A principios del verano de 1914, el Thistle navegaba por la costa dálmata. Entre Ravena y Venecia, la TSH de a bordo nos dio la noticia: el archiduque Francisco José, asesinado en Sarajevo. Horas después, el ultimátum de Austria a Serbia. Me sobresalté exclamando: «Ahora sí que es la guerra. ¡Volvamos!».
El grupo de familiares que me acompañaba recogió sus pertenencias y el comandante puso rumbo a Venecia, donde desembarcamos para llegar a Inglaterra sin demora. A mi llegada a Farnborough reuní a mi pequeño mundo y tomé medidas. El pasado resurgía. Agosto de 1870, la dramática regencia, el Consejo de ministros a altas horas de la noche en Las Tullerías, y las decisiones tomadas para defender París, los hospitales de sangre, los aprovisionamientos… En mi modesta posesión, recuperaba los mismos reflejos y repetía los mismos gestos, las mismas consignas.
Debíamos organizamos para aguantar el asedio y quise que contribuyeran todos mis allegados que no tenían edad para incorporarse a filas. Estos irían a cumplir su deber. El ala de la casa recientemente construida fue transformada en hospital con una directora, un cirujano, enfermeras y ayudantes. Estábamos cerca de Londres y preveía que la ciudad pronto sería incapaz de dar cabida a los heridos. El exceso podía ser desviado a mi instalación. Se encargaron los equipos necesarios: camas, instrumental médico y quirúrgico, medicinas, bastones y sillas de ruedas. Lo mejor del mercado para curar a los que iban a caer por defender mi patria.
Francia estaba en mi corazón, que se desgarraba por estar tan lejos en un momento tan trágico. En París, el presidente del Consejo, Viviani, declaró:
—No tenemos reproches y no tendremos miedo.
Estábamos lejos del «corazón ligero» de Émile Ollivier que tanto había indignado a la Cámara en 1870. No por eso mi aprensión era menor, y hacía todo lo que podía para engañarla. La guerra duraría, lo presentía. Se amontonaron provisiones y gasté cantidades sin cuento y hacía grandes esfuerzos para ser útil.
De repente me puse a temblar. Los alemanes se apoderaron de los Países Bajos de Luxemburgo e invadieron Bélgica. El problema era distinto, la historia cambiaba de rostro. Antes de la caída de Bruselas, el príncipe Victor[199] y su esposa, la princesa Clémentine, huyeron y se reunieron en mi casa con su hija y el pequeño Luis-Napoleón,[200] que acababa de cumplir un año. Él era el heredero, lo protegeríamos bien. Francia, a su vez, fue invadida. Una angustia terrible se apoderó de mí. ¿Íbamos a vivir otra vez los horrores del pasado?
Encerrada en mi gabinete de trabajo, escribí numerosas cartas. A la emperatriz viuda Maria Féodorovna, suplicándole que intercediese ante el zar para que el ejército ruso penetrase rápidamente en la Prusia Oriental para un ataque de diversión; al rey de Rumania, a Francisco José y al rey de Italia, que podrían interponerse como mediadores. En la biblioteca, extendí mapas en los que marcaba nuestras posiciones y los movimientos de nuestras unidades. La derrota de Charleroi fue para mí como una puñalada:
—¡Igual que en 1870! ¡Dios no lo permita!
Los alemanes se dirigían hacia París; me lamentaba por no poder ir a compartir el peligro. Pendiente del teléfono, esperaba las noticias que el rey Jorge V me comunicaba, y se me gastaba la vista leyendo las páginas de los periódicos. Y luego fue el grito de alegría cuando me enteré de la victoria del Marne. La reacción de Francia estaba por encima de cualquier elogio. Recuperé la confianza. «La guerra puede durar mucho tiempo —exclamé—, pero no nos vencerán».
Una victoria sería mi revancha. La esperaba. ¡Pero cuántas adversidades en el sendero de la gloria! La carrera hacia el mar, la batalla del Somme y las trincheras que perpetraban la carnicería. Mataban y mataban. Los nuevos artefactos eran abominables y hacían que la guerra fuese aún más espantosa. Los heridos afluían a mi hospital, y yo pasaba de cama en cama cada día, distribuyendo las palabras de consuelo o sosiego que esperaban. Reuní miles de libros para distraerles e instruirles. Cada uno de ellos era un poco mi hijo. Me alarmaba ante la menor subida de fiebre, toda operación me sumía en una congoja impresionante, y en cuanto podían levantarse, los llevaba al museo para que en un viaje en el tiempo recorrieran el camino de los tres Napoleones. Mi sobrina Antonia, la princesa Clémentine, miss Vesey y Ethel Smith se dedicaban en cuerpo y alma a su tarea de enfermeras y les dedicaban los mejores cuidados. La princesa Béatrice vino a echarnos una mano, anunciando las visitas de inspección amistosa del rey Jorge y la reina María. En el priorato que los benedictinos expulsados de Solesnes habían transformado en abadía, se rezaba y se decían misas votivas tempore belli. Y cuando los zepelines me sacaban de la cama en plena noche, corría hasta la terraza para verlos, sin preocuparme por el frío o el peligro. A mi edad, ya no era el momento de tener miedo, y no buscaba tampoco morir bajo las bombas. No, quería ver el fin. Se cocían grandes acontecimientos. Dios me concedería una tregua.
Verdún me desesperaba. No me atrevía a leer los periódicos y si los leía, me atormentaba. Miles de jóvenes desaparecían. ¿Cómo no iba a estar trastornada? Expiraban antes de alcanzar la gloria, dejando tantos corazones heridos. Y para que su muerte no fuese inútil, teníamos que ganar a toda costa. Conservaba la esperanza, pero a cada nuevo golpe, una parte de mí misma cedía y ya no la recuperaba.
Tras la muerte de Filon en su cottage donde, casi ciego, dictaba sus libros, la de Piétri fue una prueba más cruel. Se había vuelto loco y me acusaba de querer envenenarle. Sin embargo, un anochecer me besó la mano y me suplicó que no me separase de él. Le dije que durmiera. Una hora después, perdía al último ser con quien podía hablar del pasado sin tener que explicar nada. Lo hice enterrar, siguiendo su voluntad, en el mismo camino que lleva al mausoleo, y «pasaba por encima de su cuerpo», como me lo había pedido, cuando iba a la misa de réquiem que se decía cada mes por los muertos en el frente.
Era todo vacío lo que me rodeaba, el dolor habitaba en mí. Desde aquel momento me encontré sola. Sola para llevar las cuentas y velar por el buen funcionamiento de la casa. Tenía noventa años. Me encorvaba sobre mi bastón y ya no veía con el ojo derecho, debido a una catarata. La tristeza me consumía el alma, pero me mantenía firme, muy decidida a resistir para ver el glorioso fin de los enfrentamientos. «Hay tantas auroras que no han resplandecido», había dicho un sabio indio. ¡Yo tenía fe en esas auroras!
Mi optimismo se confirmó cuando Norteamérica envió refuerzos. La situación de repente se volvió a nuestro favor. Foch lanzó una ofensiva hacia el este y exclamé:
—¡Ah, si pudiese cogerlos en Sedán!
Y después vino el armisticio. El 11 de noviembre, desde la mañana, el teléfono sonaba para anunciármelo, pero no me atrevía a alegrarme. Poco antes del almuerzo, el rey Jorge me lo confirmaba. Estaba en el salón con mi sobrina Antonia. De pie, leí el despacho en voz alta. Mi corazón latía a toda prisa y se me quebró la voz. Muda de emoción, miré a mi sobrina, y mis mejillas se llenaron de lágrimas. ¡Gracias a Dios, la carnicería había terminado! Y Francia era la vencedora.
Cogida del brazo de Antonia, me precipité al hospital. Con un nudo en la garganta, pasé entre las camas cogiendo las manos de mis heridos que no habían sufrido en vano. Pálidos, permanecían callados y se erguían para hacer un saludo militar que quedaría grabado en mi memoria. En el mismo momento, los ciento un cañonazos desde el campamento de Aldershot hicieron retumbar las nubes. Era verdad, la guerra había terminado, y todo mi ser se desmoronaba.
El comunicado francés me esperaba en el recibidor cuando regresé para el almuerzo, y suspiré temblando:
—Si mi pobre hijo estuviese aquí, ¡qué feliz sería!
Los telegramas afluían de todas partes. Dom Cabrol, rodeado por sus religiosos, salió de la abadía para felicitarme, y me levanté del sillón para decirle:
—¡Doy gracias a Dios, le doy las gracias de rodillas por haber permitido que vea este día! Lo redime todo, lo lava todo, me paga por tanto dolor, me permite morir con la cabeza alta, en paz con Francia que ya no tendrá nada que echarnos en cara. Quizás he sido la mujer más desgraciada del mundo; pero un regreso como éste lo hace olvidar todo.
Tras un silencio, pregunté:
—Las banderas perdidas volverán a ser nuestras, ¿verdad?
Metz y Estrasburgo devueltas a Francia, era mi mayor deseo. Esa noche celebramos una gran fiesta. Abandonando el rigor de los días de guerra, me vestí para la cena. Por la ventana de mi habitación, miraba el mausoleo donde Luis y mi adorado hijo me esperaban. Las notas de La Marsellesa resonaron en la brisa del anochecer. Un fonógrafo de una casa cercana. Se me detuvo el corazón. El día antes de partir al frente, Loulou la cantaba con sus amigos en el parque de Saint-Cloud. En aquel momento me daba miedo, pero ahora… La frente apoyada en la ventana, no pude retener las lágrimas. Y al día siguiente se cantó un Te Deum solemne en mi iglesia, en lo alto del alcor, en honor de esta victoria que era una revancha para la memoria del emperador y la del príncipe imperial.
Sólo faltaba una cosa, la más importante según mi punto de vista, la recuperación de Alsacia y Lorena. La esperaba con ansiedad. Algunos días después, el doctor Hugenschmidt irrumpió en mi casa. Cada año venía a darme noticias y magníficos consejos para mi hospital. Parecía preocupado y deseaba mantener una entrevista en privado. Me confió que las negociaciones de paz se encallaban en la cuestión de Alsacia y Lorena. Los alemanes querían conservar esas provincias, apoyándose en el hecho de que las habían obtenido en 1871 sobre la base del «principio de las nacionalidades». Al oír esas palabras, me sobresalté:
—¡La carta del rey Guillermo no dice eso!
El año anterior, me había explicado los debates en la Cámara sobre la resolución que solicitaba que esa devolución estuviese incluida en las condiciones de paz, con un plebiscito acabada la guerra. Entonces le hablé del preciado documento que conservaba en mis archivos desde hacía cuarenta y siete años, en el que el rey de Prusia había escrito:
Tras haber hecho inmensos sacrificios para su defensa, Alemania quiere asegurarse de que la próxima guerra la encontrará mejor preparada para repeler la agresión sobre la cual podemos contar en cuanto Francia haya recobrado sus fuerzas o conseguido aliados. Es solamente esta triste consideración y no el deseo de ampliar mi patria lo que me obliga a insistir en cesiones de territorios cuyo único objetivo es alejar el punto de partida de los ejércitos franceses en el futuro.[201]
Hugenschmidt me confesó que el presidente Wilson apoyaba la tesis alemana y que los franceses carecían de argumentos. Clemenceau se tiraba de los pelos.
—Es uno de mis clientes, como vuestra majestad sabe, y me he permitido revelarle la existencia de la carta. Un documento «capital», exclamó. Me ha encargado que os pida: «En nombre de Francia, señora, si aceptaríais que fuese publicada».
—La tendréis —exclamé sin dudar un momento.
Abrí el baúl empotrado en la pared, saqué unas carpetas y extraje las cartas que había escrito tras la capitulación de Sedán, así como sus respuestas: la del zar Alejandro, la de Francisco José y, finalmente, la del rey Guillermo. Les echó un vistazo con avidez y exclamó:
—Esto es de sobras suficiente para justificar la conducta de vuestra majestad.
—No necesito justificaciones, ni las quiero —repliqué en tono cortante.
De un tirón pronto le arranqué de las manos los preciosos documentos, que guardé inmediatamente. Estaba dispuesta a confiárselo todo, pero sólo le entregué la carta del rey de Prusia y lo autoricé a usarla de la forma más conveniente.[202]
De repente entendí por qué Dios me había hecho vivir durante tanto tiempo. Me concedía la gracia de una explicación de la cual me podía alegrar en este mundo, y además me ofrecía ese supremo consuelo de ver a Francia restablecida en su integridad nacional. El honor de mis desaparecidos había sido lavado. Una inmensa felicidad llenaba todo mi ser. Y de repente mi corazón era ligero como una pluma. Se acercaba el momento de volverlos a ver y todo era sólo alegría a mi alrededor.
Clemenceau, el republicano, me envió una carta de agradecimiento.[203] Él que tanto me había odiado, que tan a menudo me llamaba «la española», ahora me daba las gracias. Bah, ya no se lo echaba en cara. Había sido un hombre eficaz y lo habría abrazado por todo el bien que acababa de hacer a Francia. Entusiasmada le escribí:
Hay horas inolvidables en que toda una nación vibra de alegría y reconocimiento por los que, después de Dios, tienen una parte tan grande en la reconstrucción de nuestra unidad nacional.
Incluso los que han perdido seres queridos saben que su doloroso sacrificio ha sido útil para la grandeza de Francia.
Creed, señor Presidente, que desde la lejanía comparto los sentimientos de los franceses.[204]
Me impacientaba por regresar a París y reencontrarme con el sol de Cap Martin y todos los amigos de los que había tenido pocas noticias durante estos largos años de sufrimiento, pero me negaba a ver marchar a mis heridos a otros hospitales. Quería verlos totalmente curados. Entonces tuve otra sorpresa. En el mes de marzo de 1919, el príncipe de Gales[205] y su hermano se hicieron anunciar, dijeron palabras amables a los últimos soldados convalecientes y me entregaron, en nombre del rey Jorge, la Gran Cruz del Imperio Británico. La recibí como una señal de bondad, un regalo de amistad que me conmovió profundamente. Tras ese gesto, sentía el afecto de Victoria y Eduardo. Me habían querido en la felicidad y aún más en la desgracia.
Antes de dejar Farnborough ordené mis archivos y quemé lo que, tras mi muerte, podría ser nocivo para la causa bonapartista o molestar a los pocos escrupulosos; había redactado mi testamento y dispuesto la legación del objeto que atesoraba como la niña de mis ojos: el talismán de Carlomagno que el emperador me había regalado el día de nuestra boda y que tuve al lado de la cama mientras daba a luz. Puesto que ya no tenía heredero directo, no sabía a quién dárselo. El bombardeo que sufrió Reims me iluminó.
—Lo legaré a la catedral —exclamé—, ¡y será el castigo de los bárbaros![206]
El Cabildo de Aquisgrán me lo había reclamado en numerosas ocasiones, para restituirlo al tesoro carolingio. Dom Cabrol supo encontrar las fórmulas legales para que, hecha la donación, ni el propio gobierno francés, ni el arzobispo de Reims, ni la Santa Sede pudiesen quitar el talismán del relicario de nuestros reyes. Yo quería que estuviese entre la santa vasija y el cáliz del obispo san Remigio. Aún me quedaba la Rosa de Oro. Se la entregué a la abadía que velaba mis tumbas.
Llegó el día de partir. A principios de diciembre, abracé a los amigos que habían venido a saludarme, preocupados por el largo viaje: Francia, luego España, ¿acaso no era desaconsejable a mi edad? Sonreí y pasé por la iglesia para «decirles»:
—¡Hasta pronto!
Una vez más, mi mirada se empañó al contemplar los árboles del parque desnudos en invierno. En el gran vacío ocupado por pequeños arriates, se alzan unas sombras, y vuelvo a ver el palacio de donde me marché para siempre un 4 de septiembre, ya hace cuarenta y nueve años. Cuánto he odiado el día aquél y la revolución vergonzosa que él vio nacer. Vergonzosa, no porque se hiciera en contra de nosotros, sino porque se hizo a favor del enemigo. Una revolución criminal que arruinó en pocas horas la autoridad moral de nuestra diplomacia. A pesar de nuestros desastres, deberían habernos mantenido en el poder, deberían habernos dejado terminar la guerra. Después, nos habrían podido exigir que rindiéramos todas las cuentas que hubieran querido… Sin la aberración del 4 de septiembre, Alemania habría visto rápidamente a Europa alzarse en su contra.[207]
Hoy lo he perdonado todo. Tengo la tranquilidad de poder decirme que nuestros muertos de 1870, los héroes de Wissembourg y Forbach, de Froeschwiller y Reichshoffen, de Rezonville y Gravelotte son recompensados por su sacrificio.
Pero hay otras preguntas que se agolpan en mi pobre cabeza. ¿Por qué no se realizó la misma «unión sagrada» de los franceses alrededor del emperador y de mí misma cuando recibimos los golpes de nuestros primeros desastres? ¿Por qué se desencadenaron las pasiones públicas en contra de nosotros después de Froeschwiller y Forbach, puesto que se contuvieron tan bien después de Charleroi? Y, finalmente, ¿por qué no se me escuchó el 4 de septiembre, cuando suplicaba que dejaran de lado las peleas internas para pensar sólo en Francia?
Debo hacer justicia a la República. Estaba mejor preparada para los acontecimientos que lo estábamos nosotros para hacer frente a los de 1870. Tenía un buen aparato militar y fuertes alianzas. Aún oigo la voz de mi pobre emperador cuando en los días horribles que siguieron a la firma de la paz, me repetía llorando: «¡Ojalá que esta cruel lección no sea una causa pérdida! ¡Ojalá que los franceses extraigan de esta catástrofe una moraleja para el futuro!».
¡Pues bien! La lección no ha caído en saco roto, ha dado sus frutos. Esta guerra mundial me justifica por haber pensado que después de Sedán Francia podía seguir resistiendo. Y sobre todo me justifica no haber cedido nunca a los tejemanejes de Bismarck. Las órdenes del deber no siempre son inconciliables con nuestro egoísmo o cobardía, pero no hay transacción posible con el honor. Conciencia y honor, es lo único que me importaba. En las horas trágicas de Verdún, estaba dispuesta a sacrificarlos si eso podía salvar al país.
¿Qué yo no soy francesa? ¡Siempre he puesto a Francia por encima de todo, por encima del emperador, por encima de mi hijo…! Por ella hubiera dado mi vida, y hubiera abandonado de buena gana lo que me queda de ella. Acaso no saben, los que me llaman «la española», que una extranjera que pone en su frente la corona de Francia tiene un alma muy cobarde si sólo se convierte a medias en francesa. ¡Amo España y siempre la querré, pero sólo tengo una patria, Francia, y moriré con su nombre escrito en mi corazón![208]
Entonces temblé por ella, al leer las estipulaciones del tratado de Versalles. En cada artículo vi las semillas, los embriones de futuras guerras.[209] Condiciones «imposibles», falta de clarividencia de los aliados. ¿Han tenido en cuenta los miles de oficiales alemanes sin empleo y los millones de rusos que les otorgarán una fuerza terrible capaz de aplastar Europa? Y esa Sociedad de Naciones, ¡qué locura! ¡Menuda idea la de meter a los americanos en Constantinopla! ¿Qué van a pensar de ello los príncipes hindúes? Es una buena cosa haber reconocido al rey de Heyaz, pero Francia e Inglaterra van a asentar las bases de una Guerra Santa. ¡Cuántas cosas van a cambiar! El káiser abdicará, las otras cabezas coronadas también se desaparecerán… con el tiempo sólo quedará el rey de Inglaterra, pero estará muy aislado, como un faro en medio de la tempestad.[210] Es terrible, pero quizás es un nuevo comienzo. Todo está por reconstruir sobre nuevas bases. ¿Se darán cuenta de ello los hombres?[211]
En la noche que cae, las sombras se agitan más allá de los árboles y ya no veo el magnífico palacio donde me casé con el emperador de los franceses, donde representé a Francia e incluso la goberné, y donde traje al mundo a un Napoleón. ¡Pero todo esto ocurrió hace tanto tiempo!
Voy a morirme dentro de poco, porque ya no tengo nada que hacer en este mundo. En la liturgia de los agonizantes, hay una plegaria que he meditado a menudo, la que se dice en el último momento:
Profiscere de hoc mundo, anima christiana… ¡Deja este mundo, alma cristiana, sal de tu cuerpo!
Cuando el sacerdote pronuncie por mí estas palabras sublimes, mi alma obedecerá llena de gratitud, con total serenidad.
¡Y cómo me recibirán «ellos» allá arriba, portadora de la buena noticia! Me habían dejado en la tierra para esperar la victoria, y el día del armisticio fue mi primer día del Paraíso.[212]