No pudo escoger peor lugar para venirse abajo. Cuenta Aguilar que aunque lo que menos hubiera querido era descomponerse en público, no fue capaz de aguantar hasta llegar a la camioneta, Se me fue el alma al piso allí mismo, en ese cuarto de hotel, al ver por la ventana esas acacias negras que el viento movía contra la noche iluminada, esas mismas acacias que Agustina miraba tan absorta el domingo del episodio oscuro, como si se dejara hipnotizar por ellas. Lo poco que quedaba de mi reserva de coraje de repente huyó de mí y escapó como por entre un desagüe, y no fue tanto el peso de la enfermedad de su mujer lo que derrotó a Aguilar, fue más bien el recuerdo nítido de ese primer momento de lucidez en ella, ese instante de reconocimiento que le pacificó la expresión y la hizo correr a su encuentro, abrazarlo con fuerza y aferrarse a él como el ahogado a la tabla, ese minuto único e irrepetible en que todo estuvo solucionado, en que la tragedia se detuvo justo antes de dar el golpe, como si se hubiera arrepentido de su propósito de destrozarlos, Vámonos a casa, Agustina, le dijo Aguilar, pero ya era demasiado tarde, el instante de posible salvación se había esfumado, ella estaba otra vez anonadada y ya no se fijaba en él, su atención había vuelto a quedar atrapada en esas acacias que movían las ramas como queriéndole decir Tú no eres de aquí, no perteneces a este mundo, no tienes recuerdos, no conoces a este hombre que te reclama, lo único que te liga a él es el desprecio y el enfado. Así que tan pronto la Desparpajada se retiró para atender el llamado que le habían hecho por radioteléfono, Aguilar no pudo mantenerse más en pie y se sentó en el borde de la cama, quemado por dentro por el ardor de ese recuerdo, y cuando la muchacha regresó, unos minutos después, encontró postrado al cliente que había dejado solo en la habitación 416, ¿Señor Stepansky? ¿Señor Stepansky, le sucede algo? Algo, sí, señorita, me sucede que soy el esposo de una mujer que perdió la cabeza en la 413, Cómo así, le preguntó ella, y él le confesó que ni se llamaba Stepansky ni tenía amigos que quisieran alojarse en ese hotel, Me llamo Aguilar y lo que necesito saber es qué pasó con mi mujer, usted debe saber, se llama Agustina Londoño y es una joven alta y pálida, vestida de negro, eso fue hace veintiocho días exactamente, Aguilar le indicó las fechas y se enredó tratando de explicarle que él la había recogido el domingo pero que no sabía con quién había llegado ni cuándo exactamente, ¿Una muchacha espectacular, tipo artista, o actriz, pero como muy rara, toda vestida de negro y con el pelo demasiado largo? Es una buena descripción de mi mujer, reconoció Aguilar, y claro, la Desparpajada sí recordaba, Yo ya no estaba aquí al día siguiente, cuando hicieron el check out, pero era yo, precisamente, la que atendía en recepción la noche anterior, cuando ellos llegaron, ¿Cuando quiénes llegaron? Pues esa que usted dice que es su mujer y el hombre que iba con ella, ¿acaso no era usted mismo? Ése es el problema, que no era yo mismo, y entonces la Desparpajada se disculpó diciendo que si se trataba de asuntos de engaños prefería no meterse, Es que uno nunca sabe, señor Stepansky, Me llamo Aguilar, Es verdad, ya me lo dijo, lo que pasa, señor Aguilar, es que en ese tipo de enredos no hay que tomar partido porque uno nunca sabe, No es un asunto de engaños, es un problema gravísimo de salud mental y usted tiene que ayudarme, es un deber humanitario, Espere, espere, señor Aguilar, ante todo tranquilícese un poco, venga, quédese aquí conmigo un momentico, y lo curioso fue que cerró la puerta de la habitación como para brindarle a ese hombre que sufría un instante de paz y consuelo y luego se sentó a su lado en la cama, tan cerca de él que sus piernas se tocaban, Mire, señor Aguilar, en un hotel como éste pasa de todo, cada tanto gente rara viene a parar aquí a hacer cosas raras, pero en medio de las rarezas, no crea, hay una rutina que uno acaba por aprenderse, la variedad de lo raro se reduce a cinco cosas, se lo digo yo que lo tengo muy estudiado, o es sexo, o es alcohol, o droga, o golpes o disparos, a eso se reduce el repertorio, mire cómo es la vida, hasta la rareza tiene su monotonía, por ejemplo episodios de cuchillos o de suicidios por aquí no han habido, Ha habido, la corrigió Aguilar que no puede evitar ser profesor hasta en las peores circunstancias, No señor, no han habido, en otro hotel de esta misma cuadra sí se les suicidó un rumano pero aquí en el Wellington no hemos visto de eso, y la muchacha del 413, la que usted dice que es su esposa, de ella sólo sé decirle que podía estar drogada, o podía ser loca o simplemente supernerviosa, era difícil saber, en cualquier caso estaba muy acelerada, de todas maneras las pertenencias de ella siguen estando aquí porque dejó el maletín, le dijo la Desparpajada a Aguilar, pero cuando él le pidió que se lo entregara, le respondió que por disposición de la administración no podrían entregárselo sino a la propietaria en persona, Pero si la propietaria en persona está loca, alzó la voz Aguilar y se puso de pie, cómo quiere que venga a reclamar un maletín si está loca en persona, se enloqueció personalmente aquí, en la habitación 413 de este hotel, usted misma acaba de reconocer que fue testigo, y la Desparpajada, tirándole de la manga del pantalón para que se volviera a sentar, No, señor Aguilar, no se enloqueció aquí, cuando vino ya estaba loca, o al menos enferma, o en cualquier caso sumamente agitada. Acordaron no hablar más en el hotel, a la Desparpajada sólo le faltaban cuarenta y cinco minutos para terminar su turno, si el señor quería podían ponerse una cita después, en algún café, Sí, el señor sí quería, desde luego que el señor quería, y entonces ella propuso que fuera a las diez y cinco en un comedero de la carrera 13 con calle 82 que se llama Don Conejo, la Desparpajada, que ahora traía del baño un poco de papel higiénico para que Aguilar se sonara, le dijo que en ese sitio hacían unas empanadas buenísimas y que por esa razón ella lo frecuentaba cuando salía hambrienta del hotel; Don Conejo quedaba cerca pero no tanto como para que los descubrieran sus compañeras de la recepción, además sólo a ella le gustaba porque aunque las demás reconocían que las empanadas eran buenas, les molestaba salir de allí con la ropa impregnada en olor a fritanga, Mire, señor Aguilar, yo comprendo la angustia que tiene por lo de su esposa y con mucho gusto lo ayudo en lo que pueda, a mí me parte el alma verlo en ese estado, hoy por ti mañana por mí y todo eso pero ahora tenemos que salir de aquí porque si me pillan en éstas me echan, tranquilícese un poco y más tarde hablamos, yo le prometo que si me espera en Don Conejo le ayudo, o al menos lo acompaño en su pena, es que cuando uno trabaja en un hotel termina por volverse medio enfermera, no crea, usted no es el primero, aquí viene a parar mucha gente solitaria y emproblemada, pero ahora salgamos de aquí que me mata el administrador si me ve en conversaciones raras con un huésped, Yo no soy un huésped, No, usted no es un huésped, peor aún, usted quién sabe quién sea. Así me dijo la Desparpajada pero al mismo tiempo me sonreía como dejándome saber que no le importaba no saberlo, yo era un desconocido que había llorado mirando por la ventana de uno de los cuartos de su hotel, es decir, yo era el tipo de hombre que ella estaba dispuesta a acoger y a apoyar y seguramente también a llevar a su cama, porque así era ella, de eso me había dado cuenta desde el primer momento. Regresaron al lobby cada cual por su lado, ella por el ascensor y él por las escaleras, y desde un teléfono público llamé a la tía Sofi a preguntar por Agustina y a avisar que llegaría tarde, Está dormida, me respondió, y yo arranqué a caminar sin ton ni son por el frío de las calles con las manos entre los bolsillos y el cuello de la gabardina levantado, Humphrey Bogart de pacotilla por entre esas mujeres fieras y enormes que son los travestis y esas universitarias empacadas a presión entre bluyines que son las prostitutas, iba mirando el reloj a cada momento como si eso acelerara el tiempo, necesitaba que fueran las diez y cinco para encontrarme con esa muchacha y soltarle el tropel de preguntas que me bullían en la cabeza, pero también, reconoce Aguilar, porque la cercanía de ella era un alivio en medio del infierno por el que estaba pasando, y cuando ya faltaba poco se encaminó hacia Don Conejo y encontró que estaba cerrado, así que atravesó la calle y se sentó en el café de enfrente, cerca de la puerta de entrada para estar atento a la llegada de ella, pidió té y se hundió aún más entre el cuello de su gabardina porque con esa pálida que traía encima no deseaba encontrarse con nadie que no fuera ella, pero tenía que suceder que en la mesa vecina estuvieran sentados dos antiguos compañeros suyos de militancia que se le acercaron porque andaban recogiendo firmas para denunciar la desaparición forzada de alguien, Aguilar no supo de quién porque no puso atención a lo que le dijeron ni leyó la denuncia antes de firmarla, Tengo que huir de este lugar, pensó, pagó el té, se despidió de ellos y salió a la calle justo en el momento en que la Desparpajada cruzaba la esquina y se dirigía hacia Don Conejo, Sólo que al primer golpe de vista no la reconocí, dice, porque se había quitado el sastre azul oscuro de la falda corta y ahora llevaba puestos unos pantalones negros que por algún motivo no le sentaban, quizá porque le quedaban demasiado apretados, además se había recogido el pelo en una cola de caballo y ya no me pareció tan atractiva, es más, casi me convencí de que era otra y las que me sacaron de la confusión fueron sus uñas, uñas así no podía haber sino esas diez en todo el universo mundo, y sólo cuando ya la tenía a un par de metros de distancia se percató Aguilar de que el maletín que traía debía ser el de Agustina, ¡Me lo trajo!, le gritó, Sí, se lo traje, esperemos que no se me arme un lío por eso. Echaron a caminar por la carrera 15, que estaba desbaratada motivo obras públicas; el movimiento de las volquetas y el estrépito de los taladros ahogaban las preguntas de Aguilar así que prefirió seguir camino callado, pensando sólo en ese maletín que ahora cargaba y que era la constatación de que todo había sido premeditado, su mujer no había llegado a ese cuarto de hotel por casualidad o por accidente sino que había empacado sus cosas y abandonado el apartamento voluntariamente y con un propósito definido, y ese propósito era la cita con el hombre aquel, quién sabe desde cuándo la estaba planeando y tal y tal, una catarata de especulaciones de ese corte que Aguilar prefiere no recordar, andaba tan embebido dándome cuerda hasta el infinito con ese asunto que ni sabía por dónde caminaba, mientras tanto la Desparpajada corría detrás de él encaramada en unos zapatos de plataforma que le dificultaban el equilibrio por entre las troneras abiertas en el asfalto y pretendía derrotar a gritos el rugir de taladros para contarle vaya a saber qué cosas de su vida, algo sobre las várices de su madre, sobre lo que costaban los colegios de sus hermanos, y cuando pasaban frente a la Clínica del Country lo detuvo por el brazo y lo hizo entrar, Venga, le gritó, aquí hay una cafetería chiquita donde no nos vamos a encontrar con nadie, ya que nos fallaron las empanadas acompáñeme a dona y a café con leche que me muero de hambre, Aguilar no atinó a decirle a tiempo que precisamente ahí no, que en esa clínica no porque era el único souvenir que le faltaba recolectar en ese horrendo tour de la memoria, así que cuando se vino a dar cuenta ya estaba sentado comiéndose una dona redonda y rosada justo frente al letrero que decía Urgencias en frías letras azules, las mismas Urgencias donde atendieron a Agustina la noche del episodio oscuro. No probó bocado, comentó la Desparpajada, Pero si me comí media dona, Tú no, tu mujer cuando estuvo en el hotel, ¿Dices que no probó bocado? No, el tipo que la acompañaba bajó a cenar solo al restaurante, ordenó lo suyo y dispuso que a ella le llevaran lo mismo a la habitación, pero luego la bandeja apareció intacta en el corredor, y cuando te digo intacta es intacta, es que ni siquiera levantó las cubiertas para ver qué contenían los platos, lo sé porque al otro día volvió a ocurrir lo mismo, es decir el domingo, él bajó a desayunar solo y ordenó que a ella le subieran el desayuno, que tampoco probó, y cuando esas cosas se dan los meseros nos avisan, porque puede ser señal de que algo torcido está pasando en una habitación, yo no sé, señor Aguilar, sinceramente le digo que eso no parecía un encuentro de enamorados, Hay encuentros de enamorados que no salen bien, dijo él, Ay, señor Aguilar, contigo no hay caso, te estoy diciendo con toda franqueza que lo de ellos era muy poco romántico, por ejemplo si yo me quedara una noche con un novio…, Fue muy difícil, todo lo que está pasando es muy difícil, le dijo él después de un silencio largo, silencio sólo por parte suya porque ella había seguido especulando sobre lo que habría hecho con un novio en un hotel como el Wellington, No sabes lo duro que ha sido todo esto, repitió Aguilar y cayó en cuenta de que aún no sabía cómo se llamaba, Me llamo Anita, ya se lo he dicho tres veces pero usted sólo tiene oídos para su dolor, también le conté que mantengo a mi madre y a mis hermanos y que aparte de trabajar en el hotel, administro un chuzo con fotocopiadora y servicio de fax en el garaje de mi casa, qué le voy a hacer, con lo del hotel no me alcanza, Dónde queda tu casa, Anita, le preguntó Aguilar reconociendo para sí mismo que era bueno estar con esta Anita, que era bueno que se llamara Anita pero que le gustaba más con el pelo suelto, Si quieres consolarme, Anita, suéltate el pelo, le pidió pero ella no le hizo caso y le siguió echando un cuento larguísimo del cual Aguilar sólo retuvo el dato de que Anita vivía en el barrio Meissen, una barriada proletaria que él conocía bien porque décadas atrás la había frecuentado para organizar mítines y vender el periódico Revolución Socialista, El Meissen, mi querida Anita, queda en el mismísimo carajo, Sí, señor, me lo vas a decir a mí, que del Meissen al hotel me echo todos los días hora y media de bus y otro tanto a la vuelta, y era gracioso ver cómo Anita, con las puntas de sus diez banderitas de Francia, se las arreglaba para sostener su dona rosada y llevársela a la boca, y eran rosados y redondos y redulces, al igual que la dona, sus labios generosos y regalados que se acercaban demasiado a los míos con el pretexto de decirme cualquier cosa, pero ni siquiera esos labios de muchacha apetitosa me hacían olvidar el maletín que reposaba debajo de la mesa y que contenía mi desdicha y mi despecho, Voy a abrirlo aquí mismo, delante de ti, Anita, porque no soportaría hacerlo solo, y Anita, que había empezado a tutearlo pero que por momentos parecía arrepentirse y regresaba al Usted, le dijo Dale, señor Aguilar, ábralo, qué importa, pensarán que son los objetos personales que le traemos a un familiar enfermo, y yo fui sacando cosa por cosa y colocándola sobre la mesa de fórmica, unas cuantas prendas de ropa interior de algodón blanco, una camiseta mía que tiene estampada la palabra Frijolero y que a Agustina le gusta usar para dormir, dos blusas que no debió alcanzar a ponerse porque estaban limpias y planchadas, Qué raro, opinó Anita, tu esposa llegó al hotel con la apariencia muy descuidada siendo que tenía ropa limpia entre el maletín, cómo te dijera, cuando la vi pensé que era el colmo que una mujer tan bella se presentara así, como mascada por las vacas, Aguilar seguía sacando cosas, un estuche con el cepillo de dientes y el dentífrico, una crema limpiadora Clinique, unas Alturas de Machu Picchu de Pablo Neruda que él mismo le regaló poco después de conocerla, Qué cosa es Machu Picchu, quiso saber Anita, Unas ruinas incaicas que quedan en los Andes peruanos, y como ella agarró el libro y vio que en la primera página tenía una dedicatoria firmada por mí, «A Agustina, en el pico más alto de la tierra», me preguntó si había estado con mi mujer allá encaramado, No, la verdad no, Entonces qué quisiste decirle con esto, Pues no lo sé, debía estar muy entusiasmado para escribir semejante cosa, Y quién es Pablo Neruda, se empeñó en saber pero no le contesté por estar pendiente de aquellos objetos, un cepillo de pelo, otros potingues también marca Clinique, una pomada con cortisona, Y eso para qué, Para la alergia, como Agustina tiene la piel tan blanca a veces le dan alergias y se echa pomadas, No te preocupes, señor Aguilar, me dijo Anita agarrándome de pronto la mano, si el hombre que estaba con tu mujer fuera su amante, ella no habría llevado estos pantis tan simplones sino unos de encaje negro o rojo tipo tanga y un brassier menos soso que éste, No la conoces, Anita, mi mujer es de las que siempre usan ropa interior sencilla y blanca, Ya veo, entonces deben estar casados por la Iglesia, No, Agustina y yo vivimos juntos sin la bendición de nadie, Entonces, preguntó Anita, por qué llevas argolla matrimonial en el dedo, Me la dio mi primera mujer, la madre de mis hijos, mira, por dentro está grabado su nombre, Mar-ta-E-le-na, y al ver eso Anita, azucarando la voz y entornando los ojos, le dijo Qué personaje eres, señor Aguilar, vives con una mujer y llevas la argolla de otra, me parece que necesitas que una tercera entre a arreglar ese pleito, y acercándose demasiado le dijo Esta noche va a pasar algo, como insinuando que algo sentimental o sexual iba a pasar entre nosotros, pero como yo rehuía tanto lo uno como lo otro me eché bruscamente hacia atrás y ella, dándose por aludida, se apresuró a aclarar, Quiero decir en el país, siento que esta noche en el país va a pasar algo tremendo, Y cómo no, le contestó Aguilar, si casi todas las noches pasa algo tremendo pero anoche no pasó nada y antenoche tampoco así que por mero cálculo de probabilidades hoy nos toca, y cuando iba por la mitad de esa frase sentí curiosidad de saber a qué olía su pelo, Suéltatelo, Anita, le volví a pedir y como esta vez me hizo caso, se nos vino encima toda esa melena crespa y yo, agradecido y reblandecido por dentro, acerqué la nariz y aspiré el perfume dulzón de su champú, ¿Durazno?, le pregunté, Increíble, señor Aguilar, adivinaste, es Silky Peach de L’Oréal. Sin retirar la nariz de su pelo le hablé de aquella tarde de mis quince años en que por dejarme ir demasiado rápido cuesta abajo en una bicicleta prestada, perdí el control y fui a parar contra una cerca de alambre de púas que me cortó de mala manera el antebrazo derecho y me arrancó un jirón de la piel del cuello, todavía tengo ambas cicatrices, mira Anita, puedes verlas, y ella recorrió con la yema de su índice esta marca fea que cruza mi garganta mientras preguntaba Por qué me cuentas eso, Te lo cuento por lo que siguió después, en la enfermería del barrio, donde el doctor Ospinita, que a falta de grado universitario oficiaba de médico a punta de buena voluntad, me desinfectó las heridas y me las cerró con veintisiete puntos, todo eso a palo seco porque la anestesia era un lujo inconcebible en un vecindario pobretón como el mío, Ajá, comentó Anita poniendo cara de seguir sin entender qué tenía aquello que ver con ella, Bueno, te lo cuento porque es uno de los recuerdos más dulces de mi vida, quiero decir, lo que me pasó en esa ocasión con una señora, era una mujer joven y en mi memoria aparece como muy hermosa aunque he olvidado su nombre y los rasgos de su cara, o quizá nunca llegué a saber su nombre ni a verle mucho la cara, no era la enfermera, era simplemente alguien que se encontraba allí, en esa enfermería, a lo mejor esperando turno para que la atendieran, a ella o a algún hijo o familiar al que habría acompañado, y cuando me vio vuelto un Cristo y aterido del pánico ante la aguja curva y el hilo de nylon con que Ospinita apuntaba hacia mi cuello, ella se ofreció para tranquilizarme y lo que hizo fue asombroso, se sentó en la cabecera de la camilla, colocó mi cabeza sobre sus muslos sin importarle que le empapara la ropa con mi sangre, con una mano sostuvo en alto la bolsa para la transfusión con que Ospinita buscaba contrarrestar la hemorragia, y aquí viene lo que de verdad tuvo importancia, Anita, lo que no olvido, y es que con la mano libre esa mujer me acariciaba el pelo, y era tal el arrobamiento que me producían sus caricias que yo sólo pensaba en su mano, yo cerraba los ojos para concentrarme en sus caricias y así pude olvidarme del dolor y del miedo y de la visión de mi propia sangre, yo sólo flotaba en el placer inmenso que me producían esos dedos que acariciaban mi pelo; cada vez que me siento morir, Anita, como he sentido todos estos días, como estoy sintiendo ahora, el recuerdo de esa mujer me sostiene, mejor dicho el recuerdo de esa mano de mujer, y si te lo estoy contando a ti es porque tu presencia surte en mí un efecto parecido, y como Anita al escuchar aquello empezó a ronronear como una gata, Aguilar se echó de nuevo hacia atrás y cambió de tónica, Y a propósito de dedos, le dijo por decir algo, santo Dios, muchacha, qué uñas tan largas tienes, te las pintas tú misma o te lo hacen en la peluquería, apuesto a que tú no sabes, bella Anita la del barrio Meissen, para qué sirven los palitos de naranjo. Me paré para llamar otra vez a la tía Sofi y avisarle que ya salía para allá, y al regresar a la mesa le dije a la Desparpajada Mira, Anita, si tuviera quince años te pediría que me acariciaras el pelo un buen rato, pero estoy viejo y jodido y en medio de una tragedia así que más bien vámonos, anda, te llevo hasta tu casa. ¿Tienes carro?, me preguntó incrédula, como si no me viera cara de propietario o no pudiera creer el milagro de salvarse de hora y media de bus por una noche, ¿Que si tengo carro?, digamos que más o menos, digamos que tengo una cosa destartalada que a duras penas se puede llamar carro pero que te llevará sana y salva hasta tu casa. Ahora me hace gracia recordar con cuánta seguridad le dije esta última frase, cuenta Aguilar, porque por poco no se me cumple, quiero decir que con Anita en el asiento del copiloto tomé hacia el sur por la carrera 30, que a esa hora tenía muy poco tráfico, y cuando íbamos a la altura del Estadio Nemesio Camacho nos sacudió un cimbronazo brutal que alcanzó a levantar la camioneta del asfalto, al tiempo que un golpe de aire nos lastimaba los tímpanos y un ruido seco, como de trueno, salía de las entrañas de la tierra y luego se iba apagando poco a poco, como en sucesivas capas de eco, hasta que un silencio absoluto pareció extenderse por toda la ciudad, y en medio de esa quietud mortal escuché la voz de Anita que decía Una bomba, una berraca bomba putamente grande, debió estallar cerca de acá, te lo advertí, señor Aguilar, te advertí que esta noche iba a pasar algo espantoso. Pero yo pensaba sólo en Agustina, me atenazaba el pálpito de que algo hubiera podido sucederle, Anita encendió la radio del auto y así nos enteramos de que acababan de volar el edificio de la Policía en Paloquemao, a unas doce cuadras de donde estábamos y a unas ocho del lugar donde el estallido seguramente habría despertado a Agustina aterrorizándola, si es que acaso la onda expansiva no había alcanzado a reventar las ventanas de mi apartamento, y se me vino a la mente la imagen de ella levantándose de la cama en estado de conmoción y pisando los vidrios rotos, y era tan vívida aquella imagen que se me convirtió en certeza, literalmente vi que Agustina caminaba con los pies descalzos por el piso cubierto de astillas y me entró una urgencia enorme de estar junto a ella. No sé cuánto tiempo estuve callado y perdido en esa obsesión mientras manejaba hacia el Meissen a lo que daba la camioneta para dejar a la muchacha que venía a mi lado y volver a casa sin perder un instante; me afanaba la idea de que Agustina de alguna manera hubiera podido salir lastimada, claro que al mismo tiempo me sorprendía a mí mismo dándole demasiadas vueltas a la posibilidad de que así fuera, no sé, era como si se moviera en mí algo no del todo sano, algo como un inconfesable ojo por ojo, tan hondamente me había herido su desamor. Así que cuando Anita habló, me había olvidado a tal punto de ella que su voz me tomó por sorpresa, Señor Aguilar, me dijo, no me va a perdonar el atrevimiento, pensará que con qué derecho me entrometo, pero opino que usted sufre demasiado casado con esa loca.
Fuera de mí todo remordimiento, dijo en voz alta Nicolás Portulinus después del almuerzo aquel en que se comieron el pernil de cerdo. Tras tomarse una taza de infusión digestiva y un trago largo de extracto de valeriana, repitió ¡Fuera de mí, todo remordimiento!, a manera de súplica, o de conminación para que los efectos letárgicos de la valeriana le concedieran la breve beatitud de una siesta. Luego le pidió a Blanca que le desatara los botines porque su cuerpo abotagado se negaba a doblarse lo suficiente como para permitir esa maniobra, se recostó sobre su alta cama protegida por la nube de gasa de un mosquitero, se dejó adormecer por el sordo retumbar del río Dulce, que se despeñaba en cascada frente a su ventana, y volvió a ver, en medio de una cierta luz que él mismo describe como resplandor artificial, las superficies pulidas de un escenario antiguo —que en otras ocasiones definiría como ruinas griegas— sobre el cual dos muchachos luchan, se lastiman y sangran. «En el sueño, yo permanezco con los pies clavados al piso —escribiría después en su diario— anonadado por el brillo metálico de la sangre e inerme ante el llamado de la carne desgarrada. Uno de los luchadores me es indiferente, el que se mueve de espaldas a mí de tal manera que no le veo el rostro. Tampoco sé su nombre, pero eso no me inquieta. Sueño que su nombre no tiene importancia. En cambio el otro muchacho me compromete profundamente; creo reconocer que es el más joven de los dos y quizá el más débil, de eso no estoy seguro, pero sí de que se queja y se lame las heridas de manera lastimera». Hacia las cinco de la tarde Portulinus se despierta y se levanta de la cama, aunque como es tan difusa la condición de su mente, digamos más bien que se levanta sin haberse despertado del todo. Lleva puesta una bata de seda estampada con entrevero de ramas color verde bosque sobre fondo negro, calza las pantuflas aquellas que suelen refundírsele causándole tanto enfado, tiene el pelo aplastado de medio lado por haber estado sudando contra la almohada y todavía flota en los ardores del sueño que lo visitó durante la siesta. Como obedeciendo una orden, toma pluma y papel pautado, se sienta al piano y le dedica un par de horas a componer esa tonada que desde hace meses zumba en sus oídos sin que él logre atraparla. Desde el jardín, su esposa Blanca lo espía a través de las celosías, constatando feliz que Nicolás vuelve a componer después de meses de no hacerlo, «por fin ha renacido en él la energía creativa —escribiría ella más tarde en una carta— y vuelvo a escuchar los acordes que brotan de las honduras de su alma». Blanca, que además cree percibir que a su marido se le ha despejado un tanto la mirada, se pregunta ¿Acaso no soy la mujer más feliz del mundo?, sospechando que en ese momento en efecto lo es. Por eso observa arrobada a su marido a través de las celosías de la ventana mientras él, sentado al piano, llena una página tras otra de papel pautado, haciéndose el que apunta notas y compases para tener contenta a su mujer, o para convencerse a sí mismo de su propio contento. Pero en realidad sólo garrapatea moscas y patas de mosca, manchas negras y palotes disparatados que son la transcripción exacta de su doloroso estrépito interior. Sobre aquel muchacho luchador y ensangrentado con quien ha soñado no cabe preguntar cómo era sino cómo es, porque Portulinus sueña con él con frecuencia y desde hace años, y así se lo deja saber a su mujer esa noche cuando ya los sapos, los grillos y las chicharras enardecen la oscuridad con sus cantos, Blanca, querida mía, le confiesa, volví a soñar con Farax, ¿Quién es ese Farax, Nicolás, le pregunta ella con visible inquietud, y por qué siempre te asalta en sueños? Es sólo mi inspiración, contesta él tratando de aquietarla, Farax es el nombre que le doy a mi inspiración, cuando me visita, ¿Pero es un él, o una ella? Es un él, y me transmite la exaltación necesaria para que la vida valga la pena, Dime, Nicolás, insiste ella, ¿es alguien a quien conozcas? ¿Lo he visto yo alguna vez? ¿Es un sueño o un recuerdo?, pero Nicolás no está para responder tanta pregunta, Se llama Farax, Blanquita mía, conténtate con saber eso, y en ese punto los interrumpe su hija Eugenia, la siempre taciturna pero en este instante iluminada, que les trae la noticia de que ha vuelto a golpear a la puerta el estudiante de piano que ha venido desde Anapoima preguntando por el Maestro, Está otra vez aquí el muchacho rubio, les dice la niña con el alma palpitándole en la boca, De qué muchacho estás hablando, Del que vino ayer con sus soldados de plomo entre el morral, quiere saber si padre podrá darle unas lecciones de piano. Para atender al recién llegado Nicolás bajó a la sala, amplia y amueblada con unas cuantas sillas en torno al gran piano Bluthner en palo de rosa que Portulinus mandó traer de Alemania y que hoy, toda una vida después, reposa en casa de Eugenia, en el barrio La Cabrera de la ciudad capital, convertido en una enorme antigualla silenciosa. Portulinus entró a la sala de su casa de Sasaima y vio que el visitante de Anapoima se había sentado al piano sin autorización de nadie y que acariciaba con mano reverente la preciosa madera roja de vetas oscuras, pero esa osadía en vez de irritarlo le pareció señal de carácter desenvuelto y ahorrándose los saludos de cortesía fue directo al grano, Si quieres lecciones, muéstrame cuánto sabes, le ordenó al muchacho y éste, aunque no se lo habían preguntado, dijo que se llamaba Abelito Caballero y quiso presentar la retahíla de referencias que traía memorizada, aclarando que venía por recomendación del alcalde de Anapoima y que había estudiado en la Escuela de Música y Danza de ese pueblo hasta llegar a saber más que la única maestra, doña Carola Osorio, razón por la cual aspiraba a recibir formación más avanzada por parte del Maestro Portulinus, pero como éste no parecía interesado en su historia, el muchacho desistió de suministrarle información no requerida y optó más bien por arremangarse la camisa para darle libertad a sus brazos, sacudió la cabeza para despejarla, se frotó las manos para que entraran en calor, se echó la bendición para contar con la ayuda divina y se soltó a tocar un vals criollo llamado La Gata Golosa. Aunque la timidez hacía que el muchacho trabucara aquí y allá las notas, Portulinus, que empezó a respirar pesadamente como si lo sofocara una fuerte conmoción interior, sólo atinaba a susurrar Bien, bien, bien, tanto si La Gata Golosa se deslizaba con agilidad como si trastabillaba, Bien, bien, bien, suspiraba Portulinus y sus ojos no daban crédito a lo que veían, los visos dorados del pelo, las manos todavía infantiles y sin embargo ya diestras, el moño de seda negro que aquel recién llegado llevaba anudado al cuello como si fuera un muñeco, el morral de cuero curtido que seguía cargando a la espalda. Tampoco los oídos de Portulinus podían dar crédito a lo que escuchaban, esa música que parecía bajar dulcemente desde lo alto para ir tomando posesión de la penumbra de la sala, lo cierto es que tanto su corazón como sus sentidos le anunciaban que lo que estaba sucediendo tenía que ver con una vieja profecía; que aquello era, por fin, el cumplimiento de una anhelada promesa. Tratando de dilucidar si sería aceptado como alumno o no, el muchacho apartaba de vez en cuando los ojos del teclado para mirar de soslayo al afamado profesor alemán que sudaba y resoplaba a su lado en bata de levantarse y pantuflas, pero no lograba interpretar su expresión ni comprender el significado de esos bien, bien, bien que el Maestro farfullaba indiscriminadamente, tanto si tocaba bien como si se equivocaba. Cuando terminó la pieza, sintió con aprensión que el gran músico se le acercaba por detrás, le rozaba el hombro con la mano, le decía casi al oído Debo llamar a mi esposa y a continuación hacía un aparatoso mutis por el foro, inclinando el corpachón hacia adelante y sin fijarse dónde ponía los pies, como si tuviera urgencia de llegar a algún otro lado. Abelito Caballero se quedó solo en la habitación ahora silenciosa, resintió un peso excesivo en la espalda, cayó en cuenta de que no había descargado el morral y procedió a hacerlo, se sonó para aliviar la congestión nasal que le producía el olor a humedad que impregnaba aquel lugar, se cruzó de brazos y se dispuso a esperar, hasta que descubrió el aleteo de una pequeña presencia en uno de los rincones, se puso de pie para investigar de qué se trataba y descubrió, agazapada detrás de un mueble, a la niña delgada y tímida que ayer y hoy le había abierto la puerta, Si quieres, volvemos a armar el desfile militar, le propuso, y como ella asintió con la cabeza, él sacó del morral los soldaditos de plomo y se pusieron en ello, los dos de rodillas en el piso, Yo me llamo Abelito, creo que ayer no te lo dije, Y yo me llamo Eugenia, no te lo había dicho tampoco. Mientras tanto Portulinus buscaba a Blanca por toda la casa y por fin daba con ella en la alacena, Qué diablos hacías en la alacena, Blanquita condenada, ¡ven inmediatamente que hay un prodigio en la sala!, le anunciaba y la jalaba de la mano, Ven, Blanquita mía, ven a conocerlo, es él, está tocando La Gata Golosa en el piano, ¡ven rápido que es él, es Farax!, y ella, alarmada al ver a su marido tan agitado, trataba de tranquilizarlo y de mermarle intensidad a su arrebato, No inventes cosas, Nicolás, cómo va a ser Farax si Farax sólo existe en tus sueños, Calla, mujer, no sabes lo que dices, ven, tienes que conocer a Farax.
El Midas le explica a Agustina que así llegaron al desenlace de la farsa aquella. Es que la vida monta el tinglado, mi reina Agustina, y en él bailamos los muñequitos según el son que nos toquen, lo que sucedió fue que la tal Dolores y el haragán que la torturaba montaron su pantomima, un espectáculo bastante deplorable pero como en materia de afición sexual no hay nada escrito, a que no sabes quién volaba de entusiasmo con aquella barbarie barata, pues quién iba a ser si no la Araña, no creo exagerar si te digo que nunca nada, desde el día en que nació, le había producido semejante éxtasis, te juro que lo vi amoratado entre su silla de ruedas gritándole al chulo ¡Dale más! ¡Payasadas no, pónganse serios! ¡Dale con ganas!, y otras zafadas por el estilo, como un Nerón paralítico y ebrio de dicha que azuza a sus leones para que hagan maldades. Ahí fue cuando el Midas decidió subirse a su oficina y desentenderse de ese minicirco romano, Tú dices, muñeca linda, que por la Araña me aguanto lo que sea pero cómo sería de deprimente aquello que hasta yo puse mis límites, sus grititos de júbilo sobrepasaban mi nivel de escrúpulos, qué de risitas y de cosquilleo, lo habrán bautizado con ropón almidonado pero no pasa de ser un campesino enriquecido y corrupto, su bisabuelo habrá sido el precursor de la civilización en nuestra patria, pero te aseguro, Agustina chula, que esa noche él parecía un cromañón contento, y como en esta vida todo se da vuelta y cuando menos lo esperas lo blanco es negro y lo negro blanco, así también la dicha de la Araña se fue volviendo fastidio con los engaños de la Dolores, La cosa no nos está funcionando del todo, Midas my boy, me dijo con la voz entrecortada por el jadeo, esta mujer tiene un 80 por ciento de estafadora y un 20 por ciento de comediante, mucho quejido y mucho lamento de dientes para afuera, mucha actuación y lágrimas de cocodrilo y poco sentimiento verdadero, esto es un numerito bien montadito, mejor practicado y muy poco sincero. Y cómo explicarle a la Araña que no era el momento para ponerse exigente, si a fin de cuentas aquella mujer no era Nuestro Señor Jesucristo para dejarse crucificar por la redención sexual de ningún cristiano. Pero tú sabes bien hasta qué niveles astronómicos puede llegar a ser veleidoso la Araña, le dice el Midas a Agustina, estaba clarísimo que su sed de dolor ajeno no se iba a calmar con una pantomima cualquiera, así que empezó a exigirle resignación y mansedumbre a ella y a cuestionarle al chulo la falta de profesionalismo y de compromiso en su desempeño como verdugo, y como ninguno de los dos le hacía demasiado caso me la fue montando a mí, empezó a insinuar que yo era el responsable por no contratar un espectáculo verosímil, una mise en scène convincente, así que yo, Pilatos McAlister, ni corto ni perezoso me lavé las manos, la vez pasada la Araña ya me había achacado la responsabilidad de su disfunción eréctil, por darle nombre científico al infortunio de su pipí de trapo, y por muy obsecuente que yo sea, Agustina de mis cuitas, no me iba a dejar colgar de nuevo el sambenito. Así que el Midas se encerró en su oficina, bajó la persiana del ventanal que da al gimnasio para no ver nada de lo que ocurría allá abajo, se metió un cachito de maracachafa y se dedicó por entero a jugar Pacman, que es lo que suele hacer para proteger su mente de lo que la fastidia y para hacer a un lado la realidad cuando se pone fea, El Pacman, Agustina primorosa, es el mayor descubrimiento del siglo, ahí no hay dolor, ahí no hay amor ni remordimientos y tu pensamiento no te pertenece, así que el Midas prendió la pantalla, conectó su juguete electrónico y se fue quedando como hipnotizado, Yo ya no era yo, le cuenta a Agustina, sino una bolita bocona y dientuda que tenía que recorrer el laberinto comiéndose unas galletas que le daban fuerzas para liquidar a unos fantasmitas que le salían al paso, y empecé a ganar bonos y mi puntaje se disparó hasta el cielo, porque ahí donde me ves, reinita linda, yo soy campeón universal de esa carajada, te juro, Agustina, que en esta tierra no ha nacido el cabrón que me gane a mí en esto del Pacman, soy capaz de tragarme todo el galleterío de una sola sentada, y si de vez en cuando de abajo me llegaba un bramido de la Araña pidiendo sangre, yo hacía como si no fuera conmigo, yo seguía inconmovible y en plan sano, pac, pac, pac, comiendo galletas y correteando por mi laberinto, yo no era más que una bolita con ganas locas de galleta y con odio jarocho por los fantasmas, y si a mis oídos se colaba algún lamento femenino, yo hacía como si no lo escuchara, lo siento, chica Dolores, no te puedo ayudar, tú estás fuera de mi pantalla, pero claro que a ratos ella se quejaba feo y entonces el Midas se ponía nervioso y se desconcentraba, permitía que los fantasmas hicieran de las suyas y perdía vidas en el Pacman a lo loco, No es que yo sea sentimental, le aclara a Agustina, pero cometí el desatino de conversar con la Dolores antes del espectáculo, la subí a mi oficina para arreglar lo del pago y ahí charlamos un poco, en realidad sólo los formalismos pertinentes; cuando el Midas le entregó el dinero, le encimó una propina que ella le agradeció en nombre de su hijo pequeño y ahí fue cuando él cometió el error imperdonable, incurrió en el embeleco de preguntarle cómo se llamaba el niño y resultó que John Jairo, o Roy Marlon, o William Ernesto, cualquier binomio bilingüe de esos, Lo grave fue que ese niño se me infiltró en la conciencia porque atentar contra la infancia atormentando a una madre no es para nada mi estilo, yo creo que eso fue lo que me puso tan inquieto. Luego ya vino el desenvolvimiento de la gran función, el vodevil de azotes y ganchos y chuzos y pellizcos y nalgadas, y de repente como que se aquietó aquello y empezaron a sonar abajo las máquinas del gimnasio, el viejo y conocido runrún de las poleas, el golpe seco de las pesas al asentarse contra la base, el traqueteo familiar de las prensas, y el Midas se relajó pensando que al menos los dos escoltas, el Paco Malo y el Chupo, saturados de sadomasoquería se habían dedicado más bien a calentar músculo en los aparatos, Que les aproveche, par de gorilones fofos, a ver si rebajan esas barriguitas sebadas en L’Esplanade, pensó el Midas McAlister, les puso a todo volumen una música disco por los altoparlantes para que se acompasaran y se sumergió en el Pacman con fijación de maníaco, No sé cuántas horas se me fueron ahí, Agustina muñeca, te juro que cuando estoy en ésas pierdo por completo la noción del tiempo, pac, pac, pac, abro y cierro la bocota y devoro galletas, pac, pac, pac, subo y bajo por el laberinto destruyendo fantasmas, y hubiera seguido así, dándole la noche entera, si por mi oficina no se asoma el Chupo a decir que don Araña me requería abajo porque se había presentado un inconveniente. Ave María Purísima, suspiró el Midas poniéndole stop al juego en el momento más emotivo y armándose de paciencia, ahora quién se aguanta a la Araña lloriqueando y disculpándose por su nuevo fracaso erótico-sentimental y exigiéndome que le monte para mañana la próxima stravaganza, y al llegar abajo lo vio muy anciano y muy gordo e infinitamente hastiado entre su silla de ruedas, Qué hubo pues, Araña my friend, le preguntó el Midas en tono condescendiente, Lo que hubo fue que sacó la mano la mujercita, amigo Midas, que Dios la tenga en su gloria. Ni te cuento lo que sentí, Agustina bonita, mejor dicho sí te lo voy a contar, al principio no entendí lo que la Araña me estaba diciendo, pero cuando señaló con el dedo hacia el fondo, hacia donde están los aparatos, sobre una de las estaciones múltiples, la Nautilus 4200 Single Stack Gym, mi aparato más amado y recién adquirido, acondicionado con deck para pectorales, extention station para las piernas, barra para abdominales, ancle cuff, torre lateral y stack de 210 libras, allí sobre mi aparato vi que yacía la Dolores toda desarticulada, como si la hubieran desnucado al amarrarla y hacerle demasiado fuerte hacia atrás con la correa, como si la hubieran descuartizado, como si se hubieran puesto a jugar con ella convirtiendo en potro de tortura a mi Nautilus 4200, como si se les hubiera ido la mano y la hubieran reventado. ¿Está muerta?, les pregunté a la Araña y a sus dos matones, que estaban allí esperando que yo hiciera algo, y ahora comprendía el Midas a qué se debía ese ruido de pesas y de poleas que había escuchado hacía rato y que lo hizo pensar que lo peor ya había pasado, cuando justamente en aquel momento las cosas se salían de madre hasta la repugnancia, ¿Está muerta? Está hijueputamente muerta, dijo la Araña, muerta, muerta, muerta para siempre, pero muévete, Midas my boy, no te quedes ahí parado poniendo cara de duelo porque esto no es un velorio, lo del luto y las condolencias dejémoslo para más tarde que ahora tenemos que deshacernos de este cadáver, ¿Y el tipo que estaba con ella?, preguntó el Midas, Ése se fue a dar una vuelta, No jodás, Araña, decime dónde está el tipo antes de que sea demasiado tarde, Ya te lo dije, Miditas hijo, lo mandamos de paseo porque no quería colaborarnos, antes de que la chica nos jugara esta mala pasada le habíamos sugerido a su novio que mejor se fuera para su casa porque se negaba a jugar recio y lo que no sirve que no estorbe, que se fuera tranquilo, le habían dicho, que aquí su prometida quedaba bien recomendada, Fuera, Manitas de seda, que este asunto es para varones, La Araña pensó que sus dos colaboradores, el Paco Malo y el Chupo, podían hacer el trabajito con más empeño que el mequetrefe, Qué iba a sospechar yo, Miditas querido, que estos dos me iban a resultar un par de patanes tan indelicados, y es que el muy gallina ni siquiera chistó cuando le sugerimos que nos dejara solos con la dama, le dice la Araña al Midas refiriéndose al proxeneta, al principio pataleó un poco pero desistió de defender a su socia tan pronto el Chupo le aconsejó que no se pusiera flamenco porque le podía sangrar el culo, Arréglatelas como puedas, mamita linda, que yo me piso, ésa fue su despedida gallarda, y ahí mismo fue sacando una peinillita para repasarse el copete como si así recompusiera su dignidad mancillada, se envolvió en su capa de prestidigitador y alacazam, desapareció como por encanto en la noche bogotana. Y ahora el hijito de la Dolores había quedado huérfano y allí estaba ella como entregada a su suerte, como resignadamente muerta, tal vez a punta de ensayos ficticios se encontraba bien preparada para esta representación que resultó ser definitiva y auténtica, Ahora sí fue de verdad, le dijo el Midas a la mujer a manera de obituario. Y lo que sigue de ahí en adelante, muñeca Agustina, es puro trámite y asunto técnico, bajar a la chica del aparato, enroscarla entre un tapete y, a una orden de la Araña a sus matones, verla partir hacia lo desconocido entre el baúl del Mercedes, Sólo regresan acá cuando estén al cien por cien seguros de que la difunta desapareció para siempre y nadie va a saber de ella hasta el día de la Resurrección de los Muertos, ésas fueron las instrucciones perentorias de la Araña, y cuando ya estaban lejos los dos criminales y la víctima, yo subí y desconecté la música disco, que a todas éstas seguía tronando como un ruido del infierno, limpié con cariño mi Nautilus 4200 y le brillé el acero hasta que no quedó huella, a fin de cuentas la máquina era inocente, luego apagué las luces del gimnasio y me senté en silencio en el suelo, al pie de la silla de la Araña, hundí la cabeza entre las rodillas y me puse a pensar en ti, Agustina divina, que es lo que hago cuando no quiero pensar en nada.
Aguilar lo sintió tan pronto abrió la puerta del apartamento: era el olor acre de la extrañez. Impregna la casa cuando Agustina se pone rara, cuando sufre una de sus crisis, y yo he aprendido a reconocerlo y a asimilarlo a mi propia tristeza, que huele a eso mismo; sé que toda mi persona ha llegado a rezumar ese olor. Tras dejar a Anita en el Meissen, la noche de la bomba de Paloquemao, había regresado a las Torres de Salmona por toda la calle 26, escuchando por el camino las sirenas de unas ambulancias que la densa polvareda del desastre volvía invisibles; la radio anunciaba cuarenta y siete muertos más un número impreciso de cadáveres entre las ruinas pero Aguilar sólo pensaba en las astillas que habrían cortado los pies de Agustina, Milagrosamente la detonación no había quebrado ninguna de las ventanas de mi apartamento y enseguida me di cuenta de que a sus pies no les había pasado nada porque cuando finalmente llegué, ella estaba calzada; estaba completamente vestida y llevaba zapatos de tacón alto y eso sorprendió a Aguilar, que en un primer momento lo interpretó como una señal alentadora porque desde que había ocurrido el episodio oscuro su mujer andaba entregada al desgaire en cuanto al arreglo de su persona, salvo los breves instantes en que recuperaba algún grado de conciencia de su existencia física, lo demás era el puro arrebato centrípeto de su introspección; la locura se mira el ombligo, dice Aguilar, mi mujer permanece día y noche en piyama o a lo sumo en sudadera, olvidada de comer, de escuchar, de mirar, es como si contuviera dentro de sí misma la totalidad de su horizonte de sucesos. Por eso me sorprendió verla de nuevo de pantalón oscuro y chaqueta, con el pelo agarrado en una moña y zapatos de tacón alto, como si estuviera lista para salir a la calle pero antes de hacerlo tuviera que disponer una serie de cosas dentro de la casa, siendo esa serie de cosas básicamente un compulsivo llevar objetos de aquí para allá y de allá para acá, aunque lo de ahora ya no sea el conocido trasegar de tiestos con agua, a fin de cuentas inofensivo en comparación con esto, sino más bien una suerte de reorganización doméstica que no tiene lógica visible para mí pero que a ella le exige toda la concentración y la energía, quien no haya convivido con un delirante no sospecha siquiera la desaforada cantidad de energía que puede llegar a desplegar, la cantidad de movimientos por segundo. Por órdenes de su sobrina, la tía Sofi permanece en un rincón de la sala sin atreverse a mover porque cada vez que lo intenta, Agustina monta en cólera y se lo impide, también a Aguilar lo conmina a quedarse quieto donde está y establece las reglas de una nueva ceremonia que los otros no comprenden, una original epifanía de la demencia que consiste en ejercer un control implacable del territorio, ellos habitan del lado de allá, Agustina de este lado y está pendiente como un cancerbero, o un agente de aduanas, de que nadie transgreda esa frontera imaginaria, ese Muro de Berlín o Línea Maginot que aún no se sabe para qué habrá trazado, Mi padre va a venir a visitarme, anuncia de repente, mi padre me advirtió que si ustedes están en mi casa, él cancela su visita porque no quiere verlos aquí, quédense allá, carajo, allá es la casa de los hijueputas y aquí es la mía, usted atrás, usted atrás, le grita a Aguilar.
Yo mientras tanto pensaba en ti, que es lo que hago cuando no quiero pensar en nada, le dice el Midas McAlister a Agustina, digamos que me fascina la textura que adquieres en el recuerdo, lisa y resbaladiza y sin responsabilidades ni remordimientos, algo así como acariciarte el pelo, la pura sabrosura de acariciarte el pelo siempre y cuando eso pudiera hacerse sin consecuencias, mala pasada nos jugó Dios con eso de que una cosa lleva a la otra hasta que se forma la endiablada cadena que no para, te juro que el infierno debe ser un lugar donde te encierran con tus consecuencias y te obligan a lidiar con ellas. Por eso prefiero recordarte tal como te vi las primeras veces que tu hermano Joaco me invitó después del colegio a su casa y allá aparecías tú y era como si el aire se quedara quieto, eras una muñeca como yo jamás había visto otra, eras un juguete de lujo en la tienda más costosa, la suntuosa hermana de mi amigo rico, a lo mejor por eso desde entonces te ha dado por hacerte la loca, para obligarnos a reconocer que eres de carne y hueso y a aceptarte con todas tus consecuencias. En tanto que tu hermano Joaco es uno de esos tipos que nunca tuvieron que vestirse con ropa heredada de los hermanos, mi perfil, en cambio, es el de alguien que sólo hoy día, después de mucha lucha, sabe vestirse como Joaco Londoño y tiene con qué, pero no lo hago, mi niña Agustina, porque me doy el lujo de ostentar mi propio swing. Es que soy un auténtico fenómeno de autosuperación, un tigre de la autoayuda, pero cargo desde siempre con la mancha de haberme presentado al Liceo Masculino el primer día de clases como no tocaba, y eso que me esforcé, y sobre todo se esforzó mi mamacita linda que me compró todo nuevo, me peluqueó como pudo y me mandó con la piel brillante a punta de estropajo y de jabón, pero se le escaparon varios detalles que al fin y al cabo cómo no se le iban a escapar, si la señora era una viuda recién llegada a la capital apenas con lo necesario para mantener la dignidad, lo cual sobradamente explica que fueran innumerables los errores que cometió sobre mi persona y mi presentación personal en ese decisivo primer día de clases, por ejemplo, maleta de cuero nueva, saco de lana verde tejido por sus propias manos y pantalón de paño acalorado, pero entre tanto disparate, mi bella Agustina, hubo uno que resultó mortal, las medias blancas, porque al grito de «Media blanca, pantalón oscuro, marica seguro» tu hermano Joaco, joven príncipe de la manada, se me tiró encima y me dio una paliza fenomenal, misma que le agradezco hasta el día de la fecha porque a bofetones me sacudió de encima de una vez por todas el empaque de provinciano huérfano de padre, y esa tarde le robé a mi mami dinero de la cartera para comprarme un par de medias oscuras y un bluyín, después la hice llorar anunciándole que se olvidara de tejerme más saquitos porque no me los iba a poner, y apenas me repuse de la tunda que me había dado Joaco le caí yo a él y le partí la madre, y de verdad se la partí, hasta el punto de que tuvieron que enyesarlo. Por ese procedimiento quedaron en empate y de ahí en adelante el Midas McAlister se dedicó a imitar en todo a su amigo Joaco, a espiar cada uno de sus movimientos, Porque en el Liceo Masculino, mi bella reina pálida, yo no aprendí álgebra ni barrunté la trigonometría ni me enteré de qué iba la literatura ni tuve con la química ningún tipo de encuentro, en el Liceo Masculino yo aprendí a caminar como tu hermano, a comer como él, a mirar como él, a decir lo que él decía, a despreciar a los profesores por ser de menor rango social, y en una escala más amplia, a derrochar desprecio como arma suprema de control; cómo no iba a ser Joaco mi luz y mi guía si mi padre era una lápida a la que mi madre y yo le poníamos claveles el día de los muertos y en cambio el suyo le regaló un Renault 9 cero kilómetros con tremendo equipo de sonido cuando apenas éramos unos críos de cuarto bachillerato, fue en el Renault 9 de Joaco donde los oídos del Midas McAlister se abrieron al milagro del misis braun yugota loblidota de los German Germis, y a Joaco cómo lo admirábamos porque era el único que podía pronunciar Herman’s Hermits y cantar con todas las sílabas Mrs Brown you’ve got a lovely daughter; todo para el Midas eran revelaciones y deslumbramientos cada vez que Joaco le permitía acercarse a su mundo, Disparados a toda mierda en ese Renault 9 nos volábamos los retenes y los semáforos en rojo, hacíamos alarde de machos alfa tirándoles monedas a las prostitutas de las esquinas y parqueábamos en el Crem Helado, desmelenados y triunfales como jóvenes caníbales, y a pedir perros calientes y malteadas al auto, cómo iba a sospechar el Midas, recién llegado de provincia y alojado en un apartamentico interior del decoroso barrio San Luis Bertrand, discretamente agrupado en torno a la iglesia de su santo patrón, Dime, Agustina bonita, cómo iba yo a saber que en esta vida existe ese invento espléndido que se llama malteada de vainilla y que si la pides por micrófono te la acercan al auto. Los discos que le traían de Nueva York a Joaco, y el olor a nuevo de su Renault 9, y esa libertad dorada de niños que vuelan sin licencia de conducir por la Autopista al Norte, todo esto era demasiado para el Midas McAlister, el corazón le latía con una ansiedad desconocida y salvaje y sólo atinaba a repetirse a sí mismo Todo esto tiene que ser mío, algún día será mío, todo esto, todo esto, y mientras tanto cantaban el Yésterdei de los Bicles y también los Sauns of Sailens de Sáimonan Garfúnquel, siempre maldiciendo a Sáimonan por haberle robado esa canción a los indios latinoamericanos, para terminar con la explosión sideral y absoluta, el orgasmo cósmico que era el Satisfacchon de los Rolin, ¡aicanguet-no! ¡satisfac-chon!, Ése se volvió mi grito de batalla, mi desiderata, mi mantra, ¡Anaitrai!, mi credo, ¡Anaitrai!, mi secreto, ¡Anaitrai!, mi conjuro, Dale, Joaco, dime qué quiere decir Anaitrai, qué berraca palabra tan poderosa y tan extraordinaria, pero él era muy consciente de la superioridad que sobre nosotros le otorgaba el dominio del inglés y se daba el lujo de dejarme con las ganas, Eso quiere decir lo que quiere decir, sentenciaba y luego cantaba él solo con su acento perfecto, I can’t get no satisfaction ’cause I try, and I try, and I try, y entonces yo me obstinaba, desfalleciendo, suplicando, Dale, flaco, no seas rata, dime qué significa Anaitrai, dime qué es Aicanguet-no o te rompo la jeta, pero él, implacable y olímpico, sabía exactamente qué tenía que contestar para ponerme en mi sitio, No insistas, McAlister, que sólo los que tienen que entender, entienden. Claro que yo me inventaba mis propios trucos desesperados de supervivencia social, como la vez que descubrí, entre la ropa guardada de mi padre, una camisa marca Lacoste, molida y descolorida a punta de uso y demasiado grande para mí, pero eso era lo de menos, nada podía empañar la gloria de mi descubrimiento y con las tijeras de las uñas me di a la tarea de desprender el lagartico aquel del logo, y de ahí en adelante me tomé el trabajo de coserlo diariamente a la camisa que me iba a poner, te ríes, reina Agustina, y yo también me río, pero no sospechas hasta qué punto el hecho de exhibir ese lagarto Lacoste en el pecho me ayudó a confiar en mí mismo y a llegar a ser el tipo que soy. Mediante mi proceso de espionaje sistemático de ese mundo tuyo llegué a percatarme de cuál era esa peculiar habilidad que yo tenía y tu hermano Joaco no, digamos que en tu casa y en el Liceo Masculino se me reveló la divina paradoja, yo, el provinciano perrata, el de la mamá en pantuflas, el apartamentico en el San Luis Bertrand y la carpeta de crochet sobre el televisor, yo sabía hacer dinero, princesita mía, eso se me daba como respirar, mientras que tu hermano, hijo de ricos y nieto de ricos y criado en la abundancia tenía ese sentido atrofiado, y mi lucidez fue comprender a tiempo que los Joacos de este mundo no iban a poseer sino lo que heredarían, y que no por nada dice aquí la gente que «Bisabuelo arriero, abuelo hacendado, hijo rentista y nieto pordiosero», o sea un lento espiral descendente, mi reina Agustina, donde el esplendor de antaño va perdiendo poco a poco el lustre sin que nadie se dé mucha cuenta, y donde la riqueza originaria se va erosionando y de ella no van quedando sino el gesto, la pompa, el sentimiento de superioridad, el ademán de grandeza, el lagartico de la camisa Lacoste bien visible en el pecho. En cambio yo, que arrancaba sin nada, yo estaba adquiriendo un don, Agustina vida mía, un don que era hijo de la necesidad y de la angustia: el de hacer plata; plata contante y sonante. Pero aún me faltaba lo más grave, Agustina preciosa, lo verdaderamente grave en medio de tanto detalle menor, y era llegar a la casa de mi amigo Joaco y encontrar que ahí estabas tú, haciendo tareas junto a tu madre, porque entonces me salía de lo más hondo el suspiro de verdad, el que me quebraba el pecho, Ay, señora Londoño, ¡Yugota loblidota! Porque año tras año, creciendo al lado nuestro pero inalcanzable, ahí estuviste tú, mi amor Agustina, la bellísima hermana de Joaco, la estrella más distante y más extraña, tan esbelta y tan blanca, siempre perdida entre tu propia cabeza como quien se esconde entre los trastos del ático, tú eras la medalla de oro, el Grand Prix reservado al mejor de todos, el único trofeo que tu hermano Joaco nunca nos podría quitar, porque él podía ser el más rico y sacar las mejores notas y llevar ropa de marca; él podía ser el putas del tenis y del esquí acuático, el de las primaveras en París, el del eterno bronceado, pero había una única cosa a la que tu hermano Joaco tenía prohibida la entrada, Agustina belleza, y esa única cosa eras tú. La segunda vez que te vi fue en el comedor de tu casa del barrio La Cabrera, que a mí me parecía un palacio de sultanes, una mansión de los duques de Windsor, y ahí estabas tú haciendo torrecitas de galletas con mantequilla y mermelada, Joaco y yo en un extremo de la mesa y en el otro extremo tú sola debajo de la gran araña de cristal, absorta en tus torres de galletas, tan menudita, tan transparente, con tus ojos negros absolutamente inmensos y tu pelo negro locamente largo, ¡hasta dónde te llegaba el pelo, mi niña Agustina! Yo creo que por ese entonces te llegaba casi al suelo, y cuando por fin pude desprender mis ojos de ti, miré a mi alrededor y comprendí que esa habitación encerraba todos los componentes de mi dicha, lo que te quiero decir es que en ese momento algo hizo clic dentro de mi cabeza y supe que lo que tendría que conseguir para ser feliz estaba allí mismo, esos techos altos en exceso como si albergaran titanes y no humanos; esa lámpara de prismas de cristal que ponía a bailar mil fragmentos de arco iris sobre el mantel blanco; esos floreros tan atiborrados de rosas que parecía que hubieran tallado una rosaleda entera para abastecerlos; esa vajilla de una porcelana delicada como cáscara de huevo, esos cubiertos pesados que nada tenían que ver con los utensilios latosos y livianos que en el San Luis llamábamos cubiertos, Son de plata, me gritaste de un lado al otro de la mesa y ésa fue la primera cosa que en esta vida me dijo tu boca, y ahí supe también que tendría que tener tu boca. Tu boca de labios finos y dientes perfectos, es que de verdad te digo que ese día dilucidé más cosas de las que cabría esperar del niño de doce o trece años que era por entonces, por ejemplo me fijé bien en el asunto de los dientes, porque tan perfectos como los tuyos eran los de tus hermanos y también a punta de ortodoncia, y esa misma tarde, husmeando en los baños de tu casa y averiguando de qué sustancia estaba hecho ese mundo distinto al mío que me seducía hasta el trastorno, me enteré de que tú y tu familia no se lavaban los dientes con un cepillo de dientes como el resto de los mortales sino con un aparato gringo que llamaban Water-pic, y el Midas McAlister tomó la decisión, que cumplió al pie de la letra, de empezar a juntar dinero vendiendo en el colegio fotos de rubias empelotas, primero para comprarse un Water-pic y después para pagarse un tratamiento de ortodoncia, Fíjate cómo es este mundo, princesa Agustina, a la precocidad de mi inteligencia le debo haber comprendido desde temprana edad que con los dientes amarillos, torcidos o picados no se llega a ninguna parte, y que en cambio una sonrisa perfecta como la de los niños Londoño y como la que yo mismo conseguí más tarde, era tan útil o más que una carrera universitaria. Claro que también fue revelador para mí el hecho de que los alimentos que dos sirvientas, perfectamente disfrazadas de tal, servían en la vajilla de cáscara de huevo sobre aquella mesa de doce puestos de tu casa paterna, mesa que dicho sea de paso era casi idéntica a la que hoy en día tengo en mi propio apartamento, esos alimentos, te decía, o sea chocolate con pandebonos, almojábanas y galletas de nata, eran exactamente los mismos que me servía mi madre en la vajilla Melmac de plástico indestructible en nuestra sala-comedor del San Luis Bertrand, ese detalle me hizo gracia, mi reina Agustina; me hizo gracia ver que aunque entre los tuyos eso se llamara tomar el té y entre los míos tomarse las onces, a las cinco de la tarde las dos familias servían a la mesa las mismas harinas amasadas a la manera del campo, en pleno barrio chic de Bogotá, las mismísimas almojábanas del San Luis Bertrand, y de ahí deduje que la diferencia infranqueable entre tu mundo y el mío estaba sólo en la apariencia y en el brillo externo, eso me dio risa pero también me dio ánimos para emprender la lucha. Pues si el problema es sólo de empaque, me dije ese día, y ya te advertí que sólo tenía trece años, entonces yo podré franquear esa diferencia infranqueable, y en efecto al cumplir los treinta ya la había franqueado y ya había sido mía tu boca, y dos arañas auténticas de cristal de Baccarat, un comedor para doce sin estrenar, un juego de veinticuatro puestos de cubiertos de plata y una sonrisa impecable, y sin embargo mírame hoy, convertido en la sombra de mí mismo, derrotado por ese error de percepción —a fin de cuentas no se podía esperar tanto de la inteligencia de un niño— que consistió en deducir que la diferencia era mera cuestión de empaque. No lo era, claro que no lo era, y heme aquí pagando con sangre mi equivocación.
A Aguilar todavía se le eriza la piel cuando recuerda el episodio de la línea divisoria porque tal vez antes ni en los peores momentos su mujer lo había repudiado con tanta saña; apretando los dientes y con un remolino de rabia bailándole en los ojos, Agustina le ordenaba que se mantuviera a raya, Yo hacía lo posible por obedecerle a ver si se calmaba, dice Aguilar, pero la división geográfica impuesta por ella era móvil y eso dificultaba más aún las cosas, es decir que se corría más acá o más allá según su errático capricho y por tanto era imposible no equivocarse, en un momento dado Aguilar se sentó en una de las sillas del comedor, que curiosamente había quedado de su lado, ante lo cual Agustina se apresuró a anexarle esa península a su propio territorio, reclamó el comedor como suyo y a Aguilar lo sacó de ahí con cajas destempladas, Si tratabas de dar un paso hacia cualquier lado te caía como una fiera, Fuera de aquí hijueputa, me decía, mi padre a usted no quiere ni verlo ni en pintura y a usted sí que menos, cerda inmunda, le decía a la pobre tía Sofi, que fruncía la cara en un gesto de culpa, de angustia o de supremo cansancio, la mujer que hasta ese momento había demostrado toda la entereza y la presencia de ánimo se veía ahora amilanada ante la virulencia excepcional de este episodio, desde que estaba en nuestra casa no había presenciado algo igual y a decir verdad yo tampoco, esto de ahora eran realmente palabras mayores, Váyanse a hacer sus porquerías a otro lado, cerdos asquerosos, Agustina estaba tan energúmena y sus groserías eran tan desmedidas que no podían ser simplemente groserías, es decir mero uso hiperbólico del lenguaje, tenía que ser cierto que sentía una urgencia enorme de sacarnos de su casa, tenía que ser cierto que la supuesta presencia, o llegada, o regreso de ese padre suyo era un acontecimiento desgarrador que bifurcaba su existencia, de un lado ella con su padre, del otro el resto despreciable de los mortales. Aguilar la observa y quisiera darse en la cabeza contra las paredes al pensar en todo lo que nunca le preguntó sobre ese señor Carlos Vicente Londoño, que pese a haber muerto hace años ahora resulta ser el oscuro huésped que permanece al acecho, el que lo desaloja de su propia casa y lo aparta de su mujer, Ese señor que es la viva encarnación de todo lo que aborrezco y que para Agustina, en cambio, es objeto de una adoración incompresible, casi religiosa, o religiosa sin el casi; Lo más difícil de todo, confiesa Aguilar, fue constatar el control que el señor Londoño ejercía sobre su hija, hasta el punto de hacerme pensar en la palabra posesión, que ni siquiera forma parte de mi vocabulario por pertenecer a ese reino de lo irracional que para nada me interesa, y sin embargo era ésa, y no otra, la palabra que aquella noche me venía una y otra vez a la cabeza. Aguilar no podía evitar sentir que le recorría las venas, como un hielo líquido, la convicción de que su mujer estaba poseída por la voluntad del padre; el desdoblamiento de ella se manifestaba tan intensamente, que a Aguilar le costaba meter su propia razón en cintura para no olvidar que era la mente enferma de su mujer la que se apropiaba de la supuesta voluntad del padre, y no al contrario. Siempre he tenido la sensación de que durante sus crisis mi mujer atraviesa por unas zonas de devastador aislamiento, es como si se encontrara brutalmente sola en un escenario mientras yo observo su actuación desde una platea donde estoy rodeado por el resto del género humano, y sin embargo esta vez sabía que el solitario era yo y que en cambio ella estaba acompañada; acompañada por una fuerza superior a sí misma, que era la voluntad de su padre difunto. Agustina hablaba sin parar sobre su padre y su próxima visita, pronunciando las palabras a tal velocidad que era imposible entenderle, además porque la mitad del tiempo hablaba hacia adentro, aspirando las frases como si en vez de sacarlas de sí, las recogiera del aire y se las quisiera tragar, Agustina, amor mío, no te tragues las palabras que te vas a atorar, pero mi voz no le llegaba, todo lo nuestro era extrañeza y distancia, éramos dos animales agotados que no logran acercarse el uno al otro pese a estar entre la misma cueva, mientras que abajo la ciudad palpitaba en silencio, agazapada y rota, como si la hubiera quebrado el horror de esa noche y ahora esperara el inicio de la próxima andanada. Agustina, vida mía, no permitamos que la locura, vieja enemiga, acabe con cualquier atisbo de dicha, pero Agustina no escucha porque esta noche ella y la locura son una, Mi mujer está loca, me reconocí a mí mismo por primera vez esa noche, y sin embargo ese pensamiento no logró convencerme, no es así, Agustina vida mía, porque detrás de tu locura sigues estando tú, pese a todo sigues estando tú, y a lo mejor, quién quita, allá en el fondo también sigo estando yo, ¿te acuerdas de mí, Agustina?, ¿te acuerdas de ti misma? Aguilar nunca ha sentido miedo de que ella le haga daño físico, mal podría hacérselo siendo él diez centímetros más alto y doblándola en peso y en volumen, y sin embargo esa noche el miedo estaba allí; todo en la actitud de ella manifestaba deseo de agredir, de herir, su manera de agarrar y de esgrimir los objetos denotaba resolución y hasta urgencia de golpear con ellos, Lo último que deseaba en esta vida, dice Aguilar, era trenzarme en una pelea a golpes con la mujer que adoro sabiendo que sería yo quien terminaría lastimándola, y sin embargo ella hacía lo posible por precipitar un episodio de ese tipo, buscaba por todos los medios una especie de descarga definitiva e irreversible de violencia física que pusiera fin a mi decisión de no agredirla pasara lo que pasara, era como si se hubiera propuesto derrotar mi obstinación por mantener la coexistencia en medio de todo pacífica, como si se empeñara en despojarme de ese infinito amor por ella que me permite rehuir sistemáticamente todas sus provocaciones; tal vez Agustina comprendía que sólo así podría deshacerse del principal obstáculo para la llegada de su padre, Y ese obstáculo era yo, dice Aguilar. ¿Quién había sido este señor Londoño, cuál su relación con la hija, a cuenta de qué sus poderes sobre ella? Qué no daría Aguilar por saberlo. Cuando llegué al apartamento esa noche con mi triste trofeo en la mano, con esa prueba contundente de mi derrota que era el maletín que Agustina había llevado consigo al Wellington, venía obsesionado con ese otro hombre con quien mi mujer había pasado una noche, bueno, una de la que yo tuviera noticia, sólo Dios sabía cuántas más habrían sido, así que coloqué el maletín bien visible encima de la mesa del comedor para que ella se lo topara de sopetón, necesitaba conocer su reacción, saber si era capaz de mirarme a los ojos, pero lo que hizo fue arrojarlo con furia hacia mi lado, Quién dejó esta mierda aquí, preguntó y enseguida se olvidó del asunto; el delirio que le producía la inminente llegada del padre la mantenía hiperquinética, casi que irradiaba luz por el acceso de fiebre, y yo empecé a darme cuenta de que aunque fuera cierto el cuento del amante aquel, y aunque a espaldas mías Agustina tuviera otros cien amantes, el verdadero rival, el indestructible, el que estaba anclado en lo profundo de su trastorno, y posiblemente también de su amor, era el fantasma de ese padre de quien yo no podía hacerme siquiera una idea vaga, aparte de la preconcebida caricatura del terrateniente santafereño que me había formado desde un principio, El hombre me lleva esa ventaja, pensó Aguilar, la ventaja de ser para mí una incógnita. Encerrado tras el muro de rechazo que ha erigido su mujer, a Aguilar le dio por recordar esa loca autobiografía que en algún momento ella pretendía que le ayudara a escribir y que no llegó ni a la primera página, Ahora estoy convencido de que realmente me estaba suplicando auxilio, que necesitaba repasar con alguien los acontecimientos de su vida para encontrarles sentido, y poner en su justo lugar a su padre y a su madre sacándoselos de adentro, donde la atormentaban, para objetivarlos en unas cuantas hojas de papel, pero en ese entonces cómo iba yo a saberlo, la verdad es que me pareció que la idea disparatada de la autobiografía era otro de esos palazos de ciego que ella va dando a diestra y siniestra simplemente por falta de ganas de abrir los ojos para fijarse por dónde anda. La cosa sucedió así, cuenta Aguilar, después de que me la presentaron aquella vez en ese cineclub, me despedí de ella muy conmovido por su belleza, que a decir verdad me golpeó como de rayo, pero como quien dice un rayo que te deslumbra y luego se desvanece, o sea sin dejar en mí ni la menor inquietud en el sentido de que pudiera esperar un segundo capítulo para ese primer encuentro, seguro como estaba de que aquella muchacha rara, rica y hermosa era una de esas estrellas fugaces que atraviesan tu camino y siguen de largo, así que fue enorme mi sorpresa cuando resultó que una nota que encontré en mi cubículo en la Universidad venía firmada ni más ni menos que por ella.