CAPÍTULO XI

—¡Un bautizo así bien merece una coronación! —exclamó Luis mientras regresábamos a Las Tullerías.

Salíamos del Hôtel de Ville, que nos había ofrecido un banquete espléndido, acompañado de fuegos artificiales cuyas figuras alegóricas cantaban el renombre de los Bonaparte. Por las calles, clamores y gritos de alegría nos saludaban y nos perseguían. Los vivas surgían de todas partes. Nos adulaban y nos magnificaban. Luis se consolaba por fin con la coronación, que había ido posponiendo desde nuestra boda y a la que, por otra parte, había tenido que renunciar. El Papa le exigía un tipo de concordato que los franceses, partidarios de las ideas de la Revolución de 1789, jamás aceptarían. Por aquel entonces, la independencia de Francia y la confianza de sus habitantes eran mucho más importantes para el emperador que satisfacer una gloria personal que habría puesto trabas al porvenir del imperio. El nacimiento del heredero lo consagraba de una manera más cierta.

Nuestro hijo había nacido en el momento más favorable. Se estaba inaugurando una era de paz y prosperidad, de la cual sería el símbolo. En efecto, la economía del país estaba en pleno desarrollo. La Exposición la había mostrado a los ojos del mundo entero, y el empleo se multiplicaba con las grandes obras públicas que embellecían la capital y otras ciudades. En ese decorado en expansión, el Congreso de París reafirmaba nuestro rango de gran potencia. Este Congreso reunió a los representantes de Europa bajo la presidencia del emperador, cabeza y árbitro de una conferencia que había puesto fin a la guerra de Crimea. Desde la época de la Santa Alianza, Francia no había conocido un grado de reconocimiento como éste. Inglaterra era nuestra amiga; Austria, Prusia y Rusia nos respetaban. La humillación de 1815 había sido lavada y la popularidad de Luis no paraba de aumentar. Su reino era realmente el de las ideas y el progreso. Con el nacimiento de nuestro hijo, la continuidad estaba asegurada y los financieros lo celebraban. El dinero corría a raudales, nadie temía gastar y la gente se divertía en bailes y banquetes. Los éxitos del emperador se expandían por toda la sociedad, y París se embriagaba con mil placeres.

Desde el bautizo, no parábamos de dar fiestas. A finales de junio, celebramos una para la gran duquesa Stéphanie de Bade, nuestra prima Beauharnais. Una reunión íntima, sin pretensión ni etiqueta, en un ambiente campestre para descansar de todas las recepciones oficiales. Cien huéspedes fueron convidados a Villeneuve-l’Étang, que Luis me había regalado tras nuestra luna de miel. Era mi Pequeño Trianon, y en el prado cercano tenía una granja igual que las de la región de Le Valais que me abastecía de productos frescos. Mi esposo la había diseñado en recuerdo de su infancia en el castillo de Arenenberg con la reina Hortensia.

El aire era suave en este anochecer. Mil perfumes impregnaban el aire, y los invitados se amontonaban en el césped, admirando los últimos velos malva que se extendían en un rincón del cielo antes del crepúsculo. Barcas empavesadas, iluminadas con farolillos multicolores, se mecían en la orilla del estanque tan límpido como un espejo. Con un vestido blanco, festoneado de rosa, iba de grupo en grupo, saludando a cada invitado con una palabra amable. Había recuperado mi silueta y notaba el movimiento ágil del miriñaque alrededor de mis caderas más estrechas. Todo iba conforme a mis deseos, todos parecían felices, y Luis se divertía fumando suspaquitos.

Y de repente, un murmullo prolongado recorrió la concurrencia, que sólo tuvo ojos para la recién llegada, inmóvil al otro extremo del césped. Llevaba un vestido de muselina transparente, y su abundante cabellera oscura, que salía de un gran sombrero ribeteado de marabúes blancos, caía en cascada sobre sus hombros.

—Menudo vestido —murmuró una de mis damas—. ¡Cuánta virtud será necesaria para resistirse a sus encantos!

—Normalmente los hombres no suelen alardear de virtud en este tipo de reuniones —replicó su vecina.

La condesa de Castiglione, una vez más, hacía una entrada triunfal. Desde hacía algunos meses estaba de moda, y sus modelos eran la comidilla de la alta sociedad en los salones parisinos. Una italiana espléndida, prima del conde de Cavour, a la que había visto en casa de la princesa Mathilde y después en los salones del rey Jerónimo, los Waleski y el duque de Morny. Tenía un éxito rotundo, y yo la inscribí rápidamente en mis listas de invitados. No temía a las mujeres guapas en mis veladas. Todo lo contrario, las buscaba bellas, elegantes e incluso sorprendentes, para entretener a nuestros invitados extranjeros y dejarles el recuerdo de esa Corte brillante que atraía a Europa y de la cual conservábamos el secreto.

La invité al gran baile de Las Tullerías, donde causó tal sensación que la gente se subía a los bancos para no perder detalle del extraño peinado hecho con plumas colocadas en una masa empolvada y del profundo escote. Entonces me reí de su arrogancia y de las burlas de algunas celosas que pensaban que tenía unos tobillos gordos.

Apenas tenía veinte años, un cuerpo de diosa de la antigüedad, esculpido en mármol rosa, un rostro encantador, unos grandes ojos azules y cabellos de seda negro azabache que enardecían a los hombres. Para poner un toque de picardía a nuestra fiesta campestre, le rogué que se vistiese con ropa informal, pero con sombrero, ya que íbamos a dar un paseo por el lago y el parque. Esa noche, su audacia se olvidó del pudor y provocó a la misma decencia. Lo que llevaba puesto no dejaba intuir nada, lo mostraba todo, y no iba a tardar mucho en lamentar mi imprudencia.

Como buen huésped, Luis se precipitó a su encuentro. Quizá con demasiada galantería para mi gusto, le ofreció su brazo y la llevó al lago. La banda de los Guides se puso a tocar, acompañando al coro del Conservatorio, y el emperador la instaló en su barca antes de coger los remos para alejarse de la orilla. Los invitados miraban, mudos de asombro, y no sabían qué hacer. El malestar estaba en el ambiente, y para salvar las apariencias, anuncié el juego de las persecuciones. Todos fueron a asaltar las barcas y rápidamente surcaron las aguas iluminadas. Sin embargo, nadie se atrevió a llegar hasta la isla donde el emperador había desaparecido con su pasajera.

Mi corazón se alteró un tanto, pero mantenía la sonrisa en el rostro. Necesité mucho dominio para ocultar mi desesperación y conservar la calma. Aún no sabía nada y me negaba a admitir las cosas tal como eran. Ahora bien, el tiempo pasaba y Luis reapareció, uniéndose a los invitados como si no se hubiese separado de ellos. Con la mirada altiva, la condesa de Castiglione no lo dejaba ni a sol ni a sombra, y vino a hacer befa de su vestido arrugado delante de mí. La sangre abandonó mis venas y sentí que palidecía, pero sostuve su mirada y me incliné hacia el joven duque de Bade pidiéndole que me sacase a bailar. Alrededor de mí, todo daba vueltas, el mundo entero se desmoronaba a cada movimiento del vals, se me iba la cabeza y me derrumbé sobre el parque, al desmayarme.

Contrariamente a lo que han afirmado muy a menudo, no monté ninguna escena, ni emití queja alguna. Temía más el ridículo que la muerte, y me negaba a comportarme como las mujeres abandonadas del vodevil. La emperatriz de los franceses tenía su dignidad. Ahora bien, mi amor propio se rebelaba. Al casarme con Luis, había hecho punto y aparte sobre su vida pasada, y había creído en sus juramentos. Desde nuestra boda, vivíamos en una dulce armonía de ternura y complicidad. Confiada e ingenua, estaba convencida de ello. Y de repente descubría la espantosa traición. La de la señora de Castiglione no era la primera locura de mi marido. Pepa me confesó que había vuelto a ver a miss Howard y que recibía a otras «leonas» en un apartamento secreto.

—¿Por qué? ¿Por qué? —repetía sin lograr entenderlo.

¿Acaso había dejado de quererme, cuando yo seguía amándolo y se lo había demostrado hasta el martirio sufrido para darle un heredero? Un martirio que se prolongaba, moral esta vez, ya que los médicos me habían dicho: «¡No podéis tener más hijos! Perderíais la vida».

Sin embargo, esperaba que con el tiempo se borrarían las cicatrices dolorosas del tratamiento y del parto, y que un terreno de fecundidad renacería en todo su vigor. Una mujer enferma o convaleciente no puede imponerle la abstinencia a su marido. No sentía rabia, ni furia, ni mucho menos celos, sino una tristeza inmensa y me resignaba amargamente. Aturrullada, abrumada, sobre todo sufría de ver al hombre que más admiraba en el mundo, mi esposo, el padre de mi hijo, responder a los estremecimientos de su cuerpo como un hombre normal y corriente. Mi honor y mi orgullo se vieron profundamente heridos.

Luis vino a verme a la mañana siguiente y me juró que su amor permanecía intacto.

—La señora de Castiglione es una estúpida —dijo.

—Eso no te impidió detenerte —repliqué.

La explicación fue larga. Pidió perdón con tal sinceridad que lo perdoné al momento y establecí unas condiciones: nunca más quería volver a ser humillada bajo mi propio techo, y nada de favoritas.

En cuanto a las «pequeñas distracciones», me ocupé de vigilarlas a partir de ese momento. La salud de Luis dependía de ello. El doctor Ferguson nos había preocupado mucho con su diagnóstico: una astenia provocada por un agotamiento nervioso acompañado de lesiones de órganos. Preconizaba una cura en la estación termal de Plombières-les-Bains lo antes posible para evitar otros trastornos como la apatía, la irritabilidad o la parálisis de la voluntad que se manifestarían dentro de poco si no se hacía nada. Las consecuencias políticas serían incalculables y todo eso me llenaba de espanto.

—La guerra de Crimea te ha afectado mucho —le dije colocando su mano entre las mías—. Sé lo sensible que eres y cuántas preocupaciones te han atormentado. Debes cuidarte. Tras el tratamiento, iremos a Biarritz. La casa está lista y el aire sano acabará de curarte.

Me estrechó entre sus brazos, me inundó de caricias y de promesas. Sentía el calor de su cuello, el olor de su piel, y saboreaba ese momento de felicidad efímero, demasiado perfecto para durar, pero suficientemente fuerte para sumar su eslabón a la particular cadena que es la felicidad de una vida. Entonces ya no dudaba del largo camino que nos quedaba por recorrer para cumplir nuestro destino, ir hasta el fin de lo que habíamos empezado.

Luis se marchó a Plombières y yo permanecí en Saint-Cloud. Su estado de salud era mi mayor preocupación, y por encima de todo mi mayor temor era que la señora de Castiglione se reuniese con él. Ese pensamiento me obsesionaba y mi humor se resentía por ello. Tan gris como el tiempo. Sólo veía alrededor de mí desgracias y catástrofes. Las inundaciones de mayo habían arruinado los campos, añadiendo sus calamidades a los años de hambre, guerra y cólera. Mis visitas de caridad me sumían en una tristeza infinita. Los beneficios de la paz tardarían en llegar. ¡Ojalá que el emperador pudiese recuperarse! Mi bebé me consolaba con sus primeros balbuceos que teñían de rosa las cortinas de lluvia.

Y de repente, una tormenta cayó sobre Madrid. Se luchaba en las calles y se quemaban los palacios: la angustia me oprimió el corazón. ¿Acaso era mi destino temblar por las personas que amaba? Aquí sólo temía a los asesinos; allí tenía miedo de todo, porque todo estaba patas arriba. Supliqué a Paca que viniese a Francia con sus hijos, a la casa de los Campos Elíseos decorada con tanta dedicación. Entonces me llegó una carta de Luis que ahuyentaba las nubes, meciendo mi alma con su ternura:

Siempre me pesa el corazón cuando me separo de ti. Eres para mí la vida y la esperanza. Ámame.[64]

A finales de agosto, éste era mi deseo, estábamos en Biarritz, en familia, reunidos en la casa construida a nuestro gusto hasta el último detalle. En la brisa del océano, nuestro amor conoció un nuevo ardor. Mi esposo, rejuvenecido por su cura, derrochaba ternura y su mirada enamorada me decía cada día el apego de su corazón. Loulou crecía y se hacía más fuerte. Estaba orgullosa de mi hijo y lo encontraba muy guapo con sus ojos magníficos, de un azul cielo encantador, sus largas pestañas negras y su sonrisa inteligente. Luis estaba loco por él y acudía al menor lloro. Yo ya exigía más firmeza.

—Es un niño. Deberá endurecerse.

Nadamos, paseamos por la playa, navegamos a lo largo de la costa. En faetones o a caballo, surcamos las colinas en busca de alguna ruina. Formábamos una sociedad compuesta de una corte reducida y algunos amigos; sin etiqueta nos reuníamos para celebrar cenas y bailes. Una atmósfera de vacaciones y de libertad, sin por ello estar desprovista de elegancia o ingenio. Jugábamos a las charadas, a otros juegos de moda en aquellos días. Ney se sentaba ante la pianola y ponía una contradanza. Luis me ofrecía su brazo para bailarla. A veces incluso le daba por cantar con su voz de falsete:

—«Dime, soldado, ¿te acuerdas?»

Me divertía, me reía, y en mi corazón embriagado de dicha la Castiglione no aparecía. Pero no dejaba de acosarme. No fue a Fontainebleau, donde había limitado a propósito el número de invitados a los más habituales. A finales de octubre, llegaba a Compiègne con la delegación piamontesa y el gran duque de Toscana. La acompañaba su marido. Las apariencias estaban salvadas, pero la vigilaba de cerca. Perdida en medio de los diplomáticos, ministros y mariscales de esa primera «serie» consagrada a la política, se comportó bien. Sin embargo, una tarde, la Comédie-Française dio una representación en el pequeño teatro. El espectáculo acababa de empezar cuando la señora de Castiglione salió ruidosamente alegando una indisposición. Luis se agitó. En el entreacto, desapareció del palco y no regresó en toda la velada. Me quedé sola, erguida y digna, ante nuestros quinientos invitados, que quedaron estupefactos. Tuve la fuerza de voluntad de sonreír y estar alegre, esperando que el fin de la jornada me librara de la intrusa.

Entre los invitados de la segunda «serie», reservada a las artes, la pareja Castiglione seguía allí presente. Entré en los apartamentos de Luis antes de la cena, y le declaré con tono desabrido:

—Otra humillación como la del teatro, y regreso a España, pero antes de irme, compareceré ante el Consejo privado para dar mis razones.

—Ya te he dicho mil veces que no te pongas nerviosa, Ugénie.

Con vestido de gala y cubierta de diamantes entré de su brazo en los salones y representé la farsa de la felicidad. Al día siguiente, obtuve sin pretenderlo mi venganza. Mientras Luis trabajaba con sus ministros, me llevé a todo el mundo de excursión a Pierrefonds. En las murallas en ruina del castillo, Virginia de Castiglione se cayó y pegando gritos nos mostraba sus piernas. Nadie quiso oírla, temiendo una intriga. A la hora de la cena, me enteré de que se había fracturado la muñeca. Furiosa y despechada, con el brazo en cabestrillo, regresó a París.[65]El accidente me sabía mal, pero esa noche mi alegría fue auténtica, de verdad.

Nunca volvió a estar bajo mi techo, ni en Las Tullerías, ni en Saint-Cloud. Sin embargo, me la encontré un día en el baile de disfraces de Asuntos Exteriores, vestida de «Reina de corazones». Cadenas de corazones de piedras preciosas se enrollaban por encima de su vestido de oro, cuya falda con una gran abertura se abría sobre un corazón de diamantes enganchado a la liga.

—El corazón se lleva bajo esta noche —le dije al cruzarme con ella.

Mi alma de don Quijote no había resistido el lanzarle una «pulla». Tenía mis razones de querer vengarme. Desde Compiègne, Luis la veía en secreto. Gracias a las informaciones de Pepa, sabía que su cupé se había dirigido a Auteuil, a los Campos Elíseos y a Passy. Por aquel entonces se le veía en la avenida Montaigne hasta altas horas de la noche, y yo temblaba por la salud de mi marido. Harta de luchar contra un destino adverso, cerraba los ojos y me dejaba ir a la deriva. El valor me faltó de repente, gastado por esas preocupaciones que me destrozaban.

Entonces, para retener al emperador después de la cena, me dejé llevar por la moda del momento e invitaba al mago que revolucionaba todos los salones. Hacía girar las mesas y llamaba a los espíritus. Ocurrieron cosas alucinantes. Las alfombras se movían, los cojines volaban, una mano estiraba la de Luis, otra estrechaba la mía y el diálogo se establecía mediante presiones y el alfabeto. Estuve convencida de haber comunicado con mi padre, que había venido a decirme que era feliz y se iba al cielo. El signo de la cruz repetido tres veces sobre mi mano fueron su adiós.[66]Esa experiencia nos dejó pensativos tanto a Luis como a mí.

—La muerte no es triste —le dije—, cuando pensamos que nuestros desaparecidos están a veces a nuestro lado, hasta el momento en que entran en el Reino.

Días después, la muerte acechó de nuevo al emperador en el 28 de la avenida Montaigne. Eran las dos de la mañana cuando, al salir de casa de la señora de Castiglione, apenas tuvo tiempo de subir al coche y salvó la vida gracias a la vivacidad del cochero que, restallando el látigo, arrancó el cupé ante tres asaltantes que salieron de la oscuridad. La policía los detuvo al día siguiente. Uno se llamaba Tibaldi y trabajaba para Mazzini, nacionalista italiano refugiado en Londres, jefe de una sociedad secreta. Tras el asunto Pianori, una amenaza parecía cernerse constantemente contra el emperador de los franceses, que se preguntaba con espanto si su amante formaba parte del complot. ¿Acaso no era su indiscreción lo que había permitido a los conspiradores organizar la trampa? Poco después se abrió un juicio. Tibaldi fue deportado de por vida, y la señora de Castiglione dejó Francia antes de ser llamada a declarar.

Una vez más, Luis se salvó por los pelos, ¿pero qué iba a ser de nosotros? El imperio era muy frágil en realidad, aunque todo aparentaba firmeza y prosperidad. Desde el Congreso de París, Francia estaba a la cabeza de Europa, que tenía la mirada vuelta hacia el emperador. Querían festejarle y hacerle partícipe de su juego. Me había percatado de las amabilidades del conde de Cavour, que esperaba nuestro apoyo en su tentativa de unificar su país. Me enteré, un poco más tarde, de que él mismo le había «rogado a la bellissima contessa coquetear con Napoleón y seducirle».

—Dentro de poco tendremos un problema que resolver —me explicaba Luis—. Debo modificar mis alianzas.

Sin variar para nada nuestro entendimiento con Inglaterra, se volvía hacia Rusia para un acercamiento amistoso que le permitiera frenar a Austria cuando se plantease el asunto italiano. Morny lo animaba y fue enviado a San Petersburgo para entablar negociaciones. Victoria se preocupaba de ese cambio de orientación y nos invitó a Osborne en pleno verano. Una visita íntima, en familia, que nos permitió disipar las nubes amenazadoras. Todas las sospechas sobre nuestras «intrigas» fueron barridas y mi amistad con la reina se hizo más profunda. Nuestras conversaciones esta vez salieron de los límites de la guardería, y le demostré que había seguido sus consejos en cuanto a la «política de parejas». Conocía bien los problemas que estaban en el orden del día, discutía de ellos dando mi opinión, y le confesaba mis reticencias sobre la nueva tendencia de buscar la amistad de Rusia.

—Estáis bien informada —me dijo—, habéis leído mucho y tenéis un buen juicio. El emperador haría bien en escucharos más a menudo.

Mientras tanto, en las calles de Londres Mazzini juraba matar a Napoleón para salvar su país, y el Times recibió un artículo espantoso e infame sobre mí, que el redactor se negó a publicar.[67]

—No es a vos a quien quieren matar, es a él —me dijo para consolarme.

Perder a una mujer no era nada, si se tenía el placer de atacar a un partido. ¿Cuántos enemigos debería contar sin saber hacia quién volver la vista? Regresé a Saint-Cloud desengañada, asqueada de la vida. Era tan vacía en el pasado, tan llena de escollos en el presente, y quizá tan corta en el porvenir, que a veces me preguntaba por qué razón debía luchar. Entonces una vocecita me contestaba: «En cualquier posición, debemos aceptar las cargas de las ventajas que gozamos». De grado o por fuerza, tenía una misión que cumplir: el oficio de emperatriz.

Tras las cacerías y las «series» de Compiègne, se abría la temporada de las grandes recepciones de invierno. A principios de enero, me cogió una tos fuerte. Los médicos no hacían nada para curarme y me querían condenar al silencio.

—Es imposible —exclamé—. ¿Qué dirían el comercio, las mujeres y las chicas, si me encerrase sin dar bailes?

Pálida o colorada, poco importaba, yo debía mostrarme. Al igual que los soldados el día del combate, yo no podía estar enferma. Y para mí, el mundo era mi campo de batalla, en los salones de Las Tullerías donde mi presencia «con un traje magnífico», constelado de piedras preciosas, era la atracción de la velada. El 14 de enero me volví a encontrar en primera línea y pasé la prueba de fuego.

Íbamos a la Opéra para una representación de gala. Una escolta de lanceros abría nuestro cortejo. Penetró al trote en el peristilo iluminado a giorno. Nuestro carruaje estaba llegando cuando se produjo una detonación, que dejó la calle a oscuras, y se oyó ruido de cristales rotos, gritos y alaridos. El cochero, sin perder la sangre fría, restalló el látigo y emprendió la huida. Entonces se produjo una segunda detonación que impactó contra el coche. Un giro de las ruedas nos colocó al pie de la gran escalera, cuando una tercera bomba explotó encima mismo de nosotros, abriendo un boquete en el suelo. Las dos portezuelas se abrieron con violencia, y se acercó un rostro desconocido. Creí que todo había terminado y me eché sobre Luis implorando a Dios. Pero el hombre era de la policía. Me ayudó a bajar, lo mismo hizo con el emperador, que tenía la nariz despellejada, y con su ayudante de campo, que tenía un corte en el cuello. Entonces descubrí el espectáculo de terror en la calle ensangrentada, sembrada de caballos destripados y cuerpos mutilados que gemían entre maderos rotos y hierros retorcidos. Nuestra carroza estaba acribillada, con trozos de hierro más grandes que balas. El sombrero de Luis estaba agujereado; mi vestido manchado de sangre, y pensaron que había sido herida. Sólo tenía un pequeño derrame en lo blanco del ojo.[68]Comisarios, brigadieres de la policía y otras personalidades nos rodearon.

—No os preocupéis por nosotros —dije con calma—. Es nuestro trabajo. Atended a los heridos.

Luis me había cogido de la mano para ayudarme a llegar al teatro. Hizo abrir el balcón del salón de descanso para mostrarle al público que habíamos salido ilesos, y los clamores de alegría nos llegaron directos al corazón. Del brazo del emperador, entré en nuestro palco. La sala se levantó y nos brindó una ovación. La orquesta interrumpió la música deGuillermo Tell para tocarnos Partiendo hacia Siria, y asistimos al principio del programa tras haber saludado a todo el mundo con una sonrisa en los labios. Luis se secaba la nariz con discreción. Con los ojos fijos en el escenario, movía mi abanico, sorprendida de no haber tenido miedo. Y me percataba una vez más de que, ante cada prueba, Dios no dejaba de darme el valor necesario. Nos había protegido pero, ¿qué había pasado con nuestro hijo? La preocupación me dejaba helada.

En el entreacto nos retirarnos. Por los bulevares iluminados, miles de personas se agolpaban curiosos y sus aplausos coronados por vivas incesantes nos acompañaron hasta Las Tullerías. En su habitación, Loulou dormía plácidamente. Ya no estábamos en público; me desmoroné en los brazos de Luis y nuestras lágrimas se mezclaron en un mismo abrazo.

Al día siguiente, el jefe de policía vino a anunciarnos que habían detenido a los culpables: cuatro italianos cuyo jefe era el conde Orsini. Luis se encolerizó.

—Antaño conocí a su padre —dijo con una voz sorda.

—Han venido de Londres —explicó Pietri—. Pasaportes ingleses, bombas fabricadas en Birmingham. Hemos contado diez muertos y ciento cuarenta heridos. El juicio en la audiencia de lo criminal se abrirá dentro de quince días.

Acudí a toda prisa al hospital, con el corazón lleno de emoción, y me desgarró ver sufrir sin poder calmar tanto dolor. Pobre gente resignada que me sumió en la más profunda tristeza. Regresé a Las Tullerías, trastornada, y me encontré los salones llenos de gente que venía a felicitarnos. Todo el mundo bramaba contra Inglaterra.

—Es un nido de víboras —declaraba Morny—, el refugio de los asesinos y los enemigos del orden.

—Si esos granujas no se nos devuelven —replicaba un oficial—, iremos a buscarlos.

—Eso es lo que dicen los obreros —añadió Mérimée.

La furia de la opinión pública se extendía a la prensa, y los ministros convencieron al emperador para que tomase medidas a fin de desalentar a los causantes de disturbios y garantizar la continuidad del imperio. A principios de febrero se anunció que si el emperador muriese, yo me convertiría en la regente en nombre del príncipe imperial. La noticia se acogió con entusiasmo. Alababan mi sangre fría y mi valor, y el ejército se enorgullecía de cerrar filas tras una joven emperatriz y su hijo.

Regente. Un título pomposo que me dejaba indiferente. Orsini acababa de ser condenado a muerte, y no podía quitarme de la cabeza su carta al emperador, leída por su abogado durante el juicio:

No olvidéis, Majestad… mientras Italia no sea independiente, la tranquilidad de Europa y la de Vuestra Majestad sólo son una quimera.

Ya no podía vivir más. El asunto Pianori se repetía. Su ejecución había producido los Tibaldi, Mazzini y Orsini. Y la muerte de Orsini haría surgir otra nueva tragedia. La sangre llama a la sangre, me había dicho Luis.

¡Cuántas lágrimas derramé! Desde que supe cuál era el veredicto, le supliqué que le concediera el indulto inmediatamente.

—No puedes enviar a ese hombre a la guillotina. Sobre todo tú. Jamás volverás a tener una ocasión de ser tan magnánimo.

—Se ha derramado sangre francesa, Ugénie. Conceder la gracia no resolverá el problema. El fuego seguirá alimentándose a sí mismo.

Insistí poniéndome de rodillas sus pies. ¿Acaso Josefina no había hecho lo mismo para obtener de su esposo la clemencia para el duque de Enghien? Incluso quería ir a ver a Orsini en su celda para arrancarle alguna palabra de arrepentimiento que nos hubiese permitido salvarle la vida.

Era una locura por mi parte, y el emperador hizo bien en oponerse a ello.

Sin embargo, sentía que en su alma generosa mis razones de piedad empezaban a pesar más que las razones de Estado. Habría conseguido triunfar si todos los ministros no se hubiesen puesto en contra mía.[69]

—La opinión pública está enfurecida —decían—. Una medida de clemencia se vería como un acto imperdonable de flaqueza. Los revolucionarios de Francia volverán a levantar cabeza. El porvenir de la dinastía está en juego.

Los más altos dignatarios, los presidentes del Senado y del Cuerpo legislativo, los miembros del Consejo privado fueron llamados a consulta. Fueron obstinados en sus imprecaciones. Luis cedió, pero en el fondo de su conciencia, la guerra de Italia estaba en juego. Los meses siguientes iban a confirmármelo.

Día tras día, una especie de misterio envolvió al emperador. Los emisarios salían de las sombras y se fundían con ellas. Llevó a cabo su tratamiento en Plombières y guardó en secreto algunas entrevistas que realizó allí. Tramaba algo de lo que evitaba hablar, y decidí observar esperando que quisiese darme explicaciones. Contaba con la visita de los soberanos ingleses a Cherburgo para que me lo aclarase. No fue así. Victoria pronunció unas palabras amables que disimulaban mal su inquietud y su despecho ante el poder de nuestra flota en una ensenada más amplia que la de Plymouth. Luis hizo uso de la diplomacia. Alberto fue educado, pero su speech estaba cargado de desconfianza y de amenazas ocultas. Cada uno en su turno evocaba «el buen entendimiento», pero en un tono comedido. ¿Qué podíamos esperar de esos ingleses que se empeñaban en dar asilo a los asesinos? ¿Acaso sus sentimientos nos eran realmente hostiles?

—Sólo son nubes pasajeras —me dijo Victoria—. Otros vientos se las llevarán.[70]

Este encuentro, desprovisto del calor de los anteriores, me puso bastante nerviosa. El viaje a Bretaña que realizamos a continuación me sirvió de consuelo. Nuestra escuadra bordeó las costas y entró en la ensenada de Brest. Una barca con un toldo de terciopelo escarlata y la corona imperial en la parte superior, que movían treinta remeros nos llevó hasta el dique ante una multitud deslumbrada que no paraba de aclamarnos. Toda la ciudad estaba engalanada en nuestro honor. Nos ofrecieron una cena de gala donde comparecí con un vestido de tul azul pálido que maravilló a la concurrencia, y agradecí con múltiples reverencias los conciertos de gaitas bretonas y los espectáculos de bailes. Quimper, Lorient, Sainte-Anne-d’Auray, donde se celebró una misa solemne y al final salvas de artillería. Pontivy, Saint-Brieuc, Saint-Malo, Rennes, en todas partes la apoteosis, y dondequiera que fuéramos allí nos encontrábamos con la intensa actividad de esta provincia de Francia cuyos puertos comerciaban con todos los continentes. Con sus discursos que iban directos al corazón, Luis conquistó a los bretones e incluso al clero, asentando así su popularidad.

Tras tantos bailes y festines, Biarritz fue un lugar feliz. Allí me encontré de nuevo con mi hijo, que daba sus primeros pasitos y chapurreaba alguna que otra palabra. En el mar frío, nadaba cada día, poniendo a prueba mi aptitud para el valor, para obtener más fuerza de voluntad y energía. Tranquilizaba mis nervios que se ponían de punta cuando veía a Luis ir de un lado para otro por la playa con el príncipe Napoleón. Poco después, conversaba con Waleski o con el doctor Conneau, su amigo de toda la vida. Me moría de impaciencia por saber qué se estaba tramando. Y aún más porque Mérimée no paraba de repetir:

—El emperador confabula y conspira.

—¿No tenéis ninguna idea para distraerlo?

Yo no veía con buenos ojos esa política que nos invadía. Y para interrumpir los conciliábulos que entrecortaban los entretenimientos de nuestras veladas, decidí llevarme a toda la compañía a casa de mi amigo vasco Miguel, el rey del contrabando. Me había cruzado con él en varias ocasiones durante mis escapadas por la montaña, cuando estiraba al máximo el hilo atado a mi pata, dándome la impresión de pasar la frontera y pisar tierra de mi país. Fue una fiesta inolvidable. Senderos escarpados nos llevaron a una cueva inmensa que les servía de almacén e incluso a veces de cobijo. El jefe, rodeado por sus hombres, nos acogió al son de las guitarras y nos ofreció fuegos artificiales en un decorado mágico de estalactitas. Luego sirvieron la cena al fresco, bajo las estrellas. Las voces roncas rasgaban la noche, y los dedos corrían por las cuerdas. Después de una jota, tocaron un fandango, y no pude resistirlo. Me levanté, y tiré el abrigo y el sombrero para bailar a la luz de la luna, como antaño en el campamento de los gitanos. La andaluza había ahuyentado a la emperatriz, en un momento de arrebato.[71]

Un resplandor particular se iluminó en la mirada de Luis. Me concedió más ternura y atención, pero tuve que esperar hasta Compiègne para conocer su secreto. Escapando de los invitados, nos marchábamos los dos para dar largos paseos a pie por el bosque, recorriendo a veces más de dos leguas. Y fue así como me lo explicó:

—En nombre del principio de las nacionalidades, la guerra por la liberación de Italia es ineludible. Apoyaremos al Piamonte contra Austria.

En Plombières, había vuelto a ver al conde de Cavour que le había prometido, en contrapartida, cederle Niza y Saboya, y le había asegurado para Plon-Plon la mano de la princesa Clotilde, la hija menor del rey Victor Manuel.

—Como sabes, Ugénie, preferiría una solución negociada. Pero si tengo que hacer la guerra, serás la regente. Creo que va siendo hora de que te prepares para ello.