«Nada de baños calientes, provocan abortos; no montéis a caballo y poneos una almohada debajo de los riñones. Haced un poco de ejercicio, sin cansaros, al aire libre, y sed feliz, llegará.»
Eso le había dicho la reina de Inglaterra, que había llevado a buen término sus ocho embarazos y dado a luz a hijos vigorosos. Sir Charles Lococq, su ginecólogo, me había asegurado, después de examinarme, que la naturaleza cumpliría mi deseo. Regresaba a Las Tullerías con el corazón rebosando esperanza y pleno de seguridad.
Mucho había escuchado y mucho había aprendido. Bastaron pocos días pasados en la intimidad con una soberana de treinta y seis años que representaba una de las potencias de Europa, y que no por ello dejaba de ser mujer y madre de familia. Fueron unas enseñanzas preciosas de las que extraje diversas lecciones para organizar mi vida de emperatriz. Victoria me había explicado las ventajas de la etiqueta, cuán necesaria es para hacerse respetar en su dignidad. «People needs pageantry!» En cuanto a querer ser libre, ¿estar sola con una amiga íntima? ¡Qué imprudencia! La presencia de testigos es indispensable para evitar las calumnias.
Pues sí, me había sermoneado. Me había regañado con dureza por mis escapadas a la pastelería de la rue de Castiglione bajo un abrigo de burguesa o por ir a un baile de barrio, vestida de campesina. El caballo salvaje debía someterse al arnés. Ya no tenía derecho a las extravagancias. Rigor y disciplina, repetía poniéndose seria. Pero cuando le confié que Luis me iniciaba en sus asuntos y que yo le cogía gusto a ello, lo aprobó y me animó a perseverar.
—La «política de pareja» tiene cosas buenas —afirmó—. Yo no tomo ninguna decisión sin haber examinado los problemas con Alberto. Sus opiniones me son de gran ayuda.
Cualquier posición tenía sus inconvenientes; tanto los sacrificios como las obligaciones no estaban desprovistas de ventajas. Lo esencial era preservar en la vida privada. Tras un silencio, añadió:
—Estoy contenta de haber conocido al emperador. Es un hombre extraordinario al que es imposible no querer y admirar. Confío en él para el porvenir. Lo que necesita absolutamente Vuestra Majestad es un heredero. ¡Persistid, lo tendréis! Pero, cuidado, ¡nada de viajes a Crimea!
Nuestra estancia en Inglaterra no modificó para nada la decisión de Luis que, sin embargo, había prometido mantener los intereses británicos y respetar los acuerdos entre nuestros dos países. Tras tantos honores, meetings y demostraciones de amistad, permanecía inflexible y cualquier comentario por mi parte le hubiese irritado. En mi oratorio, rogaba a Dios cada mañana que le aclarase las ideas. Durante el almuerzo, me percataba de su expresión preocupada y del tabaleo nervioso de sus dedos sobre el mantel.
—Las pretensiones del rey Jerónimo son alucinantes —murmuró en un tono distendido—. Quiere ser un regente que «gobierna» sin tener en cuento mis instrucciones. En cuanto al príncipe Napoleón, se niega rotundamente a volver a marcharse y deshonra un poco más nuestro nombre.
Me vino a la mente una broma de mi país, pero me abstuve de decirla porque temía ofenderle. En un tono más amargo, Luis añadió:
—Cuando me dicen que no tengo nada del gran emperador, se equivocan, tengo a su familia. ¡Y menuda familia! Arrogante, orgullosa, codiciosa, ávida de privilegios, al acecho de cualquier resquicio para apuñalarme. Sin mí, ¿adónde iría? Ya no habría imperio.
Estas últimas palabras me turbaron. Luis nunca hablaba de esa manera. ¿Por fin se había percatado de la locura de su proyecto? No hizo más comentarios y no le hice preguntas. Sentía de forma confusa que en su mente algo le atormentaba y que sería torpe acosarle. Me extasiaba ante la belleza de París bajo el sol primaveral, y la sonrisa reapareció en mi rostro. Me hizo un cumplido sobre la frescura de mi tez y me ofreció el brazo para sentarnos en un sofá al lado de la ventana. Entonces pronunció unas palabras tiernas y decidió que me seguiría el paseo por el Bois de Boulogne.
—Cabalgaré al lado de tu portezuela como el pretendiente enamorado que mereces.
El bosque acababa de ser arreglado y todo París se reunía allí a los rayos llameantes de poniente. El mundo y el mundo galante. Los parisienses se regocijaban del espectáculo que les ofrecían los tiros provocadores de algunas elegantes de lujo llamativo. Debo confesar que a mí eso también me divertía.
Aquella tarde, un poco antes de las seis, me instalé en el landó en compañía de mis damas, cuando un chambelán me comunicó que el emperador llegaría con un poco de retraso y se reuniría conmigo al final de la gran avenida, en la linde del bosque. Me marché sin preocuparme, rodeada por mi escolta habitual, saludando al pasar a las personas que paseaban y nos rendían homenaje. En el lugar de la cita, hice detener el coche. La espera se alargó y me impacientaba, cuando de repente vi a un grupo de caballeros lanzados a galope tendido en nuestra dirección. Luis lo encabezaba. Cerca de él estaba su ayudante de campo, el coronel Ney. ¿Quiénes eran los demás, y por qué hacían esa carrera desenfrenada?
—¿Ha ocurrido algo? —exclamé.
—Nada grave —respondió la dama de honor—. El emperador parece divertirse.
En efecto, no cesaba de reírse cuando detuvo su montura cerca del coche. Se instaló a mi lado mientras se secaba la frente y dijo con una voz apagada:
—Un país singular en el que disparan sobre la gente como si fueran gorriones.
Se me paró el corazón y creí desfallecer al oírle la explicación que me dio: en la rotonda de los Campos Elíseos un hombre se le había acercado como si fuese a hablarle, y de repente, apuntando su pistola, disparó. Ney se interpuso y las balas fallaron su objetivo. En la pelea que se produjo luego, la policía inmovilizó al culpable, un italiano llamado Pianori.
—Les he dicho que no lo maten. Pronto sabremos quién le paga.
Miraba a Luis, anonadada, como si regresase del país de las sombras. A pie, a caballo, las personas que se paseaban por allí se agolparon a nuestro alrededor. Aplaudían al emperador salvado de milagro. Con los nervios a flor de piel, conservaba mi sangre fría y daba las gracias a todas las personas que manifestaban su adhesión. El landó cogió el camino de vuelta, seguido por una larga cohorte de hidalgos a caballo que habían corrido espontáneamente en nuestra dirección y nos escoltaron hasta el palacio, mientras los peatones nos aclamaban.
Nos habíamos librado de una buena, pero yo seguía temblando, y mi primera preocupación, al llegar a Las Tullerías, fue reconfortar a mi madre por telégrafo. Los salones y la Sala de los Mariscales bullían de gente. La Corte, los cuerpos del Estado y el cuerpo diplomático se precipitaban para felicitar al emperador por la inmensa suerte que había tenido. Luis no había perdido ni una pizca de su flema y tranquilizaba a cada uno diciendo:
—No temáis. La Providencia velará por mí hasta que haya cumplido mi misión.
Mientras tanto, trastornada, me había desmoronado en una tumbona. Mis nervios estaban a punto de estallar y se me escapaban los sollozos. Dentro de la algarabía que se armaba allí, yo no oía nada, mi cabeza daba vueltas y me esforzaba en sonreír ofreciendo mi mano a los que me saludaban. Mérimée fue uno de ellos y no pude contestarle. La emoción me impedía hablar y la mirada se me anegaba pensando en la fatalidad. Un poco más tarde, después de la cena, Luis vino a verme a mis habitaciones. Me eché en sus brazos y lo estreché con efusión.
—Imagina si te hubiese perdido, me habría muerto de pena.
—Estoy aquí, Ugénie. Ahora debes olvidar. El peligro ya ha pasado, y no se puede vivir en continua inquietud.
—Dios te ha protegido y te seguirá protegiendo. Esa esperanza me da valor. Cuando estoy a tu lado, tengo menos miedo.
Al día siguiente, durante el almuerzo, me anunció que ya no habría viaje a Crimea. Se cocían asuntos graves en París y podían arrastrarnos a otro país. Tras el asesino se perfilaba una sociedad secreta italiana que se rebelaba contra la presencia francesa en los Estados Pontificios.
—Se impone la prudencia de ahora en adelante —concluyó—. Conozco a esa gente y su mística de la venganza.
Acababan de empezar el juicio. El emperador interrumpió las felicitaciones que no cesaban de afluir y se mostró bastante agitado cuando Pianori, condenado a muerte, presentó una petición de indulto.
—Hay que concedérselo —exclamé enseguida.
—Tienes razón. Para esos fanáticos, la sangre llama a la sangre. La ejecución traerá malas consecuencias. Pero no convenceré a nadie. Ese hombre es un asesino. Ha matado en Roma y en Bolonia.
—Entonces, soy yo la que pido clemencia, puesto que estás vivo.
Luis se retiró moviendo la cabeza con tristeza. Dos semanas después, Pianori fue ejecutado, y París se olvidó del incidente. Se había hecho justicia. Un asunto más excitante ocupaba las mentes de todos. La Exposición Universal había abierto sus puertas en el Palacio de la Industria. Los participantes provenientes de todos los países exhibían sus mejores productos. Eran más de veinte mil, y Europa afluía a la capital para presentar allí las últimas novedades. Mi vida, a partir de ese momento, se convirtió en una verdadera carrera contrarreloj. A las ceremonias de apertura se sumaron las visitas oficiales, como la de los reyes de Portugal, a la que siguió poco tiempo después la del lord alcalde de Londres. Cada día asistía a recepciones, bailes, banquetes o galas… Cada día, un vestido nuevo de ceremonia, diademas y mantos sobre los hombros. «Seducir y dar confianza», me había dicho Luis. La solidez del imperio estaba en juego, así como la economía de Francia, que daba fe de su genio y sus talentos. Y si yo escogía los aderezos más suntuosos no era por vanidad, como afirmaban muchos, sino sencillamente porque tenía empeño en mostrar el esplendor de nuestras telas, la ingeniosidad creadora de nuestras modistas, de las sombrereras y de los zapateros, y el gusto perfecto de nuestros joyeros. ¡Eran tantas las personas que vivían de ese negocio! El imperio debía ser próspero. Pero antes que nada lo que necesitaba era un heredero.
Luis y yo no dejábamos de pensar en ello, y debo confesar que el drama de los Campos Elíseos nos fue beneficioso al echarnos uno en brazos del otro con una ternura tan viva como lo había sido el miedo al pensar en vernos separados para siempre. Algunas hadas buenas añadieron sus truquitos de magia: la suavidad de una noche de mayo, el embrujo de un vals a la luz rutilante de las arañas, la complicidad de una mirada, un poco de champán, la seducción de un vestido, el aroma embriagador de un perfume,[58] y tantas y tantas cosas más que hicieron que a finales de junio, agotada de cansancio a causa del ritmo trepidante de nuestra vida social, tuviese que llamar al médico.
—Estáis embarazada —me dijo—, pero veo complicaciones. Por suerte, aún estamos a tiempo para llevar a cabo un tratamiento.
Con voz grave, mandó que llamasen a mi ginecólogo y al emperador, añadiendo que lo que debía decir también le incumbía a él. No veía en qué, pero más adelante lo entendí. Luis se alegró de la buena noticia, y de repente palideció cuando oyó que lesiones importantes amenazaban el buen término del embarazo.
—Hay que «cauterizar»[59]sin tardanza —confirmó el doctor Dubois—. Si esperáis más, el niño no nacerá, ni ahora, ni nunca.
Postrado en su sillón, Luis permanecía en silencio. Me miraba fijamente con una expresión de nerviosismo y contesté sin dudar un momento:
—Quiero a ese niño, sean cuales sean los sufrimientos que haya que pasar. Empiece cuando quiera.
De común acuerdo, se decidió que iría a Eaux-Bonnes para realizar una cura de reposo y aire fresco. El doctor Jobert podría «cauterizarlo» allí con discreción, donde no pudiera salir el rumor ni llegar la prensa. Me marché en compañía de Pepa. Fue la única que oyó mis gemidos y mis gritos desgarradores. Fue la única que me vio llorar como un niño, desesperada por esa fatalidad que se ensañaba conmigo. La emperatriz que hacía soñar no era más que un guiñapo, una mujer que se deshacía en lágrimas, que se retorcía en un rincón sombrío de su habitación, lejos del mundo, lejos de sus palacios dorados, de sus bailes mágicos y de todos los fastos que la rodeaban. Sufría en un abismo de soledad, creyendo sentir lo peor, pero Dios me reservaba otros dolores que me arrancarían el corazón. Sólo estaba al principio de un largo camino que despoja, purifica, talla y pule el alma para convertirla en un diamante, listo para la eternidad.
Poco a poco, encontré en mi interior la fuerza para doblegarme ante todas las exigencias de la Facultad. Un pequeño ser vivía en mí y me daba el valor para superarlo todo. Por él quería curarme. Su vida dependía de la mía y no tenía derecho a abandonarle. Sin embargo, estaba cansada de estar enferma. ¿Qué había ocurrido desde mi boda? ¿Por qué mi salud se había deteriorado súbitamente? En el paisaje familiar de la estación termal, veía de nuevo mi juventud, esos años robustos, despreocupados; una fuerza inagotable, la resistencia de un roble. También recordaba mis primeras penas, que eran las que me habían destrozado. Si bien es verdad que me iba recuperando, parecía que mi cuerpo sufría el contragolpe de esos malos ratos.[60]
—No —decía Pepa—, es que lleváis una vida imposible. Siempre trabajando, nunca descansáis.
—¿Acaso no es la vejez, que se acerca?
—Sois como una niña. No llegáis a los treinta.
Gracias al aire sano del campo y algunos paseos por la montaña, me sentí mejor. El tratamiento me curaba y las ganas de vivir volvían a mí. Unos días en Biarritz acabaron de curarme. Los muros de mi casa se alzaban desafiantes y la contemplaba con una inmensa felicidad, imaginando las persianas que realzarían las habitaciones. También soñaba con la guardería donde mi hijo jugaría, y andaría por la playa donde le vería corretear. Respiraba hasta lo más hondo las brisas del océano y mi mirada vagaba a lo lejos en los obenques de un velero que se balanceaba en el horizonte.
Bajo la lluvia que no paraba de caer, mi corazón derivaba hacia la melancolía. Las cartas de Luis estaban llenas de una tristeza que me afectaba mucho. Por segundo año consecutivo, el mal tiempo repercutía sobre las cosechas. Los campesinos se lamentaban, y en las ciudades la gente estaba preocupada por la paz. Tras la derrota de Malakoff, los ejércitos quedaron diezmados alrededor de Sebastopol. Austria volvía a la neutralidad y la guerra corría el riesgo de alargarse indefinidamente. Sin embargo, había algunas buenas noticias: el éxito de la Exposición, la visita confirmada de la reina Victoria y las palabras tiernas de un esposo que reconocía estar preocupado por mí. Mi ausencia le atormentaba. Me echaba de menos.
A mediados de agosto, regresé a Saint-Cloud, y se anunció oficialmente mi embarazo. El tratamiento había sido un éxito. Ahora bien, debía tomar precauciones y no pude participar en todos las festejos organizados con motivo de la estancia de la reina y el príncipe Alberto. Con una mirada atenta, velaba hasta el último detalle el acondicionamiento de los apartamentos, preocupada por ofrecerles toda la pompa y el resplandor con el que ellos nos habían honrado.
El 18 de agosto, llegaban a la estación de Estrasburgo.[61]Luis los recibió en Boulogne a los acordes de los himnos de las dos naciones. En coche descubierto, escoltados por coraceros, cruzaron la capital por los bulevares que acababa de terminar M. Haussmann. Los edificios estaban empavesados y el gentío se agolpaba a lo largo del recorrido para aclamarlos. La Madeleine, los Campos Elíseos, el Bois de Boulogne y, por fin, Saint-Cloud, donde los acogí acompañada por la princesa Mathilde, mientras les saludaba una salva de artillería y sonaban tambores y cornetas. Formando un gran cortejo, subimos la escalinata festoneada por nuestros Cien Guardias tan inmutables como los Horse-Guards de Buckingham. En el primer salón, pude estrechar sobre mi corazón a la querida Victoria, que me susurró con voz emocionada:
—Sobre todo, no hagáis nada que pueda debilitaros. Ya os dije que mis remedios son infalibles. Veréis el resultado.
Al lado de ella estaban sus dos hijos mayores, Vicky y Édouard, que se echaron en mis brazos. La llegada de esa familia a la que tanto amaba me pareció un buen augurio, y durante los diez días que duró la visita, nos envolvió una atmósfera de felicidad. Venían a verme a mi saloncito, de donde salía por la noche para asistir a las grandes cenas en la galería Apolo. Victoria permanecía a menudo al lado de mi tumbona y nuestras conversaciones privadas de Londres se retomaban en el punto en que las habíamos dejado. Sus consejos se precisaron, y su afecto se manifestó de forma más calurosa.
Se celebraron varias recepciones en su honor. El Elíseo, el Hôtel de Ville, la Opéra rivalizaban en magnificencia. Después realizaron la visita a la Exposición, presenciaron una parada militar en el Champ-de-Mars, y dieron un paseo en simón para ver los escaparates de incógnito. Luis les mostró Las Tullerías, el Palacio de Justicia y la Conciergerie. La reina era infatigable y no se cansaba de descubrir cosas. Insistió en querer ver la tumba de Napoleón y rogó al joven príncipe de Gales que se arrodillase ante el gran Bonaparte. En ese preciso instante, estallaron unos violentos truenos que hicieron temblar las bóvedas de la capilla. Todos los allí presentes, y Luis el primero, se quedaron estupefactos. Y yo misma me estremecí al oírlo cuando me lo contaron.[62]
En su última noche, les ofrecí un gran baile en Versalles, en la galería de los Espejos, decorada igual que en la época de Luis XV, seguido por una cena servida en el teatro. Les recibí en lo alto de la gran escalinata con un vestido de seda blanco sembrado de guirnaldas y diamantes que también revoloteaban en los tirabuzones de mis cabellos.
—¡Qué guapa estás! —murmuró Luis, que los acompañaba.
Esas palabras me alegraron el corazón, y fue aquélla una velada mágica. Victoria y Alberto se quedaron anonadados, maravillados ante tanto refinamiento, y se marcharon de París encantados. Con lágrimas en los ojos, la reina vino a abrazarme por última vez a mi habitación.
—Me habéis regalado un sueño precioso, brillante y exitoso, cuyo recuerdo está fijo para siempre en mi memoria. Ojalá Dios bendiga a nuestros dos países y proteja la vida del emperador, y ojalá que esta feliz unión continúe siempre para el bien del mundo. Vuestra Majestad puede contar con mi amistad.
Señalando mi cintura, añadió:
—¡Y nada de imprudencias! Esta vez, está aquí.
Luis acompañó a la pareja y a su séquito hasta Boulogne y les despidió con un magnífico desfile de nuestras tropas, los sables alzados con el mar de fondo. Algunos días después me fui otra vez a Biarritz, cerca del océano que tanto me vivificaba. Esperaba a mi hijo con serenidad y seguía al detalle los preceptos de la reina fecunda. Una noche, sonó el toque de alarma y me tiré de la cama. De repente sentí una extraña impresión. Algo se movía en mi vientre. Estaba realmente allí, y eso me trastornó. Pero el rebato me asustaba. Veía en él un mal presagio. ¿Acaso el niño que llevaba iba a morir de forma violenta? Con el revés de la mano corté el aire, rompiendo la mala suerte y me puse de rodillas para rezar al Todopoderoso.
Al regresar a París, me rodeé de imágenes sagradas. Sin la ayuda de la Virgen y de algunos santos, no hubiese resistido al torrente de actos protocolarios que se me impusieron hasta el último mes. Después de la reina Victoria, los príncipes de Europa venían a su vez a divertirse entre nosotros. Los príncipes de Suecia, los duques de Brabante, el rey Victor Manuel de Cerdeña, el duque de Sajonia-Coburgo Gotha. Como buena anfitriona, organicé sus paseos y les ofrecí cenas seguidas de conciertos, teatros o bailes. Mientras tanto, mi vientre se iba redondeando. Lo escondía bajo miriñaques que ensanchaba, y me envolvía de velos para disimular cualquier cambio en mi silueta. La Exposición cerró sus puertas a mitad de noviembre, y me pidieron que yo entregara las medallas a los que habían sido premiados. Luis hizo un discurso en el cual rindió homenaje a los numerosos participantes y habló de esa paz que tanto se anunciaba. La fortaleza de Sebastopol por fin había caído, y los rusos se habían retirado. Turquía y el Mediterráneo estaban a salvo. Francia había conseguido su objetivo y pedía el final de la guerra. La paz era realmente necesaria.
París se llenó de plenipotenciarios para fijar los términos de un tratado con el emperador. El año 1856 empezó con una buena noticia. El nuevo zar aceptaba las condiciones de los aliados. Nuestras tropas regresaron de Crimea y fueron aclamadas en un desfile espléndido. Desde el balcón del palacio de Las Tullerías, las saludaba con el corazón rebosante de alegría. Entonces, nuestra capital se convirtió en el centro de las negociaciones. Londres, Viena y San Petersburgo enviaron sus delegaciones. También llegaron enviados de Prusia e Italia. Y me agotaba, a un mes del final, de recibirles al lado de Luis, que me necesitaba para entretener a una Corte brillante. Tras las cenas interminables, a veces permanecía tres o cuatro horas de pie, para tener una palabra que decir a todos. Me sentía cada vez más pesada, pero no tenía derecho a estar enferma, y me las arreglaba con mis nubes de tul para que nadie notara mi embarazo. La corona que llevaba tenía sus obligaciones. Y mi deber era asumirlas.
El viernes 14 de marzo, a altas horas de la noche, noté las primeras contracciones. Llamaron al ginecólogo, y a Luis, que estaba muy emocionado. Enseguida se armó un zafarrancho en todo el Palacio. Desde hacía días la habitación estaba lista con una cuna espléndida regalo de la ciudad de París, era de madera de palo de rosa coronada por un aguilucho con las alas desplegadas. Un ejército de encajeras y costureras había conseguido hacer una magnífica canastilla que los parisienses admiraron en los escaparates de la rue Vivienne. Se había constituido la Casa del niño. La almirante Bruat había recibido el título de «ama de llaves de los hijos de Francia». Otras dos amas de llaves, viudas de generales muertos en Crimea, debían asistirla. Una niñera experimentada vino de Londres, escogida por la reina Victoria, y yo misma escogí a una nodriza joven y fuerte proveniente de Borgoña. En mi preocupación por la perfección, esperaba que el niño naciera el 20 de marzo, como el pequeño rey de Roma. Pero mi bebé se negaba a esperar tanto.
El trabajo no empezó realmente hasta el sábado por la mañana. Se avisó sin tardar a la familia y se mandaron mensajeros a todas partes para convocar a los personajes oficiales, los ministros, los senadores y los diputados que deberían estar presentes para testificar. Un parto en público, como lo exigía la etiqueta de los reyes de Francia. Mi madre y mi hermana estaban a mi cabecera, la princesa Mathilde, la princesa de Essling, mi camarera y lady Ely, dama de honor de la reina Victoria. Más de cien velas iluminaban la estancia. Estampas, iconos y talismanes llenaban las superficies de los muebles, y me habían traído de Saumur el famoso cinturón de la Virgen que tranquilizaba a las parturientas. Las vistas de estas imágenes me reconfortaban durante los momentos de calma.
Las contracciones se hicieron cada vez más frecuentes con espaciados más cortos, las crisis de dolor cada vez más largas y violentas. Para acelerar las cosas, andaba apretando los dientes. Era una verdadera tortura que me arrancaba gritos desesperados y me dejaba medio muerta atravesada en la cama. Durante más de veinte horas supe lo que era un martirio. Luis se alejaba y regresaba con los ojos rojos; sus médicos y los míos se azoraban, el parto se estaba complicando. Mi madre se enfureció con los que me dejaban morir, así que hizo llamar al doctor Darralde, que me había curado en Eaux-Bonnes. Le reconocí aunque lo veía envuelto por una especie de niebla y su mano sobre la mía me dio valor. Le necesité cuando lo oí exclamar:
—¿Qué esperáis para meterle los hierros? Dentro de media hora ya no estará aquí.
—Hacedlo —contestó la voz de Luis que sollozaba—. Ante todo, salvadla.
¿Qué ocurrió entonces? Alrededor de mi cama, los testigos se alinearon delante: el príncipe Murat, el príncipe Napoleón que se ajustaba los quevedos, Abbatucci, el ministro de Justicia. Y después, ya no sé qué ocurrió. Me sumía en una inconsciencia. Rasgada en mi carne, despedazada, sólo pensaba en el bebé y le daba lo que me quedaba de fuerzas para que saliese vivo. Un ruido extraño me sacó de mi torpeza, ruidos de voces se apagaban a lo lejos. Una extraña tranquilidad reinaba a mi alrededor. Abrí los ojos. Luis estaba allí, su rostro muy cerca del mío, trastornado.
—¿Es una niña? —pregunté inquieta.
—No.
—Entonces, ¿es un niño? —exclamé.
—No —dijo otra vez, asustado de ver cómo me movía.
—Dios mío, ¿qué es?
Me besó llorando de alegría y lo entendí.
—¿Cómo darte las gracias? —balbuceó.
Se levantó y corrió por todos los salones gritando:
—¡Un hijo! ¡Es un hijo!
Entonces la almirante Bruat vino a mostrármelo y pude contemplar con orgullo el guapo bebé, rubio y dorado, que había hecho nacer. Mi corazón latía con fuerza y lo abracé contra mi pecho llorando. En ese domingo de Ramos, 16 de marzo de 1856, a las tres y media de la madrugada, había dado un heredero al imperio. En el registro civil fue inscrito bajo los nombres de Eugène, Louis, Jean, Joseph, Napoleón. Sin embargo, para mí era sólo Loulou.
El cañón rasgó las nubes con cien disparos. Al vigesimosegundo, oí las aclamaciones de la multitud reunida en los jardines y en las calles alrededor de las rejas. En el mismo momento, salvas y campanadas anunciaron la noticia en toda Francia. Mientras tanto, a mi hijo se le administraba el agua de socorro en la capilla en presencia de la familia y los oficiales. Sólo uno estaba ausente, el príncipe Napoleón, que echaba chispas por haber dejado de ser el primero en el orden de sucesión al trono, y que a partir de ese momento sentía hacia mi persona un odio implacable.
Luis concedió indultos y distribuyó centenares de donativos a los pobres y para obras de beneficencia. Todos los niños nacidos ese día recibieron una donación de la Corona y se convirtieron en nuestros ahijados. Para nuestros fieles colaboradores, ministros y oficiales, también hubo una lluvia de recompensas. Ante los Cuerpos del Estado, el emperador pronunció un discurso y el país estuvo de festejos durante cuatro días. Podía descansar de mis sufrimientos. Había trabajado bien.
Pensaba que me repondría rápidamente. Dos semanas, había dicho el ginecólogo. Ahora bien, cuando quise levantarme, me derrumbé gritando de dolor. Entonces descubrieron que los fórceps me habían roto los huesos de la pelvis. Tuve que volver a guardar cama, me inmovilizaron con hierros y tuve que esperar más de un mes antes de estar totalmente restablecida. Había despachado a mis damas para vivir en la intimidad de mi familia. Mi madre y mi hermana me rodeaban con su afecto. Luis me colmaba con su cariño y veía a mi bebé durante largas horas cuando su ama de llaves hacía colocar la cuna cerca de mí. Lo vestía, lo acunaba, le canturreaba nanas de España, y me sabía mal no ser una madre normal y corriente para poder ocuparme de él cuando quisiese, lejos de las miradas indiscretas.
—¿Verdad que es guapo? —repetía sin cesar.
Los telegramas afluían de todas las Cortes de Europa, los periódicos publicaban elogios y poemas, y preparaba en mi interior la ceremonia del bautizo en la catedral de Notre-Dame. El Papa aceptó ser el padrino y me envió, a través de su legado, la Rosa de Oro especialmente bendecida durante la Semana Santa. También le pedí a Victoria que fuese la madrina; ella consintió pero, siendo anglicana como era, decidimos que la reina de Suecia la representara.
El 2 de mayo, celebré estar de nuevo en pie. Aún sufría y recibí a la Corte en mi salón azul, estirada en una tumbona, vestida de encaje y rosas adornando mi caballera. Luis me regaló un «juego de desayuno de plata» de setenta y seis piezas y un relicario bizantino de plata, con perlas, turquesas, esmeraldas y rubíes incrustados. Allí guardé el talismán de Carlomagno y lo dejé sobre mi cabecera dando gracias al cielo por todas esas alegrías que me llenaban el alma. En la cuna, Loulou sonreía y todos le admiraban.
El 14 de junio fue bautizado. Una inmensa multitud invadía las plazas, las calles, los balcones, los tejados, para aplaudir al cortejo y ver al «pequeño príncipe», porque así lo llamaba el país. Por todo el recorrido, la guardia nacional y la guardia imperial formaban una doble hilera, y el entusiasmo era tanto como el día de nuestra boda.
Pero ese día permanece grabado en mi memoria como el de más bello recuerdo, el más intenso de toda mi vida.
Durante el trayecto de Las Tullerías a Notre-Dame, estaba sola con el emperador en la carroza de oro y cristal de nuestra boda.[63]El príncipe imperial, su ama de llaves y su nodriza ocupaban el coche anterior, tirado por ocho caballos, al igual que el nuestro. Los mariscales nos escoltaban cabalgando al lado de las portezuelas. Eran las seis de la tarde, el sol empezaba a bajar. Enrojecía la rue de Rivoli, y desfilábamos en una luz deslumbradora. Por todas partes se oían los aplausos frenéticos. A mi lado, Luis permanecía en silencio, preocupándose sólo de saludar. Una alegría inefable me levantaba el alma. Interiormente me repetía: «Con este niño, con mi hijo, la dinastía napoleónica se arraigará definitivamente en la tierra de Francia, como se implantó, hace ocho siglos, la dinastía de los Capetos. ¡Es él quien pondrá el sello definitivo a la obra de su padre!».
Sin embargo, una voz secreta me susurraba que los mismos fastos oficiales, las mismas ovaciones populares, las mismas salvas de artillería, las mismas campanadas celebraron en su día los bautizos del delfín Luis XVII, del rey de Roma, del duque de Burdeos y del conde de París. ¿Y qué les había ocurrido a esos niños? La prisión, la muerte, el exilio… Pero otra voz más potente me reconfortaba enseguida, me dilataba el corazón, me llenaba de confianza y orgullo.
Del brazo de Luis, en uniforme de general, entré en la catedral, donde seis mil invitados se extrañaron de verme rejuvenecida y radiante. Sobre un vestido azul con un velo de tul blanco llevaba todos los diamantes de la corona. Tras el Veni Creator, el legado del Papa efectuó las unciones rituales y administró el sacramento. Yo solamente veía a mi hijo en su abrigo forrado de armiño y no podía quitarle los ojos de encima. Había olvidado los sufrimientos y soñaba en el bonito porvenir que íbamos a labrarle. Al final de la ceremonia, cuando el emperador levantó a su hijo en brazos para mostrarlo a toda la asamblea, mi emoción fue tan intensa que me fallaron las piernas y tuve que sentarme precipitadamente. Tres veces gritó un ayudante de campo:
—¡Viva el príncipe imperial!
Un estruendo de aclamaciones le respondió. Una felicidad indecible me levantó de mi asiento, y mi alma salió volando hacia las nubes.