Un pequeño Bonaparte habitaba en mis entrañas. Eso me estremecía de gozo y mi mente discurría por sueños alocados, imaginando ya el porvenir que podríamos ofrecer a ese niño, príncipe o princesa, no me importaba demasiado, pues llevaría la sangre de Luis.
Dos semanas más tarde, al salir de la bañera, me cogieron unos fuertes dolores. Fue una verdadera tortura durante diecisiete horas, los médicos fueron incapaces de encontrar alivio. Volvió la tranquilidad y guardé cama. Al cabo de unos días, recuperé la esperanza, pero la pesadilla se repitió y tuve la tristeza de ver que había sufrido en vano.
¿Qué había ocurrido? ¿Acaso había cometido una imprudencia? ¿El baño era demasiado caliente?
—El niño ya estaba «despegado» —afirmó el partero.
Me martirizaba pensando en el desarrollo de mis últimas jornadas para entender lo ocurrido. Me había caído, pero no sentí nada tras la caída. También recordaba ese miedo atroz que me conmocionó cuando el caballo de mi escudero se desbocó y el pobre hombre estuvo a punto de matarse. Ninguna de esas razones me parecía convincente y concluí, como los moros, que eso «¡estaba escrito!».
Luis supo encontrar las palabras precisas para consolarme. No estaba todo perdido. Me amaba y me suplicaba que me cuidase.
—Piensa en tu salud, Ugénie. Se puede reparar el error.
Tuve que permanecer acostada durante más de un mes, y los pensamientos me asaltaban de forma descontrolada. Aceptaba resignarme diciéndome a mí misma que después de todo, sólo había perdido dos meses de embarazo y daba gracias a Dios porque el accidente no se hubiese producido con el embarazo más avanzado. En ese caso el desgarro hubiese sido más doloroso y quizá no habría tenido fuerzas para superarlo. Casi me alegraba de mi desgracia, pero rápidamente me sumí en una profunda melancolía. Lo veía todo negro y me venían a la mente nombres de tragedia: el delfín Luis XVII, Carlos I, María Estuardo, María Antonieta… Me preguntaba aterrorizada cuál hubiese sido el triste destino de mi hijo, y se me quitaron las ganas de repetir el experimento. Entonces venían a mi memoria los hijos de Paca, y por tener unos hijos tan guapos, estaba dispuesta a que me cortasen un brazo. Recordaba las dificultades de mi hermana y recuperaba el ánimo. La sangre de los Guzmanes corría por mis venas, una sangre que no mentía.
Cuatro semanas más tarde los médicos me dieron permiso para levantarme. La inmovilidad me había vuelto irascible y sacaron la conclusión de que eso era prueba de que había recobrado mis fuerzas. Una vez más, me había enfrentado al sufrimiento y había triunfado. Había perdido peso y todos los huesos me dolían, anquilosados por la inactividad, eso era todo. El mío era un humor de perros y el tiempo no arreglaba las cosas. Aquel mes de mayo me olvidé de que el cielo es azul. No paraba de llover y el fuego ardía permanentemente en las chimeneas. Pero Paca anunciaba que vendría para finales de junio y yo me imaginaba el sol de España guardado en sus baúles. Este pensamiento galvanizó mi energía y retomé mis actividades con un ardor centuplicado. La vida de Corte era exigente y Luis me necesitaba.
El verano fue «muy resplandeciente». Los bailes y las fiestas se multiplicaron sin cesar. Los príncipes de Europa se consumían de curiosidad por conocer los fastos de nuestros palacios y los honrábamos con veladas espléndidas. Cuando por fin llegó mi hermana, acompañada por su marido, me pasé de la raya. Para el duque y la duquesa de Alba, nada era suficientemente bello. Eran mi familia y se merecían lo más extraordinario. Me traían el aire de mi país, y mi pasado resucitaba: Carabanchel, Aranjuez, Romanillos. Ya no me sentía tan exiliada. Tras sus palabras me parecía oír los ruidos familiares de las calles de Madrid, e incluso podía sentir el olor del romero que me embriagaba en las llanuras salvajes de Andalucía.
Alrededor de Paca reuní a nuestros amigos de antaño, y no me olvidé de don Próspero. España estaba entre nuestras cuatro paredes, sobre nuestra mesa y en nuestras conversaciones. Luis, goloso de novedades, descubrió los garbanzos, elpuchero, y le divertía nuestra pasión por los toros. Nuestros relatos le fascinaban, con los que él evocaba los combates de gladiadores de la época romana. Durante una comida declaró, sin venir a cuento, que deseaba ver una corrida en París. Me quedé boquiabierta, estupefacta. Una empresa así me colmaba, era cierto, pero también veía los peligros. Si el asunto se tomaba a mal, los sarcasmos y las calumnias pronto mancillarían mi reputación. Mérimée, que estaba presente, era del mismo parecer que yo, y recordó los prejuicios franceses y la hipocresía de ciertos sectores que echarían fuego por los ojos.
—Al pueblo le gustan las escenas emotivas —replicó Luis—. No sería mala idea poner el valor de moda.
—Perdonadme, majestad —prosiguió Mérimée—, cuando se hacen leyes que prescriben la humanidad hacia los anímales, no se puede dar el espectáculo de caballos destripados y chulos poniendo banderillas de fuego. El resultado sería un fiasco.
Luis fijó su mirada en la mía que se negaba a animarlo. En silencio, se mesó la barbilla, y dijo moviendo la cabeza:
—¡Por supuesto! Lo entiendo.
—Para la exaltación del valor —añadió Mérimée en un tono conciliador—, tenemos de este lado de los Pirineos las carreras de obstáculos y las carreras de caballos.
—Tenéis razón —exclamó Luis con una carcajada—. Mucho polvo y nada de sangre.
Contagió su hilaridad al resto de los comensales y la conversación se orientó hacia comentarios más anodinos. La víspera se había celebrado la festividad de San Luis. Todo París se había concentrado en los Campos Elíseos y nos habían aclamado en nuestra calesa descubierta. Las ovaciones nos acompañaron mientras pasábamos revista en el Champ-de-Mars, y don Próspero, animado por su reciente designación para el cargo de senador, se permitió refunfuñar sobre la poca seguridad que nos rodeaba.
—Las sociedades secretas no celebran días de fiesta y vuestros doce escoltas son una protección de pacotilla. Acordaos de la Ópera. Os buscan, debéis ser prudentes.
En efecto, a principios de julio, en la reapertura de la Opéra-Comique, se había producido un gran tumulto durante la representación. La policía detuvo a quince hombres armados con puñales que se habían mezclado con los asistentes y esperaban el final del espectáculo para asesinar al emperador. Yo dominé el miedo que sentía, y desde entonces no he temido encontrarme en público. El riesgo forma parte de mi destino y, además, estoy convencida de que al estar cerca de Luis lo protejo. Otras experiencias más me darían la razón.
El otoño llamó a mi hermana para que volviera a Madrid, y me incliné una vez más para echarme en sus brazos. Estaba de nuevo embarazada y le tocaba la barriga con envidia. A pesar de las fiestas habíamos mantenido muchas conversaciones en privado, y le había confiado mis tormentos, mis inquietudes y mis angustias ante las responsabilidades de mi rango, las dificultades para soportar las obligaciones, y sobre todo el temor de no tener hijos, y esa nostalgia permanente por los lugares queridos que no volvería a ver.
—He ganado una corona, pero eso ¿qué puede significar sino que soy la primera esclava de mi reino? Sería una vida insoportable si no tuviese un hombre a mi lado que me ama con locura, pero es igual de esclavo que yo, y su única ambición, su único móvil, es el bien de su país, y ¡Dios sabe cómo será recompensado!
—Ya no puedes dar marcha atrás, hermanita. Cree en tu estrella, y sobre todo cree en Dios, que no te ha colocado aquí por casualidad. Conserva el amor de tu marido, es lo más importante. El resto del mundo no vale nada. En cuanto al niño, llegará en su momento. Reza a la Virgen de Atocha y a la de Guadalupe.
Al igual que antaño, en el convento de la rue de Varenne o en el internado de Bristol, su voz dulce me tranquilizaba el corazón y me reconfortaba el alma. Doblegarse para crecer mejor, decía entonces mi hermana. Un acero toledano nunca se rompe, y Dios nos forja en el fuego de la obediencia antes de sumergirnos en el agua helada. El frío de la soledad descendía a nuestro interior, y nos quedamos abrazadas para reconfortarnos antes de seguir los caminos que nos separaban. A ella todo la reclamaba en España, a mí todo me retenía aquí.
No tuve tiempo de estar triste. Luis me llevó al norte de Francia, un viaje delicado en una región que nos era hostil donde estaban estacionados algunos regimientos que quería inspeccionar. Una bomba colocada bajo un puente cerca de Lille fue desactivada a tiempo. Tenía que haber explotado cuando pasase nuestro vagón. El telégrafo propagó la noticia y por todas partes nuestra presencia fue un triunfo apoteósico. Las ciudades rebeldes nos acogieron con vivas entusiastas. Una vez más, habíamos escapado al desastre. ¿Era mi presencia, o el dedo de la Providencia? Estaba convencida, y decidida a no escatimar esfuerzos y seguir a Luis siempre que me lo pidiese.
Entrábamos en un período intenso de actividades políticas. Enredos de monjes sobre los Santos Lugares de Jerusalén amenazaban con prender el fuego de la discordia. Griegos ortodoxos y sacerdotes latinos se peleaban desde hacía siglos por problemas de precedencia y de liturgia, de cúpulas, altares y monumentos. Entonces los griegos se dirigieron a los otomanos, señores de Palestina, para hacer oír sus razones. El gobierno turco dio la callada por respuesta. Si la cosa iba a peores, esas peleas de «Cruces» harían el juego al islam, que saldría ganando. Pero repentinamente los rusos decidieron apoyar a sus hermanos en la ortodoxia. El zar envió al príncipe Menthchikoff a Constantinopla, y la negociación se paró. La Sublime Puerta se encabritó ante el ultimátum, Rusia había concentrado sus tropas alrededor de Sebastopol y el Bósforo. Europa aguantaba el chaparrón, citando con temor la respuesta de Nicolás I: «Daremos la réplica con cañones».
En esa época de paz que vivíamos, las palabras del zar resonaban como una amenaza y sembraban el terror. Nadie quería la guerra y, sin embargo, todos se preparaban para ella. París la tenía presente sin creer demasiado en ella, pero Londres vigilaba celosamente los Dardanelos y nos enviaba sus plenipotenciarios para organizar una acción conjunta. Francia e Inglaterra, decían, no pueden permitirse dejar que Rusia se apodere de Constantinopla, con el riesgo de convertirse en una segunda potencia.
Durante el verano, en nuestras horas de intimidad, Luis me explicaba con detalle la gravedad de la «cuestión de Oriente», que podía abrasar Europa. Al hacerme leer los informes y los despachos que recibía, me desvelaba el animado ámbito de los asuntos exteriores, mucho más seductores según mi opinión que las intrigas de política interior que me aburrían. Descubría la fascinación de los juegos de alianzas y de báscula, las relaciones de fuerza, las compensaciones… Me encendía, me subyugaba, y le escuchaba sin cansarme, admirando más que nunca su estilo sutil y penetrante de presentar las cosas.
—Tienes intuición y un buen juicio —me decía, con expresión satisfecha—. Con un poco de método, serás mi mejor agente.
—Una compañera amante y servicial —repliqué besándole.
Día tras día, mi amor crecía por este señor muy particular que me cautivaba, y me esforzaba en ser una discípula atenta sin perder mi vivacidad. Me enseñó los secretos de la diplomacia, lo que debía decir para sondear la opinión de ciertas personas, hacerles hablar sin entregarse, observar la discreción más absoluta, evitar las imprudencias y retener los impulsos. Luis me guiaba, corregía la menor torpeza y me enseñaba a escuchar y a dominar mis réplicas. Al asociarme así a sus obligaciones y preocupaciones, me daba otra prueba más de su apego, una prueba de estima y confianza que me empeñé en merecer. Los vínculos que nos unían ganaron con ello más fuerza, alimentados por una complicidad que las múltiples tormentas no pudieron destruir.
A partir de ese momento, mi vida de emperatriz cobraba otro talante, otra envergadura. Los barrotes de la jaula se expandían y toda Europa se precipitaba dentro con los ojos brillantes de codicia. «Da un sentido a tu vida», me había dicho mi padre a orillas del Manzanares. Luis me había abierto el camino correcto. Me tocaba desempeñar un papel a mi medida, y me entregaba a él sin poner reparos. En el raudal de banalidades que me asediaban brillaba, revoloteaba, giraba, haciendo uso de mi elegancia y mi belleza para seducir y encantar a todos esos nobles extranjeros que fingían despreocupación y bondad mientras soñaban con debilitarnos. Poco me importaba ser apodada por algunos de nuestros celosos cortesanos «Falbalas I», la «Pelirroja alocada» o la «Reina de Saba». Aplicaba las lecciones de Luis y cada mañana le informaba cuando venía a verme después de asearse. Me escuchaba fumando cigarrillos y se paseaba en mi habitación reconstruyendo el mundo.
Tras las cacerías de Compiègne, tuve otro aborto, pero no tuve tiempo de sumirme en la melancolía. Un despacho enviado por telégrafo nos petrificó: las fuerzas del zar habían aniquilado la flota turca en la ensenada de Sinop. Ese desastre trastornó a Europa, que se iba a la deriva hacia la guerra de Crimea.
—Rusia se ha quitado la máscara —exclamó Drouyn de Lhuys.
—Sacaremos a los rusos del mar Negro —declaró el emperador levantando su vaso.
Y lord Palmerston, sentado a mi derecha, le contestó:
—Hago un nuevo brindis… nuevo desde la época de las Cruzadas. Brindo por las Armadas reunidas de Francia e Inglaterra.
¿Felipe Augusto y Ricardo Corazón de León contra Saladino?[50] Una flota inglesa ya había salido de Malta; un escuadrón francés, salido de Tolón, navegaba por el Mediterráneo, y el final de año nos vio preparando más tropas en las dos orillas de la Mancha. El gabinete de Saint-James nos arrastraba hacia una aventura que me dejaba escéptica.
—¿Qué podemos ganar? —le pregunté a Luis.
—Francia tiene que ser fiel a su compromiso secular respecto a Turquía. Por otra parte, nuestro entendimiento con Inglaterra nos permitirá poner trabas a la dominación de Rusia en Constantinopla y, por consiguiente, en el Mediterráneo. ¡El peligro para Europa sería inmenso! Pero lo más importante en este asunto es que me ofrece el medio de anular el efecto de los tratados de 1815. Hay que romper la alianza de Austria y Rusia, siempre dispuestas a amenazarnos con una nueva coalición, para reconquistar la libertad de nuestras alianzas y nuestra acción en el exterior. Cuento contigo, Ugénie mía, para sondear al embajador Hübner y convencerle para atraer a su joven emperador a nuestro campo.
Los Santos Lugares parecían olvidados en el desierto, pero no por ello dejaba de tener en la mente que un pequeño grano de arena había provocado el conflicto: el antagonismo de la cruz griega y la cruz latina. Lo más sorprendente de esta historia era ver a cristianos indisponer a musulmanes contra otros cristianos. Lord Palmerston nos alistaba en una curiosa Cruzada.
Y de repente, los acontecimientos se precipitaron. A partir del mes de febrero de 1854, nuestras tropas salieron de París para embarcarse hacia el este. Al lado de Luis, yo saludaba a nuestros soldados y mi corazón se oprimía ante todos esos hombres robustos que partían al combate cantando victoria. ¿Cuántos de ellos no volverían a ver a sus familias y a su patria? Maldije la guerra y me acongojaba por cada uno de aquellos soldados como si fuesen mis propios hijos. Estaba trastornada, aún más porque entonces tenía pocas esperanzas, y sufría en mis entrañas pensando en las madres y las esposas que lloraban ese día.
A finales de marzo, se declaró la guerra. Francia e Inglaterra luchaban cogidas de la mano contra Rusia. Sus ejércitos se precipitaban hacia el mar Negro, mientras en París ministros, generales y mariscales de los dos países se entrevistaban. A las recepciones, los bailes y las cenas que preveía la etiqueta, se añadieron veladas inglesas en honor de los duques y lores que invadían nuestros palacios. Los nombres más célebres resonaban en nuestras propias habitaciones: los duques de Cambridge, Wellington, Hamilton, lord Cardigan, lord Raglan, lord Palmerston… Gente seria, con los que me volvía seria de tanto hablar de cosas serias. Estaba hasta las narices de esa cuestión de Oriente que nos roía la mente y robaba nuestras horas de intimidad. Luis me colmaba de consejos y me saturaba de textos para leer.
Ni un minuto que perder, ni un minuto para descansar. Andaba de cabeza y corría a todas partes. Después del repaso de las cuentas llevadas por Pepa, y la sesión del correo con mi servicial secretario, llegaban las modistas para la elección de nuevos vestidos o el arreglo de algunos viejos. Era ahorradora y me negaba a malgastar el dinero. Mi tesoro tenía otras utilidades. A continuación venían el ama de llaves y el primer chambelán con el programa de mis obligaciones de la tarde. Había mantenido mis rondas matutinas en hospitales, maternidades, hospicios y orfelinatos, y buscaba una casa para Paca, que deseaba venir más a menudo a París. A la hora del almuerzo, regresaba, sin aliento, al salón Luis XIV, y el almuerzo íntimo se transformaba en revisar los periódicos y en comentar los despachos. Después de las audiencias, pesadas y aburridas, el paseo por el bosque cercano con los rayos del sol poniente me ofrecía más dulzura, un momento de respiro para sentirme mujer, y el placer efímero de una bocanada de libertad. Cada anochecer, al lado de Luis, mostraba frescura y alegría, encontrando las palabras amables para cada uno de nuestros invitados, que a veces eran más de un centenar los que se agolpaban ante la púrpura resplandeciente de nuestros salones.
Cuando regresaba a mi alcoba a altas horas de la noche, me arrancaba los diamantes y arneses de la representación política, y los tiraba en el delantal de Pepa antes de desmoronarme en mi cama. Muerta de cansancio, suplicaba a Dios que me concediese un hijo. ¿Pero cómo iba a retenerlo con este ritmo de vida? Mis esperanzas se esfumaban como el aire y me sumía en la tristeza. Empezaron a circular rumores sobre mi esterilidad. Las oficinas del clan Bonaparte se encargaban de difuminarlas. Las más crueles salían de la boca de Plon-Plon, que ya anunciaba el divorcio. Al igual que Josefina, sería repudiada, y Luis se casaría con una princesa que fuera fértil.
Todo eso no hacía mejorar mi salud, que empezó a deteriorarse más. En la desesperación más profunda, me lamentaba de mi impotencia. Había logrado el amor de un hombre y era incapaz de darle el fruto de ese amor. Este pensamiento me carcomía en lo más hondo de mi ser. Mis entrañas se consumían en un fuego horroroso por temor a la maldición cuyos signos habían reconocido las campesinas en el momento de mi nacimiento: el terremoto y los cabellos rojizos del infierno.
Luis me llevó a Biarritz, a orillas del mar donde me había bañado tantas veces durante mi juventud. Nada más llegar, subí a la terraza de la casa que habíamos alquilado y se me saltaron las lágrimas de alegría al ver por fin un trozo de mi país. La brisa del mar pronto disipó el cansancio del viaje. Día tras día, recuperaba la energía, mi cuerpo se fortalecía y mi rostro recuperaba la transparencia luminosa de mi adolescencia. Lejos de París y sus obligaciones, lejos de la Corte y de sus sarcasmos, lejos de Oriente y sus complicadas cuestiones, mi única preocupación era mi marido y me conformaba con la simple felicidad de amarlo, respirando el olor de mi España, vibrante y emocionada desde el otro lado de los Pirineos.
Durante un paseo por los montes que bordean la playa, emití el deseo de tener una casa en este lugar, donde vendríamos cada verano para pasar las vacaciones sin etiqueta, en compañía de un séquito reducido y de amigos escogidos. Luis aceptó. Compramos el terreno y él mismo dibujó diferentes proyectos a los que yo añadía mis sugerencias.[51] Construir «mi» casa me encantaba. Un sueño prodigioso que hechizaba mis noches y mecía mi corazón con una alegría exultante. Ese sueño me permitió aceptar el regreso con más serenidad. Cerraba los ojos, las olas rompían al pie de las paredes inmaculadas de mi bonita villa, oía su cadencia sibilante tan suave como una caricia, e imaginaba los reflejos del mar bajo los rayos de la luna. Un carámbano de luna.
París era un continuo retumbar de botas. Se olía la pólvora y se oía el cañón. En el campo de Saint-Omer, el emperador presidió las grandes maniobras en compañía del rey de los belgas y del príncipe Alberto, venido expresamente de Inglaterra para sellar la alianza de nuestros dos países contra el zar de Rusia que amenazaba la paz de Europa. Miles de hombres dejaron Francia y el príncipe Napoleón acompañó a los brillantes generales del ejército de Argelia. Muy pronto el telégrafo anunció las victorias de Alma, Balaclava e Inkerman. En el Times de Londres leí con espanto el número de muertos. En Le Moniteur sólo se hablaba del clima suave de Crimea, comparable al de Italia. Mientras tanto, nuestras tropas se enfrentaban a la nieve, al tifus y al cólera. Me identificaba con nuestros valerosos soldados. Se me partía el corazón al leer las noticias. Sufría con sus fatigas y me alegraba con sus glorias.[52] Mi deber me obligaba a presentarme con todo lujo y opulencia como si el infierno de la guerra no me afectase.
Luis estaba furioso. Los combates habían llegado a un punto muerto. Los generales no cumplían sus órdenes y los ingleses hacían lo que les venía en gana. Hizo un empréstito, mandó refuerzos de tropas y buscó nuevas alianzas. Un despacho que anunciaba la de Austria lo echó en mis brazos ante la Corte, que quedó anonadada. Le siguió el Piamonte, y otros principados se movieron en nuestro favor. Entusiasmada, propuse arrastrar a España. Luis aprobó mi idea, al igual que los ingleses. Se lo referí al duque de Alba, que tenía acceso al palacio de la reina Isabel, y me decepcioné en gran medida al enterarme de que los ministros lo rechazaban porque temían una intervención extranjera en sus asuntos. En una carta muy amarga, les contesté:
Temed más bien el profundo olvido en el que os dejamos. Ya no tendréis ni voz ni voto.[53]
Estaba hecha un basilisco en mi rincón, mi amor propio se rebelaba al ver a mi país bajar al rango de tercera potencia. Allí la gente estaba demasiado anclada en los prejuicios de que con un Napoleón reinando en Francia, se reproduciría una guerra de la independencia. Y, sin embargo, era un hombre como él a quien necesitaban para acabar de una vez con suspronunciamientos, y era esa desconfianza lo que les hacía volver a tiempos pasados.
Otras decepciones se acumularon desde el mes de enero de 1855. La primera fue el regreso del príncipe Napoleón. Su partida a principios de otoño nos había emocionado, y Luis lo había condecorado por su valentía en la batalla de Alma. Poco después se retiró por motivos de salud y estuvo descansando en Constantinopla antes de regresar a París pasando por alto las órdenes de su primo. La Corte enseguida lo apodó Craint-Plomb[54] y me divertía reclamarle sus pantalones para intercambiarlos con mis enaguas. Durante ese tiempo, los aliados se consumían ante Sebastopol y el gabinete inglés, abucheado por la prensa, dimitió.
—Debo partir —declaró Luis—. Dirigiré yo mismo el asalto a la ciudad de Sebastopol. Un mando unificado bajo mi autoridad y baterías flotantes nos asegurarán el éxito. Mi plan de ataque está listo.[55]
Iba y venía por la habitación farfullando palabras entrecortadas:
—Siempre he pensado dirigir un gran ejército. Poseo todas las cualidades militares, me destacaré. Desde Ham, lo sé.
¿Qué podía replicarle? Ponía el rostro de los días malos, duro, inflexible, cerrado a cualquier sugerencia, opuesto a cualquier discusión. La sangre de los Bonaparte hervía en sus venas, impaciente por volver a levantar el honor de su dinastía. Su ardor de caballero al estilo de don Quijote me llegaba directo al corazón, pero veía los peligros de una decisión así. Luis exponía su vida en primera línea y, mientras, ¿quién gobernaría el país, quién juzgaría a los responsables de sembrar disturbios? Y mientras tanto, ¡yo sin tener hijos!
No me desagradó oír que los ministros se oponían a esta decisión. ¿Conseguirían doblegar la voluntad del emperador? Lo deseaba con toda mi alma y me extrañó mucho cuando Mérimée vino a exponerme sus quejas. En París se afirmaba que el emperador sólo me escuchaba a mí y que su decisión de jugar a las «Cruzadas» venía de mí. Ya señalaban con el dedo a la «española devota», y más adelante, recriminarían a la «española papista».
—Esta historia me preocupa más que a vos —le dije en un tono de voz sosegado—, y temo más que vos un arrebato que nos provocaría más desgracias que gloria. Haré todo lo que pueda para disuadirlo, pero si se va, me iré con él. Mi sitio está a su lado para protegerlo.
El pobre don Próspero se ahogaba de la sorpresa y el temor.
—¿Vos en Constantinopla? Quiera Dios que eso no ocurra nunca. Las callejuelas están llenas de truhanes, y si no os clavan un cuchillo, os raptarán como una presa de calidad para el harén de un cruel potentado.
—Venga ya —repliqué riendo—. ¿Creéis que voy a acabar en Topkapi como la prima de Josefina?[56] Mi destino es otro.
El zar murió en el mes de marzo. Durante un tiempo se tuvo la esperanza de que esa desaparición pondría fin al conflicto. No fue así. Pero Luis mantuvo su disposición a solucionar el asunto de Crimea con algunos cañonazos. Los ministros organizaban la regencia alrededor del viejo rey Jerónimo, que pedía todos los poderes del emperador, incluso el de revocar cualquier ley. Políticos y financieros temblaban sólo con pensarlo, y se negaban a que se cometiera un error tan grande, mientras en las calles se alababa el valor del soberano que había heredado los secretos de victoria del gran Napoleón.
Sin embargo, Inglaterra no opinaba lo mismo. Un Napoleón al mando de las fuerzas británicas era una perspectiva «insoportable y ridícula» que debían impedir a toda costa. La visita oficial que esperábamos desde hacía meses se nos propuso a fecha fija. ¿Acaso iba Luis a ceder ante los argumentos de la reina Victoria? No era esa su intención. El viaje prometía ser muy entretenido. Pero sobre todo se nos concedía una particular importancia a los ojos de las Cortes europeas, que se preguntaban con curiosidad con qué fastos honrarían al «sobrino del Ogro».
—Todo irá bien —me dijo—. No hay nada como la sencillez, la educación y la modestia para desarmar a los poderosos. No debemos intentar igualarlos, así les ganaremos.
—Tus discursos sabrán convencerlos. Yo me limitaré a escuchar. El encanto y la dulzura de una sonrisa acabarán por seducirles.
—Nadie permanecerá insensible a tu belleza.
El sol brillaba sobre Calais cuando nuestra flotilla salió del puerto. El mar estaba en calma y pude pasear sobre el puente del Pélican en compañía de Luis, al que la travesía rejuvenecía. En el viento cargado de brumas, evocaba los años de espera antes de Boulogne, y el refugio después del fuerte de Ham. Apoyado en el empalletado, pasó un brazo alrededor de mis hombros y yo me estreché contra él mientras me hablaba de la felicidad que le daba. Nuestros sombreros se tocaban y nuestras miradas se perdían en las brumas del horizonte donde se escondía un envite difícil. Nuestro porvenir dependía de ello. Los augurios parecían favorables y no dudaba de nuestro éxito a pesar de la niebla espesa que nos envolvía no muy lejos de las costas británicas, perturbaba las maniobras y ponía en peligro los buques que nos escoltaban.
El príncipe Alberto nos recibió en el muelle de Dover al son de nuestro himno nacional, Partiendo hacia Siria, y un despliegue de tropas nos honró con las salvas de rigor y con los discursos de bienvenida por parte de las autoridades de la ciudad. Nos llevaron en coche a Windsor, donde la reina Victoria, muy derecha bajo el porche gótico de la escalinata, nos esperaba rodeada de sus encantadores hijos. Noté que la prestancia de Luis y su buen inglés no la dejaban indiferente. En el momento de saludarla, me sentí intimidada al pensar en la condesa de Teba que le presentaron cuatro años antes vestida de infanta. ¿Se acordaba de ello? Al igual que aquella noche, me incliné en una profunda reverencia, pero era la emperatriz de los franceses y me hizo levantar y me tendió la mano. Entonces vi en su mirada un destello de benevolencia que me dio confianza. Pero no pude imaginar que la reina de Inglaterra, emperatriz de las Indias, se convertiría en mi mejor amiga, y más tarde en una hermana.
Desde la primera noche, fui sensible a las atenciones delicadas de la soberana que pude reconocer en la disposición de mis apartamentos. Habían cambiado el mobiliario y las paredes se engalanaban con las mejores telas de los palacios de la Corona. Estaba maravillada ante tanta magnificencia. Aunque adulaban mi amor propio, también adiviné que esas muestras de simpatía también iban dirigidas al emperador, al que deseaban agradar a través de mi persona.[57]
Mis preocupaciones se disipaban, pero cuando quise cambiarme para la cena, un incidente estuvo a punto de comprometer el buen ambiente. Mis baúles no habían llegado. El barco que los transportaba se había perdido en la espesa niebla. Estaban en camino, al igual que mi peluquero, que los acompañaba. La puntualidad de la etiqueta no me permitía esperarlos. Ahora bien, no tenía nada que ponerme y no podía dejar de comparecer.
—Invocaremos una indisposición debida al viaje —sugirió Luis, a quien este contratiempo preocupaba no poco.
—Es imposible —respondí—. No debemos estropear esta buena acogida.
Una de mis damas tenía allí sus pertenencias y me propuso un vestido de un color azul precioso que resaltaba mi cabellera rojiza. En un santiamén y con algunas agujas, Pepa me lo ajustó. No tenía ni diadema, ni aderezo, así que pedimos flores. A falta de violetas, se nos entregó un canastillo lleno de miosotas; de este modo dispusieron ramos un poco por todo, en el escote, en guirnaldas sobre la falda, en espirales para retener los tirabuzones de mi peinado. A la hora fijada, estaba preparada y cuando hice mi entrada cogida del brazo de Luis, muy digno y majestuoso, un murmullo de admiración recompensó todos mis esfuerzos. La frescura de mi traje primaveral atrajo las miradas de todos los presentes, eclipsando los aderezos de brocado y los collares de diamantes de las «ladies», boquiabiertas. Victoria, engalanada con el Koh-i-Noor en medio de la frente, no pudo disimular su sorpresa y me gratificó con una sonrisa encantadora, alabando mi elegancia y mi ingenio. Con mi naturalidad y mi sencillez, la había conquistado. El éxito de nuestra visita estaba asegurado desde ese momento.
Nos honraron con recepciones fastuosas como ese desfile en el parque de Windsor, admirable por el orden y la disciplina, dirigido por lord Cardigan, el héroe de Balaclava. A éste le siguió una cena de cien cubiertos con la vajilla de oro ancestral, al son de una cornamusa que el piper con traje nacional paseaba por entre las mesas. Después fuimos a Londres, donde Luis fue condecorado con la orden de la Jarretera. Y las fiestas se sucedieron sin cesar: conciertos, bailes en el palacio de Buckingham, banquetes en la Guindhall y espectáculo de gala en el teatro real de Covent Garden, iluminado como a pleno sol, a los que asistía la más alta sociedad con trajes de Corte, uniformes y joyas. La vista era magnífica. En las calles y plazas, empavesadas con banderas tricolores, la multitud se aglomeraba para aclamarnos. Incluso se tuvo que intervenir para que no soltaran a nuestros caballos.
¡Sí, nuestra visita fue un triunfo! Y cuando llegó el momento de partir, en la escalinata de Buckingham la reina no pudo contener las lágrimas y me besó. Vicky y Eduardo, sus dos hijos mayores, se echaron en mis brazos suplicándome que volviera pronto. Lo mismo hicieron con Luis, con quien habían cogido mucha confianza. Alberto nos acompañó hasta Dover con más emoción que a la llegada, y nuestra flotilla levantó anclas rumbo a las costas de Francia.
—Dejamos atrás a una familia —me dijo Luis con una expresión llena de nostalgia.
Me abracé a él murmurando:
—Una pareja unida y unos hijos preciosos. ¡Cómo les envidio!
En el fondo de mi corazón, conservaba el recuerdo de las conversaciones que habíamos mantenido de mujer a mujer. Mientras los hombres hablaban de política alrededor de grandes mesas cubiertas con mapas, Victoria me había hecho los honores en Windsor y, en presencia de su último hijo, un niño mofletudo y rubito, no pude retener un sollozo. Olvidando su corona, me consoló con palabras afectuosas mientras me llevaba hacia su saloncito. Lejos de los oídos indiscretos, supo encontrar las palabras para reconfortarme en cuanto a mis temores de esterilidad y me comunicó sus secretos para quedar embarazada. Mi desamparo la había conmovido y esa entrevista, seguida por muchas más, hizo más que una vida entera para unirnos con una larga amistad.
—Mis recetas son infalibles —me había dicho.
Gracias a ella, por fin iba a tener un bebé.