Mi padre me ordenó que volviera antes de la medianoche, dice Agustina, y yo no quise retrasarme ni un solo minuto; debo cumplir las órdenes como la Cenicienta, y más en mi caso porque provienen directamente del padre. Él así lo desea, su bondad me permitió ir al cine con el muchacho del Volkswagen con la condición de que regresara antes de la medianoche, cuando fui a meter la llave en la cerradura para entrar a casa, a la hora indicada, allí estaba él, mi padre, alerta y despierto y esperándome en un sillón de la sala, ¿Eres tú, padre?, y en la oscuridad sonó su voz grave, resopló su espíritu vigilante, la lumbre de su pipa, Con quién venías entre ese automóvil, Sola con el muchacho que me trajo, Nunca más, tronó mi padre, Sola entre un automóvil con un tipo nunca más porque no te lo permito, y ella se sorprende de que la voz del padre esté tan exaltada, tan perturbada, nunca antes había yo hecho algo que lo estremeciera, durante los años anteriores había sido desobediente, grosera o mala estudiante y por todo eso había recibido reprimendas severas del padre, pero nada como esto, Hasta esa noche mi padre conmigo siempre había sido distante, incluso cuando me regañaba lo hacía desde una como ausencia y de repente bastó con que yo hiciera lo que hice para ganar la atención y el celo de mi padre, para hacerlo vibrar, para no dejarlo pensar en nada que no fuera mi salida de noche y mi cumplimiento estricto de sus órdenes, Si llegas tarde es porque no me respetas, Yo te respeto, padre, si ésa es tu condición, yo la cumpliré para siempre. Llegué a la medianoche, padre, como ordenaste, Pero venías sola entre ese carro con un tipo, que sea la última vez, y luego Agustina se acostó en su cama y no podía dejar de preguntarse si su padre habría adivinado lo que sucedió, que el muchacho del Volkswagen me invitó a cine pero no me llevó, estuvimos conversando sin salir del carro mientras comíamos perros calientes en el Crem Helado, hasta que él sacó del pantalón su Gran Vela Blanca, Agustina no la vio en la oscuridad de la calle desierta, no la miró con sus ojos de la cara que se negaron a verla, pero la vio con su mano y supo que era enorme y que tenía la textura de la cera, luego tuvo que soltar aquello para alcanzar a llegar a casa justo a la medianoche tal como se había comprometido con el padre, Y allí lo encontré esperándome en la penumbra de la sala, donde refulgían su incertidumbre y la lumbre de su pipa, nunca antes el padre la había esperado, nunca antes su voz se había dirigido a ella con un tono alterado, Agustina piensa que casi demente, Por qué estabas sola con ese tipo si te advertí que debían salir acompañados, Sólo me trajo, padre, y ella, que no quiso confesarle que había conocido eso, se preguntó si también lo tendría el padre y si ése era su Gran Bastón de mando, Y ya luego entre mi cama no me podía dormir, dice Agustina, y lo que me mantenía despierta no eran el auto ni la noche ni mi primera cita a solas, ni siquiera eso que salió del pantalón del muchacho y que tenía la textura de la cera, sino saber que el padre se había quedado esperándola hasta tarde, que el padre no se había acostado por estar pendiente de ella, nunca antes, dice Agustina, nunca antes. Cuando me volvieron a invitar a cine yo dije que sí porque supe que eso inquietaría y desvelaría al padre, esta vez Agustina no llegaría a las doce en punto sino un poco más tarde para empujar unos centímetros más la ansiedad del padre, desafiaría su ira pero sólo un poco, no tanto como para que la golpeara, sólo un poco para comprobar que era cierto lo que creyó percibir esa primera vez, que si ella salía de noche con un muchacho el padre no podría ignorarla, por fin Agustina había aprendido a hacer algo que acaparaba la atención de su padre, y esa segunda vez fue con otro muchacho, que sí la llevó al cine, y Agustina le pidió que le dejara tocar la Gran Vela, Él me dejó y esta vez ardía, ya no tenía la textura de la cera sino que ardía y me quemaba la palma, y Agustina regresó a casa sabiendo que el padre, que quizá adivinara lo que ella había hecho, estaría allí esperándola al borde de un estallido de rabia que al final no estallaría porque no podía incriminarla, sólo podía agonizar con la sospecha de algo que quizá ella habría hecho entre ese automóvil aunque él no pudiera comprobarlo pero le doliera, le doliera, por sí o por no al padre habría de dolerle, él mismo se encargó, con las pulsaciones de su zozobra, de revelarle ese secreto, de otorgarle ese poder sobre él, de cederle esa cuota de maniobra que ella sabría aprovechar de ahora en adelante, quién aprovechaba esta agonía, quién se sometía a ella, ¿el padre?, ¿la hija?, era un asunto que se mordía la cola y que no podía acabar de descifrarse. Luego sucede la tercera vez en la vida que el padre está pendiente de ella, Pero esta vez su furia contenida ha aumentado, dice Agustina, aunque apenas unos grados más, no lo suficiente como para que me pegue —a mí nunca me pegó, sólo al Bichi— pero sí para que le tiemble la voz cuando me reproche haber llegado quince minutos tarde, padre me prohibirá volver a salir con el nuevo muchacho y ésa será para mí la prueba de su afecto, de su ávido afecto vigilante, Te lo prohíbo, Agustina, ¿me entiendes?, con éste nunca más, y fue entonces cuando Agustina le juró por Dios que con ése nunca más, Te lo juro, padre, que no vuelvo a salir con ése, si a ti te disgusta no lo hago más, Sí, Agustina, me disgusta, hay algo raro en ese muchacho, en su manera de mirar, no sé quiénes serán sus padres, no quiero que andes con desconocidos, Sí, padre, sí, padre, sí, padre. Ya entre la cama, Agustina voló de fiebre y de orgullo por ser el objeto del disgusto del padre y le ofreció en una pequeña ceremonia, solitaria, secreta y a oscuras, que con ése nunca más saldría, Te lo ofrendo, padre, se dijo a sí misma como en rezos, con ése nunca más porque tú me lo pides, y tampoco con los que tienen esa manera de mirar, con los que tienen padres desconocidos, con los que te inspiren desconfianza por cualquier motivo, que a la larga vienen siendo todos, Y cumplí con mi ofrenda, todas las veces cumplí con ella, dice Agustina, cumplí mi juramento, nunca más volví a salir con éste o con aquél, siempre los busqué nuevos, desdeñé a los desdeñados por el padre, como regalo a él, que exigía sus cabezas y yo se las ofrendaba a cambio de que me esperara en el sillón con su pipa, mirando una y otra vez el reloj para supervisar la hora de mi regreso, minuto a minuto mi padre celando mis noches y yo cada vez salía con uno distinto y a todos les pedía que me dejaran tocarles la Gran Vela y así aprendí que las había de muchas clases y tamaños, unas ardientes y otras frías, unas veloces y otras lentas, sólo con la mano, sólo con la mano, nunca accediendo a dejarlas arrimar a otras partes de mi cuerpo, jamás entre las piernas, o al menos así fue en esos primeros meses, con la mano era suficiente para que el padre lo adivinara por las sombras que yo traía en la cara y no pudiera decirme nada porque no tenía pruebas, sombras y gestos son casi lo mismo que nada, sólo con poner la mano en la Gran Vela de todos los que me llevaban al cine o al Crem Helado de la calle 100 yo pude asegurarme de que el padre estuviera atento y pendiente de mí hasta la medianoche, me funcionaba bien el recurso de llegar quince o veinte minutos tarde y me emocionaba saber que para él serían un largo tiempo de agonía, Nunca antes, dice Agustina, tuve las llaves del amor del padre, y pensar que sólo las descubrí cuando empezaron a invitarme al cine, nunca antes y nunca después pude tener a mi padre pendiente de mí, Con ese tipo no sales más, era su exigencia y era su manera de castigarme y sobre todo de castigarse a sí mismo porque yo había llegado veinticinco minutos tarde, A ése no vuelves a aceptarle invitaciones porque es de Pereira o de Bucaramanga o de Cali y a mi padre sólo le gustan los bogotanos de familia conocida, y a la hora de la verdad ésos tampoco si mascan chicle o si en la mesa manejan mal los cubiertos, padre siempre les encuentra el pierde, detesta no saber de quién son hijos los que me sacan a pasear en auto y yo sé que está en mis manos la posibilidad de darle gusto, que sólo tengo que hacer un pequeño sacrificio, dice Agustina, sacrificarlos a ellos, que no son gran cosa, a cambio del gran beneficio de ganar para mí la atención del padre, para centrar en mí todo su interés hasta la medianoche, Sí, padre, yo renuncio a ellos, por ti yo renuncio a los que han sido y a los que vengan, uno por uno y todos al tiempo, si tú me esperas despierto y al llegar me miras con el terrible interrogante en tus ojos, que quieren estar seguros de que yo no hice aquello entre el automóvil, y yo le juro al padre que no hice nada pero sé cómo decírselo para sembrarle adentro esa duda que lo mata, la verdad es que en el cine lo hice pero sólo un poco y lo hice por ti, padre, para mantenerte desvelado y en vilo, por fin supe comprender cómo ejercer mis poderes sobre el padre, No sé si habrá sido tu amor el que conquisté entre los automóviles de mis mil y un novios, padre, no sé si habrá sido tu amor o si habrá sido sólo tu castigo.
Como «un regalo de la noche» describe en su diario Nicolás Portulinus a ese muchacho que llegó de Anapoima solicitando las lecciones de piano del gran músico de Alemania y de Sasaima, esa aparición que con manos todavía suaves pero ya expertas interpretó ante el maestro La Gata Golosa con un profesionalismo que parecía incompatible con su largo pelo de niña rubia, con su voz que oscilaba entre los picos agudos de la infancia y los valles de una gravedad que va conquistando terreno, así que ante el visitante inesperado el gran maestro quedó transido y enteramente vulnerable como si acabara de presenciar un milagro, este niño salido de ninguna parte era lindo y dotado y había aparecido así como así, como caído del cielo, como salido de un sueño, como «un regalo de la noche», según escribió Portulinus en su diario. Pero a diferencia de los luchadores de las ruinas griegas, hijos dilectos del delirio, el joven intérprete de La Gata Golosa era real, vaya si era real, valga decir de carne y hueso, hermoso hasta la crueldad, infantil, desbordante de talento; este Farax parece inventado por Nicolás en uno de sus raptos de idealización pero no está herido como los jóvenes de mármol, no sangra por la herida, está sorprendentemente vivo y sano y se puede tocar, se podría tocar, o se quisiera; se adivina cuánto le gustaría a Nicolás tocarlo, de hecho osó tocarlo en el hombro, o si es demasiado decir tocar habría que matizar el verbo, le rozó apenas el hombro ese día en que todo empezó. Y ahora entra Blanca en escena, traída de la mano por Nicolás para que contemple el prodigio con sus propios ojos, Ven, Blanca mía, le ha dicho él, vas a escuchar una música como la que no has escuchado nunca antes, Blanca viene molesta e incrédula, curada desde hace mucho de espantos e inquieta por las ráfagas de alucinación que vuelven a surcar la frente de su esposo, Blanca busca fuerzas donde ya no las tiene para acometer una vez más la tarea fatigosa de bajar las fantasías de Nicolás a tierra, reducirlas a sus justas proporciones, y sin embargo, según confiesa en su diario, cuando ve a la criatura que está sentada al piano la invade una sensación rara, «de repente sentí que me devolvían la capacidad de perdonar», de perdonar la vida por sus rigores y de perdonarse a sí misma por sus errores, de perdonar a Nicolás por sus terrores y de volver a empezar, «si yo tuviera que darle una explicación a este sentimiento extraño y profundo que me invadió al ver y escuchar a Abelito, a quien Nicolás desde ya ha dado en llamar Farax, tendría que decir que es la viva imagen del Nicolás que conocí hace muchos años, cuando todo era aún promesa y posibilidad sin sombras», léase cuando su marido aún era ese hombre fuerte y recién llegado de Alemania en quien la alucinación parecía mero toque poético y el retorcimiento todavía no era evidente; de golpe, por arte de birlibirloque, al mirar a este joven que toca al piano La Gata Golosa, Blanca tiene otra vez ante sí a un Nicolás limpio, liviano, indoloro, y se reprocha a sí misma por consentirse el aleteo de una grata pero injustificada sensación de que la vida volvía a los comienzos y le depara una segunda oportunidad. En cuanto a Farax, tan pronto vio a esa mujer de rostro fino, ojeras cuaresmales y pestañas soñadoras que entró a la sala de la mano del maestro, tuvo la sensación de que el miedo le paralizaría las manos y le impediría desempeñarse al piano pero en realidad no sucedió así, por el contrario, sus manos respondieron con alegría y confianza porque ante aquella mujer de mirada sombreada Farax se sintió en casa, como con una madre, como con una hermana, como con alguien a quien podría amar, tal vez alguien a quien ya ama, desde el primer instante. Para escuchar al visitante Nicolás y Blanca se sientan juntos y con las manos entrelazadas, él todo temblor y expectativa, apoyando apenas las nalgas en el borde del sofá y produciendo chasquidos con la boca como si tuviera hambre y le fueran a servir un manjar; ella trata de hacer dos cosas al tiempo, con un ojo mira al adolescente y con el otro vigila la mirada de su esposo. Farax, a su vez, se entrega al ritmo del pasillo olvidándose de su público ilustre, se mece en la butaca para marcar el compás y acompaña la melodía con un tarareo inconsciente, encantador, infantil. Cuando La Gata Golosa llega a su fin, es pronunciada una de esas frases célebres, en apariencia simples pero cargadas de resonancias y que sellan el destino tanto de quien las dice como de quien las escucha, Tú y yo nos entendemos, le dice Nicolás a Farax, utilizando el tú en vez del usted pese a que apenas se conocen, a la diferencia de edad de más de veinte años, a que el uno es el maestro y el otro el aprendiz. Farax no sabe cómo reaccionar ante el inesperado tuteo, ante la mirada encendida del maestro, ante el roce de su mano en el hombro, pero alcanza a comprender que su vida ha de cambiar a partir de ese Nos entendemos que le llega al oído como un soplo húmedo. ¿Podríamos escuchar algo más?, pregunta Blanca con una voz enternecida que no es del todo la suya, y Farax, como si comprendiera la trascendencia del momento, empieza a tocar el Danubio azul con toda la solemnidad del caso. Más allá de la euforia que dejan translucir las líneas de los respectivos diarios de la pareja, cabe preguntarse si aquello realmente fue el instante «dulcemente dulce» que describe Blanca citando a Ronsard, y si lo fue, ¿lo fue para los tres?, ¿para dos de ellos?, ¿alguno presagió el dolor y las futuras sombras? Durante ese primer encuentro, ¿cuál de ellos sintió celos, y de quién? Qué vio Nicolás en este Abelito al que apodó Farax, o confundió con Farax, ¿un prometedor discípulo?, ¿un rival en el oficio?, ¿un rival en el amor?, ¿un objeto del deseo?, ¿vio a su heredero, al continuador de su arte y en cierta forma también de su vida?, ¿o más bien vio en él al desencadenante de su ruina, al portador de la noticia silenciosa de su próximo fin? En su diario, Blanca se hace la pregunta en términos más amplios, cuando especula si los momentos decisivos lo son desde el instante en que acontecen, o si por el contrario sólo se vuelven decisivos a la luz de lo que ocurre después de ellos y a raíz de ellos. No hay diario ni carta que dé razón de qué sucedía entretanto con Eugenia en medio de ese gran salón del piano que rezuma humedad, a qué rincón quedó relegada cuando la olvidaron padre, madre y Farax dejándola sola con los soldados de plomo que se alineaban en orden marcial. Farax venía de lejos y a juzgar por la modestia de su ropa y lo aporreado de su morral, parecía improbable, o más bien imposible, que tuviera dinero para pagarse comida y albergue en el pueblo, así que los Portulinus lo convidaron a cenar esa noche en casa y a quedarse a dormir si ésa era su voluntad, y ésa fue en efecto su voluntad, no sólo esa noche sino todas las que habrían de seguir durante los próximos once meses. ¡Si el silencio fuera blanco!, había gritado Nicolás en la madrugada de esa primera vez que en casa pernoctó Farax, Si el silencio no estuviera putamente sucio y contaminado, suspiró irrumpiendo en el dormitorio de su esposa Blanca y despertándola, ¿Qué dices?, preguntó ella incorporándose en la cama y tratando de adivinar adónde los llevaría un tema tan espinoso a estas altas horas de la noche, Te estoy diciendo, Blanca, que ojalá el silencio no estuviera corrompido, Corrompido por qué, preguntó ella sólo por ganar tiempo, al menos para ponerse la bata de levantarse. De ruido, de ruido, ¿de qué va a ser?, ¿es que acaso no oyes?, el silencio está plagado de ruidos que se esconden en él, como el gorgojo en la viga, y lo van carcomiendo por dentro, basta con no ser sordo para percatarse de los runrunes y los zumbidos, ¿o acaso estás dormida, que no me entiendes?, la zarandeó Nicolás, agarrándola por las arandelas de la camisola, mientras ella le suplicaba que bajara la voz para no sobresaltar a las niñas y al visitante, y de paso, sin que él se diera cuenta, trataba de encontrar las gotas para el tinitus, o silbo crónico, que según los médicos padecía su marido en ambos oídos. Para componer necesito un silencio vacío, Blanca, como necesita el poeta la página en blanco, o es que acaso crees que lord Byron hubiera podido escribir algo que valiera la pena sobre una hoja que de antemano estuviera llena de palabras, y al ver a su mujer lívida por el zarandeo la soltó y le compuso la camisola estrujada y el pelo revuelto, Está bien, Blanquita mía, está bien, se sentó al lado suyo, Está bien, no pasa nada, no pongas esa cara de espanto, sólo quiero que comprendas que a diferencia de lo que se cree, el silencio ni es bienhechor ni da reposo. Ya no energúmeno sino melancólico le explicó que eran básicamente dos los ruidos que lo acosaban enervándolo hasta el agotamiento, o que en realidad eran muchos pero que los peores y más persistentes eran dos, uno sibilino y taimado, como el que haría con la boca una vieja desdentada que le susurrara un interminable secreto al oído, y el otro ronco, a veces ronrroneante como un gato y a veces mecánico, como el traqueteo de una noria o una rueda de molino; Cuando el susurrante se apodera de mis oídos puedo componer pero no pensar, y con el otro me sucede lo contrario, Son cosas tuyas, Nicolás, acuéstate a dormir, vida mía, que yo no escucho ni viejas ni gatos, y entonces él salió de la habitación echando pestes y dando un portazo. Al día siguiente al desayuno, mientras el joven huésped se ocupa de servirles la avena a Sofi y a Eugenia, las dos hijas de la familia, mejor dicho las dos que quedan vivas tras el malogro de otros cinco críos, Nicolás repite en la mesa la misma descripción que le hiciera anoche a Blanca de su desventura auditiva, La diferencia, dice, es que ahora el ruido ronco ya no está sonando como una noria o un molino sino como una silla arrastrada por un corredor muy largo, Usted tiene razón, profesor, le contesta Farax con su inquietante voz de niño que minuto a minuto va dejando de serlo, que en este instante en que habla ya es un poco más hombre que cuando estaba sirviendo la avena, Usted tiene razón, maestro, es por eso que yo busco lo alto de las montañas y allá recupero el silencio interno y externo. A Nicolás esas palabras le parecen profundas y sabias, pone cara de haber escuchado la última verdad revelada, sonríe con placidez y se queda como adormecido durante un rato, Tú sí me entiendes, le susurra a Farax, tú y yo nos entendemos, frase que Blanca interpreta como reproche indirecto por las palabras torpes que unas horas antes ella ha pronunciado sobre el mismo tema y por primera vez experimenta eso que a partir de entonces se volverá una constante, que cualquier cosa dicha por ella le sonará burda a su marido en contraposición a lo angelical y extraordinario que sale de labios de Farax. Pocos días después vino el trigésimo cuarto cumpleaños de Blanca y el trío y las dos niñas celebraron juntos lo que unánimemente fue descrito como una jornada perfecta, unos momentos que en su diario Nicolás califica en inglés de «domestic bliss», dedicados a pasear por el río, a analizar colectivamente una fuga de Bach y a turnarse la lectura en voz alta de trozos de Shakespeare y de Goethe; el cielo, que al decir de Blanca ese día volvió a ser benévolo, permitió que Nicolás amaneciera suficientemente deshinchado como para recuperar en parte el buen semblante y que la despertara con un ramo de azucenas cortadas por él mismo en los alrededores de la pileta de piedra, y también que a la noche durante la cena le regalara un collar de perlas con una nota que decía, Tómalas, son mis lágrimas. Arrobada con esa dedicatoria Blanca corrió a su diario y escribió «¿acaso no soy la mujer más feliz del mundo?», pero algo malo, de lo que no quiso dejar registro, debió ocurrir más adelante en el festejo, porque la frase que aparece enseguida en su diario, ya con otra tinta y otro ánimo, dice «hoy he cumplido treinta y cuatro años y he sido inmensamente feliz, y sin embargo un silencio extraño se extiende por la casa…». El diario de Nicolás tampoco ofrece claves al respecto, lo único que tiene anotado en la página correspondiente a esa fecha, es «hoy, que es su cumpleaños, Blanca lleva un peinado alto, recogido en la coronilla, que despeja la fina forma de su rostro y me hace sentir muy atraído por ella. Me pregunto cómo es posible que semejante mujer pueda amarme».
La nota que deslizaron bajo la puerta de mi cubículo, cuenta Aguilar, estaba escrita en ese tipo de letra adolescente y absurdamente redondeada que a la i en vez de punto le pone una bolita infame, todavía conservo esa nota, siempre la llevo conmigo entre la billetera porque fue el punto de partida de mi historia con Agustina; sucedió unos diez o doce días después de que la conociera a ella y así decía, «Profesor Aguilar, soy la del otro día en el cineclub y necesito pedirle un favor, se trata de que quisiera escribir mi autobiografía pero no sé cómo hacerlo, usted preguntará si me ha sucedido algo memorable o importante, algo que merezca ser contado y la respuesta es no, pero de todos modos es una obsesión que tengo y creo que usted me puede ayudar con eso, por algo es profesor de letras». En vez de anotarme su teléfono para que le respondiera, me ponía su dirección, y luego continuaba con un segundo párrafo todavía más insólito que el anterior y que esa noche me perturbó el sueño por las tantas vueltas que le di tratando de medir la justa dimensión de su coquetería, ¿qué querría de un tipo como yo esa muchacha tan rififí? ¿Era posible que realmente se estuviera tirando un lance conmigo?, «Mire, profesor, antes de entrar en lo de la autobiografía quisiera conocer sus manos, son lo primero que le miro a un hombre, las manos, no sabe cómo me fascinan las manos de los hombres, cuando me fascinan, claro, porque aunque siempre me fijo en ellas rara vez me gustan de veras porque en la realidad no resultan como me las imagino, al conocernos a la salida del cineclub no se las pude mirar porque usted las mantenía metidas en los bolsillos, así que he pensado que tal vez pueda mandarme una fotocopia de su mano, en realidad de cualquiera de las dos pero eso sí por la palma y por lo otro, ya me dirá usted cómo se llama lo otro, me refiero a la contrapalma, o sea que usted pone su mano en la fotocopiadora como si fuera un papel, y saca la fotocopia y me la manda, aunque claro que mi otro capricho es el pelo, el pelo de todo mamífero pero en particular el del macho de la raza humana, cuando le veo a un hombre un lindo pelo me cuesta horrores no estirar la mano para tocárselo, en realidad el suyo tampoco lo pude ver porque usted llevaba puesto ese gorrito de lana negro, me han dicho que usted es de izquierda y yo quisiera saber por qué los de izquierda andan en cualquier clima con gorros como para la nieve, pero no crea que no me fijé en sus cejas, en sus pestañas y en su barba, sí me fijé y todo eso me gustó porque era sedoso y poblado y oscuro pero sobre todo me gustaron sus bigotes, con esas canitas que les dan brillo, pero entiendo que pedirle que se corte un mechón de pelo y me lo mande sería una extravagancia que no va a aceptar, así que me conformo con la fotocopia de su mano y con su respuesta sobre lo otro, Agustina Londoño». En la Facultad de Letras de la Universidad Nacional hay una sola fotocopiadora, cuenta Aguilar, y es la que está en la Decanatura, donde aparte del decano y de los estudiantes que revuelan por allí tramitando vainas o averiguando notas, permanece de planta doña Lucerito, la secretaria, una señora muy gentil salvo si se trata de la fotocopiadora, que controla con una tacañería ofensiva para los profesores que necesitamos hacer uso de ella, porque no sólo nos mira con reproche cuando reincidimos en una misma semana sino que además nos obliga a pasarle recibos de la cantidad de papel consumido, así que Aguilar no veía cómo escapar a la mirada de toda esa gente para poder fotocopiarse la mano, Salí de mi cubículo y caminé hacia la Decanatura con paso firme y resolución absoluta de lograrlo, dispuesto a trompearme con el decano o con la propia Lucerito, o incluso a pasar por orate ante mis estudiantes si era necesario para conquistar a esa dama que me imponía tan peculiares hazañas; dice Aguilar que se reía solo de las cosas que un tipo ya canoso y cuarentón puede terminar haciendo a escondidas. Culminé la proeza manipulando botones con la derecha mientras me retrataba la izquierda por la palma y por el dorso o contrapalma, para usar el término de esa extraña criatura que se llamaba Agustina, y metí las dos fotocopias entre un sobre junto con una respuesta negativa con respecto a mi colaboración en su autobiografía, explicándole que si se llamaba auto y no biografía a secas se debía precisamente porque era uno mismo, y no otro, quien debía escribirla, y para cerrar me la jugué toda poniéndole una cita para el domingo siguiente, en la glorieta de las hortensias del Parque de la Independencia a las diez y media de la mañana, donde la esperé desde las diez y veinte hasta las once pasadas convencido de que perdía miserablemente el tiempo porque no había ni la menor posibilidad de que llegara, y sin embargo, cuando ya estaba a punto de marcharme, efectivamente llegó y me traía de regalo unas palomitas de maíz que nos sentamos a compartir en un banco y que terminó comiéndose ella sola mientras yo le explicaba cómo era el seminario que estaba dictando sobre las teorías de la novela de Gramsci, Lukács y Goldmann, y luego me mostró lo que había hecho con esas fotocopias de mi mano izquierda que le había mandado y aquello me hizo reír porque me pareció un atentado flagrante contra mi meollo volteriano racionalista; Agustina había hecho una reproducción reducida y la había convertido en estampita reversible, palma por un lado, dorso por el otro y laminada en plástico, La llamo La Mano que Toca, me contó, y es benefactora, se la di por la calle a uno de esos laminadores ambulantes que si te descuidas te laminan hasta el apellido, y mira, me la dejó perfecta, la llevo entre la billetera y es mi amuleto. Y ahora estaban quietos Aguilar y la tía Sofi en la esquina de la sala donde Agustina los mantenía arrinconados al grito de ¡Atrás, cerdos!, y había en todo aquello algo aterrador, reconoce él, algo demoníaco. Mientras Agustina se dedicaba a quitarnos los muebles y objetos que estaban de nuestro lado para pasarlos al suyo, aprovechamos para hablar un poco de la bomba, la tía Sofi me contó que por la ventana había visto cómo se levantaba sobre la ciudad un hongo de humo de unos doscientos metros de alto, y cuando le averigüé si a Agustina la había afectado mucho, me contó que tras despertarse con el cimbronazo, se había levantado muy exaltada diciendo que ésa era la señal, ¿La señal de qué, niña? La señal de que debo prepararme para la llegada de mi padre, ¿Quieres que te ayude?, le preguntó cautelosamente la tía Sofi, Si quiere ayudarme, lárguese ya mismo de esta casa. La línea imaginaria que seccionaba el apartamento en dos se fue estabilizando y ya no fluctuaba tanto, a Aguilar y a la tía Sofi les fue asignado ese rincón que no tenía acceso a la puerta de salida, ni al teléfono, el baño o la cocina, y todo el resto, incluyendo el segundo piso, fue tomado por Agustina con plenos derechos de exclusividad, No se sienten en el sofá, carajo, que es para mi padre y para mí, o A su corral, malditos, ese lado de allá es para los cerdos y este lado de acá es para nosotros, y desde luego ese Nosotros se refería a su padre y a ella, aclara Aguilar, porque del nosotros que había entre ella y yo, ya no quedaba ni el rastro, En eso mi sobrina es idéntica a su madre, dice la tía Sofi, siempre buscando el amor de Carlos Vicente, siempre perdonándolo, en vida y ahora también en muerte. Agustina nos tenía de verdad jodidos a nosotros los cerdos, dice Aguilar y se ríe, hoy puede recordar el episodio con cierta ternura y reconocer que toda tragedia tiene su anverso jocoso, Nos tenía jodidos con eso de que no podíamos ni siquiera tomarnos un vaso de agua o llamar por teléfono, la tía Sofi se estaba impacientando y dijo que al costo que fuera iba a romper el cerco porque no aguantaba más las ganas de ir al baño, Así esta niña se encabrite, yo tengo que orinar, dijo y logró escabullirse y subir las escaleras en un intento por acceder al baño de arriba dado que al otro hubiera sido imposible sin que la viera Agustina, y unos minutos después bajó con una chalina para ella y una ruana para mí, porque ya nos caía encima la niebla helada que hacia las tres de la madrugada desciende todas las noches desde Monserrate, vi que la tía Sofi lograba colarse subrepticiamente a la cocina y pensé, Astuta ella, va a contrabandear algo de comida, recordando en ese momento que lo único que me había echado al estómago en las últimas horas era un par de mordiscos de la dona rosada de Anita, qué bella Anita y qué dulce ella, ¿estaría dormida Anita, la del barrio Meissen?, pero no fue comida lo que la tía Sofi sacó de la cocina para traer escondido entre el bolsillo, sino el radiecito de pilas para oír las noticias, Qué habrá sido de toda esa pobre gente herida, preguntó la tía Sofi, y aún no terminaba la frase cuando nos descubrió Agustina y nos arrebató la chalina y la ruana y nos apagó el radio; sin embargo alcanzamos a escuchar que Pablo Escobar reivindicaba el atentado.
Fue una mera vuelta de tuerca la que me llevó de la gloria a la caída, trata de convencer el Midas McAlister a Agustina. Empezó con un va y viene de chismes y secretos por los salones, los vestieres y los baños del Aerobic’s, uno de esos complots que se van hinchando bajo tierra hasta que hacen erupción y vuela mierda al zarzo, y yo sospecho que el detonante fue una tal Alexandra, que tiene un físico de diosa y un ánimo muy destemplado, pero no sé, en realidad no estoy seguro de que haya sido ella, esta Alexandra lleva años asistiendo a mi Aerobic’s para mantenerse en forma y al principio fue novia mía y tal, ya te dije que las más bonitas se me meten en la cama y ésta no fue la excepción, así que tuve con ella algo así como un affaire pero me zafé rapidito porque como te digo, es una nena de cuerpo glorioso y mente infernal, y pensándolo bien tal vez sea paranoico por parte mía echarle la culpa de lo que vino a ocurrirme tanto tiempo después, a la hora de la verdad pudo haber sido cualquiera; cualquiera pudo leer El Espacio y traer el chisme hasta acá, aunque es raro, Agustina mi linda, es bien raro que alguien de este lado de la ciudad repare en ese pasquín escandaloso y populachero, simplemente porque no es el perfil; por lo general mi clientela cree que no hay que perder el tiempo con malas noticias, y menos si son sobre gente que uno no conoce, y si acaso se animan a leer, pues leen El Tiempo, que les cuenta el paseo como a ellos les gusta oírlo. Pero quiso mi estrella nefasta que se abriera camino hasta el Aerobic’s Center una noticia publicada en El Espacio sobre la desaparición misteriosa de una enfermera, incidente anodino si los hay, de esos que pasan desapercibidos en este país, porque si nadie protesta cuando roban y desmantelan un hospital entero, quién se va a despelucar porque se refunda una sola enfermera, y sin embargo mira lo que es la suerte cuando decide torcerse, El Espacio se le apunta a la crónica de la enfermera fantasma y divulga declaraciones del novio según las cuales la vio por última vez entrando a un gimnasio del norte de la ciudad. Hasta ahí la cosa va maluca pero tolerable, bella Agustina, pero al día siguiente El Espacio amplía la noticia y ¡bingo!, especifica que el gimnasio en cuestión es el Aerobic’s Center del Midas McAlister, y publica la foto de una Dolores viva y sonriente, digamos que una Dolores más joven y menos cascada que la que yo conocí, pero que a todas luces es la Dolores, aunque El Espacio no la llama así sino Sara Luz Cárdenas Carrasco, y no la presenta como una puta especializada en S&M que murió cumpliendo con su legítimo destino de comemierda profesional, sino como una enfermera graduada de quien sus compañeras de trabajo aseguran no haber vuelto a saber, y está también ese testimonio de quien dice ser su novio y llamarse Otoniel Cocué, que como ya habrás adivinado, Agustina encantadora, quién va a ser si no el proxeneta de marras, aunque oculte ese dato y se autoacredite en cambio como contador, porque desde luego no puede esclarecer la índole de su triste oficio ilegal, y por tanto sus denuncias no pasan de ser verdades a medias, meros pataleos de ahogado, por ejemplo asegura que la enfermera Sara Luz, su prometida, hacía gimnasia en el Aerobic’s Center, donde entró una noche para no salir nunca más. Pero de todo eso se enteran las de súper rumba de las 7 a. m., a través de esa Alexandra según mis sospechas, y se lo comentan a los de spinning del mediodía, y ésos a los de spinning de las cinco de la tarde y de ahí a los de las ocho y a las de masajes y cámara bronceadora, o sea que a la noche la película ya ha adquirido proporciones hollywoodenses y cuando me ven pasar, unas se callan y se hacen las locas, otros se ríen, los más audaces se acercan a preguntarme qué fue lo que pasó y no falta la coqueta que me suelte de frente que se ofrece para ser la próxima víctima si el Barba Azul soy yo. Se vuelven populares ciertos juegos como asustar, escuchar quejidos, descubrir al asesino o señalar sospechosos, y así va rodando la bola y el Aerobic’s se llena de rumores, de temores, de fantasmas, de chacota y burleteo, y una cosa va llevando a la otra según la inexorable ley de las consecuencias hasta que me llega también la Policía con orden de interrogatorio e inspección, pero como es de esperarse, mi linda niña pálida, ni encuentra nada ni yo suelto prenda, Aquí entran diariamente muchísimas mujeres, sargento, le digo a un teniente que enseguida me recuerda su rango, Desde luego, teniente, se disculpa el Midas, le estaba informando que diariamente entran unas trescientas por esa puerta, y que por esa puerta las trescientas vuelven a salir, y entonces el teniente cumple rutinariamente con algunos trámites, como revisar los registros de asistencia para verificar que en efecto no haya inscrita ninguna Sara Luz, y yo muy tranquilo le paso confiado el libro de registro, Adelante, teniente, busque si quiere, y en este punto prepárate, muñeca Agustina, porque la narración va a virar un poco más hacia lo surrealista, cuál no sería mi sorpresa cuando veo que el tal teniente encuentra que en un renglón, con letra pomposa y tinta de estilográfico azul, está la firma de una Sara Luz Cárdenas Carrasco, con todas las letras incluyendo tildes y mayúsculas; el Midas le jura a Agustina que casi se va de para atrás cuando vio semejante cosa, tuvo que ser la mensa de la Dolores la noche de su debut de penoso desenlace, la muy zoqueta debió ver ese libro con las firmas de las asistentes a las clases y encontró muy guau o muy trendy echarse su firmita ella también, a fin de cuentas por qué no, se creyó artista o modelo, especula el Midas, o soñó con inmortalizarse consagrando en mi libro su autógrafo, así que tuve que arreglar el impasse explicándole a mi teniente que nada tenía de raro que alguien asistiera a una sesión gratis de las de promoción, Éste es un lugar público, teniente, cualquiera puede entrar, a lo mejor esa muchacha sí pasó por aquí pero eso no quiere decir absolutamente nada, le aseguró varias veces, pero además y sobre todo le untó la mano con una suma suficiente para que el hombre aceptara hacerse el loco y se retirara dejándolo en paz, O relativamente en paz porque todo aquel asunto se me ha incrustado en los nervios y al enredo montado ya no hay quién lo desmonte, y si no te cuento lo que sigue en detalle, Agustina corazón, es porque al fin y al cabo no trajo para mí más repercusiones policiales o judiciales que esa visita protocolaria de inspección que terminó con el consabido soborno a la autoridad; el problema duradero fue de índole más bien subjetiva, o emotiva si prefieres, porque la clientela del gimnasio no se quería bajar de la película y la iba magnificando y poniéndola al día a punta de imaginación, que si anoche fulana pasó por enfrente y vio las luces prendidas, que si los vecinos escucharon la música hasta tarde, que llanto de mujer emparedada, que movimiento de automóviles a la entrada, que en esta sala asustan, que quién habrá sido la pobre desdichada, en fin, Agustina bonita, no te aburro más, la verdad monda y lironda es que el fantasma de la Dolores, o Sara Luz según se llama ahora, empezó a crecer y a asfixiarme y a regar a los cuatro vientos una fama pésima para el Aerobic’s, si hasta yo mismo, cada vez que me fumaba un bareto para relajarme un tris, me desbocaba en fantasías de lo más desagradables en las que mi propio gimnasio aparecía transformado en cámara inquisitorial y mis máquinas consentidas en potros de tortura y la Dolores en la crucificada de la Nautilus 4200, Qué vaina, pensaba yo, ésta es la venganza de esa mujer, e intentaba mediante el diálogo llegar a algún tipo de negociación, Yo te prometo, alma bendita de la Dolores, que tan pronto baje un poco el escándalo le voy a mandar dinero a tu John Jairo, o Henry Mario o como se llame tu niño, para que pueda estudiar, Te aseguro, mi estimada Sara Luz, que si tú me ayudas a apaciguar al cotarro, yo soy capaz de financiarle en el futuro una carrerita tecnológica a tu William Andrés. Para colmo de males, a todas éstas iba corriendo el tiempo y se pasó la fecha en que según Misterio, Pablo había prometido devolvernos la inversión, así que ya te imaginarás, mi niña Agustina, cómo me cayeron la Araña Salazar y el Ronald Silverstein, que si ya, que si qué, que qué diablos sucedió, y yo reconociendo culpas y pidiendo perdones para apagar este segundo incendio, Te comprendo, Arañita querida, qué vaina, viejo Silver, ambos tienen toda la razón, cagado ese pedacito, reconozco que ese pedacito de la demora está medio cagado pero ya verán que todo se va a solucionar; eso les decía yo, mi reina Agustina, pero la verdad era que no tenía idea de qué podía estar pensando Escobar, si el Misterio ni siquiera me cumplía las citas, horas de horas me pasaba yo esperándolo en el cementerio a ver si por fin aparecía con el dinero, o con una parte del dinero, o al menos con una explicación, pero nada, pasaban los días y nada. Muévete Midas, le ordenó la Araña en tono perentorio, busca a Pablo y déjale saber que la demorita nos tiene en aprietos, Quédate tranquilo, viejo Araña, que tan pronto aparezca su emisario le mando la queja, Nunca me habías confesado, Midas my boy, que no tenías contacto directo con Escobar, Bueno, sí, mejor dicho, bueno no, antes sí tenía pero ahora la situa ha cambiado un poco, trata de comprender, Araña, viejo man. Esa semana nuestra cena de los jueves en L’Esplanade resultó de lo más estresante por esa razón, como la Araña y el Silver no podían hacerme reclamos delante de Joaco y de Ayerbe, que no estaban enterados del enredo, se las arreglaban para chuzarme con cuchufletas y yo me estaba sintiendo fatal, al punto de que pedí mi plato favorito, perdices en salsa de castañas y chocolate pero no las pude ni probar, y es que no estaba mi estómago para festejos, con la jodencia de los amigos, el acoso de la Dolores, la crisis en el Aerobic’s, la demora de Pablo y para rematar, esa mano al cuello que eran los préstamos que había tenido que mover para conseguirle el dineral aquel. Eso fue un jueves, reinita Agustina, y justo al otro día, ¡bum!, estalló la bomba en L’Esplanade y todos nos quedamos de una sola pieza, bueno, los que no estábamos en el restaurante porque los que sí estaban quedaron de varias piezas; me salvé por veinticuatro horas, muñeca bonita, tuve la cojonuda suerte de que la bomba estallara el viernes, que si estalla un día antes yo no estaría aquí para contarte el cuento. Aquello fue una descarga bravía y por los aires volaron comensales, cocineros, el franchute Courtois y su cava de vinos espléndidos, las señoras de bolso de piel de cocodrilo y la piel del cocodrilo y hasta el gato, y cuando Escobar reivindicó el atentando, todos se preguntaron qué motivos tendría para romper la tregua con la oligarquía bogotana, clavando un bombazo bestial en un restaurante de ricos en plena zona residencial del norte. Unos decían que estaba fúrico y ensoberbecido porque le habían echado bolas negras en un club social, o porque la DEA lo estaba apretando, o por las amenazas de extradición, o por el veto de su nombre en las listas electorales o porque el gobierno no cumplía los pactos que tenía con él, o todas las anteriores, el asunto fue que los del norte se echaron a temblar porque hasta ese momento habían creído que contra ellos no era la guerra de Pablo, pero ahí estaban los muertos y los heridos y los escombros de L’Esplanade para demostrar lo contrario. Lo que le pasa a Escobar, intentaba yo explicarles pero no les convenía entender, es que se cansó del efecto balancín, que consiste en que con una mano recibimos su dinero y con la otra lo tratamos de matar. Y la Araña, cual tábano sobre noble caballo, se mantenía a toda hora encima de mí, Explícame esto, Miditas hijo, ahora que Pablo se chifló, ¿qué coños va a pasar con nuestra inversión?, ¿quién me responde a mí?, y otro tanto el Rony Silver, dele que dele, y el Misterio perdido en el ídem, hasta que el Midas entró en una de esas etapas de melancolía profunda que le dan a veces, y según le cuenta a Agustina, se replegó solitario a su dormitorio a prender y a apagar cuanta vaina con el control remoto desde la cama y a dormir doce y catorce horas corridas con los blinds cerrados en una sola noche apacible y prolongada, Y ahí a oscuras en mi cuarto, princesa Agustina, con el teléfono desenchufado, me dio por pensar en Pablo, por recordar el segundo y último encuentro que tuve con él, que ya no fue en su hacienda Nápoles ni tuvo garotas ni jirafas ni piscina olímpica ni un cuerno, sino que aquello fue en una casa feúcha que olía a madriguera de tigre criminal, nunca supe en cuál de las comunas populares de Medellín porque hasta allá me llevaron con los ojos vendados, en cualquier caso el escondite del Patrón esta vez no contaba sino con unas cuantas sillas y algunas camas y ahí estaba él en camiseta y cachucha y más gordo que antes, y me hizo reír porque me mostró una foto que se había tomado pocos meses atrás, ¿a que no adivinas dónde, Agustina bonita? Pues ni más ni menos que frente a la Casa Blanca en Washington, porque según me dijo entraba y salía de los Estados Unidos cuando le daba la gana. La foto era realmente inverosímil, Pablo Escobar, el criminal más buscado de la historia, de camisa blanca y cara al descubierto, ni gafa negra, ni gorro, ni barba postiza ni cirugía plástica, simplemente ahí, tal como es, recostado cual turista contra la reja de la White House, que aparecía detrás con la columnata jónica y el frontispicio triangular de su fachada norte, así que mirando esa foto, Agustina mía, le dije Increíble, don Pablo, el presidente Reagan buscándolo por todo el planeta y usted en la propia reja de su residencia, y él me contestó, El problema que tiene Reagan conmigo, amigo Midas, es que el que está enrejado, es él. Y sin embargo a Pablo le había cambiado la película desde esa tarde sin contratiempos en la capital del Imperio, porque en este lugar desmantelado y oscuro que ahora le servía de covacha ciertamente no lo vi en forma, incluso hubo un detalle tonto que me hizo pensar que se estaba acercando a su final, y fue una caja de cartón con los restos de pescado frito que había dejado después de comer, seguro se lo habían comprado en algún merendero criollo los pistoleros que lo custodiaban y hasta ahí todo bien; lo que no entendí, mi reina Agustina, fue por qué Pablo no ordenaba que se llevaran de allí esos restos grasientos y fríos, no sé si me sigues, no fue nada en realidad, sólo susceptibilidades mías, yo tiendo a interpretar descuidos de esa naturaleza como señales de decadencia. Pablo no pierde el tiempo, va rápido al grano, en veinte minutos precisamos las cuatro cosas que teníamos pendientes con respecto al negocio y pasó a hacerme preguntas sobre la que siempre ha sido su gran preocupación: quería saber qué se tramaba en Bogotá con respecto al Tratado de Extradición de narcotraficantes a Estados Unidos, y cuando le comenté que era casi seguro que el Congreso lo hiciera entrar en vigencia, lo vi temblar de ira santa y le escuché decir una frase tremenda, la frase que tiempo después retumbó en mi memoria a raíz de la bomba de L’Esplanade, y esa frase es la siguiente, mi reina Agustina, toma atenta nota porque fue la proclamación histórica de su venganza: voy a invertir mi fortuna en hacer llorar a este país. ¿Cachas las resonancias de la cosa, muñeca? Como Pablo es ave fénix y tiene las nueve vidas del gato, al poco tiempo había remontando ese capítulo adverso por el que atravesaba al momento de nuestro segundo encuentro y era de nuevo el amo del universo, y venga otra vez con garotas y ejércitos de sicarios y orgías de sangre por todo el territorio nacional, y reuniones con ex presidentes de la República y jirafas y avionetas y piscinas olímpicas, y en ésas pasaron dos años desde que le oí pronunciar la amenaza aquella, y luego la otra noche, cuando estalló la bomba de L’Esplanade, me acordé de la vaina y pensé: nos llegó la hora, carajo. Voy a invertir mi fortuna en hacer llorar a este país, así me había dicho Pablo, Agustina bonita, y su fortuna debe ser la más grande del mundo, y si por cada dólar el hombre consigue arrancarnos una lágrima, calcula cuánto nos falta por llorar.
Cuándo fue la última vez que vio a su hermana Eugenia, le pregunta Aguilar a la tía Sofi, una pregunta más bien de rutina que no sospecha el calibre de la respuesta que va a suscitar, ¿La última vez? Pues fue ese día de juicio final en que se nos acabó la familia, De qué me está hablando tía Sofi, De eso Aguilar, del día en que de la familia no quedó sino el recuerdo, y a decir verdad, recuerdo más bien duro fue el que quedó, te estoy hablando de un Domingo de Ramos de hace trece años, Un domingo, comenta Aguilar, un domingo, por qué será que todo nos tiene que ocurrir un domingo. Agustina era una muchacha de diecisiete y terminaba ese año su bachillerato, le cuenta la tía Sofi, Joaco que tenía veinte ya estaba en la universidad y el Bichi había cumplido los quince pero todavía era un niño, muy alto eso sí, ya por entonces había alcanzado el metro ochenta y siete que mide ahora pero en su manera de ser era todavía un niño, muy tímido además, desesperadamente apegado a la casa y en particular a su hermana Agustina, un niño de pocos amigos, eran las seis y media de la tarde, le dice la tía Sofi a Aguilar, cuando aquello sucedió. Como todos los domingos cuando se quedaban en la casa de la ciudad, habían almorzado con sorbete de curuba, un ajiaco con todas las de la ley y postre de natas, cuando dieron las tres de la tarde estaban todos en casa, cosa bastante inusual, Joaco llevaba zapatos tenis y pantaloneta blanca porque había pasado la mañana haciendo deportes en el club y los otros dos niños, Agustina y el Bichi, estaban todavía en piyama, los domingos en la casa de La Cabrera Carlos Vicente padre les hacía la concesión especial de dejarlos sentar así a la mesa del comedor, Mi hermana Eugenia y yo habíamos llevado las palmas a bendecir a misa de doce en Santa María de los Ángeles y regresábamos a casa caminando, paramos en un mercadito callejero a comprar aguacates para el ajiaco y como la tarde estaba hermosa nos sentamos un rato en una tapia bajita a asolearnos un rato, aunque en realidad nos sentamos en esa tapia porque a mi hermana Eugenia se le rompió la correa de un zapato, fíjate cómo es la vida, muchacho, Aguilar, si no se le hubiera roto esa correa a lo mejor no nos ponemos a conversar, que era cosa rara entre nosotras pese a que salvo breves intervalos habíamos vivido juntas toda la vida, ¿Recuerda de qué conversaron?, le pregunta Aguilar, Sí, claro que recuerdo, empezamos por lo de la correa, cruzamos unas cuantas frases sobre cómo podría arreglarse el zapato aquel, Mañana, si quieres, cuando vaya hacia el dispensario de Areneras te lo puedo dejar en una remontadora de calzado, entrego de una vez el par para que les cambien las tapas a los tacones, eso le dije a mi hermana Eugenia, Por ese entonces, le informa la tía Sofi a Aguilar, yo llevaba algunos años trabajando como enfermera voluntaria en un dispensario para los hijos de los trabajadores de las areneras del norte, y no sé por qué caminos tomó la conversación entre nosotras, pero fue a parar a Sasaima, un tema que por lo general evitábamos porque era un campo minado de tantas cosas inconfesas que sucedieron allá, pero ese día quiso la suerte que termináramos comentando el misterio que siempre había sido el paso de Farax por nuestra infancia, ¿Farax?, pregunta Aguilar, suena a nombre de perro, No, le contesta la tía Sofi, no era ningún perro, era un muchacho joven y guapo, rubio él, aprendiz de piano, se llamaba Abelito Caballero pero lo llamábamos Farax, De dónde salió el apodo, preguntó Aguilar, Eso no te lo sé decir, los apodos son como los refranes, nunca sabes quién se los inventa. En cualquier caso esa tarde, por primera vez en nuestras vidas, Eugenia y yo empezamos a acercarnos juntas a los bordes a ese pozo de misterio que es el paso de Farax por nuestra casa paterna, la forma brutal en que cambiaron las cosas entre mis padres desde que apareció Farax, su aparición misma, que nunca he sabido explicarme, íbamos poco a poco acercándonos Eugenia y yo al corazón de la alcachofa, le cuenta la tía Sofi a Aguilar, y fui yo quien levantó la sesión apremiándola a ella con el asunto del ajiaco, yo impedí que siguiéramos adelante, Tal vez por miedo, dice Aguilar, Sí, tal vez, tal vez por la convicción de que todos los secretos están guardados en un mismo cajón, el cajón de los secretos, y que si develas uno corres el riesgo de que pase lo mismo con los demás, Y usted sí que mantenía un secreto gordo con respecto a su hermana, le dice Aguilar, Sí, bueno, ése ya te lo confesé, Aguilar, no volvamos allá, De acuerdo, asiente él, sigamos más bien con las dos hermanas sentadas conversando tras la bendición de los ramos y demorando un poco el regreso a casa. Vamos, le dijo Sofi a Eugenia, tu marido y tus hijos ya deben tener hambre y ella sonrió, ahora pienso que con tristeza, Cuántos años llevas viviendo con nosotros, le dijo Eugenia a Sofi, y siempre te oigo decir así, tu marido y tus hijos, tu marido y tus hijos, me pregunto si alguna vez te voy a escuchar decir mi cuñado y mis sobrinos, y era precisamente por esas palabras, para mí ardientes, que siempre evitaba las conversaciones con mi hermana, le dice la tía Sofi a Aguilar y le confiesa que tenía miedo de lo que pudiera pasar, Por un lado sentía el impulso de revelarle todo a Eugenia y pedirle mil veces un perdón que sabía que no me podría dar, pero por el otro lado algo se insubordinaba en mí y me nacían unas ganas horrendas de decirle en la cara Mi marido y mis hijos, Eugenia, mi marido y mis hijos porque son más míos que tuyos, pero se fueron por las ramas y no pasaron de allí ni el tema de Farax ni el otro, que era aún más espinoso, de ese tamaño se quedó todo aquello porque ya nunca más tuvieron oportunidad. Ha sido como una ley de nuestras vidas, le dice la tía Sofi a Aguilar, eso de recurrir al amparo del silencio cuando está por aflorar la verdad, Bien cara estamos pagando esa recurrencia, le dice Aguilar, Ya lo sé, le dice Sofi, te refieres a los nudos que tiene Agustina en la cabeza, Así es, tía Sofi, me refiero justamente a eso. De todas maneras el día seguía radiante y en lo que quedaba de camino a casa Eugenia y yo nos reímos, y eso sí que era todavía más inusual, oír reír a mi hermana, nos reímos porque ella iba rengueando a causa de esa correa reventada, y luego ya durante el almuerzo Eugenia se sentó en la cabecera, así como era ella, bella, silenciosa y distante, mientras yo me ocupaba de servir el ajiaco, entrando y saliendo de la cocina para asegurar que estuvieran dispuestas las bandejas con el pollo y las mazorcas y en sus respectivos tazones la crema de leche, las alcaparras y los aguacates, y el ajiaco con guascas bien caliente en la gran sopera de barro, porque los domingos servíamos con cucharón de palo en una vajilla de barro negro de Ráquira, tal como se hizo toda la vida en casa de mi madre pese a que la comida típica nunca fue del agrado de mi padre, que a la hora de componer bambucos se volvía colombiano pero que seguía siendo alemán a la hora de comer, pero te decía, Aguilar, que en presencia de Carlos Vicente, mi hermana Eugenia se volvía silenciosa. ¿Y Agustina?, pregunta Aguilar, Agustina también, esa niña contemplaba a su padre tan arrobada que no podía musitar palabra. Después del almuerzo cada quien se perdió por un rato para dedicarse a lo suyo, Carlos Vicente y Eugenia se encerraron en su dormitorio, Joaco partió en el automóvil, de Agustina no sé, Trate de recordar, tía Sofi, me gustaría saber qué hizo Agustina después del almuerzo, No lo sé, Aguilar, cualquier cosa que te diga es mentira, en cambio recuerdo perfectamente que yo salí al antejardín a podar los rosales, como también que el Bichi se colocó sobre la piyama un suéter, unas medias y unas botas y dijo que montaría en bicicleta por el vecindario, aunque en realidad sólo daba vueltas alrededor de la manzana, una y otra vez y siempre en el sentido de las manecillas del reloj, lo vi pasar frente a la casa por lo menos siete y ocho veces, tan alto que la bicicleta le quedaba cómica de tan chica y la manga del pantalón de la piyama le daba una cuarta por encima del tobillo, con sus rizos negros aún sin peinar y su cara tan hermosa, unos ojos que ya desde entonces eran profundos y una finura de facciones casi femenina, e inclusive recuerdo haberme preguntado Cuándo irá a crecer esta criatura, qué muchacho tan solitario, debe ser el temor al padre lo que no le permite crecer ni tener amigos, todo eso pensé y lo recuerdo con una nitidez atroz, le dice la tía Sofi a Aguilar, he leído que cuando cayó la bomba atómica en Hiroshima las sombras quedaron grabadas en los muros sobre los que se proyectaban, pues todo lo que ocurrió durante nuestra bomba atómica familiar también ha quedado grabado con cincel en mi memoria, hasta retengo en la pupila la imagen de las rosas amarillas de tallo largo que corté esa tarde para los floreros del comedor. Hacia las cinco y media de la tarde las sirvientas llevaron el chocolate con almojábanas y pandeyucas a la salita del televisor y poco a poco allá fuimos llegando todos, inclusive Joaco que los domingos no solía regresar hasta tarde en la noche, y más raro aún, estaba presente Carlos Vicente padre, eso sí que era extraño porque aparte de las horas de comida, o se hallaba fuera de casa o se encerraba en su estudio, nunca fue hombre de dedicarle mucho tiempo a la vida en familia, pero te digo, Aguilar, que todos estuvimos allí como si nos hubieran convocado, como si un director de teatro que dirigiera la escena se hubiera asegurado de que no faltara nadie, con eso te quiero decir que estaba escrito que ese domingo todos cumpliríamos la cita, a lo mejor habíamos ido llegando a la salita del televisor atraídos por el olor de los pandeyucas recién horneados pero ésa sería una interpretación fácil, la única de fondo es reconocer que aquello lo estaba orquestando el destino desde mucho tiempo atrás, La tía Sofi servía el chocolate, los dos niños menores estaban enfrascados en una discusión sobre cuál canal de televisión sintonizar, Carlos Vicente y Joaco empezaron una partida de ajedrez y Eugenia tejía un chal de lana color lila, Preguntarás qué importancia pueden tener esos detalles menores y yo te repito que la tienen toda, porque ésa fue nuestra última vez. Sin que nadie la esperara llegó de visita Aminta, una sirvienta que durante años trabajó en la casa, en realidad desde muy joven hasta el día en que contó que estaba embarazada, unos once meses antes del domingo aquel, ésas son las cosas horribles de Eugenia, el lado oscuro de su alma, cuando supo que Aminta esperaba un hijo la despidió, los niños lloraron, yo traté de interceder pero Eugenia fue implacable, tal vez también en esa ocasión le salió de adentro esa especie de horror por la sexualidad de los demás que siempre ha marcado su vida, que a lo mejor también es horror por la sexualidad propia, no sería de extrañar, pero lo primero, esa compulsión a censurar y reglamentar la vida sexual de los otros fue una actitud que compartió con Carlos Vicente, en esa inclinación sombría se encontraban los dos, ahí coincidían, ahí eran cómplices y ése era el pilar de la autoridad tanto del uno como del otro, algo así como la columna vertebral de la dignidad de la familia, como si por aprendizaje hereditario supieran que adquiere el mando quien logra controlar la sexualidad del resto de la tribu, no sé si entiendas a qué me refiero, Aguilar, Claro que entiendo, dijo Aguilar, si no entendiera eso no podría descifrar este país, pero la tía Sofi seguía abundando en explicaciones como si se las estuviera dando más bien a sí misma, Es una especie de fuerza más poderosa que todo y que viene en la sangre, una censura inclemente y rencorosa hacia la sexualidad en cualquiera de sus expresiones como si fuera algo repugnante, a Eugenia le parecen un insulto las parejas que se besan en el parque o que se abrazan entre el mar, hasta el punto de protestar porque la policía no impide que Hagan eso en público, siendo Eso todo lo que tiene que ver con la sexualidad, con la sensualidad, dos cosas que para ella nunca han tenido nombre, las reduce apenas a un Eso que pronuncia con un gesto torcido como si sólo mencionarlo le ensuciara la boca, no sé de dónde sacó esa fobia porque ni mi madre ni mi padre eran así, otras taras tenían pero no ésa, ni tampoco eran así las gentes de Sasaima, en eso Eugenia es más bien como Carlos Vicente, yo diría que se lo aprendió a él y que a partir de ahí elaboró su propia versión extrema, interpretar la vida sexual de la gente como una afrenta personal debe ser una característica ancestral de las familias de Bogotá, o quizá justamente ése sea el sello específico de su distinción, no sabría decirte, Aguilar, pero lo que sí sé es que ahí anida el corazón del dolor, un dolor que se hereda, se multiplica y se transmite, un dolor que los unos le infligen a los otros, en el caso de Eugenia sospecho que es así de dura también con respecto a su propia intimidad, en el de Carlos Vicente me consta que era sólo de puertas para afuera. Volvamos a ese domingo con el Bichi circundando la manzana en bicicleta, usted podando los rosales y Agustina refundida en algún lugar de la casa, propone Aguilar y enseguida pregunta, ¿O había salido Agustina? No, no, seguía allí, lo que no sé es a qué se dedicaba pero claro que se encontraba allí, le asegura la tía Sofi, ya estaba dispuesto el escenario, ya estábamos listos los actores y sólo faltaba el detonante que no tardó en llegar, y fue a las seis y cuarto de ese atardecer, cuando entró Aminta, hacía tiempo no la veíamos y traía a su niña recién nacida, venía a presentárnosla, a anunciar que en honor a mi hermana y a mí se llamaría Eugenia Sofía y a pedirles a ellos que fueran los padrinos de bautismo, ¿A pedirles a quiénes? Pues a Eugenia y a Carlos Vicente, el bautizo tendría lugar dentro de un par de semanas y la criatura era linda como una muñeca, Aminta la había vestido toda de rosado, la capota, el vestido, los mitones, los patines, hasta el pañolón en que estaba envuelta era rosado, entonces Eugenia abrazó a Aminta como diciéndole Ya estás indultada, no lo dijo pero sé que lo pensó, para ella el dar a luz era como el perdón del gran pecado; mi hermana Eugenia dijo, te repito sus palabras textuales, Con la lana que me quede cuando termine el chal le voy a tejer a esta preciosura un enterizo para los fríos de la sabana, ésa fue su frase textual, de esto hace trece años pero recuerdo cada gesto, cada palabra, como te digo, Aguilar, como las sombras grabadas en los muros de Hiroshima, estoy segura de que Agustina también lo recuerda paso a paso, cosa por cosa, Agustina y todos los que estábamos allí tenemos esa marca palpitante en el corazón y en la memoria. Todos queríamos alzar a la recién nacida de Aminta, menos Carlos Vicente y Joaco que contemplaban la escena desde su distancia de hombres que juegan ajedrez y no se inmiscuyen en cosas de mujeres, y el siguiente movimiento le correspondió a Agustina, en mis recuerdos cada quien repite sus acciones siguiendo al pie de la letra ese script que no tiene escapatoria, como cumpliendo con su parte en una coreografía, Agustina, que estaba sentada en el suelo frente al televisor, se puso de pie, como te dije seguía en piyama, le cuenta la tía Sofi a Aguilar, Tú la conoces, una piyama que en realidad no era piyama sino una de esas camisetas enormes, las mismas que todavía usa para dormir, sólo que ahora se pone las tuyas y antes las de su padre, Agustina se paró, se acercó a Aminta y le pidió que le dejara alzar a Eugenia Sofía, tomó a la bebé con esa especie de instinto maternal que le permite a una mujer saber cómo acunar en brazos a una criatura así nunca antes lo haya hecho, y empezó a hacerle arrumacos y a decirle en media lengua esas cosas que siempre se les dicen a los bebés, acompañadas por ciertos ruidos que se repiten como si el adulto quisiera imitar el balbuceo del niño, tú sabes a qué me refiero, dijo la tía Sofi, y Aguilar dijo que sí, que sí sabía, pero que no se detuviera y que siguiera adelante. Lo que Agustina le dijo a la bebé de Aminta fue exactamente Ay qué cosita más bonita caramba, haciéndole muequitas amorosas y cariñitos con la punta del índice en la cumbamba, y en ese momento se paró el Bichi, que también estaba sentado en el suelo, se colocó detrás de Agustina mirando a la bebé por encima del hombro de su hermana, le hizo los mismos cariños en la cumbamba y repitió, con el mismo tono e idéntico acento, las palabras en media lengua que acababa de pronunciar ella, Ay, qué cosita más bonita, caramba. En ese instante Carlos Vicente padre, que como te dije había estado presente pero sin participar en la escena familiar, se levantó sorpresivamente del sillón con los ojos inyectados en furia y le dio al Bichi un patadón violentísimo por la espalda a la altura de los riñones, un golpe tan repentino y tan feroz que mandó al muchacho al suelo haciendo que se golpeara antes contra el televisor, que también se cayó, a todos se nos disparó el corazón en el pecho como si se nos fuera a estallar y durante unos segundos no atinamos a reaccionar, paralizados por el horror de lo que acababa de ocurrir, y en seguida vimos que Carlos Vicente padre se iba hacia Carlos Vicente hijo, que seguía boca abajo en el piso, y le daba otro par de patadas en las piernas mientras lo imitaba, Ay qué cosita más bonita, caramba, Ay qué cosita más bonita, ¡Hable como un hombre, carajo, no sea maricón!
Entonces llegó el día de la gran ira del Padre, dice Agustina, y el hermano menor era el chivo expiatorio, Por su culpa, por su culpa, por su grandísima culpa está tirado en el suelo y sobre él llueven las patadas del Padre, cuántas veces no te lo advertí, mi dulce hermano pálido, mi niño derrotado, que no contrariaras la voluntad del Padre, ¡Hable como un hombre!, te ordenó y cuando lo hizo se volvió una bestia poderosa y erguida ante ti, que no eras más que un niño golpeado en el suelo, y mis poderes, que estaban esquivos, no lograban protegerte, no llegaban hasta ti, Hable como un hombre, te ordenaba y su ira era justa y temible y llenaba la casa, luego él mismo se echó hacia atrás, el propio Padre asombrado de su fuerza y del rigor del castigo, Y el hermano menor se incorporó, dice Agustina, y resplandecía una expresión extraña en su cara, o lo que podía verse de su cara tras la maraña de rizos negros que se la ocultaban, ¿Llorabas, Bichi, o suplicabas perdón? No, no llorabas, no querías decir nada, no tenías la voz de hombre que exigía el Padre para decir tus verdades, sólo te incorporaste, con dificultad porque tu espalda estaba lastimada, te llevaste una mano al lugar del Gran Golpe y alzaste del suelo la máquina, Cuál máquina, Agustina, le pregunta Aguilar, La máquina que había quedado rota, ¿Te refieres al televisor? Sí, a eso me refiero, Y qué hizo tu hermano con él, Lo puso de nuevo en su lugar, Y por qué crees que hizo eso, Lo hizo por orgullo, dice Agustina y cambia de nuevo el tono, vuelve a hablar para sí, pontificando como si le adjudicara mayúsculas a todos los sustantivos, como si se dirigiera a personas que en realidad están ausentes, Fue tu orgullo el que alzó la máquina, ¿acaso querías demostrarle al Padre que no te doblegaba?, los demás te mirábamos desde el hueco de dolor, Ven, Agustina, le dice Aguilar, no hables como si oficiaras misa, conversemos así no más, tú y yo, Déjame, Aguilar, déjame seguir con mi misa, no la interrumpas porque es importante que sepas que el Padre se limita ahora a mirar y a acezar porque ha perdido el aliento debido a su Gran Esfuerzo, si me interrumpes no puedo decirte que el Padre ha quedado exhausto después de cumplir su sagrado deber de castigar al hijo, ahora está en la sombra y ha perdido su protagonismo porque es el hermano menor, el Cordero, quien se mueve en medio de las estatuas de sal, Dime cómo se llama el cordero y cómo se llaman las estatuas de sal, le pide Aguilar, El Cordero se llama Bichi, se llama Carlos Vicente como mi padre pero le decimos Bichi, y las estatuas de sal se llaman Eugenia, Joaco, Agustina, el Bichi, Aminta y Sofía, ¿Quién es Sofía? Sofía es mi tía Sofi, ¿Hermana de tu padre o de tu madre?, No, de mi padre no, hermana de mi madre, y mi hermano menor, al que le decimos el Bichi, él es el que se incorpora del suelo y pese a su espalda adolorida se agacha y alza todo el peso de la máquina, ¿No habíamos quedado en que era el televisor? Bueno, sí, el televisor que se ha convertido en una máquina rota, y la coloca en su lugar pese a que tiene reventada la pantalla, ¿Recuerdas qué estaban viendo tu hermano y tú en el televisor antes de que tu padre se enojara?, quiere saber Aguilar, Qué preguntas más tontas, Aguilar, estábamos viendo a He-man y Sheera, habíamos peleado un rato por el canal y finalmente pactamos con eso de He-man y Sheera y ya luego estábamos contentos, es verdad que es bueno recordarlo, me pregunto si el Bichi también lo recuerda, lo de He-man y Sheera, porque unos minutos después vino el golpe y el televisor se reventó contra el suelo y echaba chispas por dentro porque seguía conectado, fue el Bichi quien lo desconectó, tuvo la calma necesaria para desconectarlo, Te movías despacio, Bichi Bichito, y te paraste muy alto, más alto que el hermano mayor, mucho más alto que el Padre y nos miraste a todos, uno por uno, demorando tu mirada en cada uno, y yo caí de rodillas, dice Agustina, para implorar perdón con mi voz de adentro y para invocar mis poderes, que ante el Acontecimiento no querían descender a mí, el Bichi se dio media vuelta, otra vez la mano puesta sobre el dolor de su espalda, con la otra se retiró por fin el pelo de la cara y pudimos ver que no lloraba y salió de allí caminando muy lento, como si no llevara prisa, tantas veces te vi llorar, Bichi Bichito, después de los golpes del Padre pero esta vez no, esta vez eras la víctima intacta que se retira después del sacrificio, A qué sacrificio te refieres, pregunta Aguilar, ¿a las patadas que le dio tu padre? Si sabes para qué preguntas, le dice Agustina, tengo grabada la imagen del Bichi como si fuera una estampa, Qué llevaba puesto, le pregunta Aguilar, Los trajes de la ceremonia, Entiendo que no, que iba en piyama, Es cierto, dice Agustina y su tono se aligera, su voz aterriza, todavía tenía puesta la piyama pero yo lo vi asombrosamente alto, creí que no iba a caber por la puerta al atravesarla, el pelo, que tenía revuelto, era lo único fiero en él, todo lo demás se movía lento y sin titubeos ni desconcierto y como desde allí puede verse la gran escalera de piedra que se va curvando hasta llegar al segundo piso, desde donde estábamos pudimos observar cómo la subías, hermano, peldaño a peldaño, sólo te detuviste un momento para arquear la espalda y cerrar un poco los ojos pero enseguida volviste a emprender el Ascenso, entonces yo quise seguirte y me paró en seco el grito del Padre, Déjenlo solo, a ver si por fin aprende, ordenó y Agustina obedeció, se quedó quieta donde estaba, hincada de rodillas, Yo acato tu Voluntad, Padre, no descargues tu ira también sobre mí, ya se retiró el Cordero que enfadaba al Padre, el Padre ya puede sentarse de nuevo y retomar la partida de ajedrez con el hermano mayor en el punto en que la suspendió para ejecutar el Castigo, Llorará ahora que se ha encerrado en su cuarto, dice Agustina que pensó en ese momento, se lo dice a Aguilar, ese hombre de barba que está frente a ella y que la escucha, a Agustina le gusta su barba porque es poblada y sedosa, le gustan sus bigotes entrecanos, Eso pensé, Aguilar, pero el Bichi no se había encerrado en su cuarto sino en el mío aunque sólo lo supe después, creí que como siempre se habría encerrado en su cuarto a llorar después del Castigo y que sólo a mí me dejaría entrar, para recibir el Consuelo, pero esta vez ella no acudiría por temor al Padre que dijo Qué miran, siga cada cual en lo que estaba, orden para mí imposible de cumplir pese a mi miedo, le dice Agustina a Aguilar, porque yo estaba mirando televisión y ya no se podía, como si no hubiera sucedido nada Padre siguió repartiendo órdenes, Usted, Aminta, puede retirarse ya, la felicito por su hija y acepto ser el padrino; sigue tejiendo, Eugenia, y tú, Sofi, sírveme por favor otra taza de chocolate, ¿Eso era lo que tomaban, pregunta Aguilar, chocolate? No quiero hablar de eso, dice Agustina, no menciones esa palabra, chocolate, no me gusta, ¿No te gusta la palabra o el chocolate? No me gusta, de verdad te digo, Aguilar, que no quiero que me lo preguntes más, lo que importa es que las órdenes del Padre indican que en casa todo sigue igual, pero sus manos dicen otra cosa porque tiemblan, las veo temblar, Aguilar, aunque el Padre trata de disimular está estremecido por la ferocidad de sus hechos, en este momento todavía es inocente de las Repercusiones de sus hechos, o tal vez las presiente pero no conoce con claridad lo que se le viene encima, entonces te vemos, Bichi Bichito, mi hermano pequeño a quien cuánto quisiera volver a ver algún día, entonces presenciamos tu Regreso, ahora bajas las escaleras y te ves inmenso y tu cara resplandece de justicia y de belleza y no hay llanto en tus ojos, sólo una mirada resuelta que hace temblar al Padre y no permite que su mano coloque en el tablero el caballo que tiene dispuesto para la siguiente jugada, el Padre nunca llegó a colocar esa ficha, Aguilar, el caballo se quedó para siempre en la mano del Padre, el Caballo eras tú, hermano menor, porque en tu mano estaba la verdadera ficha, la definitiva, la gran destructora que haría pedazos la casa y también el vecindario, recuérdalo Bichi Bichito, tú que lo olvidaste, recuerda que en las ceremonias repetíamos eso, que no utilizaríamos el Poder, alegres de pensar que era infinito y que aunque estaba en nuestras manos no lo utilizaríamos porque ahí radicaba nuestra fuerza, en mantenerlo oculto y no hacer uso de él, El Bichi bajó por las escaleras despidiendo ráfagas de luz, le dice Agustina a Aguilar, el hermano menor volvía hacia nosotros iridiscente, purificado en dolor, blandiendo en su mano derecha las llaves de la destrucción, ¿Te refieres a las fotos de la tía? Sí, Aguilar, me refiero a eso mismo, el Bichi se vino con ellas en alto y yo alcancé a gritarle con mi voz interna, la que no se oye pero resuena, le grité dentro de mí con toda la fuerza de mi poder ausente No hagas eso, hermano, recuerda el Juramento, recuerda la Advertencia, si las muestras, si ellos las ven, pierden su valor, si las revelas se desvanecen mis poderes como agua entre las manos porque son poderes ocultos y la luz los derrite, te repito la Advertencia, las llaves de la destrucción sólo resplandecen e infunden terror mientras permanecen ocultas, me derrotas si las revelas y ante mi derrota ya nadie podrá protegerte de la mano del Padre, perdóname, Bichi, te pido mil veces perdón, ¿Por qué le pedías perdón, Agustina? Porque aquella fue La Vez Terrible en que mis poderes se aletargaron pero de ahora en adelante Agustina va a impedir que eso se repita, le jura al Bichi que estará más alerta, más atenta, te lo juro, Bichi Bichito, vuelve a confiar en mí y no hagas lo que vas a hacer porque me dejas sin fuerza, además y sobre todo tú juraste en ceremonia que jamás lo harías, que no les dejarías saber que las teníamos. Pero el Bichi lo hizo: sobre la mesita del centro, ante los ojos de todos, del Padre, de la madre, de la tía, del hermano mayor y también de mí, de Agustina, la hermana que suplicaba en silencio que no ocurriera aquello que enseguida ocurrió y que partió en dos nuestra historia, el hermano menor, midiendo tres metros de alto, No sería tanto, la interrumpe Aguilar, Bueno, tanto no, entonces midiendo casi dos metros, Eso suena más justo, Midiendo dos metros y con una aureola de rizos negros que rozaba el techo, soltó las Fotografías y todos los que estaban allí las vieron, y ardió el aire, se abrió bajo nuestros pies el vacío, ¿entiendes, Aguilar?, dice Agustina con otra voz, voz de todos los días, lo que te quiero decir es que a partir de ese momento nuestras vidas ya no volvieron a ser las mismas, ahora lo entiendo así pero a veces se me olvida. Yo clavé los ojos en el piso, dice Agustina, se lo dice al hombre de la barba que está allí para escucharla, Yo no estaba dentro de mi cuerpo cuando la mirada triunfal del hermano menor se clavó en la madre, esperando que ella colocara sobre sus rizos la corona del heredero porque acababa de derrotar al Padre, allí estaban, ante los ojos de la madre, las pruebas del desamor del Padre, del engaño del Padre, Dime cuáles eran esas pruebas, le insiste Aguilar, Ésas, ésas, repite Agustina, ya te lo dije, las Fotografías, Dime cuáles fotografías, Pregúntale a la tía Sofi, Quiero que me lo digas tú, Unas tales fotografías de las tetas de tía Sofi que había tomado mi padre, puta tía Sofi, puta, puta, y puto mi padre, por eso ahora la madre abrazaría al hijo lastimado, al Cordero, lo acogería entre sus brazos amorosos, víctima el hijo, víctima la madre, por fin se haría justicia y el Padre traidor sería expulsado del reino, el hijo menor, el Cordero, clavó sus ojos inmensos en los de la madre esperando la acogida pero yo supe que no sería así, yo lo sabía, Aguilar, yo sabía que de la madre no podía esperarse respaldo porque mis poderes, pese a estar ausentes, con sus voces menores me lo susurraron al oído, me dijeron que no sería así, que nunca se sellaría la alianza de la madre con el menor de sus hijos, que nunca se sellaría la alianza de la madre con la hija, ¿Quieres decir contigo? Quiero decir con la hija, o sea con Agustina, y por eso le grité No, Bichi, no lo hagas, se lo supliqué con mi voz interna, la que no sale pero que resuena, No lo hagas, Bichi, tú desconoces los recursos de la madre, no debes confiar en ella, tenle miedo a la extrema debilidad de la Madre, la debilidad de la madre es más peligrosa que la ira del Padre pero el hijo menor no lo creía así y por eso allí cayeron las fotografías ante los ojos de todos, las que le tomó el Padre a la Tía Entregada y Desnuda, la usurpadora del marido de su hermana, la Tía Terrible que sería expulsada junto con el Padre para que la madre abandonara la tristeza y la distancia, el hermano menor quería la venganza para sí mismo y también para la madre, para que ya no fuera una reina de las nieves con astilla de hielo en el corazón, quería derrotar la autoridad del Padre que hería y doblegaba, expulsar al Padre y derretir la astilla de hielo en el corazón de la madre, el Bichi, el Cordero, el Lastimado en la Espalda nos miraba desde lo alto de su estatura monumental, un minuto duró el imperio del Cordero, la familia de rodillas se inclinó ante la evidencia de la traición, sólo la hermana permaneció lejos y con los ojos cerrados porque era la única que ya lo sabía, sabía que acababa de llevarse a cabo la Gran Revelación de las fotografías, se destapó el arcano, se abrió la caja de Pandora y las Furias se desataron, Padre quedó demudado, por primera vez Padre era más pequeño que un enano, más enano que un ratón, tía Sofi, la de las tetas grandes, se tapó la cara con las manos, el hermano mayor fue el único que se atrevió a tocar las fotografías para mirarlas una a una sin que Padre intentara siquiera impedírselo porque Padre era un enano, era un ratón que sólo estaba atento a la reacción de la madre, Padre esperaba que la madre dejara caer sobre él su espada, el hermano menor esperaba que la madre dejara caer su espada sobre la nuca de Padre, sólo yo sabía que no sería así, que no sellaríamos la Alianza con la madre y que por el contrario, nuestros poderes quedarían aniquilados para siempre y la famosa Revelación convertida en chorro de babas, en triste juego de niños, Agustina mira a Aguilar y se ríe, Tú te burlas, Aguilar, porque dices que cuando deliro hablo como Tarzán, Hablas como el Papa, le dice Aguilar, Sí, es verdad, a veces me da por hablar como el Papa cuando imparte bendiciones desde su balcón en San Pedro.
¿Y tu boca, Agustina?, le pregunta el Midas McAlister, sobre tu bella boca también aprendí una que otra cosa. Fue inquietante, no creas que no, volver a verte sentada en las antípodas de la mesa del comedor como cuando éramos niños, pero esta vez no en tu casa de La Cabrera sino en tu finca de tierra fría, que es donde ustedes los Londoño siempre se han visto mejores, quiero decir en todo su apogeo, señoriales y a sus anchas entre viejos pantalones de pana, calzando altas botas para montar sus propios caballos y llevando al desgaire chaquetas de tweed u holgados pullovers tejidos a mano con la lana cruda y olorosa de unas ovejas que, como los caballos, también son propiedad de ustedes, y ciertamente el Midas no está hablando de esos suéteres apretados que le tejía su propia madre con madejas verdes y grises compradas en la tienda miscelánea de la esquina; debe comprenderse que de un objeto al otro hay un universo de distancia. Según el Midas, esa indumentaria que los Londoño usan en lo que ellos mismos denominan tierra fría funciona bien y resulta imponente cuando la complementan con cierta lentitud de movimientos muy acorde con el mood del paisaje, con la lectura de libros en francés junto a la chimenea y con la proximidad de un montón de perros a los que tratan mejor que a los humanos, y aquí llegamos a otro punto nodal, el contubernio con los perros, requisito que, como el ropón del bautizo, si no naces con él jamás lo adquieres; Yo por ejemplo no puedo evitar lavarme las manos después de tocar un perro porque el olor me impregna y me fastidia, confiesa el Midas McAlister, pero eso no le pasa a ninguno de ustedes los Londoño, que hagan lo que hagan y métanse con quien se metan, en materia odorífera siempre pertenecen al discreto y pulquérrimo equipo Roger & Gallet, con excepción tuya, Agustina vida mía, que te inclinas por no sé qué esencias sospechosamente orientales que atosigan a tu hermano Joaco y le producen alergia. El Midas recuerda la plenitud de su admiración cada vez que Joaco decía en el colegio El viernes nos vamos a tierra fría, refiriéndose a su hacienda sabanera, o también, Hoy mi mamá está en tierra caliente, y ésa era la finca de Sasaima, o si no, Nos vamos a quedar aquí, y aquí era la casa de ciudad en el barrio residencial La Cabrera, y cómo no iba a quedar deslumbrado el Midas, que todas las madrugadas escuchaba a su madre darle gracias al Sagrado Corazón por haberle concedido un crédito del Banco Central Hipotecario para pagar ese apartamento de veinticuatro metros cuadrados del San Luis Bertrand, donde el Midas McAlister durmió casi todas las noches desde los doce hasta los diecinueve años, ese apartamento que para él era una vergüenza inconfesable y donde jamás quiso llevar a ninguno de sus amigos, y menos que nadie a Joaco; a todos los tramó con el cuento de que vivía en el penthouse de un edificio del Chicó pero que allá no podía llevarlos porque su madre era enferma terminal y hasta el más mínimo ruido o molestia podía resultarle mortal, Pobrecita mi madre, si hubiera sabido tamaña calumnia que yo difundía sobre ella, tan digna y tan sacrificada, con su sastrecito negro, sus zapaticos chuecos, su eterno rosario en la mano y sus peregrinajes de tienda en tienda buscando los mejores precios para las lentejas y el arroz, mi madre cuadraba a la perfección en un barrio donde todas eran más o menos iguales, digamos que la mía obedecía al patrón que imperaba en materia de madres en el San Luis Bertrand, pero llevarla al colegio a que la vieran mis amigos, eso jamás, es que te estoy hablando de problemas delicados, mi linda Agustina, tú que sí la conoces sabes que mi santa madre es de las que se sostienen las medias de nylon arriba de la rodilla con un nudo apretado que se asoma cuando cruzan la pierna, mejor dicho un horror, siempre le he dicho a ella que si la tromboflebitis la tiene cojeando es porque los torniquetes que se aplica en las piernas con las medias de nylon le cortan la circulación, es que si mi barrio es impresentable, mi madre bendita no se le queda atrás, y no puedes imaginar, Agustina princesa, las tretas que año tras año he tenido que ingeniarme para mantenerlos a ambos escondidos e inexistentes para los demás. Para encontrarse con Joaco y los otros compañeros en la portería de su supuesto edificio del Chicó, el Midas debía tomar antes una buseta desde el San Luis hasta la Paralela con calle 92 y luego caminar rapidito ocho cuadras largas para alcanzar a llegar unos minutos antes de la cita a deslizarle una propina al portero, no fuera cosa que lo delatara haciéndolo quedar fatal; le dice a Agustina que gracias a esas prácticas precoces, llegó a volverse un mago en el arte de la simulación. Hasta el día de la fecha, nena consentida, nadie de tu lado del mundo ha conocido a mi madre ni sabe de la existencia de este apartamento en el San Luis Bertrand, bueno, nadie salvo tú, cómo te querría yo y cuánta confianza te tendría que a ti sí te llevaba a tomar las onces en vajilla de plástico irrompible con mi santa mamá bajo juramento sagrado de que no divulgarías ese secreto, que dicho sea de paso, me has guardado religiosamente hasta hoy. El Midas deduce que esa traumática condición habitacional por la que atravesó en la adolescencia debe ser la causa de que lo hipnotizara, y lo siga hipnotizando, la idea de que los Londoño pudieran repartir su semana en tres casas distintas, y eso sin viajar, porque los viajes de ustedes eran otra cosa, a sitios lejanos y tomando avión y tal pero al niño que era yo ese ladito le interesaba menos, lo que me descrestaba en serio era eso de que pudieran vivir de planta y simultáneamente en tres casas distintas sin llevar maleta de un lado al otro porque ustedes tenían ropa en los tres lados, y long plays y televisores y cocinera y jardinero y juguetes y pantuflas, todo por partida triple, hasta piyama esperándolos debajo de la almohada donde llegaran, o sea la vida familiar bellamente contenida en un triángulo equilátero con una casa espléndida en cada ángulo y en cada clima pero a una distancia de hora y media de cualquiera de las otras dos; nada que hacerle, mi reina Agustina, para mí eso era el súmmum de la elegancia, era la santísima trinidad, era el non plus ultra de la perfección geométrica. Y ahora están otra vez en el comedor y desde su extremo de la mesa el Midas puede comprobar que pese a los años Agustina sigue teniendo los ojos absurdamente inmensos y el pelo locamente largo y los dedos asomados por los agujeros de esos guantecillos de ciclista o de junkie que despiertan la agresividad de su hermano Joaco, y que su delgada silueta sigue perdida entre esa ropa negra que su madre encuentra altamente inapropiada para un soleado día de campo, Ya de entrada estaban un poco irritados con tu presencia, Agustina cariño, siempre has sido aficionada a infringir sus códigos de estilo y a hacerlos sentir incómodos. ¿El lugar?, la hacienda de tu familia en la sabana; la hora, mediodía del sábado; la acción, esa aplastante serie de consecuencias que habría de desembocar en nuestros respectivos fracasos, pero para ponerle un preámbulo digamos que la cosa empieza desde el día anterior, viernes, seis de la tarde, el Midas solo entre su cama con el dormitorio a oscuras y los ojos cerrados mientras su mundo de afuera se viene abajo, con su Aerobic’s tomado por el fantasma de una muerta y sus finanzas desplomándose por culpa de Pablo, Y mis amigos la Araña y Silver empeñados en una cruzada personal contra mí como si fueran culpa mía los sinsabores de su propia angurria, y en ésas suena el teléfono y es tu hermano Joaco para invitarme a pasar el fin de semana en su casa de tierra fría, yo me niego de plano y estoy a punto de colgarle y de sumergirme de nuevo en mi voluntario blackout cuando él deja caer tu nombre, Agustina viene con nosotros, me dice, ¿Cómo?, brinco yo, súbitamente interesado, porque esa frase es la primera cosa en muchos días que logra atraer mi atención, Como lo oyes, me confirma Joaco, te dije que Agustina viene con nosotros, y entonces yo, ahora extrañado, le pregunto a qué se debe el milagro. Y es realmente un milagro porque Agustina frecuenta poquísimo a la familia desde que vive con Aguilar, debido a que la familia, que no quiere saber nada de Aguilar, la acepta a ella siempre y cuando se presente sola, así que le pregunto a Joaco a qué se debe el milagro y me explica que según parece tu marido anda por Ibagué haciendo no sé qué negocios, y entonces yo cambio enseguida de opinión con respecto al paseo ese a tierra fría: bueno, voy. Le acepté a Joaco, nena Agustina, porque ni la depre más tenaz podía impedir que aprovechara esa oportunidad única de verte, de pasar un par de días a tu lado con perros de gran tamaño echados a nuestros pies en esos corredores silenciosos y abiertos al ondular de eucaliptos en la tarde, al olor de la boñiga y a esa reconfortante visión de heredades que se extienden en lontananza, qué hijueputa cosa tan hermosa, Agustina mi reina, si estoy mintiendo al decir que es el Edén, que me corten una mano. Y de repente ahí estábamos, de nuevo en el paraíso con los eucaliptos y los perros y toda la agreste parafernalia, y tú brillabas rápida y burlona como en tus mejores momentos y sonreías tan ligera de angustias que yo, que hacía meses no te veía, llegué a creer que te habías curado, nos tomamos unas Heineken y me derrotaste aparatosamente en una partida de Scrabble, siempre has sido una fiera para ese juego y también para resolver crucigramas, armar charadas y agarrar al vuelo dobles sentidos y adivinanzas, mejor dicho lo tuyo es hacer malabares con el lenguaje y jugar caprichosamente con las palabras, El día era espléndido, dice el Midas McAlister, tú estabas asombrosamente bella y había un solo problema, Agustina de mi alma, y era que tus ojos se agrandaban aún más que de costumbre y que el pelo te crecía otro poco cada vez que tu madre abría la boca para soltar una de sus consuetudinarias interpretaciones de las cosas, tan evidentemente contrapuestas a cualquier evidencia; y luego, en ese comedor tan recargado de cuadros de santos coloniales que parece más bien una capilla, yo me percataba de que cada mentira era para ti un martirio y que cada omisión era una trampa para tu razón resquebrajada, y tú permanecías callada y acorralada y al borde de tu propio precipicio mientras tu madre, Joaco y la mujer de Joaco se rapan la palabra para comentar la gran noticia, que el Bichi llamó de México a anunciar que antes de fin de año vendrá al país por unas semanas; después de tantos años de ausencia el Bichi, que se fue niño, regresará adulto y el Midas nota que la conmoción sacude a Agustina y la domina, A fin de cuentas ese hermano pequeño debe ser la única persona que has querido de veras y vaya a saber qué pájaros locos han levantado vuelo dentro de tu cabeza con el anuncio de su retorno, pero además hay efervescencia en el resto de la familia y tu madre se aproxima al tema y se aleja de él dando rodeos y endulzando las frases con ese asombroso don de encubrir que siempre la ha caracterizado y al que Joaco le hace el juego con tanta agilidad porque desde pequeño se viene entrenando, y las verdades llanas van quedando atrapadas en ese almíbar de ambigüedad que todo lo adecua y lo civiliza hasta despojarlo de sustancia, o hasta producir convenientes revisiones históricas y mentiras grandes como montañas que el consenso entre ellos dos va transformado en auténticas, el Midas se refiere a perlas como éstas: el Bichi se fue para México porque quería estudiar allá, y no porque sus modales de niña le ocasionaran repetidas tundas por parte de su padre; la tía Sofi no existe, o al menos basta con no mencionarla para que no exista; el señor Carlos Vicente Londoño quiso por igual a sus tres hijos y fue un marido fiel hasta el día de su muerte; Agustina se largó de la casa paterna a los diecisiete años por rebelde, por hippy y por marihuanera, y no porque prefirió escaparse antes que confesarle a su padre que estaba embarazada; el Midas McAlister nunca embarazó a Agustina ni la abandonó después, ni ella tuvo que ir sola a que le hicieran un aborto; el señor Carlos Vicente Londoño no murió de deficiencia coronaria sino de dolor moral el día que pasó en su automóvil por la calle de los hippies y alcanzó a ver a su única hija Agustina sentada en la acera vendiendo collares de chochos y chaquiras; Joaco no despojó a sus hermanos de la herencia paterna sino que les está haciendo el favor de administrarla por ellos; no existe un tipo que se llame Aguilar, y si acaso existe no tiene nada que ver con la familia Londoño; la niña Agustina no está loca de remate sino que es así —Eugenia y Joaco dicen así y no especifican cómo—, o está nerviosa y debe tomar Ecuanil, o no durmió bien anoche, o necesita psicoanálisis, o hace sufrir a su mamá sólo por llevarle la contraria, o siempre ha sido un poco rara. Ése es, según el Midas McAlister, el Catálogo Londoño de Falsedades Básicas, pero cada una de ellas se ramifica en los cien matices del enmascaramiento, y mientras tanto yo te miro a ti, Agustina vida mía, allá sentada al otro extremo de la mesa, y me percato de que escuchar una vez más todo el repertorio de las tergiversaciones te ha impedido probar bocado y que la comida se te enfría en el plato, y veo tus bellas manos blancas que se retuercen como si quisieran desmenuzarse la una a la otra, tus manos entre esos guantecitos raros que nunca te quitas y que van a ocasionar que dentro de un rato, supongamos que a la altura de los postres, Joaco te diga con tono irritado que sería un bonito detalle que te los quitaras al menos para sentarte a la mesa, y cuando te lo diga te pondrás pálida pese a que tu piel ya es de por sí transparente y te quedarás callada y estarás al borde, al borde de eso que no tiene nombre porque tu madre se ha encargado de borrar la palabra de la lista de las permitidas en tu casa. Y Joaco conversa animadamente, mi linda niña loca, de los paseos a caballo que harán con el Bichi cuando llegue, y tu madre anuncia que le tendrá una pailada de arequipe para que se la coma toda él solo, y pronostica el alegrón que se va a pegar el Bichi cuando vea que su habitación de la casa de La Cabrera sigue intacta, Es que no he tocado nada, dice tu madre conmovida, porque de verdad lo está, casi hasta las lágrimas, No he movido de ahí ni su ropa ni sus juguetes, dice tu madre y la voz se le quiebra, todo está igual a cuando se fue, como si no hubiera pasado el tiempo. Como si no hubiera ocurrido nada, ¿verdad, Eugenia?, porque en su familia, Eugenia, nunca ocurre nada, eso quisiera decirle el Midas para que Agustina deje de retorcerse las manos, Mi pobre niña cada vez más ida, cada vez más blanca, y yo me pregunto qué puedo hacer para alejar de tu cara esa expresión de pánico, esa inminencia de algo que te va a pasar y se avecina, se avecina, aunque no tenga nombre. Cuando llegue el Bichi, Eugenia va a organizar un gran paseo a Sasaima, el primero en años porque la finca ha sido abandonada en manos del mayordomo por culpa de la violencia, Pero vamos a organizar el regreso a tierra caliente, dice Eugenia con los ojos aguados, voy a mandar pintar toda la casa y a reparar la piscina para celebrarle al Bichi la llegada con un gran paseo familiar en Sasaima, y Joaco asiente, deja claro que también esta vez le dará gusto a su madre en los asuntos menores, como hace siempre, pero ninguno de los dos menciona la discusión feroz que hubo entre ellos poco antes del almuerzo, encerrados solos en la biblioteca, que no tiene las paredes suficientemente gruesas como para impedir que los demás escucharan desde afuera y quedaran temblando, pero hasta la mujer de Joaco, que es imprudente y equivoca la jugada en el ping-pong del diálogo consabido, hasta ella, que es tonta de capirote, se aviva de que hay que hacer de cuenta que no se oyeron los gritos de Joaco cuando en la biblioteca le advertía a su madre que si el Bichi llega a Bogotá con ese novio que tiene en México, ni el Bichi ni su puto novio van a pisar esta casa; ni ésta ni la de La Cabrera ni la de tierra caliente Porque si se acercan los saco a patadas, y tu madre, que también grita pero menos fuerte, repite una y otra vez la misma frase, Cállate, Joaco, no digas esas cosas horribles, siendo para ella lo indecible y lo horrible que el Bichi tenga un novio, y no que Joaco saque al Bichi y a su novio a patadas, pero en fin, nosotros los de afuera ponemos oídos sordos, y en boca cerrada no entran moscos. Como si ya hubieran olvidado su conversación a gritos de hace un momento en la biblioteca, como si el Bichi no tuviera un novio en México o no mencionar a ese sujeto fuera condenarlo a la inexistencia, tu madre y Joaco planifican durante el almuerzo las reformas que harán en Sasaima para la visita del Bichi. Cuando terminamos de comer, una sirvienta recoge los platos, otra pasa los postres a la mesa, y en el momento en que tú tomas con la mano una manzana del frutero, tu hermano Joaco, que viene haciendo un esfuerzo enorme por contenerse, de repente no puede más y te exige que te quites ya mismo esos mugrosos guantes.