CAPÍTULO XVI

Un viento alevoso soplaba sobre París. El trágico final de Querétaro desencadenó la crítica y los ataques en mi contra. Era «la española» y soportaba el peso de todas las derrotas, de todas las desgracias: México, Sadowa, las malas cosechas… De todo, «¡la culpa es de la española!».

Lo murmuraban en los salones, luego en la Cámara, más tarde lo propagaron por las calles los periódicos. Algunos ministros, a los que mi presencia en el Consejo irritaba, me hacían una guerra insidiosa, desnaturalizaban mi papel y me atribuían pretensiones ridículas. Hacían el preludio de las chocarrerías más infames con las que Rochefort me iba a perseguir pronto en el semanario La Lanterne.

Una nueva expedición de Garibaldi sobre Roma fue detenida en Mentana por nuestras tropas, enviadas otra vez con urgencia para salvar al Papa. La prensa lanzó inmediatamente todos los improperios contra el mariscal Niel, que había alabado demasiado sus chassepots, y contra mí, «la emperatriz belicista que apoyaba la intervención». Luis tenía fiebre en este final de otoño de 1867. Instalada a la cabecera de su cama, leía los comentarios que había subrayado con lápiz azul:

«Nuestros chassepots han hecho maravillas, pechos italianos sirven de mira…», «La Española triunfa y el reino de Felipe II comienza». Otra hoja proclamaba: «El imperio liberal ha acabado, comienza el imperio clerical…».

—No se atreven a atacarme a mí y la toman contigo —dijo con voz cansada.

Un ujier trajo un gran sobre sellado «a la atención del emperador, de parte del duque de Persigny». Luis lo miró sin abrirlo:[117]

—Estoy seguro de que es una recriminación —suspiró—. Léemela, no tengo fuerzas para hacerlo.

Era una larga diatriba contra mí, contra mi presencia en el Consejo de ministros, contra las odiosas ideas que personificaba en el gobierno y que arrastraban el imperio a su ruina. Por decencia, envolvía sus acusaciones con palabras pomposas y gentiles dedicadas a mi belleza y a la nobleza de mi alma, pero no por ello la inculpación dejaba de ser odiosa. Ante cada palabra temblaba de ira. Luis me escuchaba, impasible. Al final estallé de indignación:

—No quiero exponerme más a semejantes vejaciones. ¡Es demasiado injusto, demasiado humillante!

Yo hablaba, hablaba, no era consciente de mis actos. Luis me repetía con suavidad:

—Tranquilízate. Esta es una nueva estupidez de Persigny que no tiene ninguna importancia. Estimo que tu lugar está en el Consejo de ministros y no debes dejar de asistir. ¡Aquí, el que manda soy yo!

Cuando adoptaba este tono de afectuosa autoridad, sólo me quedaba darle la razón. Así que me callé. Para tranquilizarme, escribí a Persigny una carta bastante subida de tono que rompió nuestras relaciones. Desde el día de mi boda, me honraba con su odio envenenado. Ya en aquella época, había dicho como al desgaire, en un tono lleno de desprecio: «¡La española! ¡La extranjera!».

En virtud de los eminentes servicios que había desempeñado por la causa napoleónica, consideraba que el emperador y el imperio le pertenecían como cosa propia. Era él quien los había creado. Así que era el único cualificado para dar consejos, no soportaba que otra persona se interpusiera entre el emperador y él, y me perseguía con sus celos, enfados y arrebatos. Luis lo había tolerado, en recuerdo del pasado. Sin embargo, un día tuvo que ceder y lo despidió. Pero Persigny se ensañaba en destruirme y no paraba de extender su veneno que alimentaba las cábalas montadas en otras oficinas donde se burlaban con saña y decían: «Las mujeres no tienen sentido político, su lugar está en la casa hablando de trapitos».

Sin retirarme totalmente, puesto que Luis se negaba a ello, me mantuve a distancia. Acuciada por las dudas, desilusionada, me desinteresaba de lo que ocurría y me limitaba a cumplir el programa de mis obligaciones siempre alerta de no cometer ningún fallo. Y gruñía ante Pepa:

—En Francia, al principio se puede hacer todo; pero al cabo de un tiempo ¡uno ni siquiera puede sonarse la nariz![118]

Ya no tenía ni ánimos ni energía. Me convertía en un oso y me encerraba en «mi rincón». Clasificaba mis libros favoritos en la biblioteca: Bossuet, Chateaubriand, Lamartine, De Maistre, Victor Cousin, Donoso Cortés. El Don Quijote siempre permanecía sobre mi mesa, donde había colocado en fila los retratos de todas las personas que amaba. Mi padre era el primero. Devoraba los libros de historia, escuchaba las lecciones de Fustel de Coulanges y tomaba apuntes en grandes cuadernos con mis iniciales impresas; y después meditaba, sentada frente a mi caballete. Lo había sacado del desván con las pinturas y los pinceles. Al igual que antaño, en la plaza Vendôme, era el confidente de mi melancolía.

Sólo una llama seguía alumbrando mi corazón: el porvenir de mi hijo y su educación de príncipe. Tenía un nuevo preceptor, el señor Filon, y un buen gobernador, el general Frossard. Se había recuperado totalmente de su operación, un absceso en la cadera que no había dejado secuelas. Me asustaron diciendo que se quedaría paralítico. Pero corría y montaba a caballo con una destreza sin igual. Era mi única alegría y mi esperanza. Pronto tendría la edad para coger las riendas y podríamos descansar. El también padeció los insultos. Como aquel día de junio de 1868 en el que distribuyó los premios del Concurso general. Uno de los premiados era el hijo del general Cavaignac, que se negó a dejar su asiento y unas voces gritaron a su alrededor: «¡Viva la República!».

De vuelta en Fontainebleau, Loulou se echó en mis brazos llorando. Y yo sollozaba:

—¡Mi pobre hijo! Ahora ya no nos perdonan nada.

—Tarde o temprano debe conocer a la oposición —replicó Luis más filósofo.

Yo sólo era un saco de nervios. La tensión era demasiado fuerte, y eso fue la gota que colmó el vaso. Una crisis terrible de carcajadas estridentes, de gritos, de temblores horribles como si el diablo me poseyera. Había perdido el control, estaba a punto de volverme loca. Sólo de madrugada pude conciliar el sueño. Un nuevo medicamento llamado cloral hizo efecto.

En el mes de agosto, Luis padeció otra crisis con una fiebre tan alta que deliraba. Biarritz lo ayudó a recuperarse, pero al regresar, allí estaba el asunto Baudin que volvía a aparecer sobre la mesa con el juicio de Delescluze y el discurso candente de Gambetta que lanzaba abiertamente pullas contra el Dos de diciembre. Parecía que estuviésemos en una plaza sitiada. Apenas terminaba un asunto, otro empezaba. Triste y abatido, Luis se había vuelto «inamusable»[119] y se sumía en alucinaciones sombrías. ¿Cómo no adivinar sus motivos?

—Llevas el Dos de diciembre como una túnica de Nessus —le dije.

—Pienso constantemente en ello.

—Un golpe de Estado es como las cadenas del preso; uno las arrastra por todas partes y al final paralizan las piernas.

Luis seguía su política de liberalización y cada día aparecían periódicos más hostiles. El año 1869 empezó con un ambiente de intensa agitación. Las elecciones de mayo supusieron un avance claro de la oposición, y las «batas blancas» invadieron los bulevares cantando La Marsellesa —prohibida—, como una llamada a la revolución.

—Europa es un polvorín —decía Mérimée—. Bastaría una chispa para hacerlo arder todo.

Fue un año muy triste para el imperio.[120] En el exterior, Prusia amenazante, Italia ingrata, las otras potencias poniendo mala cara, rencorosas… En el interior, la inquietud, el desafecto, una prensa ignominiosa repleta de insolencia y mala fe, huelgas continuas, manifestaciones tumultuosas, el régimen criticado por todas partes. Incluso los que tenían más interés en que se mantuviese la dinastía se deleitaban leyendo cada semana La Lanterne de Rochefort o Le Nain Jaune. Un viento de locura soplaba por toda Francia. Además, el emperador estaba enfermo, sombrío y desanimado, sólo veía alrededor de él presagios funestos. Un día me entregó una gaceta de Roma, publicada con censura del Vaticano, que anunciaba… ¡nuestro próximo funeral!

Ese año no hubo ni Fontainebleau ni Biarritz. Mi primo Ferdinand de Lesseps terminó el canal de Suez. Una empresa extraordinaria que yo había respaldado con todas mis fuerzas. Conseguí lo imposible y su triunfo era el de Francia. El jedive nos había invitado para la inauguración solemne, fijada para el 18 de noviembre. Luis prefirió abstenerse. Su salud y las tensiones políticas lo retenían. A pesar de ello, fijó mi itinerario y decidió que hiciera un alto en Constantinopla para apaciguar al sultán que había amenazado a Egipto durante el verano. El viaje tomaba proporciones mágicas. Con la cabeza llena de sueños, partía al descubrimiento del misterioso Oriente que, desde la infancia, había fascinado mi imaginación en los palacios de Sevilla y Granada.

¡Con qué excitación me preparé para esa aventura! El modista Worth, que había abolido el miriñaque, diseñó para mí un vestuario deslumbrante, y rogué a Maspero que nos diese conferencias sobre las civilizaciones que íbamos a conocer. El 30 de septiembre salí de París con el séquito habitual de damas y chambelanes, mis sobrinas María y Luisa y mi amiga Cécile Delessert. El tren hasta Venecia, una parte del Monte Cenis atravesado a pie —el túnel aún no estaba acabado—, el peregrinaje al monumento de Magenta a la luz de las antorchas, la ciudad del dux, donde embarcamos a bordo del Aigle tras una velada maravillosa en el Gran Canal, envueltos en una magia de palacios iluminados. Rodeado por centenares de góndolas, el yate imperial levó anclas hacia Atenas, donde presenté mis respetos al rey Jorge y a la reina Olga, y escandalicé a los que me acompañaban al confesar mi indiferencia por los restos de la antigua Grecia. La Acrópolis y el Partenón para mí sólo tenían una belleza fría e inexpresiva; los antiguos griegos me irritaban:

—Unos charlatanes insoportables que vivían perpetuamente en guerras intestinas, altercados e intrigas; en definitiva, gente ingobernable.

Ante Constantinopla la cosa fue totalmente diferente; me quedé extasiada, emocionada ante el misterioso esplendor de sus cúpulas y minaretes, el Bósforo donde se reflejaban los palacios sublimes alineados en sus orillas, y el Cuerno de Oro en una deslumbrante blancura nimbada de sol. En los muelles, en las ventanas y sobre los tejados, la multitud vestida con trajes multicolores nos aclamaban. Retumbaba el cañón, centenares de barcas surcaban las aguas del río. En un caique dorado conducido por veinte remeros, el sultán Abdul Aziz vino a mi encuentro. Las salvas atronaron el aire cuando subió a bordo de nuestro barco, vestido con una larga túnica de seda con el cuello y las mangas doradas. Me acompañó ceremoniosamente bajo el dosel de terciopelo rojo ribeteado de oro de su embarcación para llevarme al palacio de Beylerbey, que puso a mi disposición:

—¡Oh, Majestad —exclamé—, me parece estar soñando, y temo despertar!

Durante una semana me quedé literalmente deslumbrada por el esplendor del decorado: columnas, mármoles preciosos, techos deslumbrantes con una cantidad de arabescos, profusión de alfombras, cortinas en un derroche de oro y colores, y los mil perfumes de los jardines encantados. Entre festines y cenas de gala, me concedí un tiempo para deambular por el bazar y me embriagué con sus perfumes; recé en Santa Sofía y visité el harén de Topkapi. La sultana Validé me sorprendió con su fuerte corpulencia, pero la esposa favorita, de una belleza sorprendente, alfombraba a mi paso el suelo con pétalos de rosas, y sus mujeres vestidas con velos se agitaban como cotorras asustadas. La víspera de la partida, me hicieron regalos magníficos. Uno de ellos, sin embargo, fue un suplicio: una alfombra hecha de petit point que representaba el retrato del emperador con bigote y cabellos naturales. Un espanto repugnante que acepté con profundo reconocimiento. Mis conversaciones con el sultán fueron un éxito; ninguna nota en falso debía ofenderle. Turquía me había hechizado y la dejé prometiéndome volver. Y lo haría mucho más tarde, con el corazón destrozado.

A principios de noviembre, atracábamos en el puerto de Alejandría. El visir Ismael pachá vino a darme la bienvenida, y me condujo a El Cairo a bordo de un tren especial. En el corazón de la ciudad, a orillas del Nilo, habían decorado el palacio de Gesireh, que sería destruido después de mi partida. Allí me esperaba una sorpresa, un carruaje tirado por ponis, copia exacta del que tenía en Saint-Cloud. En el interior, todo lo había llevado de París para que no me sintiese desplazada. El jedive quería ser el genio bueno que me concedería todos mis deseos. Si evocaba los jardines de Granada durante la cena, a la mañana siguiente descubría, bajo mis ventanas, un arriate de naranjos plantados durante la noche. No sabía qué hacer para deslumbrarme y salpicó de detalles extraordinarios todos los instantes de mi estancia. Cena en el harén, donde las mujeres llevaban vestidos dignos de Piel de Asno, visita a la ciudad, al bazar Khan Khalili, donde se amontonaban todos los tesoros de la tierra, velada con los derviches, y ese viaje por el Alto Egipto con Mariette Bey que nos hacía de guía.

La marcha por el Nilo la hicimos en dahabieh, una flotilla de siete barcos lujosamente decorados con alfombras de Aubusson, espejos y sofás. Cuando poníamos pie en tierra, se levantaban unas tiendas magníficas, y un ejército de sirvientes con librea nos servían comidas espléndidas. El calor incomodaba a mis damas, que comían plátanos para no caer enfermas. Tocada con una especie de campana en forma de melón hecha con médula de saúco y cubierta con tul, soportaba los ardores del sol y no sentía cansancio alguno en mis escapadas en dromedario. El desierto me había devuelto la salud.

Nuestro cortejo se deslizaba lentamente en el silencio de las orillas arenosas punteadas de palmeras. Karnak, Luxor, Asuán, Abu Simbel, entraba en otro mundo donde la muerte no conllevaba la anulación, sino un desdoblamiento, un perfeccionamiento en una apariencia de vida. Ese pensamiento me perturbaba, tan opuesto a nuestra concepción de la descomposición y la destrucción total. Desde la muerte de mi hermana no aceptaba que un ser joven y bello se convirtiese en pocas horas en un espectáculo de horror. Una noche, bajo las estrellas, meditaba sobre todo eso. Una de mis damas vino a reunirse conmigo. Ella también estaba desconcertada, pero defendía la tesis cristiana de la muerte como rescate del pecado, la corrupción de la carne para una redención del alma con ansias de eternidad.

—Sin embargo, me gusta esa idea de supervivencia —le dije—. Confiere a los egipcios una grandeza real. Del Libro de los Muertos he copiado un encantamiento; opino que es la más bella plegaria del hombre ante su juez:

Homenaje a ti, Dios gran señor de Verdad y de Justicia; he venido a ti, oh mi Señor. Me presento ante ti para contemplar tu perfección…

Los rayos de luna albeaban la arena y veía a lo lejos la masa de una tumba emergiendo de la onda que la reflejaba. Ya no sabía bien dónde me encontraba. Por la mañana, la flotilla puso rumbo a El Cairo. Encerrada en mi camarote, escribí a Luis, que permanecía al lado de mi hijo:

Lejos de los hombres y las cosas, se respira una tranquilidad que sienta bien y me imagino que todo va bien, porque no sé nada. Estoy íntimamente convencida que la coherencia en las ideas es la verdadera fuerza. No debes desanimarte, avanza por el camino que has inaugurado. El buen camino en las concesiones otorgadas…

Hablo sin ton ni son, porque estoy predicando a un converso que sabe mucho más que yo, pero debo decir algo, aunque sólo sea para demostrar lo que ya sabes, que mi corazón está con vosotros y si, en los días tranquilos, mi mente se pasea por los espacios, es con vosotros con quienes quiero estar en los días de preocupación e inquietud… Mi vida está terminada, pero vuelvo a vivir en mi hijo, y creo que son las verdaderas alegrías, las que atravesarán su corazón para llegar al mío…[121]

El gran día se acercaba. Sólo tuve tiempo de ver las Pirámides bajo un sol estrellado, galopar de una a otra montada en burro, dejando atrás a los guías egipcios, asombrados por mi rapidez que les dejaba muy atrás. Por fin me detuve ante la Esfinge magníficamente iluminada que se alzaba como un faro deslumbrante en la oscuridad de la noche. La observé, pensativa, y me pregunté qué habría pensado de ella Bonaparte cuando la vio.

El 16 de noviembre, el Aigle entró en la ensenada de Port Said, que parecía un bosque por la cantidad de mástiles. «Hurras» por doquier se alzaron hacia el cielo en un inmenso clamor, y ochenta naves que enarbolaban el gran empavesado nos saludaron con sus salvas. Rodeada por mi gente, tras el portalón, recibí dignamente todos esos honores que rendían a Francia. Uno a uno, reyes y príncipes subieron a bordo del barco y me saludaron con respeto. El jedive, el emperador de Austria, el kronprinz de Prusia, el príncipe de los Países Bajos, el emir Abd el Kader… El primo Ferdinand también estaba allí y se emocionó mucho cuando el obispo de Alejandría bendijo el canal e hizo cantar un Te Deum. En el mismo momento, desde todos los minaretes se alzaron las salmodias de los muecines. El cañón retumbaba y rugía la inmensa multitud que se agolpaba tras las barreras con gritos como: «¡Viva Francia! ¡Viva Bunaberdi!».[122]

Desde la otra punta del mundo celebraban al vencedor de las Pirámides, y el nombre de los Bonaparte seguiría siendo glorificado por la obra de Lesseps. Mi corazón se elevaba hasta las nubes.

El 18 de noviembre a las ocho de la mañana empezaba la inauguración solemne. En una magia de luz, bajo el cielo de Egipto de un azul resplandeciente, esperaban cincuenta naves empavesadas. Ferdinand de Lesseps estaba a mi lado, tan nervioso como yo. Durante la noche, sus hombres habían extraído del canal una roca olvidada sobre la que se había escollado una falúa. En un silencio impresionante, el Aigle encabezó el cortejo. Los yates del jedive, del emperador Francisco José, del príncipe real de Prusia, del príncipe Enrique de los Países Bajos me seguían a menos de ciento veinte brazas. Las poblaciones de todas las ciudades y los pueblos se habían reunido en las orillas y nos saludaban con sus gritos frenéticos: «¡Viva Bunaberdi!», repetían sin parar.

El espectáculo tenía una magnificencia tan prodigiosa y proclamaba tan alto la grandeza del genio francés, que no podía contenerme. El Kantara, el lago Timsah y el oasis de Ismailia donde el jedive había hecho construir un palacio para recibirnos; un baile espléndido al que asistí con un vestido de satén capuchino, engalanado con puntos de Alençon, un tul tejido de plata y alhelíes. En la frente y sobre los hombros llevaba mis mejores diamantes. La horrible pesadilla que había traído de París y las noticias inquietantes recibidas en El Cairo se disiparon de repente como por arte de magia. Al día siguiente estábamos en Suez, en el mar Rojo, puerta de Extremo Oriente. A partir de ese día la ruta de las Indias seguiría otro camino, y Francia se llevaba el mérito de ello. En ese día, el país triunfaba. Una vez más pensé que un gran porvenir esperaba a mi hijo, y rogué a Dios que me asistiese en la ardua tarea que me incumbiría pronto, si la salud del emperador no mejoraba. ¡Quién me iba a decir entonces que un año después seríamos destronados!

En Port Said el Aigle puso rumbo al norte hacia la otra orilla del Mediterráneo, y dejé detrás de mí, como un bello espejismo, las mágicas imágenes de ese viaje de Las mil y una noches. Allí había sido sultana, faraona, exploradora intrépida embriagada de libertad, antes de brillar con todo mi esplendor como soberana del mundo, adulada por todos los reyes de la tierra. Todos sus momentos permanecerían grabados en mi memoria para siempre. ¡El último de los mejores recuerdos de mi vida!

Con el frío del invierno, París, siempre dividido, temblaba de inquietud, y su malestar se infiltró en mi ser. Varios rumores corrían a propósito de Prusia, pero Luis proseguía su obra de reforma. Desde el mes de enero de 1870, restablecía el régimen parlamentario y pedía a Émile Ollivier formar gobierno. Me abstuve de participar en los asuntos de Estado. Había tomado esa decisión antes de partir para Oriente. La tragedia de México me había servido de lección. Ya no quería exponerme. Como lo anunciaron los periódicos, no deseaba que se me atribuyesen opiniones que no seguía, y una influencia que no deseaba para nada ejercer. Me retiré de toda actividad pública y me consagré a partir de ese momento a las obras sociales y caritativas. Hacía mi oficio con aplicación, por el bien del país y el asentamiento del imperio.

Fue entonces cuando un escándalo salpicó a nuestra familia y se reavivaron las calumnias. Pierre Bonaparte, hijo de Lucien, había matado de un disparo al periodista Victor Noir. Le faltó tiempo a la prensa para publicar los panfletos más sórdidos. En virtud de las libertades concedidas, nos insultaron a gusto comparándonos a los Borgia. Y aprovecharon para denigrarme. Me encogía de hombros al leer que me llamaban «la Badinguette»[123] o «la mujer de César». Pero me hirieron en lo más hondo las canciones inmundas, como las tituladas Proceso a la Montijo o Genealogía mercante de la emperatriz de los franceses. Insultaban a mi madre por mi culpa, sin otro motivo que la política. Me tragué ese nuevo insulto sin emitir ninguna queja; al igual que los pájaros tristes, callaba.

Me ocupaba de mi hijo y mis sobrinas, que seguían permaneciendo a mi lado; velaba por la buena marcha de sus estudios, repasaba la prensa cada mañana, y me sumergía en todos los libros de historia que caían en mis manos. Luis parecía tener éxito con su política liberal. En mi rincón desaprobaba en silencio verlo abandonar poco a poco sus prerrogativas y haberse convertido en una máquina de firmar. Decidió consultar al país por medio de un plebiscito con el objeto de saber si el pueblo aceptaba las nuevas instituciones. Es una locura, dije para mis adentros. La respuesta de París me hizo temblar. Un «no», sinónimo de revolución. Pero el resto del país las aprobó y Luis obtuvo un nuevo triunfo. En plena noche siete millones y medio de voces lo respaldaban. Abrazados, lloramos de alegría. El imperio estaba asegurado. Ese voto consagraba a nuestro hijo, y nuestro primer gesto fue correr hacia su habitación para mostrarle los resultados:

—¡Viva nuestro pequeño emperador! —le dijimos abrazándolo.

La esperanza volvía a brillar. Ahora bien, me preocupaba la salud de Luis. Dolores y aturdimiento se alternaban. No conseguía recuperarse del todo de una crisis de cólicos nefríticos, la más larga y espantosa de cuantas había sufrido. Parecía anonadado. Habíamos dejado el palacio de Las Tullerías para trasladarnos a Saint-Cloud, donde la vida era más sosegada. Una vida de corte sin frivolidades, rodeados por nuestros muchachos, que nos animaban con su alegría despreocupada. Mérimée también venía a trabajar en los archivos de Alba que le había confiado y nos leía su último cuento, Lokis, que me había dedicado.

A finales de junio, Luis aceptó por fin ver a un especialista. El doctor Germain Sée lo examinó el 2 de julio en presencia de los médicos habituales: Nélaton, Ricord, Fauvel y Corvisart. Después de largas conversaciones a las que no asistí, entregó sus conclusiones en un sobre sellado al primer médico del emperador, nuestro viejo amigo Conneau, que no creyó oportuno enseñármelas y sólo me habló de reuma y cistitis, para lo que prescribió nuevos tranquilizantes.

El 3 de julio, un despacho proveniente de Madrid nos puso al corriente de que el general Prim, que había provocado la caída de la reina Isabel dos años antes, ofrecía el trono a un Hohenzollern. La prensa inmediatamente se desató y convirtió al país en un hervidero:

Somos treinta y ocho millones de prisioneros si esa noticia no es falsa. Lo será si lo deseamos. ¿Es capaz el Gobierno de quererlo?

La Cámara era también un hervidero y el ministro Gramont fue aclamado cuando amenazó con declarar la guerra si no se retiraba la candidatura. El emperador no quería meterse en un conflicto armado. Por mi parte, echaba chispas, es cierto, al ver a España en manos de un extranjero y Francia en una tenaza prusiana, amenazada con perder su rango en el mundo. Sin embargo, temía la explosión que presentía.

—Dios quiera que no haya guerra —le confié a Paulina de Metternich—. Pero la guerra comprada al precio de la deshonra también sería una gran desgracia, y Francia no lo soportaría.

Mientras tanto, palabras terribles llegaban a nuestros oídos: «¡La candidatura Hohenzollern es otro Sadowa!».

Desde hacía cuatro años nuestros adversarios más encarnizados, orleanistas, legitimistas y republicanos, no se cansaban de echárnoslo en cara. Cada día reavivaban nuestro dolor hurgando con el cuchillo en una herida. Habían acabado por hacer creer a toda Francia que en 1866 le habíamos infligido una vergüenza imperdonable, como no había experimentado ninguna desde Rossbach. Y cada día, en Saint-Cloud, los generales venían a repetirnos: «¡Jamás nuestro ejército ha estado así, mejor provisto, mejor aguerrido! ¡De veinte posibilidades, diecinueve están a nuestro favor! Nuestra ofensiva será tajante. Partiremos Alemania en dos y nos comeremos a Prusia de un bocado. ¡Sabremos reencontrar el camino de Jena!».

¿Cómo no estar impresionada cuando oficiales de la talla de Lebeuf, Canrobert, Vaillant, Bourbaki y Galliffet nos garantizaban la victoria? Pusieron caras largas cuando se retiró la candidatura. Luis se regocijó:

—Estoy contento de que todo termine así —me dijo enseñándome el despacho—. Una guerra siempre es un asunto grave.

Pero los diputados de la Cámara manifestaron su escepticismo con violencia.

—Prusia se burla de vos —gritaban al jefe del gobierno—. Provocará vuestra caída.

—Insuficiente e irrisorio —contestaban los periódicos—. Sadowa de salón… ¡Cobardía!

El 12 de julio, Gramont llegó a Saint-Cloud. Eran las cinco de la tarde. Luis lo recibió en mi presencia para oírle hablar de las «garantías» que el Cuerpo legislativo exigía del rey Guillermo.[124]

—Si no las obtenemos —decía—, Francia quedará en ridículo, habrá una explosión de furia contra el emperador y eso provocará el fin del imperio.

Aprobé lo que dijo e incluso lo apoyé, y Luis no hizo ninguna objeción. Estaba convencida desde hacía tiempo de que nos habíamos metido en la boca del lobo, que el imperio liberal nos precipitaba al abismo, a la peor de las revoluciones, la del desprecio que se llevó a Luis Felipe. Tras Sadowa y México, no podíamos volver a someter el orgullo nacional a otra prueba. Necesitábamos una revancha. Dios era testigo que en mi mente no separaba Francia del imperio; no concebía la grandeza y la prosperidad francesas fuera del régimen imperial. Y puesto que la salud del emperador empeoraba de forma alarmante, debía sobre todo preocuparme por transmitir a nuestro hijo una potencia intacta. A través de él se haría el rejuvenecimiento de las instituciones napoleónicas.

Por eso apoyé a Gramont. Después deliberamos sobre la necesidad de poner término a las maquinaciones ofensivas de Bismarck. No deseábamos una guerra, pero tampoco la temíamos. Nuestro ejército nos parecía invencible y contábamos con fuertes alianzas.

Tres días después, cuando Bismarck nos insultó a la cara con el despacho de Ems, al hacer creer a Europa que el rey Guillermo había despedido de forma desdeñosa a nuestro embajador, ya no podía ser cuestión de salvar la paz. Estábamos bajo el golpe de un insulto directo, brutal, mortificador. Debíamos aceptar el desafío. ¡Ya sólo podíamos escoger entre la guerra y la deshonra!

Una ola de patriotismo recorrió toda Francia. París, hostil al imperio, se mostraba admirable de entusiasmo y resolución. En los bulevares, multitudes enardecidas no se cansaban de gritar: «¡A Berlín! ¡A Berlín!».

Ya no podíamos echarnos atrás. Habríamos sublevado a todo el país en nuestra contra. Ninguna fuerza humana podía impedir ya la guerra. Y cuando, el 15 de julio, Émile Ollivier anunció una propuesta del gobierno, fue votada por aplastante mayoría. En la terraza de Saint-Cloud esperaba yo los resultados yendo de arriba abajo para engañar mi ansiedad, cuando un chambelán me trajo la noticia. Se extrañó al verme palidecer, y repliqué con humor:

—¿Cómo no voy a sentirme afectada? ¡El honor de Francia está en juego!

A lo lejos, París destellaba en un resplandor de miles de luces y los acentos de La Marsellesa subían hacia el cielo. Todo vacilaba a mi alrededor. Imaginaba el desastre si no conseguíamos la victoria: Francia desmembrada o despojada, pero también engullida en la más espantosa de las revoluciones. Y sólo teníamos una carta en la mano. Nunca he visto empezar una guerra con tal opresión en el pecho.[125]

Se decidió que Luis encabezaría los ejércitos, y que el príncipe imperial lo acompañaría. Mi hijo iba a luchar en un campo de batalla. ¡Ya no ponía en duda el valor de ese encantador niño! Pero bueno, tenía catorce años. Exultaba de alegría, impaciente por merecer el nombre que llevaba.

El 23 de julio me nombraron regente y viajé a Cherburgo, donde visité la flota. Un escuadrón se preparaba para hacerse a la mar hacia el Báltico. A bordo de la nave almirante leí la proclama del emperador, que fue saludada con vivas frenéticos, y pude contar a Luis el entusiasmo de sus marineros. Lo encontré muy pálido y abatido. Preocupada, mantuve una entrevista con Conneau, que no mostró ninguna preocupación particular. Sin embargo, sufría tan cruelmente, que me sentía consternada por ello y me ocupé de poner entre sus baúles todos los calmantes y aparatos de los que disponía la medicina para las infecciones de la vejiga. Por desgracia, los necesitó mucho.

Partieron el 28 de julio. El día antes había llevado a Loulou a la Malmaison en una especie de peregrinaje y había verificado el contenido de su baúl metálico antes de la cena de adiós que reunió a nuestra Corte. A la mañana siguiente, muy temprano, oímos los tres la misa en la capilla de Saint-Cloud. Luis vestía el uniforme de generalísimo y mi hijo el uniforme de alférez de infantería. Su destino de Bonaparte se cumplía.

Al final del parque el tren los esperaba, así como todos los grandes nombres de las campañas de Crimea, Italia o México. Se despidieron de los ministros y de la familia y subieron a los vagones. Tres veces me reuní con ellos para volver a besarlos. Conservaba la sonrisa y la dignidad de una soberana, pero cada segundo desgarraba mi corazón de esposa y madre. Un último abrazo de Luis, una señal de la cruz en la frente de Loulou, un último beso.

«¡Viva el emperador, viva el príncipe imperial!», gritaban en el andén.

Mis dos hombres partían a la guerra, y mi vida se sumía en un abismo.