CAPÍTULO XIII

El viaje fue una pesadilla y me asaltaron los más negros presentimientos. Por la noche, se levantó una tempestad y nuestro flamante barco, imponente y majestuoso unas horas antes, era sólo un endeble cascarón de nuez zarandeado por un mar enfurecido. Olas inmensas, una a una, nos atacaban con violencia y nos aplastaban con su masa rugiente que saltaba sobre los puentes. No sé por qué milagro conseguimos librarnos de acabar en el fondo del mar, engullidos para siempre. Quizá lo habría deseado si hubiese sabido lo que el destino me deparaba. Encerrada en mi camarote, lloraba y rezaba por la salud de Paca. Estaba atemorizada ante la idea de no volver a verla, y sólo tenía un pensamiento, una verdadera obsesión a la que agarrarme con todas mis fuerzas: llegar a tiempo, volver a hablarle y cuidarla con cariño.

Pero la mala suerte nos persiguió, multiplicando los obstáculos en nuestro camino. Por la mañana estábamos en Port-Vendres, tristes náufragos que nadie aclamaba. No tenía ánimos para reírme como hubiese hecho en cualquier otra circunstancia. La inquietud me atormentaba, quería llegar lo antes posible a París y me negaba a esperar nuestros coches. Unas carretas nos llevaron a Perpiñán, unida por vía ferroviaria con Marsella. Luis estaba lívido; debido a la travesía, se encontraba mal. Mis damas estaban en un estado deplorable, y el resto de nuestro séquito no estaba mucho mejor. Los ensalzados de ayer ya sólo eran unos rescatados de aspecto miserable.[93] ¿Acaso era un aviso de la Providencia? Estaba demasiado ansiosa para sacar una lección de ese incidente.

Había mucha gente en el andén de la estación Saint-Charles, y el tren imperial nos esperaba calentando máquinas. No saludé a nadie y me precipité a mi departamento. Algunos minutos después, estábamos en marcha y Luis se reunió conmigo.

—Debo decirte la verdad, Ugénie. Paca ha muerto. No me he atrevido a decírtelo antes por temor de verte hundida por el pesar sin poder enfrentarte a nuestras obligaciones de representación.

Paralizada por el horror, le oí explicarme con calma que mi hermana se había apagado el 16 de septiembre, la víspera de nuestra llegada a Argel, que el funeral se había celebrado cuatro días después en la Madeleine, y que había pedido al duque de Alba que me esperase antes de llevar el féretro a España. Me entregó el despacho que me había dirigido y que él había interceptado. Lo eché. Quería estar sola. Un desgarrado grito brotó de mis entrañas y me desplomé sobre mi cama, destrozada. Una espada me partía el corazón. Una parte de mi vida se iba con ella.

Paca ya no era. ¡Paquita, Paquiritita, hermanita mía! Nunca volvería a escribir esas palabras tiernas a la que más amaba en este mundo, mi confidente, mi doble, mi otro yo, la que había compartido mi infancia, mis alegrías, mis ilusiones, mis tristezas, mis decepciones, a quien abría mi alma, y que me conocía en lo más íntimo de mi ser. ¿Quién me consolaría de ahora en adelante?, ¿quién apagaría mis penas, y mis tormentos?, ¿quién me guiaría en el camino de la paciencia y el perdón?

Y, sobre todo, ¿quién me ayudaría a entender mejor a Luis? Al dolor del luto se añadían la furia y la humillación. Lo que me acababa de hacer me indignaba más que cualquier otra cosa. Había presupuesto mi flaqueza; no había confiado en mí y me había ocultado la noticia para asegurarse el triunfo de una visita oficial. Me había utilizado, sin tener en cuenta mis afectos y mis sentimientos más profundos. Caí en un vacío aún más horrible, ya que al perder a mi hermana, también perdía a mi marido porque me había mentido.

Todo se desmoronaba en mi interior, y poco a poco me sumí en un abismo del que sólo se sale tras haber pisoteado el corazón. Medía el precio de sufrimiento de los altos destinos y me decía que los bienes de la tierra no valen los esfuerzos que hacemos para conservarlos.[94] Triste regreso sobre mí misma. Triste regreso al palacio de Saint-Cloud, donde me encerré en la soledad de mis apartamentos. Triste regreso sobre todo a ese hotel de los Campos Elíseos que había comprado y decorado con lo más bello para mi querida hermana. Fui a verla antes de mi partida, cuando estaba tan plácida en su cama, y ahora me encontraba la casa vacía, sin ni siquiera el consuelo de abrazar el cuerpo inanimado. Sólo había un féretro que hice transportar a Rueil, a la capilla del castillo de La Malmaison, entre Josefina y la reina Hortensia. Cada día iba y lo cubría con esas flores blancas que Paca tanto adoraba. La vida ya no existía, pero me aferraba a esos restos que eran lo único que me consolaba. Creía tenerla aún cerca de mí, puesto que yo era la guardiana de su postrer sueño. ¿Compensarían todos estos gestos mi ausencia en el último momento?

Olvidando el mundo que me rodeaba, mi hijo, mi marido y la Corte, guardé luto riguroso sin poder librarme de esa culpabilidad atroz que me atormentaba. Ya no dormía, no comía, tosía, perdía fuerzas; mi espalda me hacía sufrir lo indecible, y temí padecer la enfermedad de Paca. Una degeneración de la columna vertebral que podía ser hereditaria, me habían dicho los médicos, confesándome que no sabían cómo curarla, y que sólo conocían a un especialista en la materia, el doctor Simpson. Pero para consultarle, había que viajar hasta Edimburgo.

La perspectiva de un viaje a Escocia me reanimó. Notaba que esa atmósfera mórbida en la que me iba sumiendo, me envolvía cada vez más en la desgracia, y que, para sobrevivir, debía huir. ¿Pero dónde podía ir? Italia, Alemania y España eran destinos imposibles. De repente Escocia me pareció un lugar bendito. Una pequeña aura de libertad soplaba desde sus montañas y sus lagos, y me embriagaba. Poco me importaban las nieblas del invierno, necesitaba cambiar de aires. Sobre todo me corría prisa saber a ciencia cierta qué ocurría con esa enfermedad misteriosa, porque si la sufría yo también, ¿no la habría transmitido a mi hijo? Gozaba de buena salud, pero me preocupaba al percatarme de que era bajito para su edad.[95]

Estábamos llegando a la estación de Compiègne. Rompiendo el silencio que había adoptado hacia Luis desde Marsella, aparecí en su fumadero para anunciarle mi decisión de ir a Escocia a casa de la duquesa de Hamilton, su prima, que comprendía mi pesar y me ofrecía su hospitalidad.

—Después de eso, todo irá bien —me dijo—. Cuidaré a nuestro hijo.

Cuatro días después, el 14 de noviembre, con un séquito reducido de dos damas y dos chambelanes, tomaba la ruta de Londres de incógnito, bajo el nombre de condesa de Pierrefonds. Esa cabezonada y mi partida precipitada provocaron muchos comentarios. En las revistas y en los salones, las imaginaciones se desataron, negándose a atenerse a las razones más sencillas. Como cualquier ser humano, la emperatriz era de carne y hueso y necesitaba aliviar su tristeza. Pero de Bruselas a Potsdam se inventaron peleas con el emperador a propósito del Papa, e incluso evocaron un divorcio. Escribí a la reina de Inglaterra que deseaba verla al regresar de Escocia.

Mi primera preocupación fue precipitarme a Edimburgo, donde el doctor Simpson, tras un examen exhaustivo, declaró que mi condición física era excelente. Algunas nubes se disiparon de mi mente, y visité el país con el corazón ligero. Los Lochs, Melrose, Holyrood, donde se conservaban los restos de María Estuardo; Glasgow, donde me aclamaron con mis velos de luto; Manchester, donde quise ver las fábricas, y por fin Londres. Victoria me recibió en Windsor para un almuerzo privado con ella que me confirmó su afecto. Había oído los rumores extravagantes de mi viaje, pero no hizo ninguna pregunta y se limitó a escucharme:

—Pobrecita —me dijo—, entiendo vuestro pesar y vuestra angustia.

A pesar del tiempo brumoso y húmedo, me concedí algunos días de libertad en el hotel Claridge. Había recuperado el sueño y el apetito, ya no me sentía oprimida y había dejado de toser. Andaba por las calles, hacía shopping y me acercaba hasta el British Museum para encontrarme con Panizzi, el amigo de Mérimée. Esa bocanada de independencia me estaba curando. El 12 de diciembre anunciaba mi regreso y volvía a París. Estaba preparada para reencontrarme con Luis.

Vino a mi encuentro a Amiens a bordo del tren imperial. Fue un detalle, una deferencia que me emocionó profundamente. Me reuní con él en el vagón-salón y mantuvimos una larga conversación. Se disculpó y supo seducirme con sus palabras tiernas. También me habló con toda franqueza de sus «pequeñas distracciones», y me confesó que lo cansaban hasta la exasperación. Abundaron tanto los juramentos como las promesas. Me había echado de menos, y me suplicaba que no lo volviese a abandonar jamás. Aunque hubiese querido, no hubiese podido. También yo lo había echado de menos a él y, a pesar de todas sus faltas, aún lo amaba. Unos lazos misteriosos nos mantenían unidos. Lo necesitaba, como él me necesitaba a mí, y no podía explicar el cómo ni el porqué. El destino nos había sellado fatalmente.

Una última formalidad me esperaba en Rueil, y Luis se preocupaba por ello, pero lo tranquilicé:

—Quiero luchar contra mi pena.

Mis vacaciones en la otra orilla del canal de la Mancha y la sinceridad de nuestra reconciliación me dieron la fuerza de asumirla. Había aprendido a enfrentarme a las situaciones desde la infancia y nunca las eludí. Una semana después, cogían el féretro de Paca para llevarlo a Madrid. La acompañé hasta la estación, dispuse las flores en el vagón, haciendo por ese pobre cuerpo lo que hacía por ella cuando estaba enferma y sólo me separé en el último instante. Vi desaparecer el tren, llevándose los restos mortales de mi hermana y en ese momento terrible tuve la sensación de que me arrancaban el alma.[96]

Pero la vida estaba allí con sus exigencias. Había llegado la hora de reaccionar. Loulou reclamaba su parte de ternura y me estiraba de la mano para enseñarme sus progresos en dibujo y equitación. Luis, por su parte, me entretenía con los cambios políticos que había llevado a cabo durante mi viaje. El imperio se adentraba en una vía liberal y debía conocer las medidas antes de asistir a los próximos Consejos, donde algunos ministros habrían cambiado. El derecho de discusión concedido a las Cámaras me pareció más juicioso que la flexibilidad de la censura sobre la prensa. En cambio, estaba totalmente de acuerdo con la supresión de los pasaportes para los ingleses que querían visitar nuestro país. La cuestión del Papa volvió a surgir y no soportaba la idea de que pudiese ser echado de Roma y condenado al exilio. La posición de Luis era difícil, pero sabía que no se daría por vencido. Para demasiados franceses este asunto era de su incumbencia.

Volví a coger las riendas de las recepciones oficiales y de las obligaciones de la Corte, y defendí con uñas y dientes mis horas de tranquilidad en mi habitación favorita, el gabinete de trabajo donde reuní los muebles y los objetos que estimaba. Cuando tenía los blues devils y no estaba en forma, me encerraba en «mi casa», lejos del mundo, y las habladurías no traspasaban el umbral de la puerta.[97] Trabajaba, leía y olvidaba. El hotel Alba, que había decorado sólo para Paca, fue derruido, la propiedad vendida y busqué otra casa para acoger a mi cuñado y los hijos de mi adorada hermana. Cuando llegó el verano, había superado mis pesares y estaba entera, aunque había dejado por el camino lo mejor de mí misma; pero lo importante era llegar.

A finales de junio recibimos una visita en nuestro palacio de Fontainebleau. Nos habían anunciado una embajada del rey de Siam y, siguiendo el ceremonial asiático, los tres embajadores y su séquito, con trajes de brocado de oro, se pusieron de rodillas desde la entrada de la galería Enrique II donde los recibíamos y ante la Corte entera, sorprendida, se arrastraron sobre los codos y las rodillas, la cabeza de uno contra el trasero del otro, hasta el estrado donde se encontraban nuestros tronos. El primer embajador tenía entre sus manos un jarrón que contenía las cartas de su rey. A la mínima parada que hiciera la columna, los rostros chocaban contra los traseros de brocado del que iba delante. Aún me pregunto cómo pude permanecer seria. Luis se dominaba y sufría al verlos imitar a los abejorros. En cuanto recibió las cartas se levantó y la embajada hizo lo mismo. Entonces nos entregaron los regalos que habían traído: telas de oro y plata tan ligeras como nubes, tazas esmaltadas de oro y un traje completo para el emperador, todo de brocado de oro bordado con flores de esmalte y un gorro puntiagudo de filigrana.

—Ya tienes tu disfraz para el próximo baile que organicemos —murmuré reventando de risa.

Aunque el objeto más divertido me lo trajo dos días más tarde Mérimée, que había asistido a la ceremonia con su jubón de senador:

—He interceptado el despacho del siamés para su rey. Aquí tenéis la traducción. Creo que la encontraréis graciosa.

Ese día, séptimo del mes del rinoceronte.[98]El emperador, acompañado por todas sus sultanas, nos ha recibido muy educadamente. Se había puesto unos calzones rojos y un tahalí del mismo color para honrarnos, y había permitido a sus mujeres que apareciesen en ropa de apartamentos interiores. Tal era su prisa por acudir a nuestro encuentro que habían olvidado de cubrirse los hombros. La principal mujer de Su Majestad es una persona de gran belleza… Tenía sobre sus hombros la gualdrapa del caballo del emperador porque, a pesar de todo su poder, ese monarca no posee ni un solo elefante para ir a cazar y se ve obligado a montar a caballo.

He leído mi discurso con voz firme y sin quitarme los zapatos, porque era muy importante mantener bien alto el honor del pabellón del Elefante blanco. El emperador me ha contestado algunas palabras llenas de gracia… Nos ha hecho conducir a otra sala donde se había preparado un banquete. La carne era bastante buena, a pesar de que en la mesa imperial no hubiese ni brochetas de ratón, ni salteado de perro, ni siquiera redondo de tigre…[99]

—¡Don Próspero! —exclamé—, ¿no es obra de vuestra imaginación?

—La realidad supera la ficción, señora.

En mi vida me había reído tanto como en ese momento, y volvería a leer ese documento más de una vez para iluminar las negras horas del olvido.

Dos meses más tarde estábamos en Biarritz para pasar unas vacaciones familiares en compañía de algunos íntimos de los cuales formaba parte Mérimée. Animaba nuestras veladas y Luis lo consultaba para una vida de Julio César que estaba escribiendo. A orillas del océano recuperé mi entusiasmo, mi energía y mis ganas de vivir. La etiqueta desaparecía y pasaba más tiempo con Loulou, que tomó su primer baño de mar. El profesor de natación lo tiró al agua de cabeza, como Aquiles en el Stix, y mi hijo salió llorando. Lo cogí en brazos para tranquilizarlo.

—Pensaba que eras más valiente. No lloras ante los grandes cañones.

—Porque mando a los cañones —contestó entre sollozos—, pero no puedo mandar al mar.

Mérimée, que asistía a la escena, se regocijó ante esta respuesta tan «napoleónica».

—Permitidme, señora, explicársela a todos mis amigos.

Estaba orgullosa de mi hijo y lo adoraba, pero me mantenía firme, e incluso a veces era exigente. Quería convertirlo en un hombre, y temía las debilidades de su padre, que le concedía todos los caprichos. Ya tenía valor, y mostraba una predilección por los asuntos militares. Sólo tenía cinco años, y ya era todo un Bonaparte.

Mi madre llegó de Madrid con los tres hijos de mi hermana y su abuela, la duquesa viuda de Álava, que tenía por compañero de viaje a José Hidalgo, un diplomático mexicano que ya conocíamos bien en la familia. Una gran aventura iba a empezar y ésta nos costaría las peores calumnias. ¡La opinión general incluso llegará a condenarnos, al emperador y a mí, puesto que terminará en Querétaro!

Y, sin embargo, aún hoy, no me avergüenzo de México. Deploro lo ocurrido, pero no me sonrojo por ello. [100]

Este asunto fue el resultado de algo muy meditado, el cumplimiento de un altísimo pensamiento político y civilizador. Se trataba de «regenerar» un país arcaico sumido en la anarquía y la pobreza para ayudarlo a recuperar sus tradiciones y resistir al materialismo yankee. En la génesis de la empresa, las especulaciones financieras, los cobros de créditos, los bonos Jeckers, las minas de Sonora y de Sinaloa no ocuparon un puesto de privilegio. Ni siquiera pensamos en ello. Fue mucho más tarde cuando los agiotistas y los truhanes quisieron aprovecharse de las circunstancias. Pero eso ha pasado en todos los grandes asuntos humanos. ¿Acaso sólo había piedad en las Cruzadas?

Desde que la guerra civil devastara México, José Hidalgo, habitual en Biarritz, me había fascinado al explicarme la lucha desesperada de los conservadores a los que representaba contra los revolucionarios de Juárez. Este había tomado el poder el año anterior, instaurado la dictadura y decretado una moratoria sobre los préstamos extranjeros otorgados a su adversario Miramón. Los financieros, preocupados por recuperar su dinero, pidieron ayuda a sus respectivos gobiernos.

—Ese asunto es incumbencia de Inglaterra, Francia y España —afirmaba—. Esas tres potencias deberían intervenir. Es la ocasión de fundar una monarquía católica en México. Restablecer el orden y la paz en ese ancho país, con el apoyo del partido conservador. El emperador encontraría allí para Francia la ayuda comercial que la India aporta a Inglaterra.

—Es una idea magnífica —murmuré deslumbrada—. La mayor de nuestro reino, en efecto. Al emperador sólo puede seducirle.

Luis prestó mucha atención al proyecto. Desde su prisión de Ham soñaba con levantar en América central un sólido imperio que pusiera coto a las ambiciones de Estados Unidos. Entonces su punto de mira era Nicaragua, a causa de las facilidades que se daban allí para la excavación de un canal interoceánico. Así que rápidamente se percató de la oportunidad de una intervención francesa en México en el momento en que la dictadura de Juárez desencadenaba una oposición seria y poderosa, mientras que la guerra de Secesión alzaba en contra, y por mucho tiempo, a las dos mitades de la república vecina.

—Es de nuestro interés que Estados Unidos sea poderoso y próspero —declaró—, pero no nos interesa para nada que se apodere de todo el golfo de México y sea el único distribuidor de los productos del Nuevo Mundo. Si ayudamos a México a conservar su independencia y la integridad de su territorio, garantizamos por la misma razón la seguridad a nuestras colonias de las Antillas y creamos salidas para nuestro comercio, abasteciéndonos de las materias indispensables para nuestra industria.[101]

Así se fraguó en la sombra una amplia combinación clerical y monárquica de la cual Francia debía ser el alma y el único instrumento. Porque estábamos convencidos de que el concurso de Inglaterra y España se limitaría a la ocupación de algunos puertos mexicanos. ¡Así que íbamos a restaurar el vasto imperio de Moctezuma y Guatimozín a favor de un príncipe católico![102]

La euforia se apoderaba de mí, mi alma novelesca se exaltaba. Al igual que antes del golpe de Estado del 2 de diciembre, vivía una aventura que ponía mi mente en efervescencia y me catapultaba a esferas de grandeza jamás alcanzadas. Una empresa de esa envergadura sería la gloria de nuestro imperio que a la vez serviría a la humanidad. Me volqué en cuerpo y alma en ello, galvanizada por el deslumbrante éxito que preveía, embriagada sobre todo por el hecho de trabajar conjuntamente con Luis. Un perfecto entendimiento nos unía en ese nuevo juego político de alta envergadura que me hacía olvidar las intrigas, las habladurías y las pequeñas preocupaciones de la vida cotidiana.

Convencidas por los argumentos de Luis, Inglaterra y España nos siguieron, animadas por tan buena idea que salvaguardaba sus intereses en México, donde tanto la una como la otra tenían numerosos súbditos. Se firmó una convención en Londres; los ejércitos atravesaron el océano y buscamos un candidato que ocupara el trono vacante.

—El duque de Módena, el duque de Parma —decía Hidalgo.

—¿Y por qué no don Juan de Borbón —replicaba yo—, el duque de Montpensier o el duque de Aumale?

Luis nos escuchaba con una expresión pensativa y dijo:

—Yo veo más bien al archiduque Maximiliano de Austria. Los Habsburgo se distinguen por su inteligencia, su transigencia, sus cualidades amables. Su boda con la princesa Carlota de Bélgica le asegura el apoyo del rey Leopoldo, cuya influencia en la corte de Londres le será muy preciada.

—¿Aceptará? —pregunté.

El chasquido de mi abanico rompió el silencio. No dudaba de la fuerza de persuasión, y añadí:

—¡Tengo el presentimiento de que aceptará!

Los ojos de Luis se iluminaron. Me reveló confidencialmente que la elevación de un archiduque austríaco al trono de México debía servirle algún día de argumento para obtener de Francisco José la cesión de Venecia a Italia.

—Mediante ese desvío —concluyó—, el programa de 1859 se llevará a cabo en su totalidad. Italia será libre hasta el Adriático.

Luis soñaba y yo soñaba con él. Otros emigrados entraron en escena: Almonte, Gutiérrez, monseñor Labastida y el padre Miranda. Sus discursos hacían destellar ante nosotros las perspectivas más halagüeñas. Nos aseguraban que los mexicanos odiaban la República y saludarían con entusiasmo la proclamación de una monarquía; que un príncipe católico de alta alcurnia y de gran porte como el archiduque Maximiliano sería acogido en todas partes con los brazos abiertos, bajo arcos de triunfo y lluvias de flores; y que Estados Unidos, destrozado por una guerra civil, se resignaría fácilmente a nuestra intervención.

Los creímos, y los propios acontecimientos nos llevaron a creerlo: la victoria de nuestras tropas en Puebla y su entrada triunfal en México nos animaron a perseverar en el intento. El Consejo votó créditos y se hicieron a la mar refuerzos bien pertrechados. El príncipe de Metternich, que se había unido a nuestro grupo, se esforzaba por convencer al archiduque a que aceptara la corona y lo presionaba para que lo consiguiese.

—Su presencia en México valdría un ejército de cien mil hombres —decía con ardor.

Me dediqué a fondo, expresándome con demasiada vehemencia cuando las cosas no iban con la rapidez que deseaba. Como aquel día en que me enteré de pronto de que Maximiliano había recapacitado sobre su consentimiento y ya no quería ir. A media noche, envié mi coche a La Jonchère con un mensaje fulgurante para Metternich:

Estimado príncipe,

No hablo del espantoso escándalo que se producirá para la Casa de Austria, sino para nosotros; concebís que no hay excusa posible, sean cuales sean hoy los obstáculos que se presentan por ambas partes, el hecho es que habéis tenido tiempo de sopesarlo todo, y de sopesarlo bien… Por favor, informad esta misma noche a vuestro Gobierno y pensad en mi mal humor totalmente justificado.[103]

Ya no podíamos dar marcha atrás. El honor de la bandera y la firma de Francia estaban comprometidas, y debíamos proseguir nuestros esfuerzos hasta el límite extremo de lo posible. El emperador intervino a su vez y la situación se decantó a nuestro favor. En la primavera de 1864, el archiduque y la princesa Carlota eran acogidos triunfalmente en la capital mexicana, y las tropas de Bazaine empezaban una campaña victoriosa en las provincias del norte. Nuestra empresa ya no era una quimera. A partir de ese momento, todo nos dejaba concebir que iba a ser un éxito.

Una preocupación de peso desaparecía de la larga lista. México había sido mi única preocupación desde el famoso otoño de Biarritz. Italia había explotado otra vez y Victor Manuel aprovechó la ocasión para reclamar con fuerza una «cesión inmediata» de Roma. Una vez más, Francia quedaba dividida por la polémica. ¿Acaso íbamos a retirar a nuestras tropas y condenar al Papa al exilio? A los ministros que le animaban a hacerlo, argumentando una fuerte corriente de la opinión pública en ese sentido, el emperador respondía con contundencia:

—¡Yo también, señores, conozco los sentimientos de Francia y no abandonaré al Papa!

Entonces Luis procedió a una reorientación ministerial que provocó una crisis grave, y me rogó que le ayudase a operar esos cambios «de la forma más provechosa desde un punto de vista político». El señor Fould quería dimitir en el Ministerio de Finanzas, y lo convencí para que permaneciese aunque aceptando sus condiciones: la partida de Walewski, el regreso de Drouyn de Lhuys y el mantenimiento de Persigny. Este era mi enemigo personal, pero no protesté. Mientras tanto, los salones inocularon su veneno: «El emperador hace lo que ella quiere. ¡Ahora su influencia es total!».

Decían que yo quería gobernar, que tejía mi tela para tomar el poder. Es verdad que me gustaba la política y en particular la política exterior. En cuanto a dirigir Francia, estaba lejos de ambicionar tal cosa. No era mi «oficio», pero la salud del emperador declinaba alarmantemente y yo debía paliar sus deficiencias poniéndome a tiro en su lugar más a menudo de lo que hubiese deseado.

Unas crisis de dolores violentos lo dejaban agotado. Se negaba a que le hicieran un examen exhaustivo que determinaría la causa de esas crisis y se limitaba a tomar tranquilizantes a base de opio que lo sumían en la torpeza y la melancolía. ¡Cuántas veces le oía gritar por la noche! Me llamaba y yo acudía rápidamente a su cabecera. Se retorcía gimiendo y me enfurecía con los médicos, que se preguntaban si eran los riñones, la vesícula, cálculos urinarios o cólicos nefríticos. Sólo un especialista hubiese podido dar un diagnóstico preciso, pero el emperador eludía la cuestión. En cuanto la crisis pasaba, la olvidaba. Cada vez salía de ellas más débil, más pálido y, sobre todo, menos enérgico en su voluntad. Ahora bien, tenía muchas horas de lucidez, con pensamientos rápidos y brillantes, una manera muy suya de expresarse que subyugaba a todo aquel que quería oírle. Y me enrabiaba en mi rincón al ver tantas cualidades reducidas a nada por culpa de sus evasivas.

—Si quieres curarte —le decía—, plántale cara a tu enfermedad. Y para hacer eso debes conocerla para dominarla.

Se reía y me llamaba su «don Quijote», y con una pirueta cambiaba de tema. Tenía un alma sensible y las tensiones de la política lo desgastaban. Esta no lo trató con miramientos durante el año 1864. Las elecciones legislativas repercutieron en una subida de los republicanos, y mientras tanto la insurrección polaca excitaba a los franceses. Toda Francia tomaba partido por los polacos contra los rusos sanguinarios. Yo formaba parte de los más entusiastas. Incluso quería que se restableciera el antiguo reino de Polonia bajo el cetro de un archiduque austríaco. Hacíamos una campaña para liberar Polonia como habíamos liberado Italia, y el gabinete de Las Tullerías quería que se discutiera el caso ante el tribunal de Europa.

Frente a ese entusiasmo de la opinión publica, el emperador tuvo que resistir para mantener la aproximación franco-rusa iniciada desde el final de la guerra de Crimea y de la cual nos habíamos beneficiado durante la guerra de Italia. Pero su insistencia por apoyar a la nación mártir fomentó la inflexibilidad del zar, y éste nos volvió la espalda para entenderse con Bismarck. A la amenaza de una Italia unificada, se añadía la de la potencia prusiana que crecía ante nuestros ojos y que debíamos impedir a cualquier precio que se anexionase Alemania. Entonces Francia se encontraría en grave peligro.

—Una triple alianza nos salvaría —había suspirado Luis—. Tenemos a Inglaterra, pero no será fácil conseguir el acuerdo de Austria.

—Metternich es inteligente. Pronto entenderá que su país será la primera víctima de una hegemonía de Prusia sobre Alemania.

Al margen del asunto mexicano, se habían entablado otras negociaciones y la estancia en Compiègne del otoño de 1863 se prolongó a propósito. Durante seis semanas, las «series» cuyas listas había establecido con una total dedicación, se desarrollaron una tras otra. Personalidades provenientes de toda Europa e incluso de América se codearon con los hombres más renombrados de la política, la literatura y la ciencia. Esas asambleas brillantes, donde el ingenio se aliaba con la elegancia, favorecían las conversaciones más serias bajo apariencias frívolas, pero para la ceremonia del té, escogía a los interlocutores con los que quería entretenerme más detenidamente sobre los puntos que Luis me había precisado. Los embajadores de Austria e Italia se convirtieron en habituales de estos encuentros, y mi ardor se agotó en más de una ocasión ante su tranquilidad inalterable.

—Si los acontecimientos tuviesen vuestro temperamento —le decía a Metternich—, no me atormentaría, tendríamos tiempo de arreglarlo todo. Pero van todavía más rápidos que yo, y en eso radica la dificultad.

Al caballero Nigra, que me presionaba sobre la cuestión de Roma, le contesté un poco acaloradamente:

—Ah, queréis que cedamos siempre y en todas partes. Sois vos el insaciable. Sois vos el que roba y despoja a los demás.

Pero como nuestra política era deslumbrar a los invitados, los entretenimientos se multiplicaban sin cesar: cacerías a ojeo y con escopeta, excursiones al castillo de Pierrefonds para admirar las restauraciones de Viollet-le-Duc, bailes y cenas espléndidas bajo las arañas de la galería para fiestas, teatro o espectáculos improvisados. La noche de Santa Eugenia, Luis me ofreció una retreta militar en el parque. Encabezada por la banda, a la luz de faroles multicolores, los Cien Guardias con largas capas rojas sobre las corazas deslumbrantes desfilaron con marcialidad antes de desaparecer entre la arboleda. Un espectáculo mágico que me recordó mi primera estancia en este castillo donde el emperador me declaró su amor en lo más recóndito del bosque. Su trébol de esmeraldas no se separaba de mi corazón.

Algunos días después, en Las Tullerías, me enteré de la existencia de una nueva «distracción». Una costurera cuyo verdadero nombre era Juliette Leboeuf y que se hacía llamar Marguerite Bellanger, «Margot la Guasona» para los íntimos. Pepa se había informado bien. Luis la había instalado en una casa de Passy, rue des Vignes, donde su coche se detenía demasiado a menudo. Durante los meses de invierno, la aventura se consolidó y me preocupé al ver al emperador debilitarse precisamente cuando la situación política se complicaba. El asunto de México pasaba por un momento crítico con las dudas del archiduque, y me limité a observar, esperando que acabaría por cansarse. Numerosas celebraciones marcaron la visita de Maximiliano y Carlota antes de su partida hacia su nuevo reino y sólo pensé en honrar, colmándole con mil deseos, el nuevo Jasón que partía a la conquista del vellocino de oro, convencida de que llevaría a buen término la gran empresa que habíamos promovido.

Fontainebleau fue consagrado al príncipe de Orange, tan pálido que la Corte lo llamaba el príncipe Limón, y mis deberes de anfitriona ocupaban todo mi tiempo. Encantar, sorprender, divertir, entretener, deslumbrar, esos eran los imperativos que marcaban el ritmo de mis jornadas. Y si Luis se escapaba algunas veces, no buscaba saber dónde iba, puesto que siempre estaba allí, afable y sonriente, para entretener a nuestros invitados con una cortesía perfecta.

Durante nuestra estancia en Saint-Cloud me tranquilizaba verlo distraerse escribiendo la vida de Julio César. Sin embargo, tenía mal aspecto y cojeaba de una pierna durante sus paseos que cada día eran más cortos. Una tarde, mientras lo acompañaba bajo los árboles del parque, un podenco saltó sobre él buscando alguna caricia, como si lo conociera. Entonces oí una voz que llamaba al perro. Intrigada, me giré y me quedé parada. Cerca de un seto muy cercano, vi a una mujer joven con una sonrisa impertinente. Sin ninguna vergüenza, Marguerite Bellanger nos seguía y me provocaba con insolencia. La sangre se me heló en las venas.

—¡Volvamos a casa! —dije cogiendo a Luis del brazo.

Una verdadera tempestad se formaba en mi corazón y mi cabeza. Humillada bajo mi propio techo una vez más. Mi honor mancillado clamaba venganza, pero ¿contra quién debía desenvainar la espada?