Después de jurar que estaba dispuesto a morir por nosotras si hacía falta, el gran Sevilla nos condujo a buen puerto. No sé, pero de milagro logramos escapar por los pelos de los bandidos, asesinos y salteadores de caminos emboscados; de los partidarios de don Carlos que devastaban los campos; de los campesinos asesinos, locos de venganza; de los brazos criminales que incendiaban los conventos cuando acabábamos de salir de allí. Fue una carrera desenfrenada por caminos llenos de baches, carreteras serpenteantes, arroyadas y torrentes, crestas y quebradas estrechas. Más de mil veces los carros estuvieron a punto de romperse, pero creo que Dios nos protegía.
Acurrucada bajo un montón de sillas, fundas, picas y otros instrumentos de la corrida, no paraba de implorar a Dios.
Ante las murallas de Barcelona cantamos victoria, pero en el puesto de guardia que controlaba las entradas, la junta de sanidad nos detuvo y nos puso en cuarentena en el lazareto. Sevilla y sus hombres quedaban libres.
—Toda la ciudad te espera —declaró el oficial—. No podemos privarla del espectáculo, vendrían en tropel y nos despellejarían vivos.
Nuestro protector montó en cólera y replicó con voz potente:
—¡Si a la señora y a las señoritas no se les deja libres, yo no picaré!
Discutieron a pleno el sol. La multitud crecía a nuestro alrededor, increpando encolerizada. Llamaron al alcalde para zanjar la cuestión. ¿Cólera o corrida? Estimó que era preferible ceder; él también se moría por ver picar a Sevilla. Nuestro compañero de viaje se inclinó ante mi madre rogándole que asistiese a la corrida.
—¡Será en su honor, señora condesa!
Con una sonrisa encantadora y mil gracias, se escabulló, con la excusa de que nos esperaban en la frontera y debíamos dirigirnos allí sin demora. Disimulando su decepción, los hombres de la cuadrilla nos saludaron ceremoniosamente y cargaron nuestras pertenencias en un coche de posta antes de marcharse a la plaza, transportados en triunfo por la delirante multitud. Al lado de mi hermana que ponía cara larga, yo, de mala gana, seguí a mi madre camino de los Pirineos, soñando con el espectáculo del que nos había privado. Ante nuestros rostros crispados, creyó conveniente darnos una explicación:
—La suerte es un pájaro que hay que coger al vuelo. Sevilla se ha comportado con honor. El alcalde, muy hábil, ha mirado por su ciudad. Después de la corrida, podría cambiar de idea y llevarnos otra vez al lazareto.
Con la mirada fija en el paisaje, guardábamos silencio.
Mi madre añadió:
—Además, le he prometido a vuestro padre que os llevaría a Francia lo antes posible. Me gustaría tranquilizarlo.
No éramos las únicas personas que huían de España. Cerca de Perpiñán, los guardias fronterizos franceses tenían mucho trabajo para controlar la cantidad impresionante de personas y vehículos de todo tipo que se amontonaban en el mayor desorden. ¿Cuántas horas íbamos a esperar aguantando aquella solanera? Manifestando un semblante decidido al que nadie se resistía, mi madre nos cogió de la mano y se abrió camino hasta el puesto de paso. El general De Castellane, gobernador de la ciudad, se encontraba allí. Ella le explicó nuestras aventuras y le pintó un cuadro tan trágico como alarmante de lo que habíamos dejado detrás: guerra civil, cólera y amenazas de hambruna. Secándose una lágrima, añadió:
—Deberían proteger a mis hijas de estas desgracias. Con vuestra ayuda, general, Francia nos las hará olvidar.
Con su acostumbrada habilidad, con su encanto e ingenio, mi madre emocionó al hidalgo y lo subyugó con su elocuencia. Enseguida quiso mostrarnos su simpatía ofreciéndonos zumo de manzana y nos entregó cartas de recomendación para unos miembros de su familia instalados en Tolosa y para su mujer, que permanecía en París.
—Con estas cartas —susurró con palabras galantes—, no dejarán de recibiros.
Es que allí donde iba, mi madre tenía el talento de conseguir amigos.
—Nunca se tienen bastantes —decía—. Lo más importante es conservarlos.
Para esto también era inigualable. De castillo en castillo, surcamos el sureste de Francia. El otoño llegó a su fin y el invierno nos sorprendió cuando la mula que transportaba nuestro equipaje cayó en un precipicio. Ya no teníamos ropa y apenas nos quedaba dinero. Los Castelbajac vinieron en nuestra ayuda y permanecimos en su propiedad cerca de Pau hasta que volvió el buen tiempo. A principios de primavera, estábamos en la diligencia camino de París. Tenía prisa por llegar y volver a ver a mi padre, que nos había prometido que nos encontraríamos allí con él. Llevábamos separados de él nueve largos meses y yo acariciaba a cada instante su retrato murmurando: «He pensado en ti, querido papá, y no he tenido miedo. Pero me siento muy desgraciada lejos de ti».
Me decepcionó mucho no verlo, pero una noticia muy importante nos esperaba en casa de la hermana de mi madre. El tío Eugenio había muerto el día en que nosotros dejábamos Madrid. Mi padre heredó sus muchos títulos y todos sus bienes. Se había instalado en el palacio de Ariza y recorría las inmensas propiedades heredadas. Mi madre rebosaba alegría, sopesando ya las ventajas de la situación. Condesa de Montijo y duquesa de Peñaranda. Con estos títulos conseguiría más prestigio y una fortuna que le permitiría brillar como siempre lo había deseado. Sin embargo, ahora la economía se imponía. No se anunciaba ningún subsidio.
—Mientras esperamos a vuestro padre, nos apañaremos lo mejor que podamos —dijo suspirando.
No hizo más que llegar, y unas semanas más tarde, volvió a entablar amistad con parientes y amigos, después de instalarnos en el barrio nuevo de los Campos Elíseos. Un apartamento modesto con tres habitaciones pequeñas y un salón donde los visitantes ya nos apremiaban. Sólo uno se granjeaba mi simpatía, el señor Mérimée, al que llamábamos «Don Próspero». Su rostro nos era familiar, lo habíamos conocido en Madrid, cinco años antes. Mi padre lo conoció en una diligencia y lo invitó a visitarnos en la calle del Sordo. Al igual que mi madre, conversaba sobre todo lo humano y lo divino en varios idiomas. Del Romancero a las leyendas gaélicas de la antigua Irlanda, el campo era inmenso. La literatura, la poesía y la arqueología los unieron de por vida. También nos divertía a mi hermana y a mí, y nos regalaba chucherías para evitar que lo molestáramos. Es verdad que éramos tiránicas cuando nos daban de lado.
La llegada de mi padre fue una liberación. Estaba harta de tantos cumplidos como me imponían, harta de permanecer sentada en un taburete o esperar en mi habitación. Quería salir, dar brincos, correr a mis anchas en un parque y comer helados o pasteles. Bramaba en mi jaula soñando con Carabanchel.
Aunque nuestra instalación pareciese un campamento de gitanos, me privaban del espacio al infinito, salteado de olivos, zarzas y robles achaparrados; el fuego chisporroteando bajo las estrellas, el intenso olor del jazmín y el romero, los cantos roncos y el baile que se adueñaba de mi cuerpo bajo los rayos de luna. Entonces era libre de vivir según mis impulsos, sin reverencias ni fórmulas de cortesía, siempre las mismas, que era decoroso repetir. Yo era salvaje y quería seguir siéndolo.
Con mi padre, volvía a sentir ese estremecimiento de libertad que me había inculcado. Me otorgaba toda la libertad para expresarme como me parecía. Su presencia me fortalecía, y aceptaba sin pestañear la menor obligación que me infligía. En calesa o a pie, lo seguí en «su» París escalonado de recuerdos: los jardines de Las Tullerías, el Carrousel, la barrera del Trono y las colinas de Montmartre. Aunque también los bulevares, el Palais Royal, y el Arco de Triunfo, casi acabado, donde los nombres de sus victorias estaban grabados para siempre. Cada piedra, cada monumento, tenía una historia y aún vibraba cuando lo oía, como antaño en la Sierra: «¡El emperador… El Gran Ejército… Napoleón!».
La sombra de aquel gran hombre nos envolvía en el París que lo había aclamado, que había marcado con su gloria y que había sufrido su derrota. Mil emociones embargaban mi corazón y apretaba la mano de mi padre como si yo también lo recordase, cómplice de esa epopeya fuera de lo común que él había tenido la suerte de vivir y que me hacía compartir.
Una mañana de agosto oí gritos en el salón. Mis padres discutían a propósito de nuestra educación.
—Las niñas están cada día más guapas —decía mi madre—. Pero Paca es descuidada y Eugenia una cabezota. Ya es hora de que aprendan los buenos modales y la única opción posible que veo para convertirlas en jóvenes dignas de la sociedad más noble es el convento. Ahora son ricas herederas y me comprometo a casarlas con príncipes.
—Olvidas, Manuela, que la guerra ha mermado nuestra fortuna. Las tierras devastadas apenas sirven más que para alimentar a nuestros campesinos. La opulencia llegará si vuelve la paz. Por ahora debemos vivir como si fuésemos pobres, y te ruego que moderes los gastos. Nuestras hijas seguirán paseándose a pie, sin medias ni paraguas. Las privaciones forman el carácter y nunca le han impedido a nadie aprender buenos modales.
—No pienso ceder, Cipriano. Escogeré el convento más elegante. Y harás lo que haga falta. ¿Acaso las hijas del conde de Montijo no se merecen lo mejor que haya?
Salió con un andar nervioso mientras mi padre exclamaba:
—¡Me tomas por un avaro y no lo soy!
Desde un rincón sombrío del pasillo, yo lo observaba con el corazón en un puño. Esperé un momento antes de acercarme a él dando saltos, esperando que desapareciesen las arrugas de su frente. Me miró fijamente sin decir palabra, esbozó una sonrisa y declaró con voz grave:
—Disciplina. Tu madre tiene razón, Eugenia. Una estancia en un convento no te hará ningún daño.
—Pero antes —dije cogiéndole la mano—, me acompañarás al Guiñol si quieres que esté contenta.
No pensaba en modo alguno que mis padres nos internarían. Y, sin embargo, el 1 de septiembre de 1835, nos llevaron a la rue de Varenne con nuestros baúles y nos ingresaron en el colegio del Sagrado Corazón, de las preclaras educadoras de la madre Sofía Barat, que profesaban las reglas de san Ignacio de Loyola. Eran las Damas del Sagrado Corazón, las educadoras más de moda que existían en la alta sociedad del Faubourg Saint-Germain, y mi madre se felicitaba de haber logrado que nos admitieran al exhibir nuestros títulos y nuestro árbol genealógico. Sin embargo, para nuestras compañeras que llevaban grandes apellidos franceses, entrecortados por partículas, sólo éramos las señoritas Guzmán y Palafox, unas extranjeras, unas desconocidas.
Los primeros días fueron espantosos. Paca y yo éramos el centro de todas las miradas, el objeto de estudio de todo el alumnado. Nos corregían la menor palabra, el menor gesto. Nos espiaban, nos despedazaban, nos descabalgaban, nos machacaban. Sólo éramos unas salvajes a las que había que modelar con urgencia. Todo lo que habíamos aprendido en España no valía para nada. Y lo poco que sabíamos de Francia no era mejor. El francés que hablábamos desde la infancia gracias a nuestros padres tenían que corregirlo y nos pidieron que olvidáramos el español. También nos explicaron que no era conveniente tutear a los mayores y era de mala educación hablar sin ser invitado a hacerlo; en cuanto a irritarse o montar en cólera al menor reproche, era una ofensa a Dios de la cual había que arrepentirse inmediatamente. Algo difícil de aceptar para una Guzmán, tres veces Grande de España, uno de cuyos antepasados había sido consejero de Carlos V.
Era demasiado joven para rebelarme, y sobre todo estaba demasiado impresionada por la mirada implacable de aquellas damas que me humillaban con una voz melosa acompañada de una sonrisa que calificaría, con la distancia del tiempo, de hipócrita y despojada de bondad. La víspera de mi boda con el emperador, me tomé la revancha al visitarlas y anunciarles que su antigua alumna, la española a la que llamaban «la pequeña pelirroja» en tono de burla, se convertía en la emperatriz de los franceses.
Sin Paca a mi lado, yo me habría muerto de vergüenza y de tristeza. Era un año mayor, y tenía más finura y soltura que yo. Ella me dio la fuerza para doblegarme para crecer mejor en mi interior. Día tras día aprendí la obediencia que duele, que lastima el orgullo, que tortura la soberbia y forja el alma como los aceros toledanos al rojo vivo en la fragua se templan en las aguas heladas. Restregaba a aquellas damas, al igual que a mis compañeras, la satisfacción de la victoria haciéndoles creer que la pequeña salvaje se había civilizado y que le sentaban bien los buenos modales. Pero en el fondo de mi ser, conservaba la misma ansia de libertad que mi padre había hecho nacer en mí y me había estimulado.
Un domingo de otoño vino a vernos, y le expliqué con ilusión lo que habíamos aprendido, concretamente que era más respetuoso tratar de «usted» a los padres. Me escuchó riendo, contento de ver que el colegio empezaba a dar sus frutos. Pero cuando nos comunicó que regresaba a España, me eché a su cuello. A punto de sollozar, olvidé todas las lecciones de urbanidad y exclamé:
—¿Volverás pronto? Prométemelo.
Me estrechó entre sus brazos y permanecí un buen rato con el rostro sobre el cuello de su levita. Una vez más, teníamos que separarnos. ¿Por qué tenía que irse? Le supliqué:
—Llévame contigo. No me abandones entre estas personas que se burlan de mí.
—Tranquilízate, Eugenia. Estás aquí por tu bien. No olvides que te quiero.
Con el corazón destrozado, le vi levantarse y dirigirse hacia la puerta de la sala de risitas. Antes de abrirla, volvió la vista y cogió entre sus dedos una de mis trenzas pelirrojas mientras murmuraba: «¡Estoy orgulloso de ti!».
Desde la ventana, seguí su alta silueta un tanto estirada que se alejaba cojeando hacia la berlina. El golpe seco de la puerta me partió el corazón, pero mantuve la compostura. Paca, a mi lado, se dominaba y sonreía. Un ligero temblor en la comisura de los labios traicionaba su pesar, que igualaba el mío. Le cogí la mano y se la apreté con fuerza. El frío repentino de la soledad descendía sobre nosotras y nos petrificaba, pero éramos dos para hacernos entrar en calor.
La rutina de las ocupaciones diarias nos volvió a meter en su trajín: clase por la mañana, trabajos manuales acompañados de lecturas por la tarde y meditaciones piadosas antes de las oraciones de la noche. Mi mente, constantemente ocupada, se olvidaba de lamentarse. Me esforzaba por hacer bien las cosas y me sumergía en todas esas actividades que nos impedían encerrarnos en nosotras mismas. De mi estancia en el Sagrado Corazón, lo que mejor asumí fueron las visitas a los pobres. Frente a frente con la desgracia de los demás, encontraba menos razones para quejarme. A veces la indigencia era tal que sufría al no poder ofrecer más que los objetos de costura o de punto confeccionados con mis manos. Era un gesto insignificante que más adelante compensaría dedicando gran parte de mi tiempo como emperatriz a las obras sociales, y no dejaría de ir a ver con mis propios ojos los arrabales sumidos en la miseria.
El año 1836 cumplí diez años, otro año de contradicciones. Hice mi primera comunión. Yo era piadosa por naturaleza. En el país de los Reyes Católicos, se aprendía a rezar desde la cuna. Me tomé muy en serio ese acontecimiento, y seguí los diversos retiros que me prepararon a hacerlo con el recogimiento más profundo. Una emoción particular se apoderó de mí en la suave claridad de la capilla magníficamente adornada con flores. Dios estaba allí, cercano y misericordioso. Mi alma se exaltaba esperando su llamada y mi corazón, impaciente por ser amado, se ofrecía a él con devoción. Mi fervor se redobló y consagré más tiempo a los ejercicios espirituales, imitando a las Hermanas, que parecían encontrar en ello la felicidad. Me pasó por la cabeza la idea de tomar los hábitos.
Mi madre, alarmada, olvidó durante un tiempo sus curas, sus viajes a todos los rincones de Europa y se dedicó a distraerme, al mismo tiempo que buscaba un medio para sustraerme a la influencia de las «damas». ¿Es posible que el Cielo estuviera a sus órdenes? El caso es que una epidemia de escarlatina atacó a muchas alumnas, y una de ellas murió. El pretexto venía como anillo al dedo y mi madre no lo dejó escapar. A mediados de junio, en compañía de mi hermana, salía del Sagrado Corazón y regresaba a nuestro apartamento cerca de los Campos Elíseos. ¿Qué hacer a partir de ese momento con nuestra libertad? ¿Qué educación íbamos a recibir?
—La vida es la gran escuela —declaró mi madre al regalarnos Robinson Crusoe y Le Robinson suisse.
Lo había previsto todo y, bajo su férula, todo cambió. Nos asignó un ama de llaves inglesa y unos profesores que nos enseñaron dibujo y música. «Don Próspero» corregía nuestras composiciones francesas y nos daba clases de ortografía. Me horrorizaban sus dictados y daba gracias a Dios cuando se iba de viaje a inspeccionar monumentos antiguos que estaban a su cargo. Prefería pintar con acuarelas, y mi mayor satisfacción era el Gimnase[6] donde mi madre nos había inscrito, de acuerdo con las instrucciones de mi padre. Desde Madrid se preocupaba por nosotras y nos confiaba a su amigo, el coronel Amorós, un veterano de la Grande Armée. ¿Por eso me gustó ese lugar y me esforcé en obtener las mejores notas? El caso es que España y Bonaparte me perseguían.
En este centro, que quería ser «progresista» en materia educativa, se daba mucha importancia a la gimnasia. Chicas y chicos se juntaban para hacer ejercicios cuyo objetivo era fortalecer el cuerpo al mismo tiempo que formaban el carácter.
—Seréis más valientes —decía el profesor—, más intrépidos, más inteligentes, más fuertes, más diestros y más ágiles; resistiréis a las inclemencias, dominaréis los obstáculos y triunfaréis sobre los peligros.
Enardecida por este repetido discurso, daba lo mejor de mí misma. Equitación, dominio del caballo, esgrima, danza, en la que hacía maravillas. Tenía el sentido del ritmo y la gracia del gesto que me habían enseñado los gitanos. En las clases del Gimnase coincidí con Cécile Delessert y su hermano Édouard, que serían mis amigos durante mucho tiempo. Su padre era el prefecto[7]de la policía de París y su madre, íntima amiga de la mía, nos invitaba a menudo a su apartamento de la prefectura, situado en la rue de Jérusalem. Una tarde de noviembre, mientras merendábamos, Cécile me llevó a un rincón del comedor para decirme en voz baja:
—¿Sabes que esta mañana al alba, mientras dormíamos, un Bonaparte se sentaba a esta misma mesa? Ha intentado sublevar a la guarnición de Estrasburgo. Mi padre lo ha traído de la Conciergerie[8] y le ha ofrecido un poco de champán con galletas antes de meterlo en un coche de posta para llevarlo a Lorient. El rey lo ha desterrado a América.[9]
Quedé anonadada, con la mirada fija en el sitio en que el proscrito había estado unas horas antes. Cécile añadió:
—¡Luis-Napoleón, el sobrino del emperador! ¿Te das cuenta?
Esa noche, mi imaginación se desbocó y no pude dormir. El emperador no estaba muerto del todo, puesto que un Napoleón había surgido de las sombras. Su propio sobrino había conspirado para intentar derrocar a la monarquía. Lo habían condenado al destierro, pero ¿qué iba a hacer en América? Quizá la historia de los Bonaparte no había terminado. Esperé a mi padre con impaciencia para hablarle del caso. Pero llegó la Navidad, y ni padre no apareció. Fue entonces cuando una explosión conmocionó París. El 2 de enero de 1837 le escribí:
Mi querido Papá, si supieras. Es imposible vivir aquí. Quieren matar al rey constantemente. El otro día explotó el gas y se rompieron muchos cristales. Los soldados han venido armados, pensando que era una revolución.[10]
Esperaba que este incidente lo incitaría a venir a buscarnos, y pataleaba desesperada cada vez que el correo llegaba sin carta suya. Mi madre intentó tranquilizarme explicándome que mi padre era senador una vez del tío Eugenio y no podía dejar el país sin el consentimiento de la reina, que le necesitaba. Los carlistas volvían a rebelarse y España pasaba por momentos difíciles. Desesperada, volví a coger mi pluma para decirle:
No puedo permanecer más tiempo sin verte. ¿Cuál es entonces el brazo que nos separa? Es la guerra. Oh guerra, ¿cuándo acabarás tu carrera? El tiempo avanza, nos quedamos atrás, y tenemos menos tiempo para abrazarnos.[11]
Por fin llegó y me quedé impresionada ante su rostro envejecido y agotado. Ya no se mantenía tan erguido y cojeaba de forma más pronunciada. Eso sólo hizo aumentar mi ternura y lo seguí durante todos los momentos que quiso concedernos. Entonces París fue una larga fiesta. Nos llevó al teatro, al circo, al lago del bosque de Bolonia donde subimos a un barco; callejeamos por las orillas del Sena, erramos por los bulevares de heladero a pastelero y aplaudimos a los saltimbanquis. La felicidad duró muy poco. A principios de abril, mi padre tuvo que marcharse de nuevo, y esa tarde me planté ante el reloj, para seguir la carrera a trompicones de las agujas. Dieron las siete y mi corazón se detuvo. La diligencia se llevaba a mi padre lejos de mí, y me quedé sola, clavada, triste por no saber cuándo lo volvería a ver.
Días más tarde, dejamos atrás Francia. Mi madre nos llevó a Inglaterra y nos metió, a mi hermana y a mí, en el internado de Clifton, cerca de Bristol. Tras la libertad que habíamos gozado en París, aquello fue una verdadera prisión. Aprendíamos inglés durante días y días, y cuando llegaban los momentos de relajación, era yo el hazmerreír de todas las alumnas, que se burlaban de mí por ser pelirroja y me acosaban llamándome «Pelos de zanahoria». Era el sufrelotodo. Herida en mi amor propio, me quedaba sin defensas, incapaz de encontrar con qué replicar. ¿Qué podía hacer con esa maldita cabellera que tanto me ridiculizaba? Una sirvienta caritativa me ofreció un peine de plomo y me dijo:
—Si lo usas cada mañana y cada noche, el rojo se irá apagando.
El resultado se hacía esperar demasiado pero yo perseveraba, buscando al despertarme cada mañana un reflejo de oro apagado que anunciara la metamorfosis deseada. Llegué a envidiar a mi compañera de habitación, de piel oscura y pelo negro. Venía de un estado del sur de la India, donde su padre era el maharajá. Ella también era desdichada, ya que era «la indígena». Ninguna inglesa quería saber nada de su amistad. Le ofrecí la mía, y me hablaba de su país: los palacios, grandes como ciudades, los centenares de sirvientes, los elefantes cubiertos de perlas, las ceremonias de las bodas, los bailes, las cacerías de tigres y los viajes en palanquín al son de las trompetas de plata. La escuchaba embelesada, y mi imaginación vagaba entusiasmada cuando me aseguraba que en su reino mis cabellos de fuego, mis ojos claros y mi tez de leche me convertirían en una princesa venerada como una divinidad. En esos momentos ya no había ni colegio, ni Inglaterra. Una alfombra voladora me transportaba hasta los esplendores de ese Oriente mágico. Bajo las cúpulas de oro y adornada con piedras preciosas, ya no era «Pelos de zanahoria», sino una guapa maharaní vestida con velos ornados de flores. Ya no podía estarme quieta y convencí a mi compañera para que huyese conmigo:
—En el puerto de Bristol nos embarcamos para las Indias y good bye, prisión.
La voluntad era suficiente para vencer los obstáculos: escabullirse de la vigilancia, saltar las vallas y llegar a la ciudad. En la orilla del muelle zarpaba un buque transatlántico. Las sirenas lanzaban el último aviso y corrimos hacia la pasarela cuando unos policías nos dieron alcance y pusieron fin a nuestra locura. El pájaro de la suerte había volado y me quedé sin ver las Indias donde podría haber sido una maharaní. Era mi única pena. Sin embargo, me llenaba de orgullo haber intentado la aventura y volví al internado con la cabeza erguida, porque me había atrevido a seguir mi idea. Ahora bien, los sueños nunca mueren y el mío volvería a nacer en una época en que pude realizarlo.
Cortando de cuajo los reproches y sanciones con que me castigaban, mi madre, muy quisquillosa en materia de honor, y sobre todo tratándose de sus hijas, prefirió cogernos y llevarnos de vuelta a París. Ya no habló de pensión y nos hizo permanecer a su lado en el apartamento de los Campos Elíseos, donde me puse a ronronear como un gato. En esos lugares familiares recuperaba mi libertad; por lo menos me sentía en paz, lejos de burlas y humillaciones.
Empleábamos el tiempo, regulado con minuciosidad bajo la férula de una nueva ama de llaves, miss Flowers, que tenía una reputación de enérgica, suficiente para meternos en el rigor y la disciplina. Nos enseñó el inglés, pero no consiguió hacernos pronunciar las haches aspiradas. Volvieron a llamar a los profesores de música y de pintura; nos volvieron a mandar al Gimnase, donde me perfeccioné en todas las materias, y don Próspero, el fiel amigo de la casa, consagró todos sus esfuerzos a mejorar nuestro francés. Si Paca era estudiosa, yo fijaba mal mi atención. Revoltosa, impetuosa y fantasiosa, a menudo me escapaba para recorrer las calles de escaparate en escaparate, mirar a la gente que paseaba o caminar por las orillas del Sena. Don Próspero me regañaba con un discurso de tres puntos y secaba mis lágrimas en una pastelería.
Día tras día, se convirtió para nosotras en una especie de tutor. El afecto que sentía por nosotras rozaba la devoción, e iba a durar muchos años. Supo despertar nuestras mentes llevándonos a los museos, las exposiciones de pintura y la Comédie-Française.[12]También le debo dos presentaciones que me marcaron profundamente.
En primer lugar, Rachel. La llevó una tarde al salón de mi madre. Desde el primer momento me cautivó, y más aún cuando nos envió invitaciones para asistir a una de sus representaciones. En el palco de proscenio de la planta baja, a la izquierda. Nos quería muy cerca de ella; nuestra emoción, nuestro entusiasmo y nuestras lágrimas la inspiraban. Seguía en nuestros ojos el crescendo de su potencia trágica, y yo sólo tenía ojos para ella. Es verdad que estaba deslumbrada y fascinada por esta diosa inimitable que, con un gesto, con una mirada, tenía a toda la sala a sus pies. Aún oigo el eco de su voz cuando declamaba los versos de Fedra. «Sí, príncipe, suspiro, ardo por Teseo…»[13]
Ese día quise ser actriz. El destino me convertiría en emperatriz e iría a escuchar sus consejos para desempeñar bien mi papel a la luz de las arañas de nuestra Corte.
El otro personaje fue el señor Beyle, un amigo de don Próspero. Escribía libros que firmaba con el seudónimo de Stendhal, pero lo más importante era que había servido al emperador. Venía a cenar todos los jueves y mi hermana y yo habíamos obtenido permiso para escucharle. Esos días eran días de fiesta para nosotras. No cenábamos de lo impacientes que estábamos. Lo esperábamos en la puerta y lo llevábamos al salón cogiéndole de la mano. Lo instalábamos en la butaca cerca de la chimenea, y nos ponía encima de sus rodillas para explicarnos las campañas de Napoleón: Austerlitz, Jena, Wagram, Moscú en llamas y la nieve de Rusia. Llorábamos, reíamos, gemíamos, el delirio y la locura se apoderaban de nosotras.
—¡Más! —decíamos, ansiosas.
Boquiabiertas, con los ojos arrasados en lágrimas, escuchábamos el desastre de Waterloo, y el exilio a Santa Elena con los carceleros ingleses. Horrorizada, me sobresaltaba exclamando:
—Los españoles nunca habrían tenido la bajeza de enviar a ese gran hombre a morir en esa isla lejana.
—Los españoles son generosos —replicó Paca—. Aprecian a Napoleón a pesar de todo el daño que les ha hecho.
—Estáis agotando al señor Beyle —intervenía mi madre.
—Déjelas, déjelas —replicaba—. Las niñas son las únicas que sienten los grandes acontecimientos. Su aprobación es un bálsamo contra las críticas de los estúpidos y los burgueses.[14]
Volvía cada semana y proseguía su relato donde lo había dejado. Lo completaba con más detalles, más anécdotas y escenas que él mismo había vivido. Era la historia del héroe que había acompañado mi infancia y al que yo había aprendido a venerar. Su talento de narrador era inmenso. Despertaba en mi interior el sentido de lo maravilloso y la pasión de lo extraordinario, esa «ilusión» que se apoderaba de mí cuando escuchaba las grandezas de mi padre en la Sierra.
La euforia que el señor Beyle mantenía en nosotros nos permitía aminorar la crueldad de la ausencia de aquel padre amado en quien no paraba de pensar. Le escribía para decirle que me hacía mayor, que los manguitos estaban de moda y que quería unos para mi cumpleaños; le describía las momias del museo egipcio, la novedad del día que eran las máquinas infernales, una exposición de pintores franceses, aunque yo prefería las obras de nuestros grandes maestros españoles, y le hablaba de esa carroza fúnebre que había seguido hasta el cementerio rezando por el muerto al que no acompañaba más que un perro. Cada una de mis cartas acababa con las mismas preguntas: «¿Cuándo volveré a verte, querido papá? Mi corazón espera por ti. ¿Ni siquiera puedes venir por unos días?».
Pasamos dos Navidades sin su compañía. A principios de lebrero de 1839, mi madre recibió una misiva en la que decía que estaba enfermo. La vi palidecer y se me oprimió el corazón. Sin perder tiempo, buscó una diligencia y nos dejó bajo la vigilancia de miss Flowers prometiéndonos enviar noticias más detalladas. Un mes más tarde, eran tan malas las noticias que preparamos nuestros baúles y nos marchamos de París. El señor Beyle lloró, y don Próspero nos acompañó a la estación asegurándonos que todo se arreglaría.
En el palacio de Ariza mi madre vestía ropa de luto. Mi padre ya no era de este mundo. Había muerto en el mismo instante en que subíamos a la diligencia, la de las siete. La misma que dos años antes había cogido él, y me acordaba de aquel estremecimiento helado que me paralizó cuando sonó el reloj. Un violento dolor me atravesó el corazón, y corrí a mi habitación para estar a solas con mi pesar.