CAPÍTULO XIV

La desfachatez de aquella damisela me sacó de quicio, y aún más la doblez de Luis. Me salí de mis casillas y el altercado fue mayúsculo. Dejando a un lado todo lo demás, exigía la ruptura inmediata y le recordé que su obligación era cuidarse para conservar la buena salud. El trono, la dinastía, el imperio, el porvenir del príncipe imperial, nuestro hijo… Me escuchó con una expresión ausente, los párpados entornados, eludió el asunto con un gesto de la mano y se retiró farfullando en un tono de voz irritado. Me refugié en mi habitación para disimular mi pesar y llorar cuanto me apeteciera, lejos de las miradas curiosas. Entonces Pepa me dio el golpe de gracia informándome de lo que todavía ignoraba: la Bellanger tenía un hijo de Luis.

—Estamos perdidos —exclamé.

Ahora me explicaba la arrogancia de la dama galante. Una crápula que no dudaría en hacernos chantaje a las primeras de cambio. El porvenir de mi propio hijo estaba amenazado. Ya me imaginaba yo los horrores de la prensa. Ya teníamos suficientes bastardos en la familia con Morny y Walewski. Me asaltaron los presentimientos más oscuros. ¿Cómo iba a luchar de ahora en adelante si el emperador mismo parecía desentenderse de las consecuencias de sus actos? Y mientras tanto, la vida de la corte proseguía. Una visita de don Francisco de Asís, esposo de la reina de España, me impuso numerosas celebraciones y tuve que acudir al disimulo para mostrar un rostro risueño. Pero hasta allí llegaba mi poder. Al regresar a mis apartamentos, el nerviosismo, el insomnio, casi la locura, se apoderaban de mí y ya no tenía armas para luchar. Día tras día, perdía los estribos, languidecía y envidiaba a aquellos que morían tratándoles de afortunados. Como esa princesa Czartoryska que me había dicho adiós sin preocupación por el largo viaje, y se había apagado bajo mi mirada, con una sonrisa radiante. Las crisis de temblores y los espasmos que tenía y lo que divagaba preocuparon a los médicos.

—Es necesaria una cura en Schwalbach —decían.

Luis tenía que ir a beber las aguas de Vichy, y pensaba acompañarle para protegerle con mi presencia y llevarle con suavidad a la ruptura saludable. Me había tragado la afrenta y estaba dispuesta a perdonarle para preservar a nuestro hijo. El azar de una indiscreción me permitió enterarme de que la Bellanger compartía su chalé. El cuchillo hurgó en la herida y me marché de Saint-Cloud con el corazón destrozado. Estaba informada de todas las infidelidades de mi marido, pero esta vez se hundía en el lodo y mi honor ya no podía soportarlo.

Con el nombre de condesa de Pierrefonds, llegué a la ciudad de aguas del Hesse-Nassau donde había tratado otras melancolías en mi juventud. Después de la traición de Pepe, ahora padecía la de Luis, y Paca ya no estaba aquí para apaciguar los arrebatos de mi amor propio y fortalecerme dándome ánimos. No tenía a nadie a quien escribir ni nadie en quien confiar. Las pocas damas que me acompañaban decoraban el entorno haciéndome compañía y me divertían con sus chácharas o sus juegos. Ninguna oyó de mis labios la menor confidencia. Meditaba en la soledad y el silencio, encontrando el valor de mirarme a la cara en lo más profundo de mi ser, y tuve que ceñirme a la evidencia: ya no podía echarme atrás. Bajo la presión de la furia, me planteé separarme de Luis. Sin embargo, al abandonarlo a sus debilidades, me abandonaba a mí misma. Una Montijo no huye. ¿Cuántas veces lo había repetido? Y oía la voz de mi padre: «Da la cara. Sigue tu idea, así le darás un sentido a tu vida».

El destino me había embarcado. Y para bien y para mal, me había comprometido bajo las bóvedas de Notre-Dame. ¿Cómo iba a retirarme sin deshonrarme?

El descanso, el aire fresco y las largas caminatas en el decollado idílico de la estación termal me devolvieron rápidamente mi salud y mi energía. Luis me escribía suplicándome que regresara, pero yo me entretenía a gusto y me vengaba haciéndole suspirar, más aún porque algunas visitas inesperadas me adularon en mi vanidad de emperatriz y de mujer. El rey Guillermo de Prusia llegó una mañana con un ramo de rosas rojas para agradecerme que lo hubiera recibido en Compiègne tres años antes. Después de pronunciar frases galantes, no pudo disimular su preocupación ante el movimiento «popular» a favor de una unión de los Estados alemanes con la corona prusiana.

—El asunto de Dinamarca muestra claramente cuál es la voluntad de Bismarck —me dijo de repente—. ¡Ya no se detendrá, y nuestra bella Prusia perderá con ello su personalidad histórica!

—No puedo creerlo, Majestad. Vuestra Majestad no lo permitirá.

—Los ducados daneses son el primer paso. Seguirá un segundo. Desde la muerte de Alberto, Victoria es alemana. ¿Qué hará Francia?

Una gran sonrisa suavizó su mirada cuando añadió con la mayor cortesía del mundo:

—¿Me haría Vuestra Majestad el honor de pararse en Karlsruhe antes de regresar a París? Me sentiría espantosamente ofendido si lo rechazaseis.

Me guardé la respuesta y se retiró. Un largo escalofrío me recorrió el cuerpo. La idea de un Reich unido del otro lado de los Vosgos y del Rin no era muy reconfortante. No obstante, acabé por aceptar la invitación, cuidadosa de mantener buenas relaciones y ver lo que ocurría en casa de nuestros vecinos. La víspera de mi partida, el zar Alejandro II llamó a su vez a mi puerta. Quería pedir disculpas por el asunto polaco y restablecer la amistad con Francia. Todo eso sólo era verborrea de una cabeza coronada. En realidad, se moría de ganas por saber qué había dicho el rey Guillermo.

Mil sobresaltos agitaban Europa, pero aún dirigían todos sus miradas hacia Francia. El emperador Napoleón III seguía siendo el señor cuya alianza anhelaban todos, puesto que temían su poder. Esa constatación me llenó de orgullo, es verdad, y reforzó mi firme decisión de retomar la lucha al lado de Luis para ayudarle a mantener la opulencia y el prestigio del imperio. Era una misión mucho más honrosa, desde mi punto de vista, que los problemas conyugales, que sólo valían para ser pisoteados.

El gran duque de Bade, yerno del rey de Prusia, me honró con una recepción grandiosa donde conocí a la reina Augusta de Prusia, y Guillermo tuvo tantas atenciones que no me arrepentí del desvío que me había impuesto. Me percaté del aspecto riguroso y marcial de la concurrencia masculina. Palabras cortantes, rigurosas, estrepitosas. La altivez, la mordacidad y la suficiencia que da la certeza de vencer. ¿Cuál era el secreto de su fuerza? La respuesta sorprendería dentro de poco a toda Europa.

En los primeros días de octubre, estaba de vuelta en Saint-Cloud, y Luis me colmó con mil gracias para implorar mi perdón. Lo hubiese creído si no me hubiese enterado al mismo tiempo de que había instalado a la Bellanger en una casa de Montretout que se divisaba desde mis ventanas.

Me volví a alterar y mis buenas resoluciones amenazaban con venirse abajo. Invitamos a almorzar a Mérimée y durante cuatro largas horas le hice, bajo el juramento del secreto más absoluto, una exposición detallada de la situación, mis pesadillas y preocupaciones y el miedo del futuro por la salud del emperador.

—¿Qué puedo hacer para impedirle que se destruya? Aun con la mejor voluntad del mundo, no podré remplazado en todo.

—Paciencia y prudencia, señora. Y, como dice el proverbio, «entre padres y hermanos, no metas las manos».[104]

Una noche, un chambelán vino a avisarme de que el emperador había tenido un síncope en casa de su amante, y que lo habían traído a palacio en un estado lamentable. Corrí a su habitación, donde le estaba curando el doctor Conneau, y me senté a su cabecera. Permanecí a su lado para confortarlo con mi ternura y le ponía sobre la frente las compresas de agua fría que lo calmaban. En cuanto estuvo fuera de peligro, lo dejé descansar y regresé a mis apartamentos para cambiarme. Por la mañana temprano, hice enganchar los caballos y le pedí a Mocquard, el secretario, que me acompañase.

—¡A Montretout! —le dije al cochero—. ¡A casa de la señorita Bellanger!

Mocquard temblaba.

—¡Ni se le ocurra a Vuestra Majestad! ¿Qué dirá el emperador?

—Que diga lo que quiera. Esta situación no puede prolongarse.

La calesa se detuvo ante la villa y llamé a la puerta. Abrió una sirvienta.

—¡Llame a la señorita Bellanger, soy la emperatriz!

La pobre mujer me recibió en bata en un saloncito. De pie en medio de la habitación, le declaré:

—Señorita, estáis matando al emperador. Si sentís algo por él, renunciad a él. Adiós.

Di media vuelta con un movimiento brusco para marcharme cuando me respondió:

—¿Qué hacéis en mi casa? No os debo ninguna explicación. Si no queréis que el emperador venga a verme, lo que tenéis que hacer es retenerlo con vuestros encantos, con vuestra amabilidad, con vuestro buen humor. Viene aquí porque le aburrís y lo sacáis de quicio.

La parlanchina tenía la réplica viva y se defendía como una hembra agresiva. Regresé a su lado. Estaba sentada en un sofá. Regresé y me instalé a su lado para explicarle en un tono amable la gravedad de la situación y el alcance de su responsabilidad. No había venido por celos, sino por una razón de Estado y le aconsejé que se buscara otro amante más joven y menos vulnerable, para que dejase de poner en peligro a Francia. La joven se desmoronó y se echó a llorar a mis pies. La levanté de nuevo prometiéndole perdonarla.

—Tenéis que dejar esta casa lo antes posible.

Un sobre le secó las lágrimas y me despedí de ella con el corazón liberado. Luis se enfureció por la forma en que había llevado el asunto y me hizo ascos. Para darme celos, regresó a casa de su querida, yo hice ver que no me enteraba. Montretout fue abandonado, y las visitas a Passy fueron disminuyendo. A principios de 1865, la Bellanger era agua pasada. Mérimée me lo dijo a media voz:

—César ya no piensa en Cleopatra.

—Pero ya no hay Eugenia —repliqué—. ¡Sólo queda la emperatriz!

Mi corazón quedaba en un segundo plano. Luis me necesitaba y muy pronto mi deber sería compensar sus debilidades, con toda la fidelidad de mi afecto y mi respeto. Mi hijo irrumpió un día en mi gabinete. Regresaba de su lección de equitación.

—J’ai pilé du poivre[105] —dijo bastante excitado.

Le regañé de veras por sus frases triviales. Con una sonrisa que tenía el don de desarmarme, me contestó:

—Mamá, es cierto que habláis bien el francés, pero sois extranjera y no conocéis los matices de la lengua.

Tenía ocho años y me cerraba el pico con una sentencia lapidaria. Me percataba sobre todo de cómo había subrayado que yo era extranjera. Otros lo harían también antes de lo que me imaginaba.

No me gustaba para nada el año 1865, que empezaba con un frío glacial. Un viento extraño traía más angustia que fe en el porvenir. Es verdad que Luis, por fin, había terminado su Julio César y se alegraba de publicarlo dentro de poco, pero la enfermedad de Morny, y después su muerte a principios de marzo, lo sumieron en una tristeza profunda. Perdía a un hermano y a su mejor apoyo. Yo misma me sentí muy afligida por esa pérdida tan sensible.

Era un hombre encantador, con una desenvoltura y una distinción perfectas, uno de los pocos miembros de la familia que aceptaron mi boda con el emperador. A menudo chocaba con mi puritanismo, pero sentía por él una verdadera amistad. El asunto de México nos había aproximado. Había defendido los ideales del emperador y apoyado la expedición como aliado de peso. Más tarde, se congratuló con las especulaciones del agiotaje y de la bolsa, y no mostró muchos escrúpulos en los negocios. Tenía un valor extraordinario que disimulaba tras una capa de indolencia y frialdad para divertirse, pero no por eso dejaba de ser un destacado político que me había enseñado muchas cosas en materia de diplomacia. Presidente de la Cámara de los diputados, mostró siempre una sorprendente habilidad para cambiar a un enemigo en adversario razonable, y todos respetaban su mano de hierro con guante de seda, porque consiguió disminuir de forma considerable el abismo que separaba el imperio de la república.

A partir del mes siguiente, me iba a servir de ejemplo. Luis decidió realizar una larga gira por el corazón de Argelia, y me vi envuelta en una segunda regencia que iba a durar alrededor de tres meses. Habían pasado seis años desde la primera, seis años durante los cuales me había acostumbrado a seguir los asuntos de Estado. Había adquirido más seguridad y dominio, y también más experiencia. Conocía a los ministros y su jerga y, sobre todo, estaba mejor informada porque no había dejado de leer todo lo que se publicaba en la prensa, y tomaba apuntes sobre los problemas más acuciantes que resolver. Mis horas de soledad en mi «rincón» eran para el estudio y para el trabajo. Preparaba informes y meditaba sobre las reformas que se imponían si queríamos que nuestra sociedad progresase en la misma dirección que nuestra economía. Varias instituciones seguían siendo arcaicas. Mis visitas matutinas a los barrios pobres me mostraban cada día la necesidad y la urgencia de encontrar un remedio a sus males.

Imité a Morny, que invitaba a los diputados de la oposición para escuchar sus sugerencias. No venían sólo a mis cenas del lunes, sino también por la tarde, a la hora de las audiencias, para mantener largas entrevistas constructivas. Allí fue donde Émile Olivier me habló de la delincuencia juvenil, azote de los barrios insalubres, y de la necesidad de llevar a cabo una reforma penitenciaria. Enseguida me entusiasmé con la idea y me faltó tiempo para personarme en la prisión de la Roquette. Fue una visita inesperada que no dejó de sorprender y que me permitió percatarme de la magnitud del desastre.

¿Cómo no iba a horrorizarme al ver a más de quinientos niños y adolescentes encerrados cada uno en una celda, sin estar en contacto entre sí, sin ni siquiera oír una voz? En el Consejo que se celebró tras esa visita, exploté en presencia de los ministros:

—¡Debemos detener este sistema bárbaro!

—Vuestra Majestad va a provocarnos complicaciones administrativas —contestó uno de ellos.

—¡No es una cuestión de administración, señor, sino de humanidad y política!

Se cerró la Roquette; sus inquilinos fueron trasladados a centros penitenciarios de provincias menos opresivos, e insistí para que dieran ocupación a esos niños en vez de encerrarlos en celdas. A muchos de ellos se les asignaron tareas agrícolas; sin embargo, eso no era suficiente. También promoví una asistencia psicológica y moral para ayudarles a reintegrarse a una vida normal. En mis charlas con los jóvenes prisioneros, me percaté de su violencia y de esa obsesión de venganza que les consumía el corazón. Mis palabras surtieron algún efecto y no dudé de que, con un poco de bondad e inteligencia, los convertiríamos en personas normales, capaces de asumir su responsabilidad con la sociedad.

En los hospicios, en los hospitales y en los orfelinatos la tarea era mayor todavía. Se amontonaban allí muchas personas desgraciadas. Era necesario construir nuevos establecimientos, con más sitio, más luz, más personal, más laboratorios… y siempre había que llevar a cabo la misma lucha contra la burocracia y sus papeleos. Demasiadas personas me echaron en cara que les «molestase» y se vengaron de mí con campañas calumniosas. ¿Acaso lo más importante no era salvar vidas, y aplicar lo más rápidamente posible en los enfermos los resultados de las investigaciones de los científicos?

También luché en otro frente, el de la educación, y sostuve con energía los diversos programas de Victor Duruy. El emperador sorprendió a todos al confiarle el ministerio dos años antes, y me entrevisté en varias ocasiones con este universitario al que todos calificaban de librepensador. Era sobre todo un humanista y me fascinaba con sus proyectos de escuelas primarias que iban a romper el monopolio del clero. Era una obligación de nuestra dinastía desarrollar la educación de las futuras generaciones. Los que me trataban de «papista» perdían el tiempo, ya que al favorecer la escuela pública y la atribución de becas a los desfavorecidos, iba en contra del Syllabus que el Papa acababa de publicar y en el cual declaraba que no debía «ni aprobar, ni seguir el progreso, el liberalismo y la civilización moderna».

Durante mi regencia, ministros y diputados aprobaron dos proyectos de ley para construir más escuelas e institutos y conceder subvenciones a los estudiantes y artesanos sin recursos económicos. En el transcurso de los años seguiría apoyando a Duruy en la aplicación de sus programas. Uno de ellos me importaba especial y personalmente y me comprometí en él, el de la educación secundaria de las chicas.

—Las chicas francesas —me decía— deben ejercitar su mente y fortalecerla mediante la misma instrucción que reciben sus hermanos en los institutos. Tienen el mismo derecho y poseen las mismas capacidades que ellos para recibir una educación.

—También deberían acceder a la universidad.

—Vuestra Majestad tiene razón. Estas reformas contribuirán a elevar la dignidad de las esposas, aumentar la autoridad de las madres y extender la influencia de las mujeres en la sociedad.

Entre la burguesía y los medios clericales, el proyecto provocó un clamor de indignación. Exclamaron que era un escándalo. Se negaban a que las chicas aprendieran ciencias con profesores. Pero cuando, dos años después, se pasó a la ejecución del programa, yo misma di ejemplo enviando a mis dos sobrinas Alba, las hijas de Paca que educaba como si fueran mis propias hijas, a la Sorbona para recibir clases. Las protestas llovieron de todas partes y los ataques de Roma, y el propio Papa acusaría al ministro de Instrucción Pública de fomentar «objetivos impíos mediante nuevas medidas que ayudan a la obra de destrucción del orden social». A pesar de ello seguí colaborando con Duruy. Y fue él quien escogió más tarde el nuevo preceptor de mi hijo, el señor Filon, y a su profesor de historia, el señor Lavisse.

Una de sus cartas todavía la conservo entre mis papeles personales y algunas veces la vuelvo a leer para reconfortarme sobre los beneficios de nuestro reinado:

Los futuros historiadores de Napoleón III podrán decir: «Cuando tomó las riendas del gobierno de Francia, la mitad de la población vivía en la ignorancia, pero cuando se marchó, todos podían leer, escribir y contar». Será una gloria extraordinaria, porque no conozco a ningún príncipe que la haya conseguido.[106]

Mientras hacíamos obras de utilidad pública para el país, con el fin de conducirlo por la vía del progreso, un discurso incendiario del príncipe Plon-Plon me puso en una situación embarazosa. Desde Ajaccio, donde inauguraba un monumento a Napoleón I, declaró que Roma era el «último bastión de la Edad Media, un centro de reacción contra Francia, Italia y la sociedad». Eran unas palabras inoportunas, pues se acababa de firmar una convención con el rey Victor Manuel que había escogido Florencia como capital y prometía respetar al Papa en su ciudad de Roma, así que las tropas francesas ya se estaban retirando. Ministros y diputados fulminaban contra «el abuso de mandato». El Consejo, del que era vicepresidente, quería reaccionar de forma intempestiva, pero yo temía la trampa del odio, y los chorros de veneno que echarían luego sobre mi persona. Moví la cabeza y dije:

—En ausencia del emperador, me decanto por el silencio. Nada de publicaciones en Le Moniteur, nada de reprobaciones. El desprecio será el comentario más hiriente.

Algunos días después, los periódicos publicaron la carta que el emperador había enviado a su primo desde Argel: un completo desacuerdo. Plon-Plon dimitió de sus cargos oficiales y se retiró a sus propiedades de Ginebra. La reacción de Luis me tranquilizó, y me puse manos a la obra con más entusiasmo que nunca. Las noticias de México no eran para echar las campanas al vuelo, pero me negaba a alarmarme ante el primer fracaso. Sin embargo, notaba que había pocas esperanzas. A pesar de la ayuda de fuerza de Bazaine y de nuestro ejército, Maximiliano no conseguía hacerse con el poder del país. Mientras tanto, la guerra de Secesión había terminado, y Juárez recuperaba su importancia, apoyado por el nuevo presidente estadounidense. ¿Qué le podía responder al archiduque cuando nos pedía más tropas y más dinero? ¿Obtendríamos el éxito esperado? Temía haberme equivocado, y mi humor se resentía por ello, y hete aquí que José Hidalgo me solicita una audiencia.

El viaje del emperador llegaba a su fin, mi regencia iba a terminar. Quise hacer un gesto significativo a favor de las mujeres, y otorgué la Legión de honor a Rosa Bonheur. Una mujer original, muy audaz, que se había impuesto a través de su pintura y tenía mucho éxito. La prensa no dejó de aplaudir y Francia se quedó impresionada ante su primera mujer condecorada.

Cuando llegó el momento de retirarme, estaba satisfecha de mi trabajo. Todo había transcurrido dentro de un orden y tranquilidad. Los ministros no se habían peleado ni una sola vez, y tenía las riendas tan bien cogidas que incluso me sabía mal devolverlas. Pero estaba orgullosa de poder decirle a Luis:

—Te entrego un gobierno firme y unido. Cuida de no aflojar demasiado las riendas.

Su regreso fue una explosión de alegría. El viaje lo había transformado. Le había rejuvenecido diez años, estaba en plena forma y nos explicó sus aventuras con mucha verborrea y entusiasmo como no se le conocía desde hacía tiempo. Estaba contenta de verlo así, como si hubiera resucitado, y escuchaba sus relatos que me divertían mucho. Con un pequeño número de hombres había ido al desierto del Sahara, donde miles de saharianos lo aclamaron y lo festejaron con un ejercicio que llaman correr la pólvora, que consiste en ejecutar varias maniobras a todo correr de los caballos disparando al mismo tiempo las armas. Para él asaron bueyes enteros, avestruces y otros animales increíbles. Por todas partes, de norte a sur, lo honraron como a un soberano estimado, y su corazón estaba conmovido por ello.

El cambio era tan espectacular que quise prolongar sus efectos. Tras la cura de Plombières, propuse una escapada en familia al castillo de Arenenberg. Luis lo había vendido cuando estuvo en el fuerte de Ham, pero yo lo volví a comprar después de nuestra boda y se lo regalé en 1855 con motivo de su cuarenta y siete cumpleaños. Lo había hecho restaurar tal como era en la época de la reina Hortensia, y nunca habíamos tenido la ocasión de ir. Fue para él una gran felicidad reencontrarse con sus recuerdos de juventud y los compañeros que había tenido en aquella época. Le obsequiaron con serenatas, fuegos artificiales y banquetes y, con una voz emocionada, evocó su expulsión del país, exigida por Luis Felipe. Aquellos pocos días nos acercaron en la confianza y la complicidad, y me felicitó por los resultados de mi regencia.

—Has aprendido mucho sobre las cosas y las personas —me dijo con esa mirada empañada que seguía turbándome—. A veces tengo la sensación de que eres mi segunda conciencia, cuyo juicio se ha vuelto indispensable para mí.

—Mi única ambición es ayudarte lo mejor que pueda para mantener el imperio. Por el porvenir de nuestro hijo.

—¿Adónde vamos? —suspiró estirándose las guías del bigote—. Tengo curiosidad por oír lo que Bismarck va a decirme. ¡Menuda insistencia por mantener una entrevista conmigo!

La visita del ministro de Asuntos Exteriores de Prusia acortó nuestra estancia, cuyo fin se vio ensombrecido por un accidente. En la estación de Neuchâtel, el pitido de una locomotora asustó a nuestros caballos. Un coche volcó. Mis damas, que lo ocupaban, sufrieron heridas graves y fueron llevadas a un hospital; esperé hasta saber que estaban fuera de peligro para ir a Fontainebleau, donde Luis me había precedido.

Un calor pesado, sofocante, incomodaba nuestra salud. Loulou tuvo fiebre y Luis dolores de cabeza; los casos de cólera se multiplicaron en París y en el resto de Francia. Esperábamos con impaciencia la explosión salvadora. Fue en Biarritz donde se produjo, tras la llegada del conde de Bismarck. Fue un verdadero cataclismo. Vientos violentos, lluvias torrenciales, rayos, truenos, temporales y naufragios marcaron su estancia y nos privaron de nuestras excursiones habituales. En la villa Eugénie nadie advirtió que el desencadenamiento de los elementos era un mal presagio. El señor Bismarck fue un perfecto conversador, desplegando tanto encanto e ingenio que nuestra pequeña Corte quedó totalmente subyugada. En el concierto de adulaciones, ¿quién hubiese podido adivinar el desastre que este émulo de Maquiavelo nos infligiría dentro de poco?

Se entretuvo durante horas con Luis. Entre aguacero y aguacero, caminaban por el parque o por la playa, y luego se encerraban en el despacho del emperador y proseguían sus discusiones junto a la chimenea. Cuando se reunían con nosotros en el salón, con una palabra suelta aquí y otra allá parecían continuar el diálogo, pero no era posible captar el tema de la conversación o el alcance del mismo. Me daba rabia no saber nada y me conformaba con lo que Luis me regalaba por la mañana cuando venía a mi habitación y yo le asediaba a preguntas. Mi instinto me hizo mantenerme en mis treces. Y si, como buena anfitriona, tenía muchas atenciones con frau Bismarck y la hacía participar en nuestros juegos de sociedad, no por ello estaba menos preocupada por lo que se preparaba bajo nuestro techo. La observación del rey Guillermo permanecía fresca en mi memoria, y desconfiaba de la sonrisa engatusadora de su ministro, cuya mirada azul tenía la dureza del sílex. Tuve que esperar el final de la visita para obtener una aclaración:

—Estamos en los inicios de grandes cambios —me confió Luis—. Me ha ofrecido lo que no le pertenece. Quiere llevarme a su terreno… Pero no hay que crear las circunstancias, hay que dejar que vengan solas… Entonces adaptaremos nuestras resoluciones.

—¿Y esto qué significa?

—Que Prusia declarará la guerra a Austria, y esa eventualidad inesperada puede reservarnos más de una ventaja. Me quedo fuera, reservándome la decisión de intervenir como mediador tras la batalla.

Su mirada discurría entre el oleaje embravecido que se estrellaba contra las rocas. El conflicto que se anunciaba le exaltaba la imaginación. Veía en ello la posibilidad de acabar su obra interrumpida en 1859.

—Yo presiono a Italia a aliarse con Prusia para aplastar a Austria. Esta me cede el Véneto, que devuelvo a Italia, y Prusia me da las gracias por mi neutralidad otorgándome las provincias del Rin.

Se inclinó hacia el fuego frotándose las manos de satisfacción:

—¡Por fin se abolirán los tratados de 1815!

Para llevar a cabo su sueño apasionado, no dudaba en desviarse de la política seguida durante los últimos meses, ese acercamiento con Austria sobre el que me había lanzado y que yo consideraba una necesidad vital para Francia.

—¿Qué voy a decirle a Metternich?

—Lo mismo. Conservemos el hierro al rojo vivo. Lo usaremos en caso de necesidad.

Por naturaleza, me negaba hacer el doble juego. Era demasiado franca y espontánea. Y mi instinto me inclinaba hacia Austria. Desconfiaba de Prusia, que sería mucho más amenazadora cuando conquistase Alemania. Desde que regresamos a París, retomé mis conversaciones con Metternich con la esperanza de sonsacarle una alianza concreta que alejara a Luis de sus espejismos prusianos. Bastaba resolver la cuestión del Véneto.

—Abandonadlo —le dije—. Ese gesto de renuncia voluntaria hará que toda Italia se ponga de vuestra parte, y con el mismo movimiento tengáis a Francia de vuestro lado.

Viena dudaba, y mientras tanto el rey Leopoldo murió, al igual que lord Palmerston. Dos buenos aliados desaparecían, y la tensión aumentaba entre Prusia y Austria. En París se acaloraban los ánimos. A partir de la primavera de 1866, el miedo a la guerra hizo temblar la bolsa y el mundo de los negocios. El 3 de mayo, el ministro Rouher pronunció un discurso tranquilizador ante los diputados de la Cámara, afirmando que Francia quería la paz y mantendría su entera libertad de acción en relación con las potencias en litigio. El señor Thiers, entonces, se levantó y pidió la palabra:

—Para conservar la paz, no hay más opción que dirigirnos a Prusia. Existe un lenguaje duro que consiste en decir: son ustedes los que amenazan la paz, nosotros no lo permitiremos. Existe otro lenguaje más suave, el de la negación de concurso clara y escuetamente. Existe la vía de la alianza con Prusia. Al sentir que Italia se le escapa, Prusia perderá toda esperanza de tener a Francia como cómplice. A partir de ese momento, se planteará proseguir su objetivo.[107]

El señor Thiers no me gustaba, pero tenía mil veces razón. Acababa de expresar el fondo de mi pensamiento, e insistí con más vehemencia ante el príncipe de Metternich:

—¿Acaso no veis que el emperador sólo está dispuesto a seguir una política de neutralidad hasta que hayan empezado a disparar? Si os digo que deis un paso adelante, no es para atraeros a una trampa… ¡Adelante, adelante![108]

Me dejaba llevar por el entusiasmo y me detuve bruscamente ante la expresión aterrada de mi interlocutor que echaba por tierra mis esperanzas. Sin embargo, a principios de junio, Austria renunció a su alianza con Prusia, y se comprometió a cedernos el Véneto pidiéndonos servir de corredor con Italia, fuese cual fuese el desenlace del conflicto. Mientras tanto, Alemania del sur y Hannover integraban sus filas. Pero el ejército prusiano entraba en Bohemia, y las fuerzas austríacas sólo tuvieron tiempo de vencer a los italianos en Custozza, antes de ser aplastados en Sadowa.

Era el 3 de julio. Ese mismo anochecer, Metternich irrumpió en Saint-Cloud y me presentó el despacho que acababa de recibir de su gobierno:

Esforzaos en hacer que el emperador Napoleón abandone su neutralidad pasiva… Sólo una intervención armada de Francia puede impedir que Prusia extienda su dominio en toda Alemania.[109]

Moví la cabeza en silencio. Si sólo dependiese de mí, sabía bien lo que se debería decir a los ministros y al país entero. Aunque sólo hubiese una pequeña oportunidad, la aprovecharía.

—Haré todo lo que esté en mis manos, estimado príncipe. De tanto jugar a ver, el imperio se perdería.