Estaba echando de menos la villa Cyrnos. En la terraza de cara al mar, donde se mezclaba el olor de las salpicaduras de las olas con el perfume de las flores salvajes del jardín, la emperatriz calentó sus viejos huesos buscando en el horizonte los contornos de Córcega. A los numerosos visitantes, les hizo los honores de la casa, y se paseó por los senderos del parque. Tenía la vista demasiado débil para perderse por el monte o seguir los atajos según su humor arrítmico.
Quería volver a ver España por última vez y oler el azahar de los naranjos de Sevilla. A finales de marzo de 1920, acompañada por Aliñe, su fiel camarista desde hacía cuarenta y nueve años, su sobrina y dama de compañía Antonia de Attainville y del joven conde Bacciochi, su nuevo secretario, se subió a bordo del buque transantlántico en Marsella. El 22 de abril estaba en Gibraltar, y después desembarcó en Algeciras, donde la acogieron sus sobrinas, María, duquesa de Tamames, hija mayor de Paca; doña Sol Eugenia, duquesa de Santoña, su ahijada, hija de Carlos, y sus sobrinos segundos, el duque de Alba y el duque de Peñaranda.
En faetón tomó la ruta de Sevilla, pasando por Tarifa, donde su antepasado había arrojado el puñal al jefe musulmán que tenía prisionero a su hijo; en La Janda contó las victorias de los godos sobre los moros. Esa misma noche llegó al palacio de Las Dueñas, propiedad de los duques de Alba, en pleno centro de la ciudad, donde había vivido en su adolescencia.
—Ya estoy en mi patria —exclamó—, huelo los naranjos y el perfume de las mil flores de Andalucía.
Dejando todos los asuntos a un lado, quiso ver lo que había cambiado y dio una vuelta para verlo antes de ir a cambiarse para la cena, y luego se mantuvo despierta hasta la medianoche. El rey de España vino a verla cuando se despertó, y luego la emperatriz se acercó al Alcázar, donde la recibió la reina Ena, su ahijada. En su honor se celebraron fiestas y bailes con guitarras, palillos y cante flamenco. Reía, seguía el ritmo y tarareaba con los cantaores. Toda su juventud resucitaba. Se animó como antaño en las tiendas con derribo donde se probaba la bravura de los becerros, y se le iluminaron los ojos cuando le presentaron al famoso torero Joselito, que le ofreció una corrida fenomenal, en una plaza de toros privada.
—Estoy en mi casa —decía radiante.
El 2 de mayo viajó a Madrid y se instaló en el Palacio de Liria, en los apartamentos de su hermana Paca, cuyo retrato estaba a los pies de la cama de baldaquinos. Reconoció el mármol violeta de una consola que amueblaba el salón de la calle del Sordo, y el silloncito donde se sentaba cerca de la ventana. La querida Paquita las había conservado religiosamente como reliquias. Sus años más tiernos se le venían a la memoria, con el jardín de Granada donde había pensado celebrar sus noventa y cuatro años, pero el calor apretaba demasiado y no le habría sentado bien. Todo Madrid quiso verla y acudió al Palacio de Liria para rendir homenaje a la Grande de España que había sido emperatriz de los franceses. Bajo un magnífico retrato suyo pintado por Winterhalter sesenta y cinco años antes, recibió a la Corte y a la Villa. Los amigos de siempre, es verdad, pero también ministros, diplomáticos, dignatarios y plenipotenciarios de la Iglesia, artistas y escritores. Era un desfile inacabable. Les sorprendía a todos su vivacidad, su inteligencia y el profundo conocimiento de los problemas políticos de la época, tanto de España como de Europa y del resto del mundo. Comidas, cenas, carreras de coche por los campos alejados para ir a casa de los viejos primos, no rechazaba nada. Pero un día dijo:
—Quiero ver dónde voy a morir.
No había olvidado su primera idea, uno de los motivos principales de este viaje. Consultar al gran oftalmólogo, el profesor Barraquer. Haciendo caso omiso a las objeciones de su familia, lo llamó. El oftalmólogo la examinó y consideró que la operación no suponía ningún peligro, siendo así que los médicos ingleses y franceses habían desaconsejado intervenir.
—Qué ojos tan bonitos tenéis —exclamó el profesor.
—¿Todavía? —replicó con ironía.
Se sometió a la intervención sin miedo. La operación duró poco más de un minuto, por succión con ayuda de una sanguijuela. El resultado fue un éxito. Una semana después, liberada de la venda, veía. Los rostros que la rodeaban ya no se parecían a los retratos de El Greco, sino a los de Velázquez. Loca de alegría, cogió una pluma para escribir: ¡Viva España!Después abrió a su autor preferido: Cervantes, y leyó algunas líneas de su querido Don Quijote. Le entró una risa de felicidad, no moriría ciega como le había anunciado la gitana. Aquella mujer casi centenaria era valiente.
Se sintió joven y se puso otra vez a elaborar mil proyectos. Viajes por toda España. De Barcelona a Burgos, pasando por Asturias y su castillo de Arteaga. Y después Inglaterra para acudir a la boda de Jimmy, su sobrino segundo y decimoctavo duque de Alba. Rápido, rápido, daba las órdenes y Bacciochi organizaba: coches, vagón salón, suites en los hoteles…
El 10 de julio, después del almuerzo, le dieron unos escalofríos y se metió en la cama, anulando el paseo previsto. Por la noche ya se encontraba mejor.
—Me recuperaré rápidamente —dijo.
Algunas horas después, le cogieron espasmos y convulsiones. La fiebre subía. Tenía una crisis de uremia. A su edad ya no se podía hacer nada. Llamaron a un sacerdote a altas horas de la noche. La oyó en confesión y le administró los últimos sacramentos. La mañana del 11 de julio, murmuró:
—Estoy cansada. Ha llegado el momento de marcharme.
Perdió el conocimiento y murió. Eugenia acababa de expirar en la cama de Paca, su adorada hermana. En esta cama que podría haber sido la suya si se hubiese casado con James, su primer amor. En el país donde había nacido, sus ojos veían la luz postrera.
Su alma se fue bajo el cielo de España. Pero tras los funerales solemnes ordenados por el rey Alfonso XIII, con todos los honores debidos a los soberanos reinantes, los despojos mortales de la emperatriz fueron llevados de vuelta a Inglaterra, cumpliendo su última voluntad. Los reyes españoles y toda la familia Alba la acompañaron en un tren especial que atravesó Francia con toda la pompa de los fastos reales.
El 20 de julio, en la iglesia de Farnborough, se celebraron las honras fúnebres presididas por el rey Jorge V y la reina María; el rey Alfonso y la reina Victoria Eugenia; los reyes de Portugal; el príncipe Victor y la princesa Clémentine; un gran número de personalidades reales o principescas; las familias españolas de los Alba, Tamames, de Mora y Peñaranda; los grandes nombres del imperio, Fleury, Murat, Bacciochi; los amigos ingleses; el doctor Hugenschmidt y muchos más. La República protestó contra esos honores dados a la ex emperatriz de los franceses, y el War Office anuló las salvas «debidas a un soberano» como se había previsto. Una multitud ingente se agolpaba en la estación y en el recorrido hasta la iglesia. Una hilera de caballeros e infantes del campo de Aldershot desenvainaron y presentaron armas; el féretro, rodeado por una guardia irlandesa, fue colocado sobre una cureña de cañón, y recubierto con la Union Jack. Cuando lo bajaron, la banda militar tocó La Marsellesa y suboficiales del regimiento del príncipe imperial lo llevaron a la iglesia.
Dom Cabrol pronunció la oración fúnebre:
—Las lecciones más elocuentes son las que nos da desde el fondo de su tumba Eugenia de Guzmán de Montijo, Grande de España, luego emperatriz de los franceses, y después viuda de un emperador destronado; madre de un hijo, su esperanza y su gloria, que le arranca una muerte gloriosa; la que no quiere ser consolada en su dolor; la que lleva en ella hasta la vejez más extrema toda la historia de un siglo, y que es el recuerdo vivo entre nosotros de las mayores desgracias que puedan ocurrirle a una mujer, y que vivió lo suficiente para ver a su país de adopción levantar en la victoria una cabeza agachada desde hacía cuarenta años bajo el peso de las derrotas.
»[…] Descansad en paz, majestad, descansad sin remordimiento en esta cripta que habéis construido, descansad en paz al lado de las cenizas de Napoleón III y del príncipe imperial.
»[…] Este santuario levantado en tierra inglesa no sólo repetirá… el nombre de la emperatriz Eugenia, será un testimonio elocuente de su fe y su piedad. Esta cruz, que se eleva bajo el firmamento y domina toda la región, es el símbolo de esta palabra que consuela todos los dolores, ilumina todas las tinieblas y cura todas las miserias, esta palabra que fue su fuerza y su esperanza durante sus largos años de exilio y sufrimiento:
Yo soy la resurrección y la vida. El que vive y cree en mí, no morirá para siempre. Que así sea.[213]
En el último minuto, los monjes tuvieron la desagradable sorpresa de no encontrar el sarcófago de granito que desde hacía tiempo estaba preparado por la emperatriz. Su féretro permaneció en el suelo ante el altar y fue sepultado bajo un montón de flores traídas por los numerosos visitantes. Muy pronto se labró otro sarcófago y fue introducido en el nicho, detrás del altar, con una única inscripción:
EUGENIA
Este curioso contratiempo del destino permitió a Dom Cabrol abrir el ataúd y tener otro tema de sorpresa: bajo el cristal colocado en el interior, la emperatriz estaba vestida con un vestido de monja todo blanco, el hábito de una orden terciaria de Santiago.[214] ¿Qué secreto se llevaba al más allá? Acaso Lucien Daudet lo había adivinado cuando escribió en un ensayo del que ella había dado el visto bueno:
Día tras día se ha convertido en la superiora de una orden desconocida, de la que ella misma fija las reglas y de la cual sigue los duros oficios. De renuncia en renuncia, ha descubierto la resignación perfecta, la que no es una voluntad, que ni siquiera necesita ya un esfuerzo, sino que se convierte en un estado permanente; allí es donde se ha establecido.[215]