En la calesa que me llevaba de vuelta al castillo me desmoroné, el rostro entre las manos, sumida en dolor. Un último silbido de locomotora resonaba al otro extremo del bosque, y ese grito de angustia me atravesaba las entrañas. ¡Mi hijo! Sobre todo pensaba en él, y me echaba en cara a mí misma no haber seguido el impulso que me había movido al despertar, un instinto de animal salvaje que me empujaba a coger a mi pequeño, llevarlo lejos, al desierto y destruir a todos los que intentasen tocarlo. Después vinieron la reflexión y los prejuicios, y me decía que valía más verle muerto que sin honor. Tantas ideas contradictorias me destrozaban tanto, que no osaba pensar en ello. Durante la misa, había dejado a mi hijo en manos de Dios. Algunos nombres conllevan obligaciones, y los suyos eran una carga pesada, pero cumpliría su deber, tenía la esperanza de que así sucediera. Loulou había prometido ser valiente. En su baúl metálico yo le había metido una «Imitación» para leer en los momentos de desfallecimiento, y en la cual había escrito:
Campaña de Prusia.
A mi adorado hijo Luis Napoleón,
Que Dios proteja a Francia,
Que te dé una vida gloriosa,
Y más tarde, mucho más tarde,
una muerte cristiana,
Cuida mucho de tu padre,
y piensa en tu madre,
EUGENIA
El recuerdo de las últimas horas era un tormento. Vagaba por la habitación de Luis para impregnarme de su olor, donde me había rodeado con sus brazos como un desesperado diciendo:
—¡La guerra será larga y dura… Ugénie mía! A partir de ese momento viví pendiente del telégrafo. Le pedí al señor Filon, preceptor que se había quedado sin alumno, que se encargase de la cifra de mi correspondencia particular con el emperador, y secundase a mi viejo secretario el señor Conti, que estaba enfermo, en todo lo referente a mis nuevas actividades.
Esta tercera regencia no se parecía en nada a las dos anteriores. Mis poderes estaban muy limitados a causa de las disposiciones en vigor, y los ministros actuaban según su voluntad, y sólo me informaban a posteriori de las resoluciones que habían tomado. De buena gana les cedí la fruslería administrativa y la rutina del Gabinete. Por mi parte, consideraba que había problemas más urgentes por resolver. En primer lugar, tranquilizar a la prensa, cuyas polémicas habían llegado al umbral de la violencia. Algunas cartas dirigidas a «plumas» razonables surtieron efecto y el tono más moderado desarmó a la oposición. Me quedaba por cumplir otra tarea más primordial: contraer alianzas con las potencias extranjeras.
Inglaterra se zafó en la persona de lord Granville, secretario del Foreign Office. Estaba en París, pero no se dejó ver y permaneció en su embajada. En cuanto a Rusia, escribí al general Fleury, nuestro embajador en San Petersburgo, para que intercediese ante el zar. Y respecto a Austria, el príncipe Metternich, tras una larga conversación, me dio alguna esperanza, y me dijo que tenía en mente ir a Metz y hablarlo con Luis. El problema italiano era lo más importante. Se habían entablado negociaciones tras la declaración de guerra pero se cortaron de cuajo. El rey de Italia reclamaba Roma como precio de su apoyo, y el emperador se negó a deshonrarse ratificando la expoliación del Papa. Ninguna alianza valía una infamia.
El 30 de julio recibí su primera carta, que me desanimó.[126] Se encontraba en una situación lamentable donde sólo reinaba el desorden, las disputas y la confusión. Hora tras hora llegaban a sus oídos revelaciones decepcionantes: falta de efectivos, retrasos en la movilización, desórdenes en los transportes, escombros en las vías férreas, déficit en el suministro de tiendas y arsenales, conflictos en los servicios administrativos y en los estados mayores, disputas entre los generales… todos sus planes estratégicos estaban trastocados. Debía renunciar a una ofensiva fulgurante con la que contaba para que se aliasen los estados del sur a nuestra causa. Iba por lo tanto a ver cómo toda Alemania —un millón de hombres— iba a alzarse ante él. También me enteré de que el cansancio del viaje y del mando recrudecía sus dolores físicos. En varias ocasiones lo habían visto regresar precipitadamente a su habitación y echarse, jadeante, sobre la cama. Adivinaba cuánto debían resentirse su actividad moral, sus energías y su confianza. En esas condiciones, debíamos llegar hasta el límite extremo de las concesiones posibles para obtener la alianza de Austria e Italia.
Convoqué al Consejo y abrí la sesión planteando la cuestión romana. Los ministros me miraron sorprendidos al declararles:
—La guerra se anuncia muy dura y peligrosa. Mañana, nuestra independencia nacional puede verse amenazada. La cooperación militar de Austria y de Italia nos garantizaría la victoria, pero Austria no anda si Italia se niega a andar. ¿Cuál es el máximo de concesiones honorables que podemos hacer a Italia? Opino que ese máximo es la retirada de nuestras tropas de Civitavecchia. Ni siquiera os hablo de dejar Roma en manos de los italianos. ¡Sería una felonía!
De entrada, todos los ministros se unieron a mi propuesta. Pensaba con absoluta sinceridad que sobre esta nueva base las negociaciones serían un éxito. Metternich y Nigra tampoco dudaban de ello. Pero, al tergiversar tanto las cosas, ¿no íbamos a dejar a los alemanes la enorme ventaja de cruzar primero la frontera? ¡Menudo insulto representaría para nosotros ante el extranjero que, según nuestras declaraciones, esperaba vernos lanzarnos sobre el enemigo como un rayo y terminar la guerra en unos días!
La angustia me consumía, pero no llegaba ninguna noticia. Los que me rodeaban vieron las lágrimas que secaba a hurtadillas, y el capellán oyó mis sollozos en la capilla durante la misa de la mañana. ¿Acaso Dios tuvo compasión de mis súplicas? El 2 de agosto un telegrama del emperador me llenó de alegría. La batalla de Saarbrücken había sido un éxito y mi hijo había recibido dignamente su bautizo de fuego. Mi corazón se sobresaltaba mientras leía:
Ha sido admirable por su sangre fría… Estábamos en primera línea, las balas caían a nuestros pies. Conserva una bala que cayó a su lado. Algunos hombres lloraban al verle tan tranquilo.
—¡Maldito niño! —exclamé temblando de emoción—. Contará con la suerte de todos los Bonaparte. Ha asistido a un combate victorioso, y no le ha ocurrido nada, estoy segura de que es sagrado.
Mis sobrinas, mis damas y los chambelanes me apoyaban con sus cumplidos, cuando Émile Ollivier, invitado a cenar, se hizo anunciar. Se extrañó de nuestra euforia y le enseñé el despacho.
—Hay que publicarlo —dijo—. ¡El efecto en la opinión pública será prodigioso!
Me negaba a ello:
—Es una carta personal, dirigida a la madre, no a la regente.
Insistió y acabé por rendirme. ¡Cómo me arrepentí al día siguiente! ¡Cómo me arrepentiría incluso nueve años más tarde! Los periódicos republicanos se burlaron de mi hijo llamándolo «el niño de la bala». Herida en lo más profundo de mi ser, acallé mi indignación despedazando el periódico. Mi corazón sangraba y, una vez más, me asaltaron sombríos presentimientos. El telégrafo estaba mudo y la espera me iba matando. Necesitaba un despacho que me tranquilizara. Me sentía más mujer y más madre que regente y, sin embargo, quería sacrificarlo todo por la felicidad de Francia.
Fue en ese momento cuando llegaron las malas noticias. Austria e Italia rechazaban nuestra alianza, y su concurso militar, sobre el cual descansaba todo nuestro plan de operaciones, nos faltó en el último minuto. Mientras tanto, Bismarck publicaba un tratado secreto que habíamos cometido el error de proponerle tras Sadowa, cuando de forma pérfida nos había dejado creer que estaba dispuesto a cedernos Bélgica. Con este gesto alzó en nuestra contra la indignación de toda Europa, como si hubiésemos meditado un acto de bandolerismo. Y finalmente el 4 de agosto una de nuestras divisiones, demasiado avanzada en la frontera, fue aniquilada en Wisemburgo. Desde el punto de vista estratégico, el asunto no tenía importancia alguna. «Una simple escaramuza de la vanguardia», decía el estado mayor.
Por razones íntimas, eso me sacó de quicio. Mis supersticiones volvían a aparecer. Veía presagios de muerte en todo lo que me rodeaba. Esperaba con una angustia horrible el mensaje fatídico que sentía que estaba de camino. París era un mentidero. Por error, o por precipitación, se había anunciado una victoria. La verdad fue una derrota, que chocaba con las mentes decepcionadas que quedaron ofuscadas. La furia llevó a las hordas a arrancar los farolillos de las calles y a organizar algaradas. El 6 de agosto, Émile Ollivier decidió declarar el estado de sitio y me hizo traer el decreto para firmar en el que me pedía que regresara al palacio de Las Tullerías con mis tropas.
—¿Qué tropas? —exclamé estupefacta.
—Ciento sesenta tiradores de la Guardia.
Firmé el documento y prometí dejar Saint-Cloud al día siguiente. Pensativa, salí del salón hacia mis apartamentos. Era medianoche, e iba a meterme en la cama cuando Pepa me comunicó que el marqués de Piennes, chambelán de servicio, insistía en comunicarme un telegrama muy importante. Me vestí otra vez rápidamente y le hice entrar. Antes de que empezara a hablar, le arranqué el despacho de las manos. Anunciaba las caídas de Froeschwiller y Forbach, y acababa con estas palabras:
Hay que poner París en estado de defensa inmediatamente. Aún se puede restablecer todo.
¡En el espacio de un solo día, dos grandes derrotas, Alsacia perdida, Lorena invadida, la ruta de Châlons-en-Champagne abierta y la capital amenazada! El abismo se abría bajo mis pies y creí que iba a desmayarme. Pero, de repente, sentí como si me hubiesen levantado por encima de mí misma y le dije a Piennes:
—¡La dinastía está condenada, señor, ya sólo debemos pensar en Francia!
Decidí regresar al palacio de Las Tullerías con toda urgencia, donde ordené convocar a los ministros a las dos de la madrugada. En unos minutos estuve lista. No era el momento de dar importancia a las coqueterías del aseo. Un sencillo vestido negro bordado de lencería en el cuello y los puños y una única joya, mi trébol de esmeraldas de Compiègne. En una noche de verano dejé el palacio con el corazón en un puño. Mis sobrinas dormían. Había prohibido que las despertasen. Al final de la escalera, la princesa de Essling se precipitó hacia mí, con los brazos abiertos:
—¡Ay, señora…! —dijo llorando.
—No me enternezca, necesito todo mi valor.
El almirante Jurien de la Gravière, mi primer ayudante de campo, me reconfortó con su optimismo:
—Bueno, después de todo, la situación tampoco es tan mala. Aún puede restablecerse todo, dice el despacho.
Cuando llegué a Las Tullerías a eso de la una de la madrugada, era otra mujer. Ya no sentía angustia, ni excitación ni debilidad. Me sentía tan tranquila y fuerte como lúcida y decidida.[127]
El Consejo fue tumultuoso. De entrada pedí la convocatoria de las Cámaras para tener el beneplácito de la representación nacional. Ollivier se ofuscó. Con grandes aspavientos, sostuvo que era prerrogativa del emperador. Pidió hacerle regresar inmediatamente, y repliqué:
—¿De qué va a servir añadir un elemento más a sus preocupaciones? Aquí nos bastamos nosotros. El lugar del emperador está con sus tropas. Sólo puede reaparecer como vencedor.
Ollivier ponderó la situación:
—Sería una falta enorme reabrir la tribuna en una hora de peligro nacional donde ante todo debemos evitar las discordias y apaciguar las mentes. Estoy seguro de que el emperador compartiría mi opinión.
Su verdadera objeción no pensaba confesarla: estaba convencido de que le revocarían en la primera sesión, ya que se había vuelto muy impopular, y los senadores y diputados se sentían humillados por haber creído en él. Ante la perspectiva de su caída segura, hablaba y se agitaba como un insensato. Para conservar el poder estaba dispuesto a renegar de su credo político. Incluso tuvo la audacia de proponerme un golpe de Estado contra el Parlamento. ¡Había concebido hacer secuestrar durante la noche a todos los diputados de la oposición, Favre, Gambetta, Simon, Keratry, Arago, Ferry y hacerlos llevar a La Rochelle, desde donde un barco de guerra los transportaría a la isla de Ré! Y no era una simple idea que se le había pasado por la cabeza. Ya había dado órdenes a la prefectura de policía y preparado hasta el último detalle para efectuar los arrestos. Esta vez fui yo quien saltó:
—¿Os imagináis que la oposición no va a oponer resistencia, que los arrabales de París no van a rebelarse, que Lyon, Marsella, Burdeos, Limoges van a quedarse quietas? ¿Acaso no os dais cuenta de que vais a provocar la guerra civil bajo el fuego del enemigo? ¡No, señor, no, siendo yo regente, esto no se llevará a cabo!
Salió de la sala muy pesaroso. El almirante Jurien se inclinó hacia mí murmurando:
—¡Señora, en este momento, sois corneliana!
Otros me compararon a una romana e incluso a doña Jimena. No había otra alternativa: dominar mis nervios y armarme de valor. La tranquilidad era absoluta, pero eso no iba a durar. Se había declarado el estado de sitio, se habían enviado todos los despachos y se había convocado a las Cámaras. La calma era necesaria. El ejército luchaba, y si conseguíamos una victoria todo cambiaría. Al despuntar el día, redacté un manifiesto que sería publicado en el Moniteur y fijado en todas las ciudades:
Franceses, la marcha de la guerra no va a nuestro favor. Nuestras armas han padecido una derrota. Mantengámonos firmes frente a este revés y pongamos remedio a él rápidamente, que entre nosotros sólo haya un partido: el de Francia y una sola bandera: la del honor nacional. Me uno a vosotros, fiel a mi misión y mi deber… Ruego a todos los buenos ciudadanos que mantengan el orden. Alterarlo sería conspirar con el enemigo.[128]
En las aguas del Sena se reflejaba el cielo rosado del amanecer. Un sol resplandeciente se anunciaba a lo lejos, tras los árboles y los tejados. ¿Dónde estaban mis dos hombres? ¿Bajo qué metralla, en qué tormento? Un sollozo se me subió a la garganta y me refugié en mi oratorio para oír misa. Era domingo y recé con más recogimiento. Con el alma más tranquila, telegrafié a Luis al cuartel general de Metz:
Estoy muy satisfecha de las resoluciones tomadas en el Consejo de ministros. Estoy convencida de que conduciremos a los prusianos con la espada en los riñones hasta la frontera. Por lo tanto, valor; con energía dominaremos la situación. Respondo de París y os mando un fuerte abrazo de todo corazón a los dos.
Los días siguientes la tensión llegó a su punto álgido. Ollivier pensaba salvarse ofreciendo la cartera de Guerra al general Trochu, muy popular en la oposición. Aprobé esa acción, pero al mismo tiempo varios diputados y senadores que representaban las Cámaras vinieron a comunicarme que esa designación no cambiaría nada la situación. El gobierno ya no confiaba en su presidente, había que revocarlo.
—No tengo el poder de hacerlo —contesté—, pero si las Cámaras lo revocan, será mi deber nombrar a otro presidente.
El 9 de agosto Émile Ollivier caía, desautorizado por el Parlamento. Sin dudar un momento, hice llamar al general Cousin de Montauban, que había recibido el título de conde de Palikao por su brillante expedición a China. Al igual que la proclamación del estado de sitio y la convocatoria de las Cámaras, la designación de un nuevo gabinete excedía mis poderes de regente. Por tercera vez en tres días, pasé por alto esta requisitoria, pero me reprocharon no haberle consultado al emperador. No tenía tiempo de hacerlo. Y, además, abrumado por las preocupaciones del mando, deprimido por los dolores físicos, no habría podido planear la situación con claridad de juicio por no disponer de las informaciones exactas de las que yo sí disponía. En el momento de firmar los decretos de nombramiento, mi devoto colaborador, el señor Filon, exclamó:
—Os lo suplico, Vuestra Majestad no puede firmar esto. ¡Es ilegal y revolucionario!
—Mala suerte —le contesté—. Mi conciencia me ordena firmar. Y firmo. Ya le daré explicaciones al emperador más adelante.[129]
¿De qué serviría preocuparme por las formas? La dinastía estaba perdida, estaba convencida de ello, y sólo pensaba en el país. Todos mis discursos y mis esfuerzos estaban dirigidos únicamente a la salvación de Francia. El imperio tendría un fin digno del nombre de Napoleón, si el emperador no regresaba como vencedor. Y la victoria me parecía imposible…
En el gran palacio desierto, donde los muebles estaban cubiertos de fundas grises parecían fantasmas apergaminados, ya no llevaba una vida normal. Había dejado a mis sobrinas en el palacio de Saint-Cloud y a mis damas las había mandado a sus casas, conservando a mi lado sólo a Pepa y a una lectora, la señora Lebreton, hermana del general Bourbaki. El servicio quedaba reducido al mínimo, al igual que la etiqueta. Ya sólo conseguía dormir, a ratos perdidos, con ayuda del doral; apenas comía y dedicaba a vestirme sólo el tiempo imprescindible. No sentía cansancio, o por lo menos no le daba importancia, y cuando quedaba agotada me envolvía en un albornoz de lana negra, bordado de pasamanerías de seda. Ya no me atrevía a mirarme al espejo. La falta de sueño y la ansiedad empañaban mi tez. Se me habían formado arrugas en la comisura de los labios y debajo de los ojos que seguía remarcando con una raya de lápiz negro sin la cual me sentía desnuda. ¿Dónde estaba la emperatriz deslumbrante que, aún ayer, sorprendía a Europa con su resplandeciente belleza? La guerra y la política me habían envejecido de golpe. Me encogía de hombros. Ya no era hora de seducir, sino de actuar. Enfrentarse a la situación, y aceptar el desafío. ¡Por el honor!
—Sois firme como una roca —me decía Mérimée, que venía a verme como un viejo tío, con la fidelidad del afecto.
—Resistiremos en París si nos asedian. Incluso aunque nos encontremos fuera de París. Resistiremos hasta el final.
—Si todo el mundo tuviese vuestro valor, el país se salvaría. Por desgracia, está el cuarto ejército de Bismarck, y éste se encuentra en el corazón de nuestra ciudad.
Los republicanos no defenderían el imperio y se alegraban de que se entorpeciera la reorganización de nuestras fuerzas y de nuestro armamento que hubiesen llevado al emperador a la victoria. Esperaban el desastre para ocupar ellos su lugar.
Mientras tanto, Palikao y su gabinete trabajaban sin descanso, y París recuperó la confianza ante las nuevas medidas militares, políticas y financieras. Préstamos, reclutamiento de nuevas tropas, organización de la defensa nacional, Trochu enviado a Châlons-en-Champagne y el nombramiento de Bazaine como jefe del ejército. Salieron amigos como hongos: La Valette, Baroche, Rouher e incluso Persigny, que ante el peligro olvidaba sus rencores.
Alrededor de Metz, la situación iba de mal en peor. Varias derrotas sucesivas apretaron la tenaza alemana alrededor del ejército del Rin. Luis había podido llegar a Châlons-en-Champagne, donde el príncipe Napoleón ejerció una influencia nefasta. El 17 de agosto, a medianoche, Trochu llegaba a Las Tullerías con un despacho en el cual el emperador me anunciaba que había decidido regresar a París con el ejército de Mac-Mahon para volver a encabezar el gobierno. Además, me informaba de que había nombrado al general Trochu gobernador de la capital. Tenía que acomodarme a ese peligroso Tartufo que no disimulaba su odio contra mí, conchabado como estaba con nuestros peores enemigos. Pero lo que no podía admitir, lo que me parecía imposible desde el punto de vista material y moral, era el regreso del emperador a París. Le acusarían de no haber querido acudir en ayuda de Bazaine y sólo pensar en la salvación del trono y su dinastía. Habrían gritado traición.
—Su coche no llegaría al Louvre —exclamé—. Le tirarían barro. No conseguiría entrar vivo en Las Tullerías. Los que le han dado este consejo son nuestros enemigos.
A altas horas de la noche, llamé a Filon y le dicté una carta para Luis:
¿Habéis pensado en las consecuencias que provocaría vuestro regreso a París bajo el golpe de dos reveses? En cuanto a mí, no me atrevo a tomar la responsabilidad de un Consejo. Si os decidís a ello, la medida debería ser presentada al país como algo provisional…
Más tarde los ministros reunidos compartieron mi opinión y subrayaron el peligro de hacer regresar el ejército de Châlons-en-Champagne a París y dejar a Bazaine sin ayuda en Metz, a merced de los prusianos. Todos, hasta el prefecto de policía Pietri, eran unánimes. El regreso del emperador, decían, tendría un efecto catastrófico y sangriento. El pueblo, exasperado, pensaría que se había producido la derrota y explotaría de rencor y venganza. El soberano debía dirigirse a Metz con Mac-Mahon, y no a la capital que se armaba, se fortalecía, se aprovisionaba y se disponía a defenderse. Estaba profundamente alterada por lo que había de espantoso en la situación de mi pobre esposo, pero estaba condenado si no se le detenía. En cuanto se acabó el Consejo, le volví a escribir:
Ni se os ocurra regresar si no queréis desencadenar una espantosa revolución. Dirán que habéis dejado el ejército porque huís del peligro.
En mi escritorio, cerca del biombo de cristal disimulado tras una cortina de plantas, la miniatura de mi padre me sonreía. Y oía su voz en el viento de la Sierra:
—¡El emperador… el Gran Ejército… Francia!
Los acentos vibrantes del señor Beyle le contestaban:
—¡Austerlitz… Wagram… Jena!
Un raudal de emociones me hizo un nudo en la garganta, me acurruqué en la butaca y me puse a gemir. El nuevo Napoleón, el emperador, el esposo que había admirado antes de amarlo, no conocería tanta gloria. ¿Sólo habría un Waterloo para él? ¡No! París resistiría, París sería inexpugnable, de París saldría la fuerza temible que haría retroceder al enemigo a golpe de culata.
Tuve un arrebato de energía y me puse manos a la obra otra vez. Los Consejos se celebraban dos veces al día y velaba por todos los detalles en previsión de un asedio. Armar los fuertes de París con cañones de la marina; destruir las esclusas; bombardear los puentes; tapiar los túneles; enviar las obras de arte del palacio del Louvre a Brest; guardar las joyas de la Corona en un lugar seguro; llenar el Bois de Boulogne y los jardines de Luxemburgo con rebaños de ovejas y bueyes para alimentar a la población; y sobre todo dotar de camas suplementarias a los hospitales y aumentar el número de ambulancias. Dispuse abrir dos nuevos en la galería de Las Tullerías y en el Pabellón de Marsan. Y por si se diera el caso de que nos quedáramos incomunicados dentro de la ciudad, se organizó un segundo gobierno que pudiese actuar desde Tours. La situación seguía tranquila, estábamos a la espera de la próxima reunión de Mac-Mahon y Bazaine, y me esforzaba en presionar a Metternich:
—¿Qué esperáis? ¡Austria caerá en manos del enemigo si no se alía pronto con Francia!
—¡Qué pesadilla! —decía—. ¿Qué podemos esperar de la omnipotencia de Bismarck?
Pero Viena permanecía callada, convencida de que permaneciendo neutral se protegía de Prusia. Por su parte, Plon-Plon acudió al palacio de su suegro el rey de Italia, que se atrevió a responderle:
—Para entrar en guerra necesitaría más de un mes. Sin embargo, dentro de un mes la suerte de Francia estará echada.
¡Así es como nos agradecían Magenta y Solferino! Y, de repente, nos enteramos de que los prusianos estaban a unos días de París. Ya no tenía noticias del emperador, que se dirigía hacia el norte. Su cirujano Nélaton vino a decirme que se encontraba bien. Pero, ¿dónde estaba mi hijo? Para protegerlo lo habían enviado a Amiens y erraba de acá para allá con su séquito, amenazado por todo tipo de peligros. De todas las pruebas, esa fue la más dura para la madre que se escondía tras la regente. No podía cambiar nada de esa situación, era su destino. Sin embargo, escribí a su ayudante de campo:
Cada cual debe sostener hasta el límite de sus fuerzas los duros deberes que le incumben. Tened presente algo: puedo llorar a mi hijo muerto, herido, pero huyendo, no os le perdonaré nunca.[130]
El corazón destrozado se me salía del pecho al pensar en todo lo que soportaba mi hijo de catorce años. Como un milagro, el ayudante de campo apareció en el palacio de Las Tullerías y la carta nunca llegó a su destino. Le pedí que llevase al príncipe a Laon, una plaza fortificada en el escenario de la guerra, donde no perdería su honor. En una misiva, le recordé a mi adorado hijo:
Ama a tu país, aunque sea ingrato e injusto. Le debes tu sangre, tu vida y tu porvenir, no lo olvides nunca… Un desastre no acaba con un gran pueblo, siempre y cuando la unión pueda hacerse ante el enemigo.[131]
En los arrabales, el motín amenazaba por todas partes y cada día un poco más. Los prusianos habían aminorado la marcha hacia París. ¿Acaso iban a atacar al ejército del emperador? En su último telegrama, Luis me decía que se dirigía a Sedán. Muerta de preocupación, pensaba que la guerra era horrible y, para tranquilizar mi corazón, escribí a mi madre:
Haremos lo que debamos, cada uno debe prepararse a ello. Créeme, no es el trono lo que defiendo, sino el honor. Y si, tras la guerra, cuando ya no quede ni un solo prusiano en territorio francés, el pueblo ya no quiere saber nada de nosotros, estaré contenta. Entonces, lejos del ruido y del mundo, quizá podré olvidar que he sufrido tanto.[132]
Por prudencia reuní todas mis joyas, las envolví en papel de periódico y las metí en una cesta que Pepa llevó discretamente a casa de la princesa Metternich. Gracias a su amistad, las recuperé más tarde en el banco de Inglaterra en Londres. Con ayuda de Filon, clasifiqué mis papeles. Dieciocho años de cartas e informes que había clasificado con sumo cuidado en dos armarios. Gran parte de esos documentos fueron a parar a un lugar seguro y el resto, ahogados en bañeras, desapareció por las tuberías. Algunos recuerdos entre los más queridos se amontonaron en una arquilla lista para llevar. Después proseguí la ronda cotidiana de las ambulancias, pasando por cada cama con palabras reconfortantes. Así olvidaba mi impaciencia y mi angustia.
El 3 de septiembre, seguía sin noticias del emperador, y sabía que luchaban en varios frentes. No había dormido desde hacía tres días, la angustia me oprimía y reprimía las ganas de llorar.[133]
—Nuestras comunicaciones con Sedán se han cortado —me dijo Palikao—. Me temo que el ejército esté bloqueado en ese emplazamiento.
De repente me enteré de que mi hijo había debido partir hacia Landrecies dejando bruscamente Mézières, donde se había instalado. De ello saqué la conclusión de que el enemigo no estaba muy lejos de esa ciudad. En ese momento, el ministro del Interior se hizo anunciar. Eran las cinco de la tarde cuando me mostró el telegrama del emperador:
El ejército ha caído prisionero; he tenido que entregar mi espada; acabo de ver al rey Guillermo. Me marcho a Wilhelmshöhe.
Abrumada por el dolor, me desmoroné en una butaca y la voz de Chevreau me sacó de mi aturdimiento:
—Vuestra Majestad no tiene derecho a sumirse en la tristeza. Debéis vuestra fuerza a Francia. Por ahora nadie conoce el desastre. Pero se enterarán rápidamente; os destronarán antes de que se acabe el día. Es absolutamente necesario que toméis medidas. El gobernador de París puede salvaros. Dejadme llevarle este telegrama y poner en sus manos el gobierno.
—Haced lo que queráis —le dije sin energía.
En cuanto salió, llamé a mis secretarios como quien pide socorro:
—¡Conti! ¡Filon!
Ya sin control, grité:
—¿Sabéis qué pretenden? ¡Que el emperador se ha rendido, que ha capitulado! ¿Verdad que no os creéis esa infamia? ¿No os lo creéis?
Y entonces… entonces, todo lo que guardaba en mi interior rebosó. Un raudal de palabras tumultuosas y locas. Una verdadera explosión de mi alma trastornada que no podía admitir que un Napoleón hubiese capitulado.
—¡Ha muerto! Me oís, ¡os digo que ha muerto y quieren ocultármelo![134]
Y si no había muerto, estaba deshonrado. ¿Qué nombre iba a dejar a su hijo? Horrorizada por mis propias palabras, me callé de golpe. Lo había soltado todo, lo bueno y lo malo. Recuperé mi sangre fría y me reuní con los ministros en la sala del Consejo. Como había dicho Chevreau, era necesario tomar medidas.
Pasaron las horas y Trochu no se presentó. París conocía la noticia. Hasta bien entrada la noche seguí oyendo los gritos subversivos de las multitudes que deambulaban por los bulevares gritando con furia:
—¡Abajo el imperio! ¡Deposición! ¡Viva la República!
Ninguna tempestad, ningún mar desencadenado puede dar la menor idea del horror de un pueblo enfurecido. Todo ese populacho que vociferaba contra nosotros. No había nada más horroroso. Mi cuerpo temblaba, helado hasta los huesos. Se puede envidiar todo, me decía a mí misma, menos una corona. En el silencio de mi oratorio recé por Luis, del que sentía la desesperación. Una carta conmovedora había llegado tras el despacho.
Me es imposible decirte lo que he sufrido y lo que sufro. Hemos hecho una marcha contraria a todos los principios y el sentido común, eso nos llevaba a una catástrofe. Ha sido absoluta. Habría preferido la muerte a ser testigo de una capitulación tan desastrosa y, sin embargo, en las circunstancias presentes, era el único medio de evitar una carnicería de sesenta mil personas. Y aún, ¡si todos mis tormentos sólo se concentraran en eso! Pienso en ti, en nuestro país, en nuestro hijo. ¡Qué Dios les proteja! ¿Qué ocurrirá con París? Estoy desesperado. Adiós, te mando un dulce beso.[135]
¡Cuánta dulzura, a pesar de tanto sufrimiento! Eso me conmovió en lo más profundo de mi alma y me arrepentía aún más amargamente de lo que podía haber dicho bajo el efecto del dolor. En la derrota, Luis mostraba una grandeza de espíritu más admirable que en la gloria, y me confundía. A partir de ese momento, sólo me quedaba mostrarme digna de él cumpliendo mi deber en la dignidad de mi función. En anexo de su misiva, precisaba:
En la situación actual, me parece que debo darte todos los poderes, ya que soy prisionero.
Más que nunca, debía seguir resistiendo, intentarlo todo para provocar el sobresalto nacional que salvaría a Francia. A partir de ese momento me veía en la imposibilidad de abdicar o desertar sin perder el honor.