A altas horas de la noche me recibieron con silbidos al llegar al Elíseo, y no había podido dormir, imaginándome lo peor. Sin embargo, al abrir las persianas por la mañana, vi que el cielo estaba limpio y despejado, y que un sol radiante iluminaría la fiesta. El aire fresco me traía los rumores de la ciudad y el batir de los cascos de los caballos que iban ocupando sus puestos. Desde hacía días, las calles de París estaban empavesadas, engalanadas con guirnaldas, escudos, banderas y gallardetes, y los hoteles habían colgado el cartel de «completo». En carruajes, diligencias o por vía férrea, había afluido una multitud ingente del resto de Francia y de los países vecinos para asistir a nuestra boda. La prensa había anunciado un fausto excepcional para esta boda imperial que fascinaba a las gentes y desataba la imaginación. En efecto, por vez primera un soberano osaba casarse con la mujer a la que amaba, aunque no fuese de sangre real, y todos se morían de curiosidad por ver a la dama que hacía que el corazón del emperador desfalleciera por ella. La magia del amor y sus misterios convertían aquel domingo, 30 de enero de 1853, en una jornada sin igual, que permanecería grabada en la memoria de las gentes por mucho tiempo.
En la mía aún lo está, y la emoción me conmueve con la misma intensidad cuando recupero su recuerdo. Las imágenes vuelven una a una con la precisión de un cinematógrafo.
Jornada única, jornada fuera del tiempo, en la cual ya no era yo misma, sino esa aparición de leyenda que se cristalizó en el espejo y salió de él como de un libro de cuentos. Las delicadas manos de madame Vignon habían diseñado un vestido de terciopelo blanco con brillantes diseminados por el cuerpo de pequeño frac. La falda desaparecía bajo una randa de punto de Inglaterra que la prolongaba con una cola de cuatro metros. Sobre los bandos ondulados de mis cabellos, espirales de flores de azahar sujetaban el largo velo impalpable que me envolvía como una nube.
Sonreía de felicidad ante lo encantadora que me veía, pero faltaba un detalle. Félix pasó los brazos por encima de mi cabeza, y se me detuvo el corazón cuando posó en mi frente la diadema de zafiros y diamantes que Josefina llevaba el día de la Coronación. El duque de Cambacérès me lo había traído «de parte de Su Majestad». En un segundo estuche me presentaron un magnífico cinturón adornado con las mismas piedras preciosas que María Luisa había recibido de Napoleón el día de su boda. Con una expresión seria, me ceñí la cintura. Indiferente a las exclamaciones de los que me rodeaban, manifestando su admiración, yo estaba impresionada en lo más profundo de mi ser al verme con esos aderezos que Luis me había juzgado digna de llevar, puesto que a partir de ese momento era una Bonaparte.
Ruido de botas en el pasillo me hicieron estremecer. Las puertas se abrieron de par en par. Aparecieron mis damas de honor, mi primer chambelán y algunos oficiales de la Casa del emperador. Repitiendo el ceremonial de la víspera, dos coches de la Corte escoltados por un piquete de caballería me llevaron a Las Tullerías. Mi escudero cabalgaba al lado de la portezuela del carruaje. Paralizada por la timidez, no osaba mostrarme a los curiosos agolpados en el Faubourg Saint-Honoré, que intentaban verme con fervoroso entusiasmo.
Una salva de cañonazos sacudió las nubes cuando atravesamos las rejas y llegué ante el pabellón del Reloj saludada por un concierto de tambores y cornetas. No necesitaba más para hacer desaparecer lo que me quedaba de seguridad, pero cuando entré en la Sala del Trono, la mirada deslumbrante de Luis devolvió el color a mis mejillas. Con su uniforme de general, con las bandas de las órdenes militares, su prestancia era impresionante; ahora bien, no podía disimular su impaciencia. Se precipitó a mi encuentro y se inclinó sobre mi mano, que besó murmurando:
—Me volvéis loco, y estoy orgulloso de vos. Venid.
Me llevó al balcón para presentarme a la inmensa multitud reunida allí desde por la mañana. Los clamores me conmovieron hasta derramar unas lágrimas y me incliné, con la mano en el corazón, anhelando que algún día sus gritos no fueran sólo de admiración, sino también de amor. Como había escrito Musset, ¿acaso lo importante no es ser amado?
Un largo cortejo se puso en marcha para conducirnos a la catedral de Notre-Dame. Por todo el recorrido, las tropas formaban una doble hilera y las multitudes se agolpaban en las aceras, en las ventanas, los balcones, los árboles y sobre los tejados. El fausto imperial estaba en su apogeo. Con uniformes de gala, la música encabezando la marcha, lanceros, dragones y la guardia nacional a caballo abrían la marcha delante de los coches de la Corte con dos, cuatro o seis caballos; un escuadrón de Guides[46] con calzas blancas y botas de montar precedía nuestra carroza resplandeciente de oro y cristal, rematada con la corona imperial, la que había sido especialmente creada para Napoleón y Josefina el día de la Coronación. Tiraban la carroza ocho caballos enjaezados con gualdrapas negras con tafilete rojo y tocados con penachos de plumas blancas, guiados por palafreneros ataviados de elegante librea, al igual que los cocheros y los lacayos en sus asientos.
La columna se movió y, de repente, una sacudida acompañada por un ruido metálico inmovilizó nuestro tiro. ¿Acaso era un atentado? Noté cómo la sangre se me retiraba de las venas y apreté la mano de Luis que parecía inquieto, cuando alguien explicó:
—La corona se ha soltado. En un momento la volveremos a fijar.[47]
El emperador se volvió hacia mí y me reconfortó con una sonrisa, pero su rostro mostraba la preocupación.
—El mismo incidente que el día de la Coronación —murmuró estirando una guía de su bigote.
—¿Acaso un cielo sin nubes no es un buen augurio? —le dije enseguida para distraerle de sus malos presentimientos.
Sin embargo, desde lo más hondo de mi corazón rogué a Dios que mantuviese alejado de nosotros cualquier amargor. La parada fue breve, el cortejo prosiguió su camino, bordeado de sables que destellaban al sol y de túnicas con colores vivos ribeteadas de oro o de plata. Rue de Rivoli, alrededor del Hôtel de Ville y en los muelles, la multitud entusiasmada aplaudía, agitaba los pañuelos y tiraba ramos. La plaza de Notre-Dame, el gentío la abarrotaba de tal modo que los piquetes de guardia tenían dificultades para contenerlo. Todo el mundo guardó silencio cuando nuestra carroza se detuvo ante la plaza de la catedral. Luis fue el primero en bajar. A mi vez, salí yo y me dispuse a seguirlo. Detrás de mí, miles de personas aguantaban la respiración estremeciéndose de curiosidad. Llevaban de pie desde el alba para verme, ¿acaso no era injusto darles la espalda? Así que me giré y les di las gracias a mi manera por su presencia saludándoles con esa reverencia profunda y llena de gracia con la cual había honrado tantas veces al emperador. Los aplausos restallaron y una larga ovación resonó, prolongada como un eco desde todas las ventanas y las callejuelas:
—¡Viva la emperatriz!
Luis se acercó y me ofreció su brazo:
—Los habéis conquistado —me dijo con una expresión radiante—. La ceremonia puede empezar.
Bajo la portada abocinada, con las estatuas de santos, reyes de Francia y adornada con banderas de terciopelo verde bordadas con nuestras iniciales, nos esperaban el legado pontificio y el arzobispo de París, con mitra, capa pluvial y báculo en mano, rodeados por todo el clero. La gran puerta se abrió y no sé por qué milagro encontré el valor suficiente para entrar en la catedral del brazo del emperador, tras las largas filas de prelados, y subir por el pasillo central bordeado de columnas con colgaduras de púrpura y oro. El órgano atronó con su cascada de notas y el coro de quinientas voces entonó la marcha delProfeta, mientras a la luz de las quince mil velas que iluminaban la nave, dos mil invitados sólo tenían ojos para nosotros. Me contemplaban boquiabiertos, con una expresión de éxtasis. La sangre se había retirado de mi rostro, tan pálido como el de una muerta, pero permanecía con la cabeza erguida para ser digna y majestuosa, digna del hombre que me había subido a su trono y me hacía compartir su corona. La emoción me trastornaba y la solemnidad me intimidaba. En los vapores del incienso, el aire vibraba con murmullos que reconfortaron mi alma inquieta. No expresaban ni odio ni envidia, sino un homenaje sensible y sincero a esa «visión de poeta» a la que me comparaban.
En medio del crucero se encontraban nuestros sillones, bajo un palio decorado con abejas y coronado con un águila de oro con las alas desplegadas. El reclinatorio me salvó de un desfallecimiento. Me arrodillé y recé con fervor. Todos esos honores me embargaban, me daban miedo, me aterrorizaban. Yo era el punto de mira de todo un pueblo a partir de ese momento. Mi única experiencia la formaban mi deseo de hacer bien las cosas y mis buenos sentimientos. La carga que se echaba sobre mis hombros era grande, e imploraba al Señor que me ayudase concediéndome la fuerza necesaria para cumplir su voluntad al emprender el camino que se abría ante mí. Profundamente recogida, la frente inclinada sobre mis dedos entrelazados, ya no me preocupaba por la asistencia, y Luis, que temía una indisposición, me animaba con sus dulces palabras. Lo tranquilicé con una mirada confiada y le seguí hacia el altar.
Cogidos de la mano, contestamos a las preguntas del ritual y, ante toda la asamblea atenta al menor detalle del ceremonial, ambos juramos guardar fidelidad según el mandamiento de Dios. El arzobispo bendijo las arras de oro y las alianzas, y Luis cogió la más pequeña para colocármela en el dedo. Hice lo mismo con la otra. Juntos, nos arrodillamos ante el prelado que extendió la mano encima de nuestras cabezas y pronunció la fórmula sacramental antes de recitar la plegaria de la boda:
—Deus Abraham, Deus Isaac, et Deus Jacob sit vobiscum… Que ese Dios extienda sobre vosotros su bendición para que veáis los hijos de vuestros hijos hasta la tercera y la cuarta generación…
Estábamos unidos en matrimonio ante la santa Iglesia, y mi corazón latía con intensidad. Al lado de Luis, profundamente conmovido, regresé a mi asiento. Esta vez era ya, de verdad, la emperatriz de los franceses, y mi primer deber era perpetuar la dinastía de los Bonaparte. La cuarta generación, había dicho el prelado. Cerré los ojos, intentando imaginar nuestro porvenir poblado de chiquillos por una larga posteridad.
Empezó la misa, magníficamente cantada. El Credo de Cherubini, los motetes de Adam y Auber. En la ofrenda, el príncipe Napoleón y la princesa Mathilde presentaron dos cirios, y el oficio terminó con el Te Deum espléndido de Lesueur mientras Luis y yo firmábamos en el registro. Mi pluma tembló cuando escribí «Eugénie» al pie del acta que enumeraba todos mis títulos. Según nuestras costumbres españolas, figuraba en el acta el nombre de mi padre, y pensé que el soldado del Gran Ejército estaría contento de ver a su hija en la familia de su ídolo. Fuera retumbaban los cañones, repicaban todas las campanas de la ciudad, las trompetas hacían vibrar el aire, los tambores redoblaban en el campo y el gentío trepidante nos mostró todo su entusiasmo cuando, cogida del brazo del emperador, salí a la luz del sol invernal que se iba poniendo lentamente.
Las ovaciones acompañaron nuestro regreso hasta Las Tullerías, donde delegaciones y diputaciones diversas nos asaltaron con flores y cumplidos. En carroza, dimos la vuelta del Carrousel para pasar revista a las tropas, y su concierto de vivas fue interminable. Tanta alegría me aturdía. Luis estaba exultante. Me llevó a la Sala de los Mariscales y mandó abrir las ventanas que daban a los jardines. Todo París se había reunido allí. Miles de personas se encontraban en los arriates, en los senderos, subidas a las rejas o encima de las estatuas. Les ofrecí mi sonrisa resplandeciente, Luis los saludó con nuestras manos enlazadas, y sus gritos, cercanos al delirio, espantaron a los pájaros, que salieron volando como si su vuelo fuera un homenaje. Del lado del patio, se produjo el mismo triunfo. Y la mirada de Luis me penetró hasta el alma.
—Os quieren —me dijo—, pero no tanto como yo. Creo que ha llegado el momento de escaparnos.
—Concededme tan sólo unos minutos para cambiarme y soy toda vuestra, majestad.
—Entonces, no tardéis más —prosiguió, con la mirada ardiente de deseo.
Rodeada por mis damas de honor, regresé a mis apartamentos. No estaban acabados, pero no me importaba mucho porque Luis me raptaba por una semana. En los baúles había amontonado mi vestuario para la luna de miel. Vestidos divinos, sombreros y chales de cachemira de la India, y por supuesto refajos, camisas finas adornadas con encajes de Valenciennes y batas de velos espumosos con ribetes de armiño o de cisne. Luis apreciaba mi elegancia y yo quería seducirlo. Para nuestro viaje, me puse un vestido de terciopelo rubí realzado con marta cebellina y un pequeño sombrero a juego con el traje, que me sentaba de maravilla. Estaba muy contenta y bajo el efecto de la felicidad, mis mejillas recuperaron su color. Abracé a mi madre, desamparada ante la idea de quedarse sola.
—No llores, todo irá bien. No te olvides de escribir a Paca, hay que explicárselo todo.
Me incliné para añadirle al oído en un murmullo:
—Dile también que me ama y que lo amo con locura. Adiós, mamá. Te quiero mucho.
En la Sala de los Mariscales había mucha gente. Los invitados de la catedral habían llegado ya y se reunían alrededor del emperador para felicitarle. El también se había cambiado en mi ausencia, un frac bajo una levita, pero parecía nervioso cuando vino a mi encuentro. Me cogió el brazo y me llevó hacia una ventana que daba al jardín.
—Mirad, siguen ahí.
—Venid —dije riendo.
Salí la primera y el delirio llegó a su punto álgido. Saludé durante mucho tiempo y me llevé la mano a los labios como despedida, diciéndoles «adiós». Unos minutos más tarde, una berlina nos llevaba a Saint-Cloud. Caía la tarde, anunciando la noche, y Luis exclamó:
—¡Por fin solos!
Este primer momento de intimidad me asustaba. Me había preparado, pero el pudor se imponía a mi emoción y me retenía al otro lado del asiento. Sin decir una palabra, Luis se acercó a mí. Me acariciaba con la mirada y sus labios se apoderaron de los míos para darme un largo beso.
Acabábamos de atravesar una barrera, pero en las rejas del castillo se vio interrumpida nuestra carrera. Una multitud de gente con trajes de gala nos esperaba en la escalinata y en los salones. Tenían por costumbre cenar con el emperador la noche que llegaba a Saint-Cloud. Ahora bien, este día tan especial se olvidaron de anular la invitación. Este contratiempo disgustó a Luis, que refunfuñó pero que no tuvo el valor de despedirlos. Tuvimos que avenirnos a las circunstancias e improvisar. Un ejercicio que se convertiría en algo familiar en esta Corte, donde la etiqueta rígida tenía sus lagunas.
Pasaban las horas, los cumplidos se multiplicaban, nadie se marchaba y Luis no paraba de atusarse el bigote. Inclinándose hacia mí, me dijo a media voz:
—Despídelos.
Este tuteo inesperado demostraba su impaciencia y que su nerviosismo lo volvía tosco. Sin embargo, ¿qué hacer para no dejar mal a tantas personas leales? Se me ocurrió una idea y le susurré:
—Dirigios a la salida, os seguiré.
El emperador se levantó y salió del salón sin mediar palabra. Yo le pisaba los talones y, ante la puerta, me giré y saludé a la asamblea con una reverencia graciosa que dejó a todo el mundo anonadado y encantado. Un coche nos esperaba en uno de los patios y nos llevó al corazón del bosque, que la noche envolvía con su misterio. En el recodo de un camino, reconocí el pabellón de Combleval y se me oprimió el corazón al recordar el menosprecio que se me había hecho allí, pero un latigazo hizo galopar a los caballos, que se detuvieron mucho más adelante, ante la casa solariega de Villeneuve-l’Étang, donde me iba a convertir en mujer al entregarme a Luis.
Los días pasaron deprisa. ¡Teníamos tantas cosas que decirnos, tantas cosas que explicarnos para conocernos mejor y familiarizarnos! Mi alma romántica tuvo muchas dificultades para dejar a un lado el mito y establecer la diferencia entre el hombre de carne y hueso y el héroe que yo había sublimado. Descubrí sobre todo que el amor físico tiene una importancia mayor de la que me había creído. Por el placer de Luis, me esforzaba en aprender sus finezas y me comportaba como una alumna dócil, impaciente por unirme a él en su embriaguez. No importaba no conocer el éxtasis, quería un hijo. Y no por eso amaba menos a ese Napoleón que era mi esposo. Para lo mejor y para lo peor, había dicho el prelado. Esposa sumisa, le obedecí, y nunca le traicioné, fiel hasta el final de la tragedia.
Por ahora vivíamos una auténtica luna de miel. Solos en medio de los árboles y las albuferas, sin etiqueta, sin representación, libres de cualquier responsabilidad. Lejos del mundo, fuera del tiempo. Felices, como una sencilla pareja de recién casados, plantamos cara al frío helado para llegar hasta Versalles en cabriolé, por los caminos de bosque. Luis conducía y me daba unas explicaciones maravillosas. El palacio de los grandes reyes, el Trianon donde Bonaparte había dejado su recuerdo, donde reencontraba la silueta de María Antonieta. La fascinación que sentía por ella nos llevó hasta el caserío donde me pareció oír su risa y los latidos de su corazón. Me estremecía, atormentada por su espantosa muerte. Las teorías de Fourier me volvían a la memoria y reforzaban mis ideas sobre la necesidad de conceder más igualdad para evitar los derramamientos de sangre que a veces provocan la desesperación y la miseria.
Entonces Luis sacó el tema de la política y me explicó que nuestra boda consolidaba el Imperio frente a la oposición de los orleanistas, los legitimistas y sobre todo los republicanos que conspiraban en asociaciones secretas. Aún debía fijar los ámbitos de su gobierno, regular el aparato de la Corte en función del modelo instituido por Napoleón, con una etiqueta y un protocolo, es cierto, pero también —y ahí estaba mi papel— con pompa y fiestas en las que los invitados ya no guardaran el protocolo en función de los criterios de las antiguas Cortes: Altezas, Grandes y los demás. Debíamos seducir e inspirar confianza.
—La sociedad ha cambiado —me dijo—, y nuestra Corte debe abrirse al nuevo mundo: los demás, los advenedizos como nosotros. El desarrollo de la economía engendrará fuerzas en las que podremos apoyarnos.
Las finanzas, la industria, las vías de comunicación por tierra y por mar; en efecto, todo se estaba transformando. Mil proyectos rondaban por su cabeza. El crecimiento de las riquezas estaba a nuestras puertas. Una Francia poderosa se levantaba en el corazón de Europa y el palacio de Las Tullerías sería el centro más animado y resplandeciente de la nación.
—¿Y qué haréis por el pueblo que os ha elegido?
—No lo olvido, querida Ugénie, tendrá su parte.
Las grandes obras de París, las experiencias agrícolas en Sologne y en Les Landes aseguraban un crecimiento de los puestos de trabajo. Se reducirían los impuestos. Se multiplicarían las instituciones de caridad, y se concederían ventajas para una educación mejor. El programa me encantaba y exclamé:
—Vuestra «Extinción del pauperismo» se asemeja a mis «falansterios». Ocupaos de la política y yo me haré cargo de las obras sociales.
Así concebía mi papel. La emperatriz de los franceses no podía conformarse con el hecho de aparecer esplendorosa con sus trajes mientras centenares de desheredados sufrían. Mi deber y mi tarea esencial era ayudarles y descargar a los desprovistos de todo, incluso de trabajo. El propio Dios me había impuesto esta misión con aquel pedazo de la Vera Cruz del talismán de Carlomagno.
Dejamos el bosque con el corazón lleno de pesadumbre por aquellas jornadas de intimidad perfecta que no volverían a repetirse en mucho tiempo. Nos habían unido en una dulce complicidad, con una voluntad común de apoyarnos el uno en el otro, para llevar a buen término las resoluciones que acabábamos de tomar. Mi entusiasmo iba de acuerdo con mi voluntad de hacer bien las cosas, y mi mayor deseo era merecer la aprobación de Luis. Puesto que me valía de su amor, no dudaba en conseguirlo.
Me impacientaba por empezar mi nueva vida y ponerme manos a la obra. Sin embargo, al llegar ante Las Tullerías del brazo del emperador, me recorrió un escalofrío al pasar ante la hilera de los Cien Guardias con sus corazas y sus cascos. Entraba en el palacio que a partir de ese momento sería mi morada, repitiéndome lo que Luis me había dicho más de una vez: que ya no volvería a estar sola nunca más, y no podría salir sin escolta.
Me dirigí a mis apartamentos, situados en el primer piso. Me esperaba allí mi seguido bajo la batuta de la princesa de Essling, que era como la camarera mayor. Alrededor de la duquesa de Bassano, primera dama de honor, estaban las seis damas del palacio que se turnarían en el servicio una semana sí y otra no. También tenía una lectora y me preguntaba qué haría con ella, puesto que la lectura era uno de mis placeres favoritos. Un secretario y un bibliotecario completaban el equipo, además de un mayordomo, un primer chambelán, un escudero, ujieres, un cochero, sin contar los lacayos, sirvientes y camareras. Todo este mundillo iba a codearse conmigo, acompañarme y servirme cada día. Sobre todo iban a espiarme y comentar hasta el menor gesto que hiciese o repetir la más anodina de mis palabras. Luis me había prevenido, debía ser prudente.
El caballo salvaje que dormitaba en mí no tardaría en resoplar, piafar de impaciencia, dar coces, encabritarse e incluso desbocarse en un exceso de furia.
Por el momento el atractivo de la novedad me embriagaba y tomé posesión de las diez habitaciones magníficamente amuebladas. La antecámara y una retahíla de salones, el verde para mis damas, el rosa donde las visitas esperaban ser recibidas y el azul donde las recibía; mi alcoba invadida de dorados con una cama fastuosa y un balcón con vistas a los jardines; un cuarto de baño inmenso con una bañera de metal inglés rodeada de palmeras, lavabos colgados y un tocador recubierto de puntillas sobre el cual extendí el estuche bermejo de la reina Hortensia; en un retiro adyacente estaba el montacargas donde transportaban, sin arrugarlos, los vestidos, mantos y abrigos guardados en una cámara del desván a tal efecto destinada. Mi rincón favorito era mi gabinete de trabajo, donde pasaba el mayor tiempo posible escribiendo, leyendo o meditando en medio de un batiborrillo de objetos familiares que me unían a mi pasado y me daban la sensación de estar realmente en mi hogar. También era el lugar donde acogía a los íntimos, desdeñando la etiqueta, a mis amigas de la infancia, a las que permanecía fiel, a pesar de que sus opiniones nos eran contrarias. Ese fue el caso de Cécile Delessert, que se había casado con un ultralegitimista, dispuesto a reunirse con el conde de Chambord en su exilio. Tras el biombo de cristal que protegía nuestras risas, la política se convertía en humo, espantada por nuestros recuerdos de infancia.
Atraído por nuestras risas, a veces aparecía Luis. Una escalera secreta unía mis apartamentos a los suyos, situados en la planta baja, que daban al jardín. ¿Acaso estaba celoso de mi alegría en compañía de otras personas que no fuesen él? Decía que se preocupaba por mi persona o que echaba de menos mi presencia. Derrochaba palabras tiernas y atenciones, pero su mirada se helaba si se percataba de un error o si me pillaba cometiendo una equivocación, como el día aquel en que me encontró en compañía de Rachel, que me enseñaba las diferentes formas de saludar, sentarse y caminar según las circunstancias. Sus regañinas ensombrecían nuestras horas de intimidad y me sabían muy mal. Tenía bondad suficiente para perdonarme, paciencia suficiente para explicarme el alcance de un error y sus consecuencias nefastas para mi reputación. La despreocupación impetuosa de Madrid y la loca independencia de Carabanchel no me ayudaban en ese aprendizaje incómodo de las obligaciones que me imponían contener mi verdadero natural y ahogar mis impulsos bajo una máscara de indiferencia.
—Sed impenetrable con las personas que os rodean —me decía—, y evitaréis los comentarios desagradables.
Decidí mostrar un rostro alegre. Se celebró nuestro regreso. Bailes y fiestas. Cada noche exhibía un vestido magnífico y me adornaba con diamantes. Segura de mi elegancia y mi belleza, resplandecía del brazo del emperador, que me prodigaba mil atenciones, esperando el final de lo que llamábamos nuestras «representaciones» para perderme en sus brazos y calentar mi corazón al fuego de sus caricias. Aunque la noche nos pertenecía, ambos teníamos jornadas cargadas por las obligaciones de nuestros respectivos compromisos. Sin embargo, había un momento sagrado, el del almuerzo que tomábamos en la intimidad en el salón Luis XIV. Hablábamos de nosotros, de lo que habíamos hecho desde que nos habíamos despertado, del programa de la tarde, de las noticias del día y de lo que nos preocupaba. Eran momentos que estimulaban mi valentía, aún más cuando Luis subrayaba mis progresos con orgullo y no disimulaba su ambición de convertirme en una gran emperatriz.
Ahora bien, un domingo creí que todo se desmoronaba cuando el ministro de Justicia Abbatucci irrumpió para anunciarnos:
—El emperador de Austria acaba de salir ileso de un atentado.
Mientras se giraba hacia mí, añadió:
—Como podéis ver, intentan matar a los emperadores. Tanto el uno como el otro deben ser prudentes… Vos también tenéis vuestra parte de responsabilidad. Cuidad que Su Majestad no salga a horas fijas y que varíe la dirección habitual de vuestros paseos.[48]
Quedé anonadada y regresé a mi gabinete de trabajo para meditar en silencio y soledad. Ráfagas de lluvia y viento movían los árboles y azotaban los cristales de las ventanas. No me gustaban nada los momentos de tormenta que me despojaban de cualquier esperanza. Mi pobre barca ya no navegaría apaciblemente por el océano, y me preguntaba con inquietud en qué rincón iba a escollarse el día del temporal. Tras las gruesas paredes del palacio, me sentía presa en la trampa y eliminaba las angustias de mi corazón escribiendo a Paca.[49]La echaba de menos, y añoraba mi España y las corridas de toros que pronto iban a empezar. Acurrucada en el sillón tras el biombo de cristal que disimulaba las plantas verdes que allí habían puesto, lloré todo cuanto quise soñando con los grandes espacios quemados por el sol que conservaban mi libertad.
Pero una emperatriz no puede dejarse llevar por sus estados de ánimo. Así que me sequé las lágrimas y pisoteé mis angustias. Desde mi más tierna infancia, al lado de mi padre, había aprendido a sacar fuerzas de flaqueza, y mi madre nos había enseñado con su ejemplo que la mejor manera de vencer las dificultades era desdeñarlas. Me enfrenté a mis obligaciones, y cada día me doblegaba al rigor de la etiqueta; pero cada mañana, después de escoger minuciosamente mis vestidos en función de los acontecimientos del día y despachar el correo, me saltaba las reglas de seguridad para hacer visitas de caridad en hospicios, hospitales y centros de maternidad.
Salía de incógnito en una berlina «color muralla», vestida con un abrigo de señora vieja, tocada con un sombrero recubierto con un largo velo. Bajo la gasa espesa, no se me veía el rostro y disimulaba mis ojos tras unas gafas negras. Caminaba a paso lento con la ayuda de un bastón y nadie sospechaba cuál era mi verdadera identidad. El anonimato del disfraz me hizo descubrir la sal, la picardía de otra libertad, pero sobre todo me permitió conocer las carencias, las incompetencias, los grados de insalubridad y los pozos sin fondo de la miseria en pleno centro de París. Vaciar mi tesoro particular no era suficiente. Informaba a Luis de que se tomaran medidas en su gobierno. La tarea era inmensa. Nadie conseguiría terminarla, pero yo era útil y renovaba mis rondas matinales a la espera de que se estableciese pronto un programa de envergadura en favor de los desheredados.
A finales de marzo, tras las cacerías de Fontainebleau, mi madre tuvo que dejar París. Luis se lo había solicitado el mismo día de nuestra boda. Desconfiaba de sus relaciones en el barrio de Passy y en el Faubourg Saint-Germain, donde se criticaba abiertamente al imperio. Desde mi infancia, la había oído meterse en mil intrigas, un juego que la entusiasmaba. Pero lo más molesto era que gastaba sin ton ni son, sin preocuparme de callar a sus proveedores. Era otra vieja costumbre. Luis había pagado sus deudas exigiendo que se marchase inmediatamente. Solicité un plazo de conveniencia que se me concedió con la condición de conservar a mi lado a la camarera Pepa que siempre había estado a mi servicio. Había llegado el momento de cumplir lo acordado, y mi madre cerró sus baúles. Don Próspero prometió acompañarla hasta Poitiers. Al despedirme de ella, me encontraba sola, desgajada del último vínculo familiar. El clan Bonaparte no me había aceptado y el vacío aumentaba a mi alrededor. El único medio que se me ocurría para llenarlo era formar mi propia familia.
A principios de abril, me cogieron mareos y el médico me explicó con timidez que estaba embarazada. Loca de alegría, corrí para anunciárselo a Luis.