En el río, Nicolás Portulinus veía flotar Ofelias, Ofelias niñas como su hermana Ilse, mayor que él y quien nunca salió de Alemania, o si llegó a salir, fue porque el río la arrastró a otras tierras. Durante el tiempo de lluvias, cuando debían permanecer largas horas en los corredores abiertos de la casona de Sasaima conversando mientras ven caer cortinas de agua, Nicolás les habló a Blanca y a Farax de Ilse, les contó cómo en su natal Kaub desgraciaba a la familia hasta el punto de amenazar con desintegrarla. Con palabras veladas por el pudor y por la pena Nicolás les reveló la crispación extrema que se generaba alrededor de la triste figura de Ilse, inclusive les tradujo del alemán dos cartas, una en que su padre lo insta a vigilar la conducta moral de su hermana y otra en que su austera madre alude a través de eufemismos a ciertos actos «impropios» y «muy desagradables» que Ilse ejecuta delante de las visitas y que avergüenzan al resto de la familia. Sobre la naturaleza de estos actos bochornosos, Nicolás les reveló que estaba relacionada con una cierta rasquiña; Ilse estaba condenada a un escozor tan inclemente que la llevó a la perdición, aunque se dirá que nadie se pierde por estigmas que pueden llevarse con resignación, discreción y en secreto, pero ciertamente éste no era el caso según quedó en evidencia el día en que llegó a la casa de los Portulinus en Kaub un grupo de parientes vestidos de oscuro, en visita de condolencia por la muerte reciente de una tía abuela; circunspectos y evocando a la difunta en recogido silencio, se sentaron en un círculo de sillas en torno a un tapete y una mesita; parecía que esperaran alrededor de ese escenario vacío y con las manos en el canto a que empezara algún tipo de espectáculo, aunque desde luego sabían que ningún espectáculo tendría lugar, sino que por el contrario, el que los convocaba acababa de terminar, es decir la larga agonía de la tía abuela, muerta de alguna enfermedad innombrable, como lo son todas las enfermedades que arrastran a la tumba a las tías abuelas. Los presentes mantenían los ojos bajos y centrados en algún objeto pequeño, podía ser un anillo, un trozo de papel o un botón del abrigo que movían entre las manos mientras esperaban a que se dieran por cumplidas las formalidades del pésame y llegara el momento de la despedida, cuando una de las sillas empezó a traquear y todos alzaron la mirada hacia el ruido para ver con estupor que la niña Ilse, también ella de negro y ya casi mujer, y además muy bonita según el reconocimiento que acababan de hacerle los parientes a los padres, se había metido la mano debajo de las faldas y se frotaba la entrepierna con movimientos espasmódicos y ojos ausentes, como si estuviera sola, como si el respeto no se impusiera en los velorios, como si sus padres no la estuvieran agarrando del brazo para sacarla inmediatamente de allí, avergonzados y confusos. Según Blanca, que transcribe en su diario palabras que dice haberle escuchado a Nicolás, el motivo de la conducta de Ilse era un escozor que «le envenenaba las partes más preciosas del cuerpo», o para ponerlo en jerga de sala de emergencias, una comezón que le interesaba los genitales, que como sabe cualquiera que la haya padecido, no sólo obliga a rascarse sino también a masturbarse, porque además de atormentar, excita, desata una ansiedad semejante al deseo pero más intensa. Después de intentar tratamientos variados, los padres se declararon incapaces de controlar a la hija y optaron por encerrarla en su habitación durante horas enteras que poco a poco se fueron transformado en días; en su confinamiento ella se fue sumergiendo en un lento deterioro mental que los médicos de entonces diagnosticaron como quiet madness, o insania que se desenvuelve en silencio, o sea un progresivo volcarse hacia adentro de tal manera que lo que de ella se percibía desde el exterior era una desconcertante y para muchos intolerable combinación de introspección y exhibición, de catatonia y masturbación. Ilse fue una muchacha cada vez más perdida para el mundo y ganada por ese ardor de la entrepierna que provenía de escrófulas o máculas o pápulas que cubrían su sexo volviéndolo agresivamente presente pero a la vez inmostrable, afiebrado de deseo y a la vez indeseable, asqueroso ante los ojos de los demás y sobre todo asqueroso ante sus propios ojos. Mientras tanto, Nicolás iba creciendo en esplendor, Lleno de gracia como un avemaría según su propia madre, memorioso al recitar largos poemas y dotado para el piano, es decir, Nicolás niño era lo que las tías abuelas, antes de morir de enfermedades innombrables, llaman un estuche de monerías; sol de unos padres para quienes Ilse era un inmerecido castigo, Nicolás, el niño agraciado, escuchaba cómo su padre, descontrolado, le gritaba a Ilse No hagas eso, cochina, eso es sucio, y lo veía recurrir a la fuerza física, entre energúmeno y transido, para impedir que ella se llevara la mano allá abajo, que era lo peor que podía sucederle a la familia; Cualquier cosa es preferible, lloraba la señora madre, cualquier cosa, hasta la muerte. A Nicolás le dolían como hierro al rojo esas reprimendas que Ilse soportaba con tanta resignación como obstinación en no corregir ni un ápice su conducta, había en el silencio de su extraña hermana algo devorador e insaciable que aterraba y a la vez fascinaba al niño, y cuando la encontraba con las manos atadas atrás, sanción que le era impuesta cada vez con mayor frecuencia, esperaba a que los padres se alejaran para desatarla, y al ver que ella volvía a las andanzas, se le acercaba y le decía al oído, con el tono más persuasivo, No hagas eso, Ilse, porque viene padre y te vuelve a amarrar. ¿Quién habrá contado las horas que pasó el niño Nicolás recostado contra esa puerta cerrada con llave, sintiendo latido a latido cómo al otro lado palpitaba la feroz urticaria de su hermana? Luego caía la nieve, se iba la nieve, cantaban los pájaros sobre los cerezos en flor y demás cosas que suceden en esos países que no son éstos de acá, y el niño Nicolás iba desarrollando caprichos y demostrando talentos en tanto que la niña Ilse rumiaba perplejidades enclaustrada en su cuarto y enroscada en su tiempo, y se iba pareciendo cada vez más a su propia sombra. Entonces Nicolás aprendió a robar la llave, a penetrar en la alcoba de los misterios y a hacer suyo el calvario de la hermana, sentándose al lado de ella y simulando que él también tenía las manos atadas a la espalda, ¿Ves, Ilse?, la consolaba, me han castigado, igual que a ti, tú no eres la única mala. Pero ella parecía no escucharle, ocupada siempre en esa comezón que la iba devorando, primero las entrañas, luego las piernas, el torso, los senos, las orejas, la nariz; toda ella, incluyendo los ojos, la voz, el cabello y la presencia, iba siendo consumida por su propia hambre interior, toda ella menos su sexo, que irradiaba inflamación y desamparo, triste faro de su perdición, ¿y también de la perdición de Nicolás, su hermano? Porque sucedió entonces que a él, al hijo adorado, le regaló la madre un pequeño piano en reconocimiento de su talento precoz, un piano blanco según especifica en su diario Portulinus, y él, además de cumplir con las expectativas maternas dejándolos a todos admirados en las veladas familiares, tocó en secreto Ländler y Waltzes sólo para Ilse, Baila, mi bella hermana, e Ilse salía del rincón de su aislamiento y bailaba, unas danzas desarticuladas pero danzas al fin, y como si fuera poco alguna vez llegó incluso a reír mientras bailaba, y fue entonces cuando Nicolás supo para qué servía la música y deseó con toda el alma llegar algún día a ser músico de profesión. Pero en medio de una noche de un invierno irreversible, Ilse se tiró al Rin durante un paroxismo de fiebre para morir ahogada, y entonces Nicolás supo otra cosa, que de adulto habría de comprobar en carne propia, y es que ante los embates de la locura, tarde o temprano hasta la música sucumbe; se podría decir que la piquiña del sexo de la hermana hizo nido en el alma del hermano, que ahora pasa los días repitiendo nombres de ríos en orden alfabético, el Hase, el Havel, el Hunte, el Kocher, el Lech y el Leide, tal vez para acompañar el largo recorrido de Ilse, que en su afán hacia ninguna parte pasa flotando bajo el viejo puente de piedra de Kaub, mientras al otro lado del océano Blanca se sienta sobre una piedra negra a orillas del río Dulce, a ver correr el agua.

La tía Sofi me dijo que en México tenía ahorros y se ofreció a pagar lo que fuera necesario para darle a Agustina el tratamiento médico adecuado, dice Aguilar. Después del episodio aquel de la casa dividida, del que salimos exhaustos, zarandeados y malheridos, me soltó a boca de jarro lo que probablemente había refrenado durante días por respeto a mi intimidad con Agustina y a lo que crípticamente llamó Mis métodos, La tía Sofi estalló por fin y le reprochó a Aguilar que la niña no estuviera recibiendo la debida atención profesional, Está visto que a punta de amor y paciencia no le solucionas el problema, me dijo, y por primera vez desde que está con nosotros la noté irritada, aunque se disculpó explicándome que se sentía cerca al límite de sus fuerzas, que sus nervios se encontraban al borde del cortocircuito, que no se imaginaba cómo podía yo resistir día tras día ese estado de tensión extrema que se vivía en mi casa, Si me permites que te lo diga, la tía Sofi pidió permiso para decirme algo pero me lo dijo antes de que yo la autorizara, No hacer tratar a esta muchacha por un especialista me parece criminal con ella, y también contigo. Toda clase de médicos, de hospitales, de drogas, de tratamientos, le respondió Aguilar, a lo largo de estos tres años de convivencia no hay nada que no hayamos ensayado, y cuando le digo nada es nada, ¿psicoanálisis?, ¿terapia de pareja?, ¿litio?, ¿Prozac?, ¿terapia conductista?, ¿Gestalt?, póngale el nombre, tía Sofi, y verá que ya está chuleado, verá que por ahí ya hemos pasado, Como me miró con cara de asombro, hice un esfuerzo por suministrarle una explicación sensata, Lo que pasa, tía Sofi, es que cuando Agustina está bien es una mujer tan excepcional, tan encantadora, que a mí se me borran de la mente las demasiadas veces que ha estado mal, cada vez que superamos una crisis, me convenzo de que ésa fue la última manifestación de un problema pasajero, mejor dicho, tía Sofi, siempre me he negado a reconocer que Agustina esté enferma, pero eso no quiere decir que no haya hecho todo lo que ha estado a mi alcance por curarla, con decirle que dejé mi trabajo como profesor, bueno, al principio fue porque cerraron la universidad, pero como cualquiera sabe la reabrieron hace meses, lo que pasa es que la Purina sí me deja tiempo libre para darle a ella la atención que requiere. Aguilar le confiesa a la tía Sofi que si bien nunca habían atravesado por una situación tan grave como ésta, altibajos sí que los ha habido, de todos los colores y las tallas, crisis de melancolía en las que Agustina se retrae en un silencio cargado de secretos y pesares; épocas frenéticas en las que desarrolla hasta el agotamiento alguna actividad obsesiva y excesiva; anhelos de corte místico en los que predominan los rezos y los rituales; vacíos de afecto en los que se aferra a mí con ansiedad de huérfano; períodos de distanciamiento e indiferencia en los que ni me ve ni me oye ni parece reconocerme siquiera, pero hasta ahora ningún trance tan hondo, violento y prolongado como éste. En el anterior, que fue hace cinco meses, le dio por escuchar los tríos de Schubert para llorar con ellos durante horas enteras; por la mañana, Aguilar la dejaba tranquila y ocupada en otra cosa y al regresar en la tarde se la encontraba otra vez desolada y asegurando que Schubert era el único en el mundo que comprendía sus cuitas; lo curioso es que esa sintonía patética era sólo con los tríos, bueno, con los tríos y con La muerte y la doncella, porque el resto de la obra completa la podía escuchar impertérrita, Y por qué no le escondiste los tríos, le pregunta la tía Sofi, No hubo necesidad, contesta Aguilar, un buen día simplemente se olvidó de ellos.

Y ya luego íbamos tú y yo en mi moto a toda mierda y sin casco, le recuerda el Midas a Agustina, huyendo de tu madre y de tu hermano Joaco y sobre todo de tu propia chifladura, que nos seguía desalada pisándonos los talones, afortunadamente una BMW R-100-RT, como la mía, es el único aparato en el mundo con pique suficiente para escapar de esa debacle. En el comedor de tu casa de tierra fría todas las alarmas se habían disparado, primero tus manos que se retorcían, después esa mueca fea que te desajusta la cara y ya luego la máxima alerta roja, el supremo SOS, que es tu voz cuando se vuelve metálica y arranca a pontificar, esta vez te dio por advertir en tono perentorio no sé qué cosas sobre un legado, el Midas le pide perdón a Agustina por confesarle que la escena fue un poco espeluznante, Cuando empiezas a hablar así hasta miedo da verte, qué vaina tan creepy, es como si la voz que sale de ti no fuera la tuya, muñeca bonita, con eso del legado te agitaste mucho, pero además había otra cosa, el Midas trata de recordar, creo que también hablabas del dominio, decías algo así como que no podías escapar al legado, o que estábamos viviendo bajo el dominio del legado, no sé, Agustina chiquita, de verdad no te lo puedo precisar porque eso no tiene precisión posible, cuando te sueltas a delirar te dejas llevar por una jeringonza muy ansiosa y complicada, te pones sumamente brava, pronuncias máximas y sentencias que para ti parecen ser de vida o muerte pero que para los demás no quieren decir nada, claro que no es culpa tuya, yo sospecho que ni siquiera tienes mucho que ver con eso que te pasa, pero es verdad que cuando te zafas me pones la piel de gallina, todo lo que haces tira sospechosamente hacia lo religioso, no sé si me entiendes, empiezas a pronunciar palabras grandilocuentes y a predecir cosas como si fueras profeta, pero un profeta petulante y antipático, ¿cachas la onda, mi pobrecita linda?, un profeta insensato y putamente loco, es que aún ahora, le dice a Agustina, en este momento en que estás aquí conversando conmigo, serenita y en tu sano juicio, aún en este momento temo pronunciar delante de ti palabras como legado, o llamada, o don de los ojos, porque sé por experiencia que funcionan en tu mente como una clave que dispara la chifladura y abre las puertas del acabose. Por eso allá en el comedor de la casa de tierra fría, en medio de la planificación por parte de Eugenia y de Joaco de las ferias y fiestas de bienvenida para el Bichi, cuando Agustina empezó a hablar en tono metálico, el Midas McAlister se preparó mentalmente para actuar tan pronto fuera necesario, Viene, viene, viene aquello, se decía a sí mismo, Y cuando tu hermano Joaco te ordenó que te quitaras los guantes, yo supe que ésa era la gota que haría rebosar tu copa y cualquier pretexto me sirvió para pararme de la mesa con la decisión ya tomada de sacarte de allí y de llevarte lejos, el Midas tomó de la mano a Agustina y le dijo Vámonos, tómate el café y vámonos, Con permiso Eugenia, con permiso Joaco, me devuelvo volando para Bogotá porque tengo que llegar a no sé qué cosa, el Midas ya ni recuerda qué excusa les habrá inventado, sólo sabe que tomó a Agustina de la mano, que ella no opuso resistencia y que los dos se encaramaron en la motocicleta, Cuídense, les recomendó Eugenia que salió a despedirlos acompañada por su jauría de perros mansos, no dejen que se les haga muy noche porque es peligroso, Por supuesto, le aseguró el Midas, quédese tranquila que aquí estaremos de vuelta temprano, pero yo sabía que Eugenia sabía que no volveríamos, le dice el Midas a Agustina, cómo no iba a saberlo si habíamos sacado nuestros maletines, que tú y yo nos fuéramos con todo y equipaje quería decir que dábamos el plan del fin de semana por abortado, así lo comprendía tu madre y eso la hacía sentir sumamente aliviada, porque al alejarte de allí, Agustina chiquita, yo estaba desactivando esa bomba de tiempo que se había armado con el asunto del novio del Bichi, con lo encarajinado que estaba Joaco por eso, con la chispa del delirio que ya refulgía en tus ojos, o sea que al ver que nos alejábamos tu madre secretamente aprobaba y hasta agradecía y hacía de cuenta que no pasaba nada, No olviden traer pandeyucas para el desayuno de mañana, gritó cuando ya traspasábamos el portal, Claro, Eugenia, cuántos pandeyucas quiere que le traigamos, le contesté yo, lo cual traducido a lenguaje Londoño equivalía a un Yo sé que usted sabe que aquí hay una tragedia montada pero quédese tranquila que se la dejo pasar, despreocúpese, no se la voy a echar en cara porque yo también sé jugar ese juego que se llama No pienso en eso ergo no existe, o No se habla de eso luego no ha sucedido, Cómo no, Eugenia, claro que volvemos temprano, y así, ta, ta, ta, tú sabes a qué me refiero, Agustina mi amor, a ese intercambio de frases que quieren decir justamente lo contrario, en medio de todo me da lástima tu madre, ¿alguna vez te has puesto a pensar, nena Agustina, qué distinta de sus sueños le vino a resultar la vida a tu pobre madre? Y mientras tanto tú, mi linda niña loca, sentada detrás de mí en la moto, seguías machacando con advertencias apocalípticas sobre el famoso legado, hasta que arrancamos a volar por esa carretera sin pavimento y cada vez que yo amagaba con mermarle al vértigo tú desde atrás me lo impedías, Dale más rápido, Midas, corre, no pares, y venga otra vez con el cuento del dominio y del legado, ay, nena Agustina, cuando tu cabeza se dispara por ese ladito chueco, que Dios nos ampare. Francamente te digo que no sé cómo no nos matamos por esa carretera, yo prendido a mi moto, tú prendida a mí, tu locura prendida a ti y los cuatro volando en estampida ciega y a mil por hora, hasta llegar al caserío de Puente Piedra y ahí Agustina le indicó al Midas que se detuvieran a tomar café, él le hizo caso, entraron a una tienda, pidieron dos tintos y ella soltó la risa, recuperada ya de la cabeza y hasta divertida, como si volviera a estar habitada por sí misma y no por esa otra, Vaya, vaya, le dijo al Midas dándole un abrazo, nos escapamos justo antes de que se armara la podrida, y él, también de buen humor, Qué provocadora eres, Agustina, yo creo que usas esos guantuchos atroces sólo para enloquecer a tu hermano Joaco, Es verdad que son mañé, reconoció ella y propuso que fueran a enterrarlos en algún lado, así que se encaramaron de nuevo en la moto y encontraron a la orilla de la carretera un potrero que a ella le pareció apropiado, Te quitaste los guantes, los tiraste a una acequia y nos quedamos ahí parados mirando cómo se los tragaba esa sopa de agua verde y espesa, como el día seguía espléndido y el sol acogedor, decidimos tendernos en el pasto y de pronto el mundo era cómico, niña Agustina, pese a que eres dueña de innumerables hectáreas allí estábamos, invasores de terreno ajeno, atentos a que no nos echaran los perros pero contentos, otra vez adolescentes, amigazos, conchabados, debe ser cierto eso de que quienes han compartido sábanas nunca se apartan del todo. Se pusieron a conversar sobre el regreso del Bichi y Agustina se estremecía de emoción con la noticia, Cuando regrese mi padre…, dijo, Quieres decir cuando regrese el Bichi, la corrigió el Midas y la volvió a corregir la segunda vez que lo dijo, pero ya a la tercera sospechó que era mejor dar el timonazo y swichar de tema para salirse del terreno minado, No sabes el merequetengue que tengo armado en el Aerobic’s, le comentó y Agustina ya lo sabía porque unas horas antes, en la casa de tierra fría, lo había traído a cuento la mujer de Joaco, que es habitué del gimnasio, al preguntarle al Midas si había resuelto el enigma de la desaparecida, Y en medio de esa conversación tu hermano Joaco me sugirió, por burlarse de ti, o por burlarse de mí, que te llevara a que adivinaras el paradero de la tal enfermera, Con suerte Agustina la localiza en Alaska, como al hijo del ministro, había echado a chacota Joaco, y así las nenas del Aerobic’s se calman y dejan de echarle la culpa al Midas. Y luego, en el potrero aquel, volví a poner el tema como sofisma de distracción para enfriar las revoluciones de tus neuronas y me alegré al ver que picabas el anzuelo, esas historias de desaparecidos y de misterios siempre te han dado en la vena del gusto, así que el Midas le da cuerda a Agustina inventando para ella versiones payasas del drama, Me puse a imitar al fantasma de Sara Luz y a las gimnastas histéricas que se dejan asustar por ella, te hice mil monerías, mi bella Agustina, buscando que tus dos manos no empezaran de nuevo la refriega, tratando de que no regresara ese fulgor dañino a tu mirada, y tú te entusiasmaste, dijiste que estabas conectada a esa mujer y que sentías que ella tenía un mensaje para ti, Creo que necesita indicarme dónde está, había dicho Agustina y el Midas se alarmó, esas frases le parecieron a todas luces delirantes así que insistió en que mejor fueran al cine, estuvieron un buen rato tratando de ponerse de acuerdo en la película, él quería ver E. T., ella se emperraba en Flash Dance y como ninguno de los dos cedía, optaron por fumarse un bareto ahí echados bajo la amabilidad del último sol de la tarde, y sin saber cómo ni a qué horas reincidieron en el rollo de la enfermera. El Midas, que ahora todo lo veía con buenos ojos gracias a la hierbita santa, accedió calculando que quizá a fin de cuentas no fuera una idea tan mala, Total la temperatura pronto empezaría a bajar, no teníamos acuerdo en lo del cine ni futuro en aquel potrero, quién quita que Joaco llevara razón al decir que uno de esos golpes premonitorios de Agustina podría causar cierto efecto beneficioso entre las nenas del Aerobic’s, es decir, efecto para mí beneficioso en el sentido de tirar a todo el mundo al despiste mediante tus visiones, que con tu perdón, muñeca de mi vida, siempre me han parecido descabelladas; te confieso que llegué a imaginarte embebida de don profético, entrecerrando los ojos, respirando hondo, entrando en trance y produciendo un veredicto que ubicara el supuesto paradero de la supuesta enfermera en un lugar ostensiblemente remoto, digamos que visualicé un cuadro como el siguiente, yo entrando contigo justo antes de que empezara la súper rumba de las cinco de la tarde, que los sábados es muy concurrida así que contaríamos con público suficiente, Atención, por favor, atención, gritaría el Midas, como sé que hay mucha inquietud con respecto a una mujer que lamentablemente ha desaparecido, y como de todo corazón queremos contribuir a encontrarla, como somos los primeros interesados en que aparezca y pueda regresar sana y salva a casa con sus seres queridos tal como se merece y como nos merecemos todos, les he traído a la famosa y reconocida vidente Agustina Londoño, y tan pronto yo mencionara tu nombre los presentes te reconocerían y exclamarían ¡Sí, es ella, es la muchacha que encuentra gente perdida!, y yo pediría silencio para poder continuar, Ahora ella pasará los dedos sobre la firma que esa desafortunada mujer aparentemente dejó en nuestro libro de registro, pondrá en funcionamiento sus poderes mentales e intentará ubicar su paradero; más o menos ése era el cuadro tal como lo imaginaba el Midas cuando acogió la disparatada iniciativa de llevar a Agustina al Aerobic’s, y entonces tú harías lo tuyo y dirías muy convencida algo así como La veo, la veo, puedo ver que una mujer llamada Sara Luz Cárdenas Carrasco huyó con un novio dominicano a San Pedro de Macorís y que allá viven felices y comen perdices, o, variante número dos, ¿Dónde estás, Sara Luz? ¿Sara Luz? Oh, sí, ya te veo, mi sexto sentido me indica que estás presa en una cárcel de la ciudad de Nueva York, ¡oh, no!, te metiste de mula, Sara Luz, te delató la azafata porque encontró sospechoso que no te comieras ese pollo con zanahoria que te sirvió en bandeja de cartón, te detuvieron con bolsas de coca entre el estómago en el aeropuerto John F. Kennedy y ahora estás encadenada y condenada a ciento veintisiete años de prisión en una celda sin ventanas, o, tercera variante, quizá todavía mejor que las anteriores, No señores, esta firma no es la suya, el gran poder de mis ojos me revela que esta firma es fraudulenta, es una firma falsificada, alguien por gastar una broma pesada estampó esta rúbrica que no es la de la auténtica Sara Luz Cárdenas, no sé, Agustina chiquita, nuevamente perdóname, le ruega el Midas McAlister, no fue más que otra de mis payasadas, otro solle de maracachafa, otra de esas ideas absurdas pero divertidas por las que me dejo llevar, en realidad pensé que aquello para ti no pasaría de ser un juego y que a mí podía favorecerme o en cualquier caso no perjudicarme, cómo iba yo a adivinar que la cosa iba a terminar como terminó, si a fin de cuentas tú eres la experta en adivinaciones.

Antes de los llantos por Schubert, más o menos tres meses antes, las cosas se habían puesto insostenibles y Aguilar había recurrido al Seguro Social, donde resultó que dada su restringida póliza de profesor universitario, su esposa sólo clasificó para tratamiento en el hospital de beneficencia de La Hortúa, donde le asignaron a un médico llamado Walter Suárez, que sometía a sus pacientes a curas de sueño con amital de sodio. La internaron en uno de los corredores del ala psiquiátrica, la acostaron en una cama y yo debí limitarme a observarla dormir, cuenta Aguilar, y a aceptar que tan pronto abriera los ojos, o moviera los labios para intentar decir algo, aparecieran los ayudantes del doctor Walter Suárez con una nueva dosis del barbitúrico, un polvo amarillento de tufo azufrado que disolvían y le inyectaban por vía intravenosa, y así pasaban mis días y mis noches, en la contemplación de esa bella durmiente que resplandecía de palidez y de ausencia entre esas gastadas sábanas hospitalarias que tanto dolor humano habían acompañado, su pelo como una enredadera que desde hace siglos hubiera tomado posesión de la almohada; Aguilar no podía quitar los ojos de esa sombra suave y levemente agitada que sus pestañas proyectaban sobre sus mejillas como si fuera una muñeca antigua y olvidada en una repisa del anticuario, Buscaba mensajes ocultos en los ritmos de su respiración, dice Aguilar, en las tonalidades de su piel, en la temperatura de sus manos, en el silencio de sus órganos, en la ondulación del tiempo sobre su cuerpo inmóvil, ¿Sueñas, Agustina, o sólo nadas en un mar de niebla? ¿Estás sola y blindada dentro de tu pequeña muerte, o hay un resquicio por donde pueda entrar a acompañarte? Mientras velaba para que en la indefensión de su inconsciencia su mujer no se arrancara con un movimiento involuntario la aguja por la que el soporífero le entraba a la vena, porque no la afectaran las corrientes de aire ni la agarraran destapada los hielos de la madrugada, ni la atormentaran las pesadillas o la poseyeran vaya a saber qué íncubos, mientras Aguilar esperaba en vela a que fueran pasando las horas fantasmales de La Hortúa, cuántas veces no evocó esas páginas terribles del japonés Kawabata, pobladas de muchachas desnudas, yacentes y narcotizadas en las que no quedaba rastro de amor, de vergüenza ni de miedo. Tres veces al día bajaba el efecto de la droga y yo debía darle de comer y llevarla al baño, recuerda Aguilar, y así durante algunos minutos su cuerpo volvía en sí pero su alma seguía perdida, su mirada volcada hacia adentro y sus movimientos mecánicos y ajenos, como los de una marioneta. Compartían sala con Agustina otras seis pacientes a las que también tenían allí descansando de culpas, alucinaciones y ansiedades mediante el famoso amital de sodio del doctor Walter, y una de ellas, la de la cama contigua, era una anciana liviana como un soplo a quien su esposo, otro ser tan viejo como ella, le cepillaba el pelo, le hacía masajes en las piernas para facilitarle la circulación, le echaba crema en las manos porque, según decía, A mi Teresa no le gusta que se le resequen, ¿Ha visto, joven Aguilar, qué manos tan blancas tiene mi Teresa? Fíjese, sin una mancha, y eso se debe a que jamás las ha tocado el sol, porque siempre que sale a la calle se pone guantes para protegérselas. Cuenta Aguilar que ese señor tenía un nombre insólito, se llamaba Eva, porque según me explicó, Eva era el apócope de Evaristo, y con don Eva jugué interminables partidas de ajedrez mientras nuestras respectivas muchachas se iban hundiendo en el sueño hasta regiones muy cercanas a la muerte, a veces don Eva traía una guitarra, se sentaba al lado de su Teresa y le cantaba al oído boleros de los de antes con una voz cascada pero de modulación impecable, voz de serenatero profesional, una y otra vez le cantaba ese que dice muñequita linda de cabellos de oro, de dientes de perlas, labios de rubí, y para justificar ante mí la repetición, cuenta Aguilar, me decía Es la canción favorita de Teresa, desde que éramos novios se la he dedicado en todos nuestros aniversarios, claro que hay otras que también le gustan, como Las acacias y Sabor a mí, Bésame mucho y Perdón, no crea, muchacho, me decía don Eva, mi Teresa es una mujer muy sensible, amante de la buena música y de todo lo fino y lo bello, pero venga, acérquese, observe cómo sonríe cuando le canto Muñequita linda, fíjese muchacho, no sé si alcanza a percibirlo porque es una sonrisa apenas insinuada, pero yo, que conozco de memoria hasta los más mínimos rasgos de su rostro, yo sé que una sonrisa la ilumina cada vez que le canto esa canción. Don Eva se quedaba religiosamente al lado de su esposa desde que llegaba al hospital, a las ocho en punto de la mañana, hasta las ocho clavadas de la noche, y cuando se levantaba para marcharse me la recomendaba siempre con la misma fórmula, Me voy a trabajar y dejo bajo su cuidado a la vida de mi vida, me decía palmeándome el hombro; en una de esas ocasiones Aguilar le preguntó por su trabajo y don Eva le contestó Soy bolerista de horario nocturno en el Lucero Azul, un bar respetable y prestigioso que queda cerca de acá, con esas palabras me lo describió, y en algún momento en que iba yo camino al hospital por la 12 con Décima me topé con el famoso Lucero Azul, dice Aguilar, que en realidad resultó ser un estadero de putas de ínfima categoría, y como eran las siete y media de la mañana y estaban en hora de aseo, la mujer que barría tenía las puertas abiertas de par en par así que pude mirar hacia el fondo y vi una serie de mesitas de palo con candelero de barro en el centro, cortinas empolvadas que ocultaban cuartuchos de catre y jofaina, bombillos rojos ahora apagados que de noche debían disfrazar la miseria y una tarima de tablas con un micrófono solitario donde imaginé a don Eva entonando Muñequita linda para que bailaran las putas y sus clientes mientras él penaba por esa Teresa suya que al lado de mi Agustina arrullaba con amital de sodio los tormentos de su locura, y un minuto después, de uno de los cuartuchos salía don Eva y tras él una chica gorda que a todas luces parecía ser una de las trabajadoras del local, al principio don Eva trató de rehuir el encuentro con Aguilar pero dado que era inevitable, lo saludó cordialmente y le presentó a la mujer que estaba con él, Ésta es Jenny Paola, le dijo y amagó una explicación encogiéndose de hombros a manera de disculpa, yo apoyo a mi Teresa y Jenny Paola me apoya a mí, qué le vamos a hacer, joven Aguilar, el ser humano es criatura vulnerable y urgida de compañía… Los días pasaron idénticos del primero al cuarto y ya en el quinto, cuando se hallaban en medio de una de las interminables partidas de ajedrez, Aguilar le anunció a don Eva que a partir de ese momento iba a impedir que drogaran más a su mujer porque mañana mismo se la llevaba, no resistía la agonía de verla así, ida, apagada, inexistente, le dijo Cualquier cosa menos esto, don Eva, cualquier cosa menos esto que se parece tanto a la muerte, Hace muy bien, muchacho, llévesela no más, tiene toda la razón en lo que dice, Y usted, don Eva, por qué no se lleva a su Teresa para la casa, allá puede cuidarla de día y conseguir quién lo releve de noche mientras trabaja, Ah, no, había dicho don Eva, yo no puedo hacerle eso a mi Teresa, usted no se imagina cuánto se aterra ella cuando está despierta. Unas horas después Agustina y yo salíamos de La Hortúa y nos daba la bienvenida una de esas tardes bogotanas que cuando quieren son incomparables, me refiero a ese cielo de alta montaña de intenso color azul hortensia y olor a vegetación de monte, y a diferencia de Teresa, a mi Agustina no la aterró volver a estar despierta sino que por el contrario, se la veía alegre y dispuesta a reincorporarse al mundo de la vigilia; Qué bueno está el solecito, dijo recostándose contra un muro de piedra donde los rayos pegaban y desde ahí observó a Aguilar inclinando un poco la cabeza, entre extrañada y divertida, como si lo hubiera dejado de ver por un buen tiempo y ahora lo encontrara vagamente cambiado pero no pudiera precisar en qué consistía el cambio, Te brilla más el pelo, le dijo por fin, alargando la mano para tocárselo, y además te han salido canas, Por favor, Agustina, desde que me conoces tengo canas, Sí pero no es lo mismo, sentenció sin detenerse a explicar y me pidió no regresar a casa enseguida, así que caminamos abrazados por las calles del centro tan deslumbrados como debió estar el fundador don Gonzalo Jiménez de Quesada la primera vez que pisó esta sabana hace más de cuatro siglos y la encontró bendita; la ciudad respondía a nuestro entusiasmo mostrando una humildad de pueblo recién inaugurado, la Plaza de Bolívar nos recibió con el brillo dorado de una luz oblicua y por petición de Agustina entraron a la Catedral, donde Aguilar le mostró la tumba de Jiménez de Quesada, Mira, Agustina, veníamos hablando de él y precisamente aquí está su tumba, entonces ella caminó hacia la sacristía, donde compró seis velones de cera roja que encendió y colocó al lado de la tumba, ¿No prefieres ofrendárselos a algún santo?, le preguntó Aguilar, mira, por allí está san José con el Niño Dios en brazos, en aquella capilla hay una que se alza entre querubines y que debe ser la Virgen del Carmen, allí está la Dolorosa despidiendo rayos por la corona, cualquiera de ellos te sirve, en cambio no hay garantía de la santidad del fundador de Santa Fe de Bogotá, vaya a saber qué tan bueno fue en realidad, Suficientemente bueno, una vez que llegan al cielo todos son iguales, aseguró Agustina, Y por qué seis velones, le preguntó Aguilar, Uno por cada uno de mis cinco sentidos, para que de ahora en adelante no me engañen, ¿Y el sexto? El sexto por mi razón, a ver si este don Gonzalo me hace el milagro de devolvérmela.

Sin saber a qué horas, Abelito Caballero, alias Farax, se va convirtiendo en el centro del hogar de los Portulinus: discípulo de piano dilecto de Nicolás, compañero de Blanca en las tareas de alimentar los conejos, traer los huevos del gallinero, soltar los perros en la noche, ahuyentar los murciélagos que se hacinan en el cielo raso y sacar a pasear al marido para espantarle la pesadumbre; confidente de Sofi que ya empieza a tener novios a escondidas y cómplice de los juegos lentos y taciturnos de Eugenia. En un estilo discursivo y ordenado, Blanca relata en su diario el transcurrir de sus horas sin refundir las líneas generales ni omitir detalles, mientras que Nicolás en su propio diario muestra una notoria falta de precisión en los relatos, que a veces quedan truncados por la mitad, otras veces carecen de secuencia lógica, con frecuencia son tan enrevesados que resulta imposible entender de qué se tratan, pero este completo caos en un nivel que podría llamarse literario se ve contrastado por una curiosa y obsesiva tendencia a cuantificar ciertos eventos, por ejemplo, en la esquina superior izquierda pone «r. m. B» —relación marital con Blanca— cada vez que la tiene, que dicho sea de paso sucede con asombrosa frecuencia, o más concretamente a diario casi sin falta; el tiempo de abstinencia más largo que aparece registrado es de apenas cinco días y corresponde a una semana de depresión severa por parte de él; otra de las contabilidades que regularmente anota en los márgenes es «anoche soñé con F», o «durante la siesta soñé con F», donde desde luego la F vale por Farax. Pese a que cada uno de los esposos juraba respetar la intimidad y el secreto del diario del otro, es seguro que Blanca hojeaba con regularidad el de Nicolás, quizá no tanto por curiosidad malsana cuanto por obtener pistas sobre el estado de su alma que le permitieran adelantarse a las grandes crisis de rabia o de melancolía, y es seguro también que Nicolás estaba al tanto de este espionaje sistemático, porque cuando no deseaba que ella se enterara de algo lo escribía en alemán, según consta en la página correspondiente a un día del mes de abril, cuando al consabido «anoche soñé con F» le añade entre paréntesis y en letra apretadísima, casi ilegible, «Ich bin mit auffälligen Erektion aufgewacht», o sea Desperté con una notable erección. Nicolás no sólo le daba al muchacho lecciones de piano sino que además se empeñaba en enseñarle a componer, develaba para él la estructura musical y los secretos líricos de bambucos y pasillos y lo introducía en la lectura de poesía inglesa y alemana para que le sirviera de fuente de inspiración de la letra de sus futuras composiciones, y por si todo eso fuera poco le fue regalando, uno a uno, la mayoría de sus propios libros, muy para sorpresa de Blanca que veía desaparecer de la biblioteca anaqueles enteros que luego aparecían dispersos por el suelo en la habitación de Farax, Dime, Nicolás, por qué le das todos tus libros al muchacho, le preguntaba ella pero sólo lograba respuestas vagas del tipo Para que se eduque, mujer, un músico no es nadie si no conoce a fondo los clásicos de la literatura. Había ido abandonando progresivamente el trato con sus hijas, que de por sí nunca había sido estrecho, y cada vez que alguna de ellas demandaba su atención le respondía Pregúntaselo a Farax, que él lo sabe, o Pídeselo a Farax, que él lo tiene, o Ve con Farax, él te acompaña. En tanto que el muchacho se fortalecía física y espiritualmente, como si se alimentara del afecto y los cuidados de su familia adoptiva, Nicolás se iba deteriorando, cada día se lo veía más abotagado, perdido en sus propias especulaciones, desprendido de cuanto lo rodeaba y propenso a confundir los seres reales con los imaginados, sobre todo a Abelito con Farax y viceversa; más dolorosamente que en otros casos su conciencia parecía fragmentarse ante el espectáculo de Abelito, el real, y Farax, el soñado, combatiendo entre sí sobre el mármol blanco y liso de unas ruinas antiguas y lastimándose, sangrando y de paso lastimándolo también a él, a Nicolás, o mejor dicho únicamente a él porque él es la víctima verdadera de este combate imaginario, él es quien se desangra en ese templo que se deshace en polvo en medio del esplendor cenital, Veo una superficie pulida, Blanquita mía, veo un plano límpido, me deslumbra el brillo metálico de la sangre sobre ese plano, me abruma y me fascina el enigma de la sangre derramada, De qué estás hablando, Nicolás, mira que se te enfría el almuerzo, déjate de pensar en sangre y en temas feos que ya están sentados a la mesa las niñas y Farax, ¿Farax o Abelito?, pregunta el atribulado, Por favor, Nicolás, bien sabes que son el mismo, Sí, Blanquita, pero sólo uno de los dos es real, sólo uno de los dos es fuerte y no sé cuál, Estás soñando, Nicolás, te levantaste de la siesta pero aún no te has despertado, Perdóname, Blanca, paloma mía, pero es sólo en sueños, ¿ensueños?, donde logro comprender la esencia de las cosas, y hoy he comprendido que aquel que se lame las heridas se está desangrando, Son fantasías tuyas, Nicolás, tú lo que tienes es hambre, No quieres entender, mujer, que va a ocurrir una desgracia porque yo no sé distinguir cuál es el que realmente existe, si Farax o yo, Farax o Nicolás, uno de los dos prevalecerá y el otro está condenado a desaparecer porque no hay lugar para ambos sobre la faz de la tierra. En un intento por seguirle la pista a los desvaríos de Portulinus, se podría elaborar el siguiente esquema de varios pasos, primero, Nicolás construye una burbuja o mundo paralelo haciendo valer en el afuera lo que su imaginación fabula, como cuando conoce a Abelito y lo identifica con el Farax de sus sueños; segundo paso, la burbuja se le divide en contrarios, por ejemplo Abelito y Farax, o Farax y Nicolás, que polarizan su mente obligándola a oscilar entre los dos extremos a una velocidad insoportable; tercer paso, en la burbuja Nicolás deposita sus sentimientos más profundos haciendo que todo en ella se vuelva de vida o muerte, de tal manera que tras construir con los contrarios adversidades irreductibles, se crucifica en su propia construcción; Soy testigo impotente y angustiado, se lamenta Blanca, de cómo la tenaza de los contrarios lo va llevando inexorablemente a la derrota. Cuarto, una vez perfeccionado el mundo paralelo en todos sus detalles, Nicolás despega rompiendo contacto con el mundo real y queda solo y encapsulado entre su burbuja; Quinto y último: durante el proceso de su desvarío, Nicolás se ve arrastrado por una ansiedad que se autoalimenta, anda como hechizado, no puede salir del delirio, pero además no quiere hacerlo porque la relación que ha entablado con éste es la de un esclavo frente a su amo. Las cosas dentro de la cabeza de Nicolás Portulinus eran más o menos así, pero claro, no del todo, nunca las cosas son así del todo, y por lo demás el hecho de que él delire, o como dicen sus hijas esté raro, es pan de cada día en esa casa de Sasaima; lo extraño últimamente es que Blanca también parece estar un tanto trastornada, nada es igual desde que Farax golpeó a la puerta con su vieja chaqueta de alpaca y su morral lleno de soldaditos de plomo, Farax se ha convertido en el sueño y en la pesadilla de ambos, en el amor y en el rival de ambos en una espiral que asciende, asciende hasta donde el aire es tan fino que se vuelve irrespirable. ¿No sospecha acaso Nicolás que si Blanca tuviera que optar entre uno de los dos hombres que viven en su casa, en el fondo de su corazón optaría por el más joven, aunque de labios para afuera dijera otra cosa? Me gustaba el número dos, Bianchetta mía, le confesó Nicolás una tarde en que la lluvia anegaba el mundo, el dos me permitía defenderme, el dos llenaba el vacío que hay entre tú y yo, en cambio el tres me revienta la cabeza en un millón de pedazos.

Pero en el Aerobic’s no dijiste nada de lo que tenías que decir, Agustina mi amor, le reprocha el Midas McAlister ahora que aparentemente ella ha recuperado el juicio y se encuentra aquí sentada a su lado, no elegiste ni la variante número uno, según la cual la Dolores, o Sara Luz, se habría ido con un novio para República Dominicana, ni tampoco la dos, o sea, que se había metido de mula y estaba presa en USA, y ni siquiera la tres, que no requería de imaginación y era de lejos la más fácil, porque nada te hubiera costado atestiguar que era falsa aquella firma en el libro de registro, y si las posibilidades favorables eran ilimitadas e infinito el número de destinos viables, ¿por qué no podías tranquilizar a los de súper rumba de las cinco de la tarde asegurándoles que la autodenominada enfermera había ido a parar por ejemplo a la Puglia, en el sur de Italia, o a Nunavut, al norte del Canadá? No, claro que no, fiel a ti misma y a tu locura optaste como siempre por el extremismo, la irracionalidad y el melodrama, te soltaste a gesticular y a proferir barbaridades frente al medio centenar de fans del fitness que te contemplaban aterrados, qué papelón mayúsculo, mi linda Agustina, colorada de vergüenza te hubieras puesto si no fueras tan demente, con tu peor voz metálica, esa que resuena como entre un tarro, empezaste a decir Aquí pasó algo, aquí pasó algo, y desde que soltaste esa primerísima frase a mí se me heló la sangre y supe que ya no habría cómo detenerte y que el desastre estaba cantado, Aquí pasó algo, insistías con una convicción conmovedora y husmeabas por todo el gimnasio como si fueras sabueso, rastreabas pistas por aquí y por allá mientras yo bregaba a convencerte de que nos fuéramos para otro lado, Vamos Agustina, le decía el Midas con disimulo para que los de súper rumba no lo escucharan, Ven, dejemos la cosa de este tamaño, más bien te invito a ver Flash Dance, esa película que hace un rato querías ver, ¿me estás escuchando?, Flash Dance, Agustina, ¿te suena? Pero no, quien dijo miedo, estabas resuelta a encontrar en serio a la Dolores así se hubiera escondido en el culo del mundo y no ibas a cejar hasta dar con ella viva o muerta, Agustina se fue agitando e inquietando cada vez más hasta que soltó lo de que Aquí pasó algo horrible, cuenta el Midas McAlister que no sabía dónde meterse cuando delante de sus clientes la mentalista que él mismo había llevado para que apagara el incendio se puso en cambio a azuzarlo, empezó a ver sangre, Veo mucha sangre, decía Agustina y el Midas hacía lo posible por disuadirla, No, Agustina, sangre no, honestamente te digo que sangre no hubo, y era verdad, reina mía, no sé de dónde sacaste que sangre si la Dolores no derramó ni una gota, la pobre se reventó por dentro pero sangre, lo que se dice sangre, de eso no hubo, te lo juro por Dios cuando ya para qué te voy a mentir, y sin embargo Agustina insistía, ya se había desbocado por ese carril y no había quién la detuviera, Veo sangre, veo sangre, sangre inconfesable inunda los canales, Pero por favor, Agustina, qué canales ni qué canales, piensa bien antes de decir disparates, A esa mujer la mataron aquí, aquí, revelaba Agustina, y la mataron a patadas, A patadas no, Agustina, mediaba el Midas, contrólate, muñeca, trata de moderar un poquito el tono, y en eso tampoco te mentía, mi niña, lo de las patadas hacía parte de otra película pero en el batuque de esa coctelera que es tu cerebro todo se convierte en un solo mazacote, patadas las que el espanto de tu padre difunto y el bestia de tu hermano Joaco le quieren dar al Bichi por andar mariconeando, pero que yo sepa a la Dolores lo único que no le dieron esa noche fue patadas, pero tú, Agustina mía, andabas encaramada en tenacísimo trance adivinatorio y de ahí no había quién te bajara, en fin, para qué te sigo informando sobre el formidable desastre que organizaste, qué objeto tiene que a estas alturas entremos a contabilizar pérdidas y destrozos, De lo que sí quiere hablarle el Midas es de la epopeya que fue sacarla del Aerobic’s una vez que alcanzó la fase superior del delirio consumado, Es que ni oías ni veías ni mucho menos querías saber de razones, traté de llevarte en moto a mi apartamento pero no sé si te haces una idea de los malabarismos que se requieren para encaramar en una moto a alguien que convulsiona y fibrila como un azogado, así que con el dolor del alma dejé mi venerada BMW R-100-RT en el Aerobic’s, pedí un taxi, te llevé hasta mi santuario y te abrí las puertas, pensé que quizá en la serenidad de mi dormitorio y con otro golpecito de maracachafa a lo mejor te calmabas, Ven, Agustina bonita, acuéstate en mi cama y yo te tapo con mi manta de vicuña nonata, ¿has visto qué suave?, sí, supongo que tienes razón, la vicuña nonata debe estar prohibida por cuanta sociedad protectora de animales, pero no te preocupes que a mi dormitorio esas sociedades por lo general no tienen acceso, y qué tal si te sirvo un Baileys con par hielos y nos vemos una peli por Betamax, dime qué opinas de eso, entiendo, te parece empalagoso el Baileys y baja la resolución de la pantalla, bueno, pues a la mierda el Baileys y el Betamax, no es cosa de pelearnos por eso, entonces espera que aquí tengo lo último en canciones, The girl is mine de Michael Jackson y Paul McCartney, ¿acaso no la has escuchado?, pero bonita, no estás en nada, si esa canción ya se tomó al planeta y el par que la canta se embolsicó una millonada, ¿qué pasa, no te gusta, prefieres que la quite?, mierda, Agustina, qué vaina tan agotadora, esa jodida cosa psíquica te vuelve de verdad insoportable, El Midas ya no sabía qué hacer con ella ni cómo aquietar su arrebato, Te llevé a mi baño, muñeca, que para mí es algo así como la quintaesencia del hedonismo, casi todo lo bueno que me ocurre en esta vida, me ocurre entre ese baño que en sí mismo es tan grande como un apartamento modesto del San Luis Bertrand y que está íntegramente enchapado en granito negro Kalopa Black importado de Malawi, con su sauna finlandés impregnado de olor a abedul, su poderoso ventanal por donde entra todo el sol de la mañana, su pila de revistas Newsweek, Time y Semana al lado del inodoro y sobre todo sus dos lavamanos gemelos, uno al lado del otro, en realidad nunca he sabido para qué sirve tener dos como no sea para lavarse simultáneamente una mano en cada uno pero en todo caso me produce un placer casi orgásmico tenerlos ambos, Así que el Midas trata de introducir a Agustina en las delicias del vapor y del agua, seguro de que eso obrará el milagro, pero ella ciertamente no es del mismo parecer y opone una resistencia épica que los deja a los dos empapados de los pies a la cabeza, Y ahora qué hago contigo, nena malcriada, criatura indómita, te vas a morir de frío y de fiebre con esa ropa mojada, pero de repente el Midas tuvo una idea, o más que una idea fue un fogonazo que en medio de tanta oscuridad le alumbró por fin las entendederas, Cómo me gustaría estar solo, pensé, y ante la mera posibilidad sentí un infinito alivio, cómo me gustaría estar solo en el silencio de mi cuarto, y al dejarme llevar por esas ganas radicales de independencia me di cuenta de que ya se me habían agotado por completo el mesianismo y la misericordia con respecto a ti, y ni corto ni perezoso llamé al Rorro, ¿Que quién es Rorro? Cómo que quién es Rorro, pero por Dios, Agustina, si tú sabes bien quién es Rorro, el bueno del Rorro, mi mano derecha en el gimnasio, un camaján de uno noventa de estatura y dos centímetros de frente, un Charles Atlas escaso en luces pero más bueno que un pan, el que se ocupa de todo lo que es strech, pesas y spa, no me la pensé dos veces porque sé que no hay nada que ese man no esté dispuesto a hacer por mí, así que lo llamé y le dije Venite, Rorro, sacame de un embrollo, haceme la caridad. En ese momento de extrema anarquía había para mí una sola cosa más clara que el agua, Agustina corazón, y era que te quería fuera de mi dormitorio, fuera, fuera, sumamente fuera, absolutamente fuera, estabas gritando en el único sitio donde yo exigía mutismo absoluto, estabas sembrando el desbarajuste en el único rincón que a mí me gustaba mantener ordenado, te habías zafado en plan descontrol justo entre esas cuatro paredes donde yo mantenía todo controlado, Detente, bonita, caos en mi paraíso particular es más de lo que puedo tolerar, de verdad no veo la hora de que el Rorro te lleve lejos de aquí, necesito tirar frescura y recuperar un ritmo saludable, aflojar tensión con un poderoso golpe de jacuzzi y después prender la chimenea con un click del control remoto, y así desnudo y ante el fuego como un Adán en su caverna primigenia, fumarme un varillo de Santa Marta Golden y dedicarme a olvidar, a dejar la mente en blanco y a volar por el plácido vacío de la inmensidad azul, El Midas McAlister logró establecer que el primer paso por dar era llamar al Rorro para que viniera por Agustina, la duda se le presentaba con respecto al paso número dos, adónde diablos mandarla, ¿Devolverte donde tu madre, así loquita como estabas, indefensa y con el corazón expuesto?, No, desde luego que no, esa salida en falso la descarté de entrada, no me la hubieras perdonado nunca y de algo tan cruel no soy capaz ni yo. ¿Mandarte sola a tu apartamento, y que allá te acompañara Rorro hasta que regresara de Ibagué tu marido, el bueno del Aguilar, que según parece es el loquero más abnegado de la ciudad?, ésa no era mala iniciativa, es más, sin duda era la mejor, o la única buena, pero resultaba impracticable porque yo no tenía idea de dónde vivías, no me habías dicho dónde quedaba tu apartamento y ya te imaginarás que en esos niveles de desmadre neuronal que manejabas, preguntártelo hubiera sido perder el tiempo. ¿A un hospital, entonces? El Midas se lo sugirió a Agustina, quiso saber si a ella le parecía bien que la mandara a una clínica psiquiátrica y ella, agarrando al vuelo cada una de sus palabras, como si de hablar sólo sánscrito o ruso pasara a una súbita comprensión del español, lo abrazó y le rogó que a un hospital no, que cualquier cosa menos un hospital, a lo mejor tenía miedo de que allá la encerraran de por vida, que le chamuscaran la mollera a punta de electroshocks, que la empastillaran para siempre como a una Bella Durmiente, No sé qué era lo que tanto te aterraba pero me disuadió tu mirada de desamparo y desolación, Ya está, le ordenó el Midas al Rorro, llévatela para un hotel, trátala con todo cariño que ahí donde la ves es un verdadero primor, está un poco agitada pero eso le pasa en un dos por tres, toma, Rorro, aquí mi número de tarjeta para que la alojes en el Wellington, allá me conocen y tú les dices que otro día paso a firmar, te encierras con ella en una suite, me pegas un timbrazo a reportar misión cumplida y luego esperas instrucciones mías, por ahora llévatela pero óyeme bien, que sea la mejor suite, donde ella pueda comer rico y darse un baño delicioso y acostarse en una buena cama a dormir la chiripiorca hasta que se le pase, tú cuídala esta noche, mi fiel amigo Rorro, y mañana, si se despierta en forma, me la vuelves a traer. Pero el hombre propone y el diablo dispone y ése fue un día tan definitivamente cagado que ni aun así; dice el Midas que pese a la excelencia de la Santa Marta Golden que se fumó bien despacio y dejándola penetrar hasta la raíz de su personalidad, el remordimiento lo acosaba y trataba de no dejarlo en paz, Ya había logrado sacarte de mi sancta sanctorum, Agustina niña mía, y ahora bregaba a empujarte fuera de mis pensamientos también, pero tú te las arreglabas para regresar una y otra vez y en medio de las ondulaciones y las caricias de aquel humo dorado, me asediaba la conciencia un zumbido de moscardones incómodos, y esos moscardones eran ciertos momentos del pasado que parecían calcados de este que vivíamos ahora, casi como una duplicación, no sé, Agustina mi reina, supongo que mirando hacia atrás podrás decir con toda justicia que siempre te dejé sola cuando necesitaste de mí, que te he salido falseto en todo momento crítico. Sonó el teléfono y el Midas respondió enseguida, Pensé que sería el Rorro para avisarme que todo cool y bajo control, y sin embargo no, no era el Rorro, era una voz femenina y anónima la que sonaba al otro lado, Señor Midas McAlister, ¿usted se acuerda de mí? Yo qué me iba a acordar, Agustina bonita, si era una voz irreconocible, definitivamente desconocida para mí, mejor dicho yo ni puta idea y tronado de la traba como estaba sí que menos, y entonces la dueña de esa voz me empezó a recordar quién era ella, Hace un tiempito fui a su Aerobic’s con dos primas ¿se acuerda de mí?, y yo pensando qué dos primas ni qué ojo de hacha, de qué mierda me estarán hablando, Pero qué mala memoria, señor McAlister, y yo, luchando por despabilarme, Allá llegamos las tres a matricularnos y usted nos recomendó que mejor nos fuéramos para otro lado, ¿ya se va acordando?, Ah, sí, cómo no, cómo no, yo le soltaba vaguedades como ésa, todavía inocente de la que se me venía encima y rescatando con dificultad de las brumas del pasado la imagen de esas tres cocos de oro enfundadas en lycra tornasolada que se bajaron de un convertible color verde limón, Ah, sí, le dije, ustedes fueron unas que estuvieron preguntando por las clases y que al final resolvieron matricularse más bien en otro lado, No señor, no resolvimos, fue usted quien resolvió que en su establecimiento no nos recibía, pues me alegro que lo recuerde y lo llamo para informarle que mi primo Pablo se acuerda también, y le cuenta el Midas a Agustina que al escuchar el nombre de Pablo le pasó de un tirón toda la escena por la cabeza tan clara como si la estuviera viendo por televisión, y antes de que pudiera responder ni mu, la mujer le soltó redonda la maldición y después colgó. ¿Que cuál maldición? Bueno, una como para dejar temblando al más templado: simplemente lo llamo, señor McAlister, le dijo por teléfono la mujer, para transmitirle una razón de mi primo Pablo, Pablo le manda decir que las ofensas contra la familia son las únicas que él no perdona. ¿Quieres saber qué hice entonces?, le pregunta el Midas a Agustina, pues nada, nena, me eché a temblar.

Cuando vi que Anita me enviaba un mensaje por el beeper, cuenta Aguilar, me sorprendió constatar que le había dado el número, hubiera jurado que no, esa primera noche que conversé con ella andaba yo tan absorto en la reconstrucción policial del famoso episodio oscuro del hotel, que si le pasé mi número de beeper ni cuenta me di, pero ahora que me encontraba desayunando en casa de Marta Elena con mis dos hijos volvía a recibir noticia de la inolvidable Anita, en realidad bastante olvidada por mí durante esas treinta y dos horas de todos los infiernos que me había tocado vivir desde que la dejé en su barrio Meissen, dice Aguilar que mientras calentaba arepas y freía huevos para Toño y Carlos, que en media hora saldrían hacia la escuela secundaria donde estudiaban, recibió un mensaje de Anita que decía textualmente así, «Tengo datos para usted urgente nos encontramos en Don Conejo hoy 9 p. m. firmado Anita la del Wellington es sobre su mujer yo sé que le interesa», y mi reacción fue curiosa, confiesa Aguilar, inmediatamente pensé que sí, que asistiría a la cita, pero lo que me motivaba no era el interés por Agustina, a decir verdad en ese momento, por primera vez desde que la conozco, mi interés por Agustina hibernaba a varios grados bajo cero, es decir que de mi mujer no quería saber más; después de tantos días y noches de no pensar absolutamente en nada distinto a ella, de golpe y porrazo se había borrado como por arte de magia de mi pobre cabeza saturada de insultos, de indiferencias, de celos, de angustias; Sí, pensó Aguilar, ciertamente me interesa esta cita que me envían por beeper, pero no por Agustina, sino por la propia Anita. La razón por la cual me encontraba de mañana donde Marta Elena, aclara Aguilar, es que allá había pasado la noche, mi hijo Toño durmió en el sofá de la sala para cederme su cama y por primera vez desde que me separé de mi ex mujer me quedé a pasar la noche en su casa, es decir en la casa que fue nuestra y ahora es de ella y de los muchachos, dice Aguilar que quisiera explicar por qué terminó haciendo una cosa contraria a su costumbre, lo que sucedió fue esto, durante todo el día siguiente a la escena aquella de la casa dividida, Agustina permaneció sumida en un sueño abismal, equivalente en intensidad a la actividad frenética que había desplegado durante la noche pero de signo inverso, y hacia el atardecer, cuando se levantó, volvió a la carga con la misma historia de la línea divisoria, otra vez todo el montaje, idéntico en ansiedad y en ferocidad, la frontera imaginaria, la visita del padre, los insultos esta vez en todos los idiomas, Me gritó Atrás, cosa inmunda; Filthy thing; Out, dirty bastard; Vade retro, Satana; Fuera basura, hasta que ya no pude más, Está bien Agustina, si quieres que me vaya me voy, le dije y me fui. Expulsado de mi propia casa por una conspiración de mi mujer loca y mi suegro muerto, y sin un centavo entre el bolsillo, ¿a quién podía pedirle posada como no fuera a mis hijos y a mi antigua señora? Marta Elena, tan confiable, tan responsable, tan predecible, todavía bonita pese a que ya adquirió empaque de señora, pese a los veintiséis años trabajados día tras día en la misma empresa, sin saltarse un solo día ni llegar tarde a la oficina, Marta Elena la madre extraordinaria, la compañera de militancia, la de la adolescencia compartida, Marta Elena, tan sólida, tan buena, mi gran amiga a lo largo de la vida, nunca he podido saber cuál fue el conjuro que me cayó encima haciéndome dejar de amar a Marta Elena; cuando me desperté en su casa caí en cuenta de que por primera vez en una infinidad de noches había dormido tranquilo, luego escuché las voces aún soñolientas de mis hijos que empezaban a moverse descalzos por la casa y la voz serena de Marta Elena que con órdenes escuetas ponía en marcha el día, No hagan ruido que despiertan a su padre; Toma tu camisa, Toño, ya te la planché; Carlos, lleva los tenis que hoy tienes gimnasia en el colegio. Por un instante me quedó clarísimo que justamente ésas, y no otras, eran las voces de la felicidad y que lo bueno en este mundo era escucharlas al despertar, Aguilar abrió los ojos y encontró que en torno a sí, en esa habitación que le había cedido su hijo Toño, salvo pocas excepciones no había objetos que él no conociera, o que él mismo no hubiera puesto allí, que no le hablaran de su propia historia, que durante años no hubieran permanecido en su lugar, Buenos días niños, buenos días Marta Elena, gritó todavía desde la cama. Mi ex mujer me pidió que la ayudara con el desayuno y por un momento tuve algo así como un desdoblamiento, confiesa Aguilar, me vi a mí mismo como si nunca hubiera dejado de calentar las arepas para mis muchachos en las madrugadas, y me gustó tanto eso que vi, que me pregunté por qué en la realidad no habría funcionado, dónde había estado el quiebre, por qué si allí crecían mis hijos y permanecía a la espera una mujer que todavía me amaba y conservaba intacto mi lugar como si algún día fuera a regresar, me pregunté por qué coños andaba yo dando vueltas absurdas por otro lado en pos de lo que no se me había perdido; claro que recordaba vagamente el sentimiento de insatisfacción que me había sacado de allí e impulsado a buscar por fuera, lo recordaba, repito, pero sólo vagamente y no le encontré justificación posible, en ese preciso momento todo me invitaba a quedarme en este lugar donde pese a mis cuatro años de ausencia siempre había estado presente, me invadió con fuerza inusitada la sensación de que todas las piezas del rompecabezas de mi vida casaban en esta casa que pese a haberla abandonado nunca había perdido; todo me impulsaba a regresar, confiesa Aguilar, todo salvo el entusiasmo, y en ese momento de desdoblamiento el entusiasmo no me pareció un factor demasiado importante. Los muchachos partieron hacia el colegio y Aguilar le pidió permiso a Marta Elena para darse un duchazo, ella accedió especificando que lo hiciera en el baño de ellos y luego se arrepintió, En ése los niños no dejaron agua caliente, dijo, mejor dúchate en el mío, así que entré al baño de Marta Elena y empecé a desvestirme sin atreverme a cerrar la puerta, parecía muy absurdo hacerlo, total si durante diecisiete años me había desvestido delante de esta mujer, por qué no iba a hacerlo ahora, Aguilar se sintió extraño, a través de la puerta entreabierta alcanzaba a ver que Marta Elena terminaba de arreglarse, sentada sobre la cama se estiraba unas medias veladas sobre las piernas y Aguilar tuvo la sensación, y aclara que más bien habría que llamarlo vértigo, de que ésa era la imagen que quisiera ver a la mañana durante los días que le quedaban de existencia, ahora Marta Elena se ajustaba la falda, se ponía los aretes y luego se calzaba, lo curioso es que debía estar pensando lo mismo que yo, porque tampoco ella cerró la puerta. Me di una ducha rápida, creo que básicamente por temor a que ella terminara de arreglarse y me gritara desde el cuarto que ya se iba, me dolió la idea de que se fuera, me sentía bien con ella, pensé que me gustaría estar todavía allí cuando regresaran los muchachos del colegio y bajar con ellos a jugar básquet a la cancha del barrio y regresar ya con hambre a preparar los ravioli que le gustan a Carlos, preguntarle a Marta Elena cómo le fue en la oficina y pensar un poco en otra cosa mientras ella me cuenta con leves variantes el mismo cuento que ya conozco de memoria. Así que Aguilar se pegó una ducha rápida, luego empezó a vestirse con la ropa del día anterior pero se detuvo, abrió las puertas del clóset de Marta Elena y confirmó su sospecha de que allí debía seguir colgada buena parte de su ropa, toda la que no se llevó cuando se mudó solo a las Torres de Salmona, y en efecto ahí estaba; sus camisas escocesas, sus pantalones de dril, su vieja chaqueta de cuero.

Hoy Nicolás Portulinus fríe salchichas para la cena y se las sirve en un plato a su hija menor, Eugenia, Eres un duende del bosque, mi pobre nena Eugenia, le dice, eres un duende silencioso y recluido en su cueva. Están solos los dos, el padre y la hija, en la cocina enorme, apilados contra las paredes se ven los bultos de naranja que trajo hoy el mayordomo y los racimos de guineo cuelgan de las vigas del techo, Eugenia exprime naranjas en un pesado exprimidor de hierro atornillado a la mesa, del cual no sólo sale el jugo que va llenando la jarra sino que además se desprende un intenso olor a azahares, Nicolás Portulinus mira a los ojos a su hija menor, Eugenia la extraña, le pregunta ¿A ti también te hace llorar el olor a naranjas?, y le cuenta, Hoy la carretera amaneció alfombrada de naranjas aplastadas contra el asfalto, durante la noche se fueron cayendo de los camiones repletos y las ruedas de los autos les pasaron por encima, estuve un buen rato sentado a la orilla de la carretera, pequeña Eugenia, y el olor a naranjas era muy, muy triste, y era muy, muy persistente. Eugenia lo observa mascar la comida con mandíbula pesada y nostálgico rumiar de vaca vieja y piensa con alivio Gracias al cielo, hoy padre no está raro. En Sasaima celebran las fechas patrias del 20 de Julio, a las sirvientas les han dado la noche libre y Blanca, Farax y Sofi bajaron al pueblo para presenciar el desfile y los fuegos artificiales, después asistirán al baile comunal y han anunciado que llegarán tarde, claro que si el jolgorio amerita quizá no regresen hasta las siete y ocho de la mañana del día siguiente porque la tradición invita a cerrar la fiesta al amanecer con desayuno colectivo en la plaza de mercado, el alcalde, que es conservador, ha anunciado que este año se repartirán tamales y cerveza gratis. En casa han quedado solos Nicolás y Eugenia, a quien la madre llamó aparte antes de partir para encomendarle que cuidara al padre y le pronosticó que esta vez la tarea sería fácil, Está tranquilo, le dijo, basta con que no lo pierdas de vista hasta que se duerma, y es en efecto uno de esos ratos serenos y cada vez más escasos en que el padre está bien e incluso conversador; como Eugenia no está acostumbrada a que su padre le dirija la palabra, titubea y no sabe qué responderle. Pese a que ya dieron las nueve de la noche, el padre todavía no flota en un pesado anticipo del sueño como suele suceder, sino que está despierto y en su rostro se dibuja algo parecido a una sonrisa, hoy padre suelta risitas, gorgoritos, mientras fríe salchichas en la cocina, se las sirve en un plato a su hija menor y parece reconciliado con el reino simple de lo cotidiano, Eugenia lo mira y respira hondo como si de verdad descansara de una carga extenuante, Padre está raro, suelen decir las niñas cuando lo sienten deslizarse hacia esas zonas turbias donde no lo alcanzan, padre está raro, y nadie sabe la agonía que hay en la voz de un niño que dice esa frase. La primera vez que Eugenia cree haber percibido la rareza de su padre se remonta a sus cinco o seis años, ella jugando con caracoles de río y él cerca, ocupado en limpiar la hojarasca que obstruye uno de los canales por los que baja el agua hasta la casona, y como el sol pega fuerte el padre lleva un gorro de paja para protegerse la cabeza, pero no es un solo gorro; la niña Eugenia suspende su juego, inquieta, cuando nota que no es un solo gorro lo que lleva el padre sino dos, uno alón de paja sobre otro de tela más pequeño, ella cree recordar que fue horrible comprender de repente que en su padre había algo irremediablemente raro, algo que no dejaba de ser grotesco, así que se le acercó para tratar de quitarle uno de los dos gorros como si eso solucionara el problema de fondo y él la miró con ojos de no verla, ojos de infinita distancia, y desde entonces Eugenia piensa en términos de doble gorro cuando padre está raro, padre está doble gorro, se dice a sí misma, y la sacude un vértigo. Pero hoy padre no está doble gorro y después de la cena se sientan juntos en las mecedoras del corredor que da sobre el río, mejor dicho sobre la hondonada por cuyo fondo corre el río Dulce, que en esta noche patriótica del 20 de Julio no es más que una oscuridad que se desliza y suena bajo un cielo quieto que cada tanto se enciende con los estallidos de pólvora de la fiesta lejana, Allá, donde truenan los cohetes, dice el padre, allá están mi linda Blanca y mi joven Farax, tal vez tengan las manos entrelazadas mientras sus ojos se llenan de estrellas artificiales, y como Eugenia lo escruta, tratando de descifrar si en su alma se está incubando un nuevo brote de delirio, padre la tranquiliza con un par de caricias torpes y pesadas en el pelo negrísimo, No te preocupes, hija, le dice, lo que pasa es que ellos no tienen el don de lo literario, a ninguno de los dos les ha sido revelado el sentido de lo trágico, se necesita ser fuerte, como tu padre, para no querer resolver el conflicto en favor propio, debemos ser generosos, hija mía, la generosidad es lo que se impone en este caso. Eugenia, que está muy pálida, casi transparente y hundida en su mecedora, no capta el sentido del discurso del padre pero eso no la alarma, está acostumbrada a no entender casi nada de lo que él dice, en esta noche serena las chicharras y los grillos arman mucho escándalo, quizá demasiado, Eugenia teme que atosiguen los oídos del padre, ya de por sí abrumados por el zumbido permanente del tinitus, y como si le adivinara el pensamiento el padre le habla del eterno murmullo enclaustrado en sus tímpanos, Tu madre dice que es tinitus pero se equivoca, es un ruido de origen extraterrestre que no parece emanar de un punto fijo del espacio sino de todas las direcciones al mismo tiempo, Padre, trata de explicarle la niña, sólo son los gritos de las chicharras, Estas mujeres, dice condescendiente Nicolás Portulinus moviendo de un lado al otro la cabeza, llaman chicharras y llaman tinitus al eco milenario de la creación del universo. Y después se mece hasta adormecerse, grande, blando y feo en su bata de seda negra con maraña de ramas estampada en verde, Feo pero tranquilo, piensa Eugenia y su pensamiento se ve confirmado por la letanía de ríos de Alemania que le escucha murmurar; el Lahn, el Lippe, el Main, el Mosela, el Neckar y el Niesse, reza el padre medio sonámbulo ya, en un momento parece despabilarse y le dice a la hija En Alemania tengo una hermana muy bella que se llama Ilse, ¿lo sabías?, Sí, padre, le contesta Eugenia pero padre ya está otra vez con su listado alfabético, el Oder, el Rin y el Ruhr, Tenía razón mi madre, piensa Eugenia mientras se va entregando ella también al sueño, hoy padre no está raro. Por eso es grande el sobresalto unas horas después, ella no sabe cuántas, cuando escucha el vocerío que sube desde la negrura del río, los gritos de Nicasio el mayordomo y de su mujer Hilda, ese largo Lo encontraaamooooos que resuena al fondo, detrás del escándalo de chicharras, debajo del centelleo de fuegos artificiales que ya está mermando, Lo encontraaaamoooos, y Eugenia se percata de que el padre ya no está en su mecedora, que de él sólo han quedado sus pantuflas y su bata de seda y corre a buscarlo por la casona, primero en su dormitorio pero la cama aún tendida indica que por allí no ha pasado, luego en el baño pero las toallas, que permanecen en su lugar, dan testimonio de que no las ha tocado, la sala del billar, el comedor inmenso y vacío, la cocina con las cáscaras de naranja aún apiladas sobre la mesa y el olor a azahares todavía vivo, silencioso el salón del piano donde Eugenia se sobresalta al toparse cara a cara con el mayordomo Nicasio que ha salido de la nada como si fuera un espanto, Encontramos al profesor Portulinus en el río, lo encontraron los de Virgen de la Merced y vinieron a avisarnos, estaba allá abajo, por Virgen de la Merced, a unos dos kilómetros de aquí, lo encontraron desnudo y sin vida en una ensenadita de piedras y ya traen su cuerpo, el río lo arrastró y lo dejó arrumado en un remanso. Entre gallos y medianoche Eugenia cree recordar una lenta ceremonia a la luz de una antorcha a la orilla del río, pero el peso específico de ese recuerdo se difumina bajo la carga aplastante de la culpa, Por mi culpa, por mi culpa, por mi grandísima culpa, le grita por dentro una voz a Eugenia, por culpa de mi descuido estamos enterrando a padre hinchado y verde y a escondidas, por culpa de mi descuido padre se tragó entera el agua de todos los ríos, me quedé dormida y por mi culpa se ha ahogado mi padre, yo lo he matado en sueños, el tinitus de sus oídos resonará por siempre en mi alma, aturdirá mi alma cada día de mi vida recordándome su despedida, Cruz no le pongan, diría quizás la voz extraviada de su madre Blanca, Cruz no le pongan, sólo una piedra, una piedra más entre las muchas piedras que ruedan por la memoria borrada de Eugenia. Cruz no le pongan y cruz no le pusieron, nada que identifique el lugar del entierro, y sólo días después recupera Eugenia la nitidez del recuerdo al verse a sí misma en medio de una escena familiar tan estática que más parece una fotografía, en torno a la mesa del comedor están sentados su hermana Sofi, Farax, su madre y ella, Eugenia, que escucha a su madre anunciar en un tono cordial, sedante, el tono de quien espera que la vida siga pese a todo, Niñas, su padre ha regresado a Alemania, donde se quedará no se sabe por cuánto tiempo. Eso es lo que les comunica Blanca, la madre, de manera inequívoca y contundente y sin derecho a apelaciones, ¿Padre se fue a Alemania sin despedirse?, pregunta Eugenia, que ya no sabe qué hacer con su propio sueño de entierro y antorchas a la orilla del río, no sabe qué hacer con la enumeración de ríos de Alemania que esa noche padre murmuraba como si fuera una oración fúnebre, Si padre está en Alemania entonces dónde está la noche aquella en que se dejó tentar por el llamado del río, quién se soñó el sueño de que mi padre bajaba al río por descuido mío, que no supe detenerlo, que fui la culpable por quedarme dormida, padre regresó a Alemania pero dejó aquí su gran dolor, sus horas de tribulaciones, su cabeza obnubilada, si padre volvió a Alemania entonces quizá no tenga la culpa ella, Eugenia, tal vez si está tranquilo allá en su tierra, padre le haya perdonado el horrendo descuido, si padre está lejos y a salvo, el tropel de las culpas de Eugenia quizá se calme, se mitigue, se apague y ella pueda descansar, a veces Eugenia siente que no ha vuelto a dormir desde esa noche de fuegos artificiales en que se durmió cuando no debía, Sí, dice en la mesa del comedor de Sasaima la niña Eugenia, sí, sí, sí, dice y repite, padre sí se fue para Alemania sin avisarnos y quién sabe cuándo vuelva, si es que vuelve algún día. ¿Y Farax? ¿Qué fue de Farax, desaparecido casi antes de aparecer del todo, ese Abelito Caballero que espejea en un sueño escurridizo que con el despertar se esfuma? Tras terminar de leer los diarios y las cartas del armario Aguilar no tiene clara la respuesta, a partir de cierto punto se le han borrado Farax y Abelito como si hubieran sido escritos con tinta deleble; Aguilar le pregunta a la tía Sofi qué fue de la vida de Farax, Dígamelo usted, Sofi, si usted no lo sabe no lo sabe nadie porque la abuela Blanca no vuelve a mencionarlo en sus memorias, simplemente lo deja de lado como si no hubiera existido nunca, Yo calculo que Farax debió permanecer con nosotras en la casona de Sasaima unos tres o cuatro meses más a partir de la fecha en que mi padre regresó a Alemania, contesta tía Sofi, unos tres o cuatro meses hasta que un día no amaneció más allí, agarró su chaqueta de alpaca, su viejo morral y sus soldaditos de plomo y se fue por donde había venido, es decir por el camino de Anapoima, tal vez no encontró sentido en quedarse porque ya no había quién le enseñara piano, o tal vez se negó a aceptar la demasiada herencia que le legó mi padre, tal vez nunca amó a mi madre o la amó demasiado, tal vez leyó en mis ojos o en los de Eugenia expectativas que lo desasosegaron, quién sabe qué habrá sido, sólo me consta que Farax quedó tan atrás como los días de nuestra adolescencia y que Abelito Caballero desapareció un buen día como había desaparecido mi padre, igual que mi padre pero por el camino y no por el río, yo sólo sé que de ninguno de los dos, mejor dicho de ninguno de los tres volvimos a saber nada porque mi madre nunca dio explicaciones ni mencionó más sus nombres.

Me estaba poniendo uno de esos viejos pantalones míos que permanecían guardados en el clóset de Marta Elena, dice Aguilar, cuando escuché voces de mujer en la sala, una la de la propia Marta Elena y la otra también familiar pero de momento irreconocible, luego una tercera voz femenina, ésta de mujer mayor, parecida a la de tía Sofi, pensé que tal vez sería Margarita, la madre de Marta Elena, aunque me extrañó porque sabía que la enfermedad la mantenía recluida en su propia casa, así que Aguilar, todavía sin camisa ni zapatos, se ocultó tras la puerta de la habitación y se asomó para descubrir que quien hablaba en la sala era en efecto la tía Sofi, y que estaba con Agustina. Ante una Marta Elena que no salía del asombro y que pretendía pasar por condescendiente y una tía Sofi que no hallaba cómo comportarse, allí estaba mi Agustina convertida en una especie de asistenta social, o en el mejor de los casos de vecina entrometida y acuciosa, hablándole a Marta Elena en un tono raro, digamos que impersonal pero imperativo, mejor dicho dándole órdenes, o tal vez explicándole con mucha pedantería todo lo que está fuera de lugar en su casa según la ciencia del feng shui, Agustina era una experta en feng shui y asesoraba a una aterrada Marta Elena sobre cómo debía reorganizar su casa. Dice Aguilar que Agustina empezó a moverse por todos lados sin ser invitada, entraba y salía de las habitaciones de los muchachos hablando a unas velocidades exasperantes, a Aguilar le dio un vuelco el corazón cuando comprendió que en unos segundos Agustina entraría al cuarto de Marta Elena y lo encontraría allí recién bañado y a medio vestir, En un principio tuve un impulso de amante clandestino de película barata y fue esconderme debajo de la cama pero enseguida me vino el pálpito; lo que inicialmente fue sobresalto y pánico ante la idea de que Agustina me descubriera, se convirtió para mí en la absoluta felicidad de ese pálpito, en la sonrisa de oreja a oreja que debió pintarse en mi cara cuando así como de rayo comprendí lo que estaba sucediendo, Agustina me está buscando, pensé, Agustina ha venido hasta acá a recuperarme, me echó de menos anoche y hoy ha venido por mí. De ahí en adelante, dice Aguilar, toda la escena me fue leve y llevadera, yo diría que feliz pese a lo surrealista, pese al susto de Marta Elena y al sobresalto de la tía Sofi, que trató como pudo de explicarme que le había sido imposible impedir que Agustina se saliera del apartamento, ¿Y cómo supo ella que yo estaba aquí? No sé, muchacho, simplemente lo supo, bueno, no era difícil imaginarlo, Está bien, tía Sofi, le dije y en realidad estaba sumamente bien, yo no cabía en mí de la alegría de saber que a su loca manera Agustina había venido a buscarme, dice Aguilar que se quedó quieto donde estaba, o sea parado contra la puerta del dormitorio, donde Agustina entró como una exhalación pasando frente a él sin voltear a mirarlo como si fuera un fantasma, porque ahora lo de ella era criticar muebles, descartar floreros, le ordenaba a Marta Elena cambiar de color las paredes, A quién se le ocurre pintar una casa toda entera de este amarillo pasmado, sólo a alguien muy anticuado y aburrido, Lo siento mucho, señora —a Marta Elena siempre la llamó señora, ni una vez por su nombre— pero todas las camas de este lugar están mal orientadas, es pésimo para el equilibrio interior poner las cabeceras hacia el sur, eso hasta usted debería saberlo, sería conveniente que incrementara el chi madera para que circule por su casa la energía norte, hasta se inmiscuyó en el armario de Marta Elena calificándolo de desordenado y le recomendó deshacerse de tanto zapato gastado y de toda esa ropa pasada de moda, Así se ve más vieja, señora, deje de vestirse de negro a ver si supera esa cara de luto que lleva, A ver, a ver, qué tenemos por aquí, dijo cuando vio ropa mía guardada, Ah, esto sí que no, si ya se le fue el marido, señora, lo mejor es que le devuelva su ropa y que recupere el espacio, no se exponga a que cuando consiga uno nuevo se sienta incómodo al encontrar su lugar ocupado, Yo no sabía si llorar o reírme, dice Aguilar, de verdad no sabía si Agustina estaba delirando o sólo fingiendo para atormentar a Marta Elena, Mire, señora, estos cajones atiborrados de corotos inservibles no tienen presentación, así lo único que logra es bloquear el chi y debilitar la energía yang. Era tan payaso todo lo que sucedía, dice Aguilar, que un par de veces tuve que contener la carcajada, como cuando Agustina denostó de un óleo que estaba colgado en la sala y ordenó quitarlo inmediatamente de allí, y en medio de todo yo me regocijaba pensando que tenía razón, que era realmente deplorable ese cuadro que yo siempre odié y que Marta Elena impuso sistemáticamente en la sala de nuestras sucesivas viviendas, Por momentos la escena hubiera sido exultante si mi ex no se hubiera mostrado tan disgustada, Por Dios, Aguilar, ¿qué le pasa a tu mujer?, me preguntó entre dientes en un instante en que quedamos solos, No sé qué le pasa, Marta Elena, le pasa que está delirando, le contesté, yo que nunca le había confesado lo serio que era el problema mental de Agustina, a lo mejor le había soltado de paso algo así como Agustina se deprime, o un Agustina es muy nerviosa, pero no le había dicho al respecto ni una palabra más, con el resultado de que ahora, sin previo aviso y en la propia casa de Marta Elena se desataba este vendaval, Para qué cama doble, señora, se le come todo el espacio y según entiendo usted duerme sola, No había quién detuviera a mi juguete rabioso, dice Aguilar, ni quedó un solo objeto con el que no se metiera, si eran las plantas, mal estas de hojas puntiagudas y mejor consígase unas de hojas redondeadas, y para ese muro mi recomendación es que cuelgue un espejo bagua rodeado de trigramas, Póngalo ya mismo para evitar una tragedia, sentenciaba Agustina y al pronunciar la palabra tragedia su voz vibraba un poco, como si la pronosticara. Marta Elena le llevaba la corriente quitando cuadros y colocando espejos y me miraba con compasión, con miedo, con desconsuelo, hasta que en determinado momento me rogó Llévatela de aquí, Aguilar, siento mucho lo que te está pasando pero llévatela, solucionen el drama entre ustedes que yo no llevo velas en este entierro. Mientras tanto Agustina se metió al baño, abrió de par en par los gabinetes y llamó a la señora, Oiga, señora, esto está muy mal, usted no tiene por qué tener tantos remedios en casa, la automedicación es nociva para la salud, esta pomada contiene cortisona, no se la recomiendo, y esto tampoco es bueno, no conviene abusar de los antibióticos; Qué divertido, dice Aguilar, ni que Agustina hubiera adivinado mis devaneos con la idea de instalarme de nuevo en esta casa y hubiera venido expresamente a no dejar de ella piedra sobre piedra, ni de la casa ni del devaneo, o quién sabe, es posible que mi Blimunda efectivamente haya adivinado que por un instante yo había empezado a fallarle. La tía Sofi se había dejado caer en un sillón y hacía unos movimientos peculiares, algo así como sucesivos intentos por pararse pero sus piernas se negaban a responderle, Marta Elena se mostraba cada vez más indignada de que yo me tomara aquello a la ligera y quién sabe cómo hubiera terminado el acto si Agustina no me agarra de la mano y dice Nos vamos, y cuando la tía Sofi quiso arrancar detrás de nosotros se lo impidió, Usted quédese aquí un ratico haciendo visita con esta otra señora, que de vez en cuando es bueno dejar que las parejas hagan sus cosas a solas, la tía Sofi no pudo hacer otra cosa que reírse de la cuchufleta y yo por mi parte había vuelto a ser persona, porque era la primera vez, desde el episodio oscuro, que la mujer que adoro daba muestras de necesitarme. Antes de salir, mi juguete rabioso agarró una fotografía mía que estaba enmarcada sobre una mesita y dijo Esto también me lo llevo.

Ésa fue una mañana alegre, dice Aguilar, la alegría sopla cuando menos la esperas. Lo lamento por Marta Elena, que debió quedar enredada en ese amago de esperanza por un instante consentida y en seguida quebrada, pero en cuanto a nosotros, nosotros salimos de su casa contentos, había en la cara de Agustina una expresión liviana que para mí fue pura vida, y Aguilar les anunció, a ella y a la tía Sofi, que no regresarían por el momento al apartamento sino que saldrían ya mismo hacia Sasaima por la autopista a Medellín: Bogotá, Fontibón, Mosquera, Madrid, Facatativá, Albán y Sasaima, Esa carretera está tomada por la guerrilla, objetó la tía Sofi, Sí, pero sólo a partir de las tres de la tarde, Aguilar había estado averiguando, según parece por la tarde empieza la guerrilla a bajar del monte y a esa hora hasta la gente de los retenes cierra y se larga, pero durante la mañana hay algún tráfico de camiones, si vamos y regresamos antes de las tres no pasa nada; Agustina, que viajaba en el asiento de atrás, no dijo ni preguntó ni puso problema, aparentemente aprobaba el viaje a Sasaima cualquiera que fuera el motivo, la tía Sofi en cambio quiso saber cuál era mi propósito, Echarle mano a esos diarios de los abuelos y a esas cartas que usted misma me ha dicho que allí se encuentran, le aclaró Aguilar, Sí, pero también te he dicho que están bajo llave, siempre han permanecido entre un armario cerrado con candado y la llave la guarda Eugenia, ¿Sabe para qué sirve un hacha, tía Sofi?, sirve para destrozar a hachazos los armarios cerrados, aunque a la hora de la verdad no hizo falta ningún hacha porque bastó con darle un buen empujón con el hombro a la doble puerta para que la cerradura cediera y escarbar un poco entre la ropa guardada para que aparecieran el diario del abuelo Portulinus, el de la abuela Blanca y un atado de cartas, pero eso sería después, cuenta Aguilar, por lo pronto apenas íbamos saliendo de Bogotá y en el primer retén me confirmaron lo que ya había escuchado, que el ejército patrullaba más o menos hasta las tres o cuatro de la tarde, se retiraba para ponerse a resguardo y a esa hora bajaba la guerrilla, que campeaba por allí hasta poco antes de clarear el alba. Un tiquete de ida y vuelta a Sasaima, le pidió Aguilar a la mujer del peaje, Van bajo su propia responsabilidad, advirtió ella, de todos modos les aconsejo que estén de regreso antes de la media tarde. Por el camino la tía Sofi me siguió hablando de lo ocurrido en la casa de La Cabrera el día de la patada que le dio en la espalda el señor Londoño a su hijo menor, y por primera vez conversamos abiertamente delante de Agustina sin que pasara nada, dice Aguilar, yo iba vigilando cada uno de sus gestos por el espejo retrovisor y no detectaba cambios, Agustina o no escuchaba o aparentaba no hacerlo, parecía más bien absorta en los puestos de venta de fruta que abundaban a lo largo de la carretera, en la aparición de los grandes gualandayes sobre los últimos filos de la tierra fría, en los abismos de niebla que bordean el descenso de la montaña, Por lo general, dice la tía Sofi, cuando Carlos Vicente grande le pegaba a Carlos Vicente chico, el niño se encerraba en su cuarto a llorar y sólo a Agustina le abría la puerta porque era ella quien lograba consolarlo, pero esta vez no fue así. Entonces Agustina, que iba callada en la silla trasera del auto, preguntó si ya estábamos atravesando Mosquera y como asentí, quiso que nos detuviéramos donde la viejita decapitada a comer obleas y la tía Sofi, que sonrió al escuchar su petición, dijo Siempre parábamos ahí a comer obleas camino a Sasaima, antes de que asesinaran a la dueña y también después, cuando la hija retomó el negocio, Así que lo hicimos, cuenta Aguilar, el lugar se llama Obleas Villetica y tiene a la entrada un antiguo filtro de piedra cubierto de musgo del que se puede tomar agua pura, y junto a ese filtro decapitaron hace muchos años a la dueña, una viejita que no mataba una mosca, nunca nadie supo por qué la asesinaron de esa manera brutal pero sí que el hecho marcó el renacer de la violencia en la zona y por eso todos lo recordamos, Parqueamos enfrente, entramos y la hija, que durante el par de décadas transcurridas desde la desgracia se había vuelto tan vieja como la madre, nos preguntó si les añadía a las obleas crema o mermelada y Agustina contestó por los tres, No gracias dijo, sin nada de eso, las queremos así no más, sólo con arequipe como las de antes, y luego al salir, cuando pasábamos frente al filtro de piedra, dijo Aquí decapitaron a la viejita, pero lo dijo serena, como repitiendo una frase que hubiera pronunciado o escuchado muchas veces, en ese mismo lugar, durante su infancia. De nuevo entre el auto la tía Sofi cuenta que boca arriba sobre la mesa habían caído aquellas fotos que le había tomado desnuda Carlos Vicente Londoño, Yo me había desentendido de ellas porque él me juraba que las mantenía guardadas entre la caja fuerte de su oficina, pero allí estaban ahora sobre la mesa ante los ojos de mi hermana Eugenia y de los tres niños y no había excusa ni escapatoria, y si esa tarde quise estar muerta cuando el padre le dio la patada al niño, ahora deseaba estar además enterrada y lo único que se me ocurría era salir de esa casa, tomar un taxi y decirle que me llevara a cualquier lado y para siempre, la tía Sofi le confiesa a Aguilar que se apoderó de ella la certeza devastadora de que hasta ahí le había llegado la vida, Acababa de perder cuanto tenía, amor, hijos, techo, hermana, y sin embargo sólo atinaba a pensar en un cuento que me contaban de niña sobre un cerdito que construía su casa de paja y soplaba el viento y se la llevaba; ahí parada frente a mi hermana yo era ese cerdito, yo había construido mi casa de paja y ahora el ventarrón no me dejaba ni el rastro, yo no pronunciaba palabra, en realidad creo recordar que nadie allí abría la boca, pero mentalmente la tía Sofi le dijo a su hermana Está bien, Eugenia, todo es tuyo, es tu marido, son tus hijos, es tu casa, Pero en seguida me di cuenta de que no era cierto porque a la hora de la verdad tampoco mi pobre hermana tenía gran cosa, esas fotos y sobre todo ese hijo golpeado eran el testimonio de que la casa de ella también estaba hecha de paja. Enseguida la tía Sofi miró al Bichi, el muchacho que permanecía parado en medio de la sala después de haber destapado el juego, todas las partículas de su cuerpo en tensión y a la espera de los resultados, Carlos Vicente lo va a rematar, pensó la tía Sofi, ahora sí lo va a rematar a golpes por atreverse a hacer lo que hizo, y entonces mi cabeza dio un giro, le cuenta a Aguilar, me dije a mí misma, pues si quiere volver a golpear al niño tendrá que pasar por encima de mi cadáver, fue curioso, Aguilar, si en un primer momento la revelación de esas fotos me despojó de todo, en un segundo impulso la balanza se inclinó hacia el otro lado y sentí que recuperaba la fuerza que me habían quitado tantos años de vida secreta y de amores escondidos, Ya que lo mío se jodió, pensó la tía Sofi, ahora sí puedo sacar la cara por este niño, pero no hizo falta, Aguilar, el niño estaba sacando la cara por sí mismo, bien parado sobre sus piernas poderosas y preparado para lo que fuera, nunca antes lo vimos tan alto, adulto por fin, mirando de una manera retadora bajo los rizos revueltos que le velaban los ojos, era imposible no darse cuenta de que si el padre se atrevía a ponerle la mano encima, esta vez la respuesta del cachorro iba a ser inclemente y a muerte. Así que el padre se contuvo ante la recién adquirida fiereza del hijo, dice Aguilar, Tal vez, responde la tía Sofi, o tal vez tanto Carlos Vicente padre como Carlos Vicente hijo sólo estaban pendientes de la reacción de la madre, en manos de ella había quedado la definición del juego, todas las miradas estaban puestas sobre Eugenia, Y qué hizo ella, pregunta Aguilar, Hizo la cosa más desconcertante, dice la tía Sofi volteando la cabeza hacia atrás para mirar a Agustina, que se hace la que no escucha. Recuperando la calma y ocultando cualquier señal de dolor o sorpresa, Eugenia recogió las fotos una a una, como quien recoge las cartas de una baraja, las guardó entre la bolsa de su tejido, encaró a su hijo Joaco y le dijo, textualmente te voy a repetir lo que le dijo porque es cosa que no puede creerse, parecería invento mío, le dijo Vergüenza debería darte, Joaco, ¿esto es lo que has hecho con la cámara fotográfica que te regalamos de cumpleaños, retratar desnudas a las muchachas del servicio?, y enseguida completó su parlamento dirigiéndose al marido, Quítale la cámara a este muchacho, querido, y no se la devuelvas hasta que no aprenda a hacer buen uso de ella, Cómo así, pregunta Aguilar, ¿Eugenia de verdad creyó que las fotos las había tomado Joaco? No seas ingenuo, Aguilar, si era evidente que el fotógrafo era Carlos Vicente por el formato inconfundible de esa cámara Leica que no usaba sino él, y qué dudas podían caber de que la fotografiada era yo, Eugenia estaba fingiendo con pasmosa sangre fría y voz imperturbable para defender su matrimonio, yo llevo trece años, Aguilar, dándole vueltas a los posibles significados de esa reacción de mi hermana y llego una y otra vez a la misma conclusión, ella ya lo sabía, siempre lo supo y no le preocupaba demasiado con tal de que se mantuviera oculto y eso fue precisamente lo que hizo en ese instante, improvisar un acto magistral para garantizar que pese a las evidencias, el secreto siguiera siéndolo, lo que quiero decirte, le dice a Aguilar la tía Sofi, es que ella sabía que su matrimonio no se iba a terminar porque Carlos Vicente me retratara desnuda sino porque se supiera que Carlos Vicente me retrataba desnuda, y ni siquiera por eso, más bien porque se admitiera que se sabía. ¿Está segura de lo que dice, tía Sofi? No, no estoy para nada segura, a veces saco la conclusión contraria, que a Eugenia sí la tomaron por sorpresa esas fotos y que fueron para ella un golpe tan duro como la patada para el Bichi, pero que tuvo el valor de minimizar los hechos y de actuar como actuó, y más sorprendente aún fue el papel de Joaco, créeme, Aguilar, cuando te digo que esa tarde quedó sellada para siempre la alianza entre Joaco y su madre, Aguilar pregunta qué hizo Joaco, Joaco miró a los ojos a su madre y le dijo la siguiente frase, tal como te la voy a repetir, Perdón, mamá, no lo vuelvo a hacer. ¿Te imaginas, Aguilar?, que Eugenia después de toda una vida de práctica conociera el código de las apariencias es cosa comprensible, pero que Joaco a los veinte años de edad ya lo dominara a la perfección, que lo agarrara al vuelo, eso sí es asombroso. Todo se había venido abajo por una mentira, la mía, la de mis amores clandestinos con mi cuñado, y ahora mi hermana intentaba reconstruir nuestro mundo con otra mentira y dejarlo todo tal como estaba antes del remezón, su matrimonio, la buena reputación de su casa, incluso la posibilidad de mi permanencia en ella pese a todo, mentira mata mentira, dime si no es como para volverse loco. ¿El precio de todo aquello, aparte de la insondable confusión en la cabeza de Agustina?, pregunta Aguilar y él mismo responde, el precio fue la derrota del hijo frente al padre: el hijo destapó una verdad con la que encaró al padre, y la madre, desmintiéndola, quebró al hijo y salvó al padre. Casi, pero no del todo, lo contradice la tía Sofi, porque el Bichi se guardaba el último as entre la manga, el de su propia libertad. Cuando vio que en su casa todo estaba perdido, que el marasmo de la mentira se los tragaba enteros, el Bichi salió por la puerta principal así tal como estaba, con un suéter, unas medias y unas botas sobre la piyama y se encaminó calle abajo para no volver más, y yo, dice la tía Sofi, yo salí tras él y tampoco volví nunca. Ya habíamos avanzado mucho carretera abajo, dice Aguilar, en ese momento pasábamos bajo un pequeño puente de cemento y Agustina anunció desde su silla de atrás, Éste es el primer puente, quítense ya los sacos porque dentro de ocho minutos, cuando crucemos el segundo, van a empezar de golpe el calor y el olor a tierra templada, y lo que pronosticó resultó exacto, dice Aguilar, a los ocho minutos por reloj cruzamos el segundo puente y en ese mismo instante, como una vaharada que se nos colara por las ventanas y por las narices, nos llegó el calor con todo su olor a verde, a húmedo, a cítricos, a pasto yaraguá, a lluvia a cántaros, a vegetación arrebatada; ya estábamos en tierra templada y nos faltaba poco para llegar a Sasaima.