La estancia en Ischl fue de ensueño. Tres días deliciosos en compañía de un emperador que tuvo un sinfín de atenciones para mí. En el andén de la estación a donde había acudido a darme la bienvenida, ofreciéndome toda la parafernalia de una visita de Estado, sólo llevaba una condecoración: la placa de la Legión de honor con la efigie de Napoleón III.
—Me siento muy halagada —le dije—. Tengo la sensación de estar soñando, uno de los más maravillosos sueños.[184]
Desde siempre había sentido mucho cariño y amistad hacia él. Después de tantos años, lo consideraba el más venerable y majestuoso de todos los soberanos de nuestra época, y sin duda alguna el último representante de las viejas tradiciones monárquicas. ¡Con qué ardor había preconizado la alianza de nuestros imperios! Pero él prefirió abstenerse…
Al encontrarlo de nuevo, con las señales que marca el tiempo en los rostros, al igual que había ocurrido con el mío, me decía a mí misma que teníamos muchos motivos para entendernos y simpatizar. Él había perdido a su esposa y a su hijo trágicamente; de la misma manera, yo había perdido a mi esposo y a mi hijo de forma trágica. Él seguía en el trono, en cambio yo ya sólo era una pobre emperatriz sin corona; ahora bien, Francisco José también había padecido el dolor y la humillación de los grandes desastres. En la conferencia de Villafranca la acogida caballeresca y generosa de Luis lo había conmovido profundamente y su gratitud, siempre intensa, recayó ahora en mi persona. Por mi parte, no podía olvidar con qué nobleza, tacto y bondad nos había recibido en Salzburgo tras lo de Querétaro.[185]
Ambos éramos buenos andarines. Juntos recorrimos a paso ligero los senderos de los bosques, subimos a las cimas, desde donde la belleza del panorama nos hacía olvidar, después de un descanso, los temas serios de nuestras conversaciones. El mundo se agitaba peligrosamente en este principio de siglo. La guerra de Manchuria no había durado mucho, es cierto. Ante los tejemanejes preocupantes de Rusia contra Japón, Londres se había puesto en estado de alarma, Francia intervino y el tratado de Portsmouth había parado el conflicto. Pero el zar Nicolás II padecía la influencia de Guillermo II, que lo empujaba hacia las revoluciones violentas y éste hacía temblar a Europa con sus declaraciones atronadoras en la rada de Tánger.
—¿Acaso tiene el káiser intención de atacar Francia? —pregunté, inquieta.
Francisco José adoptó una expresión evasiva para contestarme:
—El gran estado mayor insiste en romper las hostilidades antes de que Rusia haya tenido tiempo de restaurar su potencia militar. ¿Qué harán sin un casus belli? Por ahora, el fuego está latente en los Balcanes y en los Estados del Danubio, pero aquí no veo aún ninguna razón para preocuparme por la guerra.
El viejo emperador parecía que quisiera ignorar el «principio de las nacionalidades» que traía en jaque a las provincias colindantes a sus fronteras. Ese famoso principio que habíamos enarbolado como bandera, y que nos había llevado a la ruina. ¡Ese fue nuestro único error! Todo el mal provenía de él.[186]De tanto defender la unidad italiana, habíamos jugado en contra de nuestros intereses, y nuestra caída favoreció la unidad alemana. ¿Durante cuánto tiempo podría seguir manteniéndose el imperio de los Habsburgo sin querer escuchar las reivindicaciones de los pueblos sometidos a su autoridad? Los tiempos cambiaban; Europa se transformaba bajo la influencia de nuevas maneras de pensar. ¿Acaso el monarca no debía adaptarse? No temía que estallara una guerra. Estaba seguro de sus alianzas con Italia y Alemania. Sólo temía a Rusia, cuya superioridad sería aplastante dentro de poco, decía, incluso sin Francia si por ventura decidía mantenerse neutral. ¿Y qué hacía con Inglaterra? ¿Tenía razón al confiar en el impetuoso Guillermo? Recordaba las palabras de Luis, cuando me explicaba las ventajas de la «política de báscula».
Todo eso me seguía perturbando incluso cuando entré en la crujía de los salones con un vestido de seda negra con cola y una diadema de azabache calada entre mi pelo blanco.[187] Mi estancia llegaba a su término y Francisco José ofreció una suntuosa cena en mi honor. Sobre los encajes de la mesa, la cristalería y la plata sobredorada destellaba con la luz de las arañas y los candelabros, los violines hacían sonar una dulce romanza y veía a mi alrededor a la sociedad más elegante y refinada de Europa, la que antaño afluía a nuestros palacios cuando ostentábamos el poder. Los magníficos recuerdos se despertaban de repente, y me incliné hacia mi augusto anfitrión evocando a media voz los que habíamos compartido: su visita a París en 1867 para el final de la Exposición y la deslumbrante inauguración del canal de Suez.
De camino a Farnborough, hice un alto en París para entrevistarme con el señor Paléologue. La princesa Mathilde me lo había presentado en 1901. Este diplomático me parecía digno de confianza y aceptó esclarecer los puntos más controvertidos del imperio: México, la guerra de Italia, Sadowa, Sedán… ¡Cuántas calumnias habían suscitado esas tragedias! Les debía mi testimonio, tras haberme jurado «decir la verdad, toda la verdad, sólo la verdad». Nuestras conversaciones serían publicadas tras mi muerte para permitir a las generaciones futuras entender mejor lo ocurrido. Tenía tanta fe en la justicia de Dios, ante la cual iba a comparecer dentro de poco, que no debía dar ninguna importancia a la de los hombres. ¡Pero no! Tenía la falta de lógica y la debilidad de pensar constantemente en el veredicto que daría el tribunal de la historia. ¿Acusarían eternamente al emperador y a mi hijo de ser cobardes? ¿A lo largo de los siglos sólo habría reprobaciones y condenas? Habían torturado a Luis hasta su muerte. Más de una vez lo había visto llorar en la oscuridad. La derrota que no había podido evitar, y ese dolor, sin igual para un soberano como es el dejar tras él un territorio inferior al que había recibido. Mi hijo llevó su parte de sufrimiento y humillación hasta el sacrificio de su propia vida. Ahora yo también estaba obsesionada, y me preguntaba sin cesar si Alsacia y Lorena estaban perdidas para siempre.
—No creo que sea así —me dijo Paléologue—. La crisis que se prepara en los Balcanes provocará un reordenamiento de los territorios, rectificación de fronteras e intercambios coloniales. Con esa perspectiva, toda esperanza está permitida.
—¡Qué viático me dais al decir esto! Por lo menos moriré con una llama de esperanza ante los ojos.
En el cielo azabache, veía otra vez un punto luminoso, ése que ayuda a vivir y sin el cual me habría sumido en un mar tempestuoso que tuve que afrontar en el transcurso de los años. Me entretuve en París y fui a la Malmaison para hacer donaciones importantes. Al regresar de Viena, quise volver a ver Arenenberg. El recuerdo de mi hijo había sido tan cruel que decidí de repente deshacerme del castillo y lo regalé al cantón de Thurgovie[188] como agradecimiento a su hospitalidad hacia nuestra familia. Todo lo que contenía la fortaleza —retratos, bustos, grabados, libros, muebles y reliquias napoleónicas de la reina Hortensia— lo empaqueté y lo mandé llevar a mi costa a la casa de Josefina para enriquecer el museo que conservaría la memoria de los Bonaparte en territorio francés.
Si la República se enraizaba, la memoria del imperio no caería en el olvido. Seguía estando allí, prosiguiendo mi obra. Pertenecía a la historia y debía testificar mientras viviese. Hasta los cien años, me había dicho la gitana, y sólo tenía ochenta. ¿Qué hacer con todo ese tiempo? Ser útil y mantenerme al acecho de la menor señal.
Al año siguiente, de manera inesperada, coincidí con el emperador Guillermo en las costas de Noruega. A bordo delThistle tuve que adentrarme en el fiordo de Bergen. Estaba lleno de cruceros alemanes que esperaban al káiser.
—Debemos marcharnos antes de que llegue —dijo Piétri nervioso.
Ya en dos ocasiones anteriores lo habíamos evitado en otros fiordos, y no quería dar la sensación de huir, actitud que no formaba parte de mis costumbres.[189]
—No —contesté—, pensará que intento evitarle.
Un incidente diplomático habría sido muy inoportuno y mi yate necesitaba aprovisionarse; así que permanecí en la ensenada. Cerca de medianoche, un violento cañonazo me despertó. El Hohenzollern entraba en el fiordo, violando la regla que prohíbe cualquier salva de artillería tras la puesta del sol. Pero Guillermo II sin duda alguna quería impactar mi imaginación con esos estruendos. ¡Vaya si le impactó a mi imaginación! No pude dormir en el resto de la noche, pues en cuanto hubo echado anclas, el Hohenzollern me expidió una lancha con un ayudante de campo que le anunció al patrón del Thistle que el emperador deseaba dirigirme sus saludos respetuosos al día siguiente a las once y preguntaba qué debía llevar, uniforme o indumentaria de civil. El káiser se preocupaba por la etiqueta y no era descortés con la amiga de su madre. Tras la muerte de Vicky, me envió un pequeño retrato de ella acompañado de una carta muy amable. Con una sonrisa de diversión, le hice contestar:
—A bordo sólo tenemos indumentaria de civil.
Al día siguiente, a la hora anunciada, Guillermo subía la escala real. El agua caía con fuerza y había mandado colocar toldos de lona embreada para poder recibirle en el puente, en compañía de mis invitados, que apenas podían contener su enfado. El soberano alemán mostraba una expresión decidida y al mismo tiempo se le veía amable. A la primera ojeada, me percaté de los numerosos anillos, la pulsera y los zapatos de un amarillo chillón que llevaba.[190] Ya no me impresionaba y tuve que reprimir las locas ganas de reír al guiarle hacia el salón donde la entrevista duró más de una hora. De entrada, me habló de Francia.[191]
—Os aseguro —me dijo— que albergo las mejores intenciones hacia vuestro país. Querría aliarme con Francia, hacer política importante con ella. Pero es imposible. Los franceses no lo entienden. Me han tomado tirria. Mirad, por ejemplo, varias veces les he comunicado mi deseo de ir a París. ¡Pues no! No quieren saber nada de mí.
—Tánger sin duda alguna no se encuentra en el camino que conducirá a vuestra majestad a París —repliqué en un tono un poco rudo.
Intentaba hacerle entender que, para ganarse la simpatía de los franceses, debería actuar de un modo totalmente diferente. No me escuchaba y prosiguió su discurso recreándose en sus propias palabras. Pero su amargura hacia Francia no era nada comparado con lo que soltó sobre Inglaterra. Durante más de veinte minutos despotricaría contra ese país, y más concretamente contra el rey Eduardo, al que acusaba de todos los crímenes. Al marcharse, se fijó en un retrato de la reina Victoria encima de una de mis mesas y se detuvo. Con el puño en la cintura, el pecho arqueado, y una expresión de furia, exclamó:
—Cuando murió, «ellos» no me dieron nada suyo, ni siquiera el menor recuerdo. ¡Me han excluido de la familia, como si fuese un réprobo o tuviese la peste!
Palabras de una persona resentida y herida en su propio orgullo. Toda la vida se la pasó echando en cara a su madre ese brazo torturado por los fórceps, que tenía atrofiado por falta de cuidados inmediatos, ya que los médicos consideraron que el estado de la augusta princesa era más preocupante que el suyo. Vicky murió a causa del suplicio moral que su hijo le había infligido a lo largo de los años. Actualmente desfogaba su exceso de odio sobre Inglaterra, y yo ya no dudaba del peligro de una guerra.
La furia desapareció de repente, igual que había surgido, y tuve ante mí al hombre más encantador del mundo, que me saludó con todo el respeto de nuestras antiguas fórmulas. Muy pronto, a la mañana siguiente, el Hohenzollern salió de la ensenada. Dormía y no pude ver la bandera francesa alzada en mi honor en todos los buques de la flota alemana, y los marineros en posición de firmes en fila para pasar ante mi pequeño yate. Mi comandante me informó de ello con una expresión de fastidio a la que respondí con una sonrisa de satisfacción. El káiser me había tratado como emperatriz. Cinco años después, me demostraría una vez más «su elevada estima» al ordenar la liberación del hijo de mi procurador judicial, acusado de espionaje y puesto en prisión sin pruebas en su fortaleza de Glatz.[192]
Eso no era óbice para que desde la entrevista de Bergen me encontrara en estado de alerta y cada día devorara la prensa, subrayando con un lápiz azul, como hacía en el pasado, las informaciones importantes sobre política exterior. Los peones se movían en el tablero de los Balcanes, como por ejemplo el príncipe Fernando Coburgo, del cual el rey Eduardo VII no paraba de repetir:
—Pienso que es capaz de cometer todos los crímenes. Para satisfacer sus ambiciones u odios, incendiaría los cuatro rincones de Europa, si eso sólo dependiese de él.[193]
Mientras el mundo seguía en paz, decidí hacer un largo viaje por los países con los que siempre había soñado. Aquel invierno, no me quedé mucho tiempo en Cap Martin. El Thistle nos llevó a Egipto. Tres años antes me había entretenido alrededor de las Pirámides, montada en asno o en dromedario. ¿Por qué me atraía tanto esa tierra de África? Me había arrebatado lo que más quería en este mundo. Esta vez subí el Nilo en dahabieh. Volví a ver Karnak, Assuán, Abú Simbel y quise llegar hasta Jartum pasando por la confluencia del Nilo Azul y el Nilo Blanco. La tripulación y mis allegados se opusieron con firmeza y me hicieron renunciar a él diciéndome que no resistiría el sol ardiente de Sudán. Entonces, volví a seguir el canal de Suez y recuperé los recuerdos del suntuoso cortejo de yates reales e imperiales. Las multitudes ya no estaban aquí para aclamarnos y en el oasis de Ismailia, cerca del lago Timsah, el palacio encantado del jedive había desaparecido. En la desembocadura del mar Rojo, no di media vuelta. Me embarqué en el buque transatlántico con destino a las Indias, y nadie vino a detenerme en la pasarela, como ocurrió antaño en el puerto de Bristol.
En el mes de febrero de 1908, desembarqué en Ceilán, donde la pequeña «Pelo de Zanahoria» podría haber sido unamaharaní; ahora bien, la vieja emperatriz de cabellos blancos conservaba su alma de niña y pensó que estaba en el paraíso terrenal, en la jungla de Kipling, con los templos y los elefantes salvajes que venían a bañarse en un lago al anochecer. Lailusión volvía a brotar en mi corazón y me sentía transportada de felicidad. Un calor demasiado intenso me incomodó, cometí una imprudencia y me encontré en cama con una congestión pulmonar que me impidió completar el resto de la expedición. Había previsto aventurarme hasta el Indostán y Birmania. Mi camino terminó en casa del gobernador de Candía, que me ofreció la magia de su palacio mientras durase mi convalecencia.
Había estado a punto de morir en las humedades opresivas de otro continente, y los verdes prados de Inglaterra acabaron de curarme. Farnborough me devolvió la energía, y la vida prosiguió su curso con sus ritos y sus imprevistos. Una familia numerosa me rodeaba. Sobrinos, sobrinos segundos y primos se multiplicaban. Se añadió un ala a la casa para acogerles a todos ya que, además, el raudal de invitados reales y principescos no disminuía. El rey de Portugal Carlos I había sido asesinado y la reina Amelia insistió en verme con su hijo Manuel, que había sucedido a su difunto padre. Las Cortes de Europa se rejuvenecían y sus integrantes venían a inclinarse ante la decana. Ahora era la más vieja. Como una abuela para todos aquellos nuevos soberanos, reinas y princesas cuyos padres habían sido mis amigos y que en muchos casos eran mis ahijados. A veces pedían consejo, pero sobre todo era yo quien les escuchaba. Me informaban de lo que ocurría en casa de los «primos» coronados. Y cuando iba a Balmoral o a Windsor, el rey Eduardo no disimulaba su preocupación en cuanto a la situación política. Los peligros de guerra se confirmaban. ¿Cuándo, por qué, cómo? No podría haberlo dicho. Pero la amenaza flotaba en el aire y sentía confusamente que Dios me conservaba la vida por una buena razón. Algo iba a ocurrir que debía ver antes de morir.
Los años pasaban uno a uno, y no varié en nada mis costumbres. El verano en Inglaterra, el invierno en Cap Martin, cruceros más pausados por el Mediterráneo, y las escalas en París, donde nunca dejaba de recorrer las calles y los bulevares en coche, e incluso a veces en ómnibus. Me extasiaba con las curiosidades y las novedades, soñaba con viajar en aeroplano. Se efectuaban vuelos entre Francia e Inglaterra, pero no me atrevía a aventurarme, temiendo que me trataran de «vieja loca». Y, sin embargo, si sólo hubiese escuchado mi corazón habría ido a África, para rezar durante una hora en el sitio donde había muerto mi hijo. En los salones del hotel Continental, los amigos afluían, siempre fieles. Los antiguos se contaban con los dedos de las manos y las caras nuevas tomaban el relevo, la villa Cyrnos se llenaba en cuanto llegaba. Allí también había hecho construir un anexo en el parque para los hijos de mis sobrinos y sobrinas. Una tercera generación me invadía y me rodeaba de alegría.
El círculo de familiares se había agrandado al albur de las presentaciones. Eso ocurrió con el joven Lucien Daudet[194] que entró en mi despacho, ya no sé en qué circunstancia, y se quedó mudo.[195] Sin duda alguna por la emoción. Le hablé de su madre, que iba a Saint-Cloud en otros tiempos para declamar los poemas de su padre. De repente recobró la palabra, apoyó una rodilla en el suelo y declaró su admiración por la familia imperial; también me anunció que tenía una bicicleta con la que a veces llegaba a recorrer cien kilómetros. Lo invité a tomar el té. Me habló de sus dudas entre las acuarelas y los manuscritos, y me hizo reír al describir su taller de la plaza Dauphine. ¡Un entresuelo! Era el único que podía inventar una situación así. Desde ese día, por así decir, lo adopté, y lo ayudé a realizarse repitiéndole:
—Hay que trabajar, trabajar y trabajar.
Y cuando se hacía demasiadas preguntas sobre sí mismo o su destino o se preocupaba por el demonio que atormentaba su ser, lo tranquilizaba diciéndole:
—No dramatices la vida. Ya es lo suficientemente difícil, triste e incluso dura para que encima nos atormentemos con angustias inventadas por nosotros mismos.
Me había pedido que le fijara en pocas líneas una regla de conducta que seguir, y le contesté:
—Si buscáis, entre los grandes acontecimientos de la vida, la verdad y la justicia, ante todo extraed vuestra propia personalidad, y sólo podéis hacerlo después de haber pasado por rebeldías, desilusiones y sufrimientos. Entonces alcanzaréis la gran tranquilidad, la paz del alma.
Tenía buenos modales, encanto y elegancia. Sabía animar las veladas y pude señalar en varias ocasiones que era un hombre en quien podía confiar. Él me presentó a Jean Cocteau, un personaje todavía más sorprendente con ojos de fiera y el pelo desgreñado y tieso como crines.[196]
—No puedo condecorar a los poetas —le dije—, pero puedo daros esto.
Nos encontrábamos en el jardín y con un gesto rápido arranqué algunas dafneas blancas que le ofrecí. Se las colocó en la solapa y anduvo a mi lado por los pasillos explicándome cosas de los ballets rusos, Diaghilev, Nijinski e Isadora Duncan. Nunca se le acababan los temas y tenía una inspiración deslumbrante que me fascinaba. El también me hacía reír. Cuando vuelva a verle en París, no se extrañará de verme vivir frente a Las Tullerías. Con una sola mirada había sabido leer en mi interior que había muerto varias veces y que el pasado ya no podía afectarme.
A principios de siglo, otro personaje entró en mi vida, un personaje un tanto peculiar. Conocía su existencia desde hacía años y temía que me hablaran de él. Fruto de una «pequeña distracción» del emperador, había nacido en Las Tullerías poco después de mi hijo. Piétri, siendo un secretario fiel, se encargó de velar por su educación. El chico era inteligente. Había estudiado, en la mayor discreción, con el doctor Evans, y éste le dejó su consulta antes de morir en 1897. El doctor Hugenschmidt, sucesor de mi salvador del 4 de septiembre, no era otro que el hijo ilegítimo del emperador, y hermano por parte de padre de mi adorado hijo. Se había convertido en un médico reputado en París. El mundo del arte y de la política desfilaba por su consulta. Piétri estaba orgulloso de ese resultado que consideraba obra suya. Había sabido encontrar las palabras para despertar mi curiosidad y tener ganas de conocerle, a pesar de las reticencias de mi amor propio y los prejuicios. Tras una noche de reflexión, me dije que mi edad es la de la indulgencia. Luis me había amado profundamente, y me lo había demostrado. Mi hijo ya no era de este mundo. ¿Por qué no iba a aceptar a su hermanastro? ¿Acaso no corría la misma sangre por sus venas?
Nuestro primer encuentro tuvo lugar en Farnborough. Ante la estupefacción que me produjo le observé un buen rato antes de exclamar:
—¡Cómo os parecéis a él!
El vivo retrato del emperador. Si bien la silueta era más alta, reconocía las facciones, el encanto, la simplicidad y la afabilidad. Tenía soltura, una conversación brillante sobre temas a cuál más diversos, e igual que a mí le apasionaban la investigación médica, las vacunas de Pasteur o los experimentos del matrimonio Curie sobre el radio. Cuando pasaron los primeros momentos de emoción, sentí que nos íbamos a hacer amigos. Era republicano y le expliqué —mausoleo, documentos y museo— la grandeza del emperador, su padre. Desde ese día, volvía cada año a Farnborough o a Cap Martin y aprovechaba para ocuparse de mi salud. ¿Cómo hubiese podido imaginar entonces que me ayudaría a vengar la vergüenza de Sedán y a realzar el honor de mis dos Napoleones? Las vías del Señor son inescrutables, dicen las Escrituras.
A finales de 1909, el rey de Dinamarca había muerto de repente en Hamburgo tras una visita a la villa Cyrnos. Seguía allí a principios de mayo de 1910, cuando me enteré de la muerte súbita del rey Eduardo a consecuencia de una bronquitis. Esa noticia me entristeció profundamente, porque él también había sido, al igual que su madre, un amigo en los buenos y en los malos momentos. Nos dejaba en un momento de gran turbación y su desaparición extendió un velo de preocupación sobre el mundo en el momento en que las amenazas cristalizaban en los Balcanes. La revolución turca había despertado a los fanáticos alrededor del Bósforo, y Ferdinand de Coburgo se había hecho proclamar zar de los búlgaros. ¿Soñaba con hacerse coronar en Santa Sofía? ¿Iba a abalanzarse sobre Bizancio? El aire estaba enrarecido y mi ansiedad aumentaba.
Los acontecimientos se precipitaron. La guerra ítalo-turca, el bombardeo de los Dardanelos que estuvo a punto de volver a remover toda la cuestión de Oriente y la tensión en la península balcánica. ¿Qué se traía entre manos el zar Ferdinand? Maniobraba en secreto con Grecia, Serbia y Montenegro, formaba una coalición y declaraba la guerra a Turquía. Mientras tanto, la tensión aumentaba entre Alemania e Inglaterra, y ese antagonismo creciente podía llegar a descomponer Europa. El odio de Guillermo seguía retumbando en mis oídos. Y ahora volvía a repetir la acción de Tánger en la ensenada de Agadir. Se estaba preparando una tormenta. Reconocía las señales precursoras. La tempestad ya estaba en el fondo de los mares, puesto que los mayores buques transatlánticos se hundían. Tras el Delhi y el Oceanic, el Titanio naufragó.
—Qué nombre tan desgraciado para un barco —suspiré—. ¡Al final los titanes se han emocionado![197]
En mi alma turbada, todo se convertía en política y ya sólo hablaba de política exterior. Cada acontecimiento hacía resurgir otros hechos del pasado. Veía las analogías y enumeraba todas las consecuencias posibles: provocaciones, juegos de alianzas, casus belli… Pero me preocupaba una cuestión aún más importante: ¿Francia tenía un ejército? Eso era lo que le había faltado al emperador. Por culpa de sus generales y sus ministros que le engañaban, y de esa oposición republicana que le había negado la gran reforma militar indispensable para resistir a las fuerzas de Bismarck.
Explicaba, me entusiasmaba, y mi auditorio escuchaba sin atreverse a interrumpirme. Ninguno de ellos había conocido esos años del imperio. Sólo quedaba Piétri para devolverme la pelota. En sus ojos brillaba un fulgor de connivencia, mientras asentía con la cabeza. Lucien Daudet me dijo un día:
—Vuestra Majestad nos hace pensar en esa magnífica ciudad en ruinas de El libro de la jungla en que se oye una voz que repite sin parar: «Soy el guardián del tesoro de la ciudad de los reyes».
—¡Bah! —suspiré—. Soy un pájaro viejo cuyos gritos no tienen sentido alguno, y al que nadie escucha.
—Sí, señora —replicó uno de mis invitados—, se escucha al pájaro profeta.[198]
Historiadores, diplomáticos y periodistas solicitaban audiencias. El recuerdo de la guerra de Prusia flotaba en el aire. Se preparaban libros, se le consagraban muchos artículos de prensa, y buscaban mi testimonio, un relato, una declaración, Memorias… Inflexible, contestaba:
—¡Yo he muerto en 1870!
Venían a verme como un quinto acto. La leyenda aún viva de un pasado caduco. Mujer fútil para unos, que sólo se ocupaba de sus trapos; mujer fatal para otros, responsable de todas los errores y todas las desgracias. ¿Qué dirá la historia? Para el emperador y para mí, el tiempo hará justicia. El destino no va a tardar mucho en guiarme hasta lo que me queda por hacer antes de dejar este mundo.