Domingo 4 de septiembre. Día grabado para siempre en mi memoria. Después de oír la santa misa en compañía de algunos fieles, y redactar una carta para Luis, proseguí mi trabajo. Los acontecimientos se precipitaban. El motín estaba a punto de estallar en los arrabales. Envié a buscar a Trochu para establecer las medidas que convenía tomar, pero fue imposible encontrarle. Por la noche el Cuerpo legislativo celebró una sesión. Uno de sus representantes vino a aconsejarme trasladar el gobierno a orillas del Loira. Había eludido esa cuestión y Filon también era partidario de mi idea.
—Eso provocaría la guerra civil —contesté—. La resistencia a los prusianos quedará cortada en dos. Quien no tiene París, no tiene nada. No me moveré de aquí.
—Entonces, ¿vuestra majestad se defenderá?
—No me moveré, pero tampoco quiero oír los disparos de nuestros fusiles.
Al igual que cada mañana, tras la visita de las ambulancias, reuní al Consejo de ministros.
—Abdicad —dijo uno de ellos.
—Uno puede ceder lo que posee —repliqué—, nunca lo que ha recibido prestado. La soberanía no me pertenece. No abdicaré.
¿Qué podía hacer entonces? Palikao y su gabinete estudiaron las posibles soluciones que el gobierno propondría a la Cámara: un Consejo de Regencia incluidos los diputados, bajo mi presidencia, en nombre del príncipe imperial… Mientras tanto, la situación empeoraba por momentos. Los bulevares se llenaban de amotinados y estas hordas de insurrección desembocaban en la plaza de la Concordia. Trochu no intervenía, el cuerpo legislativo ya organizaba la vacante del ejecutivo. Una delegación de diputados vino a ofrecerme poner en manos de la Asamblea mis poderes, y evitar así el ser depuesta. Con una sonrisa, pero en un tono firme, les contesté:[136]
—Señores, en la hora de mayor peligro me proponen abandonar el puesto que me ha sido confiado. No puedo ni debo consentir que eso ocurra… Mi única preocupación y mi única ambición es cumplir, en toda la extensión de la palabra, los deberes que se me imponen. Si ustedes piensan, si el Cuerpo legislativo piensa que soy un obstáculo, que el nombre del emperador es un obstáculo, y no una fuerza para dominar la situación y organizar la resistencia, que proclamen la deposición, no me quejaré. Podré dejar mi cargo con honor: no habré desertado.
Los diputados no me quitaban el ojo de encima. Mi tranquilidad les impresionaba. Uno de ellos no disimulaba cierta emoción. No decían nada y añadí:
—Estoy convencida de que la única conducta sensata y patriótica para los representantes del país sería reunirse conmigo, con mi gobierno, sería dejar de lado las cuestiones internas y unir estrechamente nuestros esfuerzos para repeler la invasión… Estoy dispuesta a seguir al Cuerpo legislativo allí donde quiera organizar la resistencia. Y si se llega a la conclusión de que es imposible, pienso poder ser útil para obtener condiciones de paz menos desfavorables.
Uno de los hombres, el conde Daru, me dijo entonces:
—Señora, teméis que os acusen de haber desertado de vuestro puesto. Pero habréis dado una prueba de valor mucho mayor sacrificándoos por el bien público y ahorrando a Francia una revolución ante la atenta mirada del enemigo.
Ese argumento me conmovió. Sin embargo, debíamos respetar la legalidad.
—Bueno, si mis ministros comparten vuestra opinión, la seguiré. Sólo os pido una cosa: que me asignen cualquier residencia, que me permitan compartir hasta el final los peligros y los sufrimientos de la capital asediada.
La delegación se retiró. Mis allegados alabaron mi sangre fría, mi energía y mi patriotismo. Había hecho lo que había podido, ¡pero menudo resultado! Desde los jardines, invadidos por la multitud, se elevaba un griterío enorme. La plaza y el muelle estaban a rebosar de gente. Chevreau irrumpió:
—¡Todo está perdido, señora, es la revolución!
Trochu, que estaba de parte de los amotinados y había retirado a los guardias de alrededor del Palais-Bourbon, y el cuerpo legislativo, invadido por el gentío, «pronunció» la deposición. El conde de Palikao no había podido decir ni una sola palabra. Jules Favre, seguido por el gentío, corría al Hôtel de Ville para proclamar la República. Las tropas encargadas de mantener el orden levantaban la culata al aire, y el raudal de insurrectos se precipitaba hacia el palacio de Las Tullerías. Los salones se llenaron de nuestros más fieles servidores, mis damas y los chambelanes de la Casa imperial que me exhortaban a marcharme lo antes posible. Metternich y Nigra eran los que más me apremiaban. El prefecto de la policía confirmó que habían asaltado las verjas. ¿Íbamos a defendernos? Yo no quería disparar:
—¡Que muera la dinastía antes de que cueste la vida de un solo francés!
—Debéis partir, señora —me dijo—. Estáis poniendo en peligro vuestra vida y la de los demás.
—Ya va siendo hora —añadió el viejo Conti—. Al salvaros, preserváis la autoridad legal que representáis. Dondequiera que vayáis, os llevaréis esos derechos con vos.
Tenía razón, y temía ser despedazada por las hordas que invadían los jardines vociferando:
—¡Qué muera la española, viva la República!
—No les daré otra soberana para insultarla. Puesto que es necesario, vistámonos.
La señora Lebreton había aceptado seguirme en la loca aventura que estábamos muy lejos de imaginar. Me mostró un abrigo impermeable marrón, un sombrero y un velo de crespón negro. En su bolso tenía un poco de dinero, quinientos francos en moneda. El señor Pietri sacó de su bolsillo dos pasaportes para Inglaterra, preparados por azar. No habíamos previsto nada, y de repente había que improvisarlo todo. Me giré hacia Filon:
—Encargaos de hacer pasar al príncipe a Bélgica.
Todos lloraban, y yo les abracé uno a uno. ¡Qué difícil era abandonar tantos rostros familiares, tantas amistades, tantos recuerdos! Con un movimiento rápido me apoderé de la miniatura de mi padre y la metí en mi bolsito.
—¿Acaso no oís? —decía Metternich tirándome del brazo—. Sube gente… Vienen…
—Adiós a todos —exclamé—. Las Tullerías son violadas. Cedo ante la fuerza. ¡Es el destino!
Carreras desenfrenadas por los pasillos y los grandes salones,[137] puertas embestidas por asaltantes ebrios de venganza que se ensañaban en abatirlas. Todos los patios y la plaza del Carrousel estaban a rebosar. Regreso hacia mis apartamentos y el paso secreto hacia las galerías del Museo del Louvre, vacíos de sus tesoros, que desembocaban en los «jardines de la Infanta» y la plaza Saint-Germain-l’Auxerrois. Metternich y Nigra, que nos escoltaban, nos detuvieron en un hueco oscuro. Pasaban bandas corriendo, maldiciendo y dando gritos de muerte. Por suerte, todavía no había aglomeraciones; por suerte, se acercaba un simón, que venía de los muelles.
—Seamos audaces —dije.
Metternich lo detuvo y me lancé a la calle para meterme dentro, seguida de cerca por la señora Lebreton, que se instaló a mi lado. En ese preciso instante, un niño nos señaló con el dedo y exclamó:
—¡La emperatriz está ahí!
Nigra le tapó la boca con la mano mientras mi acompañante le daba una dirección al cochero, que se puso inmediatamente en marcha. Los embajadores habían desaparecido. Habíamos escapado a los amotinados sanguinarios que asediaban Las Tullerías, pero estábamos solas, abandonadas en una ciudad donde cada cruce representaba una amenaza. La pesadilla estaba lejos de haber acabado. La multitud avanzaba por la rue de Rivoli y hacía retrasar nuestra marcha. Rostros hirsutos vociferaban en nuestras portezuelas:
«¡Que muera Badinguet! ¡Que muera la española! ¡Viva la nación!».
Bajo mi velo de crespón, conservaba la sangre fría. Mi dama de compañía, más asustada que yo, le dijo al cochero:
—Tenemos prisa. ¿No puede ir por otro lado?
Giró hacia calles más tranquilas para llegar por fin al boulevard Haussmann. La puerta del consejero Besson permaneció cerrada. Lo mismo ocurrió en casa del señor De Piennes, mi primer chambelán. ¿Dónde podíamos ir sin comprometer a nadie? Sentadas en los escalones, nos pusimos a pensar.
—¿La legación norteamericana? —sugirió la señora Lebreton.
—Norteamericano —exclamé—, el doctor Evans, mi dentista. Es rico. Nos ayudará. Y sé dónde vive. Avenida de la emperatriz.
No estaba en su casa, pero su criado pensó que éramos clientas y nos permitió esperarle en el salón. Cuántas horas pasaron, no lo sé, pero cuando entró en la sala donde me había sentado de espaldas a la puerta, me giré bruscamente en cuanto se marchó el sirviente y, ante su expresión estupefacta, le declaré:[138]
—Como podéis ver, ya no soy la que era. Han llegado los días malos y me encuentro sola. Me dirijo a vos en busca de protección y asistencia porque confío en vuestra adhesión a nuestra familia. El servicio que os pido pondrá vuestra amistad muy a prueba.
—Me sentiré muy satisfecho de ayudaros en todo lo que pueda. ¿Tiene vuestra majestad algún plan?
—Pasar a Inglaterra. Llévenos a la estación de Poissy, desde donde cogeremos el tren para Le Havre.
—Es demasiado peligroso. Os llevaré a Deauville, donde se encuentra mi mujer. Encontraremos un barco privado que parta para Inglaterra.
Esa noche tenía obligaciones, pero nos hizo servir una buena cena y puso a nuestra disposición una habitación diciendo que partiríamos a las cinco de la mañana. Me alegré de poder comer. No había hecho una comida decente desde hacía días. Respiré tranquila y, de repente, en la tranquilidad de ese apartamento me percaté de que todo había terminado. Lo que pensaba vivir como una pesadilla se había convertido en realidad. Ya sólo era una emperatriz que huía, mi marido era prisionero de guerra, ignoraba dónde estaba mi hijo, ya no tenía hogar, ni una maleta y ni siquiera una pieza de ropa para cambiarme, y mis amigos no sabían dónde me encontraba. Despojada de todo, después de haberlo poseído todo. ¡De qué altura caía! ¿Por qué no me había derrumbado? El fuego de brasa y el arroyo de hielo. ¡Una espada de Toledo no se rompe! Mañana aparecerían otros peligros. Para enfrentarme a ellos, sólo contaba con mi valor y mi fe.
—¡La Providencia nos aplasta —murmuré como plegaria—, que se haga Su Voluntad!
A la luz matizada del alba, nuestro coche salió de París. Los guardias de la puerta Maillot nos dejaron pasar sin hacer preguntas. Íbamos al campo, había declarado el doctor Evans. Con su amigo el doctor Grane, parecíamos dos parejas de burgueses que salían en busca de reposo. Nunca el aire fresco de la mañana me había parecido tan delicioso. Era libre. En la otra punta del camino estaba el sol, otra esperanza, otra vida, y quizá menos ingratitudes. ¡Si Dios quiere!
Rueil, la Malmaison, mi corazón se oprimió. Y después Saint-Germain-en-Laye, de camino hacia Mantés. Los caballos iban a trote, me embriagaba el paisaje y los recuerdos de los últimos acontecimientos volvían a acosarme con tal violencia que los espantaba hablando sin parar.
—¡Cómo habría podido abdicar, yo que sólo actuaba por delegación!… Han proclamado la República y me he marchado. ¡Pero no he desertado!… Podría haber sido útil, visitar los hospitales, ir a los puestos de vanguardia. ¿Por qué no me han dejado morir entre los muros de París?… No, no era «mi» guerra. Nunca he pronunciado esa palabra sacrílega. Nunca he dicho: «Esta guerra la he querido». Es una mentira que propaló el señor Thiers para cubrirse las espaldas. El que ha querido la guerra es Bismarck, y los que esperaban la ruina del imperio para subir al poder han precipitado la catástrofe… En Francia hoy uno es honrado y mañana lo destierran. Y como la historia se repite, desde hace cien años, los gobiernos acaban en una revolución y en la huida.
Las frases se desgranaban a veces sin hilo conductor. En el fondo de mi bolsito, un medallón de mi hijo me hacía llorar. ¿Dónde estaba mi querido hijo? ¡Y mi pobre marido había cabalgado durante cinco horas en busca de la muerte bajo el fuego de Sedán! La tristeza me ahogaba, pero otro pensamiento me pasaba por la mente y me devolvía la alegría:
—Cuántas veces he dicho que jamás dejaría el palacio de Las Tullerías en simón como Luis Felipe. ¡Y eso es precisamente lo que he hecho!
Pasaba del llanto a la risa. Desahogaba mi corazón, de lo contrario, no habría soportado lo que le esperaba después. En Mantés, Evans compró los periódicos. Trochu era el presidente del Gobierno de Defensa Nacional.
—¡El muy miserable! ¡El muy pérfido! —exclamé—. Había jurado protegerme haciéndose matar en los escalones del trono.
Entre los nuevos ministros había antiguos fieles que nos traicionaban sin vergüenza.
—Los franceses son versátiles —murmuré—. Les gusta la gloria y el sol, pero no saben soportar los reveses de la fortuna. ¡Con ellos siempre hay que tener éxito!
Muy pronto estaríamos en Inglaterra y sabía lo que debería hacerse. Ese gobierno de revolucionarios era ilegal. Aún estaban Bazaine y su ejército. Los acontecimientos me daban vueltas en la cabeza y mi mente no dejaba de elaborar planes. Un poco más lejos, tuvimos que cambiar de coche. Un viejo carricoche de caja verde y capota resquebrajada. Un equipaje miserable que tuvo la ventaja de hacernos pasar inadvertidos por las calles de Évreux, donde la gente gritaba, igual que en París:
—¡Que muera la española! ¡Abajo el imperio!
La prudencia nos mandaba permanecer en la sombra. A un lado de la carretera, mientras los caballos descansaban, comimos pan, salchichón y queso acompañado con vino de la región. Una comida frugal de la que me deleitaba como antaño cuando viajaba con la cuadrilla del picador Sevilla. En un pueblo, cerca de Lisieux, tuvimos que conformarnos con unas habitaciones en el desván. Muebles espantosos, una cama de hierro y el papel de las paredes roto… Después de vivir en palacios espléndidos, el destino me arrojaba al tugurio más sórdido.
—Tiene gracia la cosa —exclamé desplomándome en la butaca, sacudida por un ataque de risa.
Nos sirvieron una buena cena. Por la mañana estaba descansada, había lavado mis pañuelos y los había planchado pegándolos al cristal. Recordaba mi infancia espartana, y le di las gracias a mi padre por haberme acostumbrado a conformarme con poco adaptándome a las circunstancias. La señora Lebreton me riñó por maquillarme y por no cambiar de peinado para parecer más vieja para no despertar sospechas.
—Temo más el ridículo que la muerte —repliqué—. Si me descubren, recuperaré más fácilmente mi prestigio de emperatriz. La impresión que produzca será mi defensa y mi salvación.
La estación estaba muy cerca. Me dirigí allí cojeando, única concesión al disfraz. A pesar del riesgo, cogimos el tren hasta Lisieux. Llovía a cántaros. El tiempo que tardamos en encontrar un coche nos quedamos calados hasta los huesos. Deauville por fin, y el hotel del Casino donde se alojaba la señora Evans, que se asustó. Mi dama y yo estábamos en un estado lamentable. Un baño caliente y ropa seca nos transformaron. Mientras tanto, el dentista y su amigo buscaron un barco en el puerto de Trouville. Por la noche de ese mismo día, embarcamos a bordo de La Gazelle, un yate de cuarenta toneladas que pertenecía a lord Burgoyne. El doctor Grane regresó a París con una lista de personas con las que había prometido contactar para darles noticias mías. Lady Burgoyne nos ofreció chales y ponche caliente. Al alba, levábamos ancla con destino a Inglaterra.
Atravesar el canal de la Mancha fue una tarea muy ardua. A una milla de la costa, una turbonada arrancó un botalón del barco. Bajamos el trinquete para izar el tormentín. El velero cabeceaba, y el balanceo era tanto que sir John decidió regresar a Francia.
—No —le dije—. Os suplico que continuéis. No temo el mar.
La isla de Wight estaba a la vista cuando sobrevino un temporal terrible. Una borrasca tan violenta que levantaba olas impresionantes, los rayos zigzagueaban en el cielo. Con el retumbar de los truenos y las ráfagas de lluvia, olas inmensas se alzaban como paredes y se abatían sobre el puente. El barco se hundía bajo las aguas y volvía a subir como un tapón. Sir John no era un navegante experto y no sabía qué hacer. ¿Ir en dirección del viento o aguantar a la capa?
—A la capa —le dije.
Me pareció que el casco del yate iba a partirse. Pensaba que estábamos perdidos, pero eso no me alarmaba. Si desaparecía, la muerte no podía ser más oportuna, ni la tumba más deseable que esta inmensidad desencadenada. Hacia medianoche, el viento cesó y La Gazelle tocó la isla en el pequeño puerto de Cowes. A las cuatro de la madrugada del 8 de septiembre, otra nave nos desembarcó en Ryde, en la costa inglesa. Evans nos alojó en un hotel antes de marcharse para obtener información. Tenía prisas por leer un periódico para enterarme de dónde estaba mi hijo, qué era del emperador, lo que ocurría en París. Desde hacía cuatro días ya no sabía nada. La impaciencia me mantenía en un estado febril y la inquietud me consumía. Me había salvado, ¿qué iba a ser ahora de nosotros? Encima de la mesa de mi habitación había una Biblia. La abrí al azar y me encontré con estas palabras del salmo:
En los prados de hierba fresca me hace reposar.
Hacia las aguas tranquilas me guiará.[139]
El alma apaciguada. Me cambié y me puse ropa seca. Al regresar, el dentista sólo tenía informaciones muy generales y decidió llevarnos a Brighton. Las gacetas anunciaban que el príncipe imperial había llegado a Hastings.
—Rápido, vamos allá —dije.
Mi hijo estaba en el Marine Hotel con sus ayudantes de campo. Esa noche, por fin, pude estrecharlo entre mis brazos y nuestra primera preocupación fue escribir al emperador para informarle de que estábamos juntos.
Al día siguiente de ese bendito día, estaba en la cama con mucha fiebre y ataques de tos que me arrancaban el pecho. El cansancio del viaje y la intemperie, añadidos a las tensiones y las fuertes emociones de los últimos acontecimientos, pudieron con mi salud. Los amigos afluyeron: la duquesa de Mouchy, la princesa Murat, la princesa Metternich, mis sobrinas Luisa y María de Alba, y también Filon, miss Shaw, La Valette y muchos más. Los periódicos les habían informado de dónde me encontraba, y cada uno tuvo el detalle de traerme lo que me faltaba: vestidos, ropa de casa, objetos de limpieza, todas esas fruslerías que dan una atmósfera de comodidad, mejorando el decorado un poco sobrio de las dos habitaciones que me servían de apartamento. También tuve la sorpresa de recuperar los recuerdos personales más preciados, olvidados en la partida precipitada, como ese libro de horas de María Antonieta que siempre estaba en mi cabecera. En mi desgracia, tenía más suerte que la pobre reina, puesto que todavía tenía a mi hijo y a mi marido. Desde la prisión, Luis me envió palabras tiernas que me llenaban de felicidad:
Tus cartas son un consuelo magnífico y te doy las gracias por ello. ¿A qué puedo apegarme si no es a tu afecto y el de nuestro hijo? No dices nada de tus propias pruebas y de los peligros a los que te has visto expuesta. He tenido que enterarme de ello por los periódicos. Todo el mundo alaba tu valor y tu firmeza en los momentos difíciles. Eso no me ha sorprendido.[140]
En otra misiva, me hablaba de nuestra futura residencia.
Inglaterra o Suiza. En cualquier otra parte, la gente teme comprometerse. Cuando sea libre, quiero ir a vivir contigo y con nuestro hijo en un pequeño cottage con bow windows y plantas trepadoras.[141]
El príncipe de Gales me ofreció Chiswick House. La reina Victoria me había hecho saber que no era insensible al golpe que había recibido y que no olvidaba los días pasados. Sin embargo, entendía que mi situación era delicada, y no quería estorbarla instalándome demasiado cerca de ella. El doctor Evans, siempre devoto, buscó una casa, y muy pronto encontró lo que nos convenía para servirnos de residencia: la propiedad de Camden Place en Chislehurst, en la región de Kent. Ya era hora de dejar Hastings, donde los periodistas y los curiosos, venidos de sitios muy diferentes, se agolpaban alrededor del hotel y nos hacían la vida imposible. Pegaban el rostro a las ventanas de la mañana a la noche e invadían nuestra intimidad.
Mientras tanto, la confusión reinaba en París. Bazaine seguía resistiendo en Metz y algunos periódicos alemanes se impacientaban de ver por fin el desmembramiento de Francia con la destrucción de su «herencia». ¿Cómo no iba a sentirme alarmada por tales palabras? Además, Bismarck daba a entender que no haría tratos con el gobierno de Defensa Nacional que sólo representaba una parte de la izquierda de la antigua Asamblea. Sólo contaban, para él, el emperador, la regente que seguía siéndolo, o Bazaine, que tenía el mando del emperador. Metternich me había escrito:
Aquí, el soberano es el caos; lloro de rabia por ello.[142]
Pensaba que podía ser útil a la defensa nacional. Llamé a Filon y le dicté dos cartas, una dirigida al zar Alejandro II y la otra al emperador Francisco José, suplicándoles que hiciesen servir su influencia para firmar una paz honorable entre Francia y Alemania. Sus respuestas fueron corteses pero reservadas.
Mientras tanto, un agente misterioso llamado Régnier merodeaba alrededor de nuestro hotel, insistiendo ante mi gente que quería mantener una entrevista conmigo. Por su mediación, decía, podría negociar una buena paz para Francia. Desconfiada, me negué a recibirle, pero entretuvo al señor Filon, se lo ganó con sus propuestas y le robó una carta postal de Hastings firmada por el príncipe a la atención del emperador, al cual se disponía a visitar.[143]
—Cometéis un gran error —le dije al preceptor—. Ese hombre es un espía de Bismarck o un agente del gobierno que quiere deshonrarnos a los ojos de la nación haciéndonos creer que confabulamos con Prusia.
A partir de ese día, la zozobra me consumía. ¿Qué iba a hacer el señor Régnier? Dejé el Marine Hotel para instalarme en mi nueva casa de Chislehurst, situada en el centro de un gran parque. Pertenecía a un señor llamado Strode que había conocido al emperador en el pasado. Me gustó nada más verla. Un sauce majestuoso traído de la isla de Santa Elena estaba plantado en medio del césped, bajo las ventanas del salón, y me pareció un símbolo de buen augurio. El interior estaba amueblado con gusto. Veinte habitaciones acogedoras para una vida tranquila en compañía de algunos miembros de nuestra Corte. Una vez más, el doctor Evans me había demostrado su adhesión.
Allí leí en el Times de Londres que el señor Mérimée había fallecido en su casa de Cannes. Querido don Próspero, que se había arrastrado hasta Las Tullerías hasta el último momento, a pesar del enfisema que le hacía sufrir de forma espantosa. En la iglesia católica del pueblo recé por el fiel amigo que se llevaba mi juventud, mis horas de gloria y de desamparo. Un primer vacío se abría en mí.
El torbellino de la política se volvió a apoderar de mí. Rouher, La Valette, Persigny, Chevreau se habían reunido a mi alrededor y me animaban a actuar. No me habían depuesto, y yo seguía siendo la autoridad legal. La guerra distaba de haberse terminado. Francia todavía tenía bazas: el ejército de Metz estaba entero, se estaba formando el ejército del Loira, y las tropas reunidas en la capital aún podían efectuar una «salida torrencial» sobre las líneas enemigas.
Fue entonces cuando hizo irrupción el general Bourbaki vestido de civil y nos dejó de piedra. Acudía de parte de Bazaine para saber qué le había contestado a Régnier. Cuando comprendió que yo no sabía nada de ese hombre, que no lo había recibido y que no deseaba poner trabas al gobierno francés, se desesperó y creyó que habían maquinado contra él. Intervine para que pudiese regresar a sus líneas sin problemas. Nos dejó llorando. Al día siguiente, Régnier volvió a aparecer.[144] Esta vez lo recibí en presencia de Rouher, Chevreau y Filon, y le escuché sin interrumpirle. Hizo un largo discurso sobre los acuerdos eventuales tomados con Bismarck.
—Sólo debéis firmar —me dijo—. Daos prisa, señora, cada día que pasa cuesta millones a Francia y le arranca un trozo de su carne. Metz caerá el 18… ¡Salvad el ejército y salvad Francia!
—Parece ser que no conocéis a vuestros compatriotas, señor. No perdonarán nunca el que ceda una parcela de Francia. Siempre dirán, y sus hijos después de ellos, que si se hubiese luchado hasta el final se habría vencido. Además, la paz que me proponéis no será reconocida. Tras la guerra con el extranjero, sufriremos una guerra civil.
Mi entorno estaba muy excitado ante la idea de regresar al mismo escenario. El emperador me aconsejaba prudencia y seguí su consejo, convencida de que Francia podía seguir resistiendo. Se presentó un tercer visitante: el general Boyer, enviado también por Bazaine, que no había tenido noticias de Bourbaki. Las condiciones que me expuso me ofuscaron. Reconocía claramente el pensamiento maquiavélico de Bismarck. ¿Qué esperaba de mí?[145]
Reivindicando mis poderes de regente, habría ordenado al mariscal Bazaine afirmar mediante un manifiesto que el ejército del Rin se comprometía a permanecer fiel a su juramento, convertirse en la estrella de la dinastía napoleónica, y aliarse alrededor de mí. Con la fuerza de ese pronunciamiento, habría prescrito al mariscal entregar Metz, paralizar la obra de la Defensa Nacional, oponer el ejército del Rin al ejército del Loira y desencadenar la guerra civil. ¿Y todo eso para qué? Para firmar la paz lo antes posible. ¿Pero qué paz?
Mi entorno consideraba que esa paz era honorable, en todo caso menos rigurosa que la que se impusiera por la fuerza a la República del 4 de septiembre, porque sólo el imperio le podía garantizar a Alemania lo que le importaba esencialmente: el mantenimiento del orden social y la estricta ejecución del tratado. Llegaron a decirme que para asegurar la ventaja de negociar con un gobierno sólido, Alemania no pediría ninguna cesión de territorios, que como mucho exigiría el desmantelamiento de Estrasburgo, que sería proclamada «ciudad libre», y una fuerte indemnización de guerra.
Ese argumento de las condiciones «menos rigurosas» me impresionaba mucho. Quise saber a qué atenerme. Me armé de valor y me dirigí directamente al rey Guillermo.
… Estoy dispuesta a hacer todos los sacrificios personales por el interés de Francia, pero se lo pido al propio rey: ¿acaso puedo firmar un tratado que impondría un dolor insuperable a mi país? Que Dios aleje para siempre del corazón de Vuestra Majestad las amarguras que llenan el mío.[146]
Al mismo tiempo, viajé a Londres, a casa de lord Cowley, que me había preparado una entrevista con el ministro de Prusia. Le pregunté cuáles eran sus condiciones y evocó una cesión mínima de territorios.
—Eso es imposible —exclamé—. Nunca lo consentiré. Como mucho, una transferencia de Cochinchina y una indemnización.
—Eso no será suficiente —dijo en un tono cortante. La respuesta del rey Guillermo confirmó la posición de su embajador:
Amo a mi país como vos amáis al vuestro, señora. Ahora bien, tras haber hecho inmensos sacrificios por su defensa, Alemania quiere asegurarse de que la próxima guerra la encontrará mejor preparada para repeler la agresión sobre la cual podemos contar en cuanto Francia haya recobrado sus fuerzas o conseguido aliados. Es solamente esta triste consideración y no el deseo de ampliar mi patria lo que me obliga a insistir en cesiones de territorios cuyo único objetivo es alejar el punto de partida de los ejércitos franceses en el futuro.[147]
Ya no me hacía ilusiones. Alemania había descubierto su juego, su implacable decisión de arrancarnos Alsacia y Lorena. ¡Eso es lo que esperaba obtener Bismarck de mi debilidad o de mi vanidad haciendo brillar ante mí la perspectiva de nuestra restauración dinástica! Y en menuda deshonrosa trampa habría caído si no hubiese resistido a las instancias y las reprobaciones de aquellos que me rodeaban.
La caída de Metz puso fin a todas esas intrigas, y si hubo otras, las ignoraba. ¿Había actuado correctamente al no firmar? Ese asunto me atormentaba, pero era demasiado tarde. Ya no tenía poderes. La capitulación de Bazaine me arrebataba toda autoridad militar. La regencia se desmoronaba. A partir de ese momento, ningún obstáculo me impedía acudir al lado de Luis, al que sabía tan desdichado.
El 30 de octubre me marché de repente, en compañía del conde Clary, ayudante de campo de mi hijo, y de la señora Lebreton. El barco con destino a Kassel, y luego el tren por Alemania, y las estaciones repletas de soldados prusianos con sus sacos y sus fusiles. El olor de la guerra se me agarraba a la garganta y me turbaba, pero la idea de sorprender a Luis me confería el coraje para proseguir ese triste viaje.
Qué emoción cuando llegué al pie de la escalinata de Wilhelmshöle. Las piernas me fallaron cuando salí del coche, toda vestida de negro. Luis vino a mi encuentro, muy pálido, y me tendió las manos. Se inclinó de forma ceremoniosa y me presentó a los oficiales que le seguían. ¡Qué frialdad, cuando todo mi cuerpo ardía!
La etiqueta me ponía nerviosa. La mirada de Luis, tan empañada como la mía, me inundó de una bondad tal que no pude contener las lágrimas. Me llevó a un salón; por fin estábamos solos, abrazados, corazón con corazón. ¡Ay! Todo lo que me dijo en aquel momento…
¿Cómo había podido dudar siquiera un solo segundo de su fortaleza de ánimo y su apego tan profundo? En la felicidad, nuestros lazos se habían relajado, incluso pensaba que se habían roto, pero en un día de tormenta me demostraba su solidez. Lo contemplaba sin cansarme. Tras tantos sufrimientos había envejecido. El pelo se le había encanecido, sus ojos ya no brillaban, grandes ojeras le hundían las mejillas. Sin embargo, tras el insoportable martirio se encontraba mejor. Su voz era dulce y su ternura me reconfortaba. Ya no quedaba nada de los esplendores pasados, pero estábamos unidos, cien veces más unidos por las pruebas que había soportado. Y, además, nos quedaba una esperanza: nuestro hijo. ¿Qué íbamos a hacer con nuestro porvenir? Por supuesto, Luis había pensado en ello:
—Nuestro deber es permanecer en la sombra y dejar que los acontecimientos sigan su curso. Dado el papel que hemos desempeñado en Europa y la posición que hemos ocupado, todos nuestros actos deben llevar el sello de la dignidad y la grandeza.
Aprobó mi decisión de no haber firmado nada. El también pensaba que el plan de Bazaine era una trampa. Estábamos en perfecta sintonía.
—El deber político quizá me mandaba otra conducta —le dije—, pero el honor no me permitía actuar de otra forma.
—La paz será obligatoriamente un desastre. Una parte de Francia está en manos de los prusianos, y la otra en las de enérgicos demagogos. Ellos cargarán con la responsabilidad.
—¿Tendrá nuestro hijo una oportunidad de reinar?
—¿Quién sabe?
—Dios, estoy segura, nos concederá mejores momentos. ¿Pero cuándo?
Me separé de Luis, llena de amor como el primer día, dispuesta a todos los sacrificios para que su vida fuese más dulce. Me había aconsejado que tuviese paciencia y guardase silencio, y me aparté de la política. No por ello sufría menos al ver Francia arruinada. Contra todo pronóstico, seguía soñando con verla a salvo. ¿Por quién?, ¿cómo? ¿El ejército de Les Vosges?, ¿un movimiento de Rusia?
El 18 de enero de 1871, en la galería de los Espejos de Versalles, el rey de Prusia era proclamado emperador de Alemania y los cañones prusianos machacaban París bajo la mirada indiferente de Europa.
—Nadie dirá una palabra —exclamé indignada.
—El mundo va a inclinar la cabeza ante Bismarck pachá y su sultán —replicó lady Salisbury con su flema habitual.
El 1 de marzo, la Asamblea de Burdeos votó la deposición del emperador Napoleón III. Algunos días después, se firmó el armisticio. Al igual que los demás prisioneros de guerra, Luis fue liberado.
El 20 de marzo desembarcó en Dover ante una multitud inmensa que le aclamaba. La policía le abrió paso hasta el sitio donde yo le esperaba apretando la mano de mi hijo. Qué abrazo, entonces, los tres enlazados. Para nosotros, la guerra había terminado, y el mundo a nuestro alrededor desaparecía.