CAPÍTULO VI

Las cacerías de Aranjuez siempre me habían parecido magníficas con aquel fausto y pompa atávica de los duques de Alba, pero éstas sobrepasaban en magnificencia todo lo que podía imaginar. En un inmenso bosque teñido de cobre y oro, los cazadores vestían trajes Luis XIV, chaquetas de terciopelo verde con largos faldones, chaleco y calzones de terciopelo rojo y sombrero tricornio. Con un traje oscuro de amazona, vestido ribeteado y sombrero de fieltro engalanado con una pluma, yo montaba un hermoso pura sangre de los establos del príncipe y no pude retener mi entusiasmo cuando se levantaba la pieza y la perseguíamos. El caballo respondía a las mil maravillas y me lanzaba, intrépida, saltando las rocas y los matorrales. Al galope de mi montura, estaba en mi elemento y me dejaba ir con total libertad, sin preocuparme por el resto de la compañía. La vegetación me embriagaba, mi instinto me guiaba, conocía los trucos. Los ladridos de la jauría y el toque de las trompas me volvían más intrépida, yo fui la primera en llegar al lugar del acoso. El príncipe llegó un poco después, seguido por sus invitados, y me hizo cumplidos por mis dotes de amazona.

—¡Qué audacia y qué maestría! Condesa, me sorprendéis.

—La equitación es mi placer favorito, señor, he podido apreciar la dulzura de vuestro purasangre.

De su mano recibí la pata del ciervo, y su escudero mayor, el comandante Fleury, vino a informarme de que, según la etiqueta, debía regresar al castillo cabalgando en compañía del príncipe. Creía que era una costumbre como los honores que se dan a la reina del haba el día de Reyes. Pero ese regreso triunfal desató los celos del resto de invitados.[34] Al día siguiente, vigilia de santa Eugenia, el príncipe me regaló un ramo y el purasangre que había montado con tanto entusiasmo. Empezó la maledicencia. Una palabra aquí o allí, una pulla pérfida que yo hacía como que no comprendía, muy decidida a saborear cada instante de esta estancia que me entusiasmaba.

El lugar era mágico. La historia dormitaba en cada rincón. Habían transitado ilustres personajes entre estos muros, dejando cada uno su recuerdo. Quise ver lo que mi padre me había descrito tantas veces, y seguí al príncipe, satisfecho de asumir el papel de cicerone, por los patios y las galerías cuyos secretos conocía. Mi corazón se oprimió ante el despacho donde Napoleón había firmado su abdicación; en lo alto de la Herradura creí oír su despedida y ver las lágrimas de la Guardia; admiré los apartamentos del Papa, los de María Antonieta, y cuando vi sus iniciales en el parqué, no pude reprimir un escalofrío de emoción. Tenía una predilección por esta reina de trágico destino y me entretuve en su saloncito sin imaginar siquiera que este encantador gabinete pronto sería mío. La visita terminó en la Capilla decorada con los escudos de Francia y de Navarra.

—Es aquí donde Luis XV se casó con María Leczinska[35] —me dijo el príncipe atusándose las guías del bigote—. Y aquí me bautizaron.

Me cogió la mano y se inclinó para besarla murmurando que estaba enamorado, pero la retiré replicando:

—No me atrevo a creerlo, señor, ¡estáis tan bien rodeado!

Hacía alusión a su «cadena inglesa», cuyo nombre me guardaba mucho de pronunciar. Se inclinó respetuosamente y no dijo más.

Tras el almuerzo en la galería Enrique II, me llevó a dar un corto paseo alrededor de la fuente, y después me llevó por el parque. No sé durante cuánto tiempo anduvimos, hablando de caballos, de los que poseía muy buenos conocimientos, y de España, que él no conocía. Se percató de que el sol estaba bajando y me preguntó qué hora era. Saqué mi reloj y me encontré ante la imposibilidad de contestarle.

—Se ha parado —le dije—. A las seis y cuarto de esta mañana.

—¿En quién estabais pensando para olvidaros de darle cuerda?

Mientras se burlaba de mi negligencia, sacó su reloj de bolsillo y se detuvo, estupefacto:

—Parado a las seis y cuarto. La misma hora, el mismo minuto.[36]

Palideció y me miraba con una expresión extraña.

—¿Sabéis que soy supersticioso?

—Yo también lo soy, señor.

—Esta coincidencia quizá sea una premonición.

Con una expresión pensativa, regresó al castillo y pareció estar preocupado hasta el final de la estancia. En el momento de regresar a París, me pidió permiso para escribirme.

—De acuerdo —le dije con amabilidad—. Pero os lo advierto, mi madre lee todas mis cartas.

Esa misma noche, de regreso de Fontainebleau, invitó a nuestro pequeño grupo a la Opéra-Comique para ver el Domino Noir y oír cantar el Canto del Porvenir con acentos premonitorios:

Majestad, vuestra obra está cumplida,

Un águila planea sobre el Louvre,

Una cruz sobre el Panteón.

Y el pueblo aplaude el sol que descubre

El sueño colosal de dos Napoleones.

El 21 de noviembre, un plebiscito llamó a los franceses a las urnas. Me preguntaba si votarían por el Imperio. Confiando en su destino, el príncipe celebró un gran baile en Saint-Cloud y me envolvió con mil delicadas atenciones que los demás se apresuraron a comentar en todos los salones y las cancillerías afirmando que había reemplazado a miss Howard. Tenía la conciencia tranquila y me reía de esas habladurías malévolas. Desde que acepté el maldito caballo, las lenguas se disparaban a un ritmo endiablado. Decían de mí, dando pelos y señales, que desdeñaba la costumbre de llevar vestido de doncella para vestir elegantes trajes de mujer joven; que, para colmo de males osaba llevar diamantes, y eso significaba que ya no era una señorita en busca de marido, sino una intrigante que soñaba con ser una Pompadour.

Y mientras tanto, yo sólo esperaba una cosa: la proclamación de lo que había presentido desde que me enteré de la llegada de un Napoleón al frente de la República. Mi padre había conocido el fin del Primer Imperio, yo quería presenciar el nacimiento del segundo. Después de eso, podría marcharme. Mi madre y yo habíamos decidido pasar el invierno en Italia.

Como lo preveían los rumores, Francia escogió el Imperio por casi ocho millones de votos, y el príncipe-presidente decidió que el 2 de diciembre sería de buen augurio para hacer una entrada triunfal en la capital. Ese día, en efecto, era el aniversario de Austerlitz, el de la coronación de Napoleón I y el del golpe de Estado. A la una del mediodía, los cañones retumbaban en la ciudad y los tambores redoblaban en las cercanías. Con uniforme de gala de general, montado en su caballo, el Bonaparte que el pueblo acababa de consagrar pasó por debajo del Arco de Triunfo que llevaba inscritas las victorias del Águila, y luego bajó por los Campos Elíseos, seguido por una larga cohorte de caballeros, dragones, carabineros y coraceros, aclamado por multitudes agolpadas a lo largo del recorrido.

Desde las ventanas del palacio de Las Tullerías, vi el cortejo atravesar la plaza de la Concorde y subir por los jardines hasta la plaza du Carrousel, donde las tropas estaban formadas. En el balcón de la sala de los Mariscales estuve en primera fila, entre la familia y los oficiales, para aplaudir la «primera» revista de Napoleón III, al que saludaban los «vivas» de sus soldados. Había dejado de llover, el sol se colaba entre las nubes, y me embriagaba con esta página de la historia que transcurría bajo mi mirada.

Sí, se había formado el Imperio y el nuevo emperador se instalaba en los apartamentos renovados de su glorioso tío. En la sala del Trono, la asistencia era numerosa y la gente se apretujaba para intentar acercarse a «Su Majestad». Una silueta vestida de blanco se situó a mi lado. Reconocí al famoso Abd el-Kader, del cual el duque de Aumale me había hablado en Madrid. Me saludó y estaba abriéndose paso entre la multitud cuando oí, no muy lejos de mí:

—¿Quién es esa mujer de cabellera rojiza cerca del de la chilaba y el turbante?

—Querido, sólo vos no conocéis a la Montijo… ¡La favorita de Napoleón!

¡La Montijo! Así es como me apodaban, cuando mi título oficial era «condesa de Teba». Me trataban como a una «leona» del bulevar, ignorando que mi país tenía su «grandeza». Tres veces Grande de España, tenía más sangre noble que todos los advenedizos que estaban a mi alrededor en este magnífico palacio.

Esa noche, a pocos pasos de allí, en nuestro salón de la plaza Vendôme, mi madre se mostró bastante nerviosa. Con los ojos brillantes y las mejillas coloradas, anunció:

—Se comenta que miss Howard ha sido despedida. Las apuestas están hechas. Napoleón le ha pagado ofreciéndole una propiedad y un título, el de condesa de Beauregard.

Me observó un momento, pero yo permanecía impasible y añadió:

—Oye, el sitio está libre, y la gente se pregunta quién se quedará con ese trozo de pastel. Sólo depende de ti que lleves una corona.

Moviendo la cabeza con expresión desengañada, repliqué:

—No tengo ambición, ya lo sabes. Sólo espero que mi corazón palpite.

—Tienes veintiséis años y el tiempo pasa. El emperador está enamorado, no para de demostrarlo. Es el momento de pasar a la acción.

—¡Tonterías, mamá! ¿Cómo puedes decir semejantes bobadas? Los periódicos han anunciado que se prepara una boda principesca. ¿Crees que quiero hacer el ridículo?

Todo París murmuraba sobre este asunto. La princesa Caroline Wasa, hija del destronado rey de Suecia, refugiado en la corte de Viena, nieta de la gran duquesa Stéphanie de Bade y que ella misma era una Beauharnais, había rechazado, hacía poco, la oferta de compartir el trono de Francia. Ahora bien, se esperaba con impaciencia la respuesta de la princesa Adelaide de Hohenlohe-Langenbourg, joven y preciosa sobrina de la reina Victoria. Los ministros y los diplomáticos se impacientaban, y el conde Waleski[37]trabajaba en la sede del Foreign Office de Londres para conseguir esa unión que daría más prestigio al nuevo emperador de los franceses.

Una semana más tarde, recibíamos una invitación para pasar una estancia de cuatro días en el castillo de Compiègne, en el marco del fasto de la solemnidad imperial.

—Preparen sus trajes —había dicho el chambelán—. Cacerías y cenas de gala.

No quería aceptar, ya que temía una nueva trampa. ¿Acaso no era la perfecta cortesía del príncipe-presidente una artimaña calculada para ganarse una confianza de la que el emperador abusaría en cuanto cayesen mis primeras defensas?

Sin embargo, dudaba en rechazar la invitación. Las cacerías al estilo francés tenían un esplendor y una suntuosidad que España no podía igualar. Tras Fontainebleau, me moría de ganas de cabalgar al son de las charangas en el bosque de Compiègne.

Estaba sopesando los pros y contras cuando un fuerte resfriado me obligó a guardar cama. Azar o fatalidad, en alguna parte habían decidido por mí. Envié una nota para excusarme, pero el emperador respondió que esperaría mi recuperación y retrasaba la cacería. Cada mañana llegaron flores y pequeños mensajes, y tanta asiduidad me abrumó. No sabía qué pensar de esta nueva señal. Mi honor, una vez más, me aconsejó prudencia.

El 18 de diciembre, acompañada por mi madre y el conde de Galve que me servía de carabina, llegué a la estación del Norte y subí en el vagón imperial. Los compartimientos rebosaban de invitados de tronío, y éstos hacían ver que no se daban por enterados. En el último, por fin, la gente se apretujó para dejarnos un sitio, pero nadie se tomó la molestia de saludarnos. Me preguntaba con inquietud lo que sería nuestra estancia en medio de una asamblea como ésa cuyas miradas nos asesinaban. Pero, a la llegada, rostros amigos me tranquilizaron: Donoso Cortés, nuestro embajador; el barón Beyens, que representaba la Bélgica de nuestros parientes Grévigné; el mariscal de Castellane, recientemente promovido a ese cargo, y su hija Sophie de Contades, cuyo marido estaba ausente.

Un largo cortejo de coches y un hervidero de criados con librea esperaban en la estación de Compiègne, en medio de una multitud que se alegraba de contemplar un número tan elevado de personalidades. Éramos un centenar, además de los cien oficiales, secretarios y chambelanes que constituían la Casa del emperador. Este nos acogió en el castillo, y sus palabras amables me hicieron olvidar las vejaciones del viaje. A su lado, la princesa Mathilde fue muy cortés conmigo. A falta de emperatriz, era la primera dama y desempeñaba bien su papel. Cerca de ella estaba su padre, el rey Jerónimo, que saludaba con cara de indiferencia, y su hermano el príncipe Plon-Plon con su gesto de desprecio.

Ese anochecer, en el salón de los Mapas donde ministros, diplomáticos, banqueros y gente de mundo peroraban y cotorreaban tratándome con frialdad, me sentí incómoda. Acababa de decidir regresar a mi habitación cuando anunciaron la cena. Las puertas se abrieron sobre la galería de las fiestas y entonces tuve la sorpresa de ser conducida a la mesa imperial. Me estaba reservado uno de los sitios de honor, no muy lejos del señor que me sonreía. Bajo las miradas anonadadas de sus invitados, me trató como a una extranjera de distinción que merecía todos los respetos.

Durante los días siguientes, hizo otro tanto de lo mismo. Sin olvidar la etiqueta, se las apañaba para tenerme siempre en su círculo más próximo. No temía mostrar que lo abrasaba, y no sabía qué hacer para gustarme.

Se celebró una montería, con trajes Luis XV en esta ocasión, pero con los colores del imperio, verde ribeteado de plata,[38] y el emperador no me dejó posibilidad de alejarme. El también era buen jinete, y mi impetuosidad lo entusiasmaba. Recibí la pata del ciervo y la encarna se hizo en el patio de honor, a la luz de las antorchas que unos criados de pie con una librea muy elegante y el pelo empolvado sostenían.

A ésta siguieron otras cacerías y otros entretenimientos. Me bastaba expresar un deseo y el emperador lo realizaba inmediatamente. Así fue como una noche, porque yo había dicho que el teatro del Gimnase era mi preferido, hizo venir a los actores expresamente desde París para que representaran su último éxito. En el transcurso de una cabalgada nos cogió un chubasco, y yo me extasiaba ante la belleza de las gotas de lluvia sobre las hojas. Al día siguiente, el emperador organizó una lotería y yo ganaba un trébol de esmeraldas engarzado con diamantes que había hecho ejecutar aquel día por un joyero de la capital. Durante una cena, incluso llegó a colocar sobre mi cabeza una corona de violetas, mis flores preferidas. Iba de sorpresa en sorpresa y me preguntaba qué me estaba ocurriendo. Ante tantas atenciones, mi corazón no era insensible, pero lo retenía, temiendo precipitarme y volver a caer en el dolor del abandono al igual que con Pepe. Mientras esperaba la esposa de sangre que se merecía, ¿no estaría el emperador buscando divertirse? Dudaba en creerlo. Sus emociones de hombre joven y su expresión de sinceridad me llenaban de confusión, y no sabía cómo actuar para saber a qué atenerme. Además, la estancia se prolongaba y la asamblea de invitados no hacía más que chismorrear. El conde Henri de Galve me puso en estado de alerta:

—Aquí todos esperan la rendición de la fortaleza y sospechan que es inminente. ¡Cuidado, Eugenia, nada de escándalos en la familia! James no lo perdonaría.

El azar vino a salvarme. Jugábamos a cartas y yo estaba aprendiendo a jugar al «veintiuno». El emperador vino a sentarse a mi lado para guiarme con sus consejos. Estaba dudando y le enseñé las cartas que tenía.

—Yo de vos —dijo—, me plantaría aquí; no tenéis tan malas cartas.

—Pues voy a coger otra. Lo quiero todo o nada.

—¿Es esto una declaración de principios?

—¡Si vos lo queréis! Una carta por favor. ¡Oh! ¡Un as!

—¡Los dioses están con vos!

Lo vi palidecer. Se levantó, un poco nervioso y salió a la terraza en compañía de su escudero mayor. Al día siguiente, vino a sorprenderme durante mi paseo matinal y me llevó a un camino tranquilo para declararme su amor. Era el 26 de diciembre, día de los Santos Inocentes en Francia, y me tomé el asunto a broma, pero me detuvo con una expresión seria.

—No estoy bromeando, condesa. Escuchadme, os lo ruego.

En tono más bien serio, me habló del destino cuyo dedo me había designado para ser su esposa, su mujer, su compañera. Se habían manifestado señales en tal sentido en tres ocasiones. En Fontainebleau, primero, cuando nuestros relojes se pararon a la misma hora. Recientemente se había producido otro acontecimiento que le había chocado profundamente:

—Cuando mi abuela Josefina se casó con Bonaparte, un sabio amigo suyo trajo de América un misterioso árbol llamado Pageria. Lo plantaron en el Jardin des Plantes y floreció aquel año, luego se marchitó y así se quedó. Todos pensábamos que había muerto, pues ahora acaba de volver a florecer. Para mí, no existe duda alguna, empieza una nueva era para los Bonaparte y es con vos con quien la viviré. En cuanto a la tercera señal, es el as que habéis cogido.[39]

Lo miraba, anonadada, preocupada por lo que viniera a continuación.

—Ya os he dicho que soy supersticioso. Vos también lo sois y me entendéis. Estas manifestaciones me han turbado profundamente. Dejando de lado los sentimientos profundos que siento por vuestra persona y mi admiración por esas cualidades que hacen de vos una persona excepcional, hoy sé con certeza que tengo que casarme con vos. Todavía no puedo anunciarlo oficialmente. Mi situación no está aún fuertemente establecida, pero la fortuna me sonríe, pues es ante vos ante quien me conduce.

Me expuso detalladamente sus preocupaciones y los obstáculos que aún debía superar. Inglaterra, Bélgica y España lo habían reconocido rápidamente, pero otras potencias permanecían indecisas y se producirían graves problemas si no se pronunciaban pronto. Las monarquías europeas desconfiaban del regreso de un Bonaparte. En cuanto a la princesa Adelaida, cuyos ministros se comprometían a reconocerle, conocía el medio de hacer fracasar las negociaciones en proceso. Era luterana y él exigía su conversión a la fe católica. Me cogió la mano, la estrechó y añadió:

—Mi corazón está lleno de vos. Me atrevo a esperar que tendrá la felicidad de conquistar el vuestro.

Una fuerte emoción se apoderó de mí. Sus palabras y su acento de sinceridad me habían conmovido, y decidí confiar en él. Destino, azar, nuestra suerte ya sólo dependía de nosotros. La Providencia había puesto en mi camino al sobrino del gran emperador de mi niñez, y ese hombre, cuya fuerza de voluntad, inteligencia, sensibilidad y una curiosa comunión de pensamientos con los míos descubría día a día, me ofrecía su amor y todos los riesgos que eso conlleva. La perspectiva estaba lejos de atemorizarme.

—Pase lo que pase, seré vuestra esposa. Si los acontecimientos os traicionan, nos vamos a España, y allí seremos más felices que en un trono.

—Os agradezco vuestra paciencia, y solamente os pido una cosa, el secreto sobre el tema de esta entrevista.

—Si no lo he entendido mal, mi porvenir está unido de ahora en adelante al del as que he cogido jugando al veintiuno. ¿No me habíais dicho que era el «juego de la suerte»?

Se giró hacia el muro, cortó una rama de hiedra y la enrolló sobre mi frente:

—A la espera de la otra —dijo riendo.

Desapareció detrás de un soto y me dejó regresar sola al castillo. Se imponía la prudencia. Me espiaban por todas partes y comentaban el menor movimiento de mis cejas. Me encerré en mi habitación para dominar mi corazón y ordenar un poco mis sentimientos. Me era difícil no gritar mi alegría de ser amada. Pero también me era igual de difícil no ponerme a llorar. Una vez más, la fatalidad venía a complicarlo todo, y la duda se insinuaba en mi mente para empañar la esperanza de felicidad que el emperador había hecho nacer. Por primera vez tenía miedo. Miedo de ver surgir una razón de Estado ante la cual el propio emperador debería inclinarse. Ya no tenía el valor de fanfarronear como lo había hecho en Bayona, cuando decidí jugar mi vida «a la suerte». Me puse de rodillas y le supliqué a Dios que me ayudase si ése era mi destino.

Cuando entré en el salón de los Mapas, donde nos reuníamos antes y después de la cena, ya había recuperado mi sonrisa habitual y esa expresión de descaro que sacaba de quicio a las damas de la Corte, y que las más suspicaces calificaban de orgullo. El tono de las conversaciones disminuyó inmediatamente. Cuando pasaba, hablaban en voz baja. Sophie de Contades vino a mi encuentro y me llevó hacia el vano de una ventana:

—¿Por qué sigues resistiendo, Eugenia? En algunos casos, el remordimiento es preferible al arrepentimiento. El remordimiento es pasajero, en cambio el arrepentimiento…

La corté con tono desabrido:

—¡No voy a sentir ni lo uno ni lo otro!

La dejé plantada dándole la espalda y me refugié al lado del conde de Calve, ofuscada por lo que acababa de oír de la boca de una amiga.

—Están que muerden por haber perdido el tiempo —me dijo riendo—. Habían apostado por unanimidad que sucumbirías. Tienen prisa por regresar y pierden la paciencia.

—¿En qué país estamos, Enrique? ¿Acaso me reprochan mi virtud?

—El juego de la fortaleza inviolable permanecerá en su recuerdo. No te puedes hacer la menor idea de lo que habían imaginado sobre el papel. Ataques, artimañas y contraataques. Están pesarosos por haber perdido. ¿Entre nosotros, Eugenia, se ha arriesgado?

—¿Acaso no he dicho, desde el primer día, que al menor paso en falso me marcharía? ¡El honor de una hija de España es sagrado!

El 28 de diciembre, la Corte regresaba a París y los rumores más inverosímiles sobre mi persona se extendieron. Las cancillerías y las redacciones de los periódicos me inventaron luchas nocturnas y me trataron de mujer de piedra, de orgullo desmedido o de ciudadela que sólo se rinde al precio de una corona.[40] Se burlaban de la intrigante que quería ser emperatriz. Nadie sabía que el emperador me había declarado su amor, y que antes de partir, me había regalado la prueba que me permitiría esperarlo con confianza: un anillo de oro que había escondido bajo mi ropa, muy cerca de mi corazón.[41]

—Creed en mí —había dicho—. Las cosas quizá tardarán más tiempo, pero estaré pensando constantemente en vos.

Había prometido ser fuerte sin tener la menor idea de lo que iba a tener que soportar. Por culpa de las calumnias, no quería ni salir, la incertidumbre me volvía loca.

Devoraba todas las revistas, obsesionada con esa princesa Adelaida cuyo consentimiento arruinaría mi nueva esperanza de felicidad. Mi madre me hizo mil preguntas a las que me negué a responder. Me sobresaltaba al menor timbrazo, pero no llegaba ninguna nota, ninguna flor, la inquietud me consumía. Tres días después, se me agotó la paciencia y decidí repentinamente que era necesario viajar a Italia. Tenía miedo de morir en la soledad helada de París.

El 1 de enero de 1853, antes del almuerzo, mi madre y yo nos presentamos en Las Tullerías para despedirnos. Estábamos en la galería cuando el emperador salió de la capilla. Nuestra presencia le extrañó, y el anuncio de nuestra partida aún le sorprendió más. Nos saludó agradeciendo nuestros deseos para el nuevo año y se unió al pequeño grupo que le acompañaba. Ante su indiferencia, ya no me arrepentía de dejar atrás Francia. Estaba subiendo pesarosa a nuestro coche cuando Bacciochi apareció en lo alto de la escalera y corrió hacia nosotras para suplicarnos que regresáramos esa misma noche.

—Un baile y cena. Su majestad les invita a su mesa.

La esperanza renacía, y dediqué el resto del día a mi aseo personal. Quería estar resplandeciente y, para esa primera noche del año nuevo, saqué de nuestros baúles un vestido de satén blanco punteado de nudos de plata. La gente advirtió mi llegada, y todas las miradas se clavaron en mí cuando hice la reverencia ante el emperador. Entre mis collares brillaba mi amuleto, el trébol de esmeraldas y diamantes. A medianoche, todo el mundo se dirigió hacia la Sala de los Mariscales, donde se habían dispuesto las mesas. Cerca de la puerta, la mujer de un ministro[42]se extrañó en voz alta y clara de que yo tuviese la pretensión de pasarle delante y lanzó en un tono sibilante:

—¡La insolencia de las aventureras!

Palidecí bajo el insulto y me aparté diciendo:

—¡Pasad, señora!

Un chambelán me condujo hasta la mesa imperial y la horrorosa turbación que sentía no podía escapar al emperador. Se levantó en dos ocasiones y se colocó detrás de mi silla.

—¿Qué os ocurre? —me preguntó.

—Majestad, os lo ruego, ¡todo el mundo nos está mirando!

Después de cenar, me llevó aparte e insistió en saber el motivo de mi emoción.

—Quiero saberlo. ¿Qué pasa?

—Pasa, Majestad, que esta noche me han insultado y no pienso tolerar otro insulto.

—Mañana ya no os insultarán.

El tono firme de su voz me reconfortó. ¿Iba por fin a pronunciarse? Al día siguiente, 2 de enero, no ocurrió nada, pero cerramos nuestros baúles y enviamos despachos a Roma para reservar nuestras habitaciones. El 3 de enero se celebró una ceremonia particular en honor de Santa Genoveva, de la que yo era muy devota, y quise seguir la procesión que llevaba de vuelta el relicario a su iglesia original. El Panteón se dedicaba de nuevo al culto gracias al nuevo señor de Francia, poco después de su golpe de Estado. El fervor popular acompañaba mis plegarias. Durante un tiempo olvidé mis desgracias y me preparé para buscar mi destino en otro país. Regresé a la plaza Vendôme con el corazón más sereno. Allí me esperaba una carta, y comprobé que no había rogado en vano a la patrona de París. El emperador me anunciaba una visita de incógnito.

Llegó al anochecer, saludó a mi madre y le pidió permiso para hablar a solas conmigo.

—Quería anunciaros de viva voz que la princesa Adelaida ha rechazado mis condiciones. Hoy soy libre de casarme con vos, si aceptáis convertiros en la emperatriz de los franceses. Os amo, y es mi mayor deseo.

—Majestad, yo también os amo y me sentiré muy honrada de compartir vuestra vida. Sin embargo, mis sentimientos no importan. Los intereses del trono son más importantes. Pensad sólo en eso. Quizá no soy la persona adecuada para una posición tan brillante y prestigiosa.

—Lo que os propongo no sólo está hecho de grandeza y resplandores. También deberemos superar las pruebas y los peligros.

Habló de las viejas familias de Francia que le eran hostiles, de las potencias que se obstinaban en hacerle ascos, del favor popular tan versátil y del ejército siempre dispuesto a fomentar complots o tramar atentados.

—De esta manera —concluyó—, veis que no existen escrúpulos para haceros compartir mi destino. Seguramente habrá tantos días malos como buenos.

—La adversidad me encontrará más firme y valiente que la prosperidad.

Me cogió la mano, que acarició en silencio, y de repente me preguntó con voz apagada:

—Perdonad el descaro de mi pregunta. Contestadme con confianza. ¿Podéis amarme? ¿Vuestro corazón sigue libre?

—Majestad, sé que me han calumniado. Mi corazón ya ha podido latir, y he visto que se equivocaba. Puedo aseguraros que sigo siendo doncella.

Un destello le iluminó la mirada y sus labios rozaron mis dedos. Me confesó con una expresión confusa que sus ministros aborrecían nuestra boda, que su familia se oponía, pero que se burlaba de todo eso y haría un anuncio oficial si no temiese comprometer los reconocimientos de Rusia, Austria y Prusia. Tales imperativos imponían la prudencia. Iba a luchar para hacerme aceptar.

Todas esas palabras me llegaron directamente al corazón. «Mi» Bonaparte tenía el alma noble y generosa de los caballeros. Estaba dispuesto a arriesgar su corona antes que no compartirla conmigo. ¿Acaso podía esperar una prueba de amor más hermosa? Lo admiraba y lo tenía en gran estima desde hacía años por lo que representaba. Y a todo eso ahora se sumaba un sentimiento muy peculiar: lo amaba. Sí, lo amaba con locura y me moría de ganas de echarme en sus brazos.

Pero debía callar y esperar. Había prometido enviar dentro de poco una demanda por escrito. Para engañar mi impaciencia, empecé un trabajo de tapicería contando los puntos que me separaban de la felicidad. Acurrucada al lado del fuego, ya no me preocupaba por las borrascas del invierno. Sin embargo, su violencia estuvo a punto de destrozarme.