En cuanto regresé de África concentré todos mis pensamientos en ese proyecto. La iglesia de Chislehurst era demasiado pequeña. Se le podría haber añadido una capilla lateral para el emperador, pero el exiguo terreno no permitía nuevas ampliaciones; la tumba de mi hijo era muy estrecha en el coro, y no quedaba sitio para mí. Dudaba en dejar Camden, donde había conocido momentos de felicidad inestimables entre mi marido y mi hijo. Ahora bien, esas imágenes de los tiempos felices hacían más cruel su ausencia y me sumía en una tristeza infinita que no era normal en mí. Todavía tenía energía y no podía vivir a fuego lento.
A principios de septiembre descubrí en Hampshire, entre Aldershot y Sandhurst, propiedad de Farnborough Hill que el editor Longman quería vender. Enseguida quedé fascinada con el parque inmenso y el pabellón de caza de estilo gótico en lo alto de un cerro. Enfrente, del otro lado de la carretera, un alcor boscoso rodeado de un robledal por donde discurría un río y un lago rodeados de olmos. Inmediatamente me imaginé la iglesia en la cima, frente a las ventanas de la casa, de la cual ya proyectaba las transformaciones para convertirla en una morada espaciosa y confortable.
El despacho Baring, que gestionaba mis asuntos, se hizo cargo de las transacciones. No tenía problemas financieros. La herencia Bacciochi de Romaña y el Piamonte y las tierras de los Montijo en España me aseguraban ingresos confortables. Francia había levantado el embargo de nuestros bienes, y pude poner orden en mis cuentas y pagar las deudas de la lista civil con la venta de la finca de Les Landes y del chalet de Vichy, lo que me permitiría recuperar los bienes muebles personales y las colecciones privadas que habíamos dejado en los diversos palacios. También vendí la villa de Biarritz y la de La Jonchère y sólo conservé los apartamentos de París cuyos ingresos no eran desdeñables.
Sin ser dispendiosa, pero sin por ello escatimar nada, me lancé a esta aventura de envergadura que era la creación de mi nueva casa, con su parque diseñado de nuevo según mi fantasía, el monumento que albergaría a mis queridos difuntos y los edificios para alojar a los religiosos que velarían por las tumbas. Los trabajos empezaron sin demora bajo la batuta del señor de Estailleur, que había diseñado la capilla lateral de Chislehurst. Acababa de terminar, en la región de Buckinghamshire, la casa de campo de Waddesdon para Ferdinand de Rothschild, y me prometió «hacer lo que podía» para transformar mi pabellón gótico en castillo con numerosas habitaciones para los que vinieran a verme.
A principios del otoño de 1881, decidí viajar a París para recuperar los objetos de dominio privado que no me habían sido restituidos. Armada de valor, dispuesta a todas las emociones, hice la peregrinación. ¿Pero dónde estaban los esplendores de antaño? Se habían transformado en ruinas abiertas y calcinadas que recorría llorando. Las Tullerías y Saint-Cloud parecían cementerios… En esos lugares donde había experimentado tanta felicidad, tantos honores y agasajos, donde había recibido el amor del emperador, donde había visto crecer a mi «pequeño príncipe», el pasado sólo existía en mi recuerdo, y las ramas de los arbustos se agarraban a mis faldones como si quisiesen retenerme. Con el corazón destrozado volví a ver Compiègne, y después Fontainebleau, donde reencontré el decorado intacto hasta en los apartamentos privados. Todo estaba en su sitio, pero los actores no regresarían nunca a ese escenario. Palacio sin alma donde sentía con más crueldad la ausencia de mis queridos difuntos. Una gran página de mi existencia se pasaba para siempre, y mi pensamiento volaba hacia Farnborough. Tenía prisa por descansar allí en la calma y la serenidad de una vida sin gloria ni política.
Pero la política tenía sus artimañas y tuve que arriesgarme para defender mi posición. A principios de enero de 1883, me enteré súbitamente de que el príncipe Napoleón había sido encarcelado en la Conserjería. La muerte súbita de Gambetta le había dado alas. Pensando que su momento había llegado, colgó en todos los muros de París un manifiesto que era un pequeño golpe de Estado. El partido mantenía una reserva prudente sobre su persona y sentí que era necesario apoyar a cualquier precio la unidad en la gran familia napoleónica, así que viajé inmediatamente a la capital. Ese viaje no estaba exento de peligros. No tenía autorización y las autoridades republicanas podían detenerme. ¿Qué diría entonces la reina, y qué haría su gobierno? Mi oportunidad dependía de mi rapidez.
Me alojé en el hotel del Rin, lugar frecuentado habitualmente por el emperador antes de ser elegido presidente, y sólo permanecí allí el tiempo que tardé en entrevistarme con Rouher, Murat, Fleury y otros responsables bonapartistas.
—Le he perdonado —les dije—, ¿por qué no podríais perdonarlo vosotros? Acabad con las rencillas que son tan nocivas para nuestra causa. Es la única manera de conservar la unidad del partido, e incluso su existencia. No lo excluyáis.
—Nuestros seguidores nunca consentirán aceptar la dirección de un hombre que se niega a reconocer en el imperio su principio monárquico relacionado con la democracia, y que lucha con todas sus fuerzas contra la religión de los franceses. Con un hombre así, nuestra disolución está asegurada.
Eso fue lo que contestaron aquellos señores. Mi tentativa había fracasado, pero le había demostrado al príncipe —que me odiaba— que era solidaria con la familia del emperador y de mi hijo. Demostrará su reconocimiento asistiendo a la misa de fin de año en memoria de su primo en Camden. Regresé a Inglaterra algunas horas más tarde, antes de ser obligada a ello. Ya no tenía ningún papel que desempeñar. A partir de ese momento, el retiro y el aislamiento eran mi parte en el mundo.
Un mensaje de la reina disipó la preocupación que me había atormentado durante el viaje. En los periódicos franceses corrían falsos rumores, y temía una reacción violenta por parte de los ingleses. Sus palabras afectuosas me conmovieron:
He admirado vuestro coraje y vuestra abnegación en esta ocasión… Sabéis cuán grande es el afecto que siento por vos y entenderéis que he estado bastante preocupada por vuestra persona.
La amistad de Victoria no cambiaba, y eso tranquilizaba mi corazón. No hubiera podido soportar un cambio en nuestras relaciones. Visitarla en Windsor, Balmoral u Osborne se había convertido en una necesidad. Su comprensión y su presencia tan cariñosa como discreta me ayudaban a superar mi dolor. Su familia era un poco la mía desde que colocó una estatua del príncipe imperial en la capilla donde reposaban los miembros de la familia real. Además, ¿acaso no habíamos soñado con casar a su hija Béatrice con mi adorado hijo? Sus gustos, caracteres y sentimientos se complementaban de maravilla. Todo les auguraba felicidad. Las azagayas de los zulúes lo echaron todo a perder.
La gran casa de Farnborough estaba acabada, y pude instalarme allí a primeros de febrero. En el recibidor de mármol, la galería y los salones, dispuse los tesoros rescatados que cobraron vida de repente. En los juegos de luces y sombras dosificados con sabiduría, las grandes figuras del imperio volvían a animarse. Mis damas sonreían en las telas de Winterhalter, alrededor del emperador a caballo pintado por De Dreux y Napoleón atravesando el San Bernardo por bajo el pincel de David. Unos Greuze, Ingres, Meissonier, Vernet y Rosa Bonheur se codeaban en armonía con las miniaturas de Josefina y las porcelanas de Sèvres de Napoleón I. Los siete gobelinos que explicaban la Historia de don Quijote engalanaban las paredes del comedor, como en Biarritz. El despacho del príncipe se construyó tal como era en Camden, con la gran mesa cubierta de libros de arte, la biblioteca rematada con la corona imperial, la coraza y el casco de un Cien-Guardias. Añadió la arquilla que contenía las medallas y los cuadros con crespones que representaban su combate contra los zulúes.
En el primer piso, cerca de mi habitación, estaba «mi rincón», como en Las Tullerías, con el retrato de mi padre encima del escritorio cerca de la Rosa de Oro del Papa. En la pared estaba mi querido emperador pintado por Cabanel y en un bosquecillo de plantas tropicales traído de África, se alzaba la estatua de mi adorado hijo esculpida por Carpeaux. Para mi gabinete de trabajo había guardado los retratos de Paca y mi pequeña Luisa. Es allí donde, en un gran armario de hierro, escondía mis «archivos»: las cartas del emperador, las de los reyes, ministros y diplomáticos, y tantos otros documentos sobre los acontecimientos importantes del imperio. Allí tenía todo lo necesario para devolver los golpes uno a uno. Pero la pasión y la venganza debían dejar paso a la razón. Los separaba regularmente y pasaba muchas horas clasificándolos, recuperando así la memoria de un pasado que ya no volvería y que yo hacía revivir contando los mejores momentos a la hora del té, o por la noche después de la cena.
Mi casa estaba abierta y los visitantes desfilaban sin cesar. Los fieles del imperio, los amigos de mi hijo, Bigge y Slade, los sobrinos de España con los cuales me había encariñado aún más desde la muerte del duque de Alba, que los había dejado huérfanos. James, mi primer amor, mi tierno hermano, nos había dejado. Un afecto de toda una vida que nada podía reemplazar. Y seguía viviendo para mantener la tradición. Carlos, su hijo mayor, había heredado el título. Vino a verme cada año con su familia, al igual que María, su marido, el duque de Tamames, y sus hijos. Todo ese mundillo fomentaba a mi alrededor un clima de juventud y de alegría que me daba energías. Me gustaba sorprenderles y mimarles, y me mantenía al día en lo que a inventos del mundo moderno se refiere; por ellos aprendí a montar en bicicleta, a jugar al tenis, e hice construir una pista de tenis al final del parque. Más adelante, tendría un coche, uno de los primeros salidos de fábrica.
Había organizado una nueva vida. Me levantaba pronto, siguiendo mi vieja costumbre, y mi primer acto era para mirar el teso, del otro lado de la carretera, donde se levantaba la iglesia armonizando bien con el estilo de la abadía de Hautecombe. Tras la lectura de los periódicos y el correo, establecía los menús con el cocinero, y luego venía Piétri, que me ayudaba a administrar mis cuentas y clasificar todos los objetos napoleónicos que atesoraba en un gran desván. Un paseo por el parque me permitía verificar la armonía de los arriates, el corte de las lindes, el buen estado de los caminos. Tras el almuerzo, servido siempre a la misma hora, me retiraba para escribir cartas, ordenar mis papeles o enfrascarme en la lectura de un libro de historia que devoraba; y después me escapaba, sola o con un invitado del momento, para dar un largo paseo hacia el alcor y por el robledal al que llamaba «Compiègne». A las cinco rezábamos el rosario en la capilla acondicionada en el segundo piso, y bajábamos al saloncito para tomar el té. Los hombres exponían las noticias del día y las damas se ocupaban en hacer labores de bordado o de punto. Todo el mundo se vestía de gala para la cena. Con un vestido de seda negra y un camisolín bordado de tul blanco adornado con azabache, presidía la mesa iluminada con candelabros. La velada finalizaba en la biblioteca. Al igual que en Biarritz, algunos platicaban, otros jugaban a cartas o tocaban el piano. A las once, me levantaba y saludaba a la asamblea con una reverencia antes de apagar la pequeña llama que ardía desde la mañana ante el retrato de mi hijo. Esa era la norma de Farnborough. Un rigor tranquilizante que no excluía las fantasías y protegía mi libertad.
A principios de 1888 se acabó de construir la iglesia y el priorato de ladrillos rojos levantado a media pendiente de la colina. Toda la construcción fue consagrada a san Miguel, patrón de los soldados. El 9 de enero, decimoquinto aniversario de la muerte del emperador, mis dos féretros fueron llevados de Camden e instalados en la cripta. Sarcófagos de granito rosa de Aberdeen, regalo de la reina Victoria, los esperaban en los cruceros de cada lado del altar tras el cual tenía un lugar para mi último sueño. Cuatro frailes premonstratenses habían aceptado velar por las tumbas de mis desaparecidos y decir misas por el eterno descanso de sus almas. Lo que quedaba de nuestra «pequeña Corte», los dignatarios habituales del imperio y numerosos amigos asistieron a esa ceremonia. Algunas testas coronadas desfilaron durante los meses siguientes. La reina y su hija Béatrice, recientemente casada con el príncipe Henri de Battenberg, el rey Óscar de Suecia y Noruega, el príncipe de Nápoles, que vino a rendirme homenaje en nombre de su padre el rey Humberto I, y después la emperatriz de Alemania. Desde ese momento Farnborough se constituyó en el centro del recuerdo, donde la memoria de Napoleón III y la del príncipe imperial serían honradas en el transcurso de los años. Había cumplido la misión que me había impuesto. Mis hombres estaban a mi lado, y cada mañana desde mi ventana miraba el camino que me conduciría un día a esa morada de eternidad.
—Mi último paseo en coche —murmuraba sonriendo. This will be my last drive!
Por ahora sólo tenía sesenta y dos años. El pelo se me había quedado blanco de golpe tras la muerte de mi hijo. Ahora bien, mi rostro conservaba su esplendor y el cuerpo seguía siendo esbelto gracias a las largas caminatas diarias que me daba. El ejercicio y el aire fresco fortalecían mi salud, pero odiaba el invierno inglés. Temía la niebla y la nieve. Volvía a tener ganas de viajar, como en mi juventud. Echaba de menos el sol y el mar. El año pasado, tras un crucero por Italia y Sicilia en el yate de un amigo, me detuve en Cannes. Me gustó el lugar, allí uno se encontraba con Europa entera. Durante un paseo, descubrí en Cap Martin un pinar con una vista espléndida de la roca de Mónaco hasta la punta extrema de Antibes. Lo adquirí sin más dilación e inmediatamente ordené la construcción de una villa toda blanca a la que daría el nombre griego de Córcega: Cyrnos. En efecto, en los días claros, la cuna de los Bonaparte se dibujaba en el horizonte.
De todos mis esplendores pasados sólo echaba de menos una cosa, el Aigle y los viajes que hacíamos a bordo. A la espera de que la casa estuviese terminada, compré el Thistle, un yate de 544 toneladas con veintidós miembros de tripulación, diez sirvientes, mayordomos y cocineros, y seis camarotes de capitán. Se balanceaba un poco y a veces cabeceaba. Eso no me preocupaba gran cosa, era muy marinera. Cuando en la proa de mi barco me hacía mar adentro para ver otros horizontes, era la mujer más feliz del mundo, y no temía subir al puente en pleno temporal. El mar era mi elemento, el bálsamo para todos mis males, físicos y morales. Durante veinte años iba a surcar el Mediterráneo en todos los sentidos. Iba a conocer todos los puertos, todas las ensenadas, desde Italia hasta las orillas de la Cirenaica, pasando por la isla de Elba, Argelia, Marruecos, hasta España. Regresaría a Sicilia, Grecia, Turquía, Creta e incluso Egipto, remontando el canal de Suez de camino a la India. Si sólo me hubiese escuchado a mí, me habría gustado vivir en alta mar y aventurarme hasta la otra punta del mundo, hacia China y las inmensas tierras de Asia con las que tanto había soñado escuchando los relatos fantásticos del conde de Palikao para conocer los palacios de Pekín. Pero a mi edad, me decían, partir tan lejos con el riesgo de no regresar, ¿acaso no estaba un poco loca? Yo contestaba encogiéndome de hombros:
—Cuando se trata de dejar nuestra pequeña bola terrestre para el viaje definitivo, ¿qué importa desde qué punto se tome la salida?
Seguiría navegando hacia Irlanda y Noruega, y después hacia Constantinopla y Crimea soñando con el Cáucaso, Venecia y Palermo, Corfú, Chipre, Tánger, Gibraltar, pero siempre regresaría a mi puerto de amarre, abandonando el puente del Thistle para reencontrar Farnborough, mis devociones para mis desaparecidos y los encantos del verano inglés esmaltado con estancias en casa de la reina Victoria y su familia en Osborne, Balmoral o Windsor. La emperatriz Frédérique, que había conocido de adolescente con el nombre de Vicky, hablaba del apego al poder de su hijo Guillermo que la ponía enferma. El príncipe y la princesa de Gales tenían problemas de pareja que comentaba en voz baja. También oía palabras inquietantes sobre la evolución del mundo, y veía crecer a mi ahijada, la pequeña Victoria Eugenia que Béatrice había tenido de su marido Enrique de Battenberg. Si el destino hubiese sido más clemente, esa niña podría haber sido mi nieta, y mi corazón rebosaba ternura cuando pensaba en ello. Desde el final del otoño, pasé una temporada en París durante la cual volví a ver a los fieles amigos a los que enviaba imitaciones. Algunas visitas de incógnito a mis obras de caridad que no había abandonado y a personas que ayudaba en secreto, una comida con la princesa Mathilde, el tren hacia Marsella, y la villa de Cap Martin, por fin, que me volvía a la vida antes del crucero de primavera.
Desde los salones veía el mar destellar entre los árboles. El jardín desprendía mil perfumes. Arbustos de flores salvajes rodeaban la casa con un mosaico de tonalidades amarillas, azules, rosas y malvas, con irisaciones de escarlata y blanco. Una terraza sombreada que dominaba la ribera era mi lugar predilecto donde me refugiaba para leer o meditar, tras haber recorrido, según mi humor arrítmico, los caminos escarpados de aduanero o las landas perfumadas.
Al igual que en Farnborough, imponía mi etiqueta y mantenía la casa abierta, reuniendo a los amigos de antaño que pasaban por la costa, y a personas interesantes que tenían cosas que decir, buenas maneras y educación. Los tés de Compiègne y las veladas del lunes en Las Tullerías me habían acostumbrado a las conversaciones brillantes en las que ministros, diplomáticos, exploradores, científicos e historiadores daban lo mejor de sí. Me gustaba aprender, y mi curiosidad era ilimitada, aún más porque el progreso se manifestaba día a día. El coche reemplazaba al caballo, pronto se viajaría por los aires, y seguía con pasión todas las investigaciones científicas o médicas, y aplicaba los experimentos del señor Edison o los del señor Marconi en mi Thistle. Esperaba recibir un aparato TSH y soñaba con ese gramófono anunciado que me permitiría oír mis óperas favoritas. El Profeta de Meyerbeer, Offenbach y el Don Carlos de Verdi que habíamos aplaudido durante la Exposición de 1867.
Aunque ya no estuviese en política, la seguía con ansiedad. El asunto Dreyfus dividía a la sociedad francesa, y como apoyaba al oficial, convencida de su inocencia, me enfrentaba con muchos de mis amigos que se agarraban a sus prejuicios, y les decía:
—Lo que hace un daño espantoso a nuestra reputación de pueblo humano, generoso y recto, son las mentiras que la gente se echa en cara, los falsos, la pasión de los testigos y, por encima de todo, la falta de pruebas.[172]
El anuncio de una alianza rusa provocaba de repente el delirio. La falta de medida de los franceses me ofendía:
—Que nos alegremos por haber salido del aislamiento, es natural; pero de eso a que nos volvamos locos de alegría al ver una gorra rusa, hay un trecho. Un poco de dignidad no iría nada mal.[173]
Estábamos a punto de llegar a una época terrible en ese final de siglo, un cambio completo de la sociedad.
Todo estaba gastado. Eso no podía seguir así de ninguna manera en Europa. Era necesario un cambio absoluto.
—Mientras teníamos la religión —exclamaba—, estábamos resignados, y sufríamos esperando el cielo, pero vemos que el número de insatisfechos aumenta día a día; muy pronto tomarán el poder. Es necesaria una revolución total, y es ahora cuando necesitamos un genio para arreglar las cosas.[174]
Es verdad que el general Boulanger no pertenecía al grupo de los que nos salvarían y lamentaba esas explosiones guerreras que destruían el espíritu militar. Mi hijo habría tenido su oportunidad si… ¿Pero por qué?
No era la única madre que se hacía esas preguntas. La emperatriz Isabel se las hacía desde la tragedia del archiduque Rodolfo en Mayerling. Vagaba por el mundo para olvidar y se detuvo en Cap Martin durante el invierno de 1896. Francisco José la acompañó por unos días y la dejó a mi cargo. Tanto ella como yo habíamos padecido muchos lutos, desde nuestro encuentro en Salzburgo. La llevé a las montañas del interior para ayudarla a superar su tristeza. Entonces me paseaba con un fantasma. Raras veces miraba a su alrededor y contestaba con un curioso movimiento de cabeza cuando la saludaban, en vez de inclinarse según la costumbre. Su mente parecía vivir en otro mundo. Me preguntaba cómo habría reaccionado si mi hijo me hubiese escrito: Madre, ya no tengo derecho a vivir, he matado…
La pobre Isabel guardaba esa carta en el bolsillo y la leía una y otra vez revelándome los detalles de ese drama terrible que la Corte de Viena ocultaba como un secreto. Rodolfo le había prometido a su padre poner fin a su relación, pero durante la cena de despedida se enteró de que la joven estaba embarazada. A continuación se produjo una escena de desesperación. Se repitieron que ya no podían vivir, que debían morir en brazos uno del otro, y que Dios tendría piedad de ellos. Un tiro en el pecho de la joven, la cama cubierta de flores, y Rodolfo desmoronado en el borde, con un tiro en la sien. La emperatriz, desconsolada, añadía con una voz rota:
—Yo también quiero morir a causa de una pequeña herida en el corazón por donde mi alma podría escaparse.[175]
Dos años más tarde murió asesinada en Ginebra a manos de un anarquista.[176] Una puñalada en pleno corazón. Estaba en Cap Martin cuando me enteré y la noticia me produjo una inmensa aflicción. Creyendo complacerme, Francisco José me mandó la sombrilla, el abanico y el libro de horas que la emperatriz llevaba ese día. Objetos funestos que mi superstición rechazó y que fueron rápidamente guardados en el fondo del desván.
Otras varias muertes me entristecían: el príncipe Napoleón había muerto en un hotel de Roma. Había podido odiarle, pero nunca lo menosprecié. Decía lo que pensaba. El almirante Junen, que no había dejado de escribirme, no había resistido a «la bestia salvaje» de la cual me había anunciado las primeras visitas. Ferdinand de Lesseps también se había ido al otro mundo, envejecido, arruinado y calumniado. Había fracasado en Panamá, pero Suez permanecería para siempre para glorificarlo. Y después fue el turno del príncipe Metternich, cuya última carta la firmaba con un «viejo Richard». Poco a poco los rostros familiares de las más viejas amistades partían, como si no quisiesen sobrevivir a este siglo cuyo fin parecía abrasarlo todo.
Una enfermedad de vejiga muy dolorosa me fulminó durante la primavera de 1898 y me hizo albergar la esperanza de que iba a seguirles. Pero el asunto de Cuba contra Estados Unidos, y las terribles angustias que sentía por ello, me mantuvieron en la brecha. No podía mentalizarme al hecho de que iba a desencadenarse una guerra. La partida no era igual. Mi pobre, querido, adorado país tenía el valor, la energía y el sentimiento llevados hasta la temeridad, pero Norteamérica poseía el nervio de la guerra, la posibilidad de reemplazar flota a flota… No ponía en duda que los españoles recobrarían la ocasión de hechos de armas espléndidos, pero ¿y después? ¿Acaso el desastre no destruiría también la monarquía?
Un discurso de lord Salisbury[177] me sacó de quicio. Trataba a España como un país moribundo frente a una América viva, cuyo poder crecía al ritmo de su potencial de destrucción. Cruel decepción que fomentó mis temores. Los ingleses admiraban el valor de los débiles, pero respaldarían la fuerza. Había intervenido ante la queen para defender la causa de la reina regente y del pequeño rey Alfonso XIII. Su silencio me desesperó. ¿Acaso la política eliminaba todo sentimiento? Más adelante me confiaría sus protestas en consejo privado que mantuvo a su gobierno neutral.
En ese momento mi amor propio estaba herido, y permanecí en París para restablecerme. Miraba con el rabillo del ojo, es cierto, y me mantenía bien informada. Había esperado que una buena negociación estipulando condiciones razonables habría permitido evitar el enfrentamiento sangriento y la ruina. España no poseía la sangre fría de los anglosajones. No estaba preparada para la amputación y respondió con una resistencia violenta a la ofensiva norteamericana. Pero, ¿qué podía hacer el valor contra los cañones de largo alcance? A mediados de julio, todo había terminado. Cuba, Puerto Rico y las Filipinas estaban perdidas. Pensaba que ya nada podía afectarme, y esa vez me hirieron en mi amor por la patria desgraciada. Destrozada por el dolor, me encerré en mí misma y regresé a Farnborough, donde la enfermedad de la vejiga dio la cara y me mantuvo unos días tumbada boca arriba, incluso para las comidas, que tomaba en una tumbona. Hacía frío, tanto fuera como en mi corazón, y rechacé la invitación de Victoria para ir a Balmoral. No tenía suficientes fuerzas. Sobre todo me sentía humillada al percatarme de que incluso en mi país se había perdido el heroísmo. Los nombres con mayor reputación habían preferido jugar a los guerreros de salón y criticar a los que habían luchado. ¡Ah, si hubiese sido Eugenia de Guzmán, y más joven![178]
El vacío se ceñía a mi alrededor. El conde Clary, ayudante de campo de mi hijo, nos abandonó el último año del siglo, seguido de cerca por la señora Lebreton. Treinta años de fidelidad se convertían en polvo. Ya no tenía damas francesas a mi lado. Para hacerme compañía, mis sobrinas españolas se turnaban, y entablé amistad con jóvenes inglesas que vivían en el vecindario. Miss Vesey fue una enfermera fiel. Ethel Smith no tenía un carácter fácil, pero tenía talento para la música y una fuerte personalidad que despertaba mi entusiasmo. A menudo me provocaba, cosa necesaria para mí, y se lo agradecía después de haber prorrumpido en amenazas, porque me obligaba, no sin humor, a despojarme de mis viejas costumbres y me adentraba en el nuevo siglo hacia el cual el destino me empujaba.
De mis allegados del pasado sólo quedaba mi sirvienta Aliñe y Franceschini Piétri, que me hacía las veces de secretario regidor desde la muerte del emperador. Se encorvaba bajo el peso de los años, pero conservaba el vigor suficiente para ayudarme a transformar las caballerizas en un museo para gloria de los tres Napoleones. Desde que compré un automóvil no tenía caballos. A los renovados compartimientos de las cuadras fueron a parar todas las reliquias acumuladas en el transcurso de los años en los desvanes de Farnborough. La levita gris de Napoleón I, sus trajes pomposos, los vestidos de Josefina, la colección de armas de Napoleón III, su sombrero agujereado por los cascos de la bomba de Orsini, sus condecoraciones y medallas, la ropa de niño del príncipe imperial, sus uniformes, las espuelas, la silla, la espada, el revólver del combate fatídico… También había carrozas de gala, y otros coches, testimonio de los fastos del pasado: berlina, landó, calesa, cupé… En frente del mausoleo, otra memoria de los Bonaparte se perpetuaba a través de los recuerdos de ese imperio al que se seguía denigrando. Y las críticas más duras provenían muchas veces de las personas que se habían beneficiado grandemente de él. Es cierto que en los primeros tiempos había sentido odio. Más adelante, éste cedió lugar al desprecio; desde hacía algunos años, era indulgencia. Lo había conseguido.[179]
La Guadaña seguía segando, estrechando el círculo a mi alrededor. El nuevo siglo tuvo un principio cruel con el espantoso asesinato del rey Umberto I de Italia y la muerte del duque de Sajonia-Coburgo Gotha. El verano en Osborne fue muy triste en compañía de la reina, de luto, que lloraba a su hijo y de repente perdió un nieto. Mientras tanto Vicky cayó enferma y la guerra de los boxers diezmaba el ejército inglés en Pekín. La salud de Victoria empezó a debilitarse al principio del invierno. Un invierno muy frío. A finales de enero de 1901, con el corazón agobiado por tantas adversidades, ella también nos dejó. Estaba en Farnborough cuando me enteré de la noticia. Postrada en cama por culpa de una bronquitis, no pude ir a Osborne ni asistir a los funerales solemnes que se celebraron en Londres. Según mi costumbre, me encerré en mi habitación, sola con mi pesar, llorando por una amiga de corazón, siempre buena y afectuosa, un apoyo en mi vida errante. La que nos había apoyado en los principios difíciles del exilio y nos había tratado como soberanos al igual que en la época en que éramos los aliados de Inglaterra.
—Ya no tenéis la soberanía del poder —me decía—, pero sí una soberanía mayor aún, la de la desgracia.
Había amado a mi hijo y honrado su memoria de la forma más brillante al presidir sus exequias. Desde ese día, fuimos hermanas. Ya no era de este mundo, y temía que mi vida ya no fuese la misma en este país donde era extranjera. Una carta de Eduardo me tranquilizó. El nuevo rey me confirmó el afecto de la familia real hacia mi persona. La reina Alexandra vino a verme de improviso sin darme tiempo a tender la alfombra roja. Béatrice, viuda desde hacía poco, la acompañaba con su hija, mi pequeña Ena, con trece años ya. Y cuando, el mes de agosto siguiente, la emperatriz Frédérique se reunió con su madre en el otro mundo, me sentí profundamente afligida. Todos esos recuerdos flotaban alrededor de Vicky desde nuestra primera visita a Windsor en 1855. Ella también amaba la libertad. La intransigencia férrea de su hijo la había matado.
Dos meses más tarde el duque de Alba expiraba. El despacho llegó como un rayo en plena calma. Carlos, mi querido sobrino, el hijo de Paca, al que había criado como si fuera mi propio hijo. Toda mi gente me era arrebatada una tras otra. Estaba condenada a la soledad del corazón. Triste final de una vida ver marchar así a los que amaba. ¿Por qué Dios no me abandonaba condenándome al desierto? Una frase de la reina Victoria me volvía sin cesar a la cabeza: «Lo que no entendemos ahora, lo entenderemos más adelante… en esta vida o en la otra. Pero no nos quedaremos sin la explicación».
Entonces recuperé mis viejas costumbres de viajar. De camino a Cap Martin me detenía durante más tiempo en París, en ese hotel Continental donde recibía a mis amigos frente a Las Tullerías, sorprendiendo a mis visitantes, que se extrañaban de ello.
—Pensáis que soy insensible —les dije—. Pero veis, ya nada me afecta. ¿Qué es un espectáculo u otro si se compara con los recuerdos que llevo dentro? Los momentos difíciles se borran rápidamente frente a las horas espléndidas y dulces. Es verdad que no puedo olvidar a las hordas vociferantes que invadieron estos jardines en septiembre de 1870, pero también es aquí donde mi «querido Loulou» paseaba su ardiente infancia, en este parque lleno de rosas y violetas, sus flores preferidas.
Había sufrido tanto en mi vida que pensaba que ya nada podía arrancarme las lágrimas, y sin embargo lloré al enterarme del incendio de mi adorada villa de Biarritz. Tras Las Tullerías y Saint-Cloud, otra residencia donde había conocido el orgullo y las seducciones del poder, se consumía entre las llamas.[180] Las cosas, al igual que los seres, desaparecían. Una gran figura de mi pasado sucumbió poco después. El 2 de enero de 1904, la princesa Mathilde expiraba en su hotel de la rue de Berri y seguí su cortejo hasta Saint-Gratien, donde la enterraron. Ese nuevo luto reunía todos mis lutos anteriores, y sentí esa emoción desgarradora que hace tan patéticas el rezo de Vísperas de los Difuntos.
Ambas discrepábamos por carácter, gustos y opiniones, tanto políticas como religiosas. Pero no por eso dejaba de considerarla una amiga segura, un corazón noble y generoso. Si el emperador se hubiese casado con ella en 1835, como lo había pensado, el matrimonio no hubiese durado. Pero aceptaba de su parte cualquier observación, cualquier salida de tono e incluso cualquier regañina. Lo atacaba con una libertad de lenguaje, una rudeza tan graciosa que hacían pensar en las sirvientas de Moliere. Desfilaron tantos hombres ilustres en su salón. Mérimée decía de ella: «La princesa Mathilde es Margarita de Navarra. La corte de Saint-Gratien, la corte de Nérac…».[181]
De ahora en adelante, ¿quién hablaría de los fastos del imperio? ¿Quién testificaría los orígenes del bonapartismo? ¿Y quién, sobre todo, seguiría defendiendo la memoria del emperador Napoleón III? El escenario se quedaba sin actores. Ya casi no veía figurantes a mi alrededor, pero sus nombres seguían sonando, heredados por sus hijos o por sus nietos: Walewski, Chevreau, Clary, Murat, Bassano, Pourtalès, Lesseps… Los herederos se multiplicaban y me rodeaban como lo hacían antaño sus padres. También estaban los primos y sobrinos españoles, y el príncipe Victor Napoleón se comportaba con tacto. Entre él y yo se alzaba la querida imagen del que había sido mi alegría y orgullo, pero finalmente habíamos conseguido entendernos y lo arropaba con consideración, porque si el imperio volvía algún día, él llevaría la antorcha.
Por ahora, la República parecía arraigarse, y sólo le pedía a Dios una gracia: vivir lo suficiente para ver Francia más justa con nuestro reinado. Algunos artículos se habían publicado en este sentido desde que Bismarck, caído en desgracia, había proclamado bien alto que él había provocado la guerra entre Francia y Prusia. Sus declaraciones desbarataban ciertos argumentos de la propaganda republicana contra la familia imperial, pero el veneno seguía emponzoñando. Treinta y cinco años más tarde, el odio seguía siendo feroz, y periódicos favorables al gobierno seguían aplastándome. Mis amigos, escandalizados, suplicaban que me justificara, y les contestaba irguiéndome:
—Es una pérdida de tiempo. Estoy inmunizada y ya no siento el golpe de las flechas envenenadas. Mi corazón ha sufrido demasiado para emocionarse. —Movía la cabeza y añadía—: Cada uno tiene una etiqueta y es imposible despegarla. Mifrasco no es divertido, la historia ha puesto en él de una vez por todas la palabra veneno, sin buscar el porqué, sin darse cuenta.[182]
Y cuando insistían, replicaba:
—Tendré un sitio entre los monstruos de la humanidad. Me quieren altiva, imperiosa, vengativa y fanática… Se podría añadir orgullosa hasta el punto de no poder decidirme a defenderme cuando sería tan fácil, porque prefiero la calumnia a rebajarme hasta mis calumniadores.[183]
Un viaje me hizo olvidar tanta mediocridad. En el mes de mayo de 1906, me hice a la mar a bordo del Thistle, de camino hacia Nápoles, Palermo, Corfú, Cattaro y Venecia. Celebraba mi octogésimo aniversario y el emperador de Austria me invitaba a Bad Ischl al finalizar mi crucero. ¡El viejo Francisco José y la vieja Eugenia! ¡Tendríamos tantas cosas que decirnos sobre los cincuenta años de historia de Europa de los cuales habíamos sido actores y testigos…! Pero sobre todo sentía curiosidad por oír su opinión sobre los diversos puntos calientes que amenazaban con abrasarnos.
Al llegar a las costas italianas, me enteré del atentado contra el rey Alfonso XIII y la joven reina, mi ahijada, Victoria Eugenia. Eso me trastornó y me sentí aún más humillada. ¡Una mujer joven y guapa atacada en pleno Madrid, el día de su boda! En su propio país, ya no respetaban al inmortal don Quijote. Las tradiciones se perdían; otras violencias vendrían a sacudir nuestro viejo mundo. De repente tuve ese presentimiento.