CAPÍTULO I

Fue en Granada donde nací. El 5 de mayo de 1826, en el número 12 de la calle[1] de Gracia. No me esperaban tan pronto, pero un fuerte terremoto precipitó el acontecimiento. Un día de batalla, bajo un cielo de tormenta, como lo adivinaría más tarde la gitana. La violencia de las sacudidas sembraba el pánico por toda la ciudad, y las casas se vaciaban de sus moradores. Entorpecida por su embarazo, mi madre sólo tuvo tiempo de salir al patio antes de desplomarse cerca de un laurel, segada por un dolor que reconoció inmediatamente, el mismo que había experimentado el año anterior al dar a luz a mi hermana Paca. A toda prisa, hizo levantar una tienda en el fondo del jardín, y me parió encima del suelo convulsionado, entre los estruendos de los truenos y los fucilazos de los relámpagos. ¿Qué habrían presagiado los antiguos de un suceso así? Habrían dicho que venía a trastocar el mundo.

En realidad sólo era un bebé de una palidez estremecedora, aureolado de mechas incandescentes, como si el volcán de la tierra se hubiese entreabierto encima de mi cráneo. Más adelante, cuando tomé conciencia de mi apariencia, odié esta cabellera de fuego que volvía mi piel transparente y empañaba el azul de mis ojos. Mi hermana, al igual que mi madre, era morena, de ojos negros y piel oscura. ¿Por qué yo era tan distinta? Eran hermosas y yo era fea. La gente me señalaba con el dedo, se burlaban, incluso decían que una maldición pesaba sobre mí. Estuve convencida de ello hasta el día en que mi padre salió del fuerte de Jaén, donde lo habían encerrado por razones políticas, y regresó a casa.

Al primer vistazo sentí miedo. Cojeaba, le faltaba un brazo, y una cinta negra le partía el rostro, tapando el ojo perdido en combate. Pero el ojo que le quedaba era azul, y cabellos de color rojizo se escapaban de su sombrero, unos cabellos tan brillantes como los míos. Le sonreí, reconfortada. Yo me parecía a él; pero no del todo, y mi corazón se encogió. No nací el niño que él esperaba y me dolía ser una niña, temiendo no ser querida por ese apuesto guerrero de mirada triste que me impresionaba.

Proscrito, renegado y sin un duro, no por ello dejaba de ser don Cipriano, conde de Teba, el hermano menor del rico y poderoso conde de Montijo, descendiente de los Guzmán y Palafox, tres veces Grande de España. En esta ilustre familia que era la mía, y que había ocupado los más altos cargos en la corte de Carlos V, ya no cabían los héroes, los santos,[2] los sabios y las alianzas prestigiosas: Juan IV de Portugal, Alfonso X, rey de Castilla y León, los Olivares y los Medina Sidonia. Alrededor de las hogueras, bajo las estrellas, los andaluces aún contaban, después de siete siglos, las proezas de mi antepasado Guzmán el Bueno, gobernador de Tarifa, quien conminado a rendirse por los moros que se habían apoderado de su joven heredero, contestó tirándoles su puñal: «El honor sin mi hijo, antes que el deshonor con él».

De ese día la familia obtuvo el lema de su divisa: «Mi rey antes que mi sangre».

Divisa que se transmitió a lo largo de las generaciones, y a la que nadie defraudó. Mi padre solamente cometió el error de preferir otro rey al rey de España. Admiraba a Napoleón, cuya audacia y genio le habían hecho perder la cabeza. También amaba a Francia, patria de la filosofía y de la libertad. Y en su búsqueda de lo sublime, encontró a su ídolo: el nuevo César que violaba las fronteras y llevaba a los cuatro rincones de Europa la gloria de su nombre y de sus ejércitos, así como los grandes principios de la Revolución.

«Me transmitía ilusión», decía moviendo la cabeza para puntuar sus relatos.

¡La ilusión! La lengua francesa carece de una palabra que exprese esa misma emoción. Más que una ilusión, es un arrebato del corazón que proyecta la mente hacia el sueño, lejos de los obstáculos de la razón, y empuja a uno mismo a superarse para revestirse de luz y embriagarse con lo extraordinario.

La ilusión ha acunado mi infancia y la he acechado con el oído atento en los discursos que me echaba mi padre cuando me llevaba con él en sus largas cabalgadas por las llanuras resecas. Acurrucada contra él, detrás de la perilla de la silla, partía para conquistar el mundo, siguiendo las huellas del «gran hombre» que mi padre tan bien sabía resucitar.

La ilusión, entonces, se infiltraba en mis adentros y su llama calentaba mi mente en ebullición. En mi lógica de niña, entendía sin ninguna dificultad que mi padre se hubiese aliado con las tropas francesas que habían invadido nuestro país. El hermano del emperador las encabezaba. Mi padre se puso a su servicio sin dudar. Durante esa época, su propio hermano, Eugenio de Montijo, defendía la corona de España y disparaba sobre los «afrancesados» —esos luchadores españoles que habían ingresado en las filas de los que llamaban «gabachos» y «perros franceses»—, sabiendo a ciencia cierta que su hermano menor era uno de ellos.

Cuando José Bonaparte mordió el polvo y se retiró, mi padre podría haberse arrepentido y el tío Eugenio le habría conseguido el indulto del nuevo rey Fernando VII. Pero prefirió seguir a los vencidos que regresaban a Francia y se puso al servicio de Napoleón bajo el nombre de coronel Portocarrero. Por él afrontó otros peligros y arriesgó lo imposible. Cuando en 1814 los ejércitos aliados asediaron París, mi padre se puso al mando de los alumnos de la escuela Politécnica que bloquearon el avance de los cosacos en la barrera del Trono, y fue el último en disparar los cañones desde la colina de Montmartre, retrasando así por algunas horas la capitulación del emperador. En el patio de Fontainebleau, oyó la despedida de su «ídolo», y lo vio desaparecer en una berlina, despojado de todo, en ruta hacia la isla de Elba. Después se produjo la locura de los Cien Días, el imperio liberal, aunque también Waterloo, la segunda abdicación y las despedidas de la Malmaison antes de partir a Santa Elena.

Estos momentos dolorosos lo marcaron a fuego con el hierro candente de la historia, y se le rompía la voz cuando los evocaba, como se había roto, entonces, esa parte de su corazón que murió al perder él «su ilusión».

En mi entusiasmo y ardor, aprobaba lo que hizo y lo admiraba por haber ido hasta el final de sus convicciones, por haberlas defendido arriesgándose hasta ser desterrado para siempre de su país, si es que no perdía la vida en su loca aventura.

Gracias a Dios, no murió y el rey Fernando le permitió regresar a España. Le hizo esa gracia, es verdad, pero con condiciones. El descendiente de Felipe V seguía desconfiando de los «bonapartistas». El afrancesado arrepentido que era mi padre había sido puesto bajo vigilancia policial con la obligación de residir en Málaga.

Se había dirigido allí con el corazón rebosante, dando gracias a la Providencia que le colmaba. Tenía propiedades en la región, y en esa ciudad vivía una joven que había conocido en París cuatro años antes. Una belleza morena de complicado nombre: Manuela Kirkpatrick y Grévigné. Tenía diecinueve años, provenía de un convento en boga por entonces y revolucionaba el salón de la condesa Mathieu de Lesseps, de quien era sobrina y en cuya casa se hospedaba. Inteligente, enérgica y cultivada, hablaba de filosofía, música y literatura, pero también de política y respaldaba, al igual que mi padre, la grandeza de Napoleón. Tenían las mismas ideas y disfrutaron compartiéndolas. Ella había regresado a España antes de la caída del imperio.

A principios de 1817, mi padre tomó el camino de Andalucía y se detuvo en Málaga para volver a verla. Tenía treinta y tres años. Había llegado el momento para él, pensaba, de asentarse y formar una familia. ¿Seguiría siendo libre Manuela?

«Dios lo quiso, lo era», decía mi madre cuando evocaba ese momento de su vida.

¡Cuántas veces, durante mi infancia, he oído el relato del reencuentro! Le encantaba contárnoslo y mi hermana y yo la escuchábamos, abrazadas, soñando con ese amor misterioso que a su vez se apoderaría de nosotras cuando nos llegase la edad.

—No faltaban pretendientes —aseguraba—, pero con la primera mirada entendí que era él. Como suele decirse, «está escrito». ¡Pero cuántos obstáculos tuvo que superar para alcanzar la felicidad!

Con el corazón en vilo, oíamos cómo nos narraba el camino sembrado de zarzas que precedió a la euforia de la fiesta. Al ser un Grande de España, mi padre no podía casarse sin el consentimiento de su hermano, que era el cabeza de familia. Y éste, temiendo una unión desafortunada en la familia de los Guzmán y Palafox, rechazó para su heredero a la «hija de un pequeño comerciante enriquecido» contra la cual las malas lenguas le habían alertado.

Es verdad que mi abuelo William Kirkpatrick había hecho fortuna comerciando con las frutas y el vino de Jerez. Entonces era joven, un emigrado venido de Escocia, donde su familia había perdido todo lo que poseía respaldando la causa de los Estuardos a los que estaba unida. Se lanzó a ese negocio con otro emigrado, un Grévigné de la gran familia valona de Lieja, y se casó con su hija. Muchos años habían pasado desde entonces. En 1817, mi abuelo era ya una persona respetada, cónsul de los Estados Unidos en Málaga, rodeado de cinco hijas a las que había otorgado una rica dote. Mi madre era la más joven.

Amaba a mi padre, que también la amaba a ella; pero para casarse con el conde de Teba, debía ser digna de él, tener títulos de nobleza, genealogías gloriosas. De Madrid a Granada, de Alicante a Badajoz, se burlaban de esta farsa digna de los comediantes de pueblo. ¡Qué va! ¡El vendedor de vinos no compraría la Grandeza!

—A las palabras humillantes —proseguía mi madre en un tono altivo—, yo respondía con el silencio y mantenía erguida la cabeza. Por mis venas corría sangre noble, que valía tanto como la de los grandes de España.

Mi abuelo no tardó en probarlo presentando los certificados oportunos que el despacho de Edimburgo le había enviado. Descendía de una familia escocesa de rancio linaje que había recibido la «baronetcy» de Closeburn, y varios de sus antepasados se habían unido a los de Robert Bruce, rey de Escocia.

—En realidad, nuestros orígenes son irlandeses —precisaba mi madre ensanchando su pecho con orgullo—. Nos remontamos hasta el rey de los fenianos, Finn Mac Cual, que James Macpherson ha inmortalizado en un célebre poema.[3]

Aunque sigo dudando de este ascendiente, mi madre creía en él con tanta fuerza que convencía a cualquiera que la escuchara. Y el conde de Montijo acabó por rendirse y declarar:

—Bueno. ¡Que mi hermano pequeño se case con esa tataranieta del gran Fingal!

La boda se celebró el 15 de diciembre de ese mismo año 1817. Ese día, mi madre se convirtió en doña Manuela, condesa de Teba. Con fiestas deslumbrantes se celebró el acontecimiento, primero en Málaga, y luego en Madrid, donde mi padre presentó a su joven esposa a la alta sociedad. Un permiso de corta duración que no pudo prolongar.

—Debíamos obedecer —explicaba mi madre—, pero yo estaba dispuesta a intentarlo todo para acortar nuestro exilio.

Una vez más, la política traía a mal traer a nuestro país. Las ideas de libertad que los franceses difundieron contaban con numerosos partidarios que adoptaron el nombre de «liberales». Se rebelaron cuando Fernando VII decidió olvidar precipitadamente la Constitución de Cádiz votada por las Cortes en la época del rey José Bonaparte, y sobre la cual había prestado juramento. En 1820, hicieron su revolución y se instalaron en Granada proclamando un gobierno fiel a las Instituciones. Mi padre, que había obtenido el permiso para residir en esa ciudad, se puso de su lado y les consiguió muchos apoyos. Preocupado ante el temor de perder el trono, Fernando VII alertó a la Santa Alianza, pidió ayuda, y Luis XVIII le envió un ejército. En 1823 se restableció la autoridad real, los rebeldes fueron castigados, y a mi padre se le exilió a Santiago de Compostela.

A pesar de tantas calamidades, mi madre siempre conservó la calma. Su optimismo era invencible. Lo conservará a lo largo de su vida y su voluntad de vencer los obstáculos a menudo me ha servido de ejemplo. Se negaba a admitir las dificultades y nunca dudaba de conseguir lo imposible. En esas circunstancias, había obrado tanto y tan bien que al cabo de unos meses trajo a su esposo de vuelta a casa, consiguiendo que terminara su destierro. Aunque era un cautiverio más benigno, no tenía libertad. La policía había reforzado la vigilancia en las puertas, las ventanas e incluso en el jardín. Al mínimo propósito inquietante de un «liberal», mi padre volvía de inmediato a la prisión.

En la prisión estaba cuando mi hermana Paca nació el 19 de enero de 1825. Y volvía a estar allí cuando nací yo el 15 de mayo de 1826, el día en que la furia del cielo hizo temblar la tierra.

Regresó muchas veces y otras tantas partió sin dejar huella en mi demasiado joven memoria. Mi primer recuerdo se sitúa en la primavera de 1830. Había crecido junto a mi hermana bajo la mirada omnipresente de mi madre, que velaba por nosotras y nos enseñaba a convertirnos en niñas educadas, dignas del nombre que llevábamos. Tenía unos cuatro años y esperaba con impaciencia ese padre del cual nos hablaba cada día y por el que, cada noche, nos hacía rezar.

Nunca olvidaré su imagen cuando apareció en el salón, marcado por sus lisiaduras que no podía disimular. Su mirada tan afectuosa posada sobre mí pudo con mi temor, y cuando me estrechó entre sus brazos, ya no tuve miedo. El calor de su ternura me envolvía, y me quedé acurrucada sobre su pecho, muy decidida a no dejarle marchar nunca más. Un violento sentimiento me hacía latir el corazón y sentir una atracción irresistible. Yo lo amaba, más que a mi madre, más que a mi hermana, y no quería perderlo.

Mis preocupaciones se disiparon cuando nos anunció:

—Ya no voy a separarme de vosotras. —Dándose la vuelta hacia mi madre, añadió—: El exilio ha llegado a su fin, Manuela. Puedes hacer las maletas.

—¿Madrid? —exclamó, anhelante.

Respondió con un movimiento de cabeza afirmativo y provocó un grito de alegría.

—¿Y nosotras? —preguntó Paca estirando la manga vacía.

—¿Y nosotras? —murmuré haciéndole eco.

Nos abrazó un poco más fuerte y dijo:

—¿Creéis que voy a dejar a mis hijas detrás de mí? Todo el mundo se marcha, y sólo volveremos para divertirnos.

Fue el primero de una larga serie de viajes. El destino no cesaría de transportarme a los cuatro rincones de Europa, al otro lado de los mares, a otras orillas, al encuentro de pueblos diversos con extrañas costumbres. Argelia, Egipto, Grecia, Turquía… De los fiordos de Noruega al corazón de la India donde intenté olvidar esa parte de mi alma asesinada en Zululandia.

En esa época, abría los ojos como platos ante la infinita variedad de paisajes y me divertía en esta larga expedición sembrada de pequeños acontecimientos que mi imaginación coloreaba con mil matices fascinantes. Primero la Andalucía de los dulces perfumes de jazmín y azahar, luego las montañas abruptas de la Sierra y las mesetas áridas de nuestra Castilla. Y por fin, Madrid, inmensa, impresionante con las largas avenidas sombreadas, los estanques cubiertos de surtidores y los palacios imponentes. Pero no éramos lo suficientemente ricos para vivir en ellos. El coche de posta nos llevó al centro de la ciudad, en un dédalo de calles llenas de gentío gesticulante y ruidoso que me intimidaba.

—Calle del Sordo —anunció el cochero.

En ese preciso momento, se metió en una calle más tranquila y los caballos se detuvieron ante el porche de una casa muy alta. Un hombre de confianza de mi padre nos esperaba y nos enseñó el apartamento que había alquilado para nosotros en el segundo piso: una hilada de salas un poco oscuras en las que había hecho disponer muebles y figurillas que mi padre poseía. En el salón decorado con alfombras y cortinas ajadas, me fijé en las butacas de madera negra y dorada de cuyo cabezal colgaban los escudos de armas de la familia, y en una consola de madera tallada con un mármol rosáceo encima; los muebles tenían gran prestancia. También había un reloj y candeleros encima de la repisa de la chimenea, hermosos tapices y algunos retratos de nuestros antepasados colgados de las paredes. Más tarde me enteraría de que eran de Velázquez, pero el más bonito era uno de Goya. Representaba a nuestra abuela la condesa de Montijo rodeada de sus cuatro hijas. Mi madre lo admiró, satisfecha:

—Los gobelinos y estas telas de autor resaltan la modestia de nuestro hogar. Pronto podremos hacer recepciones. La sala es lo bastante amplia para acoger a la mejor sociedad.

—Nuestros medios son limitados, Manuela —dijo mi padre—. Mis campos de piedras no producen nada y mi hermano se entretiene en rebajar lo que me corresponde. Me hace pagar por mis ideas de libertad que siempre ha rechazado.

—Iremos a verle a su palacio de Ariza —respondió mi madre—, y le presentaremos a las niñas, ya que aún no las conoce. Eugenia es su ahijada y se parece a ti. Una auténtica Montijo que debería emocionarle.

Sentía curiosidad por conocer a ese padrino que no había venido a mi bautizo. En su honor, yo llevaba su nombre, y me conmocionó verle tan enfermo. ¿Se emocionó con nuestra visita? Creo que sí. Pero, ¿cómo adivinar los sentimientos de un hombre viejo postrado en una butaca? Una apoplejía lo había paralizado, y apenas podía hablar, sólo pronunciaba algunas palabras mal articuladas. Sus ojos, que parecían el último punto de vida de su cuerpo inerte, se animaron al vernos. Sin embargo, su mirada disimulaba mal su desamparo, y de repente comprendí qué solo estaba y qué desgraciado se tenía que sentir. Con el corazón dolido, tendí mi mano y acaricié lentamente la suya esperando que ese gesto de afecto aligerara su pesar.

Salí de aquel lugar muy impresionada. La imagen del tío Eugenio atado a su asiento quedó grabada en mi memoria y no dejaría de obsesionarme. Más adelante, cuando tuviese los medios, haría construir centros especializados para los lisiados y los paralíticos. En el coche de posta que nos llevaba de vuelta a casa, en la calle del Sordo, mi madre suspiró:

—Su estado no mejora. No durará mucho. Dentro de poco viviremos en esa magnífica mansión.

Miraba al cielo y sonreía. Soñaba con fiestas y recepciones mundanas. Un torbellino la llevó muy pronto a todos los lugares donde la gente se divertía. Le gustaba reír, bailar, cantar. Era hermosa y elegante. Hablaba de todo en varios idiomas. Su conversación fascinaba y sus réplicas encantaban a todos los que conocía. Tuvo un éxito rotundo y nuestro salón, que era el más modesto, se convirtió en uno de los más famosos de Madrid.

Mi padre a veces la seguía, pero acabó hartándose, y prefería reunirse con mi hermana y conmigo en nuestra habitación y meternos en la cama después de contarnos algún gran momento de su vida: en qué circunstancias recibió sus heridas, cuyos costurones tocábamos con veneración, los combates, los sufrimientos, las esperanzas y los desengaños. Un nombre se repetía sin cesar, Napoleón. No entendíamos todo lo que decía, pero el timbre de su voz nos hacía vibrar y nos emocionaba. Era el cuento más bonito, la historia viva de la que no nos saciábamos.

Mi admiración por él crecía de día en día y se transformó en verdadera adoración. Con él era dócil, le obedecía sin rechistar. Quería gustarle y que me quisiese tanto como yo le quería a él. Con mi madre, era distinto. También la quería, y la admiraba, pero ella quería nuestra felicidad a su manera, y demasiadas veces me negué a hacerle caso. Ella prefería a Paca, que se le parecía mucho, y yo prefería a mi padre, que dedicaba parte de su tiempo a escucharme.

Por desgracia se ausentaba demasiado a menudo para mi gusto. A sus tierras de Andalucía, de donde sacaba algún ingreso; y también a Francia donde, bajo la influencia de un rey ciudadano, había más libertad. El mundo se desmoronaba para mí cuando mi padre se iba de viaje, y entonces odiaba esas meriendas de niños a las que mi madre nos obligaba a asistir. Se burlaban de mis trenzas pelirrojas y de los vestidos de tela que llevábamos en cualquier época del año. En verano como en invierno, no llevábamos medias, y si íbamos a visitar a una tía o a un primo, llegábamos a sus palacios suntuosos a lomos de una mula. Aunque aceptara mi pobreza, era odioso mostrarla y ser ridiculizada por ella. Mi padre nos enserió a soportarla elevándola al rango de disciplina, como hacían los habitantes de Esparta, que veían en el esfuerzo y la privación una clase de virtud. Una manera elegante de imponer su diferencia sin herir su orgullo.

Su gusto por una sencillez cercana a la austeridad lo alejaba del frenesí de mi madre, cuya preocupación principal era conseguir que sus tertulias[4] donde se enfrentaban las grandes mentes de las cuales le gustaba rodearse, fuesen un éxito. Mi padre predicaba la economía, pero mi madre no se preocupaba mucho por ella y contrajo deudas. Estallaban peleas que a mi hermana y a mí nos entristecían. Evocábamos nuestro jardín de Granada, donde nuestra madre hablaba de su amor por nuestro padre, y soñábamos con abandonar la ciudad que había cambiado a nuestros padres.

¿Acaso Dios había escuchado nuestras plegarias? Estuve convencida de que sí cuando una mañana mi madre nos anunció:

—Alegraos, hijas mías, tenemos un campo cerca de Madrid. Mi tío Cabarrus[5] me ha legado su propiedad de Carabanchel.

No era un palacio como los que poseían algunos miembros de nuestra familia; pero para nosotros fue una sorpresa desde el primer instante. Una avenida bordeada de acacias y olmos centenarios, una casa de dos pisos con una torre en medio, un patio con la fuente de mármol rodeada de flores. El interior era magnífico, decorado con muebles preciosos, cuadros y obras de arte, pero lo que más me fascinaba era el parque inmenso con sus senderos rodeados de rosas y lilas que se perdían entre olivos y altos pinos. Un mundo sin fin se extendía hasta el horizonte, un mundo árido y salvaje que estaba impaciente por explorar.

Tenía seis años y la cabeza llena de sueños que los relatos de mi padre habían suscitado. Irse a la aventura, como lo había hecho, y conocer a héroes me parecía mucho más excitante que las tertulias y recepciones de mi madre y los discursos recargados de los amigos que se agolpaban a su alrededor. De ese lado nada cambió. De Madrid a Carabanchel no nos dejaban ni a sol ni a sombra. Cansado de tanto verlos, mi padre huía para hacer largas cabalgatas. Un día, no sé cómo, decidió llevarme y me subió detrás de la perilla de la silla. Me alegré tanto de ello que volvió a hacerlo. Las escapadas se multiplicaron, y así es como oí, cruzando alcores y valles, la gran epopeya de su vida.

«¡El emperador!… ¡El Gran Ejército!… ¡Francia!»

Las palabras las amplificaba el viento y se colaban en mi corazón enseñándome lo que era el valor, el sacrificio en nombre de un ideal, el honor. A orillas del Manzanares, mientras abrevaba al caballo, mi padre me animaba a expresar lo que pensaba y me enseñaba a ser yo misma, y ser fiel a mis convicciones.

—La única libertad es la del pensamiento —decía—. Forja tus ideas y síguelas. Así darás sentido a tu vida.

A veces nos sorprendía la noche, y encontrábamos un campamento de gitanos donde nos acogían. El calor tórrido del verano andaluz los empujaba hacia la frescura de la Sierra. Alrededor de las hogueras los cantos roncos subían hacia las estrellas y yo miraba, fascinada, los bailes de las mujeres de mirada ardiente cuyos cuerpos se mecían al ritmo de la melopea. Las niñas de mi edad entraban en la ronda y yo las imité, guiada por esa música de ritmo frenético y de repente lasciva, que hacía latir con fuerza mi corazón. Entonces descubrí que, al igual que esa gente, tenía el honor y el orgullo a flor de piel.

Pasaron los meses. En compañía de mi padre asentaba mis gustos. Me llevó a Granada, donde conocí a otros gitanos. Aprendí sus bailes, sus costumbres, sus supersticiones. Pero, sobre todo, aprendí lo que era la libertad de los hijos del viento. Un fuego ardía en mi interior que a veces me asustaba.

En 1833 murió el rey Fernando VII y toda España estaba sobre ascuas, puesto que sólo había tenido dos hijas, había abolido la ley sálica y vuelto a poner en vigor la Pragmática Sanción. La infanta Isabel le sucedía, pero era demasiado niña para reinar, así que la reina María Cristina fue nombrada regente durante el período de la minoría de edad de Isabel. Fue entonces cuando don Carlos, hermano del difunto rey, reivindicó sus derechos, decidido a destituir a su sobrina. En nombre del absolutismo se aliaron a su causa un gran número de partidarios y se apoderaron de todo el norte de España. La regente contaba con el respaldo de los constitucionales y liberales. Entre «carlistas» y «cristinos», se declaró la guerra. La violencia estalló por todas partes. Desde nuestro apartamento de la calle del Sordo oíamos el traquido de los tiros, las explosiones y los gritos. En el salón de mi madre se hablaba en voz baja.

«Liberales… Ultras… Pronunciamientos…»

Algunas personas venían a esconderse, y luego se marchaban pegadas a las paredes, de portal en portal. Todos pensaban que Paca y yo dormíamos, pero ¿cómo íbamos a cerrar los ojos aterradas por el miedo? Era mejor saber y observar. Escondidas en la penumbra de un rincón, no dejábamos escapar nada. Nadie lo ha sabido.

Aún se trataba solamente de conspiraciones, motines y escaramuzas. Pero no por eso los españoles dejaban de matarse, y el cielo envió su castigo: el cólera. La epidemia se extendió por la capital. Los muertos se contaban por millares. Cada noche, pasaba por nuestra calle una carreta y veíamos como tiraban los cadáveres por las ventanas de las casas. El hedor subía hasta nosotras y nos sofocaba. Me temblaba todo el cuerpo, y llegue a convencerme de que había llegado el fin del mundo.

Otras atrocidades nos esperaban. A principios del verano de 1834, corrió el rumor de que don Carlos y su ejército se dirigían hacia Madrid quemando y asolando los campos. Un desesperado grito levantaba a las multitudes enloquecidas de furia y de dolor.

—¡Los jesuitas han envenenado las fuentes! ¡Trabajan para don Carlos!

Inmediatamente los conventos fueron asaltados, saqueados e incendiados. Degollaban a los sacerdotes y violaban a las monjas. Desde nuestra pequeña atalaya veíamos cómo el fuego enrojecía el cielo, los ruidos de las carreras, las llamadas, los gritos. Con los ojos bien abiertos mirábamos en todas direcciones. Un fraile sale de entre las sombras. Corre hacia nuestra puerta, tropieza. Lo persigue un soldado de la Guardia. Lo alcanza sin dificultades y lo agarra por su capucha, de la que estira de un golpe seco mientras con la otra mano le acerca una daga a la garganta. La sangre brotó en un gran chorro y el cuerpo se desplomó en los adoquines. Estas imágenes siguen siendo un vivo recuerdo en mi mente. Tenía ocho años. Habían matado delante de mí. Ante mis ojos había expirado un hombre.

Mi padre se preocupó del giro que estaban tomando los acontecimientos y el efecto que estaban produciendo en nuestra sensibilidad. Ya no podíamos salir. El aire viciado por la epidemia era tan mortal como los puñales y las pistolas que se esgrimían en todas las esquinas. Una mañana de julio anunció:

—Madrid es un infierno. Prepara las maletas, Manuela. Hay que poner a buen recaudo a las niñas. En Francia estaréis a salvo.

—Es una locura, Cipriano. También degüellan a la gente en los caminos. Los campesinos asaltan a todo aquel que va hacia la frontera.

Nuestras lágrimas no sirvieron de nada. Mi padre había tomado una decisión.

—Debo quedarme para resolver algunos asuntos —explicó—. Viajaréis con una buena escolta, y todo irá bien. Me reuniré con vosotras lo antes posible.

El 18 de julio salíamos de Madrid en compañía del célebre picador Sevilla, que se dirigía a Barcelona con toda la cuadrilla. Abracé a mi padre llorando, convencida de que iba al encuentro de la muerte y que nunca volvería a verle. Depositó un pequeño retrato suyo en mi mano y me dijo:

—Valor, querida mía. Piensa en mí. Muy pronto estaré a tu lado.

Un chasquido del látigo, y se levantó una polvareda en el camino y apreté contra mi corazón la miniatura de la que ya no iba a separarme. Sería mi talismán.