En mi alma en rebeldía se produjo una tempestad. Al alba de mis trece años, en el momento en que me convertía en mujer, Dios me arrebataba el padre adorado al que no había tenido tiempo de amar tanto como lo había deseado. Los «por qué» y los «si» revoloteaban en mi cabeza a punto de estallar. Mil reproches surgían para torturarme sin parar y conducirme a la conclusión que volvía una y otra vez como única verdad: es por haberle dejado solo, viejo y enfermo, por lo que se había ido. Estaba resentida con mi madre, con la guerra, la política, los imperativos de nuestra educación y todos los viajes que nos habían alejado hasta este golpe final que nos separaba para siempre.
Deshecha, desesperada, permanecía postrada ante el pequeño retrato que me había dado. Sólo encendí una vela ante él en la habitación sumida en la oscuridad. La suave luz de la llama palpitaba sobre su rostro.
«Valor, querida mía», me decía.
Tenía valor, al igual que el intrépido luchador que siempre había sido mi padre. Sus discursos retumbaban en mis oídos; su imagen desfilaba una y otra vez, y fijaba en mi memoria retazo a retazo todos los momentos inolvidables que me dejaba en herencia, con ese gusto por la independencia y la libertad, esa búsqueda de lo sublime y lo excepcional que le habían convertido en un Grande de España.
Necesité tres días y tres noches para emerger del marasmo y encontrar la fuerza suficiente para seguir viviendo en el vacío de la ausencia. ¿Quién me guiaría a partir de ese momento por el camino de mi destino?
«Forja tus ideas y síguelas», me había repetido él en varias ocasiones.
Decidí aplicar sus preceptos y reforzar mi parecido con mi padre para convertirme, al igual que él, en un personaje fuera de lo común. En los meses siguientes, la empresa fue fácil. El luto nos liberaba del mundanal ruido y me escapaba a Carabanchel en busca de mis recuerdos. Durante días enteros corrí por bosques y montes, galopaba por la orilla del río y las lagunas. Corría por llanuras y valles hasta agotar a mi corcel, mientras en el viento que cortaba mi rostro, oía las palabras vibrantes que avivaban el fuego de mi corazón, como en el pasado: «¡El emperador… La Grande Armée… Napoleón!».
Era intrépida y me extasiaba de velocidad. Llevaba un puñal atado a la cintura, no tenía miedo de nada. Ni de los jabalíes ni de los lobos, y aún menos de los bandoleros. Soñaba con actos heroicos y luchas por el honor. En mis venas hervía la sangre de mis antepasados, y esperaba otros obstáculos que no fueran los molinos de viento de Don Quijote.
Se me puso a prueba mucho antes de lo que creía. Una noche, acabábamos de cenar, estábamos conversando en el salón mi hermana, miss Flowers y yo cuando unos ruidos sospechosos nos sobresaltaron. Estábamos solas en la casa, eran unos ladrones que habían entrado. Paca y el ama de llaves querían esconderse al lado de la chimenea.
—¡Ni pensarlo —dije—, una Montijo no se esconde!
Agarrando a mi hermana por la mano, abrí la puerta que daba al recibidor y golpeé el suelo con el pie mientras gritaba:
—¿Quién anda ahí? ¿Qué quiere?
Tenía una voz ronca e imponente. Asustó a los intrusos, que salieron por pies. Este pequeño éxito animó mi impetuosidad. Me negaba a obedecer las órdenes terminantes de miss Flowers, que sólo encontraba un método para hacerme dócil: privarme de mi caballo. Así fue como me subí a horcajadas en la barandilla de la escalera y al final me caí, bajo la atenta mirada de una gitana que se quedó boquiabierta ante esa caída que anunciaba, decía, el destino más alto.
«Serás más que una reina, vivirás cien años, pero acabarás en la noche.»
Ese día nos reímos mucho de la imaginación de aquellas cíngaras que veían presagios extraordinarios en las pequeñeces de cada momento. Me hacían gracia sus supersticiones y sus símbolos extraños para conjurar los maleficios. Desde la muerte de mi padre yo era doña Eugenia, condesa de Teba, y no tenía oportunidad alguna de subir al trono que facciones contrarias no paraban de disputarse. Más que una reina, pero ¿de qué? Al volver a Madrid me olvidé de la predicción y empecé a aburrirme. Echaba de menos París.
Sobre todo echaba de menos al señor Beyle y a don Próspero, los relatos épicos del uno y las tiernas reprimendas del otro. Ambos me escribían, preocupados por saber qué tipo de estudios seguíamos tan lejos de ellos. Los tranquilicé describiendo nuestras ocupaciones. Miss Flowers nos enseñaba inglés, me ejercitaba en pintar al óleo y mi madre encontraba tiempo para darnos algunas lecciones. Al gran narrador que me lo había enseñado todo sobre el emperador, ahora yo le explicaba lo que ocurría en mi país.
Actualmente, España está inmersa en una gran agitación. Todo el mundo desea la paz, y Maroto, general carlista, se ha pasado al bando cristino, y todos los otros pequeños oficiales han seguido su ejemplo… Se han celebrado grandes fiestas para la proclamación de la paz, pero la han anunciado tantas veces que ya no creo en ella. Espero con impaciencia el año 1840 ya que nos hace esperar que volveremos a verle.[15]
Echaba de menos a ese viejo amigo y sus conversaciones amenas a las que nos había acostumbrado a mi hermana y a mí. Las chicas de nuestra edad con las que mi madre nos hacía coincidir nos parecían muy insípidas, por no decir estúpidas. Sólo sabían hablar de trapos o hablar mal las unas de las otras. Estas visitas me horrorizaban y sólo abría la boca para saludar antes de marcharme. Prefería cultivar mis diferencias y me aturdía con esos ejercicios físicos que, según las teorías del coronel Amorós, «desarrollaban la inteligencia en una ciencia razonada de los movimientos y de sus relaciones con los sentidos», para descubrir mejor todas mis facultades. Cada día, en el picadero, perfeccionaba la equitación y aprendía a dominar los caballos. Me apasioné por el manejo de las armas. Tanto con el puñal como con la pistola era hábil y conseguí disparar como un hombre, lo que me hizo más intrépida que nunca. Buscaba mis límites, curiosa por encontrarlos.
Don Próspero llegó por sorpresa, para alegrar nuestra monotonía. Entonces, una vez más, se sucedieron una serie de revueltas entre los partidos y la multitud encolerizada se echó a la calle. En el palacio de Ariza, en la plazuela del Ángel, estábamos en primera fila, en la vía que tomaban las hordas vociferantes que se dirigían hacia la plaza Mayor y el Palacio Real. Esta vez no hubo ningún capuchino asesinado, pero una noche apareció un hombre en la ventana del salón. Tenía unanavaja ensangrentada en la mano y me suplicó que le diera asilo. Había matado y lo perseguían. Miss Flowers, sola a mi lado, murmuró en inglés:
—Voy a avisar a la policía.
Indignada, exclamé:
—Ni se le ocurra. En España eso no se hace.
Escondí al asesino sin intentar descubrir su secreto. Confió en mí, y habría perdido mi honor si lo hubiese delatado.
Carabanchel nos permitió alejarnos de los disturbios callejeros a base de pistolas y adoquines. Don Próspero, por fin, tuvo ocasión de leernos algunas páginas de su Colomba recién terminada, y de explicarnos los últimos chismes de Francia. Reservó el mejor para el final. Se preparaba un acontecimiento sin precedentes, el regreso de los restos mortales de Napoleón. La ceremonia prometía ser grandiosa, toda Europa la esperaba.
—Dada vuestra calidad de bonapartista —dijo girándose hacia mi madre— estáis obligada a asistir.
Asintió con la cabeza y una sonrisa afloró a sus labios, por lo que todos pensamos que aceptaba. ¿Cómo iba a rechazar vivir un acontecimiento tan importante de la historia? Mi padre sin duda alguna se habría precipitado para inclinarse ante los restos del emperador, el dios que tanto había venerado. Ya no era de este mundo y nos correspondía a nosotras, sus herederas, correr a representarlo. Así concebía yo las cosas, así las concebía Paca. Ver con nuestros propios ojos la grandeza póstuma del héroe de nuestra infancia nos parecía inevitable, indispensable, una obligación, como había declarado don Próspero.
—Hasta pronto —le dijimos cuando decidió regresar a su casa.
Día tras día el sueño se iba convirtiendo en certeza, tanto que escribí al señor Beyle para comunicarle la buena noticia, sin dudar que él estaría en primera fila, con los veteranos de la Grande Armée.
A mediados de otoño, mi madre nos sorprendió llevándonos a Toledo. Un encantamiento que nos reservaba una gran decepción. Al volver a Madrid, nos comunicó que no habría viaje a París. El luto, las conveniencias, el cansancio…, enumeró mil razones.
Así que nos vimos obligadas a seguir a través de las gacetas la marcha fúnebre por los Campos Elíseos bajo un impresionante silencio roto tan sólo por el redoble opresivo de los tambores. Lo oíamos tras cada palabra impresa y ahogábamos nuestras lágrimas, como la multitud inmensa que saludaba con su profundo recogimiento la sombra del gran hombre que atravesaba por última vez su capital y se iba a reunir con sus iguales en los Inválidos por toda la eternidad. ¡Con qué aridez devoramos las cartas de nuestros dos amigos que habían anotado los detalles más ínfimos! Las del señor Beyle nos llegaban directas al corazón, y pensábamos en nuestro padre, que habría pronunciado las mismas palabras con los mismos sollozos.
Bajo el sol de España, la tristeza no tiene cabida. Prolongarla sería una ofensa a los muertos, que no piden a los vivos que les lloren demasiado tiempo. Se acercaba el final del luto y me alegraba por ello. Estaba harta de la ropa negra que llevábamos desde hacía dos años como lo exigía la tradición. Estaba impaciente por mostrarme con un vestido elegante y ser piropeada con el «preciosa» de un admirador. No podía estarme quieta y me volví provocadora un día que oí a dos jóvenes oficiales que se burlaban a mi paso:
—Si fuese guapa —decía uno—, se mostraría un poco más.
—Será bizca —añadió el otro.
Picada en mi orgullo, me di media vuelta y echando atrás el velo del luto que ocultaba mis facciones, me regodeé de su estupefacción ante la masa rojiza de mi cabellera y el azul de mis ojos que los provocaban con insolencia.
Tenía quince años, un cuerpo de mujer y la desfachatez de una belleza de la cual todavía ignoraba el poder. Ya no pensaba que era fea y me sentía más segura de mí misma desde que mi abundante cabellera había perdido ese rojo espantoso para convertirse en un rojizo con reflejos dorados. La gimnasia me había esculpido un cuerpo flexible con piernas largas, una cintura fina, un pecho recto y hombros de líneas puras. En cuanto al rostro, ya no me desagradaba porque reconocía en él la nobleza de las facciones de mi padre. También es cierto que era tan testaruda como él.
Era totalmente diferente de mi hermana, que no por ello era menos atractiva. Más fina, más dulce, más pequeña. Un largo rostro de tez oscura y unos cabellos de un negro brillante que realzaban sus grandes ojos oscuros. Una belleza clásica que encantaba y tranquilizaba. La mía, por más inusual, sorprendía e inquietaba más.
Orgullosa de sus hijas, que anteponía a todos y a todo, mi madre decidió «presentarnos». Había llegado el momento, decía, de alertar a los pretendientes y escoger el marido adecuado. En la primavera de 1842 pusimos fin al luto y nuestro palacio de Ariza abrió sus puertas para la celebración de numerosas fiestas. En los salones inmensos, magníficamente iluminados, la mejor sociedad de Madrid vino a bailar la contradanza o las sevillanas, intercambiar palabras ingeniosas o frases galantes, organizar una intriga o comentar la última moda. Príncipes, ministros y diplomáticos se codeaban con artistas y escritores. Para seducirlos, las mujeres exhibían sus más bellas galas.
Divina y encantadora, mi madre era una anfitriona excelente y en toda la ciudad la gente se peleaba para obtener nuestras invitaciones. Mi hermana y yo éramos cebos de calidad, y los chicos de nuestra edad acudían como moscas a la miel para hacernos la corte. Eran jóvenes ricos que llevaban los nombres más prestigiosos de España: Alba, Sesto, Medinaceli, Osuna, Ayerbe, Ardala… Cuando a la hora del crepúsculo llegábamos al paseo del Prado, donde el buen gusto dictaba mostrarse antes de la cena, venían a caracolear alrededor de nuestras carrozas y nos saludaban caballerosamente con unpiropo elegante.
Se acabó la época en que íbamos a pie, con vestidos de tela sin medias y debíamos afrontar las inclemencias del mal tiempo sin paraguas. La austeridad espartana de mi padre lo acompañó hasta la tumba, y su ejemplo no cayó en saco roto. Esa austeridad me permitirá aceptar con una sonrisa el despojo brutal que el destino me iba a imponer. Por ahora, Dios nos colmaba de dichas y vivíamos en la despreocupación de la opulencia. Cada una tenía su propio cabriolé. El mío era tirado por mulas enjaezadas al estilo andaluz a las que lanzaba a galope tendido, por el placer de controlar mi dominio, y desafiar a nuestros pretendientes. A sus cumplidos respondía haciendo ver que podía azotarles la cara con la fusta, diosa inaccesible que busca a su esclavo. En nuestros círculos de la alta sociedad, estos jueguecitos de provocación eran habituales y no tenían nada de chocante. Sencillamente demostraban que teníamos la sangre caliente, valor y honor. Cada noche, de palacio en palacio, las distracciones se multiplicaban. Tertulias, cenas, comedias y bailes a continuación… La fiesta duraba hasta el amanecer.
Desde París, don Próspero se preocupaba de vernos «transformadas en huríes», pero nos enviaba sin rechistar los trajes y perendengues «a la última moda» que aseguraban nuestro éxito. El señor Beyle prometía repetidamente que vendría. Había acabado su Cartuja de Parma cuando un ataque de apoplejía lo fulminó y nos dejo huérfanas, a mi hermana y a mí, por segunda vez.
—No puedo vivir sin vos —le había dicho yo siendo una niña.
—Cuando seáis mayor —respondió riendo— os casaréis con el marqués de Santa Cruz y me olvidaréis.
En un baúl de ébano con incrustaciones de nácar guardé preciosamente las doscientas cartas que había recibido de Roma y de París, «Para usted, Eouké».[16] De ahora en adelante, ¿qué hombre haría latir mi corazón con tanta fuerza?
Pensaba que nunca lo encontraría. Sin embargo, meses más tarde, el amor me sorprendió en la persona de James, duque de Alba y de Berwick, un joven de veinte años, algo tímido a causa de su baja estatura. Lo conocíamos desde la infancia y lo habíamos visto en innumerables ocasiones en París. Nos burlábamos de él cuando se mostraba taciturno, pero era ingenioso y muy atento con Paca y conmigo. Era el más fiel de nuestros galanes, y la amistad que le profesábamos no estaba desprovista de afecto.
Organizó grandes cacerías en Aranjuez, precedidas por un apartado[17] durante el cual, tocada con sombrero cordobés y calzada con botas rojas, me unía a los caballeros que debían llevar de nuevo al toril los machos[18]seleccionados para la corrida. Dominaba mi caballo con destreza y no me asustaba enfrentarme al toro. Bien plantada sobre mi montura, lo provocaba con insolencia con un «paso español» tan ligero como un baile. Al entrar en la arena, uno de los toros cargó con fuerza sobre mí, y lo esquivé por los pelos dejando algunos jirones de la falda colgados de sus cuernos. Subiendo la voz y acorralándolo desde muy cerca, dirigí al animal hacia el toril. De pie detrás del burladero, James no me quitaba los ojos de encima. Orgullosa de haberlo conseguido, regresé a su lado, con una sonrisa radiante, y su mirada me penetró hasta lo más profundo del alma. Por vez primera, todos mis sentidos estuvieron en efervescencia.
Los días siguientes, no se alejó de mi lado y en toda la cacería nuestras botas llegaban a rozarse continuamente y sólo tenía atenciones para mí. Pensaba que James me amaba, y me sentía feliz y al mismo tiempo impaciente porque se me declarase abiertamente. Estaba enamorada y consideraba que poseía todas las cualidades. Sobre todo veía los gustos que compartíamos: el baile, el caballo y la tauromaquia. Era tímido e indeciso, pero yo tenía el suficiente ardor para los dos, y le aseguraba que por él iría a mendigar por las calles si me lo pidiese. Pero, ¿por qué diablos no se pronunciaba?
Se preparaba un gran baile de disfraces en Carabanchel, y contaba con la magia de la noche para sacar el tema de la boda. La fiesta fue espléndida, «la guinda de la temporada», declaró El Heraldo, que describió a lo largo de páginas y páginas las danzas y contradanzas organizadas por la famosa madame Petit, y los trajes de tonos irisados de los numerosos invitados. Paca, disfrazada de húsar, había adornado su chacó con una joya deslumbrante. Yo, con un traje escocés y con un sombrero pomposo sobre mi pelo ensortijado, recordaba mis orígenes. Ahora bien, sobre todo lo hacía por James, descendiente de los Estuardos por parte de los Berwick, quien, por su parte, se había conformado con un traje de Corte de la época de Felipe II, heredado de su antepasado el duque de Alba. Apegada a mis ilusiones y al ardiente deseo de ser amada, bailaba hasta desfallecer y sólo le miraba a él. Un sentimiento indefinible me invadía, una pasión loca que me esforzaba por controlar. Mientras tanto, Paca se consumía y yo no me percataba de nada. A la mañana siguiente, la oí sollozar en su habitación. Su dolor estallaba en suspiros.
—Amo a James —confesó con la voz rota.
Ante esta verdad, me quedé petrificada. ¿Cómo iba a imaginarme un golpe tan fatal? El drama fue más allá de todas las crueldades. A pesar de desear con ardor mi felicidad, ¿cómo vivir provocando la desgracia de una hermana a la que quería por encima de todo? Abrazadas, lloramos y maldijimos esta fatalidad que nos enfrentaba como rivales por el corazón del mismo hombre. Una de nosotras tenía que sacrificar su puesto, pero ninguna de las dos tenía el valor de hacerlo, y la tragedia aumentaba. Mi madre tuvo la última palabra y su juicio salomónico consistió en cortar el nudo gordiano.
—El duque de Alba será para la mayor, y no para la benjamina. Has hecho mal, Eugenia, en dejarte embaucar por tanta exuberancia. Si has hecho promesas, retíralas. A ti te corresponde sacrificarte.
Ante mi silencio anonadado, añadió:
—Paca es para Alba desde siempre. Con tus tonterías, casi lo echas todo a perder. Será mejor esposa que tú, es más tranquila. Eres demasiado fantasiosa. El momento llegará para ti cuando estés preparada.
Tenía diecisiete años. Mi primer amor acababa de nacer y ya lo apuñalaban. Sólo tenía una cosa en mente: desaparecer, morir. El mundo se había quedado sin los que me amaban, y no tenía a nadie en quien confiar. Sólo quedaba Dios y me puse a rezar. En mi desesperación y aislamiento, sólo él podía entenderme e iluminarme. Una mezcla de sentimientos terribles me asaltaba. Amaba y aborrecía al mismo tiempo, incapaz de decidir qué era lo mejor, si el amor o el odio. En esa lucha estéril sin salida, me veía miserablemente perdida entre un amasijo de pasiones, virtudes y locuras.
A altas horas de la noche, cogí mi pluma para escribir a James:
Puesto que hay un final para todas las cosas de este mundo, quiero explicarte lo que contiene mi corazón. Mi carácter es fuerte, es cierto, no quiero excusas por mi comportamiento. Pero cuando se es bueno conmigo, hago todo lo que se me pide. Ahora bien, si se me trata como un burro, si se me pega ante el mundo, es más de lo que puedo soportar. Mis ideas más queridas ahora son ridículas, y me asusta más el ridículo que la muerte.
Dirás que soy romántica y estúpida, pero eres bueno y perdonarás a una pobre chica a la que todos miran con indiferencia, incluso su madre, su hermana y, osaría decirlo, el hombre al que más ama, por el que habría pedido limosna e incluso consentido su propia deshonra. Conoces a ese hombre. No digas que estoy loca, te lo suplico, ten piedad de mí. No sabes lo que es amar a alguien y ser despreciado por él. Dios me dará el valor para acabar mi vida en el fondo de un claustro, y nunca se sabrá si he existido. Hay gente que ha nacido para ser feliz; tú formas parte de ellos. Mi hermana es buena, te ama. Vuestra unión no será retrasada. Nada faltará a vuestra felicidad. Sed felices, así os lo desea, tu hermana Eugenia.[19]
En mi alma atormentada, el incendio se iba apagando y la razón, poco a poco, apaciguaba mi mente indignada. El incidente confirmaba, si era necesario hacerlo, la inclinación de mi madre por su hija mayor. Siempre la había preferido y mi padre ya no estaba aquí para apoyarme. ¿Para qué iba a obstinarme en defender mi amor cuando el propio James guardaba silencio? Acepté el injusto sacrificio. Por mi hermana a la que amaba, ofrecía mi corazón roto a Dios. Sin ella ya no tenía nada, y necesitaba esa ternura que nos había unido desde la infancia. Para conservarla, pagaba un precio. Sus efusiones y su sonrisa radiante fueron mi recompensa.
—Jamás olvidaré lo que has hecho, Eugenia. Ya verás, tú también encontrarás un buen marido.
La abracé para no llorar. Los sollozos me oprimían, se me hizo un nudo en la garganta. Con la mejilla apoyada en la suya, murmuré:
—Si tenéis hijos, ámalos por igual. Piensa que son todos igualmente vuestros, y nunca hieras a uno para mostrarle más afecto al otro.
Nos quedamos un buen rato abrazadas. No sentía ni rencor ni celos, quizá un poco de envidia, pero Paca era feliz, y eso era lo único que importaba. A partir de ese momento todo mi amor era para ella.
El 16 de febrero de 1844, el arzobispo de Madrid bendijo la boda. La ciudad entera se concentró en la catedral para ver el esplendor de la ceremonia. Doña Francisca Guzmán y Palafox, hija del conde de Montijo, duque de Peñaranda, tres veces Grande de España, se casaba con Jacobo Luis Stuart-James y Ventimiglia, octavo duque de Berwick, decimocuarto duque de Alba y doce veces Grande de España.
Sentada en la primera fila del presbiterio, miraba con melancolía los rostros iluminados de los recién casados. Paca nunca había estado tan hermosa. Duquesa de Alba, desde ese momento se convertía en una de las damas de mayor prestigio de la sociedad madrileña. Yo esperaba el fin de las fiestas para retirarme lejos del mundo y de sus pompas. Había tomado una decisión, pero una vez más, mi madre tuvo miedo de perderme tras las rejas de un convento.
—Piénsalo con más detenimiento —me dijo—. Un viaje te permitirá verlo todo más claro.
Me llevó a los Pirineos, donde sus amigos se habían multiplicado a medida que transcurrían los años. Tras una terapia en el balneario de Eaux-Bonnes, donde se curaban enfermos de los bronquios, el conde de Bryas nos recibió en su castillo de Burdeos. Después viajamos al castillo de Plassac, donde el marqués de Dampierre organizó grandes cacerías. Al galope de mi caballo, rodeada de aromas silvestres del bosque, iba a mi aire. El ejercicio y la velocidad me devolvían la energía y las ganas de vivir. Todos alababan mis dotes de amazona, mis encantos y mi gracia, me llamaban «la bella española», nombre que conservé durante unos cuantos años antes de que se redujera simplemente a «la española» sin más, pronunciado con rencor o con desprecio.
Por ahora la gente admiraba mi exuberancia y la vivacidad de mi carácter. El éxito me animaba y mi decisión de hacerme monja se deshacía en las brumas del olvido. Regresar a Madrid ya no me asustaba y pensaba en los numerosos pretendientes entre los cuales descubriría el que sabría conquistar mi corazón.
Durante una cena en un castillo de Cognac, mi vecino de mesa, que era un obispo, se inclinó sobre mi mano, la examinó y exclamó:
—¡Oh, Dios mío! Veo una corona.
Dado que todos mis amigos eran duques, pregunté, despreocupada:
—¿De duquesa?
—Una corona imperial —dijo con gravedad—. Sí, una corona imperial.
Una carcajada se extendió por toda la mesa, y uno de los invitados exclamó:
—El Habsburgo y el Romanov están provistos. ¡Para nuestra hermosa sólo quedaría el harén del sultán!
«Más que una reina», «corona imperial», las palabras giraron en mi cabeza durante toda la noche. Estas dos predicciones en un espacio de cinco años eran suficientes para turbarme. Ahora bien, sobre todo me percataba de que si la primera no tenía malas intenciones, la segunda me había herido en mi amor propio, porque se habían burlado de mí. El harén del sultán me ponía en ridículo. Sin esperar más, hice cerrar nuestros baúles y obligué a mi madre a seguirme. Los sarcasmos y las burlas me habían sacado de mis casillas. Estaba lejos de pensar que eran lo común entre algunos franceses.
En el camino de vuelta, mi madre me sermoneó a propósito de mi carácter imposible, exhortándome a ser más dócil para no asustar a los hombres. En un tono brusco, repliqué:
—No me casaré con un idiota con fortuna al que me sienta atada por conveniencias sociales. Esperaré hasta encontrar a la persona que comparta mi modo de pensar.
—Explícate.
—Soy como mi padre, me gusta la libertad. Como él, como el señor Beyle, me gustaría vivir grandes acontecimientos. ¿Dónde se encuentran hoy los héroes que buscan lo sublime? Sólo veo a gente mediocre rodeada de intrascendencia.
Mi madre suspiró con expresión cansada y me dejó vivir a mi aire mientras duró lo que llamaba mi «crisis de originalidad». No sabía qué inventar para dar la nota. En las calles de Madrid montaba a caballo a pelo, sin silla, frecuentaba las salas de armas y me batía con un florete contra los mejores espadachines. Acudía a las corridas de toros vestida con trajes llamativos y llevaba en mi calesa a Montes, el torero triunfador, el gran Paquiro cuyos colores llevaba. También a veces lucía el traje de luces y ejecutaba algunos pases con la capa, o toreaba a caballo, llegando a echar pie a tierra y matar al toro con el estoque. Así me embriagaba de lo extraordinario. Me gustaba el peligro y no paraba de plantarle cara puesto que nada ni nadie me ataba a la vida.
Por la noche, en el salón de mi madre, seguía provocando con palabras que sorprendían a más de un invitado. Leía las obras de Fourier que acaban de publicarse, y apoyaba su «teoría del falansterio» que debía otorgar la total libertad del desarrollo de la naturaleza humana.
—Necesitamos una sociedad basada en la armonía de las pasiones, donde ricos y pobres se mezclen, donde la gente no se vea obligada a vivir en contra de sus deseos.
Peroraba durante horas y horas dentro de un círculo entretenido. Me habían apodado la «falansteriana» y tenía mis adeptos que también soñaban con tiempos nuevos donde reinarían la libertad y la igualdad. Cada uno se preparaba a esos cambios aprendiendo un oficio manual. Yo escogí esculpir la madera. Mi mente a veces se ofuscaba ante la mezquindad de algunos ministros o banqueros. Entonces me enfadaba, y abogaba por la abolición de la esclavitud y criticaba sin acallar a carlistas y ultras. Exasperaba a mi madre, es cierto. Llegué a propasarme. Excitada, avanzó hacia mí, dispuesta a abofetearme. De un salto, me planté en el balcón y pasé por encima de la barandilla. Colgada de una mano, grité:
—Mamá, si das un paso más, me suelto.
Lo habría hecho, lo sabía. Así que retrocedió.
Entonces llegó un Bonaparte a Madrid, y en todos los palacios sólo se habló de él. Olvidando mis salidas de tono ycalabazas, mi madre sólo se interesó por él. Intrigada, impaciente por conocerle, repetía:
—¿Será el «tirano con genio» que Europa espera?
El príncipe Napoleón, al que sus amigos llamaban Plon-Plon, era hijo del hermano menor del emperador, el ex rey Jerónimo de Westfalia. Desterrado de Francia, se paseaba por España y se convirtió en un visitante habitual de nuestro palacio. Tras algunas conversaciones, mi madre lo clasificó:
—Espiritual, apuesto, dotado del poder de fascinación como todos los Bonaparte, pero no es «el» Bonaparte.
Puesto que era un caballero, me hizo la corte, y le hice entender a mi manera que no deseaba de ninguna manera figurar en su cuadro de caza. Tenía una idea demasiado elevada del emperador para admirar a este sobrino pedante y vanidoso que se entretenía criticando al Imperio del cual poseía los títulos.
Sin embargo, a principios del verano de 1845, iba a oír hablar de otro Bonaparte cuyo destino no había acabado de cruzarse con el mío.