CAPÍTULO VII

Preveía una tormenta, pero fue una tempestad. Los ministros, uno a uno, amenazaron con dimitir. Los salones clamaron su indignación, y rumores ignominiosos circularon por la ciudad. Panfletos inundaron las calles, se enviaron cartas anónimas a Las Tullerías, y las cancillerías se burlaron del emperador aventurero que caía en la trampa de una aventurera.

En nuestro apartamento de la plaza Vendôme, eran escasos los amigos. Ferdinand de Lesseps, Mérimée, mi cuñado Enrique y Donoso Cortés eran el último reducto que nos hacía compañía. Mi madre les había revelado lo que finalmente yo le había confiado. Palabra por palabra, conocían los términos de mi conversación con el emperador, y nos apoyaban con su fidelidad.

—Animo —decía nuestro embajador—. Nunca he conocido a un hombre tan enigmático, pero una vez ha definido lo que quiere, no se echa atrás.

—Yo también lo pienso —le dije—. Su fuerza de voluntad es irresistible, y creo en él.

Yo sonreía confiada, a pesar de las suspicacias de don Próspero, que lo veía todo negro desde el reciente fallecimiento de su madre.

—Os gustan los precipicios —refunfuñó—. ¡Vais al encuentro de vuestra perdición!

Los días pasaban y la campaña iba en aumento. A Donoso Cortés le llegaron rumores de las infamias que corrían. Paca y yo éramos las hijas ilegítimas de la reina de España y de un Montijo desconocido. Mil horrores envilecían a mi madre, «la chambrière»[43]entrometida que se engalanaba con títulos falsos y contraía deudas que no pagaría nunca. También afirmaban que yo había tenido amantes en todas las ciudades de Europa y me llamaban la ramilletera o la cortesana.

Me encogía de hombros, pero ya no sonreía. Ahora bien, resistía y conservaba la esperanza. Había leído en las revistas que el enviado del zar había presentado sus cartas credenciales y que los representantes de otras Cortes le seguían. La posición del emperador se reforzaba, me decía a mí misma, y no tardaría en manifestarse. Sin embargo, una mañana todo se desmoronó. El primo Ferdinand irrumpió en nuestra casa para comunicarnos que los ministros se negaban a dejarse convencer; que el Senado murmuraba; que el príncipe Napoleón había estallado vociferando contra mí; y que la princesa Mathilde, en nombre de la familia desesperada, se había tirado a los pies de su antiguo prometido suplicándole que renunciase a la indigna alianza que representaba mi persona.

—La indignación general es demasiado poderosa —concluyó—. Napoleón no resistirá.

—¿Qué vamos a hacer? —dijo mi madre turbada.

—Marcharnos —exclamé—, marcharnos sin decir una palabra.

Herida en lo más hondo de mi amor propio, me levanté bruscamente. Pálida de vergüenza y furia, añadí con tono airado:

—No me quieren, pues me retiro. Le devolveré su caballo, sus cartas, su trébol y no oirá hablar más de mí.

Mi madre insistió, mostrándome la tarjeta encima de la chimenea.

—Olvidas el gran baile de la Corte para mañana por la noche.

—Ya no estaremos en París.

Mi madre refunfuñó en su pañuelo, don Próspero suspiró y el primo Ferdinand, que iba de arriba abajo por la sala para analizar la situación, se detuvo y dijo:

—Me temo que la gente se alegrará de haberos empujado a huir.

Herida en carne viva, repliqué:

—Tienes razón. Una Montijo no huye. Iré a dar mis explicaciones.

Llegué a Las Tullerías con el alma de don Quijote. Un vestido de tafetán azul realzaba el color de mis ojos y el rojizo de mis cabellos. Con la cabeza erguida, tenía también el corazón firme para defender mi honor con el empaque y la dignidad de una Grande de España. Pero al entrar en la Sala de los Mariscales, me sentí más desamparada que santa Blandine ante los leones. Bajo las magníficas arañas se arracimaba una multitud en uniformes rutilantes, trajes de Corte y vestidos realzados con diamantes. Ministros, grandes dignatarios y el cuerpo diplomático ocupaban sus lugares. En su estrado, el emperador con redingote de general, calzones de casimir blanco y medias de seda, parecía flotar sobre el ruido. Un chambelán nos anunció y se hizo el silencio.

La asamblea entera se giró hacia nosotras y nos traspasaba con sus miradas hostiles. Estuve a punto de perder la compostura, pero me dominé. El barón James de Rothschild ofrecía su brazo a mi madre y su hijo a mí. Con una expresión altiva, ignorando la horda de burlones que se apartaban a nuestro paso, avancé hacia el soberano y seguí la etiqueta saludándole con una reverencia de Corte llena de gracia. Su sonrisa me tranquilizó. Con el corazón apaciguado, me dirigí hacia una banqueta cercana donde estaban las damas, mientras nuestros acompañantes se reunían con el resto de caballeros. En ese momento la señora Drouyn de Lhuys, esposa del ministro de Asuntos Exteriores, se levantó y con un gesto violento me rechazó con voz de menosprecio:

—Esos asientos están reservados.

Palidecí al recibir el golpe y me retiré hacia atrás asiendo el brazo de mi madre para no desfallecer. Todo giraba a mi alrededor y mis rodillas no me respondían. Esta humillación pública ante toda la Corte reunida me sulfuraba. Abandonada en medio de la arena, esperaba el golpe de gracia que acabaría conmigo. Entonces oí la voz del emperador. Estaba cerca de mí y me sostenía diciendo:

—Vengan. Aquí tienen asientos.

Nos condujo a mi madre y a mí sobre el estrado donde estaban los miembros de la familia imperial. Ellos también mostraban su desprecio, pero el gesto del emperador nos había devuelto la dignidad. Me sentía extremadamente nerviosa. Una vez más, me habían faltado al respeto, y estaba muy decidida a irme en cuanto pudiera despedirme. En esta Corte había demasiado odio, demasiada maldad, no podía soportarlo. En el movimiento de mi abanico disimulaba mi desamparo y encontraba la fuerza suficiente para sonreír cuando era necesario.

El emperador abrió el baile con lady Cowley, embajadora de Inglaterra, y me envió a buscar para la segunda contradanza que quería bailar conmigo. Se extrañó de mi palidez y de mis reticencias a conversar. Los sollozos me ahogaban, es cierto, y temía no poder contenerlos.

—¿Qué os ocurre? —me dijo al acompañarme a mi sitio—. Parecéis cansada. Sin embargo, debo hablaros.

—Yo también —contesté levantando mis ojos hacia él—. Quiero deciros adiós.

—¿Adiós?

—Me marcho mañana con mi madre y no volveréis a verme.

—Venid —dijo.

Su rostro había palidecido. Me guió hacia el salón Luis XIV, que era su gabinete de trabajo, y me invitó a sentarme.

—¿Por qué os marcháis?

—He creído en vuestras promesas, Majestad, pero hoy entiendo vuestras dudas. No quiero poner trabas a vuestro destino. Os devuelvo vuestra palabra.

Me miró en silencio, y después sentenció con voz firme:

—No os marcharéis.

Su expresión de sufrimiento me llegaba al corazón. ¿Me amaba? Mi corazón deseaba oírlo. Sin embargo, mi decisión era irrevocable. Ya no aceptaba ser tratada como un burro al que dan de palos en público.

—Sea lo que sea lo que os hayan podido decir, Majestad, no soy una aventurera y no seré una favorita. No quiero seguir comprometiéndome mientras padezco insultos repetidamente.

Se levantó de un salto para confirmar en un tono que no daba pie a réplica alguna:

—Esta misma noche, le pediré vuestra mano a la señora Montijo.

Los proyectos formulados en Compiègne, repetidos en la visita de incógnito a la plaza Vendôme, ¿realmente iban a convertirse en realidad? No me atrevía a creerle y cerraba los ojos tras el abanico para dominar la violencia de mi emoción. Y luego, no sé por qué, en un arrebato de razón, o de modestia, le recordé su deber:

—Reflexionad una vez más, Majestad. No os aporto nada. Deberíais casaros con una princesa…

—He tomado una decisión. Esta noche hablaré con vuestra madre.

Una Grande de España no se comprometía sólo con palabras, y la antigua Camarera Mayor de la reina Isabel era sensible a las viejas costumbres.

—Sería preferible una carta —le dije—. Nuestro país tiene sus tradiciones y su etiqueta.

—Tenéis razón. Voy a escribirla ahora mismo.

Se sentó ante la mesa y oí el raspear de la pluma sobre el papel. De repente todo iba demasiado rápido. ¿Era el destino que se cumplía? Las predicciones volvían a mi cabeza: más que una reina, una corona imperial, un trono… Estaba muy asustada y no podía estarme quieta. Di algunos pasos y me refugié cerca de una ventana. Mi cabeza daba vueltas, pero en el infinito de la noche brillaba una luz.

El ruido de la silla me sobresaltó. El emperador se acercó. En la hoja que me enseñó, pude leer:

Palacio de Las Tullerías, 12 de enero de 1853

Señora condesa,

Hace tiempo que amo a vuestra hija, y deseo que se convierta en mi esposa. Por eso vengo hoy a pediros su mano, porque nadie salvo ella es capaz de hacerme feliz, ni es más digna de llevar una corona.

Os ruego, si vos lo consentís, que no se divulgue este proyecto antes de que todo esté arreglado.

Recibid, señora condesa, mi amistad más sincera,

NAPOLEÓN

Intimidada, permanecí con la mirada fija en las líneas que sellaban mi porvenir.

—¿Es correcta? —preguntó con una voz suave—. ¿Estáis contenta?

¿Cómo no iba a estarlo? Una alegría inmensa me embargaba y el corazón me latía con fuerza. Era amada, y mi amor por fin podía expresarse sin miedo a ser humillado. En un arrebato, tendí las manos hacia él y le contesté con voz emocionada:

—Majestad, me dais aquí una muestra de vuestro afecto. Sin embargo, guardad vuestra carta, y pensadlo otra vez. Si tenéis la menor duda, no la enviéis. Me apartaré sin amargura.

Me estrechó entre sus brazos y su risa alegre resonó en la sala. Se dirigió hacia una puertecita y llamó a su secretario:

—Señor Mocquard —dijo—, tenga la bondad de sellar esto y llévelo usted mismo mañana a la plaza Vendôme, a casa de la señora condesa de Montijo.

El hombre hizo una profunda reverencia y el emperador me ofreció su brazo. Apretando su mano sobre la mía, me envolvió con una mirada tierna mientras añadía:

—De ahora en adelante, nadie os faltará al respeto.

Me llevó hacia la Sala del Trono y se detuvo ante el palio rematado por la corona imperial.

—Mañana pediré el vuestro.

Todo me parecía irreal. Las palabras me faltaban para responderle, y apoyé la mejilla contra su hombro, disimulando púdicamente las lágrimas de felicidad que empañaban mis ojos. Me llevó otra vez a la Sala de los Mariscales. Nuestros rostros irradiaban una misma llama y la asamblea ya no tuvo duda alguna sobre el acontecimiento que se gestaba. Desde lo alto de mi nube, me percaté del mal humor del príncipe Plon-Plon, que se retiraba encogiéndose de hombros, mientras la princesa Mathilde se inclinaba hacia su vecina diciendo con una voz chirriante:

—¡La Montijo triunfa!

Se equivocaba. Era el amor lo que triunfaba. Algunos días después, el propio emperador lo anunciaba de forma solemne. El 22 de enero al mediodía, ante los miembros del Senado, del Consejo de Estado y los diputados de la Cámara, que había convocado en la Sala del Trono, concluyó su Discurso de la Corona con estas palabras:

Así, señores, estoy aquí para decirle a Francia: He preferido una mujer a la que amo y respeto a una mujer desconocida cuya alianza hubiese supuesto ventajas unidas a sacrificios. Sin demostrar desprecio por nadie, cedo ante mi inclinación, no sin haber sopesado antes mi razón y mis convicciones. Al poner la independencia, las cualidades del corazón y la felicidad familiar por encima de los prejuicios dinásticos, no seré menos fuerte, ya que seré más libre. Muy pronto, al ir a Notre-Dame, presentaré a la emperatriz al pueblo y al ejército. En cuanto la conozcáis, estaréis convencidos, señores, de que una vez más la Providencia me ha inspirado.

Mientras tanto, yo iba arriba abajo, en el apartamento de plaza Vendôme, en un estado de ansiedad extrema. Conocía el texto de la alocución, el emperador me lo había hecho leer. Aunque las reticencias de algunos ministros habían menguado, temía una fuerte oposición de los cuerpos constituidos. Tan cerca de la felicidad, me moría de miedo de perderla. Sin embargo, al salir de Las Tullerías, Donoso Cortés vino a reconfortarnos:

—Un efecto mágico. El emperador ha hablado al pueblo y al corazón, dos cosas que no se invocan inútilmente en Francia.

Unos minutos después, el rey Jerónimo y el príncipe Napoleón estaban en nuestra puerta. Molestos y forzados, nos gratificaban con una visita protocolaria. El ministro de Asuntos Exteriores, el señor Drouyn de Lhuys, los seguía de cerca. Al ver su cara larga, adiviné que no venía por propia voluntad para felicitarme. Era el más acérrimo de mis enemigos, el más aferrado a querer dimitir, y yo no había olvidado la afrenta que me había infligido su esposa en el gran baile de la Corte. Sin embargo, era un fiel colaborador del emperador, que apreciaba su trabajo y su talento. Lo acogí diciendo:

—Señor, os agradezco el consejo que habéis dado al emperador sobre su matrimonio. Es el mismo que yo le di.

—Su Majestad me ha traicionado —murmuró, desamparado.

—No era traicionar —repliqué—, era comunicarme la opinión de un amigo sincero y devoto. Yo también le dije al emperador que ante todo debía tener en cuenta los intereses de su trono. Pero no debo juzgar si tiene razón o no de creer que sus intereses pueden estar de acuerdo con sus sentimientos.

Confundido y desarmado, el ministro sólo me dijo desde ese momento palabras amables y juró ayudarme. Esa misma noche, dos coches con los escudos imperiales nos sacaban a mi madre y a mí de la plaza Vendôme y nos llevaban con nuestras sirvientas y nuestros baúles al palacio del Elíseo, que se convertía en nuestra residencia hasta el día de la boda. Un ejército de chambelanes, guardias, lacayos y camareras estaba a nuestro servicio, y me llamaban «Su Excelencia la condesa de Teba». Oficialmente, era la prometida del emperador y recibía todos los honores.

Se pasaba una página de mi existencia y, en el gran salón realzado de oro donde había coincidido con el príncipe-presidente, una sonrisa afloraba a mis labios al recordar las primeras palabras que intercambiamos y el desprecio que sobrevino al evocar a madame Gordon. Aquella noche el destino me había jugado una mala pasada, pero después todo se arregló. Tras los campos de espinas, se abría un jardín de rosas, y en ese momento tan intenso en que mi vida se tambaleaba, no tenía nadie a mi lado que pudiera oír lo que sentía. Paca, mi única confidente, estaba en Madrid y no vendría a mi boda. Un aborto reciente había alterado su salud. Con el corazón lleno de melancolía, pedí una pluma para escribirle:

Hermana mía,

Llego al Elíseo, y quiero decirte la emoción que siento. Este momento es muy triste. Digo adiós a mi familia y a mi país, para consagrarme exclusivamente al hombre que me ha amado hasta el punto de elevarme a un su trono. Le amo, es una garantía para nuestra felicidad. Hay que conocerlo en la vida íntima para saber hasta qué punto hay que apreciarlo. Hoy aún miro con temor la responsabilidad que va a recaer sobre mí y, sin embargo, cumplo mi destino. Tiemblo, no por miedo de los asesinos, sino por parecer inferior en la historia a esas dos reinas españolas, Blanca de Castilla y Ana de Austria. Adiós, hoy es la primera vez que han gritado «¡Viva la emperatriz!». Dios quiera que eso no cambie nunca.[44]

Según las costumbres en vigor en España, escribí a la reina Isabel para pedirle su consentimiento, y rechacé todas las invitaciones para prepararme a ese gran acontecimiento que iba a convertirme en otra persona. De un día para otro, fue la euforia. Por asuntos de estado que no quise saber, la fecha de la boda, prevista para el 1 de marzo, se adelantó al 30 de enero. A partir de ese momento, el tiempo volaba y todos corrían de una lado a otro. Un ejército de proveedores desfilaba cada mañana. Los mejores talleres de París andaban de cabeza. Joyeros, zapateros, sombrereras, peluqueros y costureras. En los talleres de madame Vignon y Palmyre, había una actividad febril. Día y noche, las menudas manos cosían y se guardaba el secreto de las suntuosas creaciones que yo llevaría para las distintas ceremonias.

El emperador acudía cada anochecer y cenaba con nosotras en la intimidad. Un ramo de flores lo precedía, acompañado de una joya escogida por él: un collar de perlas de un oriente incomparable, pendientes, pulseras, aderezos de diamantes y otras piedras preciosas. También me regaló un estuche de tocador con el borde bermejo, acompañado de un baúl marcado con mis iniciales, objetos de concha y una llave de oro con esmeraldas y brillantes incrustados. Pero el de más poder mágico, el más precioso, fue para mí el colgante de zafiros y perlas que dejó delante de mí diciendo:

—El talismán de Carlomagno. Mi abuela Josefina lo llevaba el día de su coronación como emperatriz. El cabildo de Aquisgrán se lo regaló en 1804. Mi madre, la reina Hortensia, lo heredó. De ahora en adelante es vuestro.

Profundamente conmovida, cogí la joya y acaricié la reliquia que estaba engastada, balbuceando: —¡Un trozo de la Vera Cruz!

Un largo escalofrío me recorrió todo el cuerpo y me santigüé con veneración bajo la mirada anonadada de Luis que confesó ignorar que era un objeto sagrado. Sólo conocía su origen. Harún al-Rachid se lo había enviado a Carlomagno con las llaves del Santo Sepulcro. Este lo cosió a su abrigo y se lo llevó a la tumba, de donde lo retiraron cuando la abrieron en el siglo XII. Le puse al corriente de qué generaciones de fieles se habían postrado ante esta reliquia, hasta el día en que Josefina ornamentó su manto real con ella, como lo había hecho el emperador de Occidente. Pasó un brazo alrededor de mis hombros y me estrechó contra él murmurando con una voz tierna:

—Una nueva señal que protegerá nuestra felicidad.

—Por mi parte, veo en esta joya otro significado. Esta madera testigo mudo de los sufrimientos de Cristo me revela cuál será mi papel a vuestro lado. Si el dedo de la Providencia me ha señalado una posición tan elevada, es para servir de mediadora entre los que sufren y el que puede aportar un remedio. Por eso acepto las grandezas que me ofrecéis como una misión divina, y doy gracias a Dios por haber puesto en mi camino un corazón tan noble lleno de atenciones como el vuestro.

—Ugénie, os adoro.

Su manera alemana de pronunciar mi nombre me hacía gracia. Me miraba con esa expresión enamorada e indulgente al menor capricho, pero no me tomaba en serio. Así, cuando me anunció que me entregaba una dote de 250.000 francos, le pedí que entregara la suma para un centro de maternidad y para los incurables. De la misma manera, rechacé la subvención de 600.000 francos que votó el Consejo municipal para regalarme un aderezo de diamantes. A esos señores de la ciudad, les contesté que sería más feliz si esa pequeña fortuna se destinaba a obras de caridad, puesto que mi única ambición era compartir con el emperador el amor y la estima del pueblo francés. Algunos meses más tarde, en el corazón del Faubourg Saint-Antoine, se creaba un centro de educación profesional para chicas pobres. Llevaba mi nombre y lo pusieron bajo mi protección. Fue el modesto inicio de una acción social que no pararía de crecer en muchos años.

Los días pasaban muy deprisa, diríase que las horas volaban, y no sabía qué hacer con las últimas pruebas, las reglas de la etiqueta imperial que debía aprender, tan diferentes de las costumbres de nuestra Corte española, la lista de nuestros títulos que debía figurar en el acta del registro, y no excluía ninguno. Tras tantas calumnias, al igual que antaño hizo mi madre, para mí era importante demostrar mis orígenes. A pesar de no tener sangre real, mis dieciséis cuartos de nobleza bien valían el trono que se me ofrecía en esta Corte de «advenedizos» que Napoleón III imponía al resto de Europa. También estaban las cartas que debía escribir a las personalidades de mi país, a los parientes más queridos, y las visitas de los amigos más cercanos cuyos nombres llenaban el libro de la antecámara. Sin embargo, me tomé el tiempo justo para ir a mi antiguo internado del Sagrado Corazón para reencontrar las esperanzas y las nostalgias de una «pequeña pelirroja» de largas trenzas que, mañana, se convertiría en la emperatriz de los franceses.

Era la víspera de la boda civil. La mañana misma, poco después del alba, me vestí rápidamente —un sencillo vestido de franela y una mantilla blanca—, esperando que Luis no olvidara su promesa. Le había pedido el insigne favor de comulgar conmigo. Llegó con puntualidad. A las nueve en punto, su coche entró en el patio mientras su primer capellán, el obispo de Nancy, esperaba en la capilla. La misa fue corta, pero en el momento de la Eucaristía, prestamos juramento ante Dios de permanecer fieles el uno al otro y de amarnos para lo mejor y para lo peor. Estábamos solos, sin testigos, un hombre y una mujer que el azar o la Providencia habían decidido unir. ¿Para qué porvenir?

La jornada prosiguió frenética y no acababa nunca de repetir los gestos que la etiqueta me imponía. Recordaba nuestras veladas en Carabanchel, donde hacía de emperatriz para divertir a nuestra pequeña sociedad. Ahora ya no era cuestión de comedia. Entraba en un rol que se convertiría en mi segunda naturaleza y que debería desempeñar desde que me despertase hasta que me acostase.

Esa noche permanecí largo tiempo sin dormir. En el momento de subir en uno de los mayores tronos de Europa, no podía defenderme de un cierto terror. Nunca había tenido ambición, y sin embargo el destino me había arrastrado a lo alto de una pendiente de la cual cualquier nadería podía despeñarme. Mi responsabilidad sería inmensa; me serían atribuidos el bien y el mal. También estaba la amenaza constante de los atentados. Pero el hombre que me ofrecía compartir su ilustre destino había sabido conquistar mi corazón. Era capaz de los mayores sacrificios. Nada le costaba. Siempre jugaba su porvenir a una carta, y ésa era la razón de su victoria. Lo admiraba por su firmeza, su coraje y la nobleza de sus pensamientos. Mediante sus atenciones repetidas, llenas de tacto, trató con deferencia mi amor propio y conmovió mi alma. Yo lo amaba y creía en él. Él había sabido demostrarme que me amaba. A él me encadenaba, sin remordimientos. Por él sacrificaba esa libertad que mi padre supo inculcarme desde niña y en la que me embriagué durante tantos años.¡Adiós toros!…Mañana, víctima de la etiqueta, nunca más estaría sola, nunca más sería libre, pero por ese precio, en realidad muy modesto, el destino me ofrecía el amor y una corona.[45]

El sábado 29 de enero, a las ocho de la noche, dos coches escoltados por carabineros a caballo entraron en el patio del Elíseo. El duque de Cambacérès, gran maestro de ceremonias, venía a buscarme para llevarme a Las Tullerías. De repente tuve la sensación de no tener sangre, ni energía, y de que se me paraba el corazón. Sin embargo, desde la mañana me había preparado para este momento, pero la emoción era tan fuerte que apenas podía dominarla. Una última mirada al espejo me tranquilizó. Palmyre había conseguido una maravilla al fijar sobre un fondo de satén rosa un volante de encaje idéntico al que llevaba Paca el día de su boda. El famoso Félix había dispuesto en mis cabellos un mar de jazmín retenido por una media luna engastada de diamantes, y las perlas del emperador realzaban mi cuello.

—Llevas las lágrimas que derramarás —murmuró horrorizada mi madre.

La reconforté cogiéndole la mano.

—Para mí, son palabras de amor, y mi fe es más fuerte que nuestros dichos. Ven, ha llegado la hora de partir.

En la antecámara, saludé al embajador Donoso Cortés, que sería mi testigo, a los maestros de ceremonia y a las damas de honor que debían acompañarnos. Al final de la noche, en las luces de Las Tullerías, el destino me esperaba y yo me dejaba llevar por las calles sombrías donde los curiosos se agolpaban. El halo de los faroles de gas iluminaba sus rostros y sus aplausos restallaban tras el batir de los cascos de los caballos. Las imágenes desfilaban, como en los sueños, y el coche se detuvo ante el Pabellón de Flora. La cortina se levantaba, el espectáculo iba a comenzar.

Un mareo me hizo vacilar y estuve a punto de fallar mi entrada cuando vi, en lo alto de la gran escalinata, el rostro crispado del príncipe Napoleón. Me fallaron las piernas y pensé que me desmayaba, pero la sonrisa de la princesa Mathilde me serenó. Me dijo palabras amables para guiarme hacia el Salón de Familia, donde el rey Jerónimo y todos los príncipes Bonaparte rodeaban al hombre que iba a convertirse en mi esposo. Sobre el uniforme de general, llevaba la gran banda de la Legión de honor y el collar del Toisón de Oro que había pertenecido a Carlos V. Tan pálido como yo, vino a mi encuentro, me besó en la mejilla, y me ofreció su brazo balbuceando cumplidos que yo no escuchaba. Su mirada me hacía arder hasta el alma, y mi cabeza zumbaba. Me guió hasta la Sala de los Mariscales, donde la Corte se había reunido para asistir a la ceremonia.

Todo el mundo se levantó y fui a sentarme al lado de Luis. Nuestras dos butacas estaban sobre un estrado y fue todo un suplicio ser expuesta ante una asamblea que espiaba el menor de mis temblores. La sangre se me heló en las venas y me volví más blanca que los jazmines entrelazados en mis cabellos cuando el señor Fould, ministro de Estado, que actuaba como oficial del estado civil, avanzó y dijo con voz grave:

—¿Declara Vuestra Majestad que toma por esposa a Su Excelencia la señorita Eugenia de Montijo, condesa de Teba, aquí presente?

Oí su respuesta como un murmullo de lo emocionado que estaba. Girándose hacia mí, el señor Fould preguntó:

—Señorita Eugenia de Montijo, condesa de Teba, ¿declara Vuestra Excelencia que toma por esposo a Su Majestad el emperador Napoleón III aquí presente?

A pesar de la emoción que me paralizaba, mi voz ronca y mi acento español rompieron el silencio.

—Declaro que tomo por esposo a Su Majestad el emperador Napoleón III aquí presente.

Entonces el señor Fould dijo en un tono solemne:

—En nombre del emperador, de la Constitución y de la ley, declaro que Su Majestad Napoleón III, emperador de los franceses por la gracia de Dios y la voluntad nacional, y Su Excelencia la señorita Eugenia de Montijo, condesa de Teba, están unidos en matrimonio.

La mirada empañada de Luis se encontró con mi sonrisa, y mi madre se secó furtivamente una lágrima. Se dispuso una mesa ante nosotros. Encima estaba el registro del estado civil y cada uno puso su firma en la parte inferior del acta. Me recorrió un largo escalofrío cuando cogí la pluma y me llamaron «Majestad» cuando la devolví. Nuestros testigos respectivos también firmaron. Después los invitados desfilaron para venir a felicitarnos, y luego nos dirigimos hacia la sala de teatro para escuchar la apertura deGuillermo Tell y una cantata. La asamblea se giró hacia nuestro palco gritando:

—¡Viva el emperador! ¡Viva la emperatriz!

Luis me cogió la mano y la llevó a sus labios mientras me susurraba:

—Mañana, todo París os aclamará.