¡Un viejo murciélago! No soy otra cosa ya. Esperaba morir con el siglo que me vio nacer, pero Dios no cesa de alargar mi vida como una lámpara de aceite que se consume hasta el final.
Pero la mecha llega a su fin. Tengo más de noventa y tres años, y estoy cansada de este largo errar por un mundo que se vacía. Sólo vislumbro sombras, y yo misma me estoy convirtiendo en una sombra más… De cuando en cuando, los recuerdos se despiertan en mí, intensos, violentos. Escenas del pasado asaltan mi alma. Rostros, actitudes, gestos… Oigo también las voces de esos personajes que se mueven a mi alrededor: un concierto de elogios que rápidamente se sumen en el río hirviente de la calumnia. Aún creo que estoy allí, y se me rompe el corazón. Pero a pesar de todo, desde que Francia me ha vuelto a abrir sus puertas, no puedo evitar regresar aquí, ante el palacio mutilado de Las Tullerías que conserva mis horas de gloria y desamparo.
En cada uno de mis viajes, bajo al hotel Continental en la esquina de la rue de Castiglione y la rue de Rivoli y siempre pido el mismo apartamento. Las ventanas dan al parque. Una butaca espera en un vano. Encima del velador he colocado en línea los retratos de mis desaparecidos: el emperador, mi hijo, mi padre, mi hermana, mi madre. Sus sonrisas me reconfortan, y durante todo el día mi mirada discurre siguiendo los arriates, buscando en los senderos el rastro de unos pasos, de una silueta, de una rosa, de una violeta.
Y de repente todo se difumina. Mi vista se nubla y me froto los ojos con un gesto sin ilusión, esperando retrasar por un tiempo la progresión de una catarata más temible que la muerte. Unas palabras resuenan en mi memoria:
—¡Serás más que una reina, vivirás cien años, pero acabarás en la noche!
Tenía trece años cuando una gitana me hizo esa predicción. Ese día me prohibieron montar a caballo. Enrabiada, me subí a la barandilla con tal ímpetu que con la fuerza que llevaba caí al pie de la escalera, desmayada. Cuando recuperé el sentido, los ojos de una mujer desconocida, inclinada sobre mí, me escudriñaban. Movió la cabeza y masculló:
—Naciste bajo el cielo de un día de batalla…
Luego estudió mi mano y anunció mi porvenir.
No se equivocó. He sido la emperatriz de los franceses y pronto cumpliré cien años. En cuanto a acabar en la noche, ¿me volveré ciega? Aunque me haya convertido en un murciélago, sigo siendo una mariposa que busca la luz.
Un cirujano de Madrid podría curarme y he decidido plantar cara a lo imposible para dejar por mentirosa a la pitonisa en su último punto. Aunque la soledad ya no me pese, ¿cómo voy a tolerar vivir sin ver el sol, sin el último placer que me otorga la lectura de mis libros y los periódicos cotidianos? Me anima una loca esperanza que alimento repitiendo para mis adentros: «España me devolverá la vista».
Pero otro pensamiento me asalta el alma enseguida: en ese país donde vi la luz primera, puede que también la vean mis ojos por última vez. Entonces me encojo de hombros. Algún día acabaré por morir, no soy eterna, y deseo con demasiada fuerza volver a ver mi querida Andalucía, mi bello cielo de Castilla donde han permanecido mis héroes imaginarios, mis pasiones, mis sueños, mis locuras y mis primeras penas. Todo lo que no he desvelado a ninguna confidente, y menos aún a los periodistas y escritores que me han suplicado que les dicte mis memorias. Tras los torrentes de maledicencias y mentiras que habían vertido sobre nuestro reinado, los insultos y los horrores que se produjeron tras Sedán y nuestro exilio, tenía razones suficientes para abstenerme. Me he negado a librar mi alma a su pillaje y ver mi honor, una vez más, mancillado.
Al llamarme «la española», echaban sobre mí el peso de la derrota, de la humillación, y pensaban insultarme. Olvidaban que provengo del país de Don Quijote y de Carlos V. Un país donde el orgullo aguza el corazón y a menudo se paga con sangre. He pagado con el exilio y con el dolor el haber aceptado el ilustre destino que se me ofrecía. Al casarme con Luis Napoleón, emperador de los franceses, me convertí en una francesa, con la más prestigiosa misión a mis ojos de perpetuar la dinastía de los Bonaparte, que iba a sustituir la de los Borbones. Así lo imaginaba, impregnada como estaba del gran héroe que había hecho temblar Europa y dividido mi propia familia.
¡«Bonaparte»! Este nombre aún hace que me estremezca y vibre mi cuerpo como antaño, cuando mi padre lo pronunciaba, alabando sin cansarse los grandes acontecimientos de gloria que lo habían apasionado y lo llenaban de una nostalgia que también a mí me enardecía.
«¡El emperador… Francia… Napoleón!»
Las palabras vuelven, hirientes, gritos de un pasado que demasiadas veces se despierta, como si quisiera decirme: «¡Acuérdate!».
Pero, ¡cómo olvidar esos veinte años al lado del emperador, esa Francia a la que representé, incluso a veces goberné, y ese Napoleón que traje al mundo!
Las imágenes se agolpan en mi pobre cabeza y me llevan a gran velocidad hacia las llanuras resquebrajadas de Andalucía. A Granada, donde todo tuvo su comienzo.