Leónidas no abandonó la casa nada más despedirse de Amelie. Demasiado le ardía en el bolsillo el sobre con aquella letra femenina azul pálido. No solía leer cartas ni periódicos en la calle. Era algo indigno de un hombre de su rango y consideración, en el sentido literal del término. Por otro lado, tampoco tenía la ingenua paciencia de esperar a encontrarse tranquilamente sentado en su gran despacho del ministerio. De ahí que hiciera lo que solía hacer de pequeño cuando quería ocultar algún secreto, contemplar alguna imagen lúbrica o leer un libro prohibido. Y el cincuentón al que nadie vigilaba miró temeroso a todos lados y, como a los quince años, se encerró con suma cautela en el lugar más recóndito de la casa.
Allí clavó un buen rato sus aterrados ojos en esa letra femenina de rasgos severos y empinados, y sopesó una y otra vez la leve carta en su mano, sin atreverse a abrirla. Los escasos rasgos lo miraban con una fuerza expresiva cada vez más personal, y poco a poco fueron inundando todo su ser como con un veneno que paralizase las pulsaciones. Ni en la más opresiva de sus pesadillas se hubiera imaginado que volvería a ver la letra de Vera. ¿De dónde venía aquel terror indigno e incomprensible que sintiera minutos antes cuando esa carta lo miró de pronto fijamente entre toda su correspondencia anodina? Era uno de esos terrores que provienen de los inicios de la vida. Uno de esos miedos que no debe ni puede sentir un hombre que ha llegado a la cúspide y casi ha completado su trayectoria. Por suerte Amelie no había notado nada. ¿Por qué ese terror que él sentía aún en todos sus miembros? No era en el fondo sino una vieja historia absurda, una insulsa muchachada de hacía unos veinte largos años. Sin duda tenía más cosas en la conciencia que aquel asunto con Vera. Como alto funcionario estatal se veía diariamente obligado a tomar decisiones sobre destinos humanos, decisiones que no raras veces eran sumamente difíciles. En un puesto semejante se es un poco como Dios. Uno se convierte en artífice de muchos destinos ajenos, los archiva, y ellos pasan del escritorio de la vida al archivo de los asuntos concluidos. Con el tiempo todo se diluye en la nada sin queja alguna, a Dios gracias. También Vera parecía haberse diluido silenciosamente en la nada…
Al menos quince años debían de haber pasado desde la última vez que, como ahora, tuvo una carta de Vera entre sus manos, en una situación muy similar, por lo demás, y en un rincón no menos lamentable. Cierto es que los celos de Amelie no conocían por entonces barrera alguna, y su recelosa sensibilidad husmeaba siempre una pista. León no tuvo más remedio, pues, que destruir esa carta. ¡Sí, aquella vez! Pero que la destruyese sin leerla fue algo muy distinto. Es decir, fue una ruin cobardía, una canallada sin precedentes. Leónidas, el favorito de los dioses, o se equivocó en aquel momento. Rompí aquella carta sin leerla y también haré lo mismo con ésta. Simplemente para no enterarme de nada. A quien nada sabe, no se le piden cuentas. Aquello a lo que no di cabida en mi conciencia hace quince años, no tiene por qué incorporarse ahora a ella, ni mucho menos. Es un asunto concluido y archivado, algo que ya no existe. Y que ya no exista me parece un derecho consuetudinario. Recordarme una vez más su existencia es francamente inaudito por parte de esa mujer. ¿Cómo estará ahora? ¿Qué aspecto tendrá?
Leónidas no tenía la menor idea de cuál podría ser el aspecto actual de Vera. Peor aún, ni siquiera recordaba cómo era por entonces, en la época del único arrebato de amor auténtico de toda su vida. No lograba evocar ni la mirada de sus ojos, ni el brillo de sus cabellos, ni tampoco su rostro o su figura. Cuanto más se empeñaba por conjurar esa imagen tan extrañamente perdida, más irremediable volvíase el vacío que, como queriendo burlarse, había dejado Vera en él. Ella era, en cierto modo, el molesto síntoma de que algo fallaba en la memoria Leónidas, en general muy bien cuidada y caligráficamente pareja. ¿Por qué demonios se negaba de pronto a seguir siendo lo que era hacía ya quince años, una tumba allanada cuyo emplazamiento nadie consigue encontrar?
Con inequívoca perfidia, aquella mujer que sustraía el recuerdo de su imagen al amante infiel, materializaba en cambio su personalidad en las pocas palabras de las señas. Una terrible presencia llenaba los finos trazos de aquella pluma. El jefe de sección empezó a sudar. Sostenía la carta en su mano como si fuera la citación de un tribunal, o, mejor aún, la sentencia ya fallada de ese mismo tribunal. Y de pronto vio ante sí aquel día de julio de hacía ya quince años, claro y luminoso hasta en sus más fugaces detalles.
¡Vacaciones! Un espléndido verano alpino en Sankt Gilgen. Leónidas y Amelie aún llevan poco tiempo de casados. Están alojados en un encantador hotelito a orillas del lago. Aquel día han organizado una tranquila excursión a la montaña con unos amigos. Dentro de pocos minutos atracará en el embarcadero próximo al hotel el vaporcito que ha de llevarlos al punto de partida de su proyectado paseo. El vestíbulo del hotel se asemeja al salón de una casa de labranza. A través de las ventanas enrejadas y sombreadas por la vid silvestre, el sol penetra en escasas y densas gotas de miel. El salón mismo está a oscuras, pero es una penumbra compacta, que deslumbra extrañamente la vista. Leónidas se acerca a recepción a reclamar su correspondencia. Hay tres cartas, una de ellas escrita con esa letra femenina de rasgos severos y empinados y una tinta azul pálido. Y Leónidas siente de pronto que, de pie detrás de él, Amelie le pone cariñosamente la mano en el hombro y le pregunta si ha llegado algo para ella. Ni él mismo sabe cómo hizo para ocultar la carta de Vera y deslizársela en el bolsillo. La penumbra ambarina lo favorece. Por suerte llegan en ese instante los amigos que estaban esperando. Tras el jovial saludo Leónidas desaparece discretamente. Aún tiene cinco minutos para leer la carta. Pero no la lee, sino que la hace girar entre sus manos sin abrirla. Vera le había escrito al cabo de tres años de mortal silencio. Y le escribía después de que él se hubiera comportado de la manera más ruin y terrible que un hombre puede adoptar frente a su bienamada. En primer lugar esa mentira, la más infame entre todas las mentiras cobardes, pues tres años antes ya estaba casado y no se lo había confesado. Y luego aquella astuta y mendaz despedida junto a la ventanilla del vagón: «¡Hasta pronto, mi vida! ¡Dentro de dos semanas estarás a mi lado!». Con estas palabras Leónidas desapareció simple y llanamente y no volvió a tomar en cuenta la existencia de la señorita Vera Wormser. Que una persona como ella le escribiese ahora suponía un terrible esfuerzo de autosuperación por su parte. Esa carta no podía ser, pues, otra cosa que un grito de auxilio en una situación desesperada. ¿Y lo peor de todo? Que Vera había escrito esa carta allí. Estaba en Sankt Gilgen, como podía leerse en letras de molde al dorso del sobre. Se hallaba en una pensión de la orilla opuesta. Leónidas ya sacaba su navaja para abrir el sobre, un gesto de pedantería tan ridículo como revelador. Pero no abre la navaja. Si leía la carta, si lo que ni siquiera osaba sospechar se convertía en certeza, ya no habría marcha atrás. Reflexiona unos segundos sobre la posibilidad y las consecuencias de una confesión. Pero ¿qué Dios podría exigirle que, de buenas a primeras, confesara a su jovencísima esposa, una Amelie Paradini que lo amaba fanáticamente y se había casado con él ante el asombro de todo el mundo, quién podría exigir que le confesara a una criatura tan especial como privilegiada que ya la había engañado del modo más circunspecto posible un año después de su matrimonio? Con eso no haría sino destruir su propia existencia y la vida de Amelie, sin poder ayudar a Vera. Y allí está ahora de pie, perplejo, en ese estrecho recinto, mientras vuelan los segundos. Su propio miedo y mezquindad le provocan náusea. La leve carta le pesa en la mano. El papel del sobre es muy fino y no tiene forro. Deja traslucir vagamente el contenido. Leónidas intenta descifrar algún pasaje. ¡En vano! Un abejorro entra zumbando por el ventanuco abierto y queda preso junto con él. Lo invade una sensación de vacío, tristeza y culpa, a la que de pronto se suma una violenta rabia contra Vera. No obstante, ésta parecía haber comprendido. Una dicha breve y desquiciada, producto del azar y las mentiras de él. Leónidas había actuado como esos dioses antiguos que se aproximaban a un ser humano después de metamorfosearse. Y hay cierta nobleza en ese gesto, cierta belleza. Vera parecía haberlo superado todo, de eso estaba él convencido. Pues al margen de lo que pudiera haberle ocurrido, la joven no había dado señales de vida en los tres años transcurridos desde que Leónidas se alejara de ella: ni una línea, ni una palabra, ni un solo mensaje personal. Todo había sido superado y archivado del mejor modo posible. ¡Cómo había él valorado aquella lúcida aceptación de lo inevitable! ¡Y ahora le llegaba esa carta! Por un simple golpe de fortuna no había ido a parar a manos de Amelie. Y no sólo la carta. Vera misma está allí y lo persigue, presentándose en aquel lago de montaña donde todo el mundo suele darse cita en el mes de julio, tan aborreciblemente familiar. Vera no es más que una «intelectual israelita», piensa Leónidas con rabia. Y por muy alto que pueda llegar aquella gente, al final siempre hay algo que falla. Por lo general les falla el tacto, ese arte tan sutil de no incordiar psicológicamente al prójimo. Por ejemplo: ¿por qué ese amigo y compañero de estudios que le legara aquel frac providencial tuvo que dispararse un tiro a las ocho de la noche, una hora tan propicia para la vida social, y hacerlo nada menos que en la habitación contigua a la suya? ¿No podía haberlo hecho en otro sitio o a una hora en que Leónidas no estuviese cerca? ¡Pues no! Todo acto, incluso el más desesperado, tenía que ser subrayado y puesto entre amargas comillas. ¡Siempre lo mismo: o demasiado o demasiado poco! Una prueba de esa significativa falta de tacto. ¡Qué indelicadeza tan grande la de Vera al presentarse en pleno mes de julio en Sankt Gilgen, donde Leónidas se disponía a pasar con Amelie dos semanas de sus bien merecidas vacaciones, como seguro ella debió de haber averiguado! ¿Qué debería hacer Leónidas en el supuesto caso de que se encontrasen en el vaporcito? Sabía muy bien lo que haría, claro está: no reconocer a Vera, no saludarla, mirar alegremente a través de ella como si no existiera y seguir conversando y riéndose con Amelie y su pequeño grupo sin siquiera parpadear. Pero eso sí: ¡qué caro pagaría esa actitud indignantemente brillante! Le supondría una merma en su energía nerviosa y su autoestima durante una semana entera de esas vacaciones ya de por sí demasiado cortas. ¡Adiós apetito! Además, se amargaría los días siguientes y tendría que inventarse alguna excusa convincente de cara a Amelie para interrumpir su fascinante estancia en Sankt Gilgen lo más tarde al mediodía siguiente. Dondequiera que fuesen, sin embargo, al Tirol, al Lido o al Mar del Norte, lo perseguiría esa eventualidad que no se atreve ni a imaginar. La abrupta gradiente de sus reflexiones le ha hecho olvidar la carta que tiene en la mano. Pero una súbita curiosidad se apodera de él. Quisiera saber de qué va la cosa. Acaso esos vagos temores y suposiciones no sean sino engendros de su hipocondría, tan fácilmente irritable. Quizá respire aliviado después de leer la carta. El grueso abejorro estival, su compañero de prisión, ha encontrado por fin la abertura de la ventana y su zumbido se extingue fuera, en la libertad. El silencio se vuelve de pronto atroz en la miserable estrechez de aquel recinto. Leónidas prepara su navaja para abrir el sobre. Y en ese instante suena la sirena del vaporcito, viejísimo, pequeño, destartalado, un juguete infantil de otros tiempos. La rueda de paletas agita el agua perceptiblemente. Tras un instante de inmovilidad, el encaje de sombras de la vid silvestre reinicia su juego en la pared. ¡Ya no había tiempo! Amelie no tardaría en llamar, nerviosa: ¡León! El corazón de Leónidas late con fuerza mientras sus dedos rompen la carta en mil pedazos y la hacen desaparecer…
¡Eterno retorno de lo mismo! ¡De modo que eso existe realmente!, pensó Leónidas, asombrado. Esta nueva carta de Vera lo había vuelto a sumir en la misma denigrante situación de hacía quince años. Era la situación original de su pecado contra Vera y Amelie. Todo coincidía al milímetro. Al igual que entonces, hoy también había recibido las cartas en presencia de su mujer. Sólo que esta vez leyó en el dorso del sobre los datos de la remitente: «Dra. Vera Wormser loco». Seguía luego el nombre del Parkhotel, que quedaba muy cerca, a dos calles de distancia. ¿De modo que, como entonces, también ahora había vuelto Vera a buscarlo, a acorralarlo? Sólo que en lugar de un abejorro estival compartían esta vez su cautiverio unas decrépitas moscas otoñales que evolucionaban con un zumbido asmático. No sin cierto estupor, Leónidas se oyó reír suavemente. Aquel terror de hacía un rato, esa parálisis del corazón no sólo eran indignos, sino también absurdos. ¿No hubiera podido romper tranquilamente la carta, leída o no, en presencia de Amelie? Un incordio, alguna de esas peticiones que le llegaban cada día a cientos, nada más. ¡Quince años! ¡No, quince años más tres! Es fácil decirlo. Pero dieciocho años suponen una transformación inagotable. Representan más de media generación, un relevo casi total de los seres vivos, un océano de tiempo que diluye, hasta anularlos, delitos peores que una cobarde indignidad en el amor. ¿Qué clase de mandria era él para no poder liberarse de aquella historia momificada y perder por ella su espléndida serenidad matinal? ¡Él, un cincuentón en la cúspide de su carrera! Todo el mal provenía de las oscilaciones de su corazón, pensó convencido. Por un lado era un corazón demasiado tierno, y, por el otro, excesivamente versátil. Toda su vida había padecido de un «corazón malsano», fórmula que, según sentía él mismo, atentaba contra el buen gusto, pero resumía cabalmente su desastroso mundo afectivo. Y esa temerosa susceptibilidad frente a una letra femenina azul pálido ¿no era acaso la prueba de un talante caballeresco tierno y escrupuloso, incapaz de superar o perdonarse un desliz moral incluso después de transcurrido tanto tiempo? Leónidas respondió a esa pregunta afirmativamente y sin reservas, al menos de momento. Y se elogió a sí mismo no sin cierta melancolía, pues siendo un hombre bello y seductor a decir de todos, fuera del apasionado episodio con Vera sólo podía reprocharse entre nueve y once aventurillas irrelevantes perpetradas durante su matrimonio.
Respiró hondo y sonrió. Esta vez quería acabar con Vera para siempre. La señorita Vera Wormser, doctora en filosofía. La elección de esta carrera revelaba ya una provocadora tendencia a marcar la propia superioridad. (¿Señorita doctora? No, ojalá fuera «señora doctora». Casada y no viuda). Por el ventanuco abierto se veía un cielo abultado de nubes. Leónidas empezó a rasgar el sobre con gesto decidido. Pero el desgarro no superaba aún los dos centímetros cuando sus manos se detuvieron. Y entonces sucedió lo contrario de lo que ocurriera quince años antes en Sankt Gilgen. Aquella vez quería abrir la carta y la rompió. Ahora quería romper la carta y la abrió. Desde la hoja lacerada lo observó con sorna la personalidad de aquella letra femenina azul pálido que ahora podía explayarse en varias líneas.
Arriba, en el encabezamiento de la carta, figuraba la fecha, escrita con rasgos rápidos y precisos: «Siete de octubre de 1936». Se nota que es matemática, pensó Leónidas, Amelie no ha fechado una sola carta en toda su vida. Y seguidamente leyó: «Distinguido señor jefe de sección». ¡Bien! Nada que objetar contra este tratamiento seco y formal. Está escrito con tacto, aunque parezca ocultar una débil, pero incuestionable ironía. De todas formas, este «Distinguido jefe de sección» no hace presagiar un tono demasiado personal. ¡Sigamos leyendo!
«Me veo obligada a dirigirme hoy a usted con una petición. No se trata de mí, sino de un talentoso joven que, por razones de todos conocidas, no puede proseguir sus estudios secundarios en Alemania y quisiera completarlos en Viena. Según he oído, autorizar y facilitar este traspaso es, distinguido señor, incumbencia de la Sección que usted dirige. Dado que ya no conozco a nadie en mi ciudad natal, considero un deber recurrir a usted en este caso para mí extremadamente importante. Si estuviera usted dispuesto a atender mi petición, bastará con que me lo haga saber a través de su oficina. El joven le hará en ese caso una visita de cortesía cuando usted lo disponga y le dará la información necesaria. Agradeciéndole de antemano su atención, le saluda muy atentamente: Vera W.»
Leónidas leyó la carta dos veces del principio al fin, sin interrumpirse. Luego se la volvió a guardar cuidadosamente en el bolsillo, como algo muy valioso. Se sentía tan débil y exhausto que no encontró la energía suficiente para abrir la puerta y salir de su calabozo. Absurdamente superflua le pareció en ese momento su fuga infantil a aquel angustiante cuartucho. No hubiera tenido por qué esconderle esa carta a Amelie con tanto miedo. Hubiera podido dejarla allí abierta, o bien entregársela tranquilamente por encima de la mesa. Era a la vez la carta más artera e inocente del mundo. Cada mes le llegaban centenares de esas solicitudes de protección e intervención. Y, no obstante, de aquellas líneas breves y precisas emanaban una distancia, una frialdad y una circunspección tan calculada que Leónidas se sintió moralmente disminuido. Quién sabe si el día del Juicio Final nos encontraremos con un alegato igualmente insidioso y ponderado, sólo accesible al acreedor y al deudor, al asesino y a la víctima, pero que a todos los demás les parecerá insignificante, y, debido a ese ocultamiento, le resultará doblemente terrible al interesado. ¡Sabe Dios a qué ocurrencias y corazonadas absurdas puede sucumbir un circunspecto funcionario estatal en un luminoso día de octubre! ¿Cómo así surgió de pronto la idea del Juicio Final en un cerebro normalmente tan limpio? Leónidas ya se sabía la carta de memoria. «Es, distinguido señor, incumbencia de la Sección que usted dirige». ¡Así es: distinguido señor! «Considero un deber recurrir a usted en este caso para mí extremadamente importante». El estilo sobrio de una solicitud. Y, sin embargo, para el que sabía, para el culpable, era una frase que unía la dureza del mármol a la delicada finura de una telaraña. «El joven le hará en ese caso una visita de cortesía cuando usted lo disponga y le dará la información necesaria». ¡Información necesaria! Estas dos palabras abrían bruscamente un abismo al tiempo que lo ocultaban. Ningún especialista en Derecho público, ningún jurista de la Corona hubiera tenido por qué avergonzarse de su despiadada ambigüedad.
Leónidas estaba aturdido. Tras una eternidad de dieciocho años la verdad había alcanzado al que se creía protegido por todas partes. Ya no le quedaba escapatoria ni posibilidad de marcha atrás. Ya no podía sustraerse a esa verdad a la que se había abierto en un instante de debilidad. El mundo se había transformado a fondo para él, y él para el mundo. Las consecuencias de esa transformación eran imprevisibles y él lo sabía, aunque su espíritu acosado no pudiera aún medirlas. ¡Una inocua solicitud! Pero en esa inocua solicitud Vera le había hecho saber que tenía un hijo adulto y que ese hijo era de él.