Mientras tanto, la República que me había obligado a partir no había sabido evitar la guerra civil. Franceses mataban a otros franceses en París, Las Tullerías ardían, también el Hôtel de Ville; pronto sería el turno de Saint-Cloud, y los jefes de los partidos decían invectivas en contra de sus oponentes. El patriotismo parecía ser ya sólo una palabra, un oropel del que se deshacían al llegar a casa, después de haber hecho alarde de él en público.
Olvidar iba a ser muy difícil, por eso puse todo en marcha para permitirnos cicatrizar las heridas. Había mejorado el decorado —en el que la elegancia no faltaba— con varios objetos personales, rescatados de los palacios imperiales, y que nuestros amigos nos habían traído o mandado. Un símil de Corte se instaló a nuestro alrededor. El emperador tenía sus ayudantes de campo, médicos, chambelanes y secretarios. Mi hijo tenía a su preceptor Filon y a su amigo, el joven Louis Conneau, criado con él desde la infancia. Mis sobrinas y su ama de llaves completaban el círculo familiar. La señora Lebreton no me había dejado y otras damas y chambelanes habían venido a compartir nuestro exilio.
Después de tantas pruebas y sufrimientos, necesitábamos reencontrarnos en la tranquilidad de una nueva vida organizada en el orden y la armonía. A pesar de haberse visto reducida, se respetaba la etiqueta. Lo natural y la sencillez no nos quitaban nada de nuestra dignidad. Por la mañana, cada cual se dedicaba a lo suyo. Yo me levantaba pronto y luego me retiraba a «mi rincón», una sala contigua a mi habitación, donde había reconstituido la atmósfera de mi gabinete de Las Tullerías, con el armario con puertas de cristal lleno de recuerdos, los retratos alineados sobre el escritorio y el biombo recubierto de hojas. Este era un entramado dorado entrelazado de hiedra. Me lo habían regalado para mi santo. En ese decorado que me gustaba, cerca de una ventana con vistas al parque, llevaba las cuentas y ordenaba el correo. ¿Qué hubiese sido de nosotros sin esas innumerables cartas llenas de afecto que llegaban de varios rincones del mundo en señal deRemember? A veces había testimonios de amistad inesperados, como el de Abd-el-Kader, enviado desde Damasco:
Sólo el sol y la luna tienen eclipses.
—¡Un árabe, un antiguo adversario que me escriba esto! ¡Menuda lección para los franceses!
La lectura de los periódicos me arrancaba gritos de indignación, y me precipitaba sobre mis informes, ordenando los papeles para reencontrar los que nos permitirían justificarnos. Las calumnias se multiplicaban en la prensa republicana y me sacaban de quicio. A la hora del almuerzo que nos reunía en el comedor, fulminaba en violentas diatribas contra aquellos que nos traicionaban tras haber recibido tantas cosas de nosotros.
Ya no sabían qué inventarse para mancillarnos, desde los fondos públicos sustraídos, enviados al extranjero, hasta la cobardía del emperador en la batalla de Sedán. Herida, despedazada viva por esos ataques venenosos, daba vueltas como una leona y rugía de rabia sin controlarme. Luis me regañaba con su dulce voz:
—Ugénie, no tienes una idea, la idea se ha apoderado de ti.
Es verdad que estaba obsesionada por la traición y la ingratitud. No sólo Trochu, sino también Drouyn de Lhuys, Viollet-le-Duc, Mac-Mahon y muchos más. Luis sufría todo aquello con una admirable indulgencia, llevando el estoicismo y la mansedumbre hasta lo sublime.[148] Nunca pronunció una palabra de queja, reprobación o recriminación. ¡Cuántas veces le supliqué que se defendiese, rechazase los ataques desvergonzados y las maldiciones ignominiosas de las que era objeto y que detuviese de una vez ese raudal de insultos que caía sin cesar sobre nosotros! Con una expresión plácida, me contestaba:
—No quiero justificarme. Algunas catástrofes son muy dolorosas para una nación, que tiene derecho a echar todas las culpas a su jefe, aunque sea injustamente. Un monarca, y un emperador sobre todo, se degradaría al intentar disculparse porque defendería su causa en contra del pueblo. No hay excusa ni circunstancia atenuante para un soberano. Su mayor prerrogativa es asumir en su persona todas las responsabilidades llevadas a cabo por los que le han servido… o traicionado.
A veces añadía que la historia rectificaría lo que había de injusto en esas acusaciones personales sin pruebas. Algún día, los testigos hablarían, y entonces se descubriría la verdad. Mi hijo escuchaba en silencio. El también estaba alterado. Su experiencia de la guerra le había marcado profundamente. Y más aún la capitulación del emperador, no por falta de valor, sino por otras razones o causas. Al igual que su padre, no hablaría de ello.
Por la tarde, mientras los jóvenes desaparecían para realizar largas cabalgadas, Luis se entretenía con sus leales, analizaba los acontecimientos de Francia y hacía planes para el futuro. Yo aprovechaba aquellas ocasiones para escaparme. Un paseo por el campo, o en el tren hasta Londres para ir de compras y entrevistarme con los banqueros. Luis había dejado en mis manos la administración de nuestros ingresos. La venta del palacio de los Césares en Roma y la de mis joyas nos suministraron un patrimonio que nos permitía hacer frente a nuestras necesidades inmediatas. ¿Pero cuánto tiempo duraría el exilio? ¿Cuándo se levantaría el embargo sobre los bienes inmobiliarios que poseíamos en Francia? Por prudencia, limitaba nuestros gastos y practicaba la economía más estricta para conservar nuestro rango dignamente.
Regresaba para tomar el té de las cinco, servido en el saloncito. Las conversaciones se prolongaban hasta la hora de la cena y corríamos para cambiarnos antes del toque de campana que nos reunía otra vez en el comedor. Después los hombres se retiraban al fumador o a la sala de billar, antes de reunirse de nuevo con las damas en el salón hasta la hora de acostarse. Tocábamos el piano, hacíamos solitarios, evocábamos los momentos felices pasados en Biarritz, Compiègne, Fontainebleau o Saint-Cloud y, como antaño, antes de retirarme saludaba a nuestra pequeña corte con mi habitual reverencia que se convertiría, a lo largo de los años, en una especie de ritual del recuerdo.
Numerosos invitados vinieron a alegrar nuestra monotonía. Desde el regreso del emperador, fue un contiguo fluir de gente. La reina Victoria fue de los primeros. Vino en tren, acompañada por su hija pequeña, Béatrice, y el príncipe de Gales. De regreso de un largo viaje, quiso manifestar su simpatía a los soberanos exiliados que éramos a partir de ese momento. Regresaría muchas veces, y su afecto no disminuyó nunca. Una multitud de amigos ingleses que se plantaban ante nuestras verjas siguieron su ejemplo, sin contar los fieles de nuestra antigua Corte que vivían en Londres para estar más cerca de nosotros y llenaban nuestros salones cada domingo, así como los partidarios que desembarcaban desde Francia para animarnos a regresar en cuanto el momento fuese propicio. Varios correos lo precisaban, las provincias seguían siendo bonapartistas. Napoleón III poseía todas las bazas. Bastaría con preparar el terreno.
—Somos la solución necesaria —repetía el emperador.
Sus militantes lo alentaban y la propaganda del partido se intensificaba. Los periódicos, las campañas, todo eso costaba mucho dinero. Me preguntaba si el capital invertido sería suficiente. El emperador necesitaba una cura; no había recuperado todo su vigor y su salud seguía siendo delicada. También pensaba en los estudios de mi hijo. A partir del otoño ingresaría en el King’s College de Londres y quería asegurarle una vida libre y honrada. Con quince años, se había convertido en un joven sano y vigoroso y, además, era un excelente jinete. En el rigor de nuestro exilio, cualquier revés financiero, penoso para cualquiera que llevara su nombre, debía ahorrársele.[149]
Un viaje a España me permitió vender algunas propiedades y asegurarnos más desahogo. Durante unos días olvidé las pruebas, las tensiones y los rencores. En los palacios de Madrid, así como en Carabanchel, ya no era la emperatriz en el exilio, sino doña Eugenia. Mis amigos celebraban fiestas en mi honor y recuperaba mi juventud galopando a orillas del Manzanares, donde la voz del viejo soldado me seguía hablando de Francia en un tono de nostalgia que despertaba en mí la esperanza. Sedán no era Waterloo. Tras Fontainebleau, se habían producido los gloriosos Cien Días.[150] Inglaterra era nuestra isla de Elba. Pronto saldríamos de allí.
En Camden Place, Luis me acogió con una sorpresa: mi biblioteca de Las Tullerías y todos sus libros marcados con la E coronada. Durante mi ausencia la había reconstituido de forma idéntica. No faltaba nada. Para darle las gracias por esa delicada atención, derroché mil ternuras. Nada ensombrecía nuestro amor. Una felicidad tranquila que no habíamos conocido hasta ahora. Para él hice esculpir un magnífico corcel en madera de cerezo, de curvas suaves para que pudiese hacer ejercicios sin cansarse mucho.
Sus proyectos de regreso eran cada vez más precisos. Desde Suiza, pasaría a Francia y llegaría a París a caballo, al frente de sus tropas. Rouher, La Valette y Chevreau estudiaban los detalles de la operación. Las elecciones de 1872 nos alentaron. El partido bonapartista obtuvo éxitos. Rouher fue elegido y nos aseguraron que los campesinos veneraban al emperador Napoleón III. La euforia se apoderó de nuestra pequeña Corte que odiaba a Inglaterra y se puso a soñar cuando se dijo que marzo de 1873 marcaría el principio de una nueva gloria. El viento de locura se me llevaba.
—Nos instalaremos en el palacio del Louvre, y como tendremos que ahorrar, ya no habrá «series» en Compiègne, y tampoco iremos a Fontainebleau. Nos conformaremos con el Trianon.
Hacíamos mil proyectos como si fuesen a realizarse al día siguiente, pero debíamos esperar meses todavía, y los días pasaban con una lentitud tal que nuestra paciencia se agotaba. El nerviosismo de cada uno llenaba el aire de electricidad. Camden era la «Balsa de la Medusa», y decidí bruscamente cambiar de aires. Una gira improvisada por las montañas de Escocia me sentó de maravilla. Me embriagaba con esas excursiones a paso de carga que nos llevaban de montes a pueblos, de prados a arrecifes y de castillos a figones. Esas caminatas rápidas daban energía. Como antaño en la Sierra, un pequeño don Quijote se despertaba en mi alma y me arrastraba en su aventura imaginaria. A los que me acompañaban les costaba seguir mi paso y rezongaban sin entender el placer que sentía en esos entretenimientos de una sencillez que calificaban de bárbara. Acababa de cumplir cuarenta y seis años y me encabritaba como un caballo salvaje que retoza en libertad.
Luis descansaba en Brighton en compañía de su hijo, al que poco a poco iniciaba en los entresijos de la política. Me reuní con ellos y se me heló la sangre al ver la cantidad de curiosos que los perseguían. Un yanqui llamado Barnum que ofrecía un puente de oro al emperador para presentarlo en las principales ciudades de Norteamérica: el hombre de Sedán, guinda del espectáculo. Detrás de él venía un pastor de una religión disidente que invitaba a Napoleón III a declarar, citando la Biblia, que era el Anticristo.[151] Horrorizada, atajé las intrigas de los viles mercaderes y escondí a mis hombres en una casa de la isla de Wight, donde nadie vino a molestarnos. Fue allí donde nuestro hijo nos confesó su gusto por la artillería y su deseo de ingresar en una Academia militar. Decidimos inscribirlo en Woolwich. Dimos los pasos necesarios e hicimos venir a un maestro de Harrow para que le ayudara a preparar el examen de ingreso. Con los ojos empañados, veía de nuevo a mi pequeño Loulou con uniforme de granadero al lado de su padre, pasando revista en la plaza du Carroussel. Mañana llevaría el uniforme de cadete de una Academia británica, pero sería, al igual que todos los Bonaparte, un buen artillero.
A principios de noviembre, el príncipe imperial entró en Woolwich. Dos semanas después, el emperador mandaba enganchar los caballos para hacerle una visita. Al regresar, tuvo fuertes dolores, que no fue posible calmar a pesar de los baños calientes de agua de mar. Lo exhorté para que consultase a un especialista, pero seguía eludiendo la cuestión, afirmando que no era nada y que su salud nunca sería un obstáculo para la restauración del imperio:
—Haré lo que mi deber me impone.
La fiebre aumentaba y con ella mi preocupación. Finalmente aceptó hacerse examinar por dos eminencias inglesas recomendadas por la reina: su cirujano, sir William Gull y sir Henry Thompson, lumbreras en lo que a enfermedades de la vejiga se refiere. Se percataron de que el emperador tenía piedras y aconsejaron operar de inmediato. Me explicaron que sufriría atrozmente y luego entraría en un período de mejoría que llevaría a la curación total. Me lo creí, a pesar de todas mis dudas, y lo acepté con tanta sangre fría como Luis. La intervención se realizó con aparente éxito el 2 de enero de 1873, pero la piedra era tan grande que tuvieron que volver a operar el día 6. Luis ya no tenía fiebre y todo fue bien. Entonces, sir Thompson preconizó una tercera intervención.
—Qué heroísmo tan extraordinario —me decía—. Con una piedra así, permanecer cinco horas montando a caballo en Sedán, aquello tuvo que ser un verdadero martirio.
El día 9 por la mañana, cuando entré en su habitación, Luis estaba tranquilo y descansado, preparado para la última operación. El cloral le había ayudado a dormir sin padecer. Los médicos confiaban y pedí mi coche para ir a Woolwich a tranquilizar a nuestro hijo. Cerraba la portezuela cuando el doctor Conneau me volvió a llamar.
—El pulso se debilita, señora, lo estamos perdiendo.
El conde Clary se marchó inmediatamente a buscar al príncipe y corrí a la cabecera de Luis. Un sacerdote, llamado a toda prisa, le dio la extremaunción. Inclinada sobre él, le cogí la mano. Sus ojos se clavaron en los míos y movió los labios. Una leve sonrisa iluminó su rostro. Un suspiro, y todo terminó. Me desmoroné sobre él sollozando. ¿Durante cuánto tiempo? Alguien me levantó lentamente. Reconocí a mi hijo y me eché en sus brazos diciéndole:
—¡Ahora sólo te tengo a ti!
Juntos nos arrodillamos y, con su voz potente, recitó el Pater Noster. Después se acercó a su padre y lo abrazó desesperadamente.
Alelada, regresé a mis apartamentos, incapaz de asumir lo ocurrido. Erraba por los pasillos y entraba en la habitación de Luis para mirarle dormir, y me convencía de que iba a despertarse. Estaba tan guapo, libre de todo sufrimiento. En la cabecera había colocado un ramo de violetas y el talismán de Carlomagno, en recuerdo de nuestro noviazgo, veinte años antes. Después llegaron centenares de telegramas. De Inglaterra, de Francia, de todas las Cortes de Europa, de todos los rincones del mundo saludaban al emperador Napoleón III, su nobleza y su inteligencia. Todos lamentaban la inmensa pérdida. Necesitaría tiempo para aceptarla.
Cuatro días después, en medio del recibidor transformado en capilla ardiente, el emperador de los franceses, en uniforme de generalísimo realzado con sus condecoraciones, reposaba en un féretro forrado de seda, depositado sobre dos taburetes recubiertos de terciopelo negro. Centenares de personas provenientes del mundo entero vinieron a inclinarse ante él. La familia imperial, los mariscales, los dignatarios, los representantes de las Cortes extranjeras y mucha gente del pueblo desconsolada. A medianoche, cuando todo volvió a la tranquilidad, salí de mi habitación, seguida por mis damas. Vestida de negro bajo un largo velo de gasa, pasé la noche entera al lado de Luis encerrado en su féretro. Su última noche en la casa del exilio. Al día siguiente, 15 de enero, una multitud inmensa se agolpaba en Camden Place para asistir a la ceremonia de las exequias. Mi hijo presidía el cortejo fúnebre, y yo lo acompañaba con la plegaria, sola en mis apartamentos donde me confinaba la etiqueta.
Veinte años de mi vida desfilaron por mi memoria. Sólo conservaba los mejores momentos, nuestros juramentos en el bosque de Compiègne, nuestra boda y el nacimiento del príncipe, las horas de gloria y de felicidad, y esos dos años que nos habían unido en la desgracia, la esperanza y el dolor. Olvidaba todas las humillaciones de sus infidelidades. Sus «pequeñas distracciones» no le habían impedido amarme. El último movimiento de sus labios lo había afirmado para siempre. ¡Cómo iba a echarle de menos!
Al salir de la iglesia, tras la inhumación, mi hijo vino a abrazarme y me presentó su brazo para el último esfuerzo. Todas las personas que habían servido al imperio se habían colocado en fila en los salones, la galería y el comedor, y pasaba ante ellos para darles las gracias uno por uno. Se desmoronaban a mis pies llorando sobre mi mano que besaban y tuve la fuerza suficiente para no desmoronarme yo también, con el corazón destrozado. Una vez más, extraía del deber el valor de cumplirlo.
El dolor podría haberme abatido, pero el odio del príncipe Napoleón ya no tuvo límites y despertó mi fibra luchadora, adormecida por el dolor. Al día siguiente de los funerales, le ofrecí ponerse al corriente de los papeles que el emperador había dejado en su despacho. La vigilia de la operación, al percatarse de que le habían robado documentos, ordenó a su secretario Franceschini Piétri[152] que sellara los muebles y los cajones.
—Sellos mal hechos —refunfuñó el príncipe—. Sólo veo el sello de Piétri y no hay sello imperial.
Husmeó todos los informes y se extrañó de la poca importancia de los documentos que quedaban. Leyó el testamento y lo puso en entredicho, afirmando que el emperador debía haber escrito otro tras Sedán. Este databa de 1865 y me convertía en la legataria universal, regente y tutora del príncipe imperial hasta su mayoría de edad. Con su mirada llena de sospechas me traspasaba. Se giró bruscamente hacia el doctor Conneau y le preguntó dónde estaba el diagnóstico del doctor Germain Sée, redactado tras la consulta del 2 de julio de 1870.
—Lo he entregado a quien le corresponde por derecho —replicó el médico en un tono seco.
Esta vez, Plon-Plon me asesinó con su mirada acusadora y cogió su sombrero, declarando con una voz fuerte:
—Es inútil continuar, ya veo lo que hay. Aquí ya no tengo nada que hacer.
Los periódicos no tardaron en verter nuevas calumnias sobre mí. No sólo había hurtado el testamento del emperador para apoderarme de la fortuna destinada a mi hijo, sino que, además, me acusaban de haber guardado sólo para mí el informe del doctor Germain Sée que me habría revelado que el emperador tenía la enfermedad de la piedra; también me habría informado de que era incapaz de subir a caballo y soportar el menor cansancio físico.[153] Única depositaría de ese terrible secreto, habría fomentado la guerra, y ordenado al emperador a tomar el mando superior de los ejércitos. ¿Con qué objetivo? La regencia, es verdad, pero la perfidia de nuestro primo me inventó un propósito más amplio, maquiavélico y siniestro: conociendo el estado de debilidad de mi marido, lo habría mandado a sabiendas a la muerte, o si no a la abdicación, y en ambos casos me habría asegurado el reino hasta que mi hijo fuese mayor de edad. ¡Agripina y Lady Macbeth no lo hubiesen hecho mejor!
La cruel negrura de esas acusaciones reforzará mi leyenda de mujer fatal responsable de todas las desgracias de Francia. Fortalecida por el ejemplo que me había legado el emperador, permanecí en silencio. Se demostró que el testamento era el auténtico. Cuatro años más tarde, la muerte del doctor Conneau[154] me limpiaría del segundo crimen, puesto que se encontró entre sus papeles el famoso informe con el sobre sellado que nunca había sido abierto. Sólo entonces me enteraría de que el doctor Sée había diagnosticado la piedra, que los cinco médicos y cirujanos presentes no habían ratificado esa opinión y se pusieron de acuerdo en un punto: abstenerse de cualquier intervención.[155] ¿Por qué sólo me habían hablado de reumas y cistitis? ¿Por qué sobre todo no le habían dicho nada al emperador?
—Si hubiese sabido que tenía piedras en la vejiga —me había confesado tras la consulta de sir Thompson— no habría hecho la guerra.
Bajo la mirada de Conneau, Corvisart y Nélaton, que lo había acompañado a Sedán, había sufrido un verdadero martirio. ¿Acaso no hubiesen podido haberle salvado entonces? ¡Qué lástima, Dios mío!
En ese mes de febrero de 1873, mi hijo había regresado a Woolwich y me lamentaba de esas disensiones en nuestra familia, muy nefastas para la dinastía y el partido bonapartista. Durante una cena en Londres, organizada a petición mía por el príncipe Murat, le tendí la mano al príncipe Napoleón diciéndole:[156]
—Sabéis que no soy una mujer rencorosa. Olvidemos todas nuestras diferencias, apretad mi mano con la vuestra y que entre nosotros ya no se hable del pasado.
—Señora, os haré saber dentro de poco mis resoluciones.
Algunos días después, su ayudante de campo vino a decirme que estaba de acuerdo en reconciliarse, pero con dos condiciones sobre las cuales no transigiría. La primera era que se le reconociera jefe del partido imperial con la dirección absoluta. Por muy peligroso que eso pudiese haber parecido para los intereses de mi hijo, lo habría aceptado. ¡Pero la segunda!… Se atrevía a exigir que la propia persona del príncipe imperial le fuese entregada y puesta bajo su única tutela. ¡Qué ofensa! ¡Qué insulto! Con la voz entrecortada por los sollozos, exclamé:
—¡Así que el príncipe quiere que reconozca que soy incapaz e indigna de educar a mi hijo! ¿Pero qué he hecho para merecer esta ofensa?
Rechazaba la paz que le proponía, y regresó a París para propalar sus infamias. Su rencor y sus celos ya no tenían límites. Ya no encarnaba el principio napoleónico.
En la tristeza de Camden Palace no acababa de ordenar mis pensamientos y me negaba a lamentarme. ¿Con qué derecho? ¡Había tenido tantas cosas! Había dejado el rabo por desollar, mi buena suerte había terminado, ahora les tocaba a los demás. Había caído desde tan alto que todo se había roto en mí y ya no veía más que monotonía a mi alrededor. Los días se desgranaban como un rosario. Bordaba, escribía, maldecía y bendecía según el tiempo, e intentaba persuadirme de que era golosa para buscar un placer.[157] Sin embargo, me quedaba el consuelo de la mañana, cuando me dirigía a la iglesia, al otro lado del Common, para entretenerme con Luis. Mi hijo venía los fines de semana y estaba orgullosa de verlo estudiar con tanta seriedad.
A principios de verano lo llevé a Arenenberg, en ese decorado de la reina Hortensia que tanto nos gustaba a ambos, donde todavía faltaba el recuerdo de otro príncipe Bonaparte, joven y romántico, cuyas ambiciones tardarían en hacerse realidad. Tras Sedán, el emperador se había negado a instalarse allí para el exilio, temiendo parecerse a esos animales heridos que regresan a su madriguera para morir. Para mi hijo esa casa era un punto de partida, una cuna de sueños dispuestos a realizarse, un ejemplo de perseverancia y tenacidad, y tantas otras cosas que le desvelaba el retrato de su padre, el rostro abandonado en una mano y la mirada llena de certidumbres: «la fe y la conciencia de su deber», había escrito en su testamento. Mi hijo pensaba en ello sin cesar. Tenía confianza en él y se preparaba para tomar las riendas cuando llegase el momento.
Tenía oportunidades, estaba convencida de ello. Rouher me mostraba los testimonios recibidos de las campañas de Francia. El crédito de la República disminuía, y no creía en el regreso del conde de Chambord. El principio del derecho que representaba ya no existía. Una Cámara lo llamaría, otra lo destituiría. Renunció y no me sorprendió. Muchos franceses se quedaron decepcionados y pensé que mi hijo podría sacar beneficio de esa situación. La reina Victoria compartía la misma opinión:
—En definitiva, sería preferible que el príncipe imperial fuese el primero en el orden sucesorio —me dijo.
El 16 de marzo de 1874, para su mayoría de edad, se organizó una gran fiesta. Rouher decidió convertirla en un acontecimiento que impactara en la opinión pública. Me oponía a ello, pero tuve que reconocer que estaba equivocada cuando vi el éxito de la fiesta; fue un éxito rotundo. El mar se cubrió de flotillas y centenares de bonapartistas desembarcaron de este lado de la Mancha. Chislehurst se convirtió en una gigantesca feria francesa con sus puestos de comidas, sus banderas y vendedores de medallas y recuerdos. Más de siete mil personas se reunieron en el césped para aclamar a Napoleón IV. Muy digno, pronunció un discurso que tranquilizó sus esperanzas:
—Cuando llegue la hora… Si el nombre de los Napoleón sale por octava vez de las urnas populares, estoy dispuesto a aceptar las responsabilidades que me imponga el voto de la nación.
El delirio se apoderó de la asistencia que ya quería tomar las armas y arrastrar al príncipe hasta París.
—El regreso está cercano —decían a mi alrededor.
Yo respondía en un tono firme:
—No cometerá esa estupidez, perdería su aureola. El trono o el exilio, no hay otra opción.
A partir de ese momento mi hijo era el jefe de la dinastía de los Bonaparte. Ya no era regente, ni siquiera tutora. Ante él cedía mi lugar y me limitaba a darle algunos consejos cuando mantenía entrevistas con sus partidarios:
—Deja hablar, escucha. Es lo que hubiese hecho tu padre.
Los periódicos republicanos se preocuparon y lanzaron más veneno sobre el Napoleón III y medio que parloteaba en la bruma. Eso nos traía sin cuidado. Mi hijo continuó estudiando. A principios del año siguiente salió de Woolwich en séptimo lugar. En el mismo momento, el rey Alfonso XII era llamado al trono de España. El primer pájaro que pasaba a través de los barrotes de la jaula. ¿Ocurriría lo mismo con los demás? Tuve otras alegrías, esta vez en la familia. Mi sobrina María se había casado con el duque de Tamames y ahora Luisa me anunciaba su noviazgo con el de Medinaceli. El verano de Arenenberg fue una fiesta grandiosa en ese 1875. Excursiones, cruceros en el lago, bailes, cenas. Acudieron los amigos de las Cortes vecinas y de Francia; evocábamos el pasado, Biarritz, Compiègne… y soñábamos con un porvenir cercano.
El invierno de Camden nos volvió a meter en su melancolía. Mi hijo se había desplazado al campo de Aldershot y fue destinado a una batería; le gustaba la vida militar. Venía para el week-end con sus nuevos amigos que me rodeaban de juventud y alegría. La muerte de Luisa, a principios de febrero, me sumió otra vez en tristeza y desesperación. Era demasiado joven para casarse y un aborto se la llevó. La había educado como si hubiese sido mi propia hija y no podía resignarme. Entonces mi mente se dirigía hacia a mi hijo. Ahora más que nunca debía velar por él. Observaba con mucha angustia a una banda de intrigantes que jugaban con él a cara o cruz y permanecían en la sombra dejándole a él todos los riesgos. Loulou no era ambicioso, pero tenía el sentido del deber y de la audacia. Una mala influencia podía hacerle cometer una locura.
—La audacia es una fuerza —le decía—, pero no obtiene éxito sola; y si la fortuna sonríe a los audaces, es cuando han sopesado los objetivos y los medios.
Ahora bien, frente a la mayoría republicana instalada en la Cámara, el imperio no tenía más oportunidades que Mac-Mahon, cuyos medios de acción le serían retirados dentro de poco. La era de los hombres providenciales había pasado a la historia. En la sociedad escéptica de esta triste época, los redentores eran víctimas. Entonces la idea de ir adelante para coger la corona de Francia, que era una verdadera corona de espinas, me dejaba fría e insensible. Además, nuevas calumnias me agobiaban. En Londres, el duque de Gramont publicaba sus Memorias y se disculpaba acusándome de desencadenar la guerra. En París, se publicaba la entrevista del diplomático Lesourd afirmando que yo le había dicho: «Esa guerra me pertenece. ¡Es “mi” guerra!».
Algunos insultos se vuelven en contra de las personas que los pronuncian. Una vez más permanecí en silencio y conservaría en mi baúl el mentís formal que me enviaría el pobre hombre horrorizado. Tenía mi conciencia y me negaba a hacerle perder su puesto atacándole. Pero todo se había desgastado en mi interior, la fe y valor, y me sentía cansada, como los que han recorrido un largo camino.
Lejos de desalentar a mi hijo, lo entretenía en la doctrina bonapartista de libertad en el orden. Al cumplir veinte años, le entregué la parte de la herencia proveniente de su padre así como la libre disposición de lo que le había legado la princesa Bacciochi. Mi regalo consistió en un viaje a Italia en compañía de nuestros amigos más íntimos: el otoño en Florencia, donde había alquilado la villa Oppenheim. Desde allí fue a visitar Venecia, Solferino y Magenta. En primavera lo llevé a Roma, donde le recibió el Papa, su padrino. Visita de cortesía sin objetivo político a la cual no asistí. Después regresó a Inglaterra pasando por La Spezia y Alemania, mientras proseguía mi escapada hacia Nápoles, Sicilia, Malta y España.
Andalucía fue todo un baño de rejuvenecimiento. Sevilla, Córdoba y sobre todo Ronda, donde durante una semana sólo me bajaba del caballo para meterme en la cama. Toros y bailes, como en la época de mi adolescencia. Me embriagaba de sol, cantos y risas en los pueblos más sencillos y a veces salvajes. Las fiestas oficiales también ocuparon su lugar. Ovaciones, discursos y ramos en compañía de la reina, las infantas y la grandeza. Un poco de incienso no sienta mal. Era una mujer, todavía guapa para mis cincuenta y un años, y las ganas de vivir parecían resucitar con el calor del verano. Pasé algunos días en Madrid junto a mi madre, que se había quedado ciega, y regresé a Camden, donde mi hijo, impaciente, reclamaba mi presencia.
Al igual que yo, había leído los periódicos. Al igual que yo, había pensado en los acontecimientos del Dieciséis de Mayo, el fracaso de Mac-Mahon y la victoria de Gambetta. Se felicitaba por haber resistido a las sirenas azarosas que habían intentado arrastrarle, pero su porvenir se hacía más incierto.
—Diez años más de un régimen así, y Francia será gobernada, al igual que los Estados Unidos de América, por una sarta de políticos cuyo trabajo consiste en utilizar la popularidad.
Mi pobre Loulou estaba muy sombrío y se preguntaba qué podía hacer mientras esperaba su hora. Su vida de joven pretendiente no le bastaba. Teatro, bailes, cacerías y monterías, iba a todas las fiestas, y las mejores casas de Londres se lo disputaban. Tenía elegancia, donaire y ese encanto indefinible que aureolaba su nombre. Pero todo eso le aburría. A mediados del año 1878, organicé para él un viaje a las Cortes del norte y le abrí un crédito ilimitado. Dinamarca, Suecia y Noruega. En todas partes lo recibían como a príncipe reinante y se comportó con una nobleza y una generosidad dignas de tal. Yo le gastaba bromas sobre las chicas que había conocido, los corazones que había roto y sólo obtuve indiferencia como respuesta. Durante la estancia en Arenenberg se mostraba inquieto e iba rezongando que lo que buscaba era acción. Uno de nuestros invitados le metió en la cabeza que podría entrar en el ejército austríaco que se preparaba a invadir Bosnia Herzegovina. Yo no aprobaba aquello y le expliqué mis motivos:
—Si hay una guerra, será contra los turcos, aliados de Francia, o contra los rusos cuyo soberano te brindó enemistad en Woolwich.
Insistió tanto y tan bien que consentí escribirle al emperador Francisco José, que lo rechazó. Eso me tranquilizó. Pero eso no resolvía el problema. Mi hijo estuvo muy inquieto todo el invierno. Tenso, preocupado, iba a Londres y después regresaba, se encerraba en su gabinete y dibujaba escenas de batalla. Muy pronto me enteré de que sus amigos, Bigge, Slade y Woodhouse, se marchaban a El Cabo. Tuve el presentimiento de que intentaba seguirles y no me sorprendió cuando me anunció que estaba haciendo los trámites pertinentes. El también quería luchar. Tenía veintitrés años, un nombre demasiado pesado de llevar para no hacer nada. No era un hombre de placeres y se burlaba de aparecer en sociedad. Por fin veía una ocasión para él de ejercer su oficio y no quería perdérsela.
—¿Queréis que siempre sea el «principito»? ¿Qué me marchite y me muera de aburrimiento como el duque de Reichstadt?
—Si te ocurre una desgracia, tus partidarios no te lamentarán, te lo echarán en cara.
—No puedo hacer nada por mi país.
Dos días después, entraba en mis apartamentos tan pálido como un muerto y me sobresalté:
—¿Qué ha ocurrido?
—Me han rechazado. No soy inglés.
Se deshizo en sollozos. Las lágrimas caían de sus ojos, él que nunca lloraba. Eso me conmocionó. Entendí que no se resignaría, así que superé mis reticencias y me dirigí al War Office. Mantuve una entrevista con el duque de Cambridge;[158] hice intervenir a la reina, a la cual le emocionó la determinación de su ahijado para probar su reconocimiento al país que le había acogido, y se acabó encontrando una solución: el príncipe viajaría a El Cabo como un turista ordinario y se presentaría ante la plana mayor a su llegada.
El 27 de febrero de 1879, mi hijo se marchó a la guerra a la otra punta del mundo, y mi vida se detuvo. Estaba pendiente del hilo del telégrafo.