El 5 de julio por la mañana[110]asistí al Consejo de ministros que se reunió en Saint-Cloud bajo la presidencia del emperador. La víspera, Francisco José había cedido el Véneto a Francia y aceptaba nuestra mediación. Se abrió el debate sobre este asunto, y Drouyn de Lhuys propuso una actitud enérgica en relación con Prusia. El emperador escuchaba sin pronunciar palabra. En mi interior yo la aprobaba. Le pregunté al ministro de la Guerra, el mariscal Randon:
—¿Estamos capacitados para realizar de inmediato una demostración militar en el Rin?
—Sí —respondió—. Podemos concentrar 80.000 hombres en unas cuantas horas y 250.000 en veinte días.
El emperador seguía mudo, yo retomé la tesis de Drouyn de Lhuys. Notaba que la suerte de Francia y el porvenir de nuestra dinastía estaban en juego en aquel momento. Fue uno de los grandes minutos de mi vida.
Pero La Valette, ministro del Interior, intervino de pronto con un tono más incisivo y perentorio para combatir la propuesta del ministro de Asuntos Exteriores:
—Al querer detener los progresos de Prusia, nos veremos obligados a aliarnos con Austria y, por lo mismo, a una desavenencia con Italia.
El argumento pareció chocar al emperador. Era la inversión de toda la maniobra política a la que se había dedicado desde hacía un año, desde la nefasta visita de Bismarck a Biarritz. Consciente de haber marcado un punto a su favor, el ministro prosiguió:
—En cuanto a las compensaciones territoriales que el engrandecimiento de Prusia nos autoriza a reclamar, no dudo en obtenerlas sin ninguna dificultad mediante negociaciones amistosas con Berlín.
Al oír estas palabras, salté:
—Cuando los ejércitos prusianos estén más infiltrados en Bohemia y se echen sobre nosotros, Bismarck se burlará de nuestras reclamaciones.
Girándome hacia el emperador, afronté su mirada y le recordé:
—Prusia no tuvo escrúpulos en deteneros después de Solferino. ¿Qué os impide detenerlo tras Sadowa? En 1859, tuvimos que ceder porque no teníamos más que 50.000 hombres para cerrar el paso hacia París. Hoy, es el paso hacia Berlín el que está abierto.
Drouyn y Randon, al sentirse apoyados, volvieron a la carga, y el Consejo adoptó tres resoluciones: convocatoria de las Cámaras para obtener los créditos necesarios para la movilización del ejército; reunión inmediata de 50.000 hombres en el Rin; envío a Berlín de una nota conminatoria mediante la cual se advirtiera a Prusia que no toleraríamos ninguna modificación territorial en Europa que no contase antes con nuestro acuerdo. Todo eso debía ser publicado en el Moniteur officiel del día siguiente.
Ahora bien, el 6 de julio por la mañana, hojeé en vano las páginas del periódico. Durante la noche, otras influencias habían actuado sobre el emperador: los ministros que se decantaban por Prusia e Italia; el príncipe Napoleón, pro italiano desde su boda, que le aconsejaba no olvidar la causa de las nacionalidades y abandonar el «cadáver austríaco». También estaba ese príncipe de Reuss, proveniente de Berlín, que iba y venía cada día por nuestros salones alabando al ejército prusiano para paralizarnos.
—De verdad, me provocáis estremecimientos —le repliqué esbozando una sonrisa—. De la manera como crece vuestro poder, corremos el riesgo de veros un día ante París. Una noche, me dormiré francesa y me despertaré prusiana.
En el Consejo del 10 de julio, que se celebró en Las Tullerías, retomé el enunciado de nuestras resoluciones insistiendo para que se aplicasen. Drouyn y Randon me apoyaban, pero los liberales como La Valette y Rouher convencieron al soberano de que todo el país se negaba a entrar en guerra. Y Luis salió de su torpeza para declarar:
—Francia no está preparada para llevar a cabo una política de aventura.
Mi voz ya no tenía ningún peso, y casi era la única en mantener mi opinión. No querían tirarse al agua, no querían usar la fuerza. Exageraban los peligros del hoy, para hacernos olvidar los del mañana. En mi impotencia, me sentí muy miserable, y escribí al príncipe de Metternich, que esperaba sumido en la ansiedad:
«Lo único que puedo responderos es que el emperador hará todo lo que está en sus manos para obtener los mejores términos de paz posible con vosotros. Siento una pena profunda y no puedo continuar… ¡Si tan sólo pudieseis darles una buena torta!»[111]
Desesperada, le envié al emperador de Austria una medalla de la Virgen para traerle buena suerte. Algunos días después, me agradeció mis esfuerzos de amistad, diciendo que nunca los olvidaría. Sabrá demostrármelo en el transcurso de los años.
Por ahora, los acontecimientos proseguían su curso, y mi «oficio» de emperatriz tenía sus obligaciones a las que las preocupaciones de la política no podían sustraerme.
La epidemia de cólera hacía estragos en todo el país y, debido al miedo de contagio, encerraban a los enfermos como si tuviesen la peste. Había visitado varios hospitales de París y había ido a Amiens, al día siguiente del desastre de Sadowa, para asegurarme que se habían tomado medidas enérgicas, y se extrañaban de verme dar un apretón de manos a los enfermos y hablar con ellos. La prensa y las autoridades alabaron mi valor, me pusieron por las nubes, pero no tenía ningún mérito. Sabía desde niña que esta enfermedad se propaga por otras vías que no son el aire, y distribuí fuertes sumas para que los cuidados mejorasen.
El 11 de julio me marché con mi hijo para celebrar el centenario de la anexión de Lorena a Francia. En Metz y Nancy el entusiasmo llegó a su punto álgido. La presencia del príncipe imperial enardecía a las masas, a las que saludaba con un encanto irresistible. Había crecido y sus réplicas demostraban una extraña madurez. Apenas tenía diez años, y me sentía orgullosa de su porte. Las fiestas fueron magníficas. Cortejos, festines, fuegos artificiales. Se honró el nombre de Estanislao y no dejé de detenerme en Notre-Dame du Bon-Secours, donde descansaban sus restos al lado de los de su hija María Leczinska, la reina generosa. Se me hizo un nudo en la garganta al pensar que esa mujer había experimentado el dolor de perder a su hijo el Delfín antes de que pudiese reinar, y rogué a Dios que no me fuese adverso. En su momento, yo también padecería esa prueba.
El viaje me llenó de energía, y regresé a Saint-Cloud aureolada de ese nuevo período de popularidad que amplificaba mi energía y me otorgaba más fuerza de ánimo. La necesité cuando entré en el despacho de Luis y lo encontré postrado en un sillón. En cuanto nos quedamos a solas, reconoció su error.
—Es a ti a quien debería haber escuchado…
¿Había acertado? Otros acontecimientos lo confirmarían más adelante,[112] pero ya era demasiado tarde para enmendar el desaguisado. Austria había depuesto las armas. Luis estaba tan abatido que yo temblaba por nuestro porvenir. El emperador no dormía, no comía y apenas se movía. Ni siquiera tenía voluntad de ser comedido, y lo que le gustaba era nocivo para su salud. La confusión reinaba en su mente, que oscilaba sin cesar entre las decisiones que debía tomar. Tenía los nervios destrozados. Necesitaba un período de reposo si no queríamos provocar nuestra perdición. Me planteaba asumir de nuevo la regencia para permitirle restablecerse, y lo llevé en mi cabriolé para comentarle la idea trotando bajo los árboles del parque. Estaba tan desamparado que no pude sonsacarle ni una sola palabra. A falta de argumentos, sin saber qué decir, me eché a llorar con el alma destrozada.
El recuerdo de aquellos días queda grabado en mi memoria como un punto neurálgico. Fue la fecha crítica, la fecha funesta del imperio. ¡Dios mío, qué caro pagamos nuestras grandezas!
A finales de julio, acompañé a Luis a Vichy. En cuanto llegó, la conmoción moral que acababa de padecer tuvo violentas reacciones sobre su estado físico. Durante varios días creímos que su vida corría peligro. Los médicos Conneau y Corvisart se percataron de los primeros síntomas de la enfermedad que debía hacerlo sufrir tanto en 1870 y que acabaría con él. A pesar de los espantosos dolores, era su obligación recibir a los ministros y tomar resoluciones tan graves como urgentes, porque la opinión pública se volvía contra nosotros. Se alegró mucho cuando Italia recibió el Véneto de nuestras manos, pero Bismarck había rechazado nuestras ofertas de mediación. Entonces se reclamaba a cualquier precio e inmediatamente, una compensación escandalosa a la expansión desmesurada de Prusia. En realidad parecía que los vencidos de Sadowa no fuesen los austríacos, sino nosotros. Incluso llegaron a decir que Francia no había corrido tanto peligro en toda su historia…
Reclamamos a Berlín la cesión de Maguncia y las provincias del Rin, lo que después debía llevarnos a querer conquistar Bélgica y Luxemburgo. ¡A partir de ese momento estábamos en la pendiente que lleva al abismo, la pendiente que ya no se vuelve a subir!
Aunque el emperador se equivocaba en lo que era conveniente llamar «su política de las compensaciones», no por ello yo era menos culpable que él, e incluso quizá lo era aún más, por que sus sufrimientos y su postración le obnubilaban por momentos todo pensamiento. Era por lo tanto responsabilidad mía aclararle las ideas, demostrarle que volvía a equivocarse.
¡Pero no! Yo sólo escuchaba mis propios sentimientos, mi concepción caballeresca del honor y mi impaciencia por restaurar con un golpe maestro nuestro prestigio a los ojos del mundo, y además estaba totalmente convencida de que el ejército francés no tenía igual en Europa. En esas condiciones, ¿podía resignarme al prodigioso crecimiento de Prusia, a la perspectiva de ese nuevo imperio que, por culpa nuestra, iba a concentrar a las puertas mismas del este de Francia cuarenta millones de hombres bajo la hégida de los Hohenzollern mientras la unidad italiana —también obra nuestra— no dispondría de más de veinticinco millones en nuestras fronteras de los Alpes? ¡Por supuesto que no! No podíamos tolerar que eso ocurriese. Puesto que habíamos fallado a la hora de la acción militar, debíamos proseguir nuestra revancha mediante la acción diplomática.[113]
Fue un fracaso. ¡Es verdad! Pero lo que hicimos, debíamos hacerlo. No teníamos derecho a permitir, por inercia, la transformación de Europa.
Pero no estábamos al final de nuestras desgracias. El 7 de agosto partimos para Vichy. Al llegar a Saint-Cloud, Luis estaba tan enfermo y deprimido que tuvo que guardar cama. Entonces un telegrama mandado desde Saint-Nazaire nos anunciaba que la emperatriz Carlota de México había desembarcado. Entrábamos en una nueva tragedia, y no sería la última. El emperador, extenuado, suspiró:
—Ocúpate de ella, Ugénie, no tengo fuerzas para recibirla.
Con el corazón en un puño, la visité en el Gran Hotel donde se alojaba. La encontré muy alterada.
—La situación ha empeorado —me dijo con una voz entrecortada—. Necesitamos ayuda. Quiero ver al emperador.
—Quizá dentro de unos días. Su estado le obliga a guardar cama. Explicadme cosas de Cuernavaca.
Carlota se frotaba las manos para dominar sus temblores.
—Quiero verle mañana —murmuró—. Si no me recibe, irrumpiré en sus apartamentos.
Desmoronada en mi calesa, regresé a Saint-Cloud. La bella ilusión de la aventura mexicana se derrumbaba. ¿Qué había ocurrido? Una vez más, los «por qués» y los «si» se entrechocaban en mi mente. Maximiliano no había sabido sacar provecho de lo que habíamos hecho por él. Yo no había querido creer lo que nos decía el almirante Jurien de la Gravière, que encabezaba la primera expedición y recibió a la pareja imperial en México. El archiduque, incompetente y débil, había alzado contra él una fuerte oposición y ni siquiera había sido capaz de mantener una buena relación con el ejército de Bazaine. Demasiado inconsecuente y demasiado dado a pedir lo imposible. Sus caprichos nos habían costado caros. Ya no podíamos seguirle, y ante el rostro deshecho de Carlota se me hacía un nudo en la garganta.
En la antecámara del castillo, otra preocupación me acechaba. Con la pena reflejada en el rostro, Benedetti, nuestro embajador en Berlín, traía la respuesta de Bismarck a nuestras reivindicaciones.
—Rehúsa cualquier proyecto de cesión y sugiere otras vías para satisfacernos. Si persistimos en no satisfacer sus exigencias, trasladará todas sus fuerzas al Rin.
—¿Y qué hacer con nuestra opinión pública y nuestro prestigio? —suspiré.
—Tendríamos a toda Alemania en contra nuestra para un beneficio ínfimo. Eso es, señora, lo que debo explicar a Su Majestad el emperador.
El destino nos abrumaba. De repente me sentía agotada por todas esas amenazas que se acumulaban, pero no tenía derecho a venirme abajo. Debíamos seguir luchando. ¡Hacer frente a la adversidad! Entre un marido enfermo y el mundo que nos acosaba, ¿cómo conservar la cabeza fría y dominar mis nervios? Un fuego de brasa y un torrente de hielo. Así es como Dios forjaba las almas, y yo me doblaba como las espadas de Toledo… La visita de Carlota estuvo a punto de destrozarme. La recibí arriba de la gran escalinata bordeada por una doble hilera de Cien Guardias, y la conduje a los apartamentos del emperador. Se echó a sus pies y le suplicó que respetase sus compromisos. Con su voz dulce pero firme, Luis le contestó:
—De ahora en adelante me es imposible dar a México ni un escudo ni un hombre más. Su Majestad el emperador Maximiliano podrá sostenerse por sus propias fuerzas o se verá obligado a abdicar…
Carlota se irguió, pálida de furia, y nos miró a ambos con una expresión ausente gritando:
—¡Cómo se me ha podido olvidar quién soy yo y quiénes sois vos!
Mirando fijamente a Luis con sus ojos desorbitados, perdió el control y se puso a gritar:
—Lo salvaréis, ¿verdad? Si no, seréis el diablo. Aunque ya veo que sois el diablo.
Se desplomó en el suelo y Luis, conmocionado, salió precipitadamente de la sala para disimular su turbación. No pude contener las lágrimas y me dejé caer en un sillón, con el corazón torturado por tan horrible escena. Los remordimientos me carcomían. Y aún me torturarían más al enterarme, dos semanas después, de que la pobre Carlota se había vuelto loca. ¿Cómo iba a vivir, a partir de entonces, con ese peso en la conciencia? Los presentimientos más sombríos me atormentaban, y para despejarme de ellos, saltaba dentro de mi «cesta» atada a unos ponis, a los que lanzaba a galope tendido hasta Villeneuve-l’Étang. Al igual que María Antonieta, tenía mi «Caserío», que me aislaba del mundo, donde me despejaba de mis angustias. Detrás del chalé suizo, había hecho instalar, para mi hijo y sus amigos, un terreno de juegos equipado con varios aparatos para sus ejercicios de musculares. Oí la voz de Loulou:
—Mamá, mirad qué bien hago el trapecio.
Con los pies sobre la barra, se balanceaba boca abajo.
—Bravo —dije aplaudiendo.
De repente, patinó y se cayó. De un salto me planté a su lado. Yacía, inerte, tan pálido que creí que había muerto. Recordé la alarma que me hizo estremecer cuando estaba en mi vientre, y se me paró el corazón. ¿El mal presagio? Puse la mano sobre su frente y recé. Loulou volvió en sí y la pesadilla se disipó.
—No hay que alarmarse —me dijo el doctor Conneau después de haberlo examinado—. No es nada grave, sólo tiene el codo dislocado. Un poco de descanso y todo volverá a su sitio.
Lo cogí aparte para hablarle del emperador.
—No me gustan esos altibajos de fiebre que enturbian su mente y esos pequeños dolores que lo consumen.
—Son dolores reumáticos que no deben alarmaros. En cuanto a la fiebre, se debe a un exceso de trabajo y su malhumor, a los acontecimientos de Alemania. Una cura de reposo completa sería la solución.
—Un emperador no puede curarse como un particular. Un soberano nunca está enfermo, decía Luis XIV, reina y muere.
De repente tuve la sensación de que Saint-Cloud nos asfixiaba. El aire estaba cargado a nuestro alrededor, como emponzoñado, y Luis se negaba a consultar a un especialista y se dejaba ir hacia otras «distracciones» que me quitaban las ganas de todo. Desde la muerte de Paca, sentía cómo se cernía la desgracia sobre el castillo. La visita de Carlota había oprimido aún más los velos funestos que nos envolvían hasta ahogarnos, y sólo veía una manera de sobrevivir, ¡marcharnos!
A finales de agosto, llevé a mi hijo a Biarritz con nuestros séquitos respectivos muy reducidos, y con Mérimée, al que había rogado que nos acompañase. En el estado de desamparo en el que me sentía, necesitaba su presencia, que me hacía recordar mi infancia. Conocía mi más íntimo pasado y le confiaba mis pesares, de los que sabía distraerme. Con el que me había guiado, regañado y mimado, dejaba de lado la etiqueta y me permitía decir tonterías como antaño, con toda despreocupación y libertad. Nuestras chiquilladas y nuestras risas se perdían en un tumulto atropellado.
El aire y el ejercicio me devolvieron el gusto por la vida. Con un vestido de algodón sencillo, o una falda corta[114]y camisa, recorría las calles, entraba en las tiendas para platicar con la gente del pueblo y hacer compras. La casa se llenó a tope. Mi madre, los hijos de Paca y los amigos íntimos, de los que excluía los pedigüeños[115] y a los quejicas. Se organizaban juegos y meriendas en el campo. También realizábamos largas escapadas, a caballo por las montañas, y en el mar cuando el tiempo lo permitía. Loulou se recuperó de su accidente y participó en todas las actividades. Por la noche, después de cenar, comentábamos los últimos chismes de París, Londres o Madrid; una de mis damas tocaba una pianola y Mérimée nos leía relatos de Turguéniev o su último cuento, La chambre bleue. Vivíamos fuera del tiempo, lejos de México, de Italia y de Prusia, y saboreaba esa felicidad apacible que no podía durar.
Luis se reunió con nosotros a finales de septiembre. La fiebre le atacó de nuevo durante una semana y después se curó como por arte de magia. Recuperó el apetito, el vigor y sus palabras ingeniosas. El aire del océano le sentaba de maravilla. Cada día estaba más joven y se puso otra vez a trabajar. Francia no había muerto en Sadowa, decía. Tenía en mente nuevas reformas y un amplio programa de reorganización del ejército. Al oírle hablar así, recobré el ánimo.
—Estoy preparando el porvenir de nuestro hijo —me confió una tarde.
Caminábamos por un rincón aislado del parque que dominaba una masa negra de rocas golpeadas por las olas. Me cogió de la mano y se detuvo para desarrollar sus pensamientos:
—Mira, Ugénie, he decidido abdicar en cuanto nuestro hijo tenga la edad de subir al trono. ¿Te parece buena idea?
Muda por la sorpresa, le miré un momento antes de contestar:
—Y vendremos a instalarnos cerca de los Pirineos. Pau en invierno, Biarritz en verano. ¿Te parece buena idea?
Me arropó con su brazo y me estrechó contra él murmurando:
—Te necesitaré. ¿Aún quieres ayudarme?
Apoyé la cabeza sobre su hombro.
—¡Cómo puedes ponerlo en duda!
Ya no estaba sola. Había recuperado a mi marido, y mi corazón derrochaba una ternura infinita. En el horizonte abrasado por el sol poniente, largas colas púrpura y oro desgarraban las nubes que se dispersaban con la brisa del anochecer. Al lado de Luis, iba a luchar. Una misma ambición nos unía desde ese momento: edificar una Francia unida y fuerte sobre la cual nuestro hijo reinaría pronto. Esa noble tarea reanimó mi entusiasmo, y regresé a París enardecida. Biarritz, una vez más, nos había devuelto nuestra intimidad en un afecto confiado que reanimaba nuestra complicidad.
La estancia en Compiègne fue muy animada. «Series» brillantes que se embriagaron de entretenimientos para olvidar las sombras de Sadowa, y les serví continuos entretenimientos para tranquilizarlos sobre la solidez del imperio. Bailes, cenas con trajes de gala, juegos, comedias, cacerías, excursiones en faetón, y mientras tanto, en su despacho, Luis se entrevistaba con nuevos ministros y expertos militares, preparando las reformas que se propondrían dentro de poco en la Cámara: una reorganización de nuestro ejército al estilo prusiano que detendría las fuerzas de Bismarck, con un reclutamiento que sobrepasaría el millón de hombres y la fabricación intensiva del chassepot, más potente que el fusil de aguja.
La oposición atacó el proyecto, tanto desde la derecha como desde la izquierda. Se negaban a transformar el país en un cuartel.
—Temed verlo transformado en un cementerio gigantesco —vociferó Niel.
El buen mariscal murió dos años más tarde después de haber hecho aprobar la ley, pero con tantas modificaciones y tan pocos créditos que nos faltaron muchas cosas en el momento crítico. El poder del dinero había alterado los instintos bélicos. La idea de arriesgar su vida se había vuelto repugnante a los que se denominaban «gente de bien» y consideraban la militarización una traba para el imperio liberal y las especulaciones financieras. Una joven generación de diputados no había conocido los peligros de 1848, no tenían un reconocimiento particular por el emperador y siempre reclamaban más libertades sin preocuparse por la amenaza de las fronteras. Como presidente de la Cámara, Walewski no tenía la mano de hierro con guante de seda del hábil Morny para hacer entrar en razón a todos los partidarios de la apatía.
—El entusiasmo se está muriendo —dije en un Consejo—. Debemos reanimarlo. Un soldado de a pie muerto en el campo del honor podría dar su nombre a una calle o a una plaza. De esta manera, la devoción y el patriotismo tendrían su publicidad.
Esa idea no fue apoyada. Se me ocurrieron otras. Con el prefecto de Lyon me ocupé de los tejedores de seda afectados por la carestía del algodón; con el prefecto de Marsella afronté el problema de las pensiones de los obreros. En todas partes chocaba con la negativa de los empresarios a que el Estado ayudase ocasionalmente a compensar las obras de caridad privadas insuficientes a todas luces, por considerarlo una injerencia en su administración. Sin perder el ánimo, perseveraba a título oficial y a título privado, conservando esta parte en el incógnito del anonimato.
A finales de enero de 1867, el régimen napoleónico tomó una nueva dirección. El emperador concedió el derecho de interpelación al Cuerpo legislativo y abolió la autorización previa para la prensa. Eso me decepcionó. Estas medidas ponían fin al «imperio autoritario» que acababa de otorgar a Francia quince años de grandeza y prosperidad. Con el respaldo de Rouher, que tenía una capacidad de juzgar tan recta, luché con todas mis fuerzas contra esa resurrección del parlamentarismo. No entendía lo que había llevado a Luis a realizar una innovación tan grave. Sabía que la Constitución de 1852 no podría ser mantenida eternamente y que antes o después deberíamos suavizarla en un sentido más democrático. Me había hablado de ello a menudo, pero sus intenciones eran dejar a nuestro hijo la tarea de restablecer el funcionamiento de las libertades públicas. No podía hacerlo él mismo, puesto que encarnaba en su persona el principio autoritario y que ese principio era su razón de ser. Para no retrasar mucho el acontecimiento, tomó la resolución de abdicar en 1874. Más adelante me enteraría de que su salud le inspiraba serias preocupaciones y ya no se creía capaz de soportar durante mucho tiempo la carga tan pesada del poder supremo.[116]
—¿Por qué otorgar lo que no se pide y que no se podrá recuperar? —decía Mérimée moviendo la cabeza—. Esas reformas no son ni útiles ni oportunas.
La apertura de la Exposición Universal barrió las preocupaciones de política interior. Hasta el último momento, el asunto de Luxemburgo dejó sobrevolar una amenaza de guerra. Los Países Bajos se disponían a cedérnoslo, pero los diputados alemanes se opusieron. Bismarck le dio al asunto un carácter definitivo, y la conferencia de Londres acabó por proclamar la neutralidad del gran ducado. Nos decepcionó no haber conseguido nada, ahora bien, nos tranquilizó ver pasar el peligro, y los rencores se ahogaron en la embriaguez de la fiesta. París, capital de Europa, recibía al mundo.
Un gran palacio de hierro fundido y cristal construido en la explanada del Champ-de-Mars acogía a los expositores venidos de todos los rincones de la tierra, miles de visitantes se agolpaban para descubrir y admirar «los frutos del genio creador de la humanidad». Nuestros mejores productos eran festejados. Y cuando la gente vio llegar los cortejos de príncipes y reyes, el entusiasmo llegó al punto álgido. Ningún parisiense recordaba haber visto a tantos reunidos al mismo tiempo. Los reyes de los belgas; los reyes de Portugal y de Grecia; los príncipes de Saboya, de Suecia; el príncipe de Gales; el zar de Rusia con sus dos hijos; el rey Guillermo de Prusia y el kronprinz acompañados por Bismarck y Moltke; el sultán Abdul Aziz de Turquía; el jedive de Egipto; el hijo del gran taicún de Japón; la reina de Holanda… y tantos más que desfilaron durante las semanas que duró la exposición.
Vinieron unos tras otros, y los recibí en compañía de Luis, sin escatimar esfuerzo para deslumbrarlos y ofrecerles todas las pompas del imperio. Bailes, cenas, galas en la Opera, almuerzos en la Malmaison, en el pequeño Trianon, grandes veladas en Las Tullerías con espectáculos de luces y fuegos artificiales. Los días pasaban en una magia permanente; éramos aclamados, adulados, felicitados y me embriagaba con todas esas ovaciones que mecían mi corazón y me transportaban a los espejismos de la ilusión. Tras las pesadillas volvía la gloria y se veneraba a Napoleón III, emperador de Europa. Me hacían cumplidos sobre la belleza de nuestra ciudad tras las transformaciones del señor Haussmann, la calidad de nuestra industria, la belleza de nuestros paños, las creaciones inigualables de nuestros diseñadores, de los cuales el más famoso era monsieur Worth, y todos los lugares de placer donde cada uno iba a perderse o poner punto final a la noche. Francia era poderosa por todas sus riquezas, que se extendían ante la mirada del mundo. Y Luis sorprendió a sus invitados mostrándoles su ejército. Una parada militar espléndida en Longchamp ante una galería de cabezas coronadas. En primera fila, sentados, estaban el zar, el rey de Prusia y Bismarck, los tres muy atentos a la parada impresionante de nuestros 40.000 dragones, lanceros, granaderos, zuavos, coraceros y carabineros.
A la vuelta se produjo un incidente. En medio del Bois de Boulogne, dispararon al zar, que iba sentado en el coche del emperador. Por milagro la bala no le dio. Detuvieron al hombre, un polaco que pedía venganza. Alejandro quiso marcharse inmediatamente. Me presenté en el Elíseo y lloré en sus brazos suplicándole que no rompiese nuestros acuerdos. Esa misma noche, después de la cena en Las Tullerías, los jardines se iluminaron y una cruz de San Andrés se elevó en su honor por encima de los arriates. Nos dejó al día siguiente sin haber firmado la alianza que Luis esperaba.
El 1 de julio era el día de distribución de los premios. Una ceremonia solemne durante la cual Loulou debía entregar las medallas a los expositores. Era su primer acto oficial en calidad de príncipe imperial. Queríamos acostumbrarlo paulatinamente a su futuro oficio. Me estaban peinando cuando Luis irrumpió, muy pálido, blandiendo un despacho: ¡El emperador Maximiliano, condenado y ejecutado en Querétaro!
La sangre se me heló en las venas y no sé cómo aguanté para no desmoronarme. Perdida, miraba a Luis:
—¿Qué hacemos? ¿Anulamos el acto?
—Pido que lo confirmen, pero no debemos hacer ningún cambio en el programa.
Abatida, deshecha, caí de rodillas ante el crucifijo de ébano de mi oratorio. Sólo Dios podía darme la fuerza de fingir alegría y despreocupación cuando la tristeza y el remordimiento me carcomían el corazón. Debemos encontrar en el deber el valor de cumplirlo, me decía Paca. Y yo repetía la frase de Job: «¡La Providencia nos aplasta, pero que se cumpla su voluntad!».
Con la muerte en el alma, me puse cuidadosamente el vestido blanco que acababa de escoger, realzado con un tembleque de diamantes y un albornoz blanco bordado en oro. Con gran fausto me dirigí al Palacio de la Industria, rodeada por mis damas con vestidos de tul preciosos. Criados con trajes verde y oro precedían la calesa descubierta. Apuestos escuderos caracoleaban al lado de las portezuelas y los gigantes de los Cien Guardias nos seguían al trote. Los parisienses me saludaban agitando sus sombreros y gritaban:
—¡Qué guapa!
Nadie imaginaba el profundo desamparo de mi alma. Mandaba a la máscara que era mi rostro que sonriera y encontrara las palabras amables que debía pronunciar. Mi hijo estaba guapo con su traje de terciopelo negro engalanado con la cinta de la Legión de honor. Cumplió su papel con dignidad. Luis sonreía a la multitud, pero cuando nuestras miradas se cruzaban, veía en él todo mi sufrimiento. En la ceremonia, le entregaron otro despacho. El drama se confirmaba, y tuve todas las dificultades del mundo para conservar el rostro sonriente y lleno de gracia. Al llegar a Las Tullerías, mis nervios estallaron y me desmayé al entrar en mis apartamentos.
Con el aislamiento y el rezo, me sobrepuse al dolor. Desde lo más hondo de mi conciencia, lloré con lágrimas de sangre e hice penitencia, pero no podía perdonarme haber insistido tanto para hacer partir a Maximiliano y Carlota. Él había perdido la vida y ella la razón. Estaba horrorizada. ¿Cuál sería el precio de mi culpa? Luis encontró las palabras apaciguadoras al explicarme que Francisco José no sentía ninguna animosidad hacia nosotros, y Metternich sugirió que podríamos visitarlo. Tenía mis dudas. No conocía a la familia imperial y temía parecer demasiado frívola o demasiado trágica pero, sin embargo, deseaba manifestar mi pesar.
El encuentro tuvo lugar a principios de agosto en Salzburgo, y la emperatriz Isabel me dijo algunas palabras reconfortantes. Mientras los dos emperadores hablaban de política, me hizo descubrir los encantos de la ciudad tranquilizándome sobre sus sentimientos, desprovistos de rencor. Mi corazón se llenaba de calor por haber ganado una amiga. Me prometió visitar pronto París, pero una dulce esperanza la retuvo en Viena, y Francisco José llegó solo en los últimos días de octubre. Para acogerlo, habíamos acortado nuestras vacaciones en Biarritz, donde había escapado por milagro a un naufragio. El emperador austríaco visitó la capital y el Palacio de la Industria bajo los clamores calurosos de los parisienses, que marcaron así su simpatía tras Sadowa. Con dedicación, lo traté a cuerpo de rey con mil atenciones y toda la suntuosidad de que éramos capaces. Luis me había confiado su esperanza de firmar una alianza que le haría menos vulnerable en relación con Prusia. El emperador de Austria regresó a su país encantado, pero sin firmar nada.
París se vaciaba, los últimos farolillos se apagaban. La multitud refunfuñaba, los periódicos emitían sus críticas. Los problemas, ocultos durante un tiempo, surgían de la sombra: México, Alemania, la economía a la baja, la bolsa estancada, y ese fusil de aguja al que Bismarck debía su victoria. En el tren que nos llevaba a Compiègne, Luis suspiró:
—Manchas negras oscurecen nuestro horizonte… Hemos tenido muchos reveses…