La correspondencia estaba sobre la mesa del desayuno. Una respetable pila de cartas, pues Leónidas había festejado poco antes su quincuagésimo aniversario y aún seguían llegando diariamente felicitaciones atrasadas. Leónidas se llamaba, en verdad, Leónidas. Debía aquel nombre tan heroico como abrumador a su padre, un pobre catedrático de instituto que, aparte de esta herencia, sólo le había dejado la colección completa de clásicos greco-latinos y los números de la revista Tübinger altphilologische Studien correspondientes a un decenio. Por suerte, el solemne Leónidas podía transformarse fácilmente en un simple y corriente Leo. Así lo llamaban sus amigos, y Amelie lo había llamado siempre León. También lo hizo esta vez, prolongando con su voz oscura la segunda sílaba de León en una nota aguda y melodiosa.
—Tu popularidad es insufrible, León —le dijo—. Te han vuelto a llegar al menos doce felicitaciones…
Leónidas le sonrió tímidamente a su mujer, como si necesitara disculparse por haber llegado a culminar una brillante carrera al tiempo que cumplía cincuenta años. Desde hacía unos meses era jefe de sección en el Ministerio de Educación y Cultura y se contaba, por lo tanto, entre los cuarenta o cincuenta funcionarios que en realidad gobernaban el Estado. Su mano blanca y relajada jugueteaba distraídamente con la pila de cartas.
Amelie, mientras tanto, estaba vaciando un pomelo con su cucharilla. Era todo lo que desayunaba por la mañana. La manteleta se le había deslizado de los hombros. Llevaba puesto un traje de baño negro en el que solía hacer su gimnasia diaria. La puerta vidriera que daba a la terraza estaba entornada. Hacía bastante calor para esa época del año. Desde su asiento, Leónidas podía sobrevolar con la mirada el mar de jardines de la zona oeste de Viena hasta llegar a las montañas en cuyas laderas se extinguía la metrópoli. Escrutó con atención el cielo para cerciorarse del estado del tiempo, que desempeñaba un papel fundamental en su bienestar físico y en su capacidad de trabajo. El mundo se presentaba como un tibio día de octubre que, por una especie de caprichoso ardor juvenil, parecía un día de abril. Sobre los viñedos del término municipal se deslizaba presuroso un compacto bloque de nubes blanquísimas y de contornos claramente definidos. En los puntos en que estaba libre, el cielo exhibía un desnudo azul primaveral, casi impúdico en aquella época del año. Al pie de la terraza, el jardín, que apenas había perdido sus olores, conservaba un aspecto obstinadamente estival. Breves ráfagas de viento agitaban, traviesas, el follaje, que aún parecía estar muy atado a las ramas.
Qué agradable, pensó Leónidas, iré andando a la oficina. Y volvió a sonreír. Pero esta vez fue una sonrisa extrañamente ambigua, entusiástica y burlona a la vez. Siempre que estaba contento y lo sabía, dejaba aflorar esa sonrisa entre entusiástica y burlona. Como muchos hombres que ya han alcanzado una elevada posición en la vida, individuos sanos, bien proporcionados y hasta hermosos, Leónidas solía sentirse particularmente contento en las primeras horas de la mañana y aprobar sin reservas la tortuosa marcha del mundo. Era como salir en cierto modo de la nada nocturna y, cruzando el puente de un asombro ligero y diariamente renovado, entrar en la conciencia total del propio éxito en la vida. Y este éxito, en su caso, era realmente meritorio por ser hijo de un pobre catedrático de instituto de undécima categoría, un don Nadie sin familia ni apellido y, para colmo de males, con un nombre ridículamente pretencioso. ¡Qué etapa estudiantil tan triste y gélida la suya! Uno consigue bandearse penosamente con la ayuda de becas y clases particulares impartidas a jovencitos ricos, rechonchos y de pocas luces. ¡Qué difícil resulta dominar el implorante parpadeo del hambre en los propios ojos cuando llaman a la mesa al perezoso discípulo! Pero en su armario vacío cuelga un frac. Un frac nuevo e inmaculado que sólo necesita unos cuantos retoques mínimos. Pues aquel frac era una herencia. Se lo había legado por testamento un compañero de estudios y vecino de habitación que una noche se descerrajó inesperadamente un tiro en la cabeza. Parece casi un cuento, pero aquella solemne pieza de vestir llegó a ser decisiva en la vida del estudiante. El propietario del frac era un «israelita inteligente». (En estos cautelosos términos lo definía, incluso para sus adentros, el sensible Leónidas, que evitaba nombrar con excesiva franqueza los acontecimientos penosos). Además, las cosas le iban tan bien a esa gente por entonces que ya podía permitirse el lujo de elegir el pesimismo cósmico como argumento para suicidarse.
¡Un frac! Quien lo posee puede frecuentar bailes y otras reuniones sociales. Si alguien luce bien en su frac y encima posee un talento peculiar para el baile, como Leónidas, no tardará en despertar simpatías, hacer amistades, conocer radiantes damitas y verse invitado a «casas de postín». Así eran las cosas, al menos por entonces, en aquel asombroso mundo mágico, donde se daba una jerarquía social y, dentro de ella, lo inalcanzable, que aguardaba al triunfador elegido para que lo alcanzara. Una pura y simple casualidad dio inicio a la carrera del pobre preceptor: una entrada con que obsequiaron a Leónidas para asistir a uno de esos grandes bailes. El frac del suicida adquirió así una relevancia providencial. Al cedérselo junto con su propia vida, el desesperado testador ayudó a su afortunado heredero a cruzar el umbral de un radiante futuro. Y este Leónidas no sucumbió en las Termopilas de su estrecha juventud al predominio de una sociedad altanera. No sólo Amelie, sino también otras mujeres afirman que nunca ha habido ni volverá a haber un bailarín de su talla. ¿Hará falta decir que la especialidad de León era el vals, aquel vals ingrávico y tierno que se bailaba hacia la izquierda con firmeza y soltura al mismo tiempo? En el alado vals de dos tiempos de esa extraña época aún podía demostrar sus capacidades un maestro en el amor, un hombre que supiera de mujeres, mientras que —y de esto estaba León convencido— los bailes del moderno hombre-masa, con su indiferente apretujarse, sólo concedían un ínfimo espacio al trote maquinal de unos miembros bastante poco animados.
También cuando rememora Leónidas la embriaguez de sus triunfos como bailarín, en torno a su preciosa boca de dientes brillantes y un fino bigotito aún rubio aletea su característica sonrisa ambigua. Varias veces al día se consideraba a sí mismo un auténtico favorito de los dioses. De haberlo interrogado alguien sobre su «concepción del universo», habría tenido que admitir abiertamente que veía el universo como una organización cuyo único sentido y objetivo consistía en rescatar de las profundidades a ciertos favoritos de los dioses como él, para luego elevarlos a las alturas y dotarlos de poder, honores, gloria y lujo. ¿No era acaso su propia vida la prueba definitiva de esta complaciente interpretación del mundo? Un disparo resuena en la habitación contigua de su mísero alojamiento estudiantil. Él hereda un frac prácticamente flamante, y todo empieza a ocurrir como en una balada. Asiste a algunos bailes de carnaval y baila fabulosamente sin haber aprendido nunca. Le llueven las invitaciones. Y un año más tarde se cuenta ya entre los jóvenes que toda la ciudad se disputa. Una sonrisa de benevolencia ilumina las caras cuando alguien pronuncia su nombre, excesivamente clásico. Muy difícil resulta procurarse el capital necesario para llevar esa doble vida tan preciada. Pero su laboriosidad, su perseverancia y su ascetismo lo consiguen. Aprueba todos sus exámenes antes de tiempo. Varias brillantes recomendaciones le abren las puertas de una carrera al servicio del Estado, y muy pronto se granjea la simpatía de sus superiores, que no se cansan de elogiar su entrañable modestia. Ya a los pocos años llega el tan envidiado pase a la administración central, habitualmente reservado a los grandes apellidos y a los protegidos más ilustres. Y luego ese loco enamoramiento de Amelie Paradini, la bellísima muchacha de dieciocho años…
El ligero asombro al despertarse cada mañana no era, ciertamente, injustificado. ¿¡Paradini!? No yerra quien presta atención al oír ese apellido. Pues sí, se trata en efecto de la mundialmente conocida casa Paradini, que posee sucursales en todas las grandes capitales. (Cierto es que, desde entonces, las acciones del grupo han sido absorbidas por los grandes bancos). Pero hace veinte años Amelie era la heredera más rica de la ciudad. Y ninguno de los ilustres apellidos de la nobleza o de la gran industria, ninguno de aquellos pretendientes situados a años luz de distancia había logrado conquistar a la joven belleza, sino que lo había hecho él, hijo de un paupérrimo profesor de latín, un joven que llevaba el ampuloso nombre de Leónidas y no poseía nada excepto un frac macabro, aunque muy bien cortado. Pero la palabra «conquistar» es ya inapropiada. Pues, a decir verdad, en esta historia de amor él no había sido el cortejante, sino el cortejado. Con indoblegable energía la joven acabó imponiendo el matrimonio pese a la enconada resistencia de su multimillonaria parentela.
Y allí estaba ahora sentada frente a él como todas las mañanas, allí estaba Amelie, su gran éxito, el mayor de toda su vida. Curiosamente, lo esencial de la relación entre ambos no había cambiado. Él seguía sintiéndose el cortejado, el oferente, el donante, pese a que la fortuna de ella lo rodeaba de abundancia, holgura y calidez a cada paso. Por lo demás, y no sin un aire de severidad incorruptible, Leónidas solía recalcar que no consideraba para nada suyos los bienes de Amelie, que desde un principio había levantado una firme barrera entre esos desiguales «mío» y «tuyo». Y añadía que en esa villa encantadora, aunque excesivamente espaciosa para dos personas, él sólo se sentía una especie de inquilino, de pensionista, de usufructuario pagante, ya que destinaba a los gastos comunes la totalidad de su sueldo de funcionario, sin deducir nada. Ya desde el primer día de casados había insistido en mantener esa distinción a rajatabla. Por mucho que los augures se sonrieran unos a otros, Amelie estaba fascinada por el viril orgullo de su amado, de su elegido. Acababa éste de llegar a la cúspide de su vida e iniciaba ahora, lentamente, el descenso. A sus cincuenta años tenía una esposa, deslumbrante aún, que estaba entre los treinta y ocho y treinta y nueve.
Leónidas la examinó.
A la luz sobria y desenmascaradora de octubre, los hombros y brazos desnudos de Amelie relucían inmaculados, sin una peca ni un vello que alterase su blancura. Aquel blancor marmóreo y perfumado no sólo era producto de su ilustre origen, sino también consecuencia de los incesantes tratamientos cosméticos que ella se tomaba tan en serio como un oficio divino. Amelie quería seguir siendo joven, bella y esbelta para Leónidas. Sí, sobre todo esbelta. Y eso le exigía un constante rigor consigo misma. No se apartaba un solo paso del escarpado camino de esta virtud. Sus pequeños pechos se dibujaban firmes y puntiagudos bajo la malla negra. Eran los pechos de una joven de dieciocho años. No tener hijos es el precio que estamos pagando por esos pechos virginales, piensa de pronto el esposo. Y él mismo se sorprende de esa ocurrencia, pues como decidido defensor de su propio bienestar no compartido, jamás había manifestado el deseo de tener hijos. Durante un segundo sumerge su mirada en los ojos de Amelie. Están verdosos, hoy, y muy claros. Leónidas conoce perfectamente esa coloración cambiante y peligrosa. Hay días en que su mujer tiene ojos de mutabilidad meteorológica. «Ojos de abril», los llamó él mismo en cierta ocasión. Y en días así había que actuar con cautela. El aire se cargaba de tensiones que podían explotar sin causa alguna. Por lo demás, esos ojos eran lo único que contrastaba extrañamente con la juvenil apariencia de Amelie. Eran mayores que ella misma. Las cejas retocadas les daban cierta rigidez. Las ojeras y un cansancio azulino los circundaban con el presagio inicial de la caducidad. Así se va depositando en ciertos ángulos de los salones más limpios una pátina de polvo y hollín. Algo ya casi marchito había en esa mirada femenina que lo fascinaba.
Leónidas se volvió. Y Amelie le dijo:
—¿No quieres revisar tu correspondencia?
—¡Qué aburrido! —murmuró él mirando con asombro la pila de cartas sobre la que seguía posada su mano, titubeante y reacia. Luego hojeó como un jugador de cartas la casi docena que había, examinándolas con la rutina del funcionario al que le basta una breve ojeada para comprobar la importancia del «material» recién ingresado. Eran once sobres, diez de ellos escritos a máquina. Tanto más monitoriamente destacaba entre la uniforme serie la tinta de un tono azul pálido con la que estaba escrito el undécimo. Una letra femenina de amplios rasgos, un tanto severos y empinados. Leónidas agachó involuntariamente la cabeza, pues sintió que había empalidecido. Necesitó algunos segundos para reponerse. Las manos se le enfriaron ante la idea de que su mujer pudiera preguntarle algo sobre aquella letra azul pálido. Pero Amelie no preguntó nada. Estaba enfrascada en el periódico que tenía junto a su plato, como alguien que, no sin sobreponerse, siente la obligación de seguir el curso de los amenazadores acontecimientos que jalonan su época. Leónidas dijo algo sólo por hablar, sorprendido por la falsedad de su tono de voz:
—Tienes razón… tan sólo felicitaciones insulsas…
Luego juntó las cartas —su gesto fue una vez más el de un jugador experto—, y se las guardó con ejemplar indolencia en un bolsillo. Su mano había actuado con mucha más naturalidad que su voz. Sin levantar los ojos del periódico, Amelie le dijo:
—Si te parece bien, podría responder por ti a todas esas soserías, León…
Pero Leónidas ya se había levantado, totalmente dueño de sí mismo. Se alisó la americana gris, sacó los puños de la camisa fuera de las mangas, apoyó ambas manos en su esbelto talle y se balanceó varias veces sobre la punta de sus pies, como queriendo comprobar así la flexibilidad de su espléndido y bien proporcionado cuerpo:
—No, tesoro, eres demasiado valiosa para hacer de secretaria —dijo con su sonrisa entusiástica y burlona—. Los muchachos de la oficina me lo harán en un periquete. Espero que hoy no tengas un día vacío. Y no olvides que esta noche vamos a la ópera…
Se inclinó hacia ella y le besó cariñosamente el pelo. Amelie lo miró de lleno, con una mirada que era mayor que ella misma. El fino rostro de Leónidas lucía sonrosado, fresco y magníficamente afeitado. Irradiaba tersura, esa tersura indestructible que siempre la había inquietado y hechizado.