CAPÍTULO V

—¡Por fin! —exclamó mi madre—. Esperaba este momento con impaciencia. Bacciochi me lo había prometido. Tuve razón al confiar en él.

En numerosas ocasiones la había visto conversar con ese primo lejano de la princesa Mathilde, que era el secretario particular del presidente, con el que se decía que estaba emparentado. El caso es que el príncipe Luis Napoleón confiaba en él y éste se encargaba de organizarle las veladas reuniendo a su alrededor lo más brillante de París: el poder, el dinero y las mujeres bellas.

—Espero que esta vez no hagas mala cara como tienes por costumbre —siguió mi madre—. Porque es por ti por lo que hago todas estas gestiones. El hombre rico y de buena familia que te conviene sólo se encuentra en las altas esferas. Esta vez estaremos en la cumbre. Ahora tú debes pasar a la acción.

—Ya lo veremos —le dije suspirando.

Sin la perspectiva de conocer a ese sobrino del emperador que era el nuevo amo de Francia, me habría negado a hacer de florero una vez más, y perder el tiempo escuchando a las damas del antiguo régimen «como Dios manda», cuyas palabras me ponían nerviosa o me dormían. Me moría de ganas de conocer a ese Bonaparte, sus locuras caballerescas de Estrasburgo y Bolonia, su actitud heroica ante la Cámara de los Pares, la aureola de sufrimiento que su cautiverio de Ham le ponía en la frente y sus orgullosas proclamaciones de 1848: todo eso me había encendido y seguía exaltándome.[27]

No me costó sacar el mejor partido. La frescura y la luminosidad de mis veintitrés años eran buenas bazas que acentuaban la blancura de mi tez, el resplandor de mi cabellera y el azul de mis ojos remarcados con una raya de lápiz negro que les daba más brillo. Hacía tiempo que me había percatado de que mi aparición en un salón interrumpía las conversaciones, eso me parecía. Era alta y guapa, tenía una cintura fina, el pecho recto, y unos hombros que algunos admiraban. Con un movimiento ligero de la mano, manejaba mi abanico que temblaba en función de mis pensamientos. Arte sutil que una andaluza posee de forma innata, con esa gracia de las «hijas del viento».

Bajo los artesonados dorados del Elíseo, los invitados se agolpaban en masa. El conde Bacciochi nos dio la bienvenida y nos condujo hasta el presidente. No le encontré nada extraordinario, pero tenía prestancia y un encanto indefinible: su voz, su leve acento alemán, su sonrisa, su forma de envolverme con una mirada un poco empañada, cuando le hice una reverencia. Se entretuvo un buen rato con mi madre, lo que, supe más adelante, era inhabitual, porque nunca conversaba. Cuando se giró hacia mí, le dije bruscamente:

—Monseigneur, hemos hablado a menudo de vos con una dama que es vuestra ferviente admiradora.

—¿Quién es?

—Madame Gordon.

Reprimió un sobresalto y me observó de manera singular. Él sabía lo que yo no sabía: el oficio que había desempeñado madame Gordon antes de hacerse aceptar en las sociedades más encopetadas; que era, en la época de la conspiración de Estrasburgo, la amante del coronel Vaudrey. Más tarde me asegurarían que había tenido relaciones con el propio príncipe, pero hoy puedo afirmar que eso es falso.[28]

Ignorando el turbio pasado, esa noche me había expresado con mi espontaneidad habitual. Me quedé anonadada cuando el presidente me saludó educadamente y me dejó plantada en medio de la sala como una apestada. ¿Qué había dicho que le había desagradado? Estaba a cien leguas de imaginar que el nombre de madame Gordon, lejos de ser un «ábrete sésamo», me había relegado a una categoría poco halagadora. Doy gracias a Dios de no haberme enterado en aquel momento, de lo contrario, me hubiese muerto de vergüenza y habría salido corriendo sin preocuparme por la etiqueta. Me reuní con mi madre con una expresión jovial de circunstancias, esperando el momento apropiado para marcharnos. En el coche que nos llevaba de vuelta a casa, no paró de refunfuñar. Yo no había tenido el éxito que esperaba.

Sin embargo, algunas semanas después, ambas estábamos invitadas a una cena en Saint-Cloud.

—Seguramente es una cena de gala —exclamó muy contenta—. Se presenta otra oportunidad y deberemos estar resplandecientes.

El día acordado, llegamos al castillo. La reja de honor estaba cerrada, y no se veía ninguna luz. Unos caballos piafaban, un coche nos esperaba a la luz de sus faroles, para llevarnos a Combleval, una casita situada en el parque, camino de Villeneuve. Nos habíamos ataviado con nuestras mejores galas y esperábamos ver una compañía numerosa. Pero nuestra extrañeza subió de tono cuando observamos que el príncipe-presidente estaba solo con el conde Bacciochi. Mi conocimiento del mundo me permitió comportarme educadamente, pero la cena no fue alegre. Sumida en un hosco silencio, controlaba mi furia. Al final de la cena, el príncipe se levantó y me ofreció su brazo.

—Un paseo por el parque en una noche de verano —susurró con su voz encantadora.

En el mismo instante, Bacciochi se acercó a mi madre para servirle de caballero. Me giré hacia el príncipe y declaré en un tono ofendido:

—Señor… ¡mi madre está aquí!

Enseguida me aparté para hacerle entender que ese honor le correspondía a ella. Sin una palabra, se inclinó, y cogí el brazo de Bacciochi. Contrariamente a lo que esperaba, esa noche el príncipe no se divirtió.[29] Después de dar unos pasos, alegué el relente húmedo que caía sobre mi garganta y me hacía temblar. Nos acompañaron hasta nuestro coche y regresamos a la plaza Vendôme, profundamente heridas por haber sido tratadas tan mal.

Fue por aquel entonces cuando Paca llegó de Madrid. Venía a consultar a un médico de renombre y a encargar algunos vestidos en Palmyre, la boutique de moda. Al oír nuestro relato, puso el grito en el cielo. La duquesa de Alba, ultrajada, se enfureció contra el Bonaparte sin educación.

—Ninguno de ellos la ha tenido nunca —replicó don Próspero.

Pasaba «por casualidad», en busca de chismes de nuestra «brillantísima» velada, y se encontró envuelto en nuestro drama. Paca seguía fulminando:

—¿Qué esperabais de ese libertino que ha pasado los mejores días en Londres y esconde en el Elíseo a una amante, miss Howard, que pone a sus pies una fortuna ganada «galantemente»?

Con la mirada acerada, don Próspero ponderó:

—Las «leonas» del bulevar le aseguran otros placeres, y no rechaza a las nobles damas a las que el poder excita.

—Os lo ruego —dijo mi madre—, Eugenia está presente.

—Es mejor que Eugenia lo oiga —le contestó Paca girándose hacia ella—. Te has mostrado muy imprudente en este asunto. La reputación de mi hermana podría verse comprometida si a alguien se le ocurriese decir que has ofrecido tu hija al presidente.

—No, Paca —exclamé—, basta, estás exagerando.

Reflexionó durante un instante antes de mirarme fijamente con su expresión enfurecida:

—Sólo veo una solución para limpiarte de cualquier sospecha, dejar París. El nombre de los Montijo no puede ser mancillado.

Paca tenía razón, debía alejarme. El príncipe-presidente no me interesaba de ninguna manera. Llevaba el nombre de Napoleón, y esa era la única razón por la que me intrigaba. ¿Qué haría con el poder que acababa de conquistar? ¿Le animaba la misma ambición que a su glorioso tío? ¿Seguiría el mismo camino hacia el Imperio? ¡Eran tantas las preguntas sin respuestas que me hubiese gustado hacerle! A la hija del bonapartista coronel Portocarrero no le faltaba curiosidad. Pero no por ello el desprecio del príncipe dejaba de herir mi amor propio, y estaba decidida a demostrarle que el honor de una Grande de España era sagrado.

Sin embargo, me preguntaba con amargura si existía sobre la faz de la tierra un hombre capaz de amar. El recuerdo de Pepe seguía torturándome, y permanecía noches enteras sin dormir, repitiéndome sus tiernas palabras, sus emotivas cartas y sus apasionadas declaraciones. Las unía en mi memoria como un tesoro que guardaba preciosamente para entretenerme con la única ilusión reconfortante: no había amado en vano. Ser admirado no es nada, había escrito Musset, lo importante es ser amado. ¿Acaso no lo había sido? Durante el tiempo en que lo creí, mi corazón se había emocionado y eso no podía olvidarlo.

Durante el verano, fui arrastrando mis nostalgias por toda Renania. Spa y Schwalbach eran ciudades con aguas termales de moda donde mi madre se encontraba de nuevo con los mismos amigos que viajaban, ellos también, de las capitales a los puntos de veraneo, en busca de distracciones para poner fin al aburrimiento. Pero en todas parles los entretenimientos se parecían: los baños de la mañana, un paseo, el almuerzo; juegos de sociedad, comedias, conciertos y cenas ligeras. Los días transcurrían al ritmo del reloj de arena con una monotonía sin sorpresas, y mi corazón, mecido por la languidez, rebosaba de melancolía. Mi vida sólo era un gran vacío y de buena gana la hubiese vendido a buen precio, dando además las gracias a la persona que me despojara de ella. Mi salvavidas era Paca y le escribía lanzando un grito de socorro:

¡Acuérdate de los exiliados!

Ella también vivía su propia tragedia. El hijo que deseaba desde su boda no llegaba. Los médicos ya no sabían qué hacer. Sólo quedaba la oración, pero Dios se mantenía sordo a nuestras súplicas y eso nos afligía a todos. Agotada la esperanza, mi madre no cesaba de llorar. Agotada la impotencia, reaccioné y me fui a consultar a una vidente.

—Tenéis una hermana —dijo—, con la mirada fija en las cartas. Se quedará embarazada de un niño, y ese vivirá.

No pedía nada más. Una luz se encendía en el fondo de la noche. Un nacimiento, un bautizo, nuestro regreso a España, mi hermana feliz y la familia otra vez reunida como en el pasado. Comuniqué la buena noticia rápidamente, y añadí:

Creo con los ojos cerrados en esas cosas. Sin duda es porque tengo tal cantidad de fe que me he visto obligada a usarla en esas prácticas, cuando tantas cosas que me importaban me faltan.[30]

Regresé a París mucho más serena. El otoño iluminaba la ciudad y el ciclo de fiestas volvió a comenzar. Me encontré de nuevo con algunos amigos íntimos y la soledad me pareció más llevadera, y aún más porque Paca afirmaba estar embarazada y apilábamos en nuestros baúles los vestidos de ceremonia para celebrar el nacimiento del heredero. Una vez más las esperanzas se desvanecieron, pero yo no perdía la confianza. Una certeza se había anclado en mi mente: mi hermana tendría un hijo, y ese niño sería un poco mío.

Tenía tanta sed de amar que me era difícil contenerla, pero no sé por qué despreciaba a los hombres que me ofrecían su corazón, sus títulos y su fortuna. Es cierto que en el fondo de mi interior la traición de Pepe me seguía quemando como un hierro candente, y no olvidaba que el príncipe-presidente me había faltado al respeto al imaginar que caería en sus redes en la noche de verano.

Habíamos decidido pasar el invierno en Bruselas, pero una invitación de la princesa Mathilde retrasó nuestro viaje. En su palacio de la rue de Courcelles se reuniría la mejor sociedad el 31 de diciembre.

—El presidente no dejará de asistir —precisó mi madre—. Sería un error no ser vistas allí. Las malas lenguas hablarían de desgracia.

—Bueno, haré todo lo posible para evitarlo, porque no me siento con ánimos para enfrentarme a él siguiendo las conveniencias de la etiqueta.

—El tiempo ha pasado, hija mía. Se ha informado sobre nosotras. No te preocupes, el hijo de la reina Hortensia es educado. Buscará la ocasión para hacerse perdonar.

Movió la cabeza sonriendo y adoptó una expresión pensativa antes de añadir:

—¡Madame Gordon! Hemos sido sus víctimas, pero no es culpable. Murió en un hospital, desprovista de todo, víctima ella también de sus propios errores.

No estaba resentida con la pobre mujer por habernos ocultado su pasado. Había estimulado mis sueños y nutrido mis ilusiones al permitirme crear un nuevo héroe, ese príncipe Luis Napoleón que alzaba de nuevo la antorcha del bonapartismo y al que había aureolado con mi veneración por el emperador. Al comportarse como el resto de los hombres, él mismo había empañado su imagen a mis ojos y quizá fuera eso lo que le reprochaba más.

En los salones bañados de luz, la fiesta fue deslumbrante. El presidente pasó, y yo me escondí en su estela, a pocos pasos de distancia. Se giró bruscamente para dirigirse hacia la salida.

—Los asuntos del Estado —dijo— me dejan poco tiempo libre.

Nuestras miradas se cruzaron y las puntas afiladas del bigote le temblaron. En ese preciso instante, el reloj sonó y, en la duodécima campanada oí la voz de la princesa Mathilde:

—¡Todo el mundo se besa! —exclamó.

El príncipe no me había quitado ojo de encima y se precipitó hacia mí, pero yo me aparté enseguida.

—Es la costumbre en Francia —dijo con una expresión entristecida.

—No es ésa la costumbre en España —repliqué con cierto orgullo mal disimulado.

Entonces me incliné en una de esas reverencias cuyo talento poseía y que más adelante contribuirían a mi éxito, para añadir con una sonrisa:

—De todas maneras, os deseo un próspero año nuevo, monseigneur.

Dejándolo así, incómodo y despechado, mi honor volvía a tomar ventaja y me sentí mejor, en el lugar correcto. Dejé París con el corazón ligero. No regresaría sino después de largos meses durante los cuales no dejamos de viajar.

Un invierno en Bélgica, donde mi madre tenía familia y muchas relaciones. Luego Sevilla, donde pasar una primavera animada. Reencontraba mi Andalucía natal, sus caballos, toros, ferias de Semana Santa y bailes de palillos[31]con las gitanas. Me llevaron al Alcázar y me paseé por los jardines bañados por la luna. Envuelta por el misterio de la magia, soñé con el amor y de repente creí ver a la vuelta de un camino la sombra del rey don Pedro con María de Padilla.[32]La emoción fue tan fuerte que sentí miedo. Pero por la mañana y durante los días siguientes descubrí las múltiples caras de esta ciudad levantada por los moros y me supo mal que ya no estuviesen allí, ron sus costumbres y sus trajes, para devolver a esta ciudad su carácter único en nuestra civilización europea.

Un verano de tratamiento en Wiesbaden, España otra vez, donde Paca por fin tuvo al niño sano que la vidente había visto en las cartas. Con razón había tenido le en su predicción y este nacimiento me pareció una señal de renovación en mi propia existencia. Después de tanto haber deseado morir, decidí creer en mi porvenir. Poco me importaba lo que sería. Deseaba con todas mis fuerzas vivir, con sus jardines de rosas y sus campos de espinas. En un arrebato de fervor, rogaba a Dios que me guiase por el camino de mi destino y me salvase de ser desviada de él.

Realizamos más viajes a diversos rincones de Europa. Una escala en París a principios de la primavera de 1851, antes de viajar a Londres para la season. Estuve en todas las veladas que se celebraban en los salones de alto copete. La más bella fue sin duda el baile de disfraces del palacio de Buckingham. Asistí vestida de infanta, y la condesa de Teba, hija del conde de Montijo, descendiente de Kirkpatrick de Closeburn y del gran Fingal, tuvo el honor de ser presentada a la joven reina Victoria durante una audiencia privada en un pequeño salón. Le hice mi reverencia, de la que me hizo un cumplido, sin pensar siquiera que cuatro años más tarde la repetiría, y que esta vez sería la emperatriz de los franceses.

Al regresar a París, sólo pensaba en descansar en la tranquilidad de nuestro apartamento de la plaza Vendôme. Daba a un hermoso patio protegido de los ruidos callejeros y esa paz benefactora me inspiraba. Me sentaba delante de mi caballete para pintar paisajes de colores suaves. Con ellos cubría las paredes de la casa y nuestros amigos más íntimos se burlaban cariñosamente de mis «mamarrachadas», pero yo no les prestaba atención. Los encontraba bonitos y sin pretensiones. Mientras el pincel acariciaba la tela, mi mente vagaba libremente. Necesitaba esos momentos de silencio para reencontrarme, para pensar y meditar sobre el sentido de la vida: el destino en la voluntad o el destino en Dios…

Me habían pedido la mano. El conde de Oultremont, el príncipe Camerata, un Rothschild… Me aburrían y rechacé sus ofertas. Algo en mí me empujaba a ello. ¿Por qué? ¿No estaba cometiendo un error? Todo era confuso en mi interior y a mi alrededor. Un hombre seguía torturando mi corazón; otro hombre no paraba de sorprenderme con sus palabras que daban en el blanco como las flechas de los salvajes. Y este último era un Napoleón que quería cambiar el mundo.

Durante el verano, había viajado por algunas provincias para hablar de la nueva sociedad con una nueva unidad y nuevos objetivos. En los periódicos, había leído sus discursos y apreciaba la audacia de algunas partes:

Si llegase el día del peligro, no actuaría como los gobiernos que me han precedido y que os decían «Andad, que os seguiré», sino que os diría: «Ando, seguidme».

En Beauvais, había declarado: «En los peligros extremos, la Providencia a menudo reserva a un solo ser el instrumento de salvación de todos. Así, Juana de Arco y Jeanne Hachette aparecen en el momento más desesperado para cumplir una santa misión».

Y ante una asamblea de comerciantes había precisado: «No temáis el porvenir. Se mantendrá la calma, pase lo que pase. Un gobierno que se apoya en la nación sólo tiene como móvil el bien público. Sabrá cumplir su misión, porque en él está el derecho que emana del pueblo y la fuerza que emana de Dios».

El heredero del Águila parecía emprender su vuelo para cumplir su destino. ¿Pero cuál? Su mandato expiraba la primavera siguiente y la Constitución no le permitía volver a presentarse. Había pedido la revisión de los textos y la Asamblea se lo había denegado. Desde ese anuncio, París se había convertido en un hervidero de comentarios y nuestro salón de la plaza Vendôme repetía sus ecos. Se hablaba de golpe de Estado y las apuestas subían. ¿Se atrevería el presidente? Todavía se dudaba de ello. Pero el embajador de España, que era amigo nuestro, declaró con voz tranquila:

—El Parlamento está muerto. El miedo paraliza a sus líderes. El presidente es el amo de la situación. Ejecutará su golpe de Estado cuando le plazca. Y puedo aseguraros que será pronto.

Día tras día, aumentaba el nerviosismo. El rumor de un «gran golpe» se extendía por doquier y cada cual escogía su campo. En el palacio de la princesa Mathilde, enamorada devota de la causa de su querido primo y antiguo novio, consideraban lo que el «golpe de escoba» iba a costar. Todos los que querían estar del lado del mango vaciaban sus bolsas. Se firmaban efectos, se ofrecían fortunas, corrían profusamente ríos de diamantes y ya se calculaba la victoria. La cotización del presidente subía como una flecha, mientras que la de la Asamblea se desvanecía.

Inmersa en esta euforia general, ya no dominaba mi entusiasmo. Vivía una página de la historia y mi exaltación ya no conocía límites. Cada minuto crecía la importancia, estaba viviendo lo extraordinario, llena de esa «ilusión» que tantas veces había sublimado mi infancia. El emperador… el Gran Ejército… mi padre los había seguido, y a mi vez me alisté al clan del nuevo Napoleón que, mañana, estaba convencida, reinaría como lo había hecho su tío.

Estábamos a principios de noviembre de 1851 y mi madre decidió sin previo aviso regresar a España, donde sus asuntos la reclamaban. No pude contener mi furia. Una vez más, la mala suerte ponía obstáculos en mi camino y me impedía seguir lo que consideraba una aventura fuera de lo común. Quería luchar por principios políticos que estaban en mi interior desde hacía mucho tiempo, y la fatalidad me privaba de ese combate que me fascinaba.

Ahora bien, antes de coger la diligencia, hice llegar al conde Bacciochi una carta en la que le decía que ponía a disposición del presidente todo lo que poseía en el mundo, si lo necesitaba para obtener el éxito que se merecía. También le rogué que le transmitiera una nota redactada así:

Sólo vos, Monseigneur, podéis llevar a cabo la misión sagrada y salvar a esta Francia que tanto amamos y a la que mi padre sirvió con tanto fervor.

Me marché a Madrid con la mente serena y el corazón alegre. Cerraba los ojos y oía la voz querida del soldado mutilado que me había dicho a orillas del Manzanares: «Forja tus ideas y síguelas. Así darás un sentido a tu vida».

Al igual que él, me comprometía a defender un mundo de libertades. Había pasado a la acción con el sentimiento de realizar un gesto útil y esperé confiadamente el éxito del hombre que encarnaba la esperanza en un porvenir renovado. Un mes más tarde, los periódicos difundían con grandes titulares que este Bonaparte se había atrevido a dar el golpe de Estado más audaz de la historia. La mañana del 2 de diciembre, los parisinos descubrieron al leer las pancartas pegadas en los muros que el presidente había disuelto la Asamblea por decreto y les proponía nuevas estructuras sobre las cuales deberían pronunciarse. La declaración terminaba con estas palabras que saboreaba:

Por vez primera, votaréis sabiendo claramente por quién y por qué… Si creéis que la causa de la cual mi nombre es el símbolo, es decir la Francia regenerada por la Revolución de 1789 y organizada por el emperador sigue siendo la vuestra, proclamadlo mediante la consagración de los poderes que os pido.

El 20 de diciembre recibía el apoyo de 7.439.000 sufragios. Era el presidente por diez años, encargado de cambiar la Constitución. Francia entraba en una nueva era, y el bonapartismo resucitaba bajo la batuta de un Napoleón, de la misma sangre que el otro. ¿Llegaría a proclamar el Imperio? París no parecía preocuparse por ello. Los amigos que nos escribían se maravillaban de la tranquilidad de la ciudad. Todo había transcurrido con la velocidad del rayo, explicaban, sin explosiones ni barricadas. Los ministros celebraban fiestas y había baile en el Elíseo. La gente tenía miedo, pero respiraba tranquila. Todo eso me hacía sentir bien. Los grandes principios que me habían nutrido estaban bien representados.

Envié felicitaciones y fui al palacio de Liria, donde el hijo de Paca daba sus primeros pasos. Me producía un gran placer verlo crecer, andar a gatas, balbucear y acurrucarse entre mis brazos que lo estrechaban con ternura. Envidiaba a mi hermana, otra vez embarazada y radiante, por esa felicidad tan particular que Dios ha reservado a las mujeres al otorgarles el poder de dar a luz. ¿La conocería yo también? ¿Quién me daría el amor que esperaba? Los pretendientes no faltaban, pero había vuelto a ver a Pepe. Aún lo amaba, y lo odiaba. Me había dicho que me apreciaba, y más adelante que no sabía, y se preguntaba si llegaría a casarse.

Entonces decidí viajar a Bayona en buena compañía y divertirme con locura. Carreras de caballos siguiendo la orilla de las playas, baile hasta el amanecer y baños en el agua fría del mar. Era infatigable y todo esto me enaltecía en exceso; sin embargo, una mañana me desvanecí sobre la arena. Estuve muy enferma y pensaban que me iba a morir. Un periódico español llegó a anunciar mi entierro. Pero recuperé el sentido y los médicos me enviaron a la estación termal de Eaux-Bonnes para seguir dos tratamientos consecutivos y prevenir así cualquier riesgo de tisis. Una vez más comprendí que nadie es dueño de su existencia. A pesar de todos mis esfuerzos, no había podido realizar mi deseo más preciado, casarme con el hombre al que amaba. Dios no me había ayudado, y me dejaba llevar por el fatalismo, por el azar. De tanto haber esperado, me resignaba a no esperar nada más. Sólo me faltaba «jugar a la suerte». Jugar su vida a la ruleta rusa o a las cartas quizá no era una locura.

Mi madre se preocupó por mi estado de ánimo y juzgó que una estancia en París me devolvería la lucidez. A mediados de septiembre de 1852, regresamos a nuestro apartamento de la plaza Vendôme, pero la ciudad estaba desierta. El príncipe-presidente acababa de marcharse de Saint-Cloud para iniciar una gira por el sur, y las buenas casas se habían vaciado de sus nobles habitantes que se habían marchado, puesto que el amo ya no estaba. Mi madre ponía mala cara. Sus amigos más cercanos, su primo Ferdinand y su fiel don Próspero no estaban aquí para distraerla. Sólo quedaba la embajada de España, donde acudíamos con frecuencia. El conde de Galve, hermano menor del duque de Alba y por tanto cuñado de Paca, trabajaba allí de agregado. El embajador Donoso Cortés, marqués de Valdegamas, nos honraba con su amistad. Había coincidido con el príncipe en numerosas ocasiones y no se mordía la lengua cuando analizaba la situación.

—Pronto en Europa reinarán los plebeyos de una potencia satánica, criminales surgidos de la hez de las masas. Si el presidente resuelve los problemas de Francia antes de que sea demasiado tarde, resolverá los de Europa. Francia y Europa están en el mismo saco.

Con él seguimos el viaje presidencial a través de la lectura de los despachos que enviaba y las gacetas que recibía. Allí donde iba, el príncipe provocaba el entusiasmo. Las multitudes sobreexcitadas acudían a su encuentro y el paroxismo fue en Burdeos, cuando declaró: «Afirmo que el Imperio es la paz… En todo país hay que reconstruir las ruinas, abatir falsos dioses y hacer triunfar la verdad. Así es como entendería el Imperio si el Imperio debe ser restablecido. Todos los que me oís sois mis soldados».

—Lástima que no podamos oírle —dije apilando los periódicos delante de mí—. Este Napoleón sabe hablar.

El 16 de octubre entraba en París. La ciudad entera estaba en las calles para verlo y aclamarlo. Un amigo inglés nos ofreció sus ventanas en el boulevard des Capucines. Había reunido a una pequeña sociedad para asistir al espectáculo en buena compañía. Y, de repente, el príncipe-presidente apareció al final de la calle con uniforme de gala y cabalgando un magnífico alazán. Al sol de otoño que iluminaba las frondosidades, avanzaba solo a unos pasos de la larga cohorte de caballería que lo seguía, rodeada de oriflamas y banderas. Un inmenso clamor resonó y los aplausos restallaron. De todos lados la gente agitaba banderas, echaban flores y la multitud que se agolpaba cerca de los arcos de triunfo, enardecida por la euforia, gritaba: «¡Viva el emperador! ¡Viva Napoleón III!».

También quise gritar cuando pasó por debajo del balcón, pero las palabras no salieron de mis labios. Creía ver el regreso de César o Alejandro. También oía la voz de mi padre y la del señor Beyle cuando evocaban el alborozo popular y el fausto imperial del gran Bonaparte. El príncipe-presidente había vuelto a sacar las águilas victoriosas y saludaba a las multitudes delirantes que pedían el Imperio.

Esa noche todo París estuvo iluminado, y bailamos en el palacio de la princesa Mathilde. Esperaba ver al héroe del día, pero no vino y me sentí decepcionada. Sin embargo, al día siguiente recibí flores con una nota que ponía que no me olvidaba. Algunos días después, nos invitaban al Elíseo, y el presidente se mostró muy amable:

—Os hemos echado de menos, condesa, y vuestra carta enviada antes del golpe de Estado me ha conmovido profundamente.

—Era sincera, señor, al igual que mis felicitaciones.

Bacciochi me confesó en voz baja que había transmitido mis cartas recientemente, y dejó de extrañarme la reacción tardía del príncipe. Debo reconocer que me había sentido molesta por no haber recibido respuesta en Madrid.

Y de repente, todo fue muy rápido. Los acontecimientos se siguieron como una rueda de tiovivo que se embala, y tuve que esforzarme por controlar mis sentimientos para no dejarme anonadar y perder la cabeza. Mi madre me llevó a la Opera para ver El Profeta, de Meyerbeer, y al día siguiente todo París habló de mi belleza. Las invitaciones se multiplicaron. Al palacio de la princesa Mathilde, al Elíseo, a Saint-Cloud. El presidente me envió flores y una invitación para un palco de la Comédie-Française, para asistir a la representación de Cinna celebrada en su honor. Fui con mi madre y el embajador de Bélgica, el señor Beyens, al que acompañaba su esposa. Rachel se superó a sí misma y el público aplaudía las alusiones halagadoras. Durante el entreacto, el príncipe vino a saludarnos y me regaló un ramo de violetas que depositó sobre mis rodillas.

—Lo habéis seducido —murmuró la señora Beyens—. Pronto dirán: la señora presidenta.

Ya lo susurraban y eso me sacaba de quicio. No veía posibilidad alguna y contesté:

—No soy una dama lo suficientemente importante para casarme con él.

—La boda no es el único medio…

La corté con un tono brusco:

—¡No seré La Vallière![33]

El presidente me hacía la corte, es cierto, ¿pero cuáles eran sus verdaderas intenciones? No tenía ganas de volver a caer en la trampa de Saint-Cloud.

Sin embargo, el 13 de noviembre acepté asistir a las cacerías que daba en los bosques de Fontainebleau. Había precisado que asistirían algunos amigos.