranvías y, en general, los ruidos de la calle, próximos o lejanos, llegaban como acolchados. Cada ruido era a la vez exagerado e impreciso, como si el mundo contara la historia de aquel día con la boca llena. Un tiempo anormalmente cálido, un tiempo taimado que suscitaba en personas de cierta edad el miedo a una muerte súbita y podía decidirse por cualquier cosa: una tormenta con granizada, una lluvia atrabiliaria y persistente o un moroso armisticio con el sol otoñal. Leónidas desaprobó de todo corazón aquel tiempo opresivo que le quitaba el aliento y, por su ambigüedad, parecía corresponderse con su propio estado de ánimo.

Pero la peor consecuencia de esa calma chicha enfermiza era que impedía al jefe de sección reflexionar con lógica y tomar decisiones coherentes. Tenía la sensación de que su cerebro, de formación endémica, no funcionaba con la libertad y rapidez habituales, sino enfundado en unos gruesos e incómodos guantes de lana que no le permitían aferrar ni comprender muy bien los interrogantes que iban surgiendo velozmente.

Había sucumbido a Vera aquel día. Tras un silencioso combate de dieciocho años que se había desarrollado como al margen de la vida, sin ser por ello menos real. La simple fuerza de Vera lo había obligado a leer esa carta en vez de romperla y sustraerse así una vez más a la verdad. Si había sido un fallo, aún no podía saberlo; una derrota sí que era, en cualquier caso, y algo mucho más importante: un brusco cambio de rumbo en su propia vida. Desde hacía un cuarto de hora esa vida se deslizaba por carriles nuevos y en dirección desconocida. Pues hacía exactamente un cuarto de hora que él, Leónidas, tenía un hijo. Un hijo de unos diecisiete años, más o menos. La conciencia de ser el padre de aquel joven desconocido no lo había asaltado inesperadamente desde las asechanzas de la nada. En la semipenumbra de su sentimiento de culpa, de su miedo y su curiosidad, el hijo de Vera vivía una existencia amenazadoramente espectral desde el ignorado día en que naciera. Y hete aquí que de pronto, tras un período de incubación casi infinito en que el miedo se había prácticamente disuelto, aquel fantasma se materializaba en un ser de carne y hueso. El inocuo y a la vez pérfido encubrimiento de la verdad en la carta de Vera no atenuaba en absoluto el desconcierto de Leónidas. Aunque no supiera ya nada del carácter de su antigua amada, pensó, frunciendo nerviosamente los labios: ¡Una estratagema típica de Vera! Mantiene la imprecisión. ¿La mantendrá sólo por no comprometerme? ¿O me deja aún una esperanza? Es evidente que la carta me ofrece la posibilidad de evadirme una vez más. «Si estuviera usted dispuesto a atender mi petición…». ¡Dios mío, ahí está! ¿Y si yo no estuviera dispuesto? Con su imprecisión me ata por partida doble. No puedo mantener mi pasividad por más tiempo. Precisamente al no escribir la verdad, la verifica. Al jefe de sección le vino en mente el término jurídico «verificar» en relación con Vera.

Contrariando sus buenos modales, Leónidas se detuvo en un paso peatonal en pleno centro de la calzada, y, lanzando un profundo suspiro, se quitó el bombín y se enjugó la frente. Dos coches hicieron sonar con furia sus bocinas y un policía lo amenazó indignado. Él llegó entonces a la orilla opuesta con unos cuantos saltos prohibidos. Acababa de pensar que su nuevo hijo era, en gran medida, un joven israelita. Por eso no podía seguir estudiando en Alemania. Pero resultaba que Austria vivía en una peligrosísima relación de vecindad con Alemania. Nadie sabía cómo podría evolucionar la situación. Era un combate desigual. De un día a otro podrían entrar en vigor aquí las mismas leyes vigentes allí. Ya hoy por hoy era altamente improcedente para un alto funcionario frecuentar a gente de la raza de Vera, salvo algunas brillantes excepciones. Muy lejos quedaban los tiempos en que uno podía heredar el frac de un desdichado compañero de estudios cuyo suicidio no obedecía a motivos más convincentes que el no poder soportar la condena lanzada contra su propia raza por el idolatrado Richard Wagner. Y resulta que ahora, con cincuenta años cumplidos, uno tenía de pronto un hijo de esa raza. ¡Un viraje increíble! Las eventuales complicaciones eran imprevisibles. ¿Amelie? Pues no, aún no hemos llegado a este punto, se dijo Leónidas tratando de persuadirse.

Una y otra vez intentaba «explicarse» lo más concienzudamente posible el caso en el que se hallaba implicado como victimario y como víctima por partes iguales. Todo funcionario experimentado posee la capacidad de «instruir un sumario» sobre cualquier hecho y arrancarlo así al proceso de disolución de la vida. A duras penas lograba reconstruir Leónidas aquellos áridos sucesos y, menos aún, revivir un solo instante de sus seis semanas de amor apasionado. La propia Vera se lo prohibía, exactamente como le sustraía a él su imagen. Lo que sobraba era bastante magro. Y en esos atormentados minutos Leónidas no hubiera sido capaz de pintar, ni siquiera ante un tribunal (¿de qué tipo?), un cuadro más pintoresco de su acción delictiva que el que se ofrece a continuación:

Sucedió durante mi decimotercer mes de matrimonio, señorías —así hubiera podido empezar el insulso informe—. Un buen día Amelie recibió la noticia de que su abuela materna estaba gravemente enferma. Aquella abuela, una inglesa, era la personalidad más importante de esa familia de millonarios esnobs y presumidos que son los Paradini. E idolatraba a su nieta menor. Para defender una parte importante de su herencia, Amelie se vio obligada a viajar a la finca de Devonshire donde vivía la moribunda. Los intrigantes y heredípetas ya estaban en acción. Consideré absolutamente indispensable que, durante sus últimas horas de vida, la anciana tuviese todo el tiempo a mi esposa ante sus ojos. Por desgracia, esas últimas horas se prolongaron hasta convertirse en tres largos meses. Creo poder decir, sin temor a tergiversar los hechos a posteriori, que ambos, tanto Amelie como yo, estábamos sinceramente desesperados por esta primera interrupción de nuestra vida en común. Aunque, si he de ser franco, diré que al mismo tiempo experimentaba quizás una tensión agradable ante la perspectiva de volver a ser libre y dueño de mí mismo por una breve temporada. Pues al principio Amelie era mucho más agotadora, caprichosa, malhumorada y celosa que ahora, cuando, pese a su natural indocilidad, había aprendido a adaptarse a mi mesurado ritmo de vida. Gracias a sus riquezas mandaba sobre mi persona y le era fácil ser un hada Capricho. Ni la cultura personal, ni la educación, ni las buenas maneras, ni otros bienes suntuarios similares logran subvertir la índole brutal de las relaciones básicas que existen entre los seres humanos. El caso es que nos despedimos en la estación del Oeste con mucho dolor y lágrimas. Precisamente en esos días mi ministerio había decidido enviarme a Alemania para que observara de cerca la ejemplar organización de los estudios universitarios en ese país. La estructuración y admiración de universidades es, como todos saben, mi auténtica especialidad y mi punto fuerte. En este campo he realizado cosas que no podrán borrarse fácilmente de la historia de la educación en mi país. Por su parte, Amelie estaba muy contenta de que me fuera a Heidelberg mientras durase nuestra separación. Hubiera sufrido mucho teniendo que dejarme en una gran ciudad tan tentadora como Viena. En comparación, las tentaciones de una pequeña y hermosa ciudad universitaria alemana le parecían ligerísimas. Hasta tuve que prometerle solemnemente que al día siguiente de su partida yo abandonaría Viena para consagrarme sin dilación a mi nueva tarea. Cumplí mi promesa al pie de la letra, pues debo confesar que Amelie me sigue inspirando cierto temor incluso hoy en día. No he conseguido superar la barrera propia de su posición social privilegiada. El hecho de que contra viento y marea se empeñara en casarse con el funcionario subalterno que yo era por entonces, no fue sino la extravagancia de una joven mimadísima cuyos deseos debían cumplirse a rajatabla. El que tiene, obtiene. Y es indudable que yo he pasado a ser propiedad de Amelie. Muy grandes son las ventajas de pertenecer a una mujer independiente y riquísima, oriunda de una familia poderosa en los ámbitos social y financiero. Pero no menos grandes son los inconvenientes. Ni siquiera la estricta separación de bienes en la que siempre insistí desde un principio ha podido impedir que, por una ley natural inherente a las grandes fortunas, también yo me haya convertido en una especie de objeto de propiedad con voluntad limitada. Y sobre todo: si pierdo a Amelie, perdería positivamente más de lo que ella perdería si me perdiera. (Por lo demás, no creo que Amelie sobreviviera a mi pérdida). Todos estos motivos me han vuelto desde el primer día inseguro y temeroso. De ahí que me hagan falta un autodominio y una cautela incesantes para no dejar traslucir estas humillantes debilidades y mostrarme siempre como el hombre lúdicamente sereno que, con un indolente encogimiento de hombros, acepta su éxito como algo muy natural. Veinticuatro horas después de nuestra emocionada despedida llegué a Heidelberg. Al llegar al portal del hotel más lujoso de la ciudad, giré sobre mis talones. De buenas a primeras me repugnó el estilo de vida opulento que me había impuesto mi matrimonio. Fue una especie de nostalgia por las amarguras y necesidades de mi propia época estudiantil. Después de todo, me habían asignado la tarea de observar la vida y actividades de los estudiantes de esa universidad. De modo que me alojé en una pensión estudiantil, pequeña y barata. Vi a Vera ya la primera vez que fui a comer en la mesa común. Y luego volví a verla varias veces.

Para con todo lo que voy a exponer a continuación quisiera pedirles, señorías, una indulgencia muy particular. Pues ocurre que no logro recordar realmente los hechos de los cuales se me acusa, aunque los reconozca como experiencias propias y reprochables. La noción que de ellos tengo es más o menos la misma que nos queda de algo que leímos tiempo atrás en algún sitio. Los podría relatar en caso extremo. Pero no son cosas que se mantengan vivas dentro de nosotros como nuestro propio pasado. Son algo más bien abstracto y vacío. Un vacío penoso ante el cual retrocede cualquier intento por revivirlas afectivamente. En primer lugar, está mi amada misma, la señorita Vera Wormser, estudiante de filosofía en aquel tiempo. Sé que cuando volvimos a encontrarnos en Heidelberg ella tenía veintidós años, nueve menos que yo y tres más que Amelie. Sé que nunca he vuelto a conocer una criatura más fina y delicada que la señorita Wormser. Amelie es muy alta y esbelta. Pero tiene que luchar continuamente por mantener esa esbeltez, pues su figura principesca tiende, por naturaleza, a la corpulencia. Aunque nunca haya surgido un comentario sobre el tema, el instinto de Amelie ha captado muy bien que todo lo pomposamente femenino me deja frío, y que siento una irresistible atracción por las mujeres infantiles, etéreas, transparentes, conmovedoramente tiernas y frágiles, sobre todo cuando esto va acompañado por un espíritu impávido y reflexivo. La cabellera de Amelie es de color castaño claro, mientras que Vera tiene un pelo lacio y negrísimo dividido por una crencha, y un par de ojos de un azul profundo que contrastan emotivamente con él. Cuento esto porque lo sé, no porque lo vea ante mí. No logro ver a la señorita Wormser, que fue amante mía, con mi ojo interior, del mismo modo que somos conscientes de una melodía sin poder recrearla. Hace ya varios años que soy incapaz de imaginarme a la Vera de Heidelberg. Siempre se interpone otra, la Vera de catorce o quince años que vi por primera vez siendo un estudiante paupérrimo.

La familia Wormser había vivido aquí, en Viena. El padre era un médico muy reputado, un hombre bajo y de complexión fina con una barbita entrecana. Hablaba poco, y durante las comidas solía sacar de pronto una revista o un folleto médicos en cuya lectura se enfrascaba sin prestar atención a los demás. En él conocí al «intelectual israelita» par excellence, con su endiosamiento de letra impresa y su fe profunda en una ciencia sin prejuicios que, en esa gente, llega a sustituir los instintos y flaquezas naturales. ¡Cuánto me impresionó por entonces ese impaciente rigorismo que no acepta ninguna verdad reconocida sin discutirla previamente! Me sentía insignificante y confuso ante su agudeza analítica. Era viudo hacía ya mucho tiempo y sobre el trasfondo melancólico de sus rasgos aleteaba, indeleble, una sonrisa sarcástica. Gobernaba la casa una señora madura que ejercía a la vez de enfermera en su consultorio. Se decía que, como médico, el doctor Wormser superaba a muchas lumbreras de la facultad en conocimientos y precisión del diagnóstico. Yo entré en esa casa recomendado con el fin de preparar para un examen a Jacques, el hermano de Vera, un joven de diecisiete años. Una larga enfermedad le había hecho perder varios meses de clase y había que colmar a toda prisa sus lagunas. Era un muchacho pálido y soñoliento, hermético hasta la hostilidad frente a mi persona, que me hacía sudar sangre con su distracción y su resistencia interna (ahora conozco la razón). Tras enrolarse como voluntario, cayó durante las primeras semanas de guerra cerca de Ravaruska. Yo, sin embargo, estaba muy contento de haber encontrado un puesto fijo como preceptor en aquel durísimo período de mi vida. No tenía ningún futuro ante mí. Ni siquiera una naturaleza más robusta que la mía habría soñado que, un semestre después, lograría saltar de mi enrarecido submundo a la luminosidad de un mundo superior. Ya creía que me había tocado el gordo de la lotería porque los Wormser me invitaban a comer con ellos cada día sin que lo hubiésemos pactado. El doctor solía volver a casa a la una, hora en que Jacques y yo aún estábamos ocupados con nuestros libros de texto. Él mismo nos llamaba a la mesa parodiando a menudo, debido a mi desdichado nombre, el célebre epitafio del antiguo Leónidas y de sus héroes:

«Viajero, si vas a Esparta,

anuncia que nos has visto aquí,

comiendo, para obedecer sus leyes».

Una broma inocente que, sin embargo, me avergonzaba y humillaba todo el tiempo. Comer al mediodía con los Wormser se convirtió para mí en un derecho consuetudinario. Vera casi siempre llegaba tarde. También estaba en secundaria con su hermano, pero su colegio quedaba en un distrito alejado y el camino de vuelta a casa era bastante largo. Por entonces aún llevaba un pelo largo que le cubría los frágiles hombros. Su carita, como tallada en piedra lunar, estaba dominada por dos grandes ojos sombreados, cuyo azul penetrante parecía haberse extraviado bajo la negrura de las cejas y pestañas tras llegar de alguna helada lejanía. Muy raras veces me rozaba su mirada, la mirada doncellil más altiva y huraña que haya tenido que soportar jamás. Yo, el preceptor de su hermano, era un mísero estudiante macilento con granos en la cara y ojos permanentemente irritados, la nulidad y la inseguridad en persona. No exagero. Hasta aquel increíble punto de inflexión en mi vida fui sin duda un muchacho torpe y poco agraciado, que se sentía objeto del desprecio general y el hazmerreír de todas las mujeres. Había tocado en cierto modo el «fondo» de mi existencia. Nadie hubiera dado un céntimo por la carrera de aquel desastrado estudiante. Y yo tampoco. La confianza en mí mismo se me había agotado. ¿Cómo hubiera podido presentir en esos funestos meses que muy pronto acabaría sumiéndome en un asombro sin límites? (Todo ocurrió luego como si yo no hubiera intervenido). A los veintitrés años era, en mi miseria, un lémur aún no desarrollado totalmente. Vera, en cambio, apenas una niña, parecía mucho más madura y consolidada en relación con su edad. Cada vez que su mirada me rozaba en la mesa, yo quedaba paralizado bajo la ártica frialdad de su indiferencia y ya sólo deseaba diluirme en la nada, para que Vera no tuviese por más tiempo ante sus bellos ojos al ser menos atractivo y simpático del mundo.

Además del nacimiento y de la muerte, hay un tercer acontecimiento catastrófico que el hombre debe experimentar a su paso por este mundo. Es algo que yo llamaría el «parto social», aunque tampoco esté totalmente de acuerdo con esta fórmula quizá demasiado ingeniosa. Me refiero a la conmoción que, para un hombre joven, supone el pasar de una irrelevancia total y absoluta a su primera experiencia autoafirmativa dentro del marco de la sociedad establecida. Son muchos los que sucumben a este parto, o, como mínimo, quedan lesionados por el resto de sus días. Es toda una proeza llegar a los cincuenta años cargado de honores y dignidades. A los veintitrés, un caso tardío, deseaba cada día la muerte, sobre todo cuando me sentaba a la mesa familiar del doctor Wormser. Con el corazón palpitante aguardaba cada vez la etérea aparición de Vera. Un gozo terrible me oprimía la garganta al verla entrar por la puerta. Besaba a su padre en la frente, le daba una palmada a su hermano y me tendía la mano con aire ausente. De vez en cuando hasta me dirigía la palabra. En general eran preguntas sobre alguno de los temas que se habían tratado aquel día en el colegio. Y yo, con voz ansiosa, intentaba desembuchar lo que sabía y lucirme al máximo, pero jamás lo conseguía. Vera se las ingeniaba siempre para preguntar como si no necesitara en absoluto del pozo de ciencia por el que yo me tenía, como si fuera ella la examinadora y yo el examinado. Digna hija de su padre, no aceptaba nada sin discutirlo previamente. Si de pronto interrumpía mi pretenciosa perorata con un implacable «¿Y por qué es así?», mientras sus ojos miraban por encima de mi cabeza, su interés por la verdad me confundía hasta dejarme sin habla. Yo mismo nunca había preguntado «¿por qué?», ni puesto en duda la exactitud definitiva de todo cuanto me enseñaban. No en vano era hijo de un educador que consideraba la «memorización» del material de enseñanza como el método más eficaz. A veces Vera me tendía trampas en las que yo caía, víctima de mi propio fervor. El doctor Wormser esbozaba entonces una sonrisa cansada de ironía o irónica de cansancio, imposible saberlo. La inteligencia y el incorruptible sentido crítico de Vera sólo eran superados por el inabordable encanto de su presencia, que me dejaba una y otra vez sin aliento. Y cuando me ganaba a pulso una derrota, amaba a aquella joven con una desesperación tanto mayor. Pasé unas semanas presa del más horrible de los sentimentalismos. De noche lloraba hasta empapar mi almohada. Yo, que pocos años después habría de llamar mía a la beldad más cortejada de Viena, creí durante aquellas funestas semanas que jamás sería digno de aquella severa colegiala llamada Vera. Estaba totalmente ebrio de desesperanza. Dos rasgos esenciales de mi bienamada me arrojaban continuamente al abismo de mi propia insignificancia: la pureza de su espíritu y una dulce impresión de exotismo que me hechizaban hasta el estremecimiento. Mi único triunfo era no dejar traslucir nada. Apenas si miraba a Vera y me esforzaba por mantener en la mesa una expresión de afectada rigidez. Y me ocurrió lo que suele ocurrirles a los gafes sentimentales. Continuamente se me escapaba una torpeza o cometía un despropósito que me dejaba en ridículo. Un día se me cayó al suelo una copa de cristal veneciano por la que Vera sentía especial predilección. Otra vez derramé vino tinto sobre un mantel impecable. Por pura timidez y orgullo estúpido rechazaba a veces la comida y me levantaba de la mesa tan hambriento como cuando me había sentado y sin la menor perspectiva de poder cenar. Un renunciamiento absurdo, aunque heroico, que no impresionaba en absoluto a la joven. En cierta ocasión —y por ello quedé debiendo el alquiler de mi habitación— compré las rosas de tallo largo más hermosas que pude encontrar, pero no tuve valor para entregárselas a Vera y las dejé detrás de un armario que había en el vestíbulo, donde se marchitaron sin pena ni gloria. En una palabra, me comportaba como el pretendiente tímido de las antiguas comedias, sólo que más testarudo y complejo. Otra vez, cuando ya estábamos en los postres, sentí que mis pantalones, demasiado estrechos, estallaban justamente en el punto más crítico. La chaqueta, que también me quedaba corta, no lo cubría. ¿Qué hacer, santo cielo, para pasar luego junto a Vera sin que se diese cuenta? Mi autoestima nunca ha vuelto a vivir minutos tan infernales como aquéllos.

Ya ven ustedes, señorías, cómo van afluyendo los recuerdos cuando evoco la casa de los Wormser y la época del primer y último amor, en verdad desdichado, de mi vida. No podría objetar nada si oyera la exhortación: ¡No se aparte usted del tema, acusado, que no somos psiquiatras, sino jueces! ¿Por qué nos importuna con las efusiones sentimentales de un joven que, bastante atrasado para su edad, aún no había superado los efectos de la madurez sexual? Lo que sí ha superado usted entretanto, y a fondo, es su timidez, tendrá que reconocerlo. Cuando heredó el frac de aquel suicida y vio en el espejo que le quedaba perfecto y lo convertía en un joven bien parecido, se volvió de golpe otra persona, es decir, pasó a ser usted mismo. ¿A quién pretende, pues, conmover con esas aburridas historias? ¿O ve acaso en los pueriles arrebatos que nos ha relatado una excusa para justificar su comportamiento ulterior? — No busco ninguna excusa, señorías. — Queda por comprobar si cuando estuvo usted trabajando en casa de los Wormser llegó a revelar de algún modo sus sentimientos a esa joven de catorce o quince años. — De ningún modo, señorías. — ¡Prosiga entonces, acusado! Se había alojado en una pensión estudiantil de Heildelberg, donde volvió a encontrarse con su víctima. — Así es, estaba alojado en esa modesta pensión y, ya la primera vez que fui a comer, me encontré con Vera Wormser al cabo de siete largos años. La familia se había instalado en Alemania después de que Jacques, gracias a mi ayuda, aprobara el examen de bachillerato. Wormser recibió una oferta para dirigir una clínica privada en Frankfurt y la aceptó. Sin embargo, cuando volví a encontrarme con Vera ya no vivían ni su padre ni su hermano. Estaba totalmente sola en el mundo, aunque afirmaba sentirse más libre e independiente que abandonada. Quiso el azar que en aquella larga mesa me tocara sentarme a su lado…

Me interrumpo aquí, señorías, porque yo mismo advierto que mi discurso es cada vez más torpe y entrecortado. Cuanto más intento concentrarme, más penoso se me hace reconstruir los hechos. Me estoy aproximando al tabú, a la zona prohibida de mi memoria. Ahí está, por ejemplo, la discusión que se produjo ya durante la primera comida. Recuerdo que estalló en relación con un tema científico muy de moda por entonces. Sé asimismo que Vera fue mi más encarnizada opositora. Pese a la enorme fiabilidad de mi memoria en general, no logro recordar el contenido de aquella discusión. Supongo que, frente a la crítica demoledora de Vera, yo defendí el punto de vista convencional y pude granjearme así la aprobación de la mayoría. Y la verdad es que esa vez ya no fui derrotado como cuando me sentaba a la mesa familiar del buen doctor Wormser. Tenía treinta y un años, estaba allí enviado por un ministerio, vestido de punta en blanco, aquel día ya me habían visto en compañía del Señor Rector Magnífico, tenía dinero a porrillo y vivía, interior y exteriormente, en una situación de manifiesta superioridad con respecto a toda aquella gente joven, a la que también pertenecía Vera. En los últimos años había aprendido muchísimo copiando de mis superiores esa actitud amable y condescendiente de quien tiene la razón y el poder, esa sabia actitud tan típica de la tradición administrativa de nuestra vieja Austria. Sabía hablar, y más aún, sabía hacerlo con una calma y un aplomo tales que todos los demás callaban. Había entrado en estrecho contacto con muchas personalidades de alto rango cuyas opiniones y puntos de vista podía esgrimir ahora fácilmente en apoyo de mis propias tesis. No sólo conocía, pues, a la elite, sino que formaba parte de ella. Antes de su «parto social», el joven burgués sobrevalora la dificultad de ese salto al mundo. Yo personalmente, por ejemplo, no debo mi meteórica carrera a ningún atributo excepcional, sino a tres talentos musicales: un oído muy fino para detectar las vanidades humanas, un gran sentido del ritmo y —éste es el más importante de los tres— una capacidad de imitación extremadamente acomodaticia que, sin duda, tiene sus raíces en la debilidad de mi carácter. ¿Cómo, si no, hubiera podido ser uno de los bailarines de vals más apreciados en mis años mozos pese a no saber ni cambiar de paso? Como un gran señor se presentó aquella vez el ridículo preceptor de antaño ante su antigua adorada. Creo recordar que Vera, tras una actitud de desaprobación inicial, empezó a observarme con un asombro cada vez mayor reflejado en sus ojos siempre más grandes y azules. Lo que sé con certeza, y no sólo creo recordar, es que mi viejo enamoramiento volvió a despertarse de golpe. Entretanto había yo aprendido a jugar con la gente, con hombres y mujeres. Pero no era sólo un juego perverso, era una absurda compulsión que me llevaba paso a paso hacia una culpa existente ya desde el principio. Creo recordar que me dominé muy bien, que en ningún momento dejé entrever mi pasión, y no movido por un lamentable orgullo, como antes, sino por el placer de lograr un objetivo muy concreto. Empecé a meditar detenidamente cómo podría dar más relieve a mi persona día a día, tanto en mi cuidada apariencia exterior como en el plano propiamente intelectual. Más que por las pequeñas y bien calculadas atenciones que le dispensaba, logré conquistar a Vera dándole a entender que, en el fondo de mi corazón, compartía sus puntos de vista radicales y desprejuiciados, y que sólo mi cargo y la razón de Estado me obligaban a mantener una «línea intermedia». Creo que enrojeció de alegría cuando se convenció de haberme curado de las «mentiras del convencionalismo». Y yo aguardé con cautela el instante apropiado, ese instante en el que se tiene de algún modo una certeza instintiva. Llegó más rápido de lo que me atrevía a esperar. Fue al cuarto o quinto día de mi estancia en Heidelberg cuando Vera se me entregó. No veo su rostro, pero siento el rígido estupor que se apoderó de ella antes de que fuera mía. Tampoco veo el lugar en que aquello ocurrió. Todo se ha vuelto negro. ¿Fue una habitación? ¿O se oía un rumor de ramas meciéndose bajo el cielo nocturno? No veo nada, pero llevo en mi interior la sensación de ese instante maravilloso. No era la imperiosa y exigente vehemencia de Amelie. Fue un espasmo asustado primero, y luego un hondo relajarse de los tiernos labios, una entrega ensoñadora de los juveniles miembros que yo sostenía en mis brazos, un tímido acercamiento más tarde, una suave confianza, una fe total y absoluta. No había nadie capaz de creer tan incondicional e ingenuamente como aquella severa crítica. Pese a los discursos progresistas de Vera y a su comportamiento a menudo desenfadado, en aquel instante descubrí que yo era el primero. Hasta entonces nunca había sospechado que la virginidad, defendida con dolor y aspereza, es algo sagrado…

Y aquí debo detenerme, señorías. Cualquier paso adelante me llevaría a perderme en una jungla inextricable. Aunque en aquel entonces me adentrase en ella a sabiendas, ahora ya no encuentro el acceso. Sí, nuestro amor fue una especie de jungla inextricable. ¿En cuántos lugares estuve con mi amada aquellos días? ¿En cuántas ciudades y pueblos de casas con hastiales esparcidos por el Taunus, la Selva Negra y Renania? ¿En cuántos albergues, emparrados, hosterías y cuartos abovedados? Ya no recuerdo. Hay un vacío alrededor. Pero no es esto lo que el tribunal quiere saber. Me preguntan: ¿Se declara usted culpable? Sí, me declaro culpable. Pero mi culpa no consiste en el simple hecho de la seducción. Hice mía a una muchacha que estaba dispuesta a ser mía. Mi culpa consistió en convertirla de mala fe en mi mujer como no lo había hecho con ninguna otra, ni siquiera con Amelie. Las seis impenetrables semanas que pasé con Vera constituyeron el verdadero matrimonio de mi vida. Insuflé en esa gran escéptica una fe inmensa en mi persona sin más intención que defraudarla luego ignominiosamente. Ése es mi delito ¡Disculpen ustedes, señorías! Veo que este tribunal no aprecia las palabras altisonantes. Actué como un «seductor de alto vuelo» que practica el simple y vulgar «timo del matrimonio». Todo empezó muy discretamente y con el más trivial de los gestos: oculté mi alianza matrimonial. La primera mentira arrastró necesariamente tras de sí a la segunda y a las cien siguientes. Pero ahora viene el auténtico meollo de mi culpa. Todos aquellos embustes y la candorosa credulidad de la engañada agudizaron mi voluptuosidad hasta extremos inimaginables. Con el más fervoroso de los entusiasmos pinté a Vera nuestra futura vida en común. Le expuse mis proyectos domésticos con una minuciosidad sin fisuras que la entusiasmó. No descuidé nada en mis planes, ni la distribución y decoración de nuestra futura casa, ni la elección del distrito más ventajosamente situado para nosotros, ni la selección de los amigos que me parecieran dignos de tratar con ella, incluyendo a las mentes más lúcidas y a los miembros más inaccesibles de la Fronda, claro está. Mi imaginación se superó a sí misma. No quedó nada pendiente. Elaboré, sin descuidar ningún detalle, la organización cotidiana de nuestra vida conyugal, radiante de felicidad. Vera interrumpiría sus estudios en Heidelberg y los completaría en Viena, a mi lado. Recorrimos las mejores tiendas de la ciudad de Frankfurt. Empecé a hacer compras para nuestro futuro hogar y, dispuesto a potenciar la voluptuosidad de la que he hablado, adquirí todo tipo de objetos relacionados con la vida íntima de una pareja. La colmé de regalos para aumentar todavía más su fe. Pese a sus vehementes protestas, terminé comprándole un ajuar completo. Fue la única vez en mi vida que me he mostrado dilapilador. Como se me acabó el dinero, me hice enviar telegráficamente una suma apreciable. Me pasaba días enteros revolviendo como un fanático piezas de damasco, lino, seda y encajes, entre cerros de vaporosas medias femeninas. ¡Qué cosquilleo tan indescriptible sentía al ver derretirse en Vera el hielo de la inteligencia al tiempo que surgía la mujercita extasiada, con todo su fascinante exotismo y esa entrega incondicional al hombre, propia de su naturaleza! No la veo ante mí, señorías, pero me siento caminando con ella por la calle, cogidos de la mano, los dedos entrelazados. ¡Cómo siento aún la melodía de su paso ajustado al mío! No he vuelto a vivir nada más bello que esa mano aferrada a mi mano y esos pasos avanzando al unísono. Sin embargo, a la vez que vivía plenamente esos instantes empezaba ya a disfrutar, con un profundo estremecimiento, el golpe mortal que estaba a punto de asestarle a nuestra unión. Y un buen día llegó la despedida. Para Vera fue una despedida alegre, pues yo iba a llevármela conmigo para siempre tras una breve separación. No veo su rostro bajo la ventanilla del vagón. Debió de haberme sonreído desde la serena plenitud de su fe. «Hasta pronto, mi vida», le dije. «Dentro de dos semanas pasaré a buscarte». Pero cuando me quedé solo en mi compartimiento, agotado por tantas semanas de tensión continua, caí en una especie de sueño artificial. Dormí varias horas sin despertarme y no alcancé a cambiar de tren en una estación importante. Después de un viaje absurdo, recalé por la noche en una ciudad llamada Apolda. Eso lo recuerdo. A Vera ya no logro verla, pero aún veo claramente el triste bar de la estación donde tuve que aguardar la mañana…

Así debió de haber hablado Leónidas. Así hubiera podido exponer coherentemente los hechos ante cualquier tribunal, pues todas las piececillas de aquel mosaico se hallaban presentes en su conciencia. El sentimiento de su amor y de su culpa seguía allí, sólo las imágenes y las escenas se desvanecían cada vez que él intentaba atraparlas. Y, sobre todo, la idea de tener que someterse a algún juicio inesperado no cesaba de rondarlo. El tiempo, no obstante, esa atroz calma chicha en cuyo centro creía estar él mismo al recorrer aquellas calles, anulaba continuamente cualquier tentativa de «ordenar el material». El discurrir de sus pensamientos se le hacía cada vez más torpe y placentero. ¿No era ya hora de tomar una decisión? ¿No había sido ya pronunciada la sentencia de aquel tribunal supremo que, con burocrática obstinación, deliberaba en algún lugar dentro y fuera de él mismo? «Reparación por daños y perjuicios causados a su hijo», rezaba el artículo 1 de la sentencia. Y el artículo 2 era aún más severo: «Esclarecimiento de la verdad». Pero ¿podía él decirle la verdad a Amelie? Esa verdad destrozaría su matrimonio para siempre. Pese a los dieciocho años transcurridos, un ser como Amelie no podría perdonar ni superar aquel engaño ni, menos aún, una mentira que ya duraba toda la vida. En esos minutos se aferró más que nunca a su mujer. Se sintió débil. ¿Por qué no habría hecho trizas la maldita carta de Vera?

Leónidas levantó los ojos. En ese mismo instante pasaba frente a la fachada del Parkhotel de Hietzing, donde estaba alojada la doctora Wormser. Las hileras de balcones por los que trepaba la vid silvestre con sus cientos de tonalidades rojizas lo saludaron amablemente. Debía de ser fascinante pasar allí el mes de octubre. Las ventanas, que se abrían sobre el parque de Schönbrunn, miraban al zoológico por el lado derecho, y al llamado «Kavaliersstöckl» del ex palacio imperial, por el izquierdo. Se detuvo ante la entrada del hotel. Serían las diez de la mañana, aproximadamente. Una hora nada apropiada para que un hombre bien educado visitara a una dama casi desconocida… ¡Entra de una vez! ¡Hazte anunciar! ¡Improvisa una solución sin pensar demasiado! Del portal salió en ese instante uno de los directores, que saludó respetuosamente al señor jefe de sección. ¡Dios mío! ¿No puede uno deslizarse ya por ningún sitio sin ser reconocido?

Leónidas buscó refugio en el parque del palacio. Contrariando su costumbre, ese día no le importó la idea de llegar un poco tarde y que el ministro ya hubiera preguntado por él. La alameda serpenteaba interminable entre dos hileras de tejos podados a la usanza barroca hasta perderse en una lejanía desdibujada. Allí, en algún punto de aquel brumoso vacío, se hallaba suspendida la «Glorieta», un cuerpo astral arquitectónico, el espectro de una jubilosa puerta triunfal que, tras perder todo contacto con un mundo desprovisto de magia, parecía conducir al ordenado firmamento del Ancien régime. En el aire flotaba un olor a flores mustias, polvo y pañal de recién nacido. Largas columnas de coches infantiles desfilaban junto a Leónidas. Madres y niñeras levantaban la mano a criaturas de tres o cuatro años cuyo balbuceante lloriqueo colmaba a ratos el aire. Leónidas observó que, en sus cochecitos, los bebés eran todos idénticos con sus puñitos cerrados, sus labios abultados y ese sueño profundo y absorto de la infancia.

Tras andar unos cien pasos se dejó caer en un banco. En ese mismo instante se coló un rayo de sol de octubre por entre el follaje y humedeció el césped de enfrente con una tenue llovizna. Quizá estuviera él sobreestimando aquella historia. Después de todo, el joven mencionado por Vera podía no ser hijo suyo. Pater semper incertus, declaraba ya el Derecho romano. El reconocimiento de ese hijo no dependía sólo de Vera, sino también de él. Y una paternidad semejante podía ser impugnada ante cualquier tribunal. Leónidas volvió la mirada hacia su vecino de banco. Era un señor anciano y estaba dormido. En realidad no era un señor anciano, sino un hombre viejo. Su raído bombín y un cuello duro antediluviano lo señalaban como una de esas víctimas de su época que «había conocido tiempos mejores», según reza la despiadada fórmula. Aunque también podía tratarse de un ayuda de cámara en paro desde hacía años. Pesadas como reproches, las nudosas manos del viejo reposaban sobre sus muslos enflaquecidos. Nunca había visto Leónidas un sueño como el de aquel vecino. Su boca ligeramente entreabierta dejaba ver los tristes agujeros entre los dientes, aunque no se advertía el ritmo de la respiración. Profundos pliegues y arrugas convergían de todas partes, concéntricos, hacia los ojos de ese rostro baldío. Eran caminos transitados por acémilas y carros, rutas de acceso a la vida totalmente obstruidas e impracticables en un país abandonado y donde ya nada se movía. Los ojos, que parecían vueltos hacia dentro, formaban dos sombreadas fosas de arena en las que todo había terminado. Era un sueño que sólo se distinguía de la muerte, y con desventaja, porque conservaba un resto de crispación y de miedo, así como una débil e indescriptible resistencia…

Leónidas se incorporó de un salto y echó a andar por la alameda. Ya al cabo de pocos pasos oyó detrás de él un andar tambaleante y una voz que murmuraba:

—Señor barón, por lo que más quiera, hace tres días que no he comido nada caliente…

—¿Qué edad tiene usted? —preguntó el jefe de sección al ex durmiente, cuyos ojos, aun despiertos, seguían pareciendo dos fosas yermas y vacías.

—Cincuenta y un años, señor conde —dijo el viejo en un lamento, como si estuviera revelando una edad totalmente inadmisible y que, según la ley, no tuviera ya ningún derecho a recibir ayuda. Leónidas sacó un billete bastante grueso de su cartera, se lo alargó al pobre náufrago y siguió caminando sin volverse a mirarlo.

¡Cincuenta y un años! ¡No había oído mal! Acababa de encontrar a su doble, a su hermano gemelo, a la otra posibilidad de su vida, de la que se había salvado por un pelo. Cincuenta años antes alguien había paseado en cochecito, por la alameda de un parque, a dos bebés que se parecían como dos gotas de agua: aquel viejo durmiente y él mismo. Pero él seguía siendo el bello León con su bigotito rubio, siempre de punta en blanco, bien lavado y perfumado, un modelo de frescura y prestancia masculinas. En su terso rostro las rutas de acceso a la vida no estaban obstruidas ni vacías, sino que eran alegremente transitadas. Por ellas se pavoneaban sonrisas de todo tipo, de amabilidad, de burla y de buen o mal humor, así como la mentira en todas sus versiones. Él no dormía ningún sueño fugaz y agónico sobre el banco de un parque, sino el sueño sano, redondo y regular de la seguridad en su gran cama de estilo francés. ¿Qué mano lo había salvado de las seguras fauces del abismo a él, al preceptor del joven Wormser, a ese pobretón de los pantalones reventados, para arrojar dentro al otro candidato? Ya no veía, igual que antes, su dicha y su propio ascenso como resultado de la meritoria conjunción de ciertos talentos personales. El rostro de aquella piltrafa humana de su misma edad le había mostrado el abismo al que también él había estado destinado y del que se había salvado por obra de la misma e inescrutable injusticia.

Un oscuro terror asaltó a Leónidas. Pero en medio de esa oscuridad brillaba vagamente una mancha clara. La mancha clara fue creciendo. Y creció hasta convertirse en una revelación nunca imaginada por aquel hombre de tibia fe: que tener un hijo no es algo irrelevante. Sólo a través de un hijo queda el ser humano irremediablemente imbricado en el mundo, en la despiadada cadena de las causas y los efectos. Todos debemos responder por lo que hacemos. No damos solamente la vida, sino también la muerte, la mentira, el dolor, la culpa. ¡Sobre todo la culpa! Que yo reconozca o no ser el padre de ese joven no altera en absoluto la realidad objetiva. Puedo esquivarlo, pero no escapar de él. «Algo tiene que ocurrir, y pronto», murmuró Leónidas distraído, mientras lo invadía una claridad indescriptible y desconcertante.

Al llegar a la puerta del parque llamó un taxi con gesto impaciente:

—¡Al Ministerio de Educación!

Y mientras una audaz decisión tomaba cuerpo en su interior, miró fijamente, como un ciego, el cielo que empezaba a despejarse.