CAPÍTULO XII

Yo nací para la tormenta. La calma completa me habría aburrido y vuelto desgraciada. A veces me arrepentía de ello porque, a pesar de entender la vida con emociones, no quería que fuesen constantes. Ahora bien, eso es lo que me ocurría, pasaba de una a otra sin parar.

El 30 de enero de 1859, conforme a los acuerdos secretos de Plombières, Plon-Plon se casó con la princesa Clotilde, y la casa real de Italia entró en nuestra familia.

A principios de febrero, la publicación de un panfleto titulado Napoleón III e Italia puso París en ebullición. Todo el mundo sabía que el emperador había guiado la pluma del escritor. Es cierto que Luis había corregido las pruebas, y el texto exponía al público su nueva visión de la península italiana: una confederación libre de cualquier dominio extranjero, unida por el principio de las nacionalidades, protegida por la armada piamontesa y presidida por el Papa. Concluía que si Francia se veía forzada a hacer la guerra, la haría con el único objeto de proteger las necesidades legítimas del pueblo. Las librerías fueron asaltadas en un abrir y cerrar de ojos y la bolsa bajó de golpe.

Tres días más tarde, acompañaba al emperador a la ceremonia de apertura de las Cámaras. Pronunció un discurso que sembró la consternación entre los diputados.

Repitió en otros términos lo que decía el panfleto, y terminó declarando: «Espero que la paz no se vea alterada».

Los diputados que habían decidido de antemano manifestar su descontento se crisparon. Veía en sus rostros el miedo, un verdadero pánico. En todos los tonos repitieron que temían la guerra. Algunos jugaban al oráculo y predecían el fin del mundo. Otros pensaban que el emperador había perdido la cabeza y que nada podía tranquilizarlo. Lo acosaban para hacerle decir que «nunca haría la guerra», la «paz a cualquier precio» del rey Luis Felipe. No era yo amiga de la guerra, más bien todo lo contrario, pero no podía aprobar esta desbandada vergonzosa. El miedo les hacía perder el sentido, y el asco me daba arcadas.[72]

Sabía bien que el emperador no tenía ganas de emprender esa guerra, pero si, por la fuerza de las cosas, se veía obligado a ello, sería para defender las aspiraciones legítimas de un pueblo y no los deseos de las sociedades secretas. No sería a Mazzini el revolucionario a quien apoyaría, sino a Victor Manuel, el rey constitucional que quería librarse del dominio austríaco impuesto por los tratados de 1815. Por todos lados se agitaba el espectro rojo y no había más que algaradas. Las capitales de Europa se enfurecían e Inglaterra, chantre fiel del orden establecido, sugería la negociación. Los partidarios de la guerra se entusiasmaron y las discusiones se envenenaron en el mismo seno de nuestra familia. El príncipe Napoleón era el más enrabiado. Quizás esperaba obtener un principado, o sencillamente lavar la deshonra de Crimea. El caso es que quería llegar a las manos y amenazaba con dimitir en cuanto Luis proponía otra solución.

—En los asuntos públicos —le respondió el emperador—, no se debe anteponer el amor propio al deber.

Guerra o paz, guerra contra paz, tantas peleas e incertidumbre me volvían loca. Ya no sabía qué decisiones tomar para organizar mis actividades. ¿Iríamos a Fontainebleau después de Pascua? ¿A quién invitaríamos? ¿Iríamos a Biarritz durante el verano? Esperaba poder recibir allí a mi hermana, que andaba con la salud muy delicada. Mil preocupaciones me asaltaban. Porque si había guerra, no sé qué tendría qué hacer. Entonces me ponía a pensar en Carabanchel, donde mis únicas preocupaciones eran mis lecciones, donde mi único albornoz era mi blusa de gimnasia; y sólo deseaba una cosa, encontrarme de nuevo allí para olvidarlo todo. Olvidar sobre todo que existían Italia y Austria, y vivir igual que en el pasado.[73] Pero debía quedarme, al igual que un soldado, en la brecha, intentando infundir valor a los que carecían de él, y prudencia a los que la necesitaban.

Bajo los auspicios de Inglaterra se había intentado celebrar un congreso. Tenía que ser posible la paz. Podíamos entendernos, sólo era cuestión de discutirlo. Y, de repente, todo se desestabilizó. Austria cortó en seco las negociaciones enviando un ultimátum al Piamonte. Era el 22 de abril, Viernes Santo, y me encerré en mi gabinete de trabajo para escribir a Paca:

Estamos a punto de empezar la guerra. Austria la ha querido, y si mañana a las cinco Piamonte no acepta unas condiciones imposibles, darán comienzo las hostilidades. El emperador partirá en cuanto se haya formado el ejército y yo me quedo aquí como regente.[74]

Me temblaba la mano. ¿Era emoción o aprensión? Mi mirada recorría los árboles del parque en plena florescencia y pensé en las responsabilidades que tendría a partir de ese momento, frente a todos los parisienses que no eran fáciles de manejar. Pero Dios, no lo ponía en duda, me daría todos los conocimientos que me faltaban porque tenía la voluntad de obrar bien y de no sufrir el menor descalabro. Volví a coger la pluma para añadir:

¡Qué extraño es el destino! ¿No crees? Quién nos iba a decir, cuando éramos niñas, lo que nos esperaba; y cuando el señor Beyle nos explicaba las campañas del Imperio que tan bien escuchábamos, quién me iba a decir: «Vais a participar activamente en la segunda escena del poema y os juzgarán con tanta severidad como lo han hecho con María Luisa si actuáis como ella». ¡Y cómo la despreciábamos! Te aseguro que da qué pensar. Los acontecimientos de la vida se suceden, a menudo a nuestro pesar, pero no podría defenderme de un sentimiento de orgullo si puedo, con mi presencia, tranquilizar las mentes de los franceses.

El 3 de mayo el emperador declaró la guerra a Austria e hizo una proclamación al pueblo francés:

Austria ha llevado las cosas hasta el extremo de decir que ella debe dominar hasta los Alpes y que Italia sea libre hasta el Adriático… Francia no ha desenvainado la espada para conquistar, sino para liberar… No vamos a fomentar el desorden, ni desestabilizar el poder del Papa… Vamos a encontrar las huellas de nuestros padres: ¡que Dios nos conceda ser dignos de ellos!

El 10 de mayo fue el día de la partida, y cuando Luis entró en mi habitación en uniforme, túnica y quepis de campaña, me eché en sus brazos con el corazón en un puño.

—Es nuestra primera separación —murmuré trastornada.

—Será corta, Ugénie. No tendrás ni tiempo para darte cuenta.

Habíamos decidido que le acompañaría hasta Montereau. El príncipe Napoleón también se marchaba y la princesa Clotilde estaba en su coche. ¡Menuda efervescencia por todo el recorrido que nos llevaba a la estación! Por todas partes la gente gritaba:

—¡Viva el emperador! ¡Viva Italia!

En el Faubourg Saint-Antoine el entusiasmo se convirtió en delirio:

—Sabremos comportarnos durante tu ausencia. Cuidaremos de la emperatriz.

En todas las chabolas donde no había más que miseria se cantaba La Marsellesa[75] como en la época del general Bonaparte, y oí a un veterano soltar al foro:

—¡El bigotudo es el más fuerte, tiene el coraje de su tío!

La euforia se apoderaba de mí. El pueblo apoyaba a su emperador que se iba como un Bonaparte de los pies a la cabeza a recoger los laureles por los senderos de la gloria, y en todos los pueblos lo aclamaban. Qué orgullo, es verdad, pero también qué espanto cuando llegó el momento del último abrazo. Luis ya no era tan joven para ponerse al frente de un ejercito, teniendo en cuenta que nunca había luchado en un campo de batalla. Pero era el emperador Napoleón III y debía mostrarse digno del nombre que llevaba. A todos los que partían con él, como buena emperatriz, les ofrecí una medalla, mi sonrisa y mi certeza en la victoria. Y cuando el tren desapareció tras los primeros alcores, ya sólo era una mujer ordinaria que se moría de miedo de perder al hombre que amaba. En compañía de Clotilde, cuya tristeza la hacía enmudecer, regresé a París sin poder contener las lágrimas. Vestida con un «abrigo de paño»,[76] cogí un simón y entré en todas las iglesias, encendí velas y recé. Una vez cumplidas mis obligaciones de esposa, la regente se puso manos a la obra.

El primer Consejo me intimidó. Ante la emperatriz, los ministros se mostraban corteses y respetuosos, pero sentía su reticencia a tratar los asuntos de Estado bajo la presidencia de unas «enaguas». Haciendo uso de la modestia, los escuchaba con atención, formulaba preguntas, y les llevaba la contraria si no se respetaban los textos. Como me había sugerido Luis, estaba preparada. Citaba la Constitución, los decretos y los senadoconsultos igual que un viejo consejero de Estado. Todos esos profesionales de la política se quedaron estupefactos y aún más extrañados de verme estudiar durante horas los informes enviados por los prefectos de varios departamentos de Francia, los despachos de nuestros embajadores en las capitales de Europa, los comunicados del ejército y los avances de nuestras tropas.

En el interior del país, todo iba bien. El pueblo aceptaba mi regencia, y el país entero seguía la campaña con interés. La gente se quitaba los periódicos y los mapas de las manos. Con el corazón y la mente, todos estaban en Italia. Mi preocupación provenía de nuestros vecinos. Alemania despotricaba contra los franceses, Prusia refunfuñaba e Inglaterra se limitaba a observar una neutralidad cargada de reproches. Entonces me enteré de que la reina Victoria había sido abuela. En efecto, el año anterior Vicky se había casado con el kronprinz de Prusia y acababa de tener un hijo. Las felicitaciones pertinentes fueron una buena ocasión de escribirle para asegurarme su benevolencia y su influencia positiva sobre el país de su yerno. Su respuesta me dejó pasmada. Una advertencia que conservé en la memoria. Si el emperador iba demasiado lejos hacia el Adriático, Alemania acudiría a socorrer a Austria, y Europa se preocuparía de ver los tratados puestos en entredicho.[77] Y entonces España me dio una coz asegurándome que se inclinaba por Austria.

Tenía tantas cosas que hacer, que me quedaba poco tiempo para lamentarme. Tenía esperanzas positivas en el porvenir. París estaba tranquilo, y el estado de Francia nunca había sido tan reconfortante. El pueblo parecía acostumbrarse a la regencia, y me parecía que eso era positivo. Así los asesinos se veían menos animados a atentar, ya que si conseguían sus infames proyectos no tomarían el mando.[78]

Durante quince días, viví en un continuo sinvivir, pendiente del telégrafo que me transmitía las noticias. Pequeños éxitos jalonaban el avance de nuestras tropas. Las seguía sobre los mapas extendidos en mi gabinete de trabajo. Desde su partida, me había instalado en Saint-Cloud con mi hijo, de tres años, al que veía crecer y descubrir cosas. A veces, para relajarme, me marchaba en cabriolé hasta Versalles o Meudon, y por la noche reunía a mis damas alrededor de una mesa a sacar hilas.[79]

Cada día que pasaba mayor era mi preocupación, y de repente, el 4 de junio, nuestras tropas se declararon victoriosas en Magenta. Todos los periódicos lo anunciaron y París estalló de júbilo. En compañía de la princesa Clotilde y de la princesa Mathilde en mi calesa, recorrí la rue de Rivoli y los bulevares para compartir el entusiasmo popular. Cuatro días más tarde, el emperador entraba en Milán, saludado como un liberatore. Fue entonces cuando un enviado del zar Alejandro II, el ayudante de campo Schouvalow, vino a exponerme la magnitud del peligro que nos amenazaba.[80]Bajo la presión de Prusia, la dieta de Frankfurt había ordenado la movilización inmediata de 350.000 hombres. En cuanto ese ejército estuviese concentrado en las provincias del Rin, se conminaría al emperador a evacuar Lombardía y, ante su negativa, invadirían el territorio francés. Sin embargo, para repeler la invasión, no nos quedaban más que 50.000 hombres, casi todos reclutas. La ruta de París estaba abierta. Me asaltaron mil angustias y ya no pude dormir. Pero sólo era una primera impresión de lo que iba a experimentar más adelante, en 1870.

Mi primer pensamiento fue presentarme en Milán para avisar al emperador. Se me negó. Mi ausencia, decían, ponía en peligro la regencia. Por vía secreta, encontré el medio de informarle. Pero él no cambió para nada sus planes. Se creía comprometido por la frase imprudente de su proclamación, «Italia libre hasta el Adriático», y quería seguir la guerra con la esperanza de una batalla rápida y decisiva. El 24 de junio, al alba, el telégrafo me despertó. «Gran batalla. Gran victoria. Napoleón.»

Estreché sobre mi pecho el despacho milagroso, me levanté inmediatamente, me vestí en un abrir y cerrar de ojos y corrí hasta el puesto de guardia para anunciar la noticia. ¡El emperador había vencido en Solferino!

Entonces, de repente, el lenguaje de Prusia y el armamento de la Confederación germánica se volvieron tan amenazadores que le supliqué a Luis que sólo pensara en Francia y firmara inmediatamente la paz. Mientras tanto, en París los ministros, aterrorizados, aprobaban la proposición del rey Jerónimo de movilizar 300.000 guardias nacionales. Me negué a firmar tal confesión de nuestra debilidad militar y declaré:

—En cualquier caso, tío, no actuaré como María Luisa. No me verán huir ante el enemigo.

En honor de la brillante victoria, se iluminaron las calles y las plazas de París a petición mía y el 3 de julio hice cantar el Te Deum en Notre-Dame. ¡Otra jornada inolvidable, entre las más entusiastas de mi vida!

En calidad de regente, me dirigí a la catedral acompañada por el príncipe imperial a mi izquierda. No hay palabras para describir el entusiasmo de la multitud. Sus aclamaciones eran tan estruendosas que pasamos ante la banda militar sin oír a los músicos. En el camino de regreso, nos agobiaron con tantas flores que chocaban como una metralleta sobre las corazas de los Cien-Guardias; nuestra calesa estaba a rebosar; mi hijo saltaba de alegría, daba palmadas y mandaba besos a todo el mundo. Entonces, al igual que el día de su bautizo, tenía la certidumbre deslumbrante de que Dios le reservaba la gloriosa misión de coronar la obra de su padre.[81]

No me había olvidado de Luis. Por él sobre todo había rezado a lo largo de la ceremonia. Por él y por esa paz que necesitábamos sin tardanza. Los últimos despachos informaban del precio sangriento de la victoria. Con los elementos de destrucción que poseíamos, cualquier batalla se convertía en una carnicería. El propio emperador se había expuesto hasta el punto de que una bala le arrancó su hombrera.[82]¡Cuántas súplicas le envié![83] Se produjeron algunas fechorías a su alrededor, y finalmente atendió mis razones. El 11 de julio negociaba con Francisco José la convención de Villafranca.

Tomó por sorpresa a todas las capitales de Europa. Los italianos no se lo perdonaron jamás. Un gran número de franceses se lo reprochaba. De una parte y de otra, ¡qué injusticia! ¡Por que era eso lo que se debía hacer! ¡No podíamos dejar invadir Francia para satisfacer las ambiciones desmedidas del pueblo italiano! Pero ese país no iba a dejar de envenenarnos.

Luis regresó y se me oprimió el corazón al verlo tan cansado. La guerra lo había agotado, envejecido. ¡Qué abrazo cuando pude, lejos de las miradas de la gente, rodearlo con mis brazos y apoyar la cabeza sobre su cuello llorando de alegría de saberle de nuevo a mi lado! ¡Cuántos hombres habían perecido en los campos de batalla, despedazados por la metralla!

—Toda mi vida oiré sus gritos de dolor —decía con la voz rota—. Ya no habrá más liberación a expensas de Francia.

Se organizó una gran ceremonia para las tropas gloriosas que habían defendido el honor de la patria. Se realizó un desfile grandioso el 14 de agosto. Una tribuna instalada en la plaza Vendôme nos protegía de los ardores del sol. Sin embargo, el emperador estaba a caballo para saludar uno a uno a los regimientos que pasaron ante nosotros durante más de cinco horas. Cien mil hombres irrumpieron desde la rue de la Paix, ardorosamente aplaudidos y aclamados por los millares de personas concentradas en la plaza y en las ventanas. A mi lado, Loulou, vestido de granadero de la Guardia, gesticulaba y daba saltos de alegría. Su padre lo cogió y lo sentó delante de él en la silla, mientras los héroes de Magenta y Solferino pasaban con orgullo, alzando sus sables hacia el cielo. Los zuavos llegaron con su cabra y sus perros, y estalló el delirio. Su coraje había decidido la victoria y la gente miraba con respeto el jirón de lo que había sido una bandera colgado del asta, engalanado con una cruz y un lazo rojo. Fue una jornada de fiesta y grandeza que París recordaría siempre. ¿Quién podría decir que no se produciría ninguna más antes de muchos años?

De momento lo que me preocupaba era la salud de Luis. Los médicos me habían alarmado sobre complicaciones de los riñones. Pero se encogía de hombros y se hacía el sordo, prefiriendo entregarse de lleno a los informes que le había devuelto. Mi regencia había terminado, y le entregué los cuadernos donde había consignado mis informes detallados de todos los Consejos que había presidido, así como mis apuntes sobre los diversos problemas administrativos que habíamos solventado. Le devolvía el timón, y el navío estaba en orden.

—Sabía que estaba en buenas manos —me dijo con un tono de satisfacción.

No estaba descontenta de mi trabajo, realizado con plena conciencia de mis responsabilidades. Algunos ministros así lo habían reconocido y me habían felicitado por ello. Me retiraba con nostalgia, confesando a mis damas que temía aburrirme a partir de ese momento. Es verdad que había cogido gusto a esas actividades que exigían una determinada inteligencia de los negocios. Habían escuchado mis ideas, habían apreciado mis juicios, y me había impuesto manteniéndome hábilmente firme. Me había familiarizado con los engranajes de la maquinaria administrativa y había adquirido más seguridad en materia de política. Ante la eficacia de mis intervenciones, Luis consideró oportuno que siguiese asistiendo al Consejo para las deliberaciones importantes. Mi papel a su lado adquiría un nuevo alcance ya que no iba a dejar de participar en las grandes decisiones del gobierno.

Antes de ir a Biarritz, me llevé al emperador a Saint-Sauveur, no muy lejos de Tarbes. Unos días a solas haciendo de montañeros que van de cabaña en cabaña y de refugio en refugio, al igual que unos burgueses de vacaciones. Intimidad robada en una felicidad sencilla, sin testigos, sin etiqueta. El sol brillaba en las cumbres que tenían un aspecto de fiesta. Luis se fortalecía; éramos felices y no pensábamos que nada malo pudiese ocurrimos.

El descanso duró poco tiempo. Nos esperaban en la Villa Eugénie. Habían anunciado al rey Leopoldo de Bélgica, y la Corte de Viena nos enviaba un nuevo embajador, el príncipe de Metternich. Lo acompañaba su esposa, la princesa Paulina. Muy pronto formarían parte de nuestro círculo de amigos íntimos, lo que me hizo creer de nuevo en la amistad de Austria. Ahora bien, mi sinceridad y mi espontaneidad iban a jugarme más de una mala pasada.

A partir del otoño, Italia volvió a estar sobre el tapete y, por consiguiente, en el centro de nuestras conversaciones en los salones de Compiègne. El tratado de Zúrich que ratificaba los acuerdos de Villafranca ponía en peligro el poder del Papa en los Estados Pontificios. La Romagna quería independizarse de ellos y la gente se preguntaba qué iba a hacer el emperador de las tropas francesas estacionadas en Roma. Un panfleto titulado El Papa y el Congreso acabó de sembrar la confusión explicando que si el Santo Padre sólo conservaba sus Legaciones mediante la fuerza, sería más sencillo indemnizarle de ellas. Menos presiones temporales le otorgarían más poder espiritual. Tras la pluma de La Guéronnière, una vez más, Luis daba a conocer su tesis que yo aprobaba. Sólo temía serias complicaciones por parte de los Estados de la Iglesia. El Congreso se pospuso sine die. Cuanto más pasaba el tiempo, más difícil era encontrar una solución. El plazo de las concesiones sabias había vencido. Sólo quedaba la fuerza para imponer la obediencia a los Estados rebeldes. ¿Quién la usaría?[84]

—Estamos en un callejón sin salida —decía Luis con expresión cansada—. Austria está sometida al tratado de Zúrich, nosotros no podemos movernos si queremos ser consecuentes, y el Santo Padre no tiene ejército.

—¿Qué ocurrirá entonces?

—¡Sólo Dios lo sabe!

—Espero que la responsabilidad no recaiga sobre ti —suspiré.

El texto había puesto a Francia sobre ascuas. Los republicanos se alegraban de ver al Papa despojado; los círculos católicos y el clero, apegados al poder temporal, se indignaban. Las lenguas viperinas sembraron más confusión haciendo correr el rumor de que yo apoyaba a los devotos para defender al padrino de mi hijo. Un «partido de la emperatriz» del cual yo no formaba parte. Todo eso era ridículo. Sólo reconocía un partido, el del emperador, al que apoyaba con todas mis fuerzas repitiendo su divisa que también era la mía: «Haz lo que debas. Lo que tenga que ocurrir, ocurrirá». No era yo una mujer clerical, y aún menos una ultramontana. Sencillamente era una cristiana, hasta las raíces de mi ser, y cumplía puntualmente mis deberes religiosos, con una fe ciega, inalterable,[85] pero también creía en la libertad de conciencia, y no intentaba ser más papista que el Papa.

Además, tenía otras preocupaciones: mi hijo tenía fiebre, temía que hubiese otras alteraciones, y el estado de salud de Paca me inquietaba. Una enfermedad misteriosa la consumía y le suplicaba que viniese a París para recibir un tratamiento. Pero se empeñaba en despreocuparse de sus males para no perderse nada de la vida frívola madrileña. Yo también tenía mis torbellinos de fiestas, cenas y entretenimientos. La guerra había terminado, y el imperio debía brillar. Para incitar a mi hermana a acudir y seguir mis consejos, celebré un gran baile en su palacio de los Campos Elíseos. La duquesa de Alba brilló por su ausencia, pero todo París habló de la magnificencia de esa velada que fue la guinda de la temporada con su desfile de los Cuatro Elementos en un jolgorio de guirnaldas eléctricas.[86]

Saint-Cloud, Fontainebleau, había retomado mis actividades y las recepciones se multiplicaban, cuando de repente nos enteramos de que Garibaldi y el millar habían desembarcado en Sicilia y se habían apoderado de Palermo.

—La Historia es más inverosímil que las novelas —exclamó Mérimée.

La revolución se extendía por toda Italia, cogiendo por sorpresa a los que querían la unidad. Ese asunto ya no era de nuestra incumbencia e Inglaterra intervino. Francia, mientras tanto, no había luchado por nada en Lombardía. Respetando los acuerdos de Plombières, Victor Manuel nos cedió Saboya y Niza, y las poblaciones de esas provincias manifestaron su aprobación por gran mayoría. Luis decidió visitarlas. Se organizó una larga gira oficial para el final del verano, que debía llevarnos a la otra orilla del Mediterráneo, hasta Argel.

La perspectiva me encantaba, y me lancé a organizar los preparativos. Trajes de viaje, trajes de excursión, vestidos y mantos de gala se amontonaron en los baúles, las diademas y los collares en las arquillas. Iba a recorrer países tan diferentes, del valle del Ródano a los Alpes, de las orillas del mar al desierto de África. Pero persistía una pequeña tos, así que decidí ir a Eaux-Bonnes para prevenir cualquier complicación. Entonces Paca vino a París con mi madre. Me encontré con ella al regresar de mi cura, y me alarmó su estado de languidez. Estaba pálida y débil. Pero no por ello dejaba de sonreír y no se quejaba de nada.

—Paquitita mía, vamos a curarte —le decía estrechándola entre mis brazos.

Le conseguí los mejores médicos y le hice prometer que les obedecería. Cuando la besé antes de partir, no podía imaginar que no volvería a verla nunca más. Me marchaba con el corazón esperanzado, y le escribí largas cartas para contagiarle mi ternura y mi energía.

El 22 de agosto, salí de Saint-Cloud en compañía de Luis. Un numeroso séquito nos acompañaba en el tren imperial lujosamente amueblado con salón, comedor, fumador y dormitorio. No fue un viaje, fue una marcha triunfal.[87]> Dijon, Lyon, Chambéry nos recibieron con un entusiasmo indescriptible, rayano en la locura. El emperador, transfigurado de felicidad, creía vivir un encantamiento. Olvidaba todos los reproches que la paz de Villafranca le habían acarreado injustamente. A su lado no me sentía menos feliz y entusiasta que él. Una sensación parecida a la embriaguez me transportaba y las alucinaciones del porvenir, una vez más, acudieron a hechizarme.

Después de una cena de gala, los habitantes de Annecy organizaron un paseo por el lago. Toda una flotilla de barcas ligeras, engalanadas con guirnaldas y linternas, seguía nuestra góndola recubierta de púrpura y conducida por veinte remeros. Sobre una tilla dispuesta en la parte de popa, Luis y yo reinábamos majestuosamente. El cielo estaba rutilante de estrellas, una orquesta amenizaba la travesía, luces de Bengala, girándulas y toda clase de cohetes iluminaban las orillas y los picos que emergían de la oscuridad. Una verdadera magia nos envolvía con toda su fuerza. Deslumbrada, me levanté para disfrutar mejor del espectáculo, y entonces oí, proveniente de todas las barcas:

—¡Viva la emperatriz!

Llevaba un vestido escotado con mi diadema y mis mejores aderezos y, aunque la noche era cálida, había colocado sobre mis hombros un gran albornoz escarlata engalanado con una franja de oro. Irradiaba, y Luis, maravillado, exclamó:

—¡Pareces una dogaresa!

En efecto, me veía en el Bucentauro. Hubiese tirado mi alianza en el lago como hacía el dux cuando presidía las bodas de Venecia y el Adriático. Esa noche, creí asistir a las bodas eternas de Francia y el Imperio.[88]

Al día siguiente paseé tranquilamente por las calles sinuosas de la ciudad tranquila arropada por unas murallas de montañas. Me sentía en el fin del mundo y saboreaba la tranquilidad de la que gozábamos tan poco en el océano de nuestra vida. Apreciaba el encanto de ésta, y fui a rezar por mi hermana ante las reliquias de San Francisco de Sales, antes de dirigirme al Mar de Hielo, armada con un bastón con la contera de hierro. La cadena del Mont Blanc fue una visión inolvidable [89]y habría sido la mujer más feliz del mundo si no hubiese tenido en el bolsillo un despacho poco esperanzador sobre el estado de Paca. Sin embargo, Grenoble me reservaba una sorpresa. Al entrar en el museo, me encontré con el retrato de Stendhal.

—¡Señor Beyle! —exclamé.

Toda mi infancia resurgió de repente. Nuestro viejo amigo me miraba al igual que lo hacía cuando nos explicaba las batallas del Imperio y lo escuchábamos con tanta ilusión. ¡Estaba lejos de imaginar, por aquel entonces, que sería mi hijo el descendiente y el representante de esa dinastía! La ciudad más bonapartista de Francia nos acogió con júbilo. No había olvidado que el emperador la había escogido al regresar de la isla de Elba como punto de partida de su marcha triunfal hasta París. Las ejecuciones de 1815 no habían menguado su culto por el gran Napoleón, y al pasar, no paraban de gritarnos:

—¡Viva el pequeño Caporal![90]

—Aclaman a nuestro hijo —me dijo Luis transfigurado.

Igual que el judío errante, proseguimos nuestro camino. Marsella era un delirio, Tolón un frenesí, Niza… para Niza no hay palabra que lo describa; Ajaccio, conmovedor y acogedor. Luis iba por primera vez a la cuna de su familia y se inclinó ante el retrato de la madre. Quiso ver todas las habitaciones de la casa y se entretuvo en una habitación que me impresionó tanto como a él.

—¡Es en esta cama donde nació! —murmuró con los ojos empañados.

Después fue Argel, deslumbrante y misteriosa bajo un cielo de fuego. La arquitectura no era tan bella como en Sevilla o Granada, pero tenía su encanto y cierto carácter. La acogida fue extraordinaria, y sólo la aprecié en parte. Tuve que hacer un esfuerzo increíble para aparecer sonriente y amable, parecer feliz cuando mi corazón se desgarraba de preocupación por la salud de Paca. El último despacho de Marsella me comunicaba malas noticias, pero aquí no encontré ningún aviso. Me consumía, tenía el corazón en un puño, y sólo pensaba en permanecer en mi habitación y llorar. Sin embargo, estaba «en portada». Había venido infinidad de gente para vernos, admirar mis trajes, tener el privilegio de sernos presentados. Seríamos el recuerdo de su vida y yo no podía decepcionarlos. En estas tierras recientemente conquistadas, nuestra visita tenía su peso. La influencia y la proyección del imperio dependían de ello.

A pesar del calor sofocante, seguí el programa sin desfallecer. Hospitales, cuarteles, escuelas… Una recepción en casa de las damas de la ciudad que me regalaron tan gentilmente un abanico hecho con alas de escarabajo rodeadas de oro y engastadas de perlas. También hubo una boda musulmana y cenas de gala, pero la guinda del viaje fue una fantasía deslumbrante que el general Yusuf organizó en la llanura de la Maison-Carrée, en honor del «sultán y la sultana» venidos de Francia. Me dirigí allí con la muerte en el alma, muy preocupada poíno tener noticias.

—No debes alarmarte —me dijo Luis—. Conservemos la esperanza.

—Y hagamos nuestro trabajo —suspiré.

Moviendo la sombrilla y el abanico, conseguí desempeñar mi papel y nadie pudo adivinar la tortura que sentía. Cuando llegué al lugar donde se celebraba la fiesta, el panorama fue tan sorprendente que mis esfuerzos se vieron recompensados. Habían levantado un campamento magnífico en medio de la llanura, con una tienda de caíd de un lujo increíble.[91]p> Miles de caballeros e infantes venidos del desierto se habían reunido alrededor de la tienda, con camellos enjaezados y palanquines llenos de mujeres, avestruces, gacelas, galgos de África y halconeros. Una señal impuso silencio. Los jefes de los goums[92] con trajes deslumbrantes y sombreros de plumas, con el fusil levantado, engalanado de coral y plata, avanzaron por una larga línea de frente, arrastrando detrás de ellos los estandartes con los colores del Profeta que se desplegaban agitándolos hasta el suelo. A pocos metros de nosotros, se detuvieron para bajar de sus monturas e inclinarse, rodilla en tierra, como los caballeros antes del torneo. Ese homenaje inesperado me conmovió, pero cuando alzaron el rostro, fui mucho más sensible a los cumplidos de las miradas encendidas que se cruzaron con la mía.

Entonces empezó la fantasía, un ballet de caballeros alrededor de una caravana a la que atacaron en un concierto de tiros, gritos y yuyus acompasados por los tambores; un espectáculo extraño y mágico, a la vez grandioso y curioso, que nos dejó atontados y sin aliento.

Con la cabeza zumbando a causa de los ruidos y el calor, regresé al palacio adormilada. Luis se reunió conmigo en mis apartamentos. Tenía una expresión grave, y se me detuvo el corazón.

—El estado de la duquesa de Alba ha empeorado de manera alarmante —me dijo.

Vacilé y creí desmayarme. Me cogió del brazo y me guió hasta el sofá añadiendo con una voz dulce:

—Si deseas regresar, nada se opone a ello. Todo el mundo lo entenderá.

—Paca está en muy mal estado, y me encuentro muy lejos. Este pensamiento me vuelve loca.

Una hora más tarde, el Aigle se preparaba a zarpar. Consumida por la angustia y la ansiedad, subí a bordo repitiendo:

—¡Ojalá que lleguemos a tiempo!