El pájaro abandona el nido cuando tiene alas y puede volar. Con la frente pegada a la ventana de mi habitación miraba el cielo por encima de los árboles desnudos, buscando el navío que había desaparecido tras el horizonte llevándose a mi querido hijo. El día anterior regresé de Southampton cansada y triste, con la imagen de su partida clavada para siempre en mi memoria.
¡Todo transcurrió tan deprisa desde que se tomó la decisión! El domingo por la noche nos enteramos de que embarcaría el jueves por la mañana. Tan sólo teníamos tres días para prepararnos. Tal como lo había previsto, Rouher, Murat, Cambacérès y otros miembros del partido bonapartista se encolerizaron contra el proyecto «peligroso e inútil», pero ninguno de sus argumentos consiguió hacer cambiar de idea al príncipe. Más firme que una roca, les declaró con su voz sonora:
—El estado actual del país no reclama mi presencia. Si Dios me protege, regresaré a Europa dentro de pocos meses más preparado para cumplir mi tarea y encontraré a Francia más dispuesta.
Viajó a Windsor para despedirse de su augusta madrina. Había mantenido una entrevista con Piétri y le entregó su testamento. Oyó misa y se recogió ante la tumba de su padre. Luego fue el último desayuno, los rostros conmovidos de los huéspedes de Camden, la estación de Chislehurst, el tren especial enviado por la reina y la llegada al puerto bajo los clamores de la multitud inglesa. Con el corazón en un puño, le había agarrado la mano suplicándole en voz baja:
—Prométeme que no te expondrás.
El ulular lastimero de la sirena, el último abrazo, la bandera tricolor alzada en su honor y la bendición solemne del sacerdote. El Danube abandonó el muelle. Apoyado en el empalletado, mi adorado hijo sonreía. Desesperada, lo miraba alejarse, y luego subí al acantilado para seguir agitando mi bufanda blanca, hasta el vil timo segundo en que el puntito negro desapareció entre el cielo y el mar, desvanecido entre las brumas del horizonte. ¡Quién podía impedirle ir a luchar si corría por sus venas sangre de los Bonaparte y por parte de su madre una vertiente de don Quijote, dispuesto a sacrificarlo todo por su ideal! ¡Ojalá que no fuese demasiado valiente!
En la gran casa vacía iba yo de un lado a otro al ritmo desordenado de mis miedos y temores. Envié a Piétri a Córcega y les di vacaciones a mis damas, sólo permanecieron a mi lado la señora Lebreton, el duque de Bassano y el doctor Corvisart. Quería estar sola y me restringí el servicio al mínimo. Ya no dormía y apenas comía. Con el corazón en vilo, esperaba noticias; mi pensamiento se centraba en el único ser que me quedaba, que navegaba hacia su destino.
Había marchado como el caballero que quiere ganar sus espuelas, y a pesar de todo estaba orgullosa de él. Había tomado esa gran determinación solo, y sólo él podía hacerlo. Pero todas las personas que, cada día, le habían repetido que debía «hacer hablar de él» plantaron en su interior la semilla de esa acción que ahora se criticaba. Lamentaba la decisión que había tomado, pero prefería temblar por mi hijo que verle cabizbajo y malhumorado. El exilio representaba una carga muy pesada para él. No podía echarle en cara haber querido obedecer a la ley de la sangre y buscar lejos, entre los peligros, el eco que debía llevar su nombre a la patria.[159]
Día y noche vivía angustiada y en la más penosa ansiedad. La guerra causaba estragos en Zululandia y la lectura de los periódicos me llenaba de temor. Los ingleses padecían fracaso tras fracaso. Columnas diezmadas. Luchas cuerpo a cuerpo. Yo permanecía sin noticias de mi hijo. Eso me quitaba ánimos y empuje; tanto más cuanto que mi madre me acosaba con su propia preocupación. La espera me sacaba de quicio. Sin embargo, intentaba razonar y me armaba de paciencia. Al menos eran necesarias tres semanas para que el correo llegase a Madeira, donde el telégrafo lo transmitía directamente a Londres. Por fin leí en el Times que el príncipe imperial había llegado a El Cabo el 1 de abril y que estaba bien. Después recibí su primera carta. El viaje le había encantado y estaba impaciente por reunirse con las tropas. Otra misiva me anunció que estaba en Durban y que se dirigía al campo situado a unas cuantas millas. Con la diferencia de fechas calculé que ya debía haber llegado a Zululandia y que se reuniría con sus amigos Bigge, Slade y Woodhouse, oficiales mayores que él y con más experiencia.
De nuevo el silencio. El tiempo se me hacía largo. Pasaba del abatimiento más completo a la sobreexcitación. Tras tantas pruebas, mis nervios ya no resistían esta tensión continua. Los periódicos anunciaron que mi hijo había caído enfermo. Me negaba a creerlo. Su ayuda de cámara habría telegrafiado. Y de repente un despacho: «Corre el rumor de la muerte del príncipe. ¿Es verdad?».
Me volvía loca y no me atrevía a abrir las gacetas que me helaban de temor. La soledad exaltaba mi imaginación y los remordimientos me atormentaban: debería haber ido a El Cabo. Allí me informarían mejor. Pero, ¿qué habría dicho el partido?
A finales de mayo, el Daily News desvelaba que el príncipe gozaba de buena salud. Una carta suya me devolvió la vida. Regresaba de unas operaciones y sus esbozos completaban el rápido relato. Era feliz.
Se han realizado algunos disparos en cada bando, pero no ha ocurrido nada grave. Todo va viento en popa.
Los siguientes correos siguieron con las buenas noticias. El Times desvelaba que el príncipe había regresado sano y salvo de un reconocimiento difícil. Tres hombres habían muerto. Mi hijo se había salvado por los pelos. Por su parte el Daily News anunciaba que el príncipe imperial se había distinguido. La prensa francesa, por su parte, explicó que había asaltado unkraal[160] y que en su reconocimiento sería el Kraal Napoleón. Escribí a mi madre para comunicarle la proeza de su nieto. Por mi parte, no me alegraba en exceso. La imaginación de las razas latinas a veces era excesiva, y prefería atenerme a los informes ingleses, más concisos. De todo ello me quedaba con la idea de que mi hijo estaba en plena acción y cada día se batía en un combate.
Los despachos eran del 21 de mayo y ya estábamos a 14 de junio. ¿Qué había ocurrido desde entonces? Mi alma pendía de un hilo. Un cuerpo esbelto en un país desconocido quizás estuviera cercado. ¡Cuánto rogaba a Dios que lo protegiese! Otra vez me volvía a faltar el valor. La impaciencia y la fiebre de saber algo de él me tenían preocupada. Hacía dos semanas que se había desencadenado una tormenta. Cayó un rayo sobre el gran sauce traído de Santa Elena y lo abatió. El viento sacaba de cuajo los árboles y la lluvia azotaba con fuerza las ventanas. Los elementos desencadenados y el estruendo me tuvieron en ascuas. Pero de repente, un rayo de sol rasgó las nubes y despertó mi esperanza. Al día siguiente, recibí dos cartas de mi hijo y, por primera vez, respiré con alivio. Se encontraba bien, estaba contento y deseaba que le escribiese más a menudo; me sentía muy feliz.
El 20 de junio por la mañana, cuando llevaba poco tiempo despierta, la doncella me trajo el correo. Una carta de Bigge me decía que la salud del príncipe era excelente y que podía estar tranquila porque sus amigos velaban para que nada malo le ocurriese. Con el abrecartas, corté el siguiente sobre:
Hemos recibido la espantosa noticia…
Pegué un grito terrible y Corvisart acudió a mi habitación. Mis manos temblorosas giraban la carta en todos los sentidos. Entonces me percaté de que el destinatario era Piétri y que había abierto la misiva por equivocación.
—¿Sabéis qué significa esto?
—Que el príncipe está herido, señora.
Bajó la cabeza y añadió:
—Herido grave, señora. Lord Sydney se ha hecho anunciar para las nueve y treinta y cinco. Viene a comunicaros los detalles.
—Entonces debo vestirme.
Corvisart se retiró. Yo me agitaba febrilmente por la habitación. No sabía qué pensar y me prohibía perder los nervios. Si estaba herido, partiría inmediatamente para cuidarlo, rodearlo y protegerlo. Incluso mutilado, nada se había perdido, pues seguía vivo… Me anunciaron al lord teniente de Kent, enviado por Su Majestad la reina. Entró en compañía del duque de Bassano y de Corvisart. Ante la palidez de los tres hombres mi corazón se detuvo. ¿Quién de ellos me lo comunicó? Mi hijo había muerto el 1 de junio, atravesado por los zulúes. La sangre se me heló en las venas y permanecí inmóvil, petrificada. ¿Cuántas horas me quedé así, como una estatua?[161]
El dolor no mata. Me puse a llorar a lágrima viva. Abrumada, anonadada, me refugié en la soledad de mi habitación. Sola frente al vacío, sola con Dios. Sola en el silencio, intentaba asimilar y entender. La columna oculta por las altas hierbas, el ataque de los zulúes, el «Sálvese quien pueda» del capitán Carey, las correas de la silla que se soltaron, el caballo encabritado, mi hijo abandonado, enfrentado a treinta salvajes con una espada y un revólver… ¡Abatido por dieciocho golpes de azagaya en pleno pecho!… Mi pobre hijo se había defendido con el corazón y el brazo firmes. Mi corazón contaba las heridas y se retorcía en la angustia de un final tan doloroso. ¿Durante cuánto tiempo estuvo sufriendo?
La casa se llenó de conocidos. De amigos. De fieles del imperio. Los que habían querido al príncipe. Los que venían a consolarme. No tuve el valor de verlos, conservando las pocas fuerzas que me quedaban para «su regreso». La reina Victoria fue la única en atravesar el umbral de mi soledad y me estrechó entre sus brazos llorando conmigo. Volvió varias veces y su presencia me fortaleció.
—Ha muerto cumpliendo su deber, a mi servicio —me decía—. Será un vínculo eterno entre nosotras.
El 11 de julio oí a lo lejos una música militar, a veces dulce a veces apagada. De pie tras la persiana entreabierta, acechaba el cortejo y me tembló el cuerpo cuando lo vi atravesar la verja al son de la marcha fúnebre que resonaba como una queja y me desgarraba toda entera. Una multitud se agolpaba alrededor de la casa, pero yo sólo veía el carro que traían los despojos de mi adorado hijo cubiertos por las banderas francesa e inglesa. Salí de mi habitación y me precipité hacia la escalera. En el recibidor, forrado de blanco con escudos negros, el féretro estaba prácticamente cubierto de violetas, sus flores preferidas. Sin poder controlarme, me eché sobre él y lo rodeé con los brazos. Toda la noche permanecí al lado de mi hijo, arrodillada en el suelo, la frente sobre el ataúd, sin lágrimas, sin movimiento, esperando morir yo también para acompañarle. Al alba, mis damas me levantaron y besé por última vez el paño fúnebre antes de retirarme a mis apartamentos.
Algunas horas más tarde comenzaba la ceremonia de las exequias. Funerales solemnes en presencia de la reina Victoria, sus cuatro hijos, la princesa de Gales y la princesa Béatrice. Doscientos cadetes de Woolwich formando el cuadrado, con los sables a la funerala. El príncipe Napoleón y sus hijos presidían el duelo, ante un gran número de dignatarios y personalidades extranjeras. Al igual que para el emperador, según las normas de la etiqueta, seguí el desarrollo de la ceremonia desde mi habitación. Postrada en la butaca cubierta de crespones negros, de espaldas a las persianas bajadas, oía la marcha lenta del cortejo, la música de la Artillería real, los tambores enlutados, y los cañonazos que retumbaban en mi corazón. En mis manos estrechaba los primeros objetos recuperados: la Imitación que le había dado para la guerra de Prusia y una oración que él mismo había compuesto:
Oh Dios mío, muéstrame siempre dónde está mi deber y dame la fuerza de cumplirlo… No elimines los obstáculos, permíteme superarlos. No desarmes a mis enemigos, ayúdame a vencer mi propio corazón…
Un alma buena se había ido de apenas veintitrés años. El dolor me abrumaba. Tras la ceremonia, la reina entró a tientas y tuve la fuerza de levantarme para refugiarme en sus brazos y apoyarme sobre su hombro.
—Nadie os entiende mejor que yo —me dijo.[162]
La princesa Mathilde tuvo la bondad de venir a abrazarme. Pero el príncipe Napoleón dejó Camden sin dirigirme la palabra, cuando yo estaba dispuesta a recibirlo. Las últimas voluntades de mi hijo le habían apartado de la sucesión imperial a favor del príncipe Victor, su hijo mayor.
Esa decisión no dependía para nada de mí y la lamentaba. La furia de Plon-Plon dividiría a la familia y al partido. ¿Con cuántas calumnias iba a agobiarme ahora? Poco tiempo después empezaron a circular unos rumores ignominiosos, acusándome de la muerte de mi hijo. Decían que mi autoridad, y sobre todo mi avaricia, eran las que lo agobiaban. Y añadían que me había dejado a mí huyendo de las deudas, y que había luchado en un cuerpo extranjero para ganar allí el dinero que yo le negaba. ¡Qué alegaciones tan espantosas! El testamento demostraba que el príncipe imperial disponía de una fortuna importante que le habría permitido sacar un millón de francos para sus amigos y servidores.[163] El misterio de la silla permanecía sin resolverse. Había pertenecido al emperador que fue quien se la regaló. Es cierto que estaba usada. Entonces, ¿por qué no la reemplazó? Su temperamento espartano lo había empujado a la economía y su naturaleza sensible había exaltado la memoria de un padre venerado.
De un manotazo, echaba por tierra esa política que me asqueaba. Ya no tenía nada por sacrificarle y sólo deseaba la paz del alma al precio del corazón roto. Sólo tenía una idea en la cabeza, estar sola. Sola con mis pensamientos y mis recuerdos. Sola con mis dos tumbas: mi pobre y querido emperador y mi adorado hijo.
Los días pasaban tristemente. Hacía frío. Encendía la chimenea, pero nada me hacía entrar en calor. Todo mi cuerpo estaba helado. Año maldito en que la propia naturaleza alteraba las estaciones y hacía caer antes de tiempo al que estaba en la flor de la vida. De repente me percaté de que fue el 1 de junio cuando un rayo partió el sauce de Santa Elena tras haber perdido la mitad de las ramas en la tempestad que se había levantado la mañana en que el emperador expiró. ¿Pura coincidencia o prodigio sobrenatural relacionado con la dinastía de los Bonaparte? Un trueno había retumbado sobre los Inválidos cuando la reina Victoria se había inclinado ante la tumba del gran Napoleón. Y el misterioso árbol Pageria no había vuelto a florecer desde mi boda con Napoleón III. También recordaba aquella alarma que me provocó el primer estremecimiento del bebé en mi vientre, y del miedo que sentí, ante el siniestro presagio, de ver esa vida sesgada de forma brusca. El destino se había cumplido. Y seguía apuñalándome cruelmente. Una carta de mi hijo, escrita a lápiz pocas horas antes de su muerte, cuyas palabras me lo confirmaban:
Querida mamá, me marcho dentro de unos minutos… Un ataque es inminente, no sé cuándo podré volver a daros noticias mías… No he querido perder esta ocasión de mandaros un fuerte abrazo.
Y también la carta de la señora Carey con el mensaje que su marido le mandara el 1 de junio:
La pérdida de un príncipe es una cosa terrible… ¡Pobre chico! Pero su suerte podría haber sido la mía. Dirán que debería haber permanecido a su lado… Mientras galopaba rogaba para que no fuera yo el que cayera, mi plegaria ha sido escuchada…
Así pues, mi hijo había muerto como un valiente, cobardemente abandonado. Cada día llegaban cartas de oficiales para alabar sus cualidades. En los periódicos franceses clamaban contra la traición. La anglofobia surgía en París tan violenta como cuando se produjo el asunto Orsini, y se imaginaban complots descabellados. La muerte del príncipe habría sido planeada por Gambetta y el príncipe de Gales, los agentes de Bismarck, los francmasones o la internacional comunista, y Carey habría recibido la orden de cortar las correas de la silla. La prensa inglesa, por su parte, se enfurecía contra el capitán que se había escapado sin preocuparse del príncipe. Iban a juzgarle en consejo de guerra. El veredicto amenazaba con ser duro. A pesar del asco que me inspiraba Carey, solicité clemencia a la reina Victoria.
—Ese pobre hombre quizá tiene una madre.
—Todo el ejército inglés y yo —me dijo con tono lastimero— nos sentimos heridos, podría decir humillados por la conducta de un oficial a quien casi nadie, e incluso nadie, se parece. Sufro por vos, y también padezco yo misma espantosamente al pensar que es en mi ejército donde se ha producido esta horrible desgracia.
Algunos condecorados de alto rango, sin embargo, se inclinaban por el perdón haciendo recaer la falta en la temeridad del príncipe. La propia reina, muy confusa, me hablaba de la aflicción y el remordimiento del capitán. Yo, como no había leído nada de eso en las cartas a su mujer, respondí en un tono cortante:
—No quiero saber nada. Sé que lo han matado. Eso es todo.
La responsabilidad de Carey era evidente y debía ser reconocida. Los hechos eran irrecusables. Pero nada impedía que la sentencia fuese atenuada. Antes de que la dictasen, escribí al duque de Cambridge:
La única fuente de consolación terrena, la saco de la idea de que mi adorado hijo cayó como soldado, cumpliendo órdenes en un servicio mandado. Basta ya de recriminaciones. Que el recuerdo de su muerte reúna en un pesar común a todos los que le amaban y que nadie sufra ni en su reputación ni en sus intereses. Yo que ya nada puedo desear en la tierra, lo pido como una última plegaria.[164]
Noche y día sólo pensaba en ese 1 de junio. Me enviaron los últimos objetos, únicos testimonios, por así decir, del terrible drama. Me explicaban cómo había ocurrido todo: el estado de las espuelas demostraba un forcejeo; y su espada… con qué dolorosa emoción acaricié la guarnición que su mano mantenía apretada después de muerto, cuando los zulúes se la arrancaron. También estaba su impermeable, su cuaderno de ruta donde confirmaba que partía a las órdenes de Carey, y su cartera, donde había enrollado como un cigarrillo el artículo sobre la bala de Saarbrücken, y un panfleto sobre la cobardía de los Bonaparte.
—Son los periódicos los que lo han matado —suspiré.
El mayor venido de El Cabo para entregármelos conocía a mi hijo y me dio más detalles. Al verse perseguido, el príncipe se giró y luchó hasta el final mirando a la muerte cara a cara; la lucha fue larga, porque era bueno en el manejo de las armas y el terreno indicaba una resistencia desesperada. Nadie estuvo allí para testificar su resistencia y su honor. Por la mañana encontraron su cuerpo desnudo, pero intacto. Protegido por sus medallas, que los zulúes no se atrevieron a arrebatarle. Dios lo había salvaguardado de ser despedazado por las fieras. Ya no podía mirar la luna sin dar un salto hacia el pasado. ¡Esa noche fría y clara, y él, solo!
Cada día la pena me mataba porque mi pensamiento no salía de esa donga[165] de Zululandia donde había transcurrido el drama. Las desgracias tienen su vergüenza, como las faltas, y ellas hacían que me escondiera tanto como podía. Mi dolor era salvaje, inquieto, irascible. No estaba para nada resignada y no quería oír hablar de consuelo, y mucho menos del que da Dios. Me sentía demasiado indignada para aceptar la fatalidad. Ya no sabía rezar. «Pedid y recibiréis», decían las Escrituras. ¿Qué madre perdería a su hijo si eso era cierto? Nada podía ocupar el lugar de la persona que era toda mi vida desde el desastre de 1870. Todo estaba perdido, aniquilado.
Esperaba que el dolor me destruyera y me dejara reunirme con él; pero ante los mil acontecimientos cotidianos y la rutina diaria que ejecutaba de forma mecánica, entendí que acabaría por olvidar el dolor y aprender de nuevo a vivir en ese desierto del corazón que nada ni nadie podría poblar.
La reina se preocupaba de verme tan abatida y me invitó a Balmoral, donde residía durante el verano. Rechacé la invitación aduciendo que mi vida estaba entre mis dos tumbas, a la espera de que Dios abriese la tercera. Le di las gracias por la preocupación que mostraba por mi salud. Desgraciadamente, el pesar no mataba, ya lo veía. Aún estaba bajo el golpe terrible, sin fuerzas, y concluí:
Si realmente tengo coraje, lo intentaré más adelante. Qué dulce sería para mí la idea de estar en compañía de Vuestra Majestad… Herida como estoy, Dios parece haberme borrado de la lista de los vivos. Me emociona profundamente la amistad que Vuestra Majestad me demuestra y las lágrimas que le he visto derramar por mi adorado hijo.
Insistió y me ofreció que me hospedara en Abergeldie Castle, no muy lejos de Balmoral, prometiéndome que nadie vendría a perturbar mi soledad. Me gustaba Escocia y acepté. El pequeño castillo parecía un nido de águila sobre una meseta rocosa, rodeada de vertientes escarpadas hasta el mar del cual oía los bramidos en la lejanía. Un paisaje duro y salvaje donde lo extraño se teñía de misterio y poesía. Sólo me acompañaba una de mis damas y respetaba mi silencio.[166] Con sol o con lluvia, me lanzaba por las landas cubiertas de brezo y aulagas, quemadas por el salitre del mar. Salía al asalto de las montañas embriagándome de ese viento marino que me limpiaba de mis escorias y hacía despertar nuevas energías. La espada de Toledo, doblada al límite, se alzaba de nuevo.
Había tocado el fondo del abismo, y de un impulso volvía a subir. Toda muerte tiene su resurrección. Morir en uno mismo para renacer en Dios, dicen los místicos. Mi cuerpo se destrozaba en esas caminatas que yo misma me imponía: el dolor se depuraba, mi corazón se tranquilizaba y mi mente descubría nuevos motivos para vivir. Al lado del fuego, a la hora del té, se erigió un proyecto: viajar hasta donde mi hijo había muerto, ver el lugar, interrogar a los que le habían conocido, enterarme de nuevos detalles sobre lo que le había ocurrido. Algo parecido a una peregrinación para el aniversario de su último combate.
—El viaje y las emociones os matarán —me dijo la reina, que de vez en cuando me visitaba.
—El pensamiento de estar pronto al lado del príncipe me sostiene y me da valor. Sin esto, nunca tendría la fuerza suficiente para soportar la vida y no ahogarme en el desamparo.
«Seguir su idea», me decía mi padre. «Una idea se ha apoderado de ti», repetía el emperador para chincharme. Sin objetivo, me hundía en el abismo. Cuántas veces, en el pasado, vencí las pruebas con la actividad. Bastaba con definirla. Mi alma de don Quijote encontraba sus molinos de viento y se disponía para el próximo asalto.
Al regresar a Camden me ocupé de las tumbas con más serenidad. No paraban de llegar flores de los invernaderos de Windsor, de todos los rincones de Inglaterra e incluso de El Cabo. La iglesia de Chislehurst estaba más bonita gracias a esas flores. Me dirigía a ella cada mañana, hacía decir misas, y me perdía en el campo durante largas horas antes de regresar a mis ocupaciones. Clasificaba los artículos de periódico sobre la muerte de mi hijo,[167]> sus despachos ilustrados con esbozos, las innumerables cartas que recibí desde la tragedia, a las que respondí una a una. Después me enfrascaba en la lectura de una pila de libros sobre Sudáfrica. Podía volver a leer, y revivía como un convaleciente ante un trozo de carne.
Un telegrama solicitaba mi presencia en España. Mi madre, con ochenta y tres años, ciega, estaba agonizando. La trágica muerte de su nieto la había afectado mucho. Me dieron la autorización de atravesar Francia para ganar tiempo, y me marché inmediatamente sin pensar en las emociones que iban a asaltarme. En Calais se me despertaron sentimientos que creía totalmente dormidos. El vínculo que había unido mi vida a ese país durante largos años no se había roto. Estaba emocionada como todos los exiliados que regresan al suelo de la patria. A mi paso no se pronunció ninguna palabra hiriente, sino que encontré ojos llenos de lágrimas. Sobre todo de las mujeres que me habían conocido feliz antaño y me veían sola, sin marido, sin hijo, pasando como una extranjera por lugares tan queridos.
La fatalidad que pesaba sobre mí hizo que este viaje fuese inútil. Mi madre había dejado de existir antes de mi llegada. Miss Flowers, que no se había separado de ella desde la época en que nos enseñaba inglés, rezaba al lado del féretro. El duque de Alba me esperaba para enterrarla al lado de mi padre en el cementerio de San Lorenzo. Una inmensa multitud asistió a los funerales. La Corte, la grandeza, el cuerpo diplomático, gentes de las artes, testimonios innumerables de lastertulias, cenas, bailes y fiestas de disfraces que la «divina encantadora» les había ofrecido durante años.
Con el corazón destrozado, erraba por el gran palacio, y luego en Carabanchel, sin recuperar la despreocupación y la alegría de mi infancia. Todos los que había amado ya no eran de este mundo. Mi padre, Paca y el querido don Próspero, cuyas cartas a su «querida condesa» estaban guardadas en un escritorio de ébano incrustado de marfil. Cuarenta años de confidencias, cuarenta años de una amistad sin roces. No era el único que le escribía a mi madre, pues ella escribía a todo el mundo, y descubrí al pie de las páginas nombres que habían jalonado un trozo de mi pasado: Castelbajac, Castellane, Vieil-Castel, Clarendon, Narváez, Delessert y otros muchos duques, ministros y princesas. Tantos fantasmas como habían promovido miles de intrigas alrededor de la que hacía política sobre nimiedades y a los que asombraba con su impresionante cultura. Los puse todo en unos baúles y me los llevé a Inglaterra para tejer de nuevo los vacíos del tiempo.
Por primera vez dejé Madrid sin pesadumbre. La ciudad engalanada se preparaba para la boda de Alfonso XII y María Cristina de Habsburgo. Querían distraerme y meterme en el torbellino de la frivolidad. No me apetecía para nada, mi corazón ya no estaba en armonía, y me alegró reencontrar las brumas de Camden donde no oía ninguna nota en falso. En el silencio apagado del campo cubierto por la nieve, iba a ver mis tumbas y me estremecía al comprobar que a partir de entonces estaba totalmente sola, y era una extranjera en este país donde vivía y seguramente moriría. La simpatía que hacen nacer los grandes desastres todavía se ejercía, pero pronto se borraría todo, como la estela de un barco en el mar. Un día el Times daría la noticia de mi muerte. Recordarían mi vida, mis grandes horas, mis pesares, y todo habría acabado. Por ahora debía seguir viviendo, lo suficiente para viajar a Itelezi.
El 28 de marzo de 1880 me embarcaba a bordo del Germán de camino a Sudáfrica. Me acompañaba un pequeño séquito, compuesto por personas especialmente escogidas como sir Evelyn Wood, encargado por la reina de mi seguridad; el joven marqués de Bassano, el doctor Scott Slade, los dos amigos del campo de Aldershot, lady Wood, otra dama, viuda de un oficial, y una camarera fiel. Hasta el último momento, intentaron disuadirme de esa locura y algunos, como Rouher, Murat y Piétri me regañaron por realizar una expedición «imprudente y peligrosa». Tan decidida como mi hijo, un año antes, les contesté:
—Desde que el final de la guerra me ha permitido considerar esta eventualidad con posibilidades de éxito, se ha convertido en mi pensamiento dominante. Me sostiene y realza mi valor. No me hago ilusiones, sé los dolores que me esperan allí, la larga y dura travesía, el cansancio de un viaje tan rápido con dos meses de travesía por mar y cincuenta días bajo una tienda, pero todo desaparece ante Itelezi.
Me sentía atraída hacia ese lugar de peregrinación con la misma fuerza que debían sentir los cristianos por los Santos Lugares. La idea de ver y recorrer las últimas etapas de la vida de mi adorado hijo, de encontrarme en los paisajes donde había puesto su última mirada, en la misma estación, pasar la noche del 1 de junio velando y rezando sobre este recuerdo… era una necesidad de mi alma y el objetivo de mi vida.
El 18 de abril, tras una travesía agitada, llegamos a El Cabo, donde el gobernador me recibió en su palacio. Una fuerte emoción me oprimió el corazón. Desde esta ciudad mi hijo me había manifestado su alegría y su esperanza. Pensaba encontrar la ocasión de demostrar que era digno de su nombre. Y luego viajé a Durban, donde vi el Danube anclado. Mi hijo ya no sonreía detrás del empalletado. Una numerosa multitud invadía el muelle para saludarme con una presencia reposada y muda. La señora Baynton me recibió llorando y me enseñó la habitación donde el príncipe había tenido fiebre. Lo había cuidado y me explicó detalladamente lo que había dicho y hecho.
La acogida de Maritzbourg, el 3 de mayo, me conmovió. Ni una palabra, ni un grito, ni un sombrero sobre la cabeza. Un respetuoso silencio como en la habitación de un enfermo. Los negros parecían entender que ya no se podía desear nada a la mujer que Dios había dado tantas cosas y se las había arrebatado una a una, dejándole la amargura de los pesares como compañera de viaje. Me hablaban del príncipe en términos hirientes, y también adulaban mi orgullo de madre. ¿Por qué se había marchado tan rápido, por qué me había dejado atrás?
A partir de ese día, nos adentramos en la selva, inmenso territorio sin presencia humana, donde sin pensar en ello cumplí los cincuenta y cuatro años. Los caminos eran difíciles, llenos de piedras y baches. El coche, conducido por sir Evelyn Wood, avanzaba con una lentitud desesperante. Ochenta hombres y doscientos caballos nos escoltaban, más veinte caballeros de la policía montada, todos bien armados. Cada atardecer levantábamos las tiendas. Los días eran cálidos y las noches frescas. Ya no dormía ni comía, tan grande era mi impaciencia. Pero cuanto más nos acercábamos al objeto de nuestro viaje, más me sentía dividida entre la ansiedad y el temor.
Tuve fiebre durante varios días. Nos sorprendió el mal tiempo. Un verdadero diluvio, con un viento huracanado que casi arrancaba las tiendas durante la noche. Hacía el mismo frío que en invierno, y mi tristeza aumentaba día a día. Seguíamos las huellas de «sus pasos»; reconocía los paisajes que había dibujado y vi el fuerte bautizado con el nombre de Napoleón, del cual había concebido el plan. El 25 de mayo, por fin, llegamos ante el kraal donde había hecho el último alto, el 1 de junio, y trazado su último esbozo. Los mismos maizales, las mismas hierbas altas nos rodeaban. Allí asentamos nuestro campamento.
Esa noche,[168]aún me costó más pegar ojo. Salí de la tienda y caminé todo recto. Sin tropezar, seguí durante más de una hora un camino abarrancado en el que me hundía hasta los tobillos. Llegué a una encrucijada, y no supe por dónde tirar. El paisaje era desolador. Algunos juncos en un rincón. Agotada de cansancio, iba a desmoronarme cuando una bocanada de olores me invadió la nariz. El perfume de verbena de mi adorado hijo. No derramé una lágrima, pero todo mi cuerpo sollozaba, y balbuceé:
—Luis, hijo mío, vengo a estar a tu lado…
Entonces oí una voz lejana que murmuraba:
—Es aquí, mamá.
Me arrodillé y recé. Mil emociones me agitaban, mi corazón latía a toda prisa. Como aquella famosa noche en Las Tullerías, en que el mago llamó a los espíritus y el de mi padre vino para despedirse de mí antes de subir al cielo. Desde entonces estoy convencida de que los muertos permanecen durante un tiempo cerca de los seres que han amado. Así pues, mi viaje no había sido en vano. Mi hijo estaba aquí, a mi lado, y me explicaría lo ocurrido.
En compañía de sir Evelyn Wood volví a recorrer este camino, a la mañana siguiente conmovida de poder guiarle al lugar donde mi instinto me había llevado, y de ver a la luz del día las señales de lucha y sangre que autentificarían mis palabras. Lo que descubrí entonces me llenó de confusión y, debo decirlo, de cierto despecho. Una losa de cemento blanco marcaba el lugar donde mi hijo había caído. El efecto era tan espantoso que ordené que la destruyesen inmediatamente y sólo dejé la cruz que la coronaba, enviada por la reina Victoria. Se dispuso, en cambio, un pequeño cerro en su lugar, sobre el cual planté una rama del sauce de Camden y una hiedra.
Del kraal donde estaba su tienda, al borde del donga donde había expirado, recorrí durante horas su último camino lleno de hierbas altas como de medio metro. Oía el «Sálvese quien pueda» de Carey, e imaginaba a mi pobre hijo corriendo cerca de su caballo, aguantando la silla con una mano, y con la otra agarrando la crin, intentando subirse a su montura que no podía detener; había cruzado el brazo del río, subido el talud; en la depresión que precedía a la corriente de agua, se había girado para hacer frente a los que le seguían blandiendo su espada, mientras el resto de la tropa llegaba a la otra orilla del donga,otro talud a apenas ochenta metros. A esa distancia, Carey había oído los tres tiros de revólver; reconstruí los hechos. Los había ignorado, galopando y rezando por su propia salvación. Sin parar, a pie, a caballo, recorría la vía dolorosa, uniendo de punta a punta todos los detalles que permitirían reconstruir el espantoso drama.
El príncipe había luchado «como un león», decían los zulúes interrogados. Por esta razón no le habían quitado sus medallas. Además, confesaron que si la tropa tan sólo se hubiese dado la vuelta, habrían huido. Y si el príncipe hubiese gritado su nombre, el nombre del Gran Jefe blanco de tanto renombre, no lo habrían tocado. Había caído como un valiente, es verdad, cuando nadie estaba allí para verlo, sólo un puñado de salvajes. ¡Una vida tan querida inútilmente segada! Mi corazón rebosaba de amargura. Por mucho que hiciese acopio de mi orgullo de madre, la ternura pesaba más… Pero me prohibía derrumbarme. En su memoria debía superar mi dolor y rendir homenaje a su valor.
La noche del 1 de junio, me dirigí al túmulo y cubrí el emplazamiento de velas. Arrodillada en el suelo pasé toda la noche rezando, sola con mi hijo, bajo el cielo estrellado. Más de una vez vi aparecer en lo alto del talud cabezas negras que se deslizaban entre los intersticios de las altas hierbas. La luna iluminaba sus rostros. Las miradas eran curiosas, pero nada hostiles, expresando más bien simpatía y piedad.[169] ¿Acaso eran los que habían matado a mi hijo en este mismo lugar? Estaba convencida de ello y seguía rezando para conservar la calma.
Por la mañana[170]ocurrió algo extraño. No había ni un soplo de viento y de repente vi las llamas de las velas bajarse como si alguien quisiese apagarlas. Entonces «le» dije:
—¿Eres tú, estás aquí? ¿Quieres que me vaya?
Regresé a mi tienda, ahogando una tristeza infinita. Las motivaciones que me habían sostenido hasta ahora desaparecieron. De repente sentía el peso del extremo cansancio. Una vez más, debía enfrentarme al caos de los caminos, al calor del día y al frío de la noche en nuestras tiendas de campaña. Me impacientaba por regresar a Camden y recuperar el reposo y la soledad. El viaje moral había finalizado,[171]sólo quedaba una distancia por recorrer cuyo único interés era una escala en Santa Elena que no me hubiese perdido por nada del mundo. Era el único miembro de los Bonaparte en haber visitado el lugar donde había muerto el fundador de la dinastía. No quedaba nada de él en la habitación donde murió, pero en su recuerdo seguí su paseo, a orillas del río, y corté algunas ramas del sauce para volverlos a plantar cerca de mis queridos desaparecidos.
Sin el mar, me hubiese vuelto loca. La travesía fue un bálsamo para mi corazón herido. Lejos de las preocupaciones, contemplaba los horizontes inmensos. Una nueva idea nació en mi mente: dar a mis tumbas un mausoleo digno de ellas, donde pudiera reunirme cuando llegase el momento.